sábado, 22 de noviembre de 2025

Mapa de carreteras. Raquel Vázquez.

Cómo hacer que los sueños
lleguen a su destino,
evitar que se pudran
en un amargo hotel de carretera;
 
cómo hacer que la piel
conozca una caricia
que no sea la gravilla del asfalto,
abrazos diferentes al del sol
lamiendo el parabrisas: un cristal
que ya no transparenta, solo clava,
una luz que no brilla y sólo quema.
 
Cómo hacer. Cuando no hay
mapas que ilustren ni un solo camino;
tampoco una respuesta.
 
Cuando la vida sabe a neumático quemado.

El hilo del invierno, 2016.

martes, 18 de noviembre de 2025

Buenos y malos. Lucia Berlin.

Las monjas pusieron mucho empeño en enseñarme a ser buena. En el instituto fue el turno de la señorita Dawson. Colegio Norteamericano de Santiago de Chile, 1952. Seis de las alumnas seguiríamos nuestros estudios universitarios en Estados Unidos; nos tocó dar clases de historia y educación cívica con la nueva profesora, Ethel Dawson. Era la única profesora estadounidense; las otras eran chilenas o europeas.
Todas fuimos malas con ella. Y yo la peor. Si teníamos un examen y no habíamos estudiado, sabía cómo distraerla una hora entera con preguntas sobre la Venta de La Mesilla, o darle cuerda para que hablara de la segregación o del imperialismo estadounidense si estábamos en verdaderos apuros.
Nos burlábamos de ella, imitábamos su acento nasal y plañidero de Boston. Llevaba un alza en un zapato por las secuelas de la polio, y unas gafas gruesas con montura metálica. Dientes de conejo separados, una voz horrible. Parecía que se empeñara en ponerse aún más fea con aquellos pantalones masculinos de colores que desentonaban, arrugados y con manchas de sopa, o los pañuelos llamativos que se anudaba al pelo cortado a trasquilones. No se trataba de un simple alarde de pobreza... La señora Tournier llevaba la misma falda percudida y la misma blusa negra día sí, día también; pero la falda estaba cortada al bies, y la blusa, verdosa y raída por el uso, era de seda fina. El estilo, la distinción eran entonces de suma importancia para nosotras.
Nos pasaba películas y diapositivas sobre la situación de los mineros y los estibadores chilenos, que por supuesto era culpa de Estados Unidos. La hija del embajador iba a mi clase, así como las hijas de varios almirantes. Mi padre era ingeniero de minas, trabajaba con la CIA. Sé que creía firmemente que Chile nos necesitaba. La señorita Dawson pensaba que se estaba ganando a chicas ingenuas e influenciables, cuando en realidad hablaba para mocosas consentidas. Todas teníamos un papá estadounidense rico, guapo y poderoso. A esa edad las chicas sienten por sus padres lo que sienten por los caballos. Son su pasión. Y la señorita Dawson insinuaba que eran unos villanos.
Como yo llevaba la voz cantante, era la que acaparaba más su atención. Me retenía después de clase, y una vez incluso salió a caminar conmigo por la rosaleda, quejándose del elitismo del colegio. Perdí la paciencia.
—Entonces ¿qué hace aquí? ¿Por qué no va a dar clases a los pobres, si tanto le preocupan? ¿Por qué mezclarse para nada con cursis como nosotras?
Me dijo que solo le habían dado trabajo allí, porque ella enseñaba Historia de Estados Unidos. Todavía no hablaba español, pero dedicaba todo su tiempo libre a trabajar con los pobres y como voluntaria en grupos revolucionarios. De todos modos no creía que darnos clase a nosotras fuera una pérdida de tiempo... Si conseguía que una sola de nosotras pensara de otra manera, ya merecería la pena.
—Quizá tú seas esa persona —dijo. Nos sentamos en un banco de piedra. La hora del recreo casi había terminado. Aroma de rosas y el leve olor a moho de su jersey—. Dime, ¿qué sueles hacer los fines de semana? —me preguntó.
No era difícil parecer rematadamente frívola, pero aun así exageré. Peluquería, manicura, modista. Almuerzo en el Charles. Polo, rugby o críquet, thés dansants, cenas, fiestas hasta el amanecer. Misa de siete en El Bosque el domingo por la mañana, todavía con el traje de noche. Luego desayuno en el club de campo, golf o natación, o quizá pasar el día en Algarrobo, junto al mar, o esquiando en invierno. Cine, por supuesto, pero más que nada bailábamos toda la noche.
—¿Y esa vida te llena? —preguntó.
—Sí, claro.
—Y si te pidiera que me dedicaras tus sábados, durante un mes, ¿lo harías? Verías una parte de Santiago que no conoces.
—¿Por qué yo?
—Básicamente porque creo que eres una buena persona. Creo que le podrías sacar partido —me agarró las dos manos con vehemencia—. Solo te pido que lo pruebes.
Buena persona. Sin embargo, en realidad lo que me atrajo fue la palabra «revolucionarios». Quería conocer revolucionarios, porque ellos eran malos.
Como todo el mundo pareció tomarse muy a pecho que dedicara los sábados a la señorita Dawson, me entraron verdaderas ganas de hacerlo. Le dije a mi madre que iba a ayudar a los pobres. Ella se disgustó, preocupada por las enfermedades, los asientos de los inodoros. Hasta yo sabía que los pobres en Chile no tienen asientos en los inodoros. Mis amigas se escandalizaron de que fuera a ayudar a la señorita Dawson. Decían que era una chiflada, una fanática, y para colmo lesbiana, ¿acaso me había vuelto loca?
El primer día que pasé con ella fue horroroso, pero por puro despecho no abandoné.
Cada sábado por la mañana íbamos al vertedero de la ciudad, en una ranchera con enormes ollas de comida. Frijoles, gachas, galletas, leche. Montábamos una mesa grande en un descampado junto a miles de chabolas construidas a base de latas aplastadas. Un grifo torcido a tres bloques más o menos suministraba agua a todo el arrabal. Había fogatas encendidas bajo los precarios cobertizos, donde quemaban retales de madera, cartón, zapatos para cocinar.
