Las
montañas azules se alzaban en la lluvia y la lluvia caía en los
largos canales, y el viejo La Farge y su mujer salieron de la casa a
mirar.
—La primera lluvia de la estación —señaló La Farge.
—Qué bien —dijo la mujer.
—Bienvenida, de veras.
Cerraron la puerta. Dentro se calentaron las manos junto a las
llamas. Se estremecieron. A lo lejos, a través de la ventana, vieron
que la lluvia centelleaba en los costados del cohete que los había
traído de la Tierra.
—Sólo falta una cosa —dijo La Farge mirándose las manos.
—¿Qué? —preguntó su mujer.
—Me gustaría haber traído a Tom con nosotros.
—Oh, por favor, Lafe.
—Sí, no empezaré otra vez. Perdona.
—Hemos venido a disfrutar en paz nuestra vejez, no a pensar en
Tom. Murió hace tanto tiempo… Tratemos de olvidarnos de Tom y de
todas las cosas de la Tierra.
La Farge se calentó otra vez las manos, con los ojos clavados en
el fuego.
—Tienes razón. No hablaré de eso nunca más. Pero echo de
menos aquellos domingos, cuando íbamos en automóvil a Green Lawn
Park, a poner unas flores en su tumba. Era casi nuestra única
salida.
La lluvia azul caía sobre la casa.
A las nueve se fueron a la cama y se tendieron en silencio,
tomados de la mano, él de cincuenta y cinco años, y ella de sesenta
en la lluviosa oscuridad.
—¿Anna? —llamó La Farge suavemente.
—¿Qué?
—¿Has oído algo?
Los dos escucharon la lluvia y el viento.
—Nada —dijo ella.
—Alguien silbaba.
—No lo he oído.
—De todos modos voy a ver.
La Farge se levantó, se puso una bata, atravesó la casa y llegó
a la puerta de la calle. La abrió titubeando, y la lluvia fría le
cayó en la cara. En la puerta del patio había una figura. Un rayo
agrietó el cielo; una ola de color blanco iluminó un rostro que
miraba fijamente a La Farge.
—¿Quién está ahí? —llamó La Farge, temblando.
No hubo respuesta.
—¿Quién es? ¿Qué quiere?
Silencio.
La Farge se sintió débil, cansado, entumecido.
—¿Quién eres? —gritó, Anna se le acercó y lo tomó por el
brazo.
—¿Por qué gritas?
—Hay un chico ahí fuera en el patio y no me contesta —dijo La
Farge, estremeciéndose—. Se parece a Tom.
—Ven a acostarte, estás soñando.
—Pero mira, ahí está.
Y La Farge abrió un poco más la puerta para que también ella
pudiera ver. Soplaba un viento frío y la lluvia fina caía sobre el
patio, y la figura inmóvil los miraba con ojos distantes. La vieja
se adelantó hacia el umbral.
—¡Vete! —gritó agitando una mano—. ¡Vete!
—¿No se parece a Tom? —preguntó La Farge.
La figura no se movió.
—Tengo miedo —dijo la vieja—. Echa el cerrojo y ven a la
cama. Deja eso, déjalo.
Y se fue, gimiendo, hacia el dormitorio.
El viejo se quedó, y el viento le mojó las manos con una lluvia
fría.
—Tom —llamó La Farge en voz baja—. Tom, si eres tú, si por
un azar eres tú, no cerraré con llave. Si sientes frío y quieres
calentarte, entra más tarde y acuéstate junto a la chimenea; hay
allí unas alfombras de piel.
Cerró la puerta, pero sin echar el cerrojo.
La mujer sintió que La Farge se metía en la cama y se
estremeció.
—Qué noche horrible. Me siento tan vieja… —dijo sollozando.
—Bueno, bueno —la calmó él, abrazándola—. Duerme.
Al cabo de un rato la mujer se durmió.
Y entonces La Farge alcanzó a oír que la puerta se abría, casi
en silencio, dejaba entrar el viento y la lluvia, y se cerraba otra
vez. Luego oyó unos pasos blandos que se acercaban a la chimenea, y
una respiración muy suave.
—Tom —dijo.
Un rayo estalló en el cielo y abrió en dos la oscuridad.
A la mañana siguiente, el sol calentaba.
