sábado, 30 de abril de 2022

El marciano. Ray Bradbury.

Las montañas azules se alzaban en la lluvia y la lluvia caía en los largos canales, y el viejo La Farge y su mujer salieron de la casa a mirar.
—La primera lluvia de la estación —señaló La Farge.
—Qué bien —dijo la mujer.
—Bienvenida, de veras.
Cerraron la puerta. Dentro se calentaron las manos junto a las llamas. Se estremecieron. A lo lejos, a través de la ventana, vieron que la lluvia centelleaba en los costados del cohete que los había traído de la Tierra.
—Sólo falta una cosa —dijo La Farge mirándose las manos.
—¿Qué? —preguntó su mujer.
—Me gustaría haber traído a Tom con nosotros.
—Oh, por favor, Lafe.
—Sí, no empezaré otra vez. Perdona.
—Hemos venido a disfrutar en paz nuestra vejez, no a pensar en Tom. Murió hace tanto tiempo… Tratemos de olvidarnos de Tom y de todas las cosas de la Tierra.
La Farge se calentó otra vez las manos, con los ojos clavados en el fuego.
—Tienes razón. No hablaré de eso nunca más. Pero echo de menos aquellos domingos, cuando íbamos en automóvil a Green Lawn Park, a poner unas flores en su tumba. Era casi nuestra única salida.
La lluvia azul caía sobre la casa.
A las nueve se fueron a la cama y se tendieron en silencio, tomados de la mano, él de cincuenta y cinco años, y ella de sesenta en la lluviosa oscuridad.
—¿Anna? —llamó La Farge suavemente.
—¿Qué?
—¿Has oído algo?
Los dos escucharon la lluvia y el viento.
—Nada —dijo ella.
—Alguien silbaba.
—No lo he oído.
—De todos modos voy a ver.
La Farge se levantó, se puso una bata, atravesó la casa y llegó a la puerta de la calle. La abrió titubeando, y la lluvia fría le cayó en la cara. En la puerta del patio había una figura. Un rayo agrietó el cielo; una ola de color blanco iluminó un rostro que miraba fijamente a La Farge.
—¿Quién está ahí? —llamó La Farge, temblando.
No hubo respuesta.
—¿Quién es? ¿Qué quiere?
Silencio.
La Farge se sintió débil, cansado, entumecido.
—¿Quién eres? —gritó, Anna se le acercó y lo tomó por el brazo.
—¿Por qué gritas?
—Hay un chico ahí fuera en el patio y no me contesta —dijo La Farge, estremeciéndose—. Se parece a Tom.
—Ven a acostarte, estás soñando.
—Pero mira, ahí está.
Y La Farge abrió un poco más la puerta para que también ella pudiera ver. Soplaba un viento frío y la lluvia fina caía sobre el patio, y la figura inmóvil los miraba con ojos distantes. La vieja se adelantó hacia el umbral.
—¡Vete! —gritó agitando una mano—. ¡Vete!
—¿No se parece a Tom? —preguntó La Farge.
La figura no se movió.
—Tengo miedo —dijo la vieja—. Echa el cerrojo y ven a la cama. Deja eso, déjalo.
Y se fue, gimiendo, hacia el dormitorio.
El viejo se quedó, y el viento le mojó las manos con una lluvia fría.
—Tom —llamó La Farge en voz baja—. Tom, si eres tú, si por un azar eres tú, no cerraré con llave. Si sientes frío y quieres calentarte, entra más tarde y acuéstate junto a la chimenea; hay allí unas alfombras de piel.
Cerró la puerta, pero sin echar el cerrojo.
La mujer sintió que La Farge se metía en la cama y se estremeció.
—Qué noche horrible. Me siento tan vieja… —dijo sollozando.
—Bueno, bueno —la calmó él, abrazándola—. Duerme.
Al cabo de un rato la mujer se durmió.
Y entonces La Farge alcanzó a oír que la puerta se abría, casi en silencio, dejaba entrar el viento y la lluvia, y se cerraba otra vez. Luego oyó unos pasos blandos que se acercaban a la chimenea, y una respiración muy suave.
—Tom —dijo.
Un rayo estalló en el cielo y abrió en dos la oscuridad.
A la mañana siguiente, el sol calentaba.
El señor La Farge abrió la puerta de la sala y miró rápidamente alrededor. No había nadie sobre la alfombra. La Farge suspiró:
—Estoy envejeciendo.
Salía de la casa hacia el canal, en busca de un balde de agua clara, cuando casi derribó a Tom, que ya traía un balde lleno.
—Buenos días, papá.
El viejo se tambaleó.
—Buenos días, Tom.
El chico, descalzo, cruzó de prisa el cuarto, dejó el balde en el suelo y se volvió sonriendo.
—¡Qué día más hermoso!
—Sí —dijo La Farge, estupefacto.
El chico actuaba con naturalidad. Se inclinó sobre el balde y comenzó a lavarse la cara.
La Farge dio un paso adelante.
—Tom, ¿cómo viniste aquí? ¿Estás vivo?
El chico alzó la mirada.
—¿No tendría que estarlo?
—Pero, Tom… Green Lawn Park todos los domingos, las flores y… La Farge tuvo que sentarse. El chico se le acercó y le tomó la mano. La mano de Tom era cálida y firme.
—¿Estás realmente aquí? ¿No es un sueño?
—Tú quieres que esté aquí, ¿no? —El chico parecía preocupado.
—Sí, sí, Tom.
—Entonces, ¿por qué me preguntas? Acéptame…
—Pero tu madre… la impresión…
—No te preocupes. Estuve a vuestro lado, cantando, toda la noche, y me aceptaréis, especialmente ella. Espera a que venga y lo verás.
Tom se echó a reír sacudiendo la cabeza de rizado pelo cobrizo. Tenía ojos muy azules y claros.
La madre salió del dormitorio recogiéndose el pelo.
—Buenos días. Lafe, Tom. ¡Qué hermoso día!
Tom se volvió hacia su padre y se le rió en la cara.
—¿Ves?
Almorzaron muy bien, los tres, a la sombra de detrás de la casa. La señora La Farge descorchó una vieja botella de vino de girasol, que había apartado en otro tiempo, y todos bebieron un poco. El señor La Farge nunca la había visto tan contenta. Si Tom la preocupaba, no lo demostró. Para ella era algo completamente natural. La Farge comenzó a pensar también que era natural.
Mientras mamá lavaba los platos, La Farge se inclinó hacia su hijo y le preguntó con aire de confidencia:
—¿Cuántos años tienes, hijo?
—¿No lo sabes? Catorce, por supuesto.
—¿Quién eres, realmente? No es posible que seas Tom, pero eres alguien. ¿Quién?
Atemorizado, el chico se llevó las manos a la cara.
—No preguntes.
—Puedes decírmelo —dijo el hombre—. Lo comprenderé. Eres un marciano, ¿no es cierto? He oído historias de los marcianos, pero nada definido. Dicen que son muy raros y que cuando andan entre nosotros parecen terrestres. Hay algo en ti… Eres Tom y no eres Tom.
—¿Por qué no me aceptas y callas? —gritó el chico hundiendo la cara entre las manos—. No dudes, por favor, ¡no dudes de mí!
Se levantó de la mesa y echó a correr.
—¡Tom, vuelve!
El chico corrió a lo largo del canal, hacia el pueblo lejano.
—¿Adónde va Tom? —preguntó Anna que regresaba a buscar el resto de los platos. Miró atentamente a su marido—. ¿Le has dicho algo desagradable?
—Anna —dijo el señor La Farge tomándole una mano—. Anna, ¿te acuerdas de Green Lawn Park, del mercado, de Tom enfermo de neumonía?
La mujer se echó a reír.
—¿Qué dices?
—No importa —contestó La Farge en voz baja.
A lo lejos, el polvo se posaba a orillas del canal por donde había pasado Tom.
Tom volvió a las cinco de la tarde, cuando el sol se ponía. Miró indeciso a su padre.
—¿Me vas a preguntar algo? —quiso saber.
—Nada de preguntas —dijo La Farge.
El chico sonrió con una sonrisa blanca.
—Estupendo.
—¿Dónde has estado?
—Cerca del pueblo. Casi no vuelvo. He estado a punto de caer en una… —el chico buscaba la palabra exacta—, en una trampa.
—¿Cómo en una trampa?
—Pasaba al lado de una casita de chapas de zinc, cerca del canal y de pronto pensé que me perdía y que no volvería a veros. No sé cómo explicártelo, no encuentro cómo, ni siquiera yo mismo lo sé. Es raro, pero prefiero no hablar de eso ahora.
—No hablemos entonces. Lávate las manos, es hora de cenar.
El chico corrió a lavarse.
Unos diez minutos más tarde, una lancha se acercó por la serena superficie de las aguas. Un hombre alto y flaco, de pelo negro, la impulsaba con una pértiga, moviendo lentamente los brazos.
—Buenas tardes, hermano La Farge —dijo deteniéndose.
—Buenas tardes, Saul. ¿Qué se cuenta por aquí?
—Esta noche, muchas cosas. ¿Conoces a un tal Nomland que vive al borde del canal en una casa de chapas?
La Farge se enderezó.
—Sí.
—¿Sabías que era un granuja?
—Se dijo que salió de la Tierra porque había matado a un hombre.
Saul se apoyó en la pértiga mojada y miró a La Farge.
—¿Recuerdas el nombre del muerto?
—Gillings, ¿no?
—Sí, Gillings. Pues bien, hace unas dos horas el señor Nomland llegó al pueblo gritando que había visto a Gillings, vivo, aquí, en Marte, hoy, esta misma tarde. Nomland quería esconderse en la cárcel, pero no lo dejaron. De modo que volvió a su casa y veinte minutos después, dicen, se pegó un tiro. Vengo ahora de allí.
—Bueno, bueno —dijo La Farge.
—Ocurren unas cosas… —dijo Saul—. En fin, buenas noches, La Farge.
—Buenas noches.
La lancha se alejó por las serenas aguas del canal.
—La cena está lista —llamó la mujer.
El señor La Farge se sentó a la mesa y cuchillo en mano miró a Tom.
—Tom, ¿qué has hecho esta tarde?
—Nada —contestó Tom con la boca llena—. ¿Por qué?
—Quería saber, nada más —dijo el viejo poniéndose la servilleta.
A las siete, aquella misma tarde, la señora La Farge dijo que quería ir al pueblo.
—Hace tres meses que no voy.
Tom se negó.
—El pueblo me da miedo —dijo—. La gente. No quiero ir.
—Pero cómo —dijo Anna—, qué palabras son ésas para tamaño grandullón. No te haré caso. Vendrás con nosotros. Yo lo digo.
—Pero Anna, si el chico no quiere… —farfulló La Farge.
Pero era inútil discutir. Anna los empujó a la lancha y remontaron el canal bajo las estrellas nocturnas. Tom estaba tendido de espaldas, con los ojos cerrados; era imposible saber si dormía o no. El viejo lo miraba fijamente. ¿Qué criatura es ésta, pensaba, tan necesitada de cariño como nosotros? ¿Quién es y qué es esta criatura que sale de la soledad, se acerca a gentes extrañas y asumiendo la voz y la cara del recuerdo se queda al fin entre nosotros, aceptada y feliz? ¿De qué montaña procede, de qué caverna, de qué raza, aún viva en este mundo cuando los cohetes llegaron de la Tierra? El viejo meneó la cabeza. Era imposible saberlo. Por ahora aquello era Tom.
El viejo miró con aprensión el pueblo lejano, y pensó otra vez en Tom y en Anna. Quizá nos equivoquemos al retener a Tom, se dijo a sí mismo, pues de todo esto no saldrá otra cosa que preocupaciones y penas, pero cómo renunciar a lo que hemos deseado tanto aunque se quede sólo un día y desaparezca, haciendo el vacío más vacío, y las noches más oscuras y las noches lluviosas más húmedas. Quitarnos esto sería como quitarnos la comida de la boca.
Y miró al chico, que dormitaba pacíficamente en el fondo de la lancha. El chico se quejó, como en una pesadilla.
—La gente. Cambiar y cambiar. La trampa.
—Calma, calma —dijo La Farge acariciándole el pelo rizado.
Tom se calló.
La Farge ayudó a Anna y a Tom a salir de la lancha.
—¡Aquí estamos!
Anna sonrió a las luces, escuchó la música de los bares, los pianos, los gramófonos, observó a la gente que paseaba tomada del brazo por las calles animadas.
—Quiero volver a casa —dijo Tom.
—Antes no hablabas así —dijo Anna—. Siempre te gustaron las noches de sábado en el pueblo.
—No te apartes de mí —le susurró Tom a La Farge—. No quiero caer en una trampa.
Anna alcanzó a oírlo.
—¡Deja de decir esas cosas! Vamos.
La Farge advirtió que Tom le había tomado la mano.
—Aquí estoy, Tom —dijo apretando la mano del chico. Miró a la muchedumbre que iba y venía y sintió, también, cierta inquietud—. No nos quedaremos mucho tiempo.
—No digas tonterías, no nos iremos antes de las once —dijo Anna.
Cruzaron una calle y tropezaron con tres borrachos. Hubo un momento de confusión, una separación, una media vuelta, y La Farge miró consternado alrededor. Tom no estaba entre ellos.
—¿Adónde ha ido? —preguntó Anna, irritada—. Aprovecha cualquier ocasión para escaparse. ¡Tom!
El señor La Farge corrió entre la muchedumbre, pero Tom había desaparecido.
—Ya volverá. Estará en la lancha cuando nos vayamos —afirmó Anna, guiando a su marido hacia el cinematógrafo.
De pronto, hubo una conmoción en la muchedumbre, y un hombre y una mujer pasaron corriendo junto a La Farge. La Farge los reconoció. Eran Joe Spaulding y su mujer. Antes de que pudiera hablarles, ya habían desaparecido.
Sin dejar de mirar ansiosamente hacia la calle, compró las entradas y entró de mala gana en la poco acogedora oscuridad.
A las once, Tom no estaba en el embarcadero. La señora La Farge se puso muy pálida.
—No te preocupes. Yo lo encontraré. Espera aquí —dijo La Farge.
—Date prisa.
La voz de Anna murió en la superficie rizada del agua.
La Farge caminó por las calles nocturnas, con las manos en los bolsillos. Las luces de alrededor se iban apagando, una a una.