Al principio parecía desierto, kilómetros y kilómetros de dunas. Dunas de basura apestosa, humeante. Al cabo de un rato, a través del polvo y el humo, empezabas a ver gente trepando por las dunas. Pero era gente del color del estiércol, vestida con harapos idénticos a los desechos por los que se arrastraban. Nadie caminaba erguido, gateaban deprisa como ratas mojadas, metiendo despojos en bolsas de arpillera que parecían las jorobas de algún animal, dando vueltas, abalanzándose, chocando unos con otros, olisqueándose, escabulléndose, desapareciendo como iguanas tras las dunas. Una vez sirvieron la comida, sin embargo, aparecieron hordas de mujeres y niños tiznados y mojados, apestando a descomposición y alimentos putrefactos. Se los veía contentos por el desayuno, comían en cuclillas sacando sus codos huesudos como mantis religiosas sobre los montículos de basura. Después de comer, los niños se apiñaron a mi alrededor, todavía gateando o tirados en el suelo de tierra, y empezaron a acariciar mis zapatos, a pasarme la mano por las medias.
—Mira, les gustas —dijo la señorita Dawson—. ¿Eso no te hace sentir bien?
Eso me servía para saber que les gustaban mis zapatos y mis medias, mi chaqueta roja de Chanel.
Cuando nos fuimos la señorita Dawson y sus amigas estaban exultantes, charlando animadamente. Yo me sentía asqueada y abatida.
—¿De qué sirve darles de comer una vez por semana? Eso no hace mella en su vida. Necesitan más que galletas una vez a la semana, por el amor de Dios.
Cierto. Pero hasta que llegara la revolución y todo se compartiera, cualquier ayuda era buena.
—Necesitan sentir que alguien sabe que existen. Nosotros les decimos que pronto las cosas cambiarán. Esperanza. Se trata de dar esperanza —dijo la señorita Dawson.
Almorzamos en un bloque de viviendas al sur de la ciudad, en un sexto piso. Una sola ventana que daba al patio de luces. Una placa de cocina, sin agua corriente. Si querían usar agua, la tenían que cargar por aquellas escaleras. La mesa estaba puesta: cuatro platos hondos, cuatro cucharas y un montón de pan en el centro. Había mucha gente, charlando en pequeños corros. Si bien yo hablaba español, ellos empleaban un caló muy marcado, sin apenas consonantes, y me costaba entenderlos. Nos ignoraban, mirándonos con tolerancia burlona o con completo desdén. No oí ninguna conversación revolucionaria, solo los escuché hablar de trabajo, de dinero, chistes soeces. Todos hicimos turnos para comer las lentejas, beber chicha, un vino crudo, usando el plato y el vaso de quien ya hubiera terminado.
—Menos mal que no pareces demasiado escrupulosa con la limpieza —me dijo la señorita Dawson, radiante.
—Me crié en pueblos mineros. Había mucho polvo.
Sin embargo, las cabañas de los mineros finlandeses y vascos eran bonitas, con flores y velas, vírgenes de rostro dulce, mientras que ese lugar era feo, mugriento, con eslóganes mal escritos en las paredes, panfletos comunistas pegados con chicle. Había una fotografía del periódico tachada con sangre donde aparecía mi padre con el ministro de Minas.
—¡Eh! —exclamé.
La señorita Dawson me dio la mano, me acarició.
—Shhh. Aquí estamos a título personal. Por lo que más quieras, no digas quién eres —me dijo en inglés—. Vamos, Adele, no te sientas incómoda. Para crecer necesitas hacer frente a todas las realidades de las distintas facetas de tu padre.
—Pero no manchadas de sangre.
—Precisamente así. Es una posibilidad fundada y deberías tomar conciencia —dijo, estrechándome entonces las dos manos.
Después del almuerzo me llevó a El Niño Perdido, un orfanato en un viejo edificio de piedra cubierto de hiedra al pie de los Andes. Estaba a cargo de monjas francesas, adorables ancianas con tocas flor de lis y hábitos gris azulado. Flotaban al cruzar las habitaciones en penumbra, sobre los suelos de piedra, se deslizaban por los pasillos junto al atrio florido, abrían los postigos de madera al asomarse a llamar a alguien con sus voces de pajarito. Apartaban con delicadeza a los niños deficientes que les mordían las piernas, que se agarraban de sus piececitos. Lavaban la cara a diez chiquillos en hilera, todos ciegos. Daban de comer a diez gigantes mongólicos, alzándose de puntillas con cada cucharada de gachas de avena.
Todos eran huérfanos con algún tipo de problema. Unos eran dementes, otros no tenían piernas o eran sordomudos, algunos sufrían quemaduras en todo el cuerpo. Sin nariz o sin orejas. Bebés sifilíticos y mongólicos adolescentes. Las desgracias se sucedían de habitación en habitación, hasta el precioso atrio descuidado.
—Aquí hay mucho por hacer —dijo la señorita Dawson—. A mí me gusta dar de comer y cambiar a los bebés. Quizá quieras leerles a los niños ciegos... Todos parecen particularmente inteligentes y aburridos.
Había pocos libros. La Fontaine en español. Se sentaron en corro, escrutándome con la mirada realmente perdida. Nerviosa, se me ocurrió hacer un juego, una especie de juego de la silla pero con palmadas y marcando el ritmo con los pies. Les gustó, y se acercaron también algunos otros niños.
