martes, 28 de septiembre de 2021

El zahir. Jorge Luis Borges.

En Buenos Aires el Zahir es una moneda común de veinte centavos; marcas de navaja o de cortaplumas rayan las letras N T y el número dos; 1929 es la fecha grabada en el anverso. (En Guzerat, a fines del siglo XVIII, un tigre fue Zahir; en Java, un ciego de la mezquita de Surakarta, a quien lapidaron los fieles; en Persia, un astrolabio que Nadir Shah hizo arrojar al fondo del mar; en las prisiones de Mahdí, hacia 1892, una pequeña brújula que Rudolf Carl von Slatin tocó, envuelta en un jirón de turbante; en la aljama de Córdoba, según Zotenberg, una veta en el mármol de uno de los mil doscientos pilares; en la judería de Tetuán, el fondo de un pozo). Hoy es el trece de noviembre; el día siete de junio, a la madrugada, llegó a mis manos el Zahir; no soy el que era entonces pero aún me es dado recordar, y acaso referir, lo ocurrido. Aún, siquiera parcialmente, soy Borges.

El seis de junio murió Teodelina Villar. Sus retratos, hacia 1930, obstruían las revistas mundanas; esa plétora acaso contribuyó a que la juzgaran muy linda, aunque no todas las efigies apoyaran incondicionalmente esa hipótesis. Por lo demás, Teodelina Villar se preocupaba menos de la belleza que de la perfección. Los hebreos y los chinos codificaron todas las circunstancias humanas; en la Mishnah se lee que, iniciado el crepúsculo del sábado, un sastre no debe salir a la calle con una aguja; en el Libro de los Ritos que un huésped, al recibir la primera copa, debe tomar un aire grave y, al recibir la segunda, un aire respetuoso y feliz. Análogo, pero más minucioso, era el rigor que se exigía Teodelina Villar. Buscaba, como el adepto de Confucio o el talmudista, la irreprochable corrección de cada acto, pero su empeño era más admirable y más duro, porque las normas de su credo no eran eternas, sino que se plegaban a los azares de París o de Hollywood. Teodelina Villar se mostraba en lugares ortodoxos, a la hora ortodoxa, con atributos ortodoxos, con desgano ortodoxo, pero el desgano, los atributos, la hora y los lugares caducaban casi inmediatamente y servirían (en boca de Teodelina Villar) para definición de lo cursi. Buscaba lo absoluto, como Flaubert, pero lo absoluto en lo momentáneo. Su vida era ejemplar y, sin embargo, la roía sin tregua una desesperación interior. Ensayaba continuas metamorfosis, como para huir de sí misma; el color de su pelo y las formas de su peinado eran famosamente inestables. También cambiaban la sonrisa, la tez, el sesgo de los ojos. Desde 1932, fue estudiosamente delgada… La guerra le dio mucho que pensar. Ocupado París por los alemanes ¿cómo seguir la moda? Un extranjero de quien ella siempre había desconfiado se permitió abusar de su buena fe para venderle una porción de sombreros cilíndricos; al año, se propaló que esos adefesios nunca se habían llevado en París y por consiguiente no eran sombreros, sino arbitrarios y desautorizados caprichos. Las desgracias no vienen solas; el doctor Villar tuvo que mudarse a la calle Aráoz y el retrato de su hija decoró anuncios de cremas y de automóviles. (¡Las cremas que harto se aplicaba, los automóviles que ya no poseía!). Ésta sabía que el buen ejercicio de su arte exigía una gran fortuna; prefirió retirarse a claudicar. Además, le dolía competir con chicuelas insustanciales. El siniestro departamento de Aráoz resultó demasiado oneroso; el seis de junio, Teodelina Villar cometió el solecismo de morir en pleno Barrio Sur. ¿Confesaré que, movido por la más sincera de las pasiones argentinas, el esnobismo, yo estaba enamorado de ella y que su muerte me afectó hasta las lágrimas? Quizá ya lo haya sospechado el lector.