Unas pocas gentes se asomaban todavía a las ventanas pues la noche era calurosa, aunque unas nubes de tormenta pasaban de vez en cuando por el cielo estrellado. Mientras caminaba, La Farge pensaba en el chico, en sus constantes alusiones a una trampa, en el miedo que tenía a las muchedumbres y las ciudades. Esto no tiene sentido, reflexionó con cansancio. Tal vez el chico se ha ido para siempre, tal vez no ha existido nunca. La Farge dobló por una determinada callejuela, observando los números.
—Hola, La Farge.
Un hombre estaba sentado en el umbral de una puerta, fumando una pipa.
—Hola, Mike.
—¿Has peleado con tu mujer? ¿Estás calmándote con una caminata?
—No, paseo nada más.
—Parece que se te hubiera perdido algo. A propósito. Esta noche encontraron a alguien. ¿Conoces a Joe Spaulding? ¿Te acuerdas de su hija Lavinia?
—Sí.
La Farge se sintió traspasado de frío. Todo era como un sueño repetido. Ya sabía qué palabras vendrían ahora.
—Lavinia volvió a casa esta noche —dijo Mike, y arrojó una bocanada de humo—. ¿Recuerdas que se perdió hace cerca de un mes en los fondos del mar muerto? Encontraron un cadáver que podría ser el suyo y desde entonces la familia Spaulding no ha estado bien. Spaulding iba de un lado a otro diciendo que Lavinia no había muerto, que aquel cadáver no era ella. Parece que tenía razón. Lavinia apareció esta noche.
La Farge sintió que le faltaba el aire, que el corazón le golpeaba el pecho.
—¿Dónde?
—En la calle principal. Los Spaulding estaban comprando entradas para una función y de pronto vieron a Lavinia entre la gente. Qué impresión la de ellos, imagínate. Al principio Lavinia no los reconoció; pero la siguieron calle abajo y le hablaron y entonces ella recobró la memoria.
—¿La has visto?
—No, pero la he oído cantar. ¿Recuerdas con qué gracia cantaba Las bonitas orillas del lago Lomond? La oí hace un rato allá en la casa gorjeando para su padre. Es muy agradable oírla. Una muchacha encantadora. Era lamentable que se hubiera muerto. Ahora que ha regresado, todo es distinto. Pero oye, qué te pasa, no te veo muy bien. Entra y te serviré un whisky.
—No, gracias, Mike.
La Farge se alejó calle abajo. Oyó que Mike le daba las buenas noches y no contestó. Tenía la mirada fija en una casa de dos plantas con el techo de cristal donde serpenteaba una planta marciana de flores rojas. En la parte trasera de la casa, sobre el jardín, había un retorcido balcón de hierro. Las ventanas estaban iluminadas. Era muy tarde, y La Farge seguía pensando: «¿Cómo se sentirá Anna si no vuelvo con Tom? ¿Cómo recibirá este segundo golpe, esta segunda muerte? ¿Se acordará de la primera y a la vez de este sueño y de esta desaparición repentina? Oh Dios, tengo que encontrar a Tom, ¿o qué va a ser de Anna? Pobre Anna, me está esperando en el embarcadero». La Farge se detuvo y levantó la cabeza. En alguna parte, allá arriba, unas voces daban las buenas noches a otras voces muy dulces. Las puertas se abrían y cerraban, se apagaban las luces y continuaba oyéndose un canto suave. Un momento después una hermosa muchacha, de no más de dieciocho años, se asomó al balcón.
La Farge la llamó a través del viento que comenzaba a levantarse.
La muchacha se volvió y miró hacia abajo.
—¿Quién está ahí?
—Yo —dijo el viejo La Farge, y notando que esta respuesta era tonta y rara, se calló y los labios se le movieron en silencio.
¿Qué podía decir? ¿«Tom, hijo mío, soy tu padre»? ¿Cómo le hablaría? La muchacha pensaría que estaba loco y llamaría a la familia.
La figura se inclinó hacia delante, asomándose a la luz ventosa.
—Sé quién eres —dijo en voz baja—. Por favor, vete. No hay nada que pueda hacer por ti.
—¡Tienes que volver! —Las palabras se le escaparon a La Farge.
La figura iluminada por la luz de la luna se retiró a la sombra, donde no tenía identidad, donde no era más que una voz.
—Ya no soy tu hijo. No teníamos que haber venido al pueblo.
—¡Anna espera en el embarcadero!
—Lo siento —dijo la voz tranquila—. Pero ¿qué puedo hacer? Soy feliz aquí; me quieren tanto como vosotros. Soy lo que soy y tomo lo que puedo. Ahora es demasiado tarde. Me han atrapado.
—Pero, y Anna… Piensa qué golpe será para ella.
—Los pensamientos son demasiado fuertes en esta casa; es como estar en la cárcel. No puedo cambiar otra vez.
—Eres Tom, eras Tom, ¿verdad? ¡No estarás bromeando con un viejo! ¡No serás realmente Lavinia Spaulding!
—No soy nadie; soy sólo yo mismo. Dondequiera que esté soy algo, y ahora soy algo que no puedes impedir.
—No estás seguro en el pueblo. Estarás mejor en el canal, donde nadie puede hacerte daño —suplicó el viejo.
—Es cierto. —La voz titubeó—. Pero he de pensar en ellos. ¿Qué sentirían mañana al despertar cuando vieran que me fui de nuevo, y esta vez para siempre? Además, la madre sabe lo que soy; lo ha adivinado como tú. Creo que todos lo adivinaron, aunque no hicieron preguntas. Cuando no se puede tener la realidad, bastan los sueños. No soy quizá la muchacha muerta, pero soy algo casi mejor, el ideal que ellos imaginaron. Tendría que elegir entre dos víctimas: ellos o tu mujer.
—Ellos son cinco, lo soportarían mejor que nosotros.
—¡Por favor! —dijo la voz—. Estoy cansada.
La voz del viejo se endureció.
—Tienes que venir. No puedo permitir que Anna sufra otra vez. Eres nuestro hijo. Eres mi hijo, y nos perteneces.
La sombra tembló.
—¡No, por favor!
—No perteneces a esta casa ni a esta gente.
—No. No.
—Tom, Tom, hijo mío, óyeme. Vuelve. Baja por la parra. Ven, Anna te espera; tendrás un hogar, y todo lo que quieras.
El viejo alzaba los ojos esperando el milagro.
Las sombras se movieron, la parra crujió levemente.
Y al fin la voz dijo:
—Bueno, papá.
—¡Tom!
La ágil figura de un niño se deslizó por la parra a la luz de las lunas. La Farge abrió los brazos para recibirlo.
Una habitación se iluminó arriba, y en una ventana enrejada dijo una voz:
—¿Quién anda ahí?
—Date prisa, hijo mío.
Más luces, más voces:
—¡Alto o hago fuego! ¿No te ha pasado nada, Vinny?
El ruido de pasos precipitados.
El hombre y el chico corrieron por el jardín.
Sonó un disparo. La bala dio en la pared en el momento en que cerraban el portón.
—Tom, vete por ahí. Yo iré por aquí para despistarlos. Corre al canal. Allí estaré dentro de diez minutos.
Se separaron. La luna se ocultó detrás de una nube. El viejo corrió en la oscuridad.
—Anna, ¡aquí estoy!
La vieja, temblando, lo ayudó a saltar a la lancha.
—¿Dónde está Tom?
—Llegará en un minuto —jadeó La Farge.
Se volvieron y miraron las calles del pueblo dormido. Aún había alguna gente: un policía, un sereno, el piloto de un cohete, varios hombres solitarios que regresaban de alguna cita nocturna, dos parejas que salían de un bar riéndose. Una música sonaba débilmente en alguna parte.
—¿Por qué no viene? —preguntó la vieja.
—Ya vendrá, ya vendrá.
Pero La Farge estaba inquieto. ¿Y si el niño hubiera sido atrapado otra vez, de algún modo, en alguna parte, mientras corría hacia el embarcadero, por las calles de medianoche, entre las casas oscuras? Era un trayecto muy largo, aun para un chico; sin embargo ya tenía que haber llegado.
Y entonces, lejos, en la avenida iluminada por las lunas alguien corrió.
La Farge gritó y calló en seguida, pues allá lejos resonaron también unas voces y otros pasos apresurados. Las ventanas se iluminaron una a una. La figura solitaria cruzó rápidamente la plaza, acercándose al embarcadero. No era Tom; no era más que una forma que corría, una forma con un rostro de plata que resplandecía a la luz de las lámparas, agrupadas en la plaza. Y a medida que se acercaba, la forma se hizo más y más familiar, y cuando llegó al embarcadero ya era Tom. Anna le tendió los brazos. La Farge se apresuró a desanudar las amarras.
Pero ya era demasiado tarde. Un hombre, otro, una mujer, otros dos hombres y Spaulding aparecieron en la avenida y atravesaron de prisa la plaza silenciosa. Luego se detuvieron, perplejos. Miraron asombrados alrededor, como si quisieran volverse atrás. Todo les parecía ahora una pesadilla, una verdadera locura. Pero se acercaron, titubeando, deteniéndose y adelantándose.
Era ya demasiado tarde. La noche, la aventura, todo había terminado. La Farge retorció la amarra entre los dedos. Se sintió desalentado y solo. La gente alzaba y bajaba los pies a la luz de la luna, acercándose rápidamente, con los ojos muy abiertos, hasta que todos, los diez, llegaron al embarcadero. Se detuvieron, lanzaron unas miradas aturdidas a la lancha, y gritaron.
—¡No se mueva, La Farge!
Spaulding tenía un arma.
Todo era evidente ahora. Tom atraviesa rápidamente las calles iluminadas por las lunas, solo, cruzándose con la gente. Un policía descubre la figura veloz. El policía gira sobre sí mismo, ve el rostro, pronuncia un nombre y echa a correr. ¡Alto! Había reconocido a un criminal. Y en todo el trayecto, la misma escena: hombres aquí, mujeres allá, serenos, pilotos de cohete. La fugitiva figura era todo para ellos, todas las identidades, todas las personas, todos los nombres. ¿Cuántos nombres diferentes se habían pronunciado en los últimos cinco minutos? ¿Cuántas caras diferentes, ninguna verdadera, se habían formado en la cara de Tom?
Y en todo el trayecto el perseguido y los perseguidores, el sueño y los soñadores, la presa y los perros de presa. En todo el trayecto la revelación repentina, el destello de unos ojos familiares, el grito de un viejo, viejo nombre, los recuerdos de otros tiempos, la muchedumbre cada vez mayor. Todos lanzándose hacia delante mientras, como una imagen reflejada en diez mil espejos, diez mil ojos, el sueño fugitivo viene y va, con una cara distinta para todos, los que le preceden, los que vienen detrás, los que todavía no se han encontrado con él, los aún invisibles.
Y ahora todos estaban allí, al lado de la lancha, reclamando sus sueños. «Del mismo modo —pensó La Farge—, nosotros queremos que sea Tom, y no Lavinia, no William, ni Roger, ni ningún otro. Pero todo ha terminado. Esto ha ido demasiado lejos».
—¡Salgan todos de la lancha! —les ordenó Spaulding.
Tom saltó al embarcadero. Spaulding lo tomó por la muñeca.
—Tú vienes a casa conmigo. Lo sé todo.
—Espere —dijo el policía—. Es mi prisionero. Se llama Dexter. Lo buscan por asesinato.
—¡No! —sollozó una mujer—. ¡Es mi marido! ¡Creo que puedo reconocer a mi marido!
Otras voces se opusieron. El grupo se acercó.
La señora La Farge se puso delante de Tom.
—Es mi hijo. Nadie puede acusarlo. ¡Ya nos íbamos a casa!
Tom, mientras tanto, temblaba y se sacudía con violencia. Parecía enfermo. El grupo se cerró, exigiendo, alargando las manos, aferrándose a Tom.
Tom gritó.
Y ante los ojos de todos, comenzó a transformarse. Fue Tom, y James, y un tal Switchman, y un tal Butterfield; fue el alcalde del pueblo, y una muchacha, Judith; y un marido, William; y una esposa, Clarisse. Como cera fundida, tomaba la forma de todos los pensamientos. La gente gritó y se acercó a él, suplicando. Tom chilló, estirando las manos, y el rostro se le deshizo muchas veces.
—¡Tom! —gritó La Farge.
—¡Alicia! —llamó alguien.
—¡William!
Le retorcieron las manos y lo arrastraron de un lado a otro, hasta que al fin, con un último grito de terror, Tom cayó al suelo.
Quedó tendido sobre las piedras, como una cera fundida que se enfría lentamente, un rostro que era todos los rostros, un ojo azul, el otro amarillo; el pelo castaño, rojo, rubio, negro, una ceja espesa, la otra fina, una mano muy grande, la otra pequeña.
Nadie se movió. Se llevaron las manos a la boca. Se agacharon junto a él.
—Está muerto —dijo al fin una voz.
Empezó a llover.
La lluvia cayó sobre la gente, y todos alzaron los ojos. Lentamente, y después más de prisa, se volvieron, dieron unos pasos, y echaron a correr, dispersándose. Un minuto después, la plaza estaba desierta. Sólo quedaron el señor La Farge y su mujer, horrorizados, cabizbajos, tomados de la mano.
La lluvia cayó sobre el rostro irreconocible.
Anna no dijo nada, pero empezó a llorar.
—Vamos a casa, Anna. No hay nada que podamos hacer —dijo el viejo.
Subieron a la lancha y se alejaron por el canal, en la oscuridad. Entraron en la casa, encendieron la chimenea y se calentaron las manos. Se acostaron, y juntos, helados y encogidos, escucharon la lluvia que caía otra vez sobre el techo.
—¡Escucha! —dijo La Farge a medianoche—. ¿Has oído algo?
—Nada, nada.
—Voy a mirar, de todos modos.
Atravesó a tientas el cuarto oscuro, y esperó algún tiempo al lado de la puerta de la calle.
Al fin abrió y miró afuera.
La lluvia caía desde el cielo negro, sobre el patio desierto, sobre el canal y entre las montañas azules.
La Farge esperó cinco minutos y después, suavemente, con las manos húmedas, entró en la casa, cerró la puerta y echó el cerrojo.