El señor La Farge abrió la puerta de la sala y miró rápidamente
alrededor. No había nadie sobre la alfombra. La Farge suspiró:
—Estoy envejeciendo.
Salía de la casa hacia el canal, en busca de un balde de agua
clara, cuando casi derribó a Tom, que ya traía un balde lleno.
—Buenos días, papá.
El viejo se tambaleó.
—Buenos días, Tom.
El chico, descalzo, cruzó de prisa el cuarto, dejó el balde en
el suelo y se volvió sonriendo.
—¡Qué día más hermoso!
—Sí —dijo La Farge, estupefacto.
El chico actuaba con naturalidad. Se inclinó sobre el balde y
comenzó a lavarse la cara.
La Farge dio un paso adelante.
—Tom, ¿cómo viniste aquí? ¿Estás vivo?
El chico alzó la mirada.
—¿No tendría que estarlo?
—Pero, Tom… Green Lawn Park todos los domingos, las flores y…
La Farge tuvo que sentarse. El chico se le acercó y le tomó la
mano. La mano de Tom era cálida y firme.
—¿Estás realmente aquí? ¿No es un sueño?
—Tú quieres que esté aquí, ¿no? —El chico parecía
preocupado.
—Sí, sí, Tom.
—Entonces, ¿por qué me preguntas? Acéptame…
—Pero tu madre… la impresión…
—No te preocupes. Estuve a vuestro lado, cantando, toda la
noche, y me aceptaréis, especialmente ella. Espera a que venga y lo
verás.
Tom se echó a reír sacudiendo la cabeza de rizado pelo cobrizo.
Tenía ojos muy azules y claros.
La madre salió del dormitorio recogiéndose el pelo.
—Buenos días. Lafe, Tom. ¡Qué hermoso día!
Tom se volvió hacia su padre y se le rió en la cara.
—¿Ves?
Almorzaron muy bien, los tres, a la sombra de detrás de la casa.
La señora La Farge descorchó una vieja botella de vino de girasol,
que había apartado en otro tiempo, y todos bebieron un poco. El
señor La Farge nunca la había visto tan contenta. Si Tom la
preocupaba, no lo demostró. Para ella era algo completamente
natural. La Farge comenzó a pensar también que era natural.
Mientras mamá lavaba los platos, La Farge se inclinó hacia su
hijo y le preguntó con aire de confidencia:
—¿Cuántos años tienes, hijo?
—¿No lo sabes? Catorce, por supuesto.
—¿Quién eres, realmente? No es posible que seas Tom, pero eres
alguien. ¿Quién?
Atemorizado, el chico se llevó las manos a la cara.
—No preguntes.
—Puedes decírmelo —dijo el hombre—. Lo comprenderé. Eres
un marciano, ¿no es cierto? He oído historias de los marcianos,
pero nada definido. Dicen que son muy raros y que cuando andan entre
nosotros parecen terrestres. Hay algo en ti… Eres Tom y no eres
Tom.
—¿Por qué no me aceptas y callas? —gritó el chico hundiendo
la cara entre las manos—. No dudes, por favor, ¡no dudes de mí!
Se levantó de la mesa y echó a correr.
—¡Tom, vuelve!
El chico corrió a lo largo del canal, hacia el pueblo lejano.
—¿Adónde va Tom? —preguntó Anna que regresaba a buscar el
resto de los platos. Miró atentamente a su marido—. ¿Le has dicho
algo desagradable?
—Anna —dijo el señor La Farge tomándole una mano—. Anna,
¿te acuerdas de Green Lawn Park, del mercado, de Tom enfermo de
neumonía?
La mujer se echó a reír.
—¿Qué dices?
—No importa —contestó La Farge en voz baja.
A lo lejos, el polvo se posaba a orillas del canal por donde había
pasado Tom.
Tom volvió a las cinco de la tarde, cuando el sol se ponía. Miró
indeciso a su padre.
—¿Me vas a preguntar algo? —quiso saber.
—Nada de preguntas —dijo La Farge.
El chico sonrió con una sonrisa blanca.
—Estupendo.
—¿Dónde has estado?
—Cerca del pueblo. Casi no vuelvo. He estado a punto de caer en
una… —el chico buscaba la palabra exacta—, en una trampa.
—¿Cómo en una trampa?