Odiaba el vertedero los sábados, pero me gustaba ir al orfanato. Incluso me caía bien la señorita Dawson cuando estábamos allí. Se dedicaba a bañar y acunar y a cantarles a los bebés, mientras yo ideaba juegos para los niños más mayores. Algunas cosas funcionaban y otras no. Las carreras de relevos no, porque nadie quería soltar el palo. Saltar a la comba era genial, porque había dos niños con síndrome de Down que se podían pasar horas dando vueltas a la cuerda sin parar, mientras los demás, sobre todo las niñas ciegas, aguardaban su turno. Incluso las monjas saltaban, y con cada salto parecían globos azules suspendidos en el aire. La vieja factoría. Botón, botón. El escondite no funcionaba, porque nadie iba a casa. Los huérfanos se ponían contentos al verme, y a mí me encantaba ir, no porque fuera buena, sino porque me gustaba jugar.
Los sábados por la noche íbamos a ver obras de teatro revolucionario o a lecturas de poesía. Oímos a los poetas latinoamericanos más grandes de nuestro siglo. Eran poetas que más adelante me fascinarían, estudiaría su obra y hablaría sobre ellos en mis clases. Entonces ni siquiera los escuchaba, ofuscada en una agonía de timidez y confusión. Éramos las únicas norteamericanas allí, lo único que se oían eran ataques contra Estados Unidos. Mucha gente hacía preguntas sobre políticas estadounidenses que yo no podía contestar, los remitía a la señorita Dawson y traducía sus respuestas, avergonzada y consternada por las explicaciones que me tocaba darles, por la segregación, por el plan Anaconda. Ella no se daba cuenta de cuánto nos despreciaban, de cómo se mofaban de los banales clichés comunistas sobre la realidad que ellos vivían. Se reían de mí, con mi corte de pelo y mi manicura de Josef, mi ropa cara a la última moda. En uno de los grupos teatrales me pusieron en el escenario y el director me chilló: «¡Vamos, gringa, explícame por qué estás en mi país!». Me quedé petrificada y fui a sentarme, entre abucheos y risas. Al final le dije a la señorita Dawson que no podía seguir yendo los sábados por la noche.
Cena y baile en casa de Marcelo Errázuriz. Vermú, copitas de consomé en la terraza, fragantes jardines de fondo. Una cena de seis platos que empezaba a las once. Todos se burlaban de mis días con la señorita Dawson, me rogaban que les explicara adónde iba. A mí no me apetecía hablar de eso, ni con mis amigos ni con mis padres. Recuerdo que alguien bromeó sobre mis «rotos», como llamaban entonces a los pobres. Me sentí cohibida, consciente de que en el salón había casi tantos sirvientes como invitados.
Acompañé a la señorita Dawson a una protesta obrera frente a la embajada de Estados Unidos. Apenas había llegado a la primera esquina cuando un amigo de mi padre, Frank Wise, me sacó de la multitud y me llevó al hotel Crillón.
Estaba furioso.
—¿Se puede saber qué crees que haces?
Enseguida entendió algo que la señorita Dawson no veía: que yo no sabía nada de política, que no tenía ni la menor idea de qué iba todo aquello. Me dijo que para mi padre sería terrible que la prensa se enterara de que estaba involucrada en cosas como aquellas. Eso sí lo comprendí.
Otro sábado por la tarde accedí a ir al centro y hacer una colecta para el orfanato. Me aposté en una esquina, y la señorita Dawson en otra. En apenas unos minutos me habían insultado y maldecido decenas de personas. Sin comprender, yo seguía enarbolando el cartel de DONEN PARA EL NIÑO PERDIDO, agitando la taza de hojalata. Tito y Pepe, dos amigos, pasaron de camino a la cafetería del Waldorf. Me sacaron de allí enseguida, me obligaron a ir con ellos a tomar un café.
—Eso aquí no se hace. Los pobres mendigan. Estás insultando a los pobres. Que una mujer pida, sea para lo que sea, resulta escandaloso. Vas a arruinar tu reputación. Tampoco van a creer que no te quedas con el dinero. Una chica no puede estar en la calle sin vigilancia, así de simple. Puedes ir a bailes o comidas benéficas, pero el contacto físico con las clases bajas es sencillamente vulgar, y condescendiente con ellos. Y desde luego no debes dejarte ver en público para nada con una mujer de esa orientación sexual. Eres demasiado joven, querida mía, no te das cuenta...
Los escuché mientras tomábamos un café jamaicano. Les dije que entendía lo que trataban de decirme, pero que no podía dejar a la señorita Dawson sola en la esquina. Dijeron que hablarían con ella. Los tres bajamos por Ahumada hasta donde seguía apostada, orgullosa, mientras los transeúntes murmuraban entre dientes «Gringa loca» o «Puta coja» al pasar a su lado.
—No es apropiado, en Santiago, que una muchacha haga esto, y vamos a llevarla a casa —le dijo Tito, sin más explicaciones.
Ella lo miró con desdén y aquella semana, en el pasillo del colegio, me dijo que era un error dejar que los hombres dictaran mis actos. Le dije que me daba la impresión de que todo el mundo dictaba mis actos, que había ido con ella los sábados un mes más de lo que al principio le había prometido. Que no iría más.
—Sería un error que volvieras a una vida completamente egoísta. Luchar por un mundo mejor es la única causa que merece la pena. ¿Acaso no has aprendido nada?
—He aprendido mucho. Veo que muchas cosas han de cambiar. Pero es su lucha, no la mía.
—No puedo creer que seas capaz de hablar así. ¿No ves que ese es el problema del mundo, esa actitud?
Se fue cojeando a llorar al lavabo, llegó tarde a clase y nos dispensó por el resto del día. Las seis alumnas salimos y nos estiramos en el césped del jardín, lejos de las ventanas para que nadie se diera cuenta de que no estábamos en clase. Las chicas me provocaban, decían que le había roto el corazón a la señorita Dawson. Saltaba a la vista que estaba enamorada de mí. ¿Había intentado besarme? Eso me confundió y me irritó mucho. A pesar de todo me empezaba a caer bien, no podía evitar admirar su compromiso ingenuo y terco, su esperanza. Era como una chiquilla, como uno de los niños ciegos que ahogaban un grito de alegría jugando con el aspersor del convento. La señorita Dawson nunca coqueteó conmigo ni intentó tocarme a todas horas como hacían los chicos, pero quería que hiciera cosas que no quería hacer y que me hacían sentir mala persona por no querer hacerlas, por no preocuparme más de las injusticias del mundo. Las chicas se enfadaron conmigo cuando me negué a hablar de ella, y me acusaron de ser la amante de la señorita Dawson. Sin nadie con quien poder hablar de todo aquello, nadie a quien preguntarle qué era lo correcto, llegué a creer que había hecho algo malo.