Crónicas marcianas, 1950.

lunes, 25 de abril de 2022

Niña Ucrania. Carmela Greciet.

Mi madre se entretuvo con el móvil en el momento en que íbamos a entrar en el ascensor para bajar al parque y no pudo evitar quedarse paralizada en el rellano cuando las puertas se cerraron conmigo dentro.
Aparecí unos pisos más arriba, donde me esperaba una señora a la que nunca antes había visto y que me gritaba enfadada en –luego lo supe- lengua ucraniana. Con el vértigo de mi primer viaje en solitario, no tuve fuerzas para llevarle la contraria e hice lo que sus gestos, con el lenguaje universal de las madres, me indicaban: “Entra pa casa”.
Aunque al principio pensé en zafarme escaleras abajo, mi orgullo herido, al ver que pasaban los días y ella no subía a buscarme, me retuvo como revancha. Además, enseguida empecé a cogerle gusto al borsh, a los galushki, a los trocitos de salo, al kulich, a la dulce zapecanca y a tener un hermano –yo siempre había querido tener un hermano-, así que decidí quedarme.
Ahora estudio en una escuela pública, donde me dan clase de español cinco horas por semana. Como no hablo, mi tutora tranquiliza a los otros profesores: Es que está en el período silencioso, pero ya veréis cuando arranque, que estos del Este son muy disciplinados... Todos creen que soy muy alta, pero es que me han escolarizado dos cursos por debajo.
Los compañeros me gritan en el patio:
- ¡NiñaU-crania, NiñaU-crania!...
Han pasado ya unas cuantas semanas y hoy por primera vez me la he cruzado. Salía del portal cuando yo entraba con mi hermano. Iba radiante, de la mano de un nuevo novio, y al verme, ha dado un gritito:
- ¡Uy, qué niña tan mona…, y cómo crece!...
Y luego, por lo bajini, le ha explicado:
-Son los del 5º…, de los de Ucrania.

domingo, 24 de abril de 2022

La lavadora. Luis del Val.

Su padre le dijo que no tenía intención de de abandonar el piso, y él respeto su decisión. Estaban en el cuarto de estar, su padre sentado en el sillón de orejeras, y él en un rincón del sofá, precisamente el que había sido el preferido de su madre.
No había mucho más que decir. Por fin, después de las exequias, se habían quedado solos, y él debía volver al país que había elegido para trabajar y para vivir, en ese orden, y su padre se quedaría en aquel piso, un poco más solo, o, para ser exacto, en la más absoluta soledad.
Fue entonces cuando su padre masculló algo que no entendió bien, y que a instancias suyas repitió con un matiz de avergonzamiento: lo que quería decir era que no sabía cómo funcionaba la lavadora.
Le pareció que lo más práctico sería hacer una colada, y le fue explicando a su padre, con paciencia, la manera de introducir el detergente, la selección de la temperatura, la separación previa de la ropa blanca de la de color, y otras cuestiones prácticas.
Apenas hacía unas horas se hallaban en el cementerio enterrando a un ser querido y, poco después, se encontraban en plena clase de supervivencia, hablando de selectores, de suavizantes, de los diferentes programas de la lavadora.
«Como siempre lo hacía tu madre...», se excusó, y comprendió que su padre representaba la última generación de una clase masculina a extinguir, el prototipo de una forma de convivencia que se agostaba.
Se quiso asegurar, antes de marcharse, de que conocía el funcionamiento del lavavajillas y, para convencerse, le sometió a un examen riguroso que su padre superó: en efecto, conocía el funcionamiento del lavavajillas.
Su padre ya le había dicho que no le acompañaría al aeropuerto, y él lo prefería, así que se despidieron en la cocina. Hasta entonces los dos habían soportado con relativa entereza las liturgias fúnebres y las condolencias sociales, pero en el abrazo de la despedida notó un estremecimiento en la espalda de su padre que le contagió un calambre de emoción contenida, y que acabó por desbordarse en un sollozo. Su padre, molesto por haber mostrado su vulnerabilidad se volvió a la lavadora y se quedó mirando fijamente las vueltas del tambor, como si allí se ocultaran los secretos del mundo.
Ya en el avión, cuando por la ventanilla se veía el sol brillante extrayendo destellos de las algodonosas nubes, el hijo recordó a su viejo de espaldas a él, dando por concluida la despedida, obcecado en ocultar sus sollozos, atento o abstraído frente a la lavadora.

Cuentos de medianoche. 2006.

jueves, 21 de abril de 2022

Extraña travesía. Araceli Esteves.

Se lo toma con calma. Es terca y nada la detiene. Carga un voluminoso fardo de comida y regresa a su hogar con pasitos cortos y rápidos. Pero ahora el camino le parece mucho más largo que a la ida. No recuerda haber subido la suave colina que culmina en un sorprendente pico escarpado, ni el pequeño foso abierto en la extensa llanura cálida. Le asombran el bosque claro y las laderas húmedas a las que nunca se acercan los rayos del sol. Orilla con tiento y paciencia el profundo precipicio que se abre entre dos montañas. ¡Qué extraña travesía! piensa. No sabe que regresando a su hormiguero, justo a medio camino, se le ha atravesado el cuerpo inmóvil de una mujer desnuda.


miércoles, 20 de abril de 2022

Todo, nada. Roger Wolfe.

Cuando todo son
malas noticias
o simplemente —y peor—
todo es una gigantesca
ausencia de noticias
hace falta algo
para sacar fuerzas
de donde no las hay
y seguir con la comedia.
El teléfono es Dios
que se ha callado.
El buzón se ha transformado
en papelera.
La gente
a la que alguna vez
hemos querido
es un recuerdo
que se pudo haber soñado.
Cualquier cosa puede servir
y nada sirve:
la muerte de alguien
que nos roce muy cerca.
Una amenaza de desahucio
por impago de alquiler.
El diagnóstico de alguna
enfermedad, si no fatal
entretenida al menos.
Un ataque
de migraña.
Un tumulto histérico
en la calle.
Una vieja
comiéndose un plátano
en un banco,
bajo la lluvia.
Lo que sea
menos este asco incoloro
en que se pudre el corazón.
Bombeando
por pura incapacidad
para otra cosa.

Mensajes en botellas rotas, 1996.

martes, 19 de abril de 2022

La caja oblonga. Edgar Allan Poe.

