Y cada vez que veía al herrador, Juan
le decía:
-¿Cuando
me da el conejo, Boni?
Y
Boni, el herrador, respondía preguntando:
-¿Sabrás
cuidarle?
Y
Juan, el niño, replicaba:
-Claro.
Pero
Adolfo, el más pequeño, terciaba, enfoncándole su limpia mirada
azul:
-¿Qué
hace el conejo?
Juan
enumeraba pacientemente:
-Pues…
comer, dormir, jugar…
-¿Cómo
yo? -indagaba Adolfo.
Y
el herrador, sin cesar de golpear la herradura, añadía:
-
Y cría, además.
Juan
agarraba al pequeño de la mano:
-El
conejo que nos dé Boni criará conejos pequeños y cuando tengamos
muchos le daremos uno a Ficu.
-Sí
-decía Adolfo.
Boni,
el herrador, aunque miraba para los chcios, siempre acertaba en el
clavo.
-¿Es
cierto que quieres el conejo?
-Claro
-repondió Juan.
-¿Y
sabréis cuidarle?
-Sí
– dijeron los niños a coro.
-Pues
mañana a mediodía os aguardo en casa -añadió el herrador.
Y
cuando los niños descendían carretera abajo, cogidos de la mano,
les voceó:
-Y
si le cuidáis bien os daré, además, un pichón.
Y
Adolfo le dijo a Juan:
-¿Un
pichón? ¿Qué es un pichón?
-Una
paloma -contestó Juan.
-¿Y
vuela? -dijo Adolfo.
-Todas
las palomas vuelan -dijo Juan.
Al
entrar en la Plaza, vieron los grupos de gente y a Sebastián y Rubén
con los cirios y una mujer que sollozaba. Y Evelio, el de la fonda,
dijo:
-Le
venía de atrás; si no le dijo nada al médico fue por no enseñarle
los pechos.
Esteban,
el del molino, se rascó el cogote:
-En
una soltera se comprende.
Juan
y Adolfo, cogidos de la mano, merodeaban entre los grupos sin que
nadie reparara en ellos, hasta que llegó el cura y enhebró una
retahíla ininteligible, y las mujeres se santiguaron, y los hombres
se quitaron las boinas y las daban vueltas, sin dejarlo, entre los
dedos. Y Juan soltó a su hermano y se descubrió y empezó a girar
su sombrero tal y como veía hacer a los hombres. Y al ver sacar
aquello de la casa, le dijo a Adolfo en un cuchicheo:
-Es
un muerto.
-¿Dónde
está el muerto? -voceó Adolfo.
Y
los hombres dijeron:
-¡Chist,
chaval!
Y
Adolfo abrió aún más sus ojos azules y bajó la voz y le dijo a
Juan:
-¿Dónde
está el muerto, Juan?
Y
Juan respondió:
-Metido
en esa caja.
Y
Adolfo miró primero a la caja blanca, y luego a su hermano, y luego
a la caja blanca otra vez, y, finalmente, alargó su manita y cogió
la de su hermano, y ambos arrancaron a andar tras del cortejo,
mientras el cura continuaba murmurando frases ininteligibles. Y al
cruzar frente al potro, Boni, el herrador, estaba quieto, parado, la
boina entre los dedos, mirando pasar la comitiva. Y al ver en último
lugar a Juan, le guiñó un ojo y le dijo:
-¿Dónde
vais vosotros?
-Al
entierro -dijo Juan- Es un muerto.
-¿Y
el conejo?
-Mañana
-dijo el niño.
El
herrador volvió a calarse la boina, enjaretó el acial, tomó el
martillo y le dijo a Juan por entre las patas del macho, indicando
con un movimiento de cabeza la curva por donde desaparecía el
cortejo:
-A
ver si le cuidas bien, no le vaya a ocurrir lo que a la Eulalia.
Adolfo levantó su mirada azul:
-¿Sabía
volar la Eulalia? -preguntó.
-¡Chist!
-respondió Juan, uniéndose al grupo.