En los velorios, el progreso de la corrupción hace que el muerto recupere sus caras anteriores. En alguna etapa de la confusa noche del seis, Teodelina Villar fue mágicamente la que fue hace veinte años; sus rasgos recobraron la autoridad que dan la soberbia, el dinero, la juventud, la conciencia de coronar una jerarquía, la falta de imaginación, las limitaciones, la estolidez. Más o menos pensé: ninguna versión de esa cara que tanto me inquietó será tan memorable como ésta; conviene que sea la última, ya que pudo ser la primera. Rígida entre las flores la dejé, perfeccionando su desdén por la muerte. Serían las dos de la mañana cuando salí. Afuera, las previstas hileras de casas bajas y de casas de un piso habían tomado ese aire abstracto que suelen tomar en la noche, cuando la sombra y el silencio las simplifican. Ebrio de una piedad casi impersonal, caminé por las calles. En la esquina de Chile y de Tacuarí vi un almacén abierto. En aquel almacén, para mi desdicha, tres hombres jugaban al truco.

En la figura que se llama oxímoron, se aplica a una palabra un epíteto que parece contradecirla; así los gnósticos hablaron de luz oscura; los alquimistas, de un sol negro. Salir de mi última visita a Teodelina Villar y tomar una caña en un almacén era una especie de oxímoron; su grosería y su facilidad me tentaron. (La circunstancia de que se jugara a los naipes aumentaba el contraste). Pedí una caña de naranja; en el vuelto me dieron el Zahir; lo miré un instante; salí a la calle, tal vez con un principio de fiebre. Pensé que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas que sin fin resplandecen en la historia y la fábula. Pensé en el óbolo de Caronte; en el óbolo que pidió Belisario; en los treinta dineros de Judas; en las dracmas de la cortesana Laís; en la antigua moneda que ofreció uno de los durmientes de Éfeso; en las claras monedas del hechicero de las 1001 Noches, que después eran círculos de papel; en el denario inagotable de Isaac Laquedem; en las sesenta mil piezas de plata, una por cada verso de una epopeya, que Firdusi devolvió a un rey porque no eran de oro; en la onza de oro que hizo clavar Ahab en el mástil; en el florín irreversible de Leopold Bloom; en el luis cuya efigie delató, cerca de Varennes, al fugitivo Luis XVI. Como en un sueño, el pensamiento de que toda moneda permite esas ilustres connotaciones me pareció de vasta, aunque inexplicable, importancia. Recorrí, con creciente velocidad, las calles y las plazas desiertas. El cansancio me dejó en una esquina. Vi una sufrida verja de fierro; detrás vi las baldosas negras y blancas del atrio de la Concepción. Había errado en círculo; ahora estaba a una cuadra del almacén donde me dieron el Zahir.

Doblé; la ochava oscura me indicó, desde lejos, que el almacén ya estaba cerrado. En la calle Belgrano tomé un taxímetro. Insomne, poseído, casi feliz, pensé que nada hay menos material que el dinero, ya que cualquier moneda (una moneda de veinte centavos, digamos) es, en rigor, un repertorio de futuros posibles. El dinero es abstracto, repetí, el dinero es tiempo futuro. Puede ser una tarde en las afueras, puede ser música de Brahms, puede ser mapas, puede ser ajedrez, puede ser café, puede ser las palabras de Epicteto, que enseñan el desprecio del oro; es un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos. Es tiempo imprevisible, tiempo de Bergson, no duro tiempo del Islam o del Pórtico. Los deterministas niegan que haya en el mundo un solo hecho posible, id est un hecho que pudo acontecer; una moneda simboliza nuestro libre albedrío. (No sospechaba yo que esos «pensamientos» eran un artificio contra el Zahir y una primera forma de un demoníaco influjo). Dormí tras de tenaces cavilaciones, pero soñé que yo era las monedas que custodiaba un grifo.