Hace años, a fin de viajar de Charleston, en la Carolina del Sur, a Nueva York, reservé pasaje a bordo del excelente paquebote Independence, al mando del capitán Hardy. Si el tiempo lo permitía, zarparíamos el 15 de aquel mes (junio); el día anterior, o sea el 14, subí a bordo para disponer algunas cosas en mi camarote.
Descubrí así que tendríamos a bordo gran número de pasajeros, incluyendo una cantidad de damas superior a la habitual. Noté que en la lista figuraban varios conocidos y, entre otros nombres, me alegré de encontrar el de Mr. Cornelius Wyatt, joven artista que me inspiraba un marcado sentimiento amistoso. Habíamos sido condiscípulos en la Universidad de C… y solíamos andar siempre juntos. Su temperamento era el de todo hombre de talento y consistía en una mezcla de misantropía, sensibilidad y entusiasmo. A esas características unía el corazón más ardiente y sincero que jamás haya latido en un pecho humano.
Observé que el nombre de mi amigo aparecía colocado en las puertas de tres camarotes, y luego de recorrer otra vez la lista de pasajeros, vi que había sacado pasaje para sus dos hermanas, su esposa y él mismo. Los camarotes eran suficientemente amplios y tenían dos literas, una sobre la otra. Excesivamente estrechas, las literas no podían recibir a más de una persona; de todos modos no alcancé a comprender por qué, para cuatro pasajeros, se habían reservado tres camarotes. En esa época me hallaba justamente en uno de esos estados de melancolía espiritual que inducen a un hombre a mostrarse anormalmente inquisitivo sobre meras nimiedades; confieso avergonzado, pues, que me entregué a una serie de conjeturas tan enfermizas como absurdas sobre aquel camarote de más. No era asunto de mi incumbencia, claro está, pero lo mismo me dediqué pertinazmente a reflexionar sobre la solución del enigma. Por fin llegué a una conclusión que me asombró no haber columbrado antes: «Se trata de una criada, por supuesto -me dije-. ¡Se precisa ser tonto para no pensar antes en algo tan obvio!»
Miré nuevamente la lista de pasajeros, descubriendo entonces que ninguna criada habría de embarcarse con la familia, aunque por lo visto tal había sido en principio la intención, ya que luego de escribir: «y criada», habían tachado las palabras. «Pues entonces se trata de un exceso de equipaje -me dije-, algo que Wyatt no quiere hacer bajar a la cala y prefiere tener a mano… ¡Ah, ya veo: un cuadro! Por eso es que ha andado tratando con Nicolino, el judío italiano.»
La suposición me satisfizo y por el momento dejé de lado mi curiosidad.
Conocía muy bien a las dos hermanas de Wyatt, jóvenes tan amables como inteligentes. En cuanto a su esposa, como aquél llevaba poco tiempo de casado, aún no había podido verla. Wyatt había hablado muchas veces de ella en mi presencia, con su estilo habitual lleno de entusiasmo. La describía como de espléndida belleza, llena de ingenio y cualidades. De ahí que me sintiera muy ansioso por conocerla.
El día en que visité el barco (el 14), el capitán me informó que también Wyatt y los suyos acudirían a bordo, por lo cual me quedé una hora con la esperanza de ser presentado a la joven esposa. Pero al fin se me informó que «la señora Wyatt se hallaba indispuesta y que no acudiría a bordo hasta el día siguiente, a la hora de zarpar».
Llegó el momento, y me encaminaba de mi hotel al embarcadero cuando encontré al capitán Hardy, quien me dijo que, «debido a las circunstancias» (frase tan estúpida como conveniente), el Independence no se haría a la mar hasta uno o dos días después, y que, cuando todo estuviera listo, me mandaría avisar para que me embarcara.
Encontré esto bastante extraño, ya que soplaba una sostenida brisa del Sur, pero como «las circunstancias» no salían a luz, pese a que indagué todo lo posible al respecto, no tuve más remedio que volverme al hotel y devorar a solas mi impaciencia.
Pasó casi una semana sin que llegara el esperado aviso del capitán. Lo recibí por fin y me embarqué de inmediato. El barco estaba atestado de pasajeros y había la confusión habitual en el momento de izar velas. El grupo de Wyatt llegó unos diez minutos después que yo. Estaban allí las dos hermanas, la esposa y el artista -este último en uno de sus habituales accesos de melancólica misantropía-. Demasiado conocía su humor, sin embargo, para prestarle especial atención. Ni siquiera se molestó en presentarme a su esposa, quedando este deber de cortesía a cargo de su hermana Marian, tan amable como inteligente, quien con breves y presurosas palabras nos presentó el uno a la otra.
La señora Wyatt se cubría con un espeso velo y, cuando lo levantó para contestar a mi saludo, debo reconocer que me quedé profundamente asombrado. Pero mucho más me hubiera asombrado de no tener ya el hábito de aceptar a beneficio de inventario las entusiastas descripciones de mi amigo, toda vez que se explayaba sobre la hermosura femenina. Cuando la belleza constituía su tema, sabía de sobra con qué facilidad se remontaba a las regiones del puro ideal.
La verdad es que no pude dejar de advertir que la señora Wyatt era una mujer decididamente vulgar. Si no fea del todo, me temo que no le andaba muy lejos. Vestía, sin embargo, con exquisito gusto, y no dudé de que había cautivado el corazón de mi amigo con las gracias más perdurables del intelecto y del alma. Pronunció muy pocas palabras, e inmediatamente entró en el camarote en compañía de su esposo.
Mi anterior curiosidad volvió a dominarme. No había ninguna criada, y de eso no cabía duda. Me puse a observar en busca del equipaje extra. Luego de alguna demora, llegó al embarcadero un carro conteniendo una caja oblonga de pino, que al parecer era lo único que se esperaba. Apenas a bordo la caja, levamos ancla, y poco después de cruzar felizmente la barra enfrentamos el mar abierto.
He dicho que la caja en cuestión era oblonga. Tendría unos seis pies de largo por dos y medio de ancho. La observé atentamente, y además me gusta ser preciso. Ahora bien, su forma era peculiar y, tan pronto la hube contemplado en detalle, me felicité por lo acertado de mis conjeturas. Se recordará que, de acuerdo con éstas, el equipaje extra de mi amigo el artista debía consistir en cuadros, o por lo menos en un cuadro. No ignoraba que durante varias semanas Wyatt había mantenido conversaciones con Nicolino, y ahora veía a bordo una caja que, a juzgar por su forma, sólo podía servir para guardar una copia de La última cena de Leonardo; no ignoraba, además, que una copia de esa pintura, ejecutada en Florencia por Rubini el joven, había estado cierto tiempo en posesión de Nicolino. Me pareció, pues, que la cuestión quedaba suficientemente resuelta. Me reí, quizá demasiado, pensando en mi perspicacia. Era la primera vez que, hasta donde podía saberlo, Wyatt me ocultaba alguno de sus secretos artísticos; pero no cabía duda de que en esta ocasión trataba de hacerme una treta y pasar de contrabando a Nueva York una magnífica pintura, confiando en que no me daría cuenta de nada. Resolví tomarme un buen desquite, sin esperar mucho.
Había no obstante algo que me fastidiaba. La caja no fue colocada en el camarote sobrante, sino depositada en el de Wyatt, donde ocupaba casi por completo el piso para evidente incomodidad del artista y de su esposa, acrecentada además porque la brea o la pintura con la cual se habían trazado grandes letras emitía un olor muy fuerte, desagradable y, para mí, especialmente repugnante. Sobre la tapa aparecían estas palabras: «Sra. Adelaide Curtis, Albany, Nueva York. Envío de Cornelius Wyatt, Esq. Este lado hacia arriba. Trátese con cuidado.»
Estaba yo enterado de que la señora Adelaide Curtis, de Albany, era la suegra del artista, pero consideré que éste había hecho estampar su nombre a fin de mistificarme mejor. Me sentía seguro de que la caja y su contenido no seguirían viaje a Albany, sino que quedarían en el estudio de mi misantrópico amigo, en la calle Chambers de Nueva York.
Durante los primeros tres o cuatro días tuvimos un tiempo excelente a pesar del viento de proa -pues había virado al Norte apenas hubimos perdido de vista la costa-. Por consiguiente, los pasajeros estaban de muy buen humor y dispuestos a la sociabilidad. Tengo que exceptuar, sin embargo, a Wyatt y a sus hermanas, que se mostraban reservados y fríos, en forma que no pude menos de considerar descortés hacia el resto del pasaje. De la conducta de Wyatt no me preocupaba mucho. Estaba melancólico más allá de lo acostumbrado en él; incluso diré que se mostraba lúgubre, pero no podía extrañarme dadas sus excentricidades. En cambio me resultaba imposible excusar a sus hermanas. Se encerraban en su camarote la mayor parte del día, negándose terminantemente, a pesar de mi insistencia, a alternar con nadie a bordo.
La señora Wyatt era, en cambio, mucho más agradable. Vale decir que era parlanchina, y esto tiene mucha importancia en un viaje por mar. Pronto se mostró excesivamente familiar con la mayoría de las señoras y, para mi profunda estupefacción, mostró una tendencia poco disimulada a coquetear con los hombres. A todos nos divertía muchísimo.
Digo «divertía», pero apenas si sé cómo explicarme. La verdad es que muy pronto advertí que la gente se reía más de ella que por ella. Los caballeros reservaban sus opiniones, pero las damas no tardaron en declararla «una excelente mujer, nada bonita, sin la menor educación y decididamente vulgar». Lo que asombraba a todos era cómo Wyatt había podido caer en la trampa de semejante matrimonio. Se pensaba, claro está, en razones de fortuna, pero yo sabía que la solución no residía en eso, pues Wyatt me había informado que su esposa no aportaba un solo centavo al matrimonio, ni tenía la menor esperanza de heredar. Se había casado con ella -según me dijo- por amor y solamente por amor, pues su esposa era más que merecedora de cariño.
Pensando en estas frases de mi amigo me sentí perplejo más allá de toda descripción. ¿Podía ser que estuviera perdiendo la razón? ¿Qué otra cosa podía pensar? Él, tan refinado, tan intelectual, tan exquisito, con una percepción finísima de todo lo imperfecto, con tan aguda apreciación de la belleza. A decir verdad, la dama parecía muy enamorada de él -especialmente en su ausencia-, y se ponía en ridículo al citar repetidamente lo que había dicho «su adorado esposo, el señor Wyatt». La palabra «esposo» parecía siempre -para usar una de sus delicadas expresiones- «en la punta de su lengua». Pero entretanto todos advirtieron que él la evitaba de la manera más evidente y que prefería encerrarse solo en su camarote, donde bien podía decirse que vivía, dejando plena libertad a su esposa para que se divirtiera a gusto en las reuniones del salón.
De lo que había visto y oído extraje la conclusión de que el artista, movido por algún inexplicable capricho del destino, o presa quizá de un acceso de pasión tan entusiasta como fantástico, se había unido a una persona por completo inferior a él, y que no había tardado en sucumbir a la consecuencia natural, o sea a la más viva repugnancia. Me apiadé de él desde lo más profundo de mi corazón, pero no por ello pude perdonarle el secreto que había mantenido sobre el embarque de La última cena. Continué, pues, resuelto a saborear mi venganza.
Un día subió Wyatt al puente y, luego de tomarlo del brazo como era mi antigua costumbre, echamos a andar de un lado a otro. Su melancolía (que yo encontraba muy natural dadas las circunstancias) continuaba invariable. Habló poco, con tono malhumorado y haciendo un gran esfuerzo. Aventuré una broma y vi que luchaba penosamente por sonreír. ¡Pobre diablo! Pensando en su esposa, me maravillaba que fuera incluso capaz de aparentar alegría. Pero, finalmente, me determiné a sondearlo a fondo, comenzando una serie de veladas insinuaciones sobre la caja oblonga, a fin de que, poco a poco, se diera cuenta de que yo no era para nada víctima de su pequeña mistificación. Con tal propósito, y a fin de descubrir mis baterías, dije algo sobre la «curiosa forma de esa caja»; y al pronunciar estas palabras le hice una sonrisa de inteligencia, le guiñé un ojo, todo esto mientras le daba suavemente con el dedo en las costillas.
La manera con que Wyatt recibió tan inocente broma me convenció al punto de que se había vuelto loco. Primeramente me miró como si le resultara imposible comprender el ingenio de mi observación; pero, a medida que mis palabras iban abriéndose lentamente paso en su cerebro, los ojos parecieron querer salírsele de las órbitas. Su rostro se puso escarlata, luego palideció espantosamente y, como si lo que yo había insinuado le divirtiera muchísimo, estalló en carcajadas que, para mi estupefacción, se prolongaron cada vez con más fuerza durante largos minutos. Finalmente se desplomó pesadamente sobre cubierta; mientras me esforzaba por levantarle, tuve la impresión de que había muerto.
Pedí auxilio y, con mucho trabajo, le hicimos volver en sí. Apenas reaccionó se puso a hablar incoherentemente, hasta que le sangramos y le metimos en cama. A la mañana siguiente se había recobrado del todo, por lo menos en lo que se refiere a la salud física. De su mente prefiero no decir nada. Evité encontrarme con él durante el resto del viaje, siguiendo el consejo del capitán, quien parecía coincidir plenamente conmigo en que Wyatt estaba loco, pero me pidió que no dijese nada a los restantes pasajeros.
Inmediatamente después de la crisis de mi amigo ocurrieron varias cosas que exaltaron todavía más la curiosidad que me poseía. Entre otras, señalaré la siguiente: Me sentía nervioso por haber bebido demasiado té verde, y dormía mal, tanto que durante dos noches no pude pegar los ojos. Mi camarote daba al salón principal, o salón comedor, como todos los camarotes ocupados por hombres solos. Las tres cabinas de Wyatt comunicaban con el salón posterior, el cual estaba separado del principal por una liviana puerta corrediza que no se cerraba nunca, ni siquiera de noche. Como seguíamos navegando con viento en contra, el barco escoraba acentuadamente a sotavento y, cada vez que el lado de estribor se inclinaba en ese sentido, la puerta divisoria se corría y quedaba en esa posición, sin que nadie se molestara en levantarse y cerrarla. Mi camarote hallábase en una posición tal que, cuando tenía abierta la puerta (lo que ocurría siempre, a causa del calor), podía ver con toda claridad el salón posterior, e incluso esa parte adonde daban los camarotes de Wyatt. Pues bien, durante dos noches (no consecutivas), en que me hallaba despierto, vi que, a eso de las once, la señora Wyatt salía cautelosamente del camarote de su esposo y entraba en el camarote sobrante, donde permanecía hasta la madrugada, hora en que Wyatt iba a buscarla y la hacía entrar nuevamente en su cabina. Resultaba claro, pues, que el matrimonio estaba separado. Ocupaban habitaciones aparte, sin duda a la espera de un divorcio más absoluto; y pensé que en eso residía, después de todo, el misterio del camarote suplementario.
Mucho me interesó, además, otra circunstancia. Durante las dos noches de insomnio a que he aludido, e inmediatamente después de que la señora Wyatt hubo entrado en el tercer camarote, atrajeron mi atención ciertos singulares sonidos ahogados que brotaban del de su esposo. Tras de escuchar un tiempo, logré explicarme perfectamente su significado. Aquellos ruidos los producía el artista al abrir la caja oblonga mediante un escoplo y una maza, esta última envuelta en alguna materia algodonosa o de lana que amortiguaba los golpes.
A fuerza de escuchar me pareció que podía distinguir el preciso momento en que Wyatt levantaba la tapa, y también cuando la retiraba a fin de depositarla en la litera superior de su cabina. Me di cuenta de esto último a causa de los golpecitos que daba la tapa contra los tabiques de madera del camarote, mientras que Wyatt trataba de depositarla con toda suavidad en la litera, por no haber espacio en el suelo. A eso seguía un profundo silencio, sin que volviera a escuchar nada hasta el amanecer, como no fuera, si cabe mencionarlo, un leve sonido semejante a sollozos o suspiros, tan sofocados que resultaban casi inaudibles -a menos que se tratara de un producto de mi imaginación-. He dicho que aquello hacía pensar en sollozos o suspiros, pero muy bien podía tratarse de otra cosa; más bien cabía pensar en una ilusión auditiva. Sin duda, de acuerdo con sus hábitos, Wyatt se entregaba a uno de sus caprichos, dejándose llevar por un arrebato de entusiasmo artístico, y abría la caja oblonga a fin de regalar sus ojos con el tesoro pictórico que encerraba. Por supuesto, nada había en esto que justificara un rumor de sollozos; repito, pues, que debía tratarse de una alucinación de mi mente, excitada por el té verde del excelente capitán Hardy. En las dos noches de las que he hablado, poco antes del alba oí cómo Wyatt volvía a colocar la tapa sobre la caja oblonga, introduciendo los clavos en sus agujeros por medio de la maza envuelta en trapos. Hecho esto salía de su camarote completamente vestido e iba en busca de la señora Wyatt, que se hallaba en la otra cabina.
Llevábamos siete días en el mar y habíamos pasado ya el cabo Hatteras, cuando nos asaltó un fortísimo viento del sudoeste. Como el tiempo se había mostrado amenazante, no nos tomó desprevenidos. Todo a bordo estaba bien aparejado y, cuando el viento se hizo más intenso, nos dejamos llevar con dos rizos de la mesana cangreja y el trinquete.
Con este velamen navegamos sin mayor peligro durante cuarenta y ocho horas, ya que el barco resultó ser muy marino y no hacía agua. Pero, al cumplirse este tiempo, el viento se transformó en huracán y la mesana cangreja se hizo pedazos, con lo cual quedamos de tal modo a merced de los elementos que de inmediato nos barrieron varias olas enormes, en rápida sucesión. Este accidente nos hizo perder tres hombres, aparte de quedar destrozadas las amuradas de babor y la cocina. Apenas habíamos recobrado algo de calma cuando el trinquete voló en jirones, lo que nos obligó a izar una vela de estay, pudiendo así resistir algunas horas, pues el barco capeaba el temporal con mayor estabilidad que antes.
Pero el huracán mantenía toda su fuerza, sin dar señales de amainar. Pronto se vio que la enjarciadura estaba en mal estado, soportando una excesiva tensión; al tercer día de la tempestad, a las cinco de la tarde, un terrible bandazo a barlovento mandó por la borda nuestro palo de mesana. Durante más de una hora luchamos por terminar de desprenderlo del buque, a causa del terrible rolido; antes de lograrlo, el carpintero subió a anunciarnos que había cuatro pies de agua en la sentina. Para colmo de males descubrimos que las bombas estaban atascadas y que apenas servían.
Todo era ahora confusión y angustia, pero continuamos luchando para aligerar el buque, tirando por la borda la mayor parte del cargamento y cortando los dos mástiles que quedaban. Todo esto se llevó a cabo, pero las bombas seguían inutilizables y la vía de agua continuaba inundando la cala.
A la puesta del sol el huracán había amainado sensiblemente y, como el mar se calmara, abrigábamos todavía esperanzas de salvarnos en los botes. A las ocho de la noche las nubes se abrieron a barlovento y tuvimos la ventaja de que nos iluminara la luna llena, lo cual devolvió el ánimo a nuestros abatidos espíritus.
Después de una increíble labor pudimos por fin botar al agua la chalupa y embarcamos en ella a la totalidad de la tripulación y a la mayor parte de los pasajeros. Alejóse la chalupa y, al cabo de muchísimos sufrimientos, llegó finalmente sana y salva a Ocracoke Inlet, tres días después del naufragio.
Catorce pasajeros quedamos a bordo con el capitán, resueltos a intentar fortuna en el botequín de popa. Lo botamos sin dificultad, aunque sólo por milagro no se volcó al tocar el agua, y embarcaron en él el capitán y su esposa, Wyatt y su familia, un oficial mexicano con su esposa y sus cuatro hijos, y yo con mi criado de color.
Como es natural, no había allí espacio para otra cosa que unos pocos instrumentos imprescindibles, provisiones y las ropas que llevábamos puestas. Nadie había pensado siquiera en salvar otros bienes. ¡Cuál no sería nuestra estupefacción cuando, apenas alejados del barco, vimos a Wyatt que se ponía de pie en la popa del bote y, fríamente, pedía al capitán Hardy que nos acercáramos otra vez al barco para embarcar su caja oblonga!
-Siéntese usted, señor Wyatt -replicó el capitán con alguna severidad-. Terminará por hacer zozobrar el bote si no se está quieto. ¿No ve que la borda está al ras del agua?
-¡La caja! -vociferó Wyatt, siempre de pie-. ¡La caja, le digo! Capitán Hardy, no puede usted rehusarme lo que le pido… ¡No, no puede! ¡No pesa casi nada…. apenas una nada! ¡Por la madre que le dio a luz, por el amor del cielo, por lo que más quiera… le imploro que volvamos a buscar la caja!
Durante un momento el capitán pareció conmovido por las súplicas, pero no tardó en recobrar su aire adusto y replicó:
-Señor Wyatt, usted está loco, y no lo escucharé. ¡Siéntese le digo, o hará zozobrar el bote! ¡Vosotros, sujetadlo… pronto… o saltará al agua…! ¡Ah… demasiado tarde!
En efecto, al decir el capitán estas palabras, Wyatt se había arrojado al agua y, como todavía estábamos al socaire del buque, logró, tras un sobrehumano esfuerzo, sujetarse de una cuerda que colgaba a proa. Un instante después trepaba a cubierta y corría frenéticamente hacia la escotilla que llevaba a los camarotes.
Entretanto habíamos sido llevados hacia la popa del barco y, sin la protección de su casco, quedamos inmediatamente a merced del terrible oleaje. Nos esforzamos por acercarnos otra vez, pero nuestro pequeño bote era como una pluma en el soplo de la tempestad. Nos bastó una ojeada para comprender que el destino del infortunado artista estaba sellado.
A medida que aumentaba nuestra distancia del buque casi sumergido, vimos que el loco (ya que sólo podíamos considerarlo como tal) aparecía otra vez en cubierta y, con fuerzas que parecían las de un gigante, arrastraba consigo la caja oblonga. Mientras lo contemplábamos en el colmo de la estupefacción, vimos que arrollaba rápidamente una cuerda a la caja y la pasaba luego varias veces por su cuerpo. Un instante después ambos caían al mar, desapareciendo instantáneamente y para siempre.
Por un momento detuvimos el movimiento de los remos, clavados los ojos en el lugar del drama. Por fin reanudamos nuestros esfuerzos, y pasó una hora sin que nadie dijera una palabra. Yo me atreví, por fin, a insinuar una observación.
-¿Reparó usted, capitán, en cómo se hundieron de golpe? ¿No es sumamente curioso? Confieso que, por un momento, tuve una débil esperanza de que Wyatt se salvaría, al ver que se ataba a la caja y se confiaba así al mar.
-Por supuesto que se hundieron, y con la rapidez de una bala de plomo -repuso el capitán-. Sin embargo volverán a subir a la superficie… pero no antes de que la sal se disuelva.
-¡La sal! -exclamé.
-¡Sh…! -dijo el capitán, señalándome a la esposa y hermanas del muerto-. Ya hablaremos de esas cosas en un momento más oportuno.