Hacía viento el último día que fui al vertedero. Ráfagas resplandecientes salpicaban las gachas de arena. Cuando aparecieron las siluetas en las dunas, entre torbellinos de polvo, parecían fantasmas plateados, derviches. Ninguno llevaba zapatos, trepaban silenciosamente los montículos encharcados con sus pies descalzos. No hablaban, ni se gritaban unos a otros, como suele hacer la gente que trabaja en grupo, y nunca nos dirigían la palabra. Más allá de las colinas de estiércol humeante estaba la ciudad, y al fondo las cumbres blancas de los Andes. La gente comió. La señorita Dawson no dijo una sola palabra, mientras recogía las ollas y los utensilios entre los susurros del viento.
Habíamos acordado ir esa tarde a una reunión de obreros en las afueras de la ciudad. Comimos churrasco en un puesto callejero, pasamos por su casa para que se cambiara.
Era un apartamento sombrío y mal ventilado. Me puse mala al ver que el fogoncillo para cocinar estaba encima de la cisterna del váter, mareada con el olor a lana vieja, sudor y pelo. Se cambió delante de mí; su cuerpo contrahecho desnudo, su piel blanca y azulada me dieron repelús y miedo. Se puso un vestido de tirantes sin sujetador.
—Señorita Dawson, eso estaría bien para ponérselo en casa por la noche, o para la playa, pero no puede salir tan ligera de ropa en Chile.
—Te compadezco. Vivirás siempre paralizada por las normas, por lo que la gente te diga que deberías pensar o hacer. Yo no me visto para complacer a nadie. Hoy es un día de mucho calor, y me siento cómoda con este vestido.
—Bueno..., pues a mí no me hace sentir cómoda. La gente nos dirá groserías. Aquí las cosas no son como en Estados Unidos...
—Lo mejor que te podría ocurrir sería que pasaras incomodidades de vez en cuando.
Tomamos varios autobuses abarrotados para llegar al fundo donde se hacía la reunión, esperando bajo un sol de justicia y viajando de pie. Al bajar caminamos por un hermoso sendero con eucaliptos a los lados, y paramos a refrescarnos en el arroyo junto al camino.
Llegamos tarde a los discursos. Sobre la tarima vacía, una pancarta que decía DEVUELVAN LA TIERRA AL PUEBLO colgaba torcida detrás del micrófono. Había un pequeño grupo de hombres trajeados, sin duda los organizadores, pero la mayoría eran jornaleros del campo. Una pareja bailaba la cueca con desgana al son de una guitarra, ondeando lánguidamente sus pañuelos mientras daban vueltas uno alrededor de otro, en medio de un corro. La gente se servía vino de unas cubas enormes o hacía cola por un plato de ternera al espiedo con frijoles. La señorita Dawson me dijo que buscara sitio para las dos en una de las mesas, que ella iría a por la comida.
Conseguí apretujarme en un hueco al final de una mesa atestada de familias. Nadie hablaba de política, parecían gente del campo que simplemente había ido a comer asado de balde. Todo el mundo estaba muy, muy borracho. Alcanzaba a ver a la señorita Dawson charlando en la cola. Ella también tomaba vino, gesticulaba y hablaba muy alto para hacerse entender.
—¿No es estupendo? —me preguntó cuando llegó con dos grandes platos de comida—. Vamos a presentarnos. Intenta hablar más con la gente, así es como se aprende, y se ayuda.
Los dos jornaleros que había a nuestro lado decidieron entre risotadas que éramos de otro planeta. Como me temía, miraban con ojos desorbitados los hombros desnudos y la marca de los pezones de la señorita Dawson, sin saber muy bien qué pensar. Me di cuenta de que además de no hablar español, era prácticamente ciega. Bizqueaba a través de los gruesos cristales de sus gafas, sonriendo, pero no veía que aquellos hombres se estaban riendo de nosotras, que no les gustábamos, quienquiera que fuéramos. ¿Qué hacíamos allí? Intentó explicarles que estaba en el Partido Comunista, pero en lugar de por el partido, ella brindaba a cada momento por la fiesta, así que los otros brindaban a su vez: «¡Por la fiesta!».
—Tenemos que irnos —le dije, pero se limitó a mirarme boquiabierta y achispada.
El hombre sentado a mi lado me lanzaba insinuaciones sin mucho entusiasmo, pero me preocupaba más el grandullón borracho que había al lado de la señorita Dawson. Ella se reía sin parar hasta que el hombre empezó a manosearla y besarla, y entonces se puso a chillar.
La señorita Dawson acabó en el suelo, llorando desconsoladamente. La gente se había acercado al oír los gritos, pero enseguida se marchó, murmurando «Bah, solo una gringa borracha». Los hombres que antes estaban sentados a nuestro lado ahora nos ignoraron por completo. Ella se levantó y echó a correr hacia la carretera, y yo la seguí. Cuando llegó al arroyo intentó lavarse, restregarse la boca y el pecho. Quedó empapada y llena de churretes de barro. Se sentó en la orilla, llorando y moqueando. Le di mi pañuelo.
—¡Señorita Perfecta! ¡Un pañuelo de hilo, planchado y todo!
—Sí —le dije, harta de ella y ya solo preocupada por cómo volver a casa.
Llorando aún, avanzó a trompicones hacia la carretera, donde empezó a hacer señas a los coches. La empujé de nuevo hacia los árboles.
 