—Pasaba al lado de una casita de chapas de zinc, cerca del canal
y de pronto pensé que me perdía y que no volvería a veros. No sé
cómo explicártelo, no encuentro cómo, ni siquiera yo mismo lo sé.
Es raro, pero prefiero no hablar de eso ahora.
—No hablemos entonces. Lávate las manos, es hora de cenar.
El chico corrió a lavarse.
Unos diez minutos más tarde, una lancha se acercó por la serena
superficie de las aguas. Un hombre alto y flaco, de pelo negro, la
impulsaba con una pértiga, moviendo lentamente los brazos.
—Buenas tardes, hermano La Farge —dijo deteniéndose.
—Buenas tardes, Saul. ¿Qué se cuenta por aquí?
—Esta noche, muchas cosas. ¿Conoces a un tal Nomland que vive
al borde del canal en una casa de chapas?
La Farge se enderezó.
—Sí.
—¿Sabías que era un granuja?
—Se dijo que salió de la Tierra porque había matado a un
hombre.
Saul se apoyó en la pértiga mojada y miró a La Farge.
—¿Recuerdas el nombre del muerto?
—Gillings, ¿no?
—Sí, Gillings. Pues bien, hace unas dos horas el señor Nomland
llegó al pueblo gritando que había visto a Gillings, vivo, aquí,
en Marte, hoy, esta misma tarde. Nomland quería esconderse en la
cárcel, pero no lo dejaron. De modo que volvió a su casa y veinte
minutos después, dicen, se pegó un tiro. Vengo ahora de allí.
—Bueno, bueno —dijo La Farge.
—Ocurren unas cosas… —dijo Saul—. En fin, buenas noches,
La Farge.
—Buenas noches.
La lancha se alejó por las serenas aguas del canal.
—La cena está lista —llamó la mujer.
El señor La Farge se sentó a la mesa y cuchillo en mano miró a
Tom.
—Tom, ¿qué has hecho esta tarde?
—Nada —contestó Tom con la boca llena—. ¿Por qué?
—Quería saber, nada más —dijo el viejo poniéndose la
servilleta.
A las siete, aquella misma tarde, la señora La Farge dijo que
quería ir al pueblo.
—Hace tres meses que no voy.
Tom se negó.
—El pueblo me da miedo —dijo—. La gente. No quiero ir.
—Pero cómo —dijo Anna—, qué palabras son ésas para tamaño
grandullón. No te haré caso. Vendrás con nosotros. Yo lo digo.
—Pero Anna, si el chico no quiere… —farfulló La Farge.
Pero era inútil discutir. Anna los empujó a la lancha y
remontaron el canal bajo las estrellas nocturnas. Tom estaba tendido
de espaldas, con los ojos cerrados; era imposible saber si dormía o
no. El viejo lo miraba fijamente. ¿Qué criatura es ésta, pensaba,
tan necesitada de cariño como nosotros? ¿Quién es y qué es esta
criatura que sale de la soledad, se acerca a gentes extrañas y
asumiendo la voz y la cara del recuerdo se queda al fin entre
nosotros, aceptada y feliz? ¿De qué montaña procede, de qué
caverna, de qué raza, aún viva en este mundo cuando los cohetes
llegaron de la Tierra? El viejo meneó la cabeza. Era imposible
saberlo. Por ahora aquello era Tom.
El viejo miró con aprensión el pueblo lejano, y pensó otra vez
en Tom y en Anna. Quizá nos equivoquemos al retener a Tom, se dijo a
sí mismo, pues de todo esto no saldrá otra cosa que preocupaciones
y penas, pero cómo renunciar a lo que hemos deseado tanto aunque se
quede sólo un día y desaparezca, haciendo el vacío más vacío, y
las noches más oscuras y las noches lluviosas más húmedas.
Quitarnos esto sería como quitarnos la comida de la boca.
Y miró al chico, que dormitaba pacíficamente en el fondo de la
lancha. El chico se quejó, como en una pesadilla.
—La gente. Cambiar y cambiar. La trampa.
—Calma, calma —dijo La Farge acariciándole el pelo rizado.
Tom se calló.
La Farge ayudó a Anna y a Tom a salir de la lancha.
—¡Aquí estamos!
