Hoy, que esperaba verte aparecer con la armadura de hojalata y espadín oxidado, en que ansiaba ver la enjuta figura y las barbas desaliñadas. Justo hoy, en que comprendí que la mayor de las quijotadas es el amor, ya no viniste.
Dulcinea.
Hoy, que esperaba verte aparecer con la armadura de hojalata y espadín oxidado, en que ansiaba ver la enjuta figura y las barbas desaliñadas. Justo hoy, en que comprendí que la mayor de las quijotadas es el amor, ya no viniste.
Dulcinea.
La noche es fría. Los edificios son altos. El cielo, salvo donde hay estrellas, es negro. Negro como las piezas negras del juego de damas o los rescoldos de la madera después del fuego.
También debería mencionar que hay un arma de gran calibre apuntándome a la cara.
Y como hay un arma de gran calibre apuntándome a la cara las cosas se aceleran como en los documentales sobre la naturaleza, cuando la semilla se abre, brota, saca un tallo y crecen hojas en menos de diez segundos.
Las cosas se están acelerando de esa manera. Las estrellas giran centrifugadas más allá de los edificios. La luna sube, baja, vuelve a subir. Y entonces las cosas se lentifican muchísimo.
—Si no quieres que te vean muerto con esa remera —dice—, será mejor que te la saques.
El tipo del arma no bromea. Yo no sé nada de armas de fuego, pero esta es grande. Parece de esas que tienen un montón de balas, las que dejan tu cadáver irreconocible cuando llegan los policías, lo cual está muy bien porque a mí no me va a extrañar nadie, no queda nadie en este planeta que gira como un trompo que vaya a desmayarse cuando el forense levante la sábana y descubra mi cara cosida a balazos.
El arma me apunta porque el tipo me pidió la billetera y yo le dije que no.
—No —dije yo.
Y él dijo:
—¿Cómo te gustaría morir?
Yo dije:
—Bueno, no me gustaría morir con esta remera puesta.
Lo cual no es exactamente cierto. Si yo no hubiera querido que me mataran con esta remera puesta, no me la habría puesto. Pero parecía adecuada para la ocasión. Es negra y tiene bordado el emblema de la calavera cruzada por huesos en el bolsillo, el mismo que aparece impreso en las botellas, de esas que tienen tapas a prueba de niños y viejos.
Tal vez la calavera y los huesos no hayan sido una elección inspirada, pero qué mierda. Elige con qué remera quieres morir.
Al tipo del arma no le gustó el tono de mi voz.
—No me gusta tu tono —dijo. No captó mi pedantería, no se dio cuenta de que era a propósito, así que volví a decirlo, eso de que no quería morir con esta remera puesta, y entonces me dijo que me la sacara. Cosa que seguro te atraviesa como una bala.
Me saqué la remera por la cabeza. Me arrodillé y la doblé sobre la vereda, un rectángulo perfecto como-de-tienda-de-ropa. Si uno trabaja cinco años en Gap realmente aprende a doblar prendas.
—Se ve que nunca te asaltaron —dice el tipo del arma.
Podría decirle la verdad, que es la tercera vez esta semana, que durante meses miré los noticieros locales para descubrir la intersección de Atlanta donde fuera más probable que me atacaran. Que elegí esta calle en este barrio para andar todas las noches. Que me pegaron, me insultaron y me robaron. Perdí dos billeteras, un reloj, mi teléfono, pero ninguno tiró del gatillo porque resulta ser que lo que quieren en realidad no es sangre: es dinero.
Decidí que la desobediencia era mi mejor opción.
Anoche canté, bailé un poco. My milk shake brings all the boys to the yard! La canté a grito pelado, meneando las caderas, pero lo único que conseguí fue espantar al ladrón. Ni siquiera esperó que le diera el dinero.
Pero este tipo. Este tipo da la sensación de que no le importaría vaciarte un cargador en la frente si encontraras las palabras correctas para provocarlo.
—La billetera —dice—. Ahora.