—Mire, señorita Dawson, no puede hacer eso aquí. No lo entienden... Podría traernos problemas, dos mujeres haciendo señas a los coches para que paren. ¡Escúcheme!
Pero un granjero con una vieja camioneta se había parado, aguardaba con el motor en marcha en la carretera polvorienta. Le ofrecí dinero para que nos llevara hasta la ciudad. Me dijo que iba al centro, podía llevarnos hasta la casa de la señorita Dawson por veinte pesos. Nos montamos en la parte posterior de la camioneta descubierta.
Quizá para protegerse del viento, se abrazó a mí. Sentí su vestido mojado, el vello pegajoso de sus axilas mientras se aferraba a mi cuello.
—¡No puedes volver a tu frívola vida! ¡No te vayas! ¡No me dejes! —iba repitiendo hasta que al fin llegamos al edificio donde vivía.
—Adiós. Gracias por todo —le dije, o alguna tontería parecida.
La dejé en la acera, mirándome llorosa hasta que mi taxi dobló la esquina.
Las sirvientas estaban apoyadas en la verja de mi casa, hablando con el carabinero del barrio, así que pensé que no habría nadie, pero encontré a mi padre cambiándose para ir a jugar al golf.
—Has vuelto pronto. ¿Dónde has estado? —me preguntó.
—He ido de pícnic, con mi profesora de Historia.
—Ah, sí. ¿Y cómo te llevas con ella?
—Bien. Es comunista.
Se me escapó, ni siquiera lo pensé. Había sido un día horrible. Estaba harta de la señorita Dawson. Pero no hizo falta más. Tres palabras a mi padre. La despidieron ese mismo fin de semana y nunca volvimos a verla.
Nadie más supo lo que había pasado. Las otras chicas se alegraron de que se marchara. Desde entonces nos quedaron horas libres entre clase y clase, aunque habríamos de ponernos al día en Historia de Estados Unidos cuando llegáramos a la universidad. No había nadie con quien hablar. A quien decirle que lo sentía.