Anna sonrió a las luces, escuchó la música de los bares, los
pianos, los gramófonos, observó a la gente que paseaba tomada del
brazo por las calles animadas.
—Quiero volver a casa —dijo Tom.
—Antes no hablabas así —dijo Anna—. Siempre te gustaron las
noches de sábado en el pueblo.
—No te apartes de mí —le susurró Tom a La Farge—. No
quiero caer en una trampa.
Anna alcanzó a oírlo.
—¡Deja de decir esas cosas! Vamos.
La Farge advirtió que Tom le había tomado la mano.
—Aquí estoy, Tom —dijo apretando la mano del chico. Miró a
la muchedumbre que iba y venía y sintió, también, cierta
inquietud—. No nos quedaremos mucho tiempo.
—No digas tonterías, no nos iremos antes de las once —dijo
Anna.
Cruzaron una calle y tropezaron con tres borrachos. Hubo un
momento de confusión, una separación, una media vuelta, y La Farge
miró consternado alrededor. Tom no estaba entre ellos.
—¿Adónde ha ido? —preguntó Anna, irritada—. Aprovecha
cualquier ocasión para escaparse. ¡Tom!
El señor La Farge corrió entre la muchedumbre, pero Tom había
desaparecido.
—Ya volverá. Estará en la lancha cuando nos vayamos —afirmó
Anna, guiando a su marido hacia el cinematógrafo.
De pronto, hubo una conmoción en la muchedumbre, y un hombre y
una mujer pasaron corriendo junto a La Farge. La Farge los reconoció.
Eran Joe Spaulding y su mujer. Antes de que pudiera hablarles, ya
habían desaparecido.
Sin dejar de mirar ansiosamente hacia la calle, compró las
entradas y entró de mala gana en la poco acogedora oscuridad.
A las once, Tom no estaba en el embarcadero. La señora La Farge
se puso muy pálida.
—No te preocupes. Yo lo encontraré. Espera aquí —dijo La
Farge.
—Date prisa.
La voz de Anna murió en la superficie rizada del agua.
La Farge caminó por las calles nocturnas, con las manos en los
bolsillos. Las luces de alrededor se iban apagando, una a una.
Unas pocas gentes se asomaban todavía a las ventanas pues la
noche era calurosa, aunque unas nubes de tormenta pasaban de vez en
cuando por el cielo estrellado. Mientras caminaba, La Farge pensaba
en el chico, en sus constantes alusiones a una trampa, en el miedo
que tenía a las muchedumbres y las ciudades. Esto no tiene sentido,
reflexionó con cansancio. Tal vez el chico se ha ido para siempre,
tal vez no ha existido nunca. La Farge dobló por una determinada
callejuela, observando los números.
—Hola, La Farge.
Un hombre estaba sentado en el umbral de una puerta, fumando una
pipa.
—Hola, Mike.
—¿Has peleado con tu mujer? ¿Estás calmándote con una
caminata?
—No, paseo nada más.
—Parece que se te hubiera perdido algo. A propósito. Esta noche
encontraron a alguien. ¿Conoces a Joe Spaulding? ¿Te acuerdas de su
hija Lavinia?
—Sí.
La Farge se sintió traspasado de frío. Todo era como un sueño
repetido. Ya sabía qué palabras vendrían ahora.
—Lavinia volvió a casa esta noche —dijo Mike, y arrojó una
bocanada de humo—. ¿Recuerdas que se perdió hace cerca de un mes
en los fondos del mar muerto? Encontraron un cadáver que podría ser
el suyo y desde entonces la familia Spaulding no ha estado bien.
Spaulding iba de un lado a otro diciendo que Lavinia no había
muerto, que aquel cadáver no era ella. Parece que tenía razón.
Lavinia apareció esta noche.
La Farge sintió que le faltaba el aire, que el corazón le
golpeaba el pecho.
—¿Dónde?
—En la calle principal. Los Spaulding estaban comprando entradas
para una función y de pronto vieron a Lavinia entre la gente. Qué
impresión la de ellos, imagínate. Al principio Lavinia no los
reconoció; pero la siguieron calle abajo y le hablaron y entonces
ella recobró la memoria.
—¿La has visto?