Estoy de rodillas. La remera es lo único que hay entre sus pies y yo. Estamos en la oscuridad donde me asaltó, pero la luz de la luna alcanza a iluminar la calavera, que no es del mismo material que el resto de la remera, sino de algo más firme, gomoso, como las calcomanías que se pegan con una plancha en el suéter de un chico.
Señalo la remera.
«Cien por ciento algodón», digo en lenguaje de signos. El inglés es mi primera lengua. La segunda es el lenguaje de señas.
El tipo mira a su alrededor. Se está poniendo nervioso.
Así fue como murió mi padre.
Mi padre nació sordo y me enseñó su lenguaje, aunque no era su lenguaje, al menos no lo fue durante muchos años. En la historia de este país hubo un tiempo en que el lenguaje de señas no estaba permitido y a los sordos les enseñaban a hablar en lenguas, a emitir sonidos que no podían escuchar cuando salían de sus labios, como si los Estados Unidos en pleno tuviera miedo de las manos, de lo que los sordos pudieran hacer con un lenguaje propio.
Mi padre encontró la felicidad con una mujer sorda que le enseñó a hablar con el cuerpo. Se quedó con él justo lo suficiente para darle un hijo. Él nunca se volvió a casar. Murió el año pasado cuando un hombre le pidió la billetera. Papá siguió caminando y el hombre le disparó.
—¿Tu padre no sabía leer los labios? —pregunta la gente, como si la respuesta a esa pregunta determinara de quién es la culpa de que esté muerto.
Se levanta viento. A falta de remera, se me pone la piel de gallina. La vereda me lastima las rodillas.
—Voy a hacer una cuenta regresiva desde cinco —dice el tipo—. Cinco.
En Gap yo leía las etiquetas para aprender de qué material estaba hecha la prenda con solo tocar una manga. Incluso podía reconocer las mezclas de algodón y poliéster, errándole en menos de un diez por ciento a la proporción de la mezcla.
Mi remera, entre nosotros, se ve solitaria y me pregunto si mi padre habrá caído así, si se dobló o se arrugó como una remera arrojada al suelo.
«Lavar en lavarropas con agua tibia, con colores similares», digo en lenguaje de señas.
—Cuatro.
Yo no sé si mi padre malinterpretó a su asesino, si vio el arma, si siguió caminando sabiendo lo que iba a ocurrir.
«Ciclo suave», digo en lenguaje de señas.
—Vamos —dice el tipo. Su pulgar salta. Algo hace clic en el arma. Da un paso hacia mí y casi pisa la remera. Tienes borceguíes negros con cordones.
Esto no va a durar mucho tiempo.
—Tres.
Ustedes quieren saber por qué quiero morir, ¿pero podría darles una respuesta lo suficientemente buena para ustedes, que quieren vivir?
Poner en palabras algo así es como tratar de explicar lo que separa a la gente, lo que nos impide comunicarnos —quiero decir, comunicarnos de verdad— unos con otros.
Pasamos los días con las manos a los costados del cuerpo, y creo que es eso lo que nos arresta, lo que mantiene a la gente a raya, y tal vez sea eso mismo lo que hizo que mi madre se colgara del cuello con una soga anaranjada de las vigas del ático.
Tal vez sea lo que me canta al oído que la siga.
Ella no tuvo miedo de hacerse a sí misma lo que yo le estoy pidiendo a otro que me haga a mí.
«Secado en ciclo delicado», digo en lenguaje de señas.
Si caigo hacia adelante, mi cabeza caerá sobre la remera como si fuera una almohada. Estoy listo.
—Dos.
Nosotros hablamos en sueños, y los sordos también. Algunas noches me metía en el cuarto de mi padre y lo veía mover las manos sobre el pecho, hablando en lenguaje de señas. Era el lenguaje de los sueños, incomprensible, pero era hermoso. Sus manos subían y bajaban como pájaros al ritmo de su respiración.
—Uno.
Salvo que a veces, a veces irrumpía el sentido. Una transmisión. Mi padre, que pasó su vida extrañando a mi madre, hacía ese signo: los dedos índices llamando, después las manos agarrando el aire y llevándoselo al corazón.
Cierro los ojos y está ahí, el cañón del arma, hielo entre mis ojos.