Mucho sufrimos, y escapamos por muy poco de la muerte, pero la fortuna nos favoreció al igual que a nuestros camaradas de la chalupa. Más muertos que vivos, después de cuatro días de horrible angustia, tocamos tierra en la playa opuesta a Roanoke Island. Permanecimos allí una semana, pues los raqueros no nos trataron mal, y finalmente hallamos la manera de llegar a Nueva York.
Un mes después de la pérdida del Independence, me encontré casualmente en Broadway con el capitán Hardy. Como es natural, nuestra conversación versó sobre el naufragio y, en especial, sobre el triste destino del pobre Wyatt. En esa ocasión me enteré de los detalles siguientes:
El artista había tomado pasaje para él, su esposa, sus dos hermanas y una criada. Tal como él la había descrito, su esposa era la más encantadora y cultivada de las mujeres. En la mañana del 14 de junio (día en que visité por primera vez el barco), la señora Wyatt enfermó repentinamente y murió. El joven esposo estaba enloquecido de dolor, pero las circunstancias le impedían aplazar su viaje a Nueva York. Era necesario que llevara a su madre el cuerpo de la esposa adorada, aunque, por otra parte, no ignoraba que un prejuicio universal le impediría hacerlo abiertamente. De cada diez pasajeros, nueve habrían abandonado el barco antes de hacerse a la mar en compañía de un cadáver.
En este dilema, el capitán Hardy consintió en que el cuerpo, parcialmente embalsamado y colocado entre espesas capas de sal en una caja de dimensiones adecuadas, fuera subido a bordo como si se tratara de una mercancía. Nada se diría sobre el fallecimiento de la dama; mas, como ya era sabido que Wyatt había tomado pasaje para él y su esposa, fue preciso encontrar a alguien que desempeñara el papel de esta última durante el viaje. La doncella de la difunta aceptó ese papel voluntariamente. El camarote sobrante, que en principio había sido tomado para la criada, fue, naturalmente, conservado. Allí dormía aquélla, como se supondrá, todas las noches. De día representaba, en la medida de sus posibilidades, el papel de ama -cuya persona era totalmente desconocida para los pasajeros de a bordo, como se tuvo buen cuidado de verificar previamente.
En cuanto a mi engaño, nació de un temperamento demasiado negligente, inquisidor e impulsivo. Pero, desde entonces, es muy raro que duerma bien de noche. De cualquier lado que me vuelva, hay siempre un rostro que me hostiga. Y una risa histérica resonará para siempre en mis oídos.

lunes, 18 de abril de 2022

Avisos de desastre. Isabel González.

Conocernos de otra forma. Tal vez tú demasiado viejo y yo demasiado joven. Yo fascinada por los pliegues de tus ojos, y tú alentado por los pliegues de mi sexo. O mejor, yo vieja y tú de veinte. Alumno y profesora de plata a la luz de la luna. Quién sabe. Los dos ya muy ancianos o los dos tan críos que nos recordáramos hasta la muerte. Sucedió sin embargo ayer. La pelota de tu hijo rodó hasta el banco donde yo acunaba al mío y viniste a recuperarla. Tu esposa te lanzó un beso desde la pradera. Mi marido volvía de comprar el pan. Te agachaste bajo mi falda y cuando tu mano rozó mi tobillo, abrazaste la pelota como si fuera un ancla. Yo estreché a mi bebé de plomo. Dos vidas tan conclusas que haría falta un cataclismo.

sábado, 16 de abril de 2022

Fábula de la mariposa mágica. José Miguel Sánchez (Yoss).

Cierto hechicero (que no se llamaba Chuang-Tzu ni había nunca soñado que era una mariposa) era célebre por sus sortilegios. Un día, un joven ambicioso acudió a él y le rogó que le enseñara magia.
Antes, deberás convencerme de que eres digno de ser mi aprendiz —le respondió el sabio taumaturgo, entregándole una maceta con una frondosa planta, en una de cuyas hojas brillaba bien visible un punto blanco—. Cuida como de tu propia vida de la oruga que nacerá de este huevo, y de la mariposa en la que se convertirá, y ya veremos.
El joven retornó a su hogar con la maceta y la vigiló con fervor. A la semana fue encantado testigo de la eclosión del huevo en un brillante gusanillo rojo con rayas verdes, que comenzó inmediatamente a comerse las hojas de la planta.
Durante los siguientes quince días la oruga comió sin descanso y creció en correspondencia. Por cuidarla, el joven enflaqueció y en su rostro aparecieron dos enormes ojeras, pero logró evitar que una mantis y una araña devoraran al animalejo, así como que varios pájaros la picotearan.
Al decimosexto día, la ya enorme oruga verdeamarilla se colgó de una de las ramas desnudas de la planta, envolviéndose en un capullo de seda, y quedó inmóvil.
Cuando la crisálida se rompió, una mariposa diferente a cualquier especie conocida extendió al aire sus alas multicolores y de cambiantes motivos. El joven la contempló arrobado, sintiéndose más cerca que nunca de volver realidad su ambición de ser mago.
Entonces, para su consternación, la gran mariposa echó a volar.
Él saltó y la atrapó con sus manos desnudas. Pero el voluminoso insecto, preso en la jaula de sus dedos, revoleteaba frenético, así que apretó más su presa…
Y de pronto no hubo más mariposa, sino únicamente un fino polvillo colorido de sus alas que, filtrándosele entre los dedos, cayó al suelo, donde compuso letra a letra esta sentencia:
Quien crea que cuidar de la belleza otorga el derecho a privarla de la libertad, solo merece ver cómo sus ilusiones se vuelven polvo”.

 

jueves, 14 de abril de 2022

Por el ojo de la aguja. Lilian Elphick.

Está nublado en el desierto; los Tres Reyes Malos no pueden dar un paso más sin la guía del lucero. Acampan. Cuando se les termina el alimento, destripan a los camellos y beben sangre. Gaspar huye con el oro, el incienso y la mirra. Baltasar lo persigue hasta darle alcance y cercenarle ambas manos por robar tan preciados regalos. Baltasar vuelve al campamento. Melchor se ha comido los restos de los animales y duerme. Baltasar lo degüella y su cabeza rueda por las infinitas dunas. Baltasar entonces mira al cielo y grita: ¡Dios, haz que se despeje, de lo contrario seguiré matando! Pero Dios le envía la más torrencial de las lluvias y le dice: No puedes matar a nadie más. Estás solo.
Las aguas han tapado casi por completo al último rey. Antes de ahogarse, farfulla: ¡Cómo que solo! ¿Y tú?

Del blog de la autora: Ojo Travieso.

miércoles, 13 de abril de 2022

La cripta de cristal. Philip K. Dick.