Al otro día resolví que yo había estado ebrio. También resolví librarme de la moneda que tanto me inquietaba. La miré: nada tenía de particular, salvo unas rayaduras. Enterrarla en el jardín o esconderla en un rincón de la biblioteca hubiera sido lo mejor, pero yo quería alejarme de su órbita. Preferí perderla. No fui al Pilar, esa mañana, ni al cementerio; fui, en subterráneo, a Constitución y de Constitución a San Juan y Boedo. Bajé, impensadamente, en Urquiza; me dirigí al oeste y al sur; barajé, con desorden estudioso, unas cuantas esquinas y en una calle que me pareció igual a todas, entré en un boliche cualquiera, pedí una caña y la pagué con el Zahir. Entrecerré los ojos, detrás de los cristales ahumados; logré no ver los números de las casas ni el nombre de la calle. Esa noche, tomé una pastilla de veronal y dormí tranquilo.

Hasta fines de junio me distrajo la tarea de componer un relato fantástico. Éste encierra dos o tres perífrasis enigmáticas —en lugar de sangre pone agua de la espada; en lugar de orolecho de la serpiente— y está escrito en primera persona. El narrador es un asceta que ha renunciado al trato de los hombres y vive en una suerte de páramo. (Gnitaheidr es el nombre de ese lugar). Dado el candor y la sencillez de su vida, hay quienes lo juzgan un ángel; ello es una piadosa exageración, porque no hay hombre que esté libre de culpa. Sin ir más lejos, él mismo ha degollado a su padre; bien es verdad que éste era un famoso hechicero que se había apoderado, por artes mágicas, de un tesoro infinito. Resguardar el tesoro de la insana codicia de los humanos es la misión a la que ha dedicado su vida; día y noche vela sobre él. Pronto, quizá demasiado pronto, esa vigilia tendrá fin: las estrellas le han dicho que ya se ha forjado la espada que la tronchará para siempre. (Gram es el nombre de esa espada). En un estilo cada vez más tortuoso, pondera el brillo y la flexibilidad de su cuerpo; en algún párrafo habla distraídamente de escamas; en otro dice que el tesoro que guarda es de oro fulgurante y de anillos rojos. Al final entendemos que el asceta es la serpiente Fafnir y el tesoro en que yace, el de los Nibelungos. La aparición de Sigurd corta bruscamente la historia.

He dicho que la ejecución de esa fruslería (en cuyo decurso intercalé, seudoeruditamente, algún verso de la Fáfnismál) me permitió olvidar la moneda. Noches hubo en que me creí tan seguro de poder olvidarla que voluntariamente la recordaba. Lo cierto es que abusé de esos ratos; darles principio resultaba más fácil que darles fin. En vano repetí que ese abominable disco de níquel no difería de los otros que pasan de una mano a otra mano, iguales, infinitos e inofensivos. Impulsado por esa reflexión, procuré pensar en otra moneda, pero no pude. También recuerdo algún experimento, frustrado, con cinco y diez centavos chilenos, y con un vintén oriental. El dieciséis de julio adquirí una libra esterlina; no la miré durante el día, pero esa noche (y otras) la puse bajo un vidrio de aumento y la estudié a la luz de una poderosa lámpara eléctrica. Después la dibujé con un lápiz, a través de un papel. De nada me valieron el fulgor y el dragón y el San Jorge; no logré cambiar de idea fija.

El mes de agosto, opté por consultar a un psiquiatra. No le confié toda mi ridícula historia; le dije que el insomnio me atormentaba y que la imagen de un objeto cualquiera solía perseguirme; la de una ficha o la de una moneda, digamos… Poco después, exhumé en una librería de la calle Sarmiento un ejemplar de Urkunden zur Geschichte der Zahirsage (Breslau, 1899) de Julius Barlach.