Quiero gritar. Contengo el aliento.
Espero.
Espero.
Ustedes quieren saber lo que decía mi padre; yo se los voy a decir. Es lo que grito cuando el tipo del arma renuncia, cuando vuelve a meter el arma en el bolsillo de su chaqueta. Es lo que les grito a sus talones que rebotan contra la vereda.
Es mi voz hablándole al tipo del arma y son las manos de mi padre hablándole a mi madre en la noche, llamando: vuelve. Vuelve. Vuelve.
El cielo de los animales, 2017.
Las sirenas estaban rodeadas de una pila de huesos humanos putrefactos, cubiertos de piel seca. Ese dato, sin verificar, dio lugar a la leyenda de que su pérfido canto perdía a los hombres. Pero, en realidad, las sirenas sólo dicen la verdad. Por eso, casi todos se tapan los oídos ante ellas, no vaya a ser que la verdad les haga daño; hay otros, muchos menos, que se atreven a oír la verdad, pero aferrados al mástil de sus certezas, de las que piden no ser arrancados, no importa lo que supliquen durante la experiencia; y, finalmente, hay otros, demasiado escasos, que corren el riesgo de ir hacia las sirenas y escuchar la verdad, a sabiendas de que la partida tiene consecuencias incalculables.
Así es mi vida,
piedra,
como tú. Como tú,
piedra pequeña;
como tú,
piedra ligera;
como tú,
canto que ruedas
por las calzadas
y por las veredas;
como tú,
guijarro humilde de las carreteras;
como tú,
que en días de tormenta
te hundes
en el cieno de la tierra
y luego
centelleas
bajo los cascos
y bajo las ruedas;
como tú, que no has servido
para ser ni piedra
de una Lonja,
ni piedra de una Audiencia,
ni piedra de un Palacio,
ni piedra de una Iglesia…
como tú, piedra aventurera…
como tú,
que, tal vez, estás hecha
sólo para una honda…
piedra pequeña
y
ligera…
Versos y oraciones del caminante, 1920.
El cura que vivía en el piso de arriba era el capellán de las “Hermanitas de los Pobres”, unas monjas de manos sabañonadas y sonrisa de escayola, que iban gastando sus vidas en aliviar la poca que les iba quedando a un centenar de ancianos de ambos sexos, en un arcaico caserón monacal, junto al seminario.
Don Enrique -tal era el nombre del capellán- me llevó de monaguillo, a ruegos de mi abuela, que nunca me negaba nada. En poco tiempo aprendí el oficio, en lo teórico y en lo práctico: cuándo había de cambiar el misal, cómo ayudar a vestir al ministro, y la difícil destreza en el manejo de la campanilla, para obtener un sonido puro y no redundante. Y las equilibradas cantidades de agua y vino sobre el cáliz en las que, parece ser, sin mala intención por mi parte, siempre ponía menos vino que agua, por más vino que pusiera.
Los ancianos estaban separados de las ancianas, sin duda para evitar tentaciones, por largos corredores, que más parecían carreteras que pasillos, en cuyos techos, muy de cuando en cuando, se adivinaba la presencia de una bombilla anémica y ahorradora.
Las monjas trataban a los inquilinos con amor, pero un amor seco y disciplinario. Los manejaban como a objetos transeúntes, confundiendo valor y precio, ensordadas o ensordecidas ante la constante cantinela de “¿Cuándo vienen mis hijos por aquí?” o “¿Por qué no puedo estar en la misma sala de mi marido?”
Una mañana, o una tarde -pues allí dentro no había color de fuera-, don Enrique me dijo que le acompañara a la sala de los enfermos, donde había de impartir varias extremaunciones, ese óleo sagrado que se impregna en los pies del moribundo, acaso para hacer más amable su pisada en la nueva vida.