La
caja yacía en la primera posa y el cura rezongaba frases extrañas
en un tono de voz muy grave, y los hombres iban, se adelantaban de
uno en uno y echaban dinero en la bandeja que sostenía el Melchorín;
cada vez más dinero; y las monedas tintineaban sobre el metal, y a
Adolfo se le abultaban los ojos y decía:
-¿Juan,
por qué le dan perras a Melchorín?
Y
Juan le aclaraba:
-Para
no morirse como la señora Eulalia.
Y
así durante tres posas, hasta que llegaron a lo alto, al alcor,
donde se erguían los cipreses del pequeño camposanto. Secun andaba
allí, junto al hoyo, con la pala en la mano, y Zósimo, el alguacil,
sostenía sobre el hombro un azadón. Entre la tierra removida
blanqueaban los huesos mondos, y Adolfo apretó la mano de Juan y
preguntó:
-¿Eso
qué es?
-¡Chist!
-le respondió Juan-. Una calavera, pero no te asustes.
-¿Vuela?
-inquirió Adolfo.
Pero
Juan no respondió. Miraba atentamente cómo bajaban la caja al hoyo
con las cuerdas, y luego cómo Secun y Zósimo arrastraban la tierra
negra y los huesos blancos sobre ella, y luego cómo Melchorín
pasaba la bandeja, y luego, finalmente, nada.
Y
a la hora de comer Juan le dijo a su padre:
-Papá.
Pero
su padre no le oyó. Escuchaba las conversaciones de sus hermanos
mayores y miraba con evidente simpatía a Adolfo, a quien su madre
regañaba porque se había manchado. Así es que Juan repitió “papá”
hasta cuatro veces y, a la cuarta, su padre se volvió a él:
-Papá,
papá, no se te cae esa palabra de la boca. ¿Qué es lo que quieres?
Juan
dijo tímidamente:
-Boni,
el herrador, me va a regalar un conejo.
-¿Ah,
sí? -dijo distraídamente el padre.
-Es
para Adolfo y para mí -agregó Juan.
-¿Para
Adolfo también? -rió el padre-. ¿Y para qué quieres tú un
conejo, si puede saberse?
-Para
que vuele -dijo Adolfo.
Intervino
Juan:
-Para
que críe; son las palomas las que vuelan. Boni dice…
-Calla
tú; déjale al niño -añadió el padre.
-Los
conejos tienen alas -dijo Adolfo.
Y
su padre rió. Y su madre rió. Y rieron, asimismo, los hermanos
mayores.
Y
a la mañana siguiente se presentó Juan con el gazapo, blanco y
marrón, en un capacho y dijo:
-Mamá,
¿tienes un cajón?
Mas
la madre se soleaba, adormilada en la hamaca, y no respondió. Juan
insistió, penduleando el capacho, hasta que al fin la madre
entreabrió los ojos y murmuró:
Este
niño, siempre inoportuno. En la cueva habrá un cajón creo yo.
Y
Juan bajó a la cueva y subió un cajón, y Luis se encaprichó con
el conejo y sacó a su vez la caja de herramientas y le puso al cajón
un costado de tela metálica y le abrió un portillo para meter y
sacar al animal, y Juan, al ver a su hermano afanar con tanto
entusiasmo, le decía:
-Aquí
criará a gusto, ¿verdad, Luis?
Mas
Luis, enfrascado en su tarea, ni siquiera le oía:
-Es
bonito el conejo que me ha dado el Boni, ¿verdad, Luis?
Luis
decía, al cabo, rutinariamente:
-Es
bonito.
Adolfo
se aproximó a Juan.
-¿Es
la casa del conejo? -preguntó.
-Sí,
es la casa del conejo, ¿te gusta? -dijo Juan.
-Sí
-dijo Adolfo.
Y
tan pronto Luis concluyó su obra, Juan agarró al gazapo
cuidadosamente, abrió el portillo y lo metió dentro. El niño
miraba al bicho fruncir el hociquito, cambiar de posición, aguzar
las orejas, y decía:
-Está
contento en esta casa, ¿verdad, Luis?
-Sí,
está contento -decía Luis.
-¿Y
va a volar? -preguntó Adolfo.