 Manual para mujeres de la limpieza, 2015.

lunes, 17 de noviembre de 2025

La despedida. Manu Espada.

—¿Dónde has dejado los zapatos?—gritó la chica a su hermano pequeño, un crío de ocho años que encogía los pies ateridos por el frío en un rincón del vagón.—¡Nunca cuidas de tus cosas, eres un desastre!—le abroncó mientras el tren llegaba al campo.
Entonces los separaron y jamás se volvieron a ver. El niño no sobrevivió. La chica, hoy una anciana, se hizo una promesa: «Nunca volveré a decir nada que quede como la última cosa que dije.»


domingo, 16 de noviembre de 2025

Vencidos. León Felipe.

Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar.
Y ahora ociosa y abollada va en el rucio la armadura,
y va ocioso el caballero, sin peto y sin espaldar,
va cargado de amargura,
que allá encontró sepultura
su amoroso batallar.
Va cargado de amargura.
que allá «quedó su ventura»
en la playa de Barcino, frente al mar.
Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar.
Va cargado de amargura,
va, vencido, el caballero de retorno a su lugar.
¡Cuántas veces, Don Quijote, por esa misma llanura,
en horas de desaliento así te miro pasar!
¡Y cuántas veces te grito: Hazme un sitio en tu montura
y llévame a tu lugar;
hazme un sitio en tu montura,
caballero derrotado,
hazme un sitio en tu montura,
que yo también voy cargado
de amargura
y no puedo batallar!
Ponme a la grupa contigo,
caballero del honor,
ponme a la grupa contigo
y llévame a ser contigo
pastor.
Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar…

sábado, 15 de noviembre de 2025

Capítulo para Laucha. Abelardo Castillo.