Unidos, casi pegados, los de corto plazo y los inminentes. Las miradas aleladas y semejantes, mitad aquí, mitad allí. Las bocas sucias y feas, desdentadas, bajo unos ojos llenos de posos y telarañas. Los pelos, los pocos pelos, prendidos con alfileres de cabeza negra, en una anarquía del “ya da igual”. Las voces, con filtros de carraca, salían más del vientre que de la garganta. Una garganta cubierta por unas cuerdas de pellejo amojamado. Y las manos violetas, adornadas por tubos de venas gordas, sobre cinco tiras de huesos que un día tuvieron carne.
-Hijo mío, voy a darte la extremaunción.
-¿Es que me voy a morir, don Enrique?
-No, pero por si acaso. Hay que estar prevenido.
-¿No puede esperar unos días, hasta que lleguen mis hijos?
-La muerte no espera a nadie.
-¡Chorra, entonces es que me voy a morir!
-No hables mal, hijo. A Dios no le gustan esas cosas.
-¡Mira tú si la leche! ¡Póngase usté en mi lugar!
-Vamos, vamos, cálmate y saca los pies.
-¡Que no me sale…! ¡A mí ni me acerque el botecillo, que le sacudo una patá que lo estampo!
Don Enrique me miró:
-¿Y tú de qué te ríes?
-Equm spiritu tuo -contesté como un idiota.
Y fuimos ante otra cama.
-Hijo mío, voy a darte la extremaunción.
-Ya se me hace a mí raro que los curas den algo.
-Debes estar preparado, por si acaso el Señor te llama a su lado.
-¡Ojalá, porque aquí no cabe ni Dios!
-Debes tener más respeto por las cosas divinas.
-Pero bueno, don Enrique, ¿a que todo esto de la religión no son más que filfas? O sea, que yo he podío ser el mismísimo demonio toa mi vida, y ahora me pone usté una miaja de aceitillo en las plantas de los pies, y a correr con los angelitos, ¿no? Ande, ande…
-Debes tener fe. No querrás presentarte ante el Señor con el alma sucia, ¿verdad?
-Yo no quiero presentarme de ninguna de las maneras. ¡Que se presente Él, que ya va siendo hora! ¡Nos ha jodío mayo con no llover a tiempo! ¡Ustés tó lo arreglan con rezos y leches!
-Este mundo no es nada, hijo. Lo que importa es alcanzar el Cielo.
-Pues le voy a decir lo que decía mi tía Gerarda, don Enrique, que “muy bien se estará en el Cielo, pero como en casa de uno…”
No pude evitar otro golpe de risa, esta vez adornado por un moco que casi me apaga la palmatoria
-¡Jodío niño! ¡Te voy a sacudir con el brevario!
-¡Esa boca, don Enrique, que está usté de uniforme…!
El hermano bastardo de Dios, 1984.
El traductor guardó en su maletín, bajo llave, la palabra que había omitido y se marchó de la reunión cumbre, seguro de haber puesto fin al eterno conflicto entre aquellos dos países.
Después de varios siglos de debate celestial, se terminó de redactar el último artículo de la constitución divina: el castigo para los suicidas sería, simplemente, la vida eterna.
Angélica Font, calle Colima, colonia Condesa, México DF, abril de 1979.
A finales de 1977 ingresaron en un hospital a Ernesto San Epifanio para trepanarle la cabeza y extirparle un aneurisma del cerebro. Al cabo de una semana, sin embargo, tuvieron que volver a abrir pues al parecer se les olvidó algo en el interior de su cabeza. Las esperanzas de los médicos en esta segunda operación eran mínimas. Si no se le operaba moriría, si se lo operaba, también, pero un poco menos. Eso fue lo que yo entendí y yo fui la única persona que estuvo con él todo el tiempo. Yo y su madre, aunque su madre de alguna manera no cuenta pues sus visitas diarias al hospital la transformaron en la mujer invisible: cuando aparecía su quietud era tan grande que aunque la verdad es que entraba a la habitación e incluso se sentaba junto a la cama, en el fondo parecía no traspasar el umbral, o no acabar de traspasar nunca el umbral, una figura diminuta enmarcada por el hueco blanco de la puerta.
También vino en un par de ocasiones mi hermana María. Y Juanito Dávila, alias el Johnny, el último amor de Ernesto. El resto fueron hermanos, tías, personas que yo no conocía y que estaban unidas con mi amigo por los más extraños lazos de parentesco.