—No, pero la he oído cantar. ¿Recuerdas con qué gracia
cantaba Las bonitas orillas del lago Lomond? La oí hace un
rato allá en la casa gorjeando para su padre. Es muy agradable
oírla. Una muchacha encantadora. Era lamentable que se hubiera
muerto. Ahora que ha regresado, todo es distinto. Pero oye, qué te
pasa, no te veo muy bien. Entra y te serviré un whisky.
—No, gracias, Mike.
La Farge se alejó calle abajo. Oyó que Mike le daba las buenas
noches y no contestó. Tenía la mirada fija en una casa de dos
plantas con el techo de cristal donde serpenteaba una planta marciana
de flores rojas. En la parte trasera de la casa, sobre el jardín,
había un retorcido balcón de hierro. Las ventanas estaban
iluminadas. Era muy tarde, y La Farge seguía pensando: «¿Cómo se
sentirá Anna si no vuelvo con Tom? ¿Cómo recibirá este segundo
golpe, esta segunda muerte? ¿Se acordará de la primera y a la vez
de este sueño y de esta desaparición repentina? Oh Dios, tengo que
encontrar a Tom, ¿o qué va a ser de Anna? Pobre Anna, me está
esperando en el embarcadero». La Farge se detuvo y levantó la
cabeza. En alguna parte, allá arriba, unas voces daban las buenas
noches a otras voces muy dulces. Las puertas se abrían y cerraban,
se apagaban las luces y continuaba oyéndose un canto suave. Un
momento después una hermosa muchacha, de no más de dieciocho años,
se asomó al balcón.
La Farge la llamó a través del viento que comenzaba a
levantarse.
La muchacha se volvió y miró hacia abajo.
—¿Quién está ahí?
—Yo —dijo el viejo La Farge, y notando que esta respuesta era
tonta y rara, se calló y los labios se le movieron en silencio.
¿Qué podía decir? ¿«Tom, hijo mío, soy tu padre»? ¿Cómo
le hablaría? La muchacha pensaría que estaba loco y llamaría a la
familia.
La figura se inclinó hacia delante, asomándose a la luz ventosa.
—Sé quién eres —dijo en voz baja—. Por favor, vete. No hay
nada que pueda hacer por ti.
—¡Tienes que volver! —Las palabras se le escaparon a La
Farge.
La figura iluminada por la luz de la luna se retiró a la sombra,
donde no tenía identidad, donde no era más que una voz.
—Ya no soy tu hijo. No teníamos que haber venido al pueblo.
—¡Anna espera en el embarcadero!
—Lo siento —dijo la voz tranquila—. Pero ¿qué puedo hacer?
Soy feliz aquí; me quieren tanto como vosotros. Soy lo que soy y
tomo lo que puedo. Ahora es demasiado tarde. Me han atrapado.
—Pero, y Anna… Piensa qué golpe será para ella.
—Los pensamientos son demasiado fuertes en esta casa; es como
estar en la cárcel. No puedo cambiar otra vez.
—Eres Tom, eras Tom, ¿verdad? ¡No estarás bromeando con un
viejo! ¡No serás realmente Lavinia Spaulding!
—No soy nadie; soy sólo yo mismo. Dondequiera que esté soy
algo, y ahora soy algo que no puedes impedir.
—No estás seguro en el pueblo. Estarás mejor en el canal,
donde nadie puede hacerte daño —suplicó el viejo.
—Es cierto. —La voz titubeó—. Pero he de pensar en ellos.
¿Qué sentirían mañana al despertar cuando vieran que me fui de
nuevo, y esta vez para siempre? Además, la madre sabe lo que soy; lo
ha adivinado como tú. Creo que todos lo adivinaron, aunque no
hicieron preguntas. Cuando no se puede tener la realidad, bastan los
sueños. No soy quizá la muchacha muerta, pero soy algo casi mejor,
el ideal que ellos imaginaron. Tendría que elegir entre dos
víctimas: ellos o tu mujer.
—Ellos son cinco, lo soportarían mejor que nosotros.
—¡Por favor! —dijo la voz—. Estoy cansada.
La voz del viejo se endureció.
—Tienes que venir. No puedo permitir que Anna sufra otra vez.
Eres nuestro hijo. Eres mi hijo, y nos perteneces.
La sombra tembló.
—¡No, por favor!
—No perteneces a esta casa ni a esta gente.
—No. No.