La noté rara, o diría: ansiosa. Como quien teme algo, algún acontecimiento desagradable que, de todos modos, va a sobrevenir. Le pregunté qué le pasaba. Con agresividad dijo que no le pasaba nada. Altanera, pensé; como siempre. Doña Isabel mientras tanto hablaba con alegría, mirándome como a un resucitado y diciendo «la nena» cada vez que nombraba a Laura, recordándome cosas de cuando éramos chicos, cosas que yo no recordaba, y otras que sí, pero que me hubiera gustado no recordar. Laura miró una vez más el reloj, aquel enfático reloj de pared, su rococó apócrifo, labrado en cedro; reloj que tenía una historia que he olvidado, donde había una abuela italiana, la guerra, un casamiento. Cuando tu madre se fue y te enfermaste, estaba diciendo ahora doña Isabel, las noches que pasé en vela, cuidándote. Se acuerdan de cuando jugaban a los novios, preguntó de golpe, y yo pensé quién me habrá mandado venir. Laura dijo:
—Pero mamá.
—Qué tiene, che —dijo doña Isabel. Y el che me golpeó brutalmente en el oído, y a Laura también; es decir, a ella le golpeó a través de mí, de mi gesto quizá—. Al fin de cuentas eran chicos.
—¿Te acordás de la máquina de cine? —pregunté yo.
Laura sonrió apenas y dijo que sí. Una caja de zapatos, dos carreteles de hilo Corona. Un mecanismo delicado. Había una manivela. Pegábamos en largas tiras las historietas. El pato Donald. Las pasábamos en el cuartito, con las caras juntas. Dijo rápidamente:
—Todavía tengo una.
—Una qué.
—Una historieta.
—No.
—Sí.
Se reía, por fin. Las caras juntas, pensé, cuando éramos chicos; y una siesta, las manos también juntas en la penumbra del cuartito. Si quiero te beso, había dicho ella, Laura, que aquella vez dejó de reír súbitamente, como ahora, porque aquella vez yo había dicho que las mujeres y los varones son distintos y porque ahora me acordé de lo que ella respondió entonces y dije:
—Mostrame.
Laura se echó hacia atrás, miró instintivamente a doña Isabel y no atinó más que a decir «qué». La historieta, dije yo. Doña Isabel me dio un mate.
—¿Tomás?
—Claro. Cómo no voy a tomar.
—Y, como ahora sos escritor. Miralo, quién iba a decir. Pero siempre te gustó la redacción. ¿Te acordás, nena, cómo le gustaba la redacción al Cacho?
—Te voy a buscar la historieta —dijo Laura.
Estaba saliendo de la cocina cuando se quedó rígida; las dos voces, la mía y la de doña Isabel, se cruzaron en el aire. Yo había dicho: Te acordás del Fosforito, de Oscar. Y doña Isabel: Ya que vas, trae las fotos.
—Qué fotos —dijo Laura, de espaldas.
—¿Cómo qué fotos? Las fotos. Cada día estás más boba, vos.
Laura salió.
—Fosforito —repetí—. Tan pelirrojo; era bueno. Qué se hizo.
Doña Isabel se reía. Una risa misteriosa y antigua. Como cuando éramos chicos y nos tenía preparada una sorpresa. Como cuando me regaló los guantes de boxeo una tarde de cumpleaños, tarde en que nos pusimos de acuerdo con Laura para hacerlo venir a casa al pelirrojo porque el día anterior él le había dicho: «Che, Laucha, cómo estás creciendo», y le quiso tocar el pecho. «Cómo, tocar», le había preguntado yo, y Laura, tomándome una mano y apoyándola en su blusa dijo que así no, que él no había alcanzado a hacer esto, y la mano quedó ahí mientras hablábamos. Y durante muchas tardes yo seguí preguntando: «Pero, cómo». Laura entonces volvía a repetir el gesto y yo abandonaba la mano blandamente, mano que después ya no necesitaba excusas porque era una especie de juego o de ceremonial a la hora de la siesta, en el cuartito del fondo, donde estaban el baúl del Capitán Kidd y la vieja cama del abuelo sobre la que Laura se recostaba para contarme cualquier cosa del colegio o de la calle, mientras yo, sentado muy en el borde, fingía arreglar con una sola mano la descompuesta máquina de cine. Un mecanismo delicado.
—Se acuerda de la paliza que le pegué —dije. Doña Isabel, enigmática, se reía, evocando quizá a dos chicos que en una mano tenían un guante de box, y en la otra envuelto un trapo: A no pegarse fuerte, decía el estúpido—. Te acordás, Laura, de cuando lo hicimos boxear al Fosforito —dije ahora hablando alto hacia el patio.
Laura no respondió.
—¿Por qué se pelearon? —preguntó doña Isabel—. Mira que eras camorrero, vos.
—Hace tanto —me reí. Laura entró en la cocina.
—No la encontré —dijo—. Debe estar en el baúl. Del baúl te acordás.
Lo dijo de un modo que, al principio, no entendí. O quizá sí entendí.
—Mi baúl del escarabajo de oro. El cofre del capitán Kidd. Dónde está ahora.
—Allá —dijo Laura—. Donde siempre.
Hubo un silencio muy tenso, cargado de veranos a la hora larga de la siesta. Nos miramos. Iba a decir que me gustaría verlo; pero ella, y entonces recordé que siempre se me adelantaba, dijo con voz indiferente:
—Querés verlo.
—Bueno. Me levanté.
—Mostrale las fotos —dijo doña Isabel. El patio; la parra.
—Qué fotos —oí mi propia voz, hablando por decir algo.
—Sí, qué sé yo —dijo ella.
Caminábamos muy juntos. La pileta, la escalinata.
—La escalinata —dije—. Acá nos casamos, te acordás.
Su risa, demasiado fuerte. Casi desagradable. Hice un esfuerzo brutal por no escucharla; una risa chocante, tan artificial que estuve a punto de volverme a la cocina. Repetí que ahí, a los ocho años, nos habíamos casado.
—Abelardo —dijo ella.
Me sorprendí. Siempre que oigo mi nombre me sorprendo; siempre que lo pronuncian los que pertenecen a mi pasado, a la época en que yo era el Cacho, no éste. Suena tan falso, por lo demás.
—¿Qué? —pregunté.
—Nada. Abelardo; suena raro. Cacho —dijo de pronto, riendo como una chiquilina—. Cacho cacho.
—Laucha —murmuré.
—Tengo la piedra —dijo.
—Súbase al techo —respondí.
—Diga cuarenta.
—Piense en un perro.
—Deme una estrella.
—Cómase un dedo.
—Tráigame peras —dijo.
—Te quiero mucho.
Hablé secamente. Me miró; dijo con seriedad:
—Perdiste —e intentó reír.