En aquel libro estaba declarado mi mal. Según el prólogo, el autor se propuso «reunir en un solo volumen en manuable octavo mayor todos los documentos que se refieren a la superstición del Zahir, incluso cuatro piezas pertenecientes al archivo de Habicht y el manuscrito original del informe de Philip Meadows Taylor». La creencia en el Zahir es islámica y data, al parecer, del siglo XVIII. (Barlach impugna los pasajes que Zotenberg atribuye a Abulfeda). Zahir, en árabe, quiere decir notorio, visible; en tal sentido, es uno de los noventa y nueve nombres de Dios; la plebe, en tierras musulmanas, lo dice de «los seres o cosas que tienen la terrible virtud de ser inolvidables y cuya imagen acaba por enloquecer a la gente». El primer testimonio incontrovertido es el del persa Lutf Alí Azur. En las puntales páginas de la enciclopedia biográfica titulada Templo del Fuego, ese polígrafo y derviche ha narrado que en un colegio de Shiraz hubo un astrolabio de cobre, «construido de tal suerte que quien lo miraba una vez no pensaba en otra cosa y así el rey ordenó que lo arrojaran a lo más profundo del mar, para que los hombres no se olvidaran del universo». Más dilatado es el informe de Meadows Taylor, que sirvió al nizam de Haidarabad y compuso la famosa novela Confessions of a Thug. Hacia 1832, Taylor oyó en los arrabales de Bhuj la desacostumbrada locución «Haber visto al Tigre» (Verily he has looked on the Tiger) para significar la locura o la santidad. Le dijeron que la referencia era a un tigre mágico, que fue la perdición de cuantos lo vieron, aun de muy lejos, pues todos continuaron pensando en él, hasta el fin de sus días. Alguien dijo que uno de esos desventurados había huido a Mysore, donde había pintado en un palacio la figura del tigre. Años después, Taylor visitó las cárceles de ese reino; en la de Nithur el gobernador le mostró una celda, en cuyo piso, en cuyos muros, y en cuya bóveda un faquir musulmán había diseñado (en bárbaros colores que el tiempo, antes de borrar, afinaba) una especie de tigre infinito. Ese tigre estaba hecho de muchos tigres, de vertiginosa manera; lo atravesaban tigres, estaba rayado de tigres, incluía mares e Himalayas y ejércitos que parecían otros tigres. El pintor había muerto hace muchos años, en esa misma celda; venía de Sind o acaso de Guzerat y su propósito inicial había sido trazar un mapamundi. De ese propósito quedaban vestigios en la monstruosa imagen. Taylor narró la historia a Muhammad Al-Yemení, de Fort William; éste le dijo que no había criatura en el orbe que no propendiera a Zaheer (1), pero que el Todomisericordioso no deja que dos cosas lo sean a un tiempo, ya que una sola puede fascinar muchedumbres. Dijo que siempre hay un Zahir y que en la Edad de la Ignorancia fue el ídolo que se llamó Yaúq y después un profeta del Jorasán, que usaba un velo recamado de piedras o una máscara de oro (2). También dijo que Dios es inescrutable.

Muchas veces leí la monografía de Barlach. No desentraño cuáles fueron mis sentimientos; recuerdo la desesperación cuando comprendí que ya nada me salvaría, el intrínseco alivio de saber que yo no era culpable de mi desdicha, la envidia que me dieron aquellos hombres cuyo Zahir no fue una moneda sino un trozo de mármol o un tigre. Qué empresa fácil no pensar en un tigre, reflexioné. También recuerdo la inquietud singular con que leí este párrafo: «Un comentador del Gulshan i Raz dice que quien ha visto al Zahir pronto verá la Rosa y alega un verso interpolado en el Asrar Nama (Libro de cosas que se ignoran) de Attar: el Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo».

La noche que velaron a Teodelina, me sorprendió no ver entre los presentes a la señora de Abascal, su hermana menor. En octubre, una amiga suya me dijo:

—Pobre Julita, se había puesto rarísima y la internaron en el Bosch. Cómo las postrará a las enfermeras que le dan de comer en la boca. Sigue dele temando con la moneda, idéntica al chauffeur de Morena Sackmann.