Juan
inclinó la cabeza a nivel de la de su hermano y le dijo:
-Los
conejos no vuelan, Ado. Las que vuelan son las palomas. Y si cuidamos
bien al conejo, el Boni nos dará una.
-Sí
-dijo Adolfo.
Juan
corrió hacia Luis, que se encaminaba a la casa con la caja de
herramientas en la mano:
-Luis
-le dijo-, ¿me harás otra casa si el Boni me da una paloma?
-¿Otro
bicho? -rezongó Luis.
Juan
le miraba sonriente, un poco abrumado. Dijo:
-Boni
me dará un pichón si crío bien al conejo.
-Bueno,
ya veré -dijo Luis.
Y
Juan volvió donde el conejo, a mirar cómo fruncía el hociquito
rosado y cómo le palpitaba el corazón en los costados. Después
cogió a Adolfo de la mano y se llegó donde su padre.
-Papá
-dijo-, ¿qué comen los conejos?
El
padre se volvió hacia él, sorprendido.
-¡Qué
sé yo! -dijo-. Verde, supongo.
-Sí
-dijo Juan atemorizado, y corrió donde su madre y la dijo:
-Mamá,
¿qué es verde?
-Jesus,
qué niño tan pesado -dijo la madre-. Verde, pero, ¿verde qué?
-Papé
dice que los conejos comen verde y yo no sé lo que es verde.
-¡Ah,
verde! -respondió la madre-. Pues yerba digo yo que será.
A
la tarde, el niño bajó donde el herrador.
-Boni
-le dijo-, ¿qué comen tus conejos?
Boni,
el herrador, se incorporó pesadamente, oprimiéndose los riñones
con las manos y sin llegar a enderezarse del todo.
-Bueno,
bueno -dijo-, los conejos tienen buen apetito. Cualquier cosa. Para
empezar puedes darle berza y unos lecherines. Y si se porta bien dale
una zanahoria de postre.
Juan
tomó a Adolfo de la mano. Adolfo dijo:
-A
mí no me gusta eso.
-¿Cuál?
-inquirió Juan.
-Eso
-dijo Adolfo.
Cada
mañana, Juan llevaba al conejo su ración de berza y de lecherines.
Algún día le echaba también una zanahoria, pero el conejo apenas
roía una esquina y la dejaba.
-No
le gusta eso -decía Adolfo-.
Y
Juan le explicaba pacientemente que el conejo tenía la tripa llena
de berza y de lecherines y no le quedaba hueco para la zanahoria.
Adolfo denegaba obstinadamente con la cabeza:
-No
le gusta eso -decía.
En
un principio, el conejo mostraba alguna desconfianza, pero tan pronto
advirtió que los pequeños se aproximaban para llevarle alimentos se
ponía de manos para recibir las hojas de berza y aún las comía
delante de ellos. Ya no le temblaban los costados si los niños le
cogían, y le gustaba agazaparse al sol, en un rincón, cuando Juan
le sacaba de la cueva para airearse. En todo caso, Juan alejaba al
conejo de la casa porque su mdre dijo el primer día que “aquel
bicho olía que apestaba”.
Al
concluir el verano comenzó a llover. Llovía lenta, incansablemente,
y Juan burlaba cada día la vigilancia para salir a por lecherines.
Cada vez regresaba con una brazada de ellos, y el conejo le
aguardaaba de manos, impaciente. Juan le decía:
-Tienes
hambre, ¿eh?
Y,
en tanto comía, añadía:
-Adolfo
no viene porque no le dejan, ¿sabes? Está lloviendo. Cuando deje de
llover te sacaré al sol.
Y,
al cuarto día, cesó, repentinamente, de llover. Juan vio el cielo
azul desde la cama, y sin calzarse corrió a la cueva; mas el conejo
no le recibió de manos, ni siquiera aculado en un rincón, como
acostumbraba a hacer los primeros días, sino tumbado de costado y
respirando anhelosamente. El niño introdujo la mano por la tela
metálica y le acarició, pero el animalito no abría los ojos.
-¿Es
que estás malo? -preguntó Juan.