—Tom, Tom, hijo mío, óyeme. Vuelve. Baja por la parra. Ven,
Anna te espera; tendrás un hogar, y todo lo que quieras.
El viejo alzaba los ojos esperando el milagro.
Las sombras se movieron, la parra crujió levemente.
Y al fin la voz dijo:
—Bueno, papá.
—¡Tom!
La ágil figura de un niño se deslizó por la parra a la luz de
las lunas. La Farge abrió los brazos para recibirlo.
Una habitación se iluminó arriba, y en una ventana enrejada dijo
una voz:
—¿Quién anda ahí?
—Date prisa, hijo mío.
Más luces, más voces:
—¡Alto o hago fuego! ¿No te ha pasado nada, Vinny?
El ruido de pasos precipitados.
El hombre y el chico corrieron por el jardín.
Sonó un disparo. La bala dio en la pared en el momento en que
cerraban el portón.
—Tom, vete por ahí. Yo iré por aquí para despistarlos. Corre
al canal. Allí estaré dentro de diez minutos.
Se separaron. La luna se ocultó detrás de una nube. El viejo
corrió en la oscuridad.
—Anna, ¡aquí estoy!
La vieja, temblando, lo ayudó a saltar a la lancha.
—¿Dónde está Tom?
—Llegará en un minuto —jadeó La Farge.
Se volvieron y miraron las calles del pueblo dormido. Aún había
alguna gente: un policía, un sereno, el piloto de un cohete, varios
hombres solitarios que regresaban de alguna cita nocturna, dos
parejas que salían de un bar riéndose. Una música sonaba
débilmente en alguna parte.
—¿Por qué no viene? —preguntó la vieja.
—Ya vendrá, ya vendrá.
Pero La Farge estaba inquieto. ¿Y si el niño hubiera sido
atrapado otra vez, de algún modo, en alguna parte, mientras corría
hacia el embarcadero, por las calles de medianoche, entre las casas
oscuras? Era un trayecto muy largo, aun para un chico; sin embargo ya
tenía que haber llegado.
Y entonces, lejos, en la avenida iluminada por las lunas alguien
corrió.
La Farge gritó y calló en seguida, pues allá lejos resonaron
también unas voces y otros pasos apresurados. Las ventanas se
iluminaron una a una. La figura solitaria cruzó rápidamente la
plaza, acercándose al embarcadero. No era Tom; no era más que una
forma que corría, una forma con un rostro de plata que resplandecía
a la luz de las lámparas, agrupadas en la plaza. Y a medida que se
acercaba, la forma se hizo más y más familiar, y cuando llegó al
embarcadero ya era Tom. Anna le tendió los brazos. La Farge se
apresuró a desanudar las amarras.
Pero ya era demasiado tarde. Un hombre, otro, una mujer, otros dos
hombres y Spaulding aparecieron en la avenida y atravesaron de prisa
la plaza silenciosa. Luego se detuvieron, perplejos. Miraron
asombrados alrededor, como si quisieran volverse atrás. Todo les
parecía ahora una pesadilla, una verdadera locura. Pero se
acercaron, titubeando, deteniéndose y adelantándose.
Era ya demasiado tarde. La noche, la aventura, todo había
terminado. La Farge retorció la amarra entre los dedos. Se sintió
desalentado y solo. La gente alzaba y bajaba los pies a la luz de la
luna, acercándose rápidamente, con los ojos muy abiertos, hasta que
todos, los diez, llegaron al embarcadero. Se detuvieron, lanzaron
unas miradas aturdidas a la lancha, y gritaron.
—¡No se mueva, La Farge!
Spaulding tenía un arma.
Todo era evidente ahora. Tom atraviesa rápidamente las calles
iluminadas por las lunas, solo, cruzándose con la gente. Un policía
descubre la figura veloz. El policía gira sobre sí mismo, ve el
rostro, pronuncia un nombre y echa a correr. ¡Alto! Había
reconocido a un criminal. Y en todo el trayecto, la misma escena:
hombres aquí, mujeres allá, serenos, pilotos de cohete. La fugitiva
figura era todo para ellos, todas las identidades, todas las
personas, todos los nombres. ¿Cuántos nombres diferentes se habían
pronunciado en los últimos cinco minutos? ¿Cuántas caras
diferentes, ninguna verdadera, se habían formado en la cara de Tom?