No vino ningún escritor, ningún poeta, ningún ex amante.
La segunda operación duró más de cinco horas. Yo me quedé dormida en la sala de espera y soñé con Laura Damián. Laura venía a buscar a Ernesto y luego los dos salían a pasear por un bosque de eucaliptos. Yo no sé si existen los bosques de eucaliptos, quiero decir yo nunca he estado en un bosque de eucaliptos, pero el de mi sueño era espantoso. Las hojas eran plateadas y cuando me rozaban los brazos dejaban una marca oscura y pegajosa. El suelo era blando, como ese suelo de agujas de los bosques de pino, aunque el bosque de mi sueño era un bosque de eucaliptos. Los troncos de todos los árboles, sin excepción, estaban podridos y su hedor era insoportable.
Cuando desperté en la sala de espera no había nadie y me puse a llorar. ¿Cómo era posible que Ernesto San Epifanio se estuviera muriendo solo en un hospital del DF? ¿Cómo era posible que yo fuera la única persona que estaba allí, esperando que alguien me dijera si había muerto o sobrevivido a una operación espantosa? Creo que después de llorar me volví a dormir. Cuando desperté la madre de Ernesto estaba a mi lado murmurando algo ininteligible. Tardé en comprender que sólo estaba rezando. Después vino una enfermera y dijo que todo había ido bien. La operación fue un éxito, explicó.
Unos días después a Ernesto lo dieron de alta y se fue a su casa. Yo nunca antes había estado allí, siempre nos veíamos en mi casa o en las de otros amigos. Pero a partir de entonces comencé a visitarlo en su casa.
Los primeros días ni siquiera hablaba. Miraba y parpadeaba, pero no hablaba. Tampoco parecía escuchar. El médico, sin embargo, nos recomendó que le habláramos, que lo tratáramos como si nada hubiera ocurrido. Eso hice. El primer día busqué en el estante de sus libros uno que supiera a ciencia cierta que le gustaba y comencé a leérselo en voz alta. Fue El cementerio marino de Valéry y no percibí el más mínimo gesto de su parte que demostrara que lo reconocía. Yo leía y él miraba el techo o las paredes o mi rostro, y su alma no estaba allí. Después le leí una antología de poemas de Salvador Novo y pasó lo mismo. Su madre entró en la habitación y me tocó el hombro. No se canse, señorita, dijo.
Poco a poco, sin embargo, fue distinguiendo los ruidos, los cuerpos. Una tarde me reconoció. Angélica, dijo, y sonrió. Nunca había visto una sonrisa tan horrible, tan patética, tan desfigurada. Me puse a llorar. Pero él no se dio cuenta que yo estaba llorando y siguió sonriendo. Parecía una calavera. Las cicatrices de la trepanación aún no las ocultaba el pelo, que empezaba a crecerle con una lentitud exasperante.
Poco después empezó a hablar. Tenía un hilo de voz muy aguda, como de flauta, que paulatinamente fue haciéndose más timbrada pero no menos aguda, en cualquier caso no era la voz de Ernesto, de eso estaba segura, parecía la voz de un adolescente subnormal, de un adolescente moribundo e ignorante. Su vocabulario era limitado. Le costaba nombrar algunas cosas.
Una tarde llegué a su casa y su madre me recibió en la puerta y luego me llevó a su habitación presa de una agitación que en principio achaqué a un agravamiento de la salud de mi amigo. Pero el revuelo materno era de felicidad. Se ha curado, me dijo. No entendí qué quería decir, pensé que se refería a la voz o a que Ernesto ahora pensaba con mayor claridad. ¿De qué se ha curado?, dije intentando que me soltara los brazos. Tardó en decirme lo que quería, pero al final no le quedó más remedio. Ernesto ya no es joto, señorita, dijo. ¿Que Ernesto ya no es qué?, dije yo. En ese momento entró en la habitación su padre y tras preguntarnos qué hacíamos metidas allí dentro, declaro que su hijo por fin se había curado de la homosexualidad. No lo dijo con estas palabras y yo preferí no contestar ni hacer más preguntas y salí de inmediato de aquella habitación horrible. Sin embargo, antes de entrar en la habitación de Ernesto escuché que la madre decía: no hay mal que por bien no venga.