—¡Atención, nave de Vuelo Interior! ¡Atención! ¡Aterricen de inmediato en la estación de control de Deimos para una inspección! ¡Atención! ¡Deben aterrizar cuanto antes!
El chirrido metálico del altavoz se propagó a través de los pasillos de la gran nave. Los pasajeros se miraron entre sí, inquietos, murmuraron por lo bajo y miraron por las ventanillas el punto brillante que se divisaba enfrente, apenas una roca pelada, la estación de control marciana, Deimos.
—¿Qué pasa? —preguntó un nervioso pasajero a uno de los pilotos, que corría a comprobar la puerta de emergencia.
—Hemos de aterrizar. Continúen sentados —respondió el piloto.
—¿Aterrizar? Pero ¿por qué? —se preguntaron los pasajeros.
Tres esbeltos cazas marcianos, dispuestos para entrar en acción, sobrevolaban la enorme nave de Vuelo Interior, a la que siguieron desde cerca cuando descendió para tomar tierra.
—Algo pasa —comentó una mujer—. Señor, pensé que por fin nos íbamos a librar de esos marcianos. ¿Qué pasará ahora?
—No les culpo por echarnos una última ojeada —dijo un corpulento hombre de negocios a su compañero—. Al fin y al cabo, esta es la última nave que hace el trayecto Marte-Tierra. Tuvimos mucha suerte de que nos dejaran marchar.
—¿Cree que habrá guerra? —preguntó un joven a la muchacha sentada junto a él—. Los marcianos no se atreverán a competir con nuestra industria bélica. Podríamos aniquilarles en un mes. Pura palabrería.
—No esté tan seguro —replicó la chica—. Marte está al borde de la desesperación. Lucharán con uñas y dientes. He vivido en Marte tres años. —Se encogió de hombros—. Gracias a Dios que me voy. Si…
—¡Preparados para aterrizar! —ordenó el piloto por el micrófono.
La nave descendió hacia el diminuto campo de aterrizaje del satélite, apenas visitado. Hubo un crujido y una sacudida. Después, silencio.
—Hemos aterrizado —anunció el hombre de negocios—. ¡Será mejor que no se propasen con nosotros! La Tierra les borraría del mapa si vulneraran un solo Artículo del Espacio.
—Por favor, continúen sentados —pidió el piloto—. Nadie debe abandonar la nave, por expreso deseo de las autoridades marcianas. Hemos de quedarnos aquí.
Un movimiento de inquietud recorrió la nave. Algunos pasajeros se pusieron a leer sin demasiada convicción; otros, más nerviosos, se contentaron con escudriñar la pista desierta y contemplar el aterrizaje de los tres cazas, de los que surgió un tropel de hombres armados.
Los soldados marcianos atravesaron corriendo el campo en dirección a la nave.
La nave espacial de Vuelo Interior era el último buque de pasajeros que abandonaba Marte con destino a la Tierra. Todos los demás habían partido antes de que se desencadenaran las hostilidades. Los pasajeros, hombres de negocios, expatriados, turistas y los otros terrestres que no habían regresado al hogar, constituían el último grupo en marchar del tétrico planeta rojo.
—¿Qué querrán ahora? —preguntó el joven a la chica—. Es difícil adivinar sus pensamientos, ¿verdad? Primero nos permiten despegar, y luego ordenan que volvamos. A propósito, me llamo Thatcher, Bob Thatcher. Ya que vamos a estar juntos un tiempo…
La puerta se abrió, interrumpiendo bruscamente las conversaciones. Un oficial marciano de coraza negra, un comisario provincial, se recortó contra el pálido sol, seguido de varios soldados con los fusiles preparados.
—No tardaremos mucho —dijo el comisario—. Seguirán viaje en breves minutos.
Un audible suspiro de alivio se escapó de los pasajeros.
—Vaya tipo —susurró la muchacha a Thatcher—. ¡Cómo odio esos uniformes negros!
—No es más que un comisario provincial —la tranquilizó Thatcher—. No se preocupe.
El comisario, con los brazos en jarras, miró a los pasajeros con rostro inexpresivo.
—He ordenado que su nave aterrizara para proceder a una inspección de todas las personas que se encuentran a bordo. Son ustedes los últimos terrestres que salen de nuestro planeta. La mayoría son inofensivos, gente corriente… No me interesan. Me interesa localizar a tres saboteadores, tres terrestres, dos hombres y una mujer, que han llevado a cabo un acto increíble de destrucción y violencia. Sabemos que han embarcado en esta nave.
Murmullos de sorpresa e indignación surgieron de todos lados. El comisario ordenó a sus soldados que se desplegaran por el pasillo.
—Una ciudad marciana ha sido destruida hace dos horas. Lo único que queda es un gigantesco hoyo en la arena. La ciudad y sus habitantes han desaparecido por completo. ¡Toda una ciudad destruida en un segundo! Marte no descansará hasta que los saboteadores sean capturados, y sabemos que están a bordo de esta nave.
—Es imposible —dijo el hombre de negocios—. Aquí no hay saboteadores.
—Empezaremos con usted —replicó el comisario, y se situó junto al asiento del que había hablado. Uno de los soldados le pasó una caja cuadrada de metal—. Esto nos confirmará si dice la verdad. Póngase en pie.
El hombre, indeciso, se levantó lentamente.
—Escuche…
—¿Está involucrado en la destrucción de la ciudad? ¡Conteste!
—No sé nada de ninguna destrucción —respondió el hombre, encolerizado—. Y además…
—Está diciendo la verdad —sentenció la caja de metal.
—El siguiente.
El comisario avanzó por el pasillo. Un hombre calvo y delgado se puso de pie con muestras de nerviosismo.
—No, señor, no sé ni una palabra.
—Está diciendo la verdad —afirmó la caja.
—¡El siguiente! ¡Levántese!
Uno tras otro, los pasajeros pasaron la prueba y volvieron a sentarse. Solo quedaban unos cuantos por ser interrogados. El comisario se detuvo y los examinó durante largo rato.
—Solo quedan cinco, de los que tres son los culpables. Estamos estrechando el cerco. —Se llevó la mano al cinturón y extrajo una vara que brillaba débilmente. La apuntó en dirección a las cinco personas—. Muy bien, el primero de ustedes. ¿Está involucrado en la destrucción de nuestra ciudad?
—No, en absoluto —murmuró el hombre.
—Sí, está diciendo la verdad —canturreó la caja.
—¡El siguiente!
—Nada… no sé nada. No tuve nada que ver con ello.
—Cierto —dijo la caja.
Un pesado silencio cayó sobre la nave. Quedaban tres personas, un hombre de mediana edad, su esposa y su hijo, un chico de unos doce años. Aguardaban de pie en una esquina, mirando con el rostro demudado al comisario y a la vara que sujetaban sus dedos oscuros.
—Deben ser ustedes —graznó el comisario. Los soldados alzaron sus fusiles—. Deben ser ustedes. Tú, el chico. ¿Qué sabes de la destrucción de nuestra ciudad? ¡Contesta!
—Nada —musitó el chico.
—Está diciendo la verdad —asintió la caja después de unos momentos de silencio.
—¡El siguiente!
—Nada —murmuró la mujer—. Nada.
—Es cierto.
—¡El siguiente!
—No tuve nada que ver con la destrucción de su ciudad —dijo el hombre—. Pierden el tiempo.
—Es la verdad —confirmó la caja.
El comisario jugueteó con su vara unos instantes. Luego la devolvió al cinturón e hizo una seña a los soldados para que se dirigieran hacia la puerta de salida.
—Pueden continuar viaje. —Siguió a los soldados, pero al llegar a la puerta se volvió y contempló a los pasajeros con rostro sombrío—. Pueden continuar…, pero Marte no permitirá que sus enemigos huyan. Les prometo que los tres saboteadores serán capturados. —Se frotó la barbilla con aire pensativo—. Es extraño… Estaba seguro de que se hallaban a bordo.
Volvió a examinar a los terrestres.
—Quizá me equivoqué. Está bien, sigan adelante, pero recuerden: los tres serán capturados, aunque nos cueste muchos años. ¡Marte los detendrá y castigará! ¡Lo juro!
Nadie habló durante un buen rato. La nave surcó el espacio con su carga de pasajeros que volvían a su planeta, a sus casas. Deimos y la bola roja de Marte quedaron atrás, desaparecieron y se desvanecieron en la distancia.
Un suspiro de alivio se elevó de los pasajeros.
—Qué modales —gruñó uno.
—¡Bárbaros! —exclamó una mujer.
Algunos se levantaron para ir al comedor y al bar. La chica sentada junto a Thatcher se levantó y se puso la chaqueta sobre los hombros.
—Perdón —dijo al pasar frente a él.
—¿Va al bar? —preguntó Thatcher—. ¿Me permite que la acompañe?
—Por supuesto.
Recorrieron el pasillo hasta llegar al salón.
—Aún no me ha dicho su nombre.
—Me llamo Mara Gordon.
—¿Mara? Bonito nombre. ¿De qué parte de la Tierra es usted? ¿Estados Unidos? ¿Nueva York?
—He estado en Nueva York; una ciudad encantadora.
Mara era esbelta y hermosa. Una nube de cabello castaño se derramaba sobre su cuello y la chaqueta.
Entraron en el salón y vacilaron un instante.
—Sentémonos a una mesa —dijo Mara al observar que la mayoría de clientes eran hombres—. Allí.
—Ya está ocupada —señaló Thatcher. El corpulento hombre de negocios se había sentado a la mesa y depositado su maletín en el suelo—. ¿Quiere sentarse con él?
—Oh, no me importa. —Mara avanzó hacia la mesa—. ¿Podemos sentarnos con usted?
—Con mucho gusto —respondió el hombre. Examinó con curiosidad a Thatcher—. Sin embargo, un amigo mío vendrá enseguida.
—Creo que hay sitio para todos —dijo Mara.
Se sentó y Thatcher le acercó la silla. Cuando tomó asiento le pareció sorprender una mirada de complicidad entre Mara y el hombre. Este era de mediana edad, rostro encarnado y cansado y ojos grises. Las venas se destacaban nítidamente bajo la piel de las manos, que en ese momento tamborileaban sobre la mesa.
—Me llamo Thatcher, Bob Thatcher. Puesto que vamos a pasar el resto del viaje juntos, más vale que nos presentemos.
—¿Por qué no? —El hombre le estrechó la mano mientras seguía examinándole—. Me llamo Erickson, Ralf Erickson.
—¿Erickson? —Thatcher sonrió—. Tiene aspecto de dedicarse a los negocios. —Señaló el maletín posado en el suelo—. ¿Me equivoco?
El hombre llamado Erickson fue a replicar, pero en ese instante otro individuo de unos treinta años llegó junto a ellos, con los ojos resplandecientes, y les dedicó una cálida sonrisa.
—Bueno, todo va bien —le dijo a Erickson—. Hola, Mara. —Cogió una silla, se sentó y cruzó las manos sobre la mesa. Al reparar en la presencia de Thatcher se echó un poco hacia atrás—. Le ruego que me disculpe.
—Me llamo Bob Thatcher. Espero no molestarles. —Miró de uno en uno a sus tres compañeros de mesa: Mara, que no apartaba los ojos de él, Erickson, inexpresivo, y el último en llegar—. Ya se conocían, ¿verdad?
Hubo un silencio.
El camarero robot se acercó silenciosamente, dispuesto a atender sus peticiones. Erickson recobró la presencia de ánimo.
—A ver, ¿qué vamos a tomar? ¿Mara?
—Un whisky con agua.
—¿Tú, Jan?
—Lo mismo.
—¿Thatcher?
—Un gin tonic.
—Yo también tomaré whisky con agua —dijo Erickson. El camarero robot se marchó. Volvió enseguida con las bebidas, que colocó sobre la mesa. Cada uno tomó la suya—. Bien, por nuestro mutuo éxito —brindó con el vaso en alto.
Todos bebieron; Thatcher, el corpulento Erickson, Mara, nerviosa e inquieta, y Jan, el recién llegado. Erickson y Mara intercambiaron una mirada tan rápida que Thatcher no la hubiera captado de estar distraído.
—¿A qué rama de los negocios se dedica, señor Erickson? —preguntó Thatcher.
Erickson bajó la vista hacia el maletín posado en el suelo y carraspeó.
—Bueno, como ve, soy un viajante.
—¡Lo sabía! —sonrió Thatcher—. Es fácil reconocer a un viajante por su maletín de muestras. Un viajante siempre lleva algo consigo para enseñar. ¿Cuál es su especialidad?
Erickson tardó en contestar. Se lamió los labios; tenía los ojos saltones y fríos como los de un sapo. Por fin se secó la boca con la mano y se agachó para levantar el maletín, que depositó sobre la mesa.
—Bueno, creo que tal vez deberíamos enseñárselo al señor Thatcher.
Todos miraron el maletín de muestras. Parecía un maletín de piel normal, con asa metálica y dos cerraduras.
—Me está entrando la curiosidad —comentó Thatcher—. ¿Qué hay dentro? ¿Diamantes, joyas robadas? Están los tres tan nerviosos…
Jan soltó una risita forzada y desprovista de alegría.
—Guárdalo, Erick. Aún no estamos lo bastante lejos.
—Tonterías —protestó Erick—. Estamos muy lejos.
—Por favor, Erick —susurró Mara—, espera un poco.
—¿Esperar? ¿Por qué? ¿Para qué? Estás tan acostumbrada a…
—Erick. —Mara hizo un gesto con la cabeza en dirección a Thatcher—. No le conocemos, Erick, ¡por favor!
—Es un terrestre, ¿no? Todos los terrestres han de mantenerse unidos en estos tiempos. —Manipuló las cerraduras de la caja—. Pues sí, señor Thatcher, soy un viajante. Los tres somos viajantes.
—Por tanto, ya se conocían previamente.
—Sí —confirmó Erickson. Sus dos compañeros bajaron la vista, cada vez más tensos—, sí, desde luego. Le voy a enseñar nuestra especialidad.
Abrió la maleta y sacó un abrecartas, una máquina de afilar lápices, un pisapapeles de cristal en forma de globo, una caja de chinchetas, una grapadora, algunos clips, un cenicero de plástico y otros objetos desconocidos para Thatcher. Colocó los objetos en fila sobre la mesa, y después cerró el maletín.
—Deduzco que se dedica a artículos de oficina —dijo Thatcher. Acarició el abrecartas con un dedo—. Acero de buena calidad, sueco, si no me equivoco.
—Ya ve que mis negocios son humildes —sonrió Erickson—. Artículos de oficina: ceniceros, clips…
—Bueno… —Thatcher se encogió de hombros—. ¿Y por qué no? Son necesarios para el mundo moderno. Lo único que me intriga…
—¿De qué se trata?
—Bueno, me pregunto si encontró suficientes clientes en Marte como para conseguir beneficios. —Hizo una pausa y examinó el pisapapeles de cristal. Lo sopesó, lo acercó a la luz y miró en su interior hasta que Erickson se lo quitó de la mano y lo guardó en la maleta—. Y otra cosa. Si los tres ya se conocían, ¿por qué se sentaron separados?
Tres pares de ojos convergieron sobre él.
—¿Y por qué no se hablaron hasta que salimos de Deimos? —Se inclinó hacia Erickson y le sonrió—. Dos hombres y una mujer. Ustedes tres. Dispersos por la nave, sin dirigirse la palabra hasta que abandonamos la estación de control. Estoy pensando en lo que dijo el marciano: tres saboteadores; una mujer y dos hombres.
Erickson retornó los objetos al maletín. Sonreía, pero su rostro estaba mortalmente pálido. Mara jugueteaba con una gota de agua suspendida del borde de su vaso. Jan cruzaba y descruzaba las manos, y parpadeaba sin cesar.
—Ustedes son los que perseguía el comisario —prosiguió Thatcher—. Ustedes son los terroristas, los saboteadores, pero… ¿por qué no les descubrió el detector de mentiras? ¿Cómo lo burlaron? Y ahora están a salvo, lejos de la estación de control. —Sonrió entre dientes y miró a sus compañeros de mesa—. ¡Maldita sea! Y pensar que llegué a creer que era un viajante, señor Erickson… Me engañó por completo.
—Bien, señor Thatcher, es una buena causa. Estoy seguro de que usted tampoco ama a Marte, como cualquier terrestre, y no ha dudado en marcharse de ese planeta.
—Es verdad —admitió Thatcher—. Tendrán muchas cosas interesantes que contar. Aún nos queda una hora aproximada de viaje. El trayecto Marte-Tierra se hace pesado en ocasiones. Nada que ver, nada que hacer excepto sentarse a beber en el bar. Tal vez podrían contar una historia que nos mantuviera despiertos.
Jan y Mara miraron a Erickson.
—Adelante —dijo Jan—, ya sabe quiénes somos. Cuéntale el resto de la historia.
—Tú también podrías hacerlo —señaló Mara.
—Pongamos las cartas sobre la mesa —suspiró Jan—, quitémonos este peso de encima. Estoy harto de ocultarme, de disimular…
—Claro —se animó Erickson—, ¿por qué no? —Se arrellanó en la silla y se desabrochó la chaqueta—. Señor Thatcher, estaré encantado de narrarle una historia, y estoy seguro de que le interesará hasta el punto de impedirle dormir.
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Siempre corriendo en silencio, los tres atravesaron bosquecillos de árboles muertos y cruzaron la llanura marciana, calcinada por el sol. Ascendieron una pequeña elevación y, de pronto, Erick se detuvo y se arrojó al suelo. Los otros le imitaron, jadeando en busca de aliento.
—Permaneced en silencio —murmuró Eric. Levantó un poco la cabeza—. No hagáis ruido. Esto estará plagado de policías. No podemos arriesgarnos.
Una extensión de desierto estéril y yermo, aproximadamente un kilómetro y medio de arena recalentada, separaba a las tres personas agazapadas entre los árboles muertos de la ciudad. No había árboles ni matorrales a la vista. Solo de vez en cuando un viento seco producía pequeños remolinos en la arena, el mismo viento que llevó hacia ellos un débil aroma a calor y arena.
—Mirad —señaló Eric—: la ciudad. Allí está.
La ciudad estaba cerca, en efecto, más cerca de lo que nunca la habían visto. A los terrestres no se les permitía acercarse a las grandes ciudades de Marte, los centros de la vida marciana. Incluso en situaciones normales, sin la amenaza de una guerra inminente, los marcianos prohibían a los terrestres pisar sus ciudades, en parte por miedo, en parte por un innato sentimiento de hostilidad hacia los visitantes de piel blanca cuyas hazañas comerciales les habían granjeado el respeto y el disgusto de todo el sistema.
—¿Qué os parece? —preguntó Erick.
La ciudad era grande, mucho más extensa de lo que habían imaginado a juzgar por los planos y maquetas que habían estudiado con suma atención en Nueva York, en el Ministerio de Defensa. Era enorme, enorme y sobrecogedora; torres negras, columnas increíblemente delgadas de metal antiguo, columnas que habían resistido la acción del viento y del sol durante siglos, se elevaban hacia el cielo. Una muralla de piedra roja, formada por inmensos ladrillos que habían sido cargados y colocados por esclavos de las primeras dinastías marcianas, bajo el yugo de los primeros grandes reyes de Marte, rodeaba la ciudad.
Una ciudad vieja, requemada por el sol, una ciudad asentada en mitad de una llanura desolada, circundada por bosquecillos de árboles muertos, una ciudad que muy pocos terrestres habían visto…, pero una ciudad estudiada en mapas y planos por todos los departamentos de Defensa de la Tierra. Una ciudad que, a pesar de sus piedras antiguas y sus torres arcaicas, albergaba el máximo órgano dirigente de Marte, el Consejo Supremo de los Principales, hombres de coraza negra que gobernaban y legislaban con mano de hierro.