Y en todo el trayecto el perseguido y los perseguidores, el sueño
y los soñadores, la presa y los perros de presa. En todo el trayecto
la revelación repentina, el destello de unos ojos familiares, el
grito de un viejo, viejo nombre, los recuerdos de otros tiempos, la
muchedumbre cada vez mayor. Todos lanzándose hacia delante mientras,
como una imagen reflejada en diez mil espejos, diez mil ojos, el
sueño fugitivo viene y va, con una cara distinta para todos, los que
le preceden, los que vienen detrás, los que todavía no se han
encontrado con él, los aún invisibles.
Y ahora todos estaban allí, al lado de la lancha, reclamando sus
sueños. «Del mismo modo —pensó La Farge—, nosotros queremos
que sea Tom, y no Lavinia, no William, ni Roger, ni ningún otro.
Pero todo ha terminado. Esto ha ido demasiado lejos».
—¡Salgan todos de la lancha! —les ordenó Spaulding.
Tom saltó al embarcadero. Spaulding lo tomó por la muñeca.
—Tú vienes a casa conmigo. Lo sé todo.
—Espere —dijo el policía—. Es mi prisionero. Se llama
Dexter. Lo buscan por asesinato.
—¡No! —sollozó una mujer—. ¡Es mi marido! ¡Creo que
puedo reconocer a mi marido!
Otras voces se opusieron. El grupo se acercó.
La señora La Farge se puso delante de Tom.
—Es mi hijo. Nadie puede acusarlo. ¡Ya nos íbamos a casa!
Tom, mientras tanto, temblaba y se sacudía con violencia. Parecía
enfermo. El grupo se cerró, exigiendo, alargando las manos,
aferrándose a Tom.
Tom gritó.
Y ante los ojos de todos, comenzó a transformarse. Fue Tom, y
James, y un tal Switchman, y un tal Butterfield; fue el alcalde del
pueblo, y una muchacha, Judith; y un marido, William; y una esposa,
Clarisse. Como cera fundida, tomaba la forma de todos los
pensamientos. La gente gritó y se acercó a él, suplicando. Tom
chilló, estirando las manos, y el rostro se le deshizo muchas veces.
—¡Tom! —gritó La Farge.
—¡Alicia! —llamó alguien.
—¡William!
Le retorcieron las manos y lo arrastraron de un lado a otro, hasta
que al fin, con un último grito de terror, Tom cayó al suelo.
Quedó tendido sobre las piedras, como una cera fundida que se
enfría lentamente, un rostro que era todos los rostros, un ojo azul,
el otro amarillo; el pelo castaño, rojo, rubio, negro, una ceja
espesa, la otra fina, una mano muy grande, la otra pequeña.
Nadie se movió. Se llevaron las manos a la boca. Se agacharon
junto a él.
—Está muerto —dijo al fin una voz.
Empezó a llover.
La lluvia cayó sobre la gente, y todos alzaron los ojos.
Lentamente, y después más de prisa, se volvieron, dieron unos
pasos, y echaron a correr, dispersándose. Un minuto después, la
plaza estaba desierta. Sólo quedaron el señor La Farge y su mujer,
horrorizados, cabizbajos, tomados de la mano.
La lluvia cayó sobre el rostro irreconocible.
Anna no dijo nada, pero empezó a llorar.
—Vamos a casa, Anna. No hay nada que podamos hacer —dijo el
viejo.
Subieron a la lancha y se alejaron por el canal, en la oscuridad.
Entraron en la casa, encendieron la chimenea y se calentaron las
manos. Se acostaron, y juntos, helados y encogidos, escucharon la
lluvia que caía otra vez sobre el techo.
—¡Escucha! —dijo La Farge a medianoche—. ¿Has oído algo?
—Nada, nada.
—Voy a mirar, de todos modos.
Atravesó a tientas el cuarto oscuro, y esperó algún tiempo al
lado de la puerta de la calle.
Al fin abrió y miró afuera.
La lluvia caía desde el cielo negro, sobre el patio desierto,
sobre el canal y entre las montañas azules.
La Farge esperó cinco minutos y después, suavemente, con las
manos húmedas, entró en la casa, cerró la puerta y echó el
cerrojo.
Crónicas marcianas, 1950.