El tiempo, que atenúa los recuerdos, agrava el del Zahir. Antes yo me figuraba el anverso y después el reverso; ahora, veo simultáneamente los dos. Ello no ocurre como si fuera de cristal el Zahir, pues una cara no se superpone a la otra; más bien ocurre como si la visión fuera esférica y el Zahir campeara en el centro. Lo que no es el Zahir me llega tamizado y como lejano: la desdeñosa imagen de Teodelina, el dolor físico. Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo. Tal vez quiso decir que no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal y su infinita concatenación de efectos y causas. Tal vez quiso decir que el mundo visible se da entero en cada representación, de igual manera que la voluntad, según Schopenhauer, se da entera en cada sujeto. Los cabalistas entendieron que el hombre es un microcosmo, un simbólico espejo del universo; todo, según Tennyson, lo sería. Todo, hasta el intolerable Zahir.

Antes de 1948, el destino de Julia me habrá alcanzado. Tendrán que alimentarme y vestirme, no sabré si es de tarde o de mañana, no sabré quién fue Borges. Calificar de terrible ese porvenir es una falacia, ya que ninguna de sus circunstancias obrará para mí. Tanto valdría mantener que es terrible el dolor de un anestesiado a quien le abren el cráneo. Ya no percibiré el universo, percibiré el Zahir. Según la doctrina idealista, los verbos vivir y soñar son rigurosamente sinónimos; de miles de apariencias pasaré a una; de un sueño muy complejo a un sueño muy simple. Otros soñarán que estoy loco y yo con el Zahir. Cuando todos los hombres de la tierra piensen, día y noche, en el Zahir, ¿cuál será un sueño y cuál una realidad, la tierra o el Zahir?

En las horas desiertas de la noche aún puedo caminar por las calles. El alba suele sorprenderme en un banco de la plaza Garay, pensando (procurando pensar) en aquel pasaje del Asrar Nama, donde se dice que Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo. Vinculo ese dictamen a esta noticia: Para perderse en Dios, los sufíes repiten su propio nombre o los noventa y nueve nombres divinos hasta que éstos ya nada quieren decir. Yo anhelo recorrer esa senda. Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo y de repensarlo, quizá detrás de la moneda esté Dios.


A Wally Zenner


(1) Así escribe Taylor esa palabra.

(2) Barlach observa que Yaúq figura en el Corán (71, 23) y que el profeta es Al-Moqanna (El Velado) y que nadie, fuera del sorprendente corresponsal de Philip Medows Taylor, los ha vinculado con el Zahir.

 

El Aleph, 1949.

lunes, 27 de septiembre de 2021

El mejor de los caminos. Lilian Elphick.

Gracias a Federico.

 