Los Principales Supremos, doce hombres fanáticos y entregados, sacerdotes negros, pero sacerdotes provistos de varas desintegradoras, detectores de mentiras, naves espaciales y cañones interespaciales, poseían más poder del que el Senado de la Tierra podía imaginar; los Principales Supremos y sus subordinados, los comisarios provinciales…
Erick y sus dos compañeros reprimieron un temblor.
—Hemos de ir con cuidado —repitió Erick—. Pronto pasaremos entre ellos. Si adivinan quiénes somos, o a qué hemos venido…
Abrió la maleta que llevaba y miró en su interior apenas un segundo. Luego la volvió a cerrar y cogió el asa con firmeza.
—Vamos. —Se irguió lentamente—. Caminad a mi lado. Quiero que hagáis bien vuestro papel.
Mara y Jan avanzaron con decisión. Erick les examinó con ojo crítico mientras los tres descendían por la ladera hasta desembocar en la llanura, rumbo a las torres negras de la ciudad.
—Jan —dijo Erick—, cógela de la mano. Recuerda que es tu prometida, os vais a casar. Los campesinos marcianos cuidan mucho a sus novias.
Jan iba vestido con los pantalones cortos, la chaqueta, la soga atada alrededor de la cintura y el sombrero para protegerse del sol típicos de los granjeros marcianos. Su piel había sido teñida hasta dotarla de un tono broncíneo.
—Tienes buen aspecto —reconoció Erick.
Examinó a Mara. Llevaba el pelo recogido en un moño atravesado por un hueso vaciado de yuk. Su rostro, también oscurecido artificialmente, estaba pintado con pigmentos ceremoniales, bandas verdes y anaranjadas que le cruzaban las mejillas. De sus orejas colgaban pendientes. Calzaba zapatillas de piel de perruh, sujetas con cintas a los tobillos, y lucía unos pantalones marcianos, largos y transparentes, ceñidos a la cintura por una faja de brillantes colores. Una cadena de cuentas de piedra pendía entre sus pequeños senos, un amuleto que traería suerte al nuevo matrimonio.
—Estupendo —dijo Erick.
Él, por su parte, llevaba el flotante manto gris de los sacerdotes marcianos, mantos que no se quitaban jamás y con los que eran enterrados cuando morían.
—Creo que conseguiremos burlar a los guardias. Hay mucho tráfico en la carretera.
La arena crujía bajo sus pies. Algunas siluetas se recortaban contra el horizonte, otras personas que iban a la ciudad, granjeros, campesinos y comerciantes que acudían al mercado.
—¡Mira ese carro! —exclamó Mara.
Dos profundos surcos habían quedado grabados en la arena de una estrecha carretera a la que se aproximaban. Un hufa marciano tiraba del carro; tenía los flancos cubiertos de sudor y la lengua le colgaba fuera de la boca. El carro iba cargado hasta los topes de fardos de tela áspera tejida a mano, típica de los campesinos. Un granjero azuzaba al hufa.
—Y allí —señaló con el dedo la muchacha, sonriente.
Un grupo de mercaderes marcianos ataviados con largas túnicas cabalgaban a lomos de pequeños animales. Llevaban los rostros cubiertos por máscaras de arena. Cada animal portaba un fardo atado con una soga. Detrás de los mercaderes venía un procesión de granjeros y campesinos que se desplazaban a pie, excepto algunos más afortunados que lo hacían en carro o a lomos de animales.
Mara, Jan y Erick se mezclaron con los mercaderes. Nadie les prestó la menor atención. La marcha no se alteró. Jan y Mara se colocaron a unos pasos de Erick, sin dirigirse la palabra. Erick caminaba con porte digno, como orgulloso de su privilegiada situación.
Se detuvo en cierto momento y señaló al cielo.
—Mirad —murmuró en el dialecto marciano de las montañas—. ¿Veis eso?
Dos puntos negros daban vueltas en círculos: una patrulla marciana que vigilaba cualquier signo de actividades insólitas. Estaba a punto de estallar la guerra con la Tierra, cualquier día, en cualquier momento.
—Llegaremos justo a tiempo —dijo Erick—. Mañana será demasiado tarde. La última nave despegará de Marte.
—Ojalá salga todo bien —dijo Mara—. Quiero volver a casa cuando hayamos acabado.
Pasó media hora. A medida que se acercaban a la ciudad, la muralla se alzaba cada vez más alta, hasta que dio la impresión de tapar el cielo. Era una muralla enorme, una muralla de piedra eterna que había resistido la erosión del viento y del sol durante siglos. Un grupo de soldados marcianos custodiaba la única entrada a la ciudad. Examinaban a cada persona que llegaba, registraban sus vestidos y abrían los fardos.
El nerviosismo de Erick aumentó. La fila estaba casi parada.
—Pronto nos tocará —murmuró—. Preparaos.
—Esperemos que no haya comisarios —dijo Jan—. Prefiero los soldados.
Mara contemplaba la muralla y las torres que trepaban hacia el cielo. La tierra tembló y vibró bajo sus pies. Vio lenguas de fuego surgir de las torres, provenientes de las fábricas y forjas subterráneas. El aire, espeso y denso, transportaba partículas de hollín. Mara se tapó la boca y tosió.
—Allá vamos —susurró Erick.
Los mercaderes ya habían obtenido permiso para traspasar la puerta de madera oscura que daba acceso a la ciudad. Tanto ellos como sus silenciosos animales habían desaparecido. El oficial que mandaba a los soldados hizo gestos impacientes a Erick para que se apresurara.
—¡Vamos! ¡Dese prisa, viejo!
Erick avanzó con parsimonia, con la cabeza gacha y los brazos colgando a lo largo del cuerpo.
—¿Quién es y a qué viene? —preguntó el soldado con los brazos en jarras y la pistola al cinto.
La mayoría de los soldados deambulaban sin hacer nada, se apoyaban en la muralla o descansaban tirados en el suelo. Algunas moscas zumbaban sobre el rostro de uno que se había quedado dormido con el fusil al lado.
—¿A qué vengo? —murmuró Erick—. Soy el sacerdote de un pueblo.
—¿Por qué quiere entrar en la ciudad?
—Acompaño a estas personas al magistrado para que contraigan matrimonio. —Indicó con un gesto a Mara y Jan, que se mantenían a cierta distancia—. Cumplimos la ley de los Principales.
El soldado rio y caminó en torno a Erick.
—¿Qué lleva en esa maleta?
—Ropa para pasar la noche.
—¿De qué pueblo proceden?
—De Kranos.
—¿Kranos? —El soldado desvió la vista hacia uno de sus compañeros—. ¿Te suena Kranos?
—Una verdadera pocilga. Estuve allí una vez que fui a cazar.
El oficial al mando ordenó a Jan y a Mara que se aproximaran.
Avanzaron con timidez, cogidos de la mano. Uno de los soldados cogió a Mara por su hombro desnudo y la obligó a girarse.
—Vaya novia más guapa que te has echado. Tiene una bonita figura. —Guiñó un ojo y rio lascivamente.
Jan le miró con rencor. Los soldados prorrumpieron en carcajadas.
—Está bien —dijo el oficial a Erick—. Podéis pasar.
Erick sacó una bolsa y entregó una moneda al soldado. Después, los tres se introdujeron en el largo túnel que era la entrada, atravesaron la muralla de piedra y desembocaron en la ciudad.
¡Habían penetrado en la ciudad!
—Démonos prisa —susurró Erick.
La ciudad crujía y retemblaba con el sonido de un millar de máquinas que estremecían las piedras que pisaban. Erick condujo a Jan y a Mara hacia una esquina, junto a una fila de almacenes. La calle bullía de gente que se desplazaba en todas direcciones y elevaba la voz sobre el estrépito habitual de buhoneros, mercaderes, soldados y prostitutas. Erick se agachó y abrió la maleta que llevaba. Sacó tres rollos de metal muy fino, un laberinto de alambres y paletas ensamblados en un pequeño cono. Se quedaron uno cada uno, y después Erick cerró la maleta.
—Recordad que hay que enterrar los rollos de manera que la punta quede orientada al centro de la ciudad. Debemos trisectar la parte en la que hay mayor concentración de edificios. ¡Recordad los mapas! Id con cuidado en calles y pasajes. Procurad no hablar con nadie. Tenéis el suficiente dinero marciano para solventar cualquier eventualidad. Atención a los rateros y, por el amor de Dios, no os perdáis.
Erick se interrumpió de súbito. Dos Principales hicieron acto de aparición por la puerta de entrada a la muralla, con las manos unidas a la espalda. Al reparar en el grupo de tres personas que cuchicheaban junto a los almacenes se detuvieron.
—Idos —murmuró Erick—, y volved aquí al anochecer… —Sonrió lúgubremente—. O no volváis.
Cada uno se fue por su lado sin mirar atrás. Los Principales les vieron marchar.
—La novia es bonita —comentó uno de ellos—. Esa gente conserva la nobleza de los viejos tiempos en la sangre.
—Ese joven campesino es muy afortunado —respondió el otro.
Siguieron su camino. Erick, aún con la sonrisa en los labios, se mezcló con la multitud que abarrotaba las calles de la ciudad.
Se reunieron fuera de la muralla al ponerse el sol. El aire era fresco y enrarecido, cortante como un cuchillo.
Mara se frotó los brazos desnudos y buscó protección en los brazos de Jan.
—¿Y bien? —preguntó Erick—. ¿Lo conseguisteis?
Campesinos y mercaderes salían en oleadas por la puerta, rumbo a sus granjas y pueblos, dispuestos a emprender el largo viaje que, atravesando la llanura, les conduciría a las montañas. Nadie prestaba atención a la joven aterida de frío y a los dos hombres parados junto a la muralla.
—He colocado el mío en la otra punta de la ciudad, enterrado cerca de un pozo —informó Jan.
—El mío está en la zona industrial —susurró Mara con un castañeteo de dientes—. Jan, cúbreme con algo. ¡Estoy helada!
—Bien —dijo Erick—. Si los planos eran correctos, los tres rollos se cruzarán en el mismísimo centro de la ciudad. —Oteó el cielo, cada vez más oscuro. Empezaban a verse estrellas. Dos patrulleros nocturnos volaban lentamente hacia el horizonte—. Démonos prisa, ya falta poco.
Se unieron a los marcianos que se alejaban de la ciudad, ahora envueltos en las sombras de la noche.
Avanzaron en silencio con los campesinos hasta que la tenue fila de árboles muertos se hizo visible en el horizonte. Entonces se desviaron hacia el bosquecillo.
—Casi es la hora —advirtió Erick. Aceleró el paso, impaciente por la lentitud de sus acompañantes—. ¡Vamos!
Tropezando con piedras y ramas muertas a la incierta luz del crepúsculo, treparon a una elevación. Erick se detuvo en lo alto con las manos en jarras y miró atrás.
—Fijaos bien, es la última vez que veremos la ciudad en su estado actual —murmuró.
—¿Puedo descansar un poco? —pidió Mara—. Me duelen los pies.
Jan tiró de la manga a Erick.
—¡De prisa, Erick! No nos queda mucho tiempo. Si todo va bien podremos mirarla… para siempre.
—Pero no así —musitó Erick.
Se agachó y abrió al maleta. Sacó varios tubos y alambres y los ensambló en la cumbre de la colina. Sus hábiles manos dieron forma a una pequeña pirámide de alambre y plástico.
—Ya está —gruñó, poniéndose en pie.
—¿Apunta directamente a la ciudad? —preguntó Mara, expectante.
—Sí, la he colocado de acuerdo a… —Se irguió bruscamente—. ¡Vámonos, aprisa! ¡Ya es la hora!
Jan se lanzó colina abajo arrastrando a Mara. Erick les siguió de inmediato, tras dirigir una última mirada a las torres, casi invisibles en la oscuridad.
—¡Al suelo!
Jan y Mara se tendieron abrazados. Erick buscó refugio entre la arena y las ramas muertas.
—Quiero verlo. Será como un milagro. Quiero verlo…
Un relámpago cegador de luz violeta iluminó el cielo. Erick se cubrió los ojos con las manos. El relámpago inundó todo el espacio visible. Un trueno estalló de repente y una oleada de viento cálido le obligó a hundir el rostro en la arena. El viento seco y caliente incendió las ramas. Mara y Jan cerraron los ojos, abrazados estrechamente.
—Dios… —murmuró Erick.
La tormenta cesó. Abrieron los ojos poco a poco. En el cielo enrojecido se había formado una nube resplandeciente que el viento nocturno empezaba a disipar. Erick se levantó y ayudó a los otros a ponerse en pie. Contemplaron en silencio la oscura devastación, la llanura ennegrecida.
La ciudad había desaparecido.
—Aún nos queda lo más difícil —dijo Erick—. Échame una mano, Jan. Dentro de poco, esto hervirá de patrulleros.
—Ya veo uno. —Mara señaló un punto centelleante que se desplazaba hacia el lugar de la catástrofe. Su voz tembló de pánico—. Vienen a por nosotros.
—Lo sé.
Erick y Jan se agacharon sobre la pirámide de tubos y plástico, que se había fundido como la mantequilla. De entre los restos Erick extrajo algo que intentó examinar en la oscuridad. Jan y Mara, casi sin aliento, se acercaron a mirar.
—¡Ahí está! —exclamó Erick.
Sostenía en la mano un pequeño globo de cristal transparente. Dentro del cristal se movía algo, algo diminuto y frágil, torres microscópicas casi invisibles, una intrincada telaraña de espirales: una ciudad.
Erick guardó el globo en la maleta y la cerró.
—Vámonos —se adentraron en la arboleda—. Nos cambiaremos en el coche; de momento conservaremos estos vestidos, por si tropezamos con alguien.
—Me alegraré de recuperar mis ropas —dijo Jan—. Me siento extraño con estos pantalones.
—¿Y cómo crees que me siento yo? —jadeó Mara—. Me estoy helando.
—Todas las novias marcianas visten así —dijo Erick. Sujetaba con firmeza la maleta sin dejar de correr—. No te sienta tan mal.
—Gracias —ironizó Mara—, pero hace frío.
—¿Qué pensarán de lo ocurrido? —preguntó Jan—. Creerán que la ciudad ha sido destruida, ¿verdad? Lo que no deja de ser cierto.
—Sí, eso es lo que creerán… ¡y es muy importante que lo crean!
—El coche no debe de andar lejos —indicó Mara, que había aminorado el paso.
—No, aún falta un poco, al otro lado de esa colina, en la cañada cercana a los árboles. Es difícil saber con exactitud dónde estamos.
—¿Enciendo la linterna? —preguntó Mara.
—No, habrá patrullas…
Se detuvo bruscamente. Jan y Mara le imitaron.
—¿Qué…?
Brilló una luz. Algo se movió en la oscuridad. Se oyó un sonido.
Una figura surgió de las tinieblas, seguida de otras: soldados uniformados. Una linterna iluminó a Mara y a Jan, que se habían cogido de las manos. Erick cerró los ojos, deslumbrado. La luz dibujó un círculo en el suelo.
Una alta figura de negro avanzó. Era un comisario. Los soldados les apuntaron con sus fusiles.
—Vosotros, ¿quiénes sois? —preguntó el comisario—. No os mováis de donde estáis.
Acercó su rostro inexpresivo al de Erick. Examinó su manto y sus mangas.
—Por favor… —gimió Erick, pero el comisario le interrumpió.
—El que habla soy yo. ¿Quiénes sois? ¿Qué hacéis aquí? Levanta la voz.
—Vamos… vamos de regreso a nuestro pueblo —musitó Erick, la vista baja y las manos entrelazadas—. Estuvimos en la ciudad y volvíamos a casa.
Un soldado habló por un transmisor. Lo cerró y se lo guardó.
—Venid conmigo —ordenó el comisario—. Estáis arrestados. Daos prisa.
—¿Arrestados? ¿Volvemos a la ciudad?
—La ciudad ha desaparecido —rio un soldado—. Todo lo que queda de ella cabe en la palma de una mano.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Mara.
—Nadie lo sabe. ¡Vamos, rápido!
Un soldado se aproximó corriendo.
—Un Principal Supremo viene hacia aquí.
Los soldados adoptaron un aire de atención respetuosa. Unos momentos después, el Principal Supremo, un anciano de rostro duro y demacrado y ojos vivos y alertas, llegó al claro. Su mirada exploró los rostros de Erick y Jan.
—¿Quiénes son esos? —preguntó.
—Unos pueblerinos que vuelven a su casa.
—No, no lo son. No tienen porte de pueblerinos. Se les ve bien alimentados. No lo son. Procedo de las montañas y sé muy bien lo que digo.
Se plantó frente a Erick y le observó detenidamente.
—¿Quién eres? Fijaos en esa barbilla… ¡nunca se ha afeitado con una piedra afilada! Aquí hay algo que no me gusta.
Una vara luminosa relampagueó en su mano.
—La ciudad ha desaparecido, y con ella al menos la mitad del Consejo Supremo. Fue algo muy extraño: un resplandor, calor, viento. Pero no hubo explosión. Estoy asombrado. La ciudad se desvaneció de repente. Solo queda una depresión en la arena.
—Les arrestaremos —dijo el comisario—. Soldados, rodeadles. Aseguraos de que…
—¡Corred! —gritó Erick. Arrebató de un manotazo la vara al Principal. Hubo un instante de confusión. Los soldados gritaron, encendieron sus linternas y chocaron unos con otros. Erick se arrastró hacia los matorrales sin soltar la maleta. Dio órdenes en el idioma terrestre a Jan y a Mara—. ¡Rápido, corred hacia el coche! —Y se lanzó pendiente abajo.
Oyó las imprecaciones y caídas de los soldados. Un cuerpo chocó con el suyo, y una parte de la pendiente se incendió al ser alcanzada por un rayo desintegrador. La vara del comisario…
—¡Erick! —gritó Mara en la oscuridad.
Se precipitó hacia ella, pero resbaló y se golpeó contra una piedra. Disparos, confusión, el sonido de voces airadas.
—Erick, ¿eres tú? —Jan le ayudó a levantarse—. El coche está allí. ¿Dónde está Mara?
—Estoy aquí, cerca del coche.
Centelleó una luz y un árbol quedó reducido a cenizas. Erick sintió una oleada de calor en la cara. Jan y él corrieron hacia la muchacha. La mano de Mara se aferró a la suya en las tinieblas.
—Vamos al coche, si no lo han cogido —dijo Erick.
Bajaron a la cañada, tanteando en la oscuridad. Erick tocó algo frío y suave, metal, la manecilla metálica de una puerta. Le invadió una sensación de alivio.
—¡Lo he encontrado! Jan, sube. Vamos, Mara. —Empujó a Jan al interior del vehículo.
Mara no tardó en montar y refugiar su menudo y ágil cuerpo junto al de Jan.
—¡Alto! —gritó una voz desde lo alto—. No os servirá de nada refugiaros en la cañada. ¡Os cogeremos! Subid y…
El motor del coche ahogó el sonido de los gritos. Un momento después se elevó hacia el cielo. Erick zigzagueó, arrancando las copas de algunos árboles, para eludir los disparos del furioso Principal, el comisario y sus hombres.
Después ganaron altura, dejaron los árboles atrás y surcaron el cielo; a velocidad creciente. Los marcianos se perdieron de vista.
—Vamos al espaciopuerto de Marte, ¿verdad? —preguntó Jan a Erick.
—Sí, pero aterrizaremos algo más lejos, en las colinas. Nos pondremos nuestra ropa habitual, como vulgares terrestres. Maldita sea… tendremos suerte si llegamos a tiempo de subir a la nave.
—La última nave —susurró Mara, todavía sin aliento—. ¿Qué pasará si no llegamos a tiempo?
Erick bajó la vista hacia el maletín que descansaba en su regazo.
—Hay que hacerlo —murmuró—. ¡Debemos hacerlo!