Y
como el conejo no reaccionaba, abrió precipitadamente el portillo y
lo sacó fuera. El animal continuaba relajado, sin vida: apenas un
leve hociqueo y una precipitada, arrítmica respiración. Juan lo
depositó en el suelo y corrió alocadamente hacia la casa:
-¡Mamá,
mamá! -voceó-. El conejo está muy malito.
Su
madre lo miró irritada:
-Déjate
de conejos ahora y cálzate -dijo.
Juan
se puso las sandalias y buscó a Adolfo:
-Adolfo
-le dijo-. El conejo se está muriendo.
-A
ver -dijo Adolfo.
-Ven
-dijo Juan, tomándole de la mano.
El
conejo, tendido de costado sobre la yerba, era como un manojito de
algodón, apenas animado por un imperceptible estremecimiento:
-¿Tiene
sueño? -preguntó Adolfo.
-No
-respondió Juan gravemente.
-¿Por
qué no abre los ojos? -demandó Adolfo.
-Porque
se va a morir -dijo Juan.
Y,
repentinamente, soltó la mano de su hermano y corrió donde el
herrador:
-Boni
-le dijo-, el conejo está muy malo.
Boni,
el herrador, se llevó las manos a los riñones antes de
incorporarse:
-No
será para tanto, digo yo.
-Sí
-dijo Juan-. No quiere andar ni tampoco abrir los ojos.
-¡Vaya
por Dios! -dijo Boni-. Pues sí que le has cuidado bien.
El
niño no contestó. Tomó la mano encallecida del hombre y le
encareció tirando de él.
-Vamos,
Boni.
-Vamos,
vamos -protestó el herrador-. ¿Y qué va a decir la mamá? Sabes de
sobra que a la mamá no le gusta que los del pueblo metamos las
narices allí.
Pero
siguió al niño cambera abajo; y al llegar a la puerta, advirtió:
-Tráeme
el conejo, anda. Yo no paso.
Y
cuando el niño regresó con el conejo, Adolfo corría torpemente
tras él, y al ver al herrador, le dijo:
-¿Es
que va a volar, Boni?
El
herrador examinaba atentamente al animal:
-Volar,
volar…, sí que está malito, como para volar -volvió los ojos a
Juan-. ¿Le mudas la cama?
-¿Qué
cama? -preguntó el niño.
-¿Es
que quieres que el onejo esté tan despabilado como tú si ni
siquiera le haces la cama?
-Yo
no lo sabía -dijo Juan humildemente.
Aún
insistió el herrador:
-Y
le habrás dado la comida húmeda, claro.
Juan
asintió:
-Como
llovía…
-Llovía,
llovía -prosiguió el herrador -. ¿y no tienes una cocina para
secarlo? Mira, para que lo sepas, los lecherines mojados son para el
animalito lo mismo que veneno.
-¿Veneno?
-murmuró Juan aterrado.
-Sí,
veneno, eso. Les fermenta en la barriga y se hinchan hasta que se
mueren, ya lo sabes.
Se
incorporó el herrador. Juan le miraba vacilante. Dijo, al fin:
-¿Se
podrá curar?
-Curar,
curar -dijo el herrador-. Claro que se pude curar, pero no es fácil.
Lo más fácil es que se muera.
Juan
le atajó:
-Yo
no quiero que se muera el conejo, Boni.
-¿Y
quién lo quiere, hijo? Estas cosas están escritas -replicó el
Boni.
-¿Escritas?
¿Quién las escribe, Boni? -preguntó el chico anhelante.
El
herrador se impacientó:
-¡Vaya
pregunta! -dijo secamente.
Adolfo
miraba de cerca, casi olfeteándolo, al conejo. Al cabar, aun
encuclillado, alzó su mirada azul muy pálida, casi transparente:
-Tiene
sueño -dijo.
-Sí
-dijo el herrador-. Mucho sueño.
Lo
malo es si no despierta.
Se
agachó bruscamente y le puso a Juan una manaza en el antebrazo:
-Mira,
hijo, lo primero que le vas a poner a este bicho es una cama seca.
A
Juan se le frunció la frente:
-¿Una
cama seca? -indagó.