Por supuesto, Ernesto siguió siendo homosexual aunque a veces no recordaba muy bien en qué consistía eso. La sexualidad, para él, se había transformado en algo lejano, que sabía dulce o emocionante, pero lejano. Un día Juanito Dávila me llamó por teléfono y me dijo que se iba al norte, a trabajar, y que lo despidiera de Ernesto pues él no tenía corazón para decirle adiós. A partir de entonces ya no hubo más amantes en su vida. La voz le cambió un poco, no lo suficiente: no hablaba, ululaba, gemía, y en esas ocasiones, salvo su madre y yo, todos los demás, su padre y los vecinos que efectuaban las interminables visitas de rigor, huían de su lado, lo que en el fondo constituía un alivio, a tal grado que en una ocasión llegué a pensar que Ernesto ululaba adrede, para espantar tanta atroz cortesía.
Yo también, al paso de los meses, empecé a espaciar mis visitas. Si al salir del hospital iba cada día a su casa, desde que comenzó a hablar y a dar paseos por el pasillo, éstas fueron haciéndose menos frecuentes. Cada noche, sin embargo, estuviera donde estuviera, lo llamaba por teléfono. Manteníamos conversaciones bastante locas, a veces era yo la que hablaba sin parar, la que contaba historias verdaderas pero que en el fondo apenas me traspasaban la piel, la vida sofisticada mexicana (una manera de olvidar que vivíamos en México) que por entonces empezaba a conocer, las fiestas y las drogas que tomaba, los hombres con los que me acostaba, y otras veces era él el que hablaba, el que me leía por teléfono las noticias que aquel día había recortado (una afición nueva, probablemente sugerida por los terapeutas que lo trataban, quién sabe), la comida que había comido, la gente que lo había visitado, alguna cosa que le había dicho su madre y que dejaba para el final. Una tarde le conté que Ismael Humberto Zarco había escogido uno de sus poemas para su antología que acababa de salir publicada. ¿Qué poema?, dijo esa voz de pajarito y de hoja gillette que me rasgaba el alma. Tenía el libro al lado. Se lo dije. ¿Y ese poema lo escribí yo?, dijo. Creí, no sé por qué, tal vez por el tono, inusualmente más grave, que estaba bromeando, sus bromas solían ser así, inocentes, casi imposibles de discernir del resto de su discurso, pero no bromeaba. Esa semana saqué tiempo de donde no lo había y fui a verlo. Un amigo, un nuevo amigo, me llevó hasta su casa, pero no quise que entrara, espérame aquí, le dije, este barrio es peligroso y al volver podemos encontrarnos sin coche. Le pareció raro, sin embargo no dijo nada, por entonces yo ya me había ganado una bien merecida fama de rara en los círculos por donde me movía. Y además tenía razón: el barrio de Ernesto se había degradado en los últimos tiempos. Como si las secuelas de su operación se traslucieran en las calles, en la gente sin trabajo, en los ladrones de poca monta que solían tomar el sol a las siete de la tarde como zombis (o como mensajeros sin mensaje o con un mensaje intraducible) dispuestos automáticamente a apurar otro atardecer más en el DF.
Por supuesto, Ernesto apenas le prestó atención al libro. Buscó su poema, dijo ah, no sé si reconociéndolo de golpe o hundiéndose de golpe en la extrañeza, y luego empezó a contarme las mismas cosas que me contaba por teléfono.
Al salir encontré a mi amigo fuera del coche fumándose un cigarrillo. Le pregunté si había ocurrido algo durante mi ausencia. Nada, dijo, esto es más tranquilo que un cementerio. Pero tan tranquilo no debía de ser porque estaba despeinado y le temblaban las manos.
A Ernesto no lo volví a ver.