Nadie habló durante un rato. Thatcher miraba fijamente a Erickson, recostado en su silla mientras bebía. Mara y Jan permanecieron en silencio.
—Así que ustedes no destruyeron la ciudad —dijo al fin Thatcher—. No la destruyeron en absoluto. La encogieron y la encerraron en un globo de cristal, en un pisapapeles, y ahora vuelven a ser viajantes que transportan en sus maletines objetos de oficina…
Erickson sonrió. Abrió el maletín y volvió a sacar el pisapapeles de cristal. Lo alzó y miró en su interior.
—Sí, robamos la ciudad de los marcianos, y de esta forma engañamos al detector de mentiras. Era cierto que no sabíamos nada de una ciudad destruida.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué robar una ciudad? ¿No era más sencillo bombardearla?
—Un rescate —dijo con énfasis Mara, con los ojos brillantes de excitación—. Su mayor ciudad, la mitad del Consejo… ¡en manos de Erick!
—Marte tendrá que plegarse a las condiciones que exija la Tierra —explicó Erick—, y renunciar a sus exigencias comerciales. Es posible que evitemos la guerra, que consigamos lo que queremos sin derramar ni una gota de sangre. —Sonrió y guardó el pisapapeles de cristal en el maletín.
—Una historia muy interesante —admitió Thatcher—, y un procedimiento asombroso: reducir una ciudad, toda una ciudad, a dimensiones microscópicas. Asombroso. No me extraña que escaparan; después de una hazaña semejante, nadie podía detenerles.
Miró el maletín posado en el suelo. Los motores vibraban y ronroneaban mientras la nave proseguía su camino hacia la lejana Tierra.
—Aún falta mucho para llegar —dijo Jan—. Ya ha oído nuestra historia, Thatcher. ¿Por qué no nos cuenta la suya? ¿A qué se dedica? ¿En qué trabaja?
—Sí —se animó Mara—. ¿Qué hace exactamente?
—¿Qué hago? Bueno, si quieren se lo enseñaré —introdujo la mano en su chaqueta y sacó algo.
Un objeto delgado que centelleaba débilmente. Una vara de fuego.
Los tres la miraron, estupefactos.
Thatcher apuntó con toda la calma a Erickson.
—Sabíamos que los tres iban a bordo de la nave sin la menor duda, pero ignorábamos lo que le había sucedido a la ciudad. Mi teoría era que la ciudad no había sido destruida. Los instrumentos del Consejo midieron una súbita pérdida de masa en esa zona, una pérdida equivalente a la masa de la ciudad. Llegué a la conclusión de que la ciudad había sido robada de alguna forma inimaginable, pero no destruida. Sin embargo, no logré convencer al Consejo y me vi obligado a perseguirles solo.
Thatcher hizo un gesto a los hombres que estaban sentados en el bar. Se levantaron de inmediato y avanzaron hacia la mesa.
—Me interesa extraordinariamente el procedimiento que han utilizado. Marte obtendrá un gran beneficio de su conocimiento. Incluso es posible que incline la balanza en nuestro favor. Quiero empezar a trabajar en ello en cuanto regresemos a Puertomarte. Y ahora, si son tan amables de entregarme el maletín…