-Una
brazada de paja, vaya.
-Tiene
sueño -dijo Adolfo. El conejo tiene sueño.
-¡Calla
tú la boca! -cortó el herrador. -Luego, no le des de comer en todo
el día, y mañana, si le ves más listo, le das… O, mejor, ya
vendré yo. Si mañana le vieras más listo, me mandas razón con la
Puri o te acercas tú mismo.
Y
cuando el Boni salió a la carretera, Juan cogió al conejo con
cuidado, le acostó sobre su antebrazo y franqueó la puerta del
jardín. Le dijo a Adolfo, conforme avanzaba por el paseo bordeado de
lilas de otoño:
-El
conejo se va a poner bueno. El Boni lo ha dicho.
Adolfo
le miró:
-¿Y
volará? -dijo.
-No
-prosiguió Juan-, los conejos no vuelan.
Luego
metió la paja en el cajón y depositó al conejo encima, pero Luis
le miraba hacer, y cuando Juan cerró el portillo, dijo:
-Ese
conejo las está diñando.
-No
-protestó Juan-. El Boni dijo que se pondrá bueno.
-Ya
-dijo Luis-. Este no lo cuenta.
En
ese momento el conejo se agitó en unas convulsiones extrañas:
-Mira,
¡ya corre! -voceó Adolfo.
-Está
mejor -dijo Juan-. Antes no se movía.
-Ya
-dijo Luis-. Está en las últimas. Además me da grima ver sufrir a
los animales. Le voy a matar.
Abrió
el portillo, y Juan se agarraba a su cuello y gritaba:
-¡No,
no, no…!
Se
asomó su madre:
-¡Marcharos
de aquí con ese conejo!
-Se
está muriendo -dijo Luis-. El animal sólo hace que sufrir.
-Matadle
-dijo, piadosamente, la madre.
-Luis
le sujetó por las patas traseras, la cabeza abajo.
-No
-dijo todavía, débilmente, Juan-. Boni dice que se curará.
-Sí,
mátale -dijo Adolfo con una prematura dureza en sus ojos azules.
Y
Luis, sin más vacilaciones, le golpeó por tres veces con el canto
de la mano detrás de las orejas. El conejo se estremeció levemente
y, por último, se le dobló la cabeza hacia dentro. Luis le arrojó
en la yerba:
-Listo
-dijo frotándose una mano con otra, como si se limpiara.
Juan
y Adolfo se aproximaron al animal:
-Tiene
sueño -dijo Adolfo.
-Sí…
está muerto -dijo Juan aganchándose y acariciándole suavemente.
Sus
ojos estaban húmedos, y continuaba atusándole, cuando su madre le
chilló.
-¡Llevadle
lejos, que no dé olor! ¡Enterradle!
Juan
se incorporó súbitamente:
-Eso,
Adolfo -dijo-, vamos a enterrarle.
Le
había brotado, de pronto, una alegría inmoderada.
-Sí
-dijo Adolfo.
-Eso
-insistió Juan-. Vamos a hacer el entierro.
Entró
en la cueva y salió con la azada al hombro, y luego le entregó a
Adolfo una tapa de cartón y le dijo:
-Ahí
se echan las perras, ¿sabes?
-Las
perras, eso -dijo Adolfo jubilosamente.
Y
Juan suspendió el conejo recelosamente de las patas traseras y
caminaba por el paseo de lilas, el bicho en una mano, la azada al
hombro, salmodiando una letanía ininteligible. Y Adolfo le seguía a
corta distancia con el cartón a guisa de bandeja, y, súbitamente,
voceó:
-Se
hace pis. El conejo se está haciendo pis.
Juan
se detuvo, levantó el conejo y vio el chorrito turbio que mancillaba
la piel blanca del animal y escurría, finalmente, hasta las losetas
del paseo. Miró de nuevo incrédulamente, y al cabo chilló,
volviendo la cabeza hacia la casa:
-¡Papá,
mamá, Puri, Luis, el conejo se ha meado cuando ya estaba muerto!
Pero
nadie le respondió.
La mortaja, 1970.
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