Una noche me llamó por teléfono y me recitó un poema de Richard Belfer. Una noche lo llamé yo, desde Los Ángeles, y le dije que estaba acostándome con el director de teatro Francisco Segura, alias La Vieja Segura, que por lo menos era veinte años mayor que yo. Qué emocionante, dijo Ernesto. La Vieja debe de ser muy inteligente. Es talentoso, no inteligente, dije yo. ¿Qué diferencia hay?, dijo él. Me quedé pensando en la respuesta y él se quedó esperándola y durante unos segundos ninguno de los dos dijo nada. Me gustaría estar contigo, le dije antes de despedirme. A mí también, dijo su voz de pájaro de otra dimensión. Pocos días después su madre me llamó y me dijo que se había muerto. Una muerte cómoda, dijo, mientras tomaba el sol sentado en un sillón de la casa. Se quedó dormido como un angelito. ¿A qué hora murió?, pregunté. A eso de las cinco, después de comer.
De sus antiguos amigos, yo fui la única que fue a su entierro en uno de los abigarrados cementerios de la zona norte. No vi a ningún poeta, a ningún ex amante, a ningún director de revistas literarias. Muchos familiares y amigos de la familia y posiblemente todos los vecinos. Antes de salir del cementerio se me acercaron dos adolescentes y trataron de llevarme a otra parte. Pensé que me iban a violar. Sólo entonces sentí rabia y dolor por la muerte de Ernesto. Saqué de mi bolso una navaja automática y les dije: los voy a matar, pinches bueyes. Los tipos salieron huyendo y yo los perseguí durante un rato por dos o tres calles del cementerio. Cuando por fin me detuve apareció otra comitiva fúnebre. Guardé la navaja en el bolso y estuve mirando cómo subían, con qué diligencia, el ataúd al nicho. Creo que era un niño. Pero no lo podría asegurar. Después salí del cementerio y me fui a tomar unas copas con un amigo en un bar del centro.
Los detectives salvajes, 1998.
La vida es un viaje experimental, realizado sin querer. Es un viaje del espíritu a través de la materia, y como es el espíritu el que viaja, es dentro de él donde se vive.
Hay por eso almas contemplativas que han vivido más intensa, más extensa y más tumultuosamente que otras que han vivido en el exterior. El resultado lo es todo. Lo que se sintió fue lo que se vivió. Se retira uno tan cansado de un sueño como de un trabajo visible.
Nunca se vivió tanto como cuando se pensó mucho.
Quien está en un rincón de la sala baila con todos los bailarines. Lo ve todo, y por verlo todo, lo vive todo. Como todo, en resumidas cuentas, es al final una sensación nuestra, tanto vale el contacto con un cuerpo como su visión, e incluso hasta su simple recuerdo. Bailo, pues, cuando estoy viendo bailar. Digo, como el poeta inglés, cuando contaba que estaba viendo, tumbado a lo lejos en la hierba, tres segadores: «Hay un cuarto segando, y ese soy yo».
Viene todo esto, dicho tal como lo he sentido, a propósito del gran cansancio, aparentemente injustificado, que hoy se apoderó súbitamente de mí. No sólo estoy cansado, estoy amargado también, y esa amargura no tiene razón de ser. De tan angustiado como estoy, me siento al borde de las lágrimas —no de las lágrimas que se lloran, sino de las que se reprimen, lágrimas de una enfermedad del alma y no de un dolor sensible.
¡He vivido tanto sin haber vivido! ¡He pensado tanto sin haber pensado! Pesan sobre mí mundos de violencias en suspenso, de aventuras vividas sin dar un solo paso. Me siento colmado de lo que nunca tuve ni tendré, hastiado de dioses que no han existido todavía.
Arrastro conmigo las heridas de todas las batallas que evité. Siento mi cuerpo muscular molido por el esfuerzo que ni llegué a pensar hacer.
Bazo, mudo, nulo… El alto cielo está de un verano muerto, imperfecto. Lo contemplo como si no estuviera allí. Duermo lo que pienso, estoy acostado caminando, sufro sin sentir.
Mi nostalgia mayor es una nostalgia de nada, y ella misma no es nada, como el alto cielo que no veo y que estoy observando de una manera impersonal.
Libro del desasosiego, 1982.