—Te quiero mucho.
Entramos en el cuarto y encendió la luz.
—Ahí está. El baúl; míralo.
Yo no miraba el baúl. Deliberadamente le miraba los labios.
—Por favor —dijo.
—El baúl, sí. Está igual. Qué te pasa. —Me senté en el viejo catre y la miraba. —Qué te pasa.
Estábamos a cuatro o cinco pasos de distancia; cuando estuvimos a uno, me levanté. Nos quedamos así, a un paso. Creo que dijo algo, como si dijera que no; pero yo no me había movido y ahora estábamos tocándonos, frente a frente, con los brazos caídos a los costados del cuerpo. Pensé que esta vez el nuevo gesto iba a ser mío. Tanto como para que no se sienta culpable, pensé.
Desde la cocina llegó, destemplada por el esfuerzo, la voz de doña Isabel.
—Laura —llamó—. Vengan a ver quién vino.
Laura, inexpresivamente, o acaso con desafiante sequedad, pero como si no se dirigiese a mí, dijo, mirándome, a unos centímetros de mi cara:
—Mi prometido.
Yo sentía ahora, en mis dedos, su anillo. Supe también, antes de que la otra voz llegara desde la cocina, que se trataba de él. Casi me río.
—Cachuzo —me gritaba Fosforito—. Capitanazo. Hice a un lado la cara. Sin levantar la voz, dije:
—Voy.
En la mitad del patio nos encontramos. El me dio la mano, mientras besaba a Laura; después, me abrazó. Empujándome un poco por los hombros echaba el cuerpo hacia atrás, para verme mejor. Se calmó, por fin. Dijo que venía molido.
—El laburo, sabes. Trabajo en el taller de Bruno. Te acordás del Bruno, el que se le fue la vieja —se interrumpió—. Uy, perdoname.
Laura había alcanzado a decir:
—Oscar.
Él, creyendo que lo importante era mi madre, repitió:
—Disculpa, viejo. Y, qué tal estás. Mama mía qué pinta de bancario tenés. De qué trabajas.
—De todo un poco —dije.
—Qué vago, Dios mío —sacudía la cabeza; nos había pasado el brazo por los hombros—. Éste sí que siempre fue un vago. Te acordás, flaco. Nunca quería ir a robar caramelos a lo del gallego —esto último se lo había dicho a Laura; ahora me miraba—. El gallego murió, sabes. Un cáncer al pescuezo. Nunca quería ir a robar y después se quedaba con los mejores caramelos. Al que lo vi el otro día fue al ruso, a Burman. Por ahí tengo la tarjeta; es médico. Y se acordaba de los carritos de rulemanes y todo. Te acordás de las carreras en la bajada, y en el zanjón, contra los Indios de Floresta, cuando un indio te empujó a la pasada que casi te matas en la barranca y después le encajaste esa pina, mi madre, y que después les quemamos todos los carritos. Se hacía respetar éste. Y con la cara que tenía, que siempre parecía venido del colegio de curas. —Entramos en la cocina; doña Isabel le alcanzó un mate. Había preparado tres vasos con Cinzano. Nos miraba a los tres con un gesto de casi incredulidad; como si pensara que la vida, a pesar de todo, puede ser hermosa. —Y la paliza que me diste, te acordás. Se acuerda, mami, qué paliza.
Me sentí agredido. Como si debajo de aquella sonrisa candorosa, de aquella pureza brutal, se ocultara veladamente una amenaza. Fue una impresión brevísima; o quizá no fue más que un deseo; la necesidad de odiar aquel candor que casi me impidió mirar los ojos de Laura cuando ella me alcanzó el vaso con Cinzano, y que obligó a mis dedos, como si los estuviera tocando un cable eléctrico, a realizar un esfuerzo para quedarse ahí, rodeando el vaso: sintiendo el contacto de la mano de Laura. De todas maneras, acepté despreciarme; pero más tarde, cuando me fuera de aquella casa cruzando la placita Martín Fierro, o algún día, cuando decidiera escribir que sí, que dejé mis dedos un segundo más de lo necesario, porque mientras él hablaba, riéndose, diciendo que todo al fin de cuentas había sido por un chiste, yo dejé mis dedos un segundo más de lo necesario y volví a recordar mi pregunta «cómo, tocar» y levanté los ojos y miré los de Laura.
—Qué diferencia con ahora, eh vieja. —Él se había dado vuelta y se lavaba la cara y las manos en la pileta de la cocina. —Tanto lío por eso. Si es ahora, a cañonazos teníamos que agarrarnos. —Se rió; con gesto infantil, miró a doña Isabel de reojo: ella estaba abstraída, tratando de pinchar una aceituna, y él volvió a reírse. Cerró la canilla. —¿Y lo despreciativa que era ésta? No hablaba con casi nadie. —Juntando los dedos, los abrió de golpe, salpicándola divertido. —Lo que es si no te engancho yo, vieja, quién se casaba con vos, decime. Pero oíme, qué te pasa. Qué te enojas, che: no sabes aceptar ni una broma. Dame la toalla.
Laura salió; al volver traía la toalla y una gran caja rectangular. Con fotos. Y un álbum.
Dije que tenía que irme. Pero Laura, implacable, abrió la carpeta y desparramó las fotos sobre la mesa; dijo que no podía irme sin esperarlo a don Carlos, al padre, que ya debía de estar por llegar del almacén, porque antes de cenar juega como siempre su partida de tute, y toma su Cinzano al volver, y no se cuida para nada de la presión. Me fui sin verlo, de todos modos. Pero recuerdo su cara colorada, sonriendo, asomada detrás del hombro de la tía Angélica, en la foto que me alcanzó Laura. Y después, enorme, bailando con una doña Isabel con flores en la cabeza. Laura, su mano bajo la de Oscar, cortando la torta. Todos de pie, rígidos, enfrentando al fotógrafo. Laura sola. Oscar con doña Isabel, bailando muy separados. La mesa larga, dispuesta de modo que las botellas de cerveza quedaran ocultas por las de sidra. Los chicos de los vecinos, haciendo morisquetas; una mano, lejos, por encima de la cabeza de alguien, perpetuándose. Y Laura, cerrando de pronto el álbum, y su enorme y temible mirada parda. Me fui.
Pasé por la escuela de varones y por la tienda de las mellizas; estuve sentado en la placita Martín Fierro. Laucha, pensé. Y pensé que hay cosas que nunca debieran escribirse.

Cuentos crueles, 1966.