El 31 en la tarde tomé el auto y como Jimmy Dean partí a mil por hora por caminos de tierra rumbo a ninguna parte. Sobreviví a los ronceos, a la calamina y al polvo. Se me cruzaron dos vacas y encandilé a un conejo que cruzó de una zarzamora a otra. Detuve el auto en un recodo del pedregal. Me bajé, respiré el aire de grillos, la bosta cercana me hizo recordar mi adolescencia cuando veraneaba en L. y me llevé a un amigo al río. No creí que fuera mozuelo, era igual que yo: de mejillas quemadas por el sol y de manos ansiosas. Nos ladraron los perros y les tiramos piedras, luego nos bañamos desnudos en una orilla tibia del río, donde se juntaban los guarisapos. Me regaló uno y yo lo guardé en una caja de fósforos. La luna llena del último día de diciembre iluminó nuestros cuerpos que se unían pecho a pecho, cadera a cadera. Él me besó como un inexperto: la lengua iba y venía por mi ojo, remojando la córnea y las pestañas con insistencia. Con el otro ojo vi a dos caracoles apareándose en el amor de sus babas. Cuando me tocó los muslos, ellos no se escaparon como peces sorprendidos, se quedaron quietos sintiendo la mano caliente del muchacho que subió y subió en círculos tímidos hasta el matorral juvenil, y ahí enhebró los dedos con eficacia de sastre aprendiz. Sin duda corrimos el mejor de los caminos. De vuelta a casa, el horizonte de perros dormía su sueño de belfos y pulgas. Entré a casa con el pelo húmedo y revuelto de flores secas de arrayán. Miré por la ventana y allí estaba el potro de nácar bajo la luna gorda. Y aquí estoy yo en un tiempo que no es tiempo, bajo el peso de las estrellas silenciosas. No hay fuegos artificiales ni petardos a medianoche, no hay nada. La luz del entendimiento me hace ser muy comedida. Me meto al auto y duermo contando estrellas, por allí está la Cruz del Sur como un volantín del cielo, por allá las Tres Marías celebrando otro año estelar. Un brazo de la Vía Láctea me hace unos cariños desde arriba, la Nube de Magallanes navega bien encarenada, sin amarras. El cielo es mío como lo fue el muchacho. No quiero decir, por mina, las cosas que él me dijo. Y me enamoré hasta las patas. Te voy a regalar un costurero cuando junte unos pesitos, prometió. Tú bordarás con los mejores hilos lo que nos pasó, la luna y el río. No te pincharás porque usarás un dedal, y si te sale sangre de tijeras o agujas, bébela y piensa en mí. Eso me dijo. Aún espero ese regalo para poder cruzar la historia de amarillos, verde que te quiero verde. El sueño no fue fácil. Nada fue fácil: los párpados se movieron de un lado a otro, como canicas enjauladas en la piel. Y lo salvaje fue su punto de fuga. Lo prefiero a la delicada tibieza de lo doméstico, de ese disfrute casi irreal que tienen las construcciones humanas. Los caminos estaban tan lejos, sin embargo. Ahí podríamos haber corrido sin cansarnos nunca.

sábado, 25 de septiembre de 2021

Contra Jaime Gil de Biedma. Jaime Gil de Biedma.

De qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso,

dejar atrás un sótano más negro

que mi reputación —y ya es decir—,

poner visillos blancos

y tomar criada,

renunciar a la vida de bohemio,

si vienes luego tú, pelmazo,

embarazoso huésped, memo vestido con mis trajes,

zángano de colmena, inútil, cacaseno,

con tus manos lavadas,

a comer en mi plato y a ensuciar la casa?


Te acompañan las barras de los bares

últimos de la noche, los chulos, las floristas,

las calles muertas de la madrugada

y los ascensores de luz amarilla

cuando llegas, borracho,

y te paras a verte en el espejo

la cara destruida,

con ojos todavía violentos

que no quieres cerrar. Y si te increpo,

te ríes, me recuerdas el pasado

y dices que envejezco.


Podría recordarte que ya no tienes gracia.

Que tu estilo casual y que tu desenfado

resultan truculentos

cuando se tienen más de treinta años,

y que tu encantadora

sonrisa de muchacho soñoliento

—seguro de gustar— es un resto penoso,

un intento patético.

Mientras que tú me miras con tus ojos

de verdadero huérfano, y me lloras

y me prometes ya no hacerlo.


¡Si no fueses tan puta!

Y si yo supiese, hace ya tiempo,

que tú eres fuerte cuando yo soy débil

y que eres débil cuando me enfurezco...

De tus regresos guardo una impresión confusa

de pánico, de pena y descontento,

y la desesperanza

y la impaciencia y el resentimiento

de volver a sufrir, otra vez más,

la humillación imperdonable

de la excesiva intimidad.


A duras penas te llevaré a la cama,

como quien va al infierno

para dormir contigo.

Muriendo a cada paso de impotencia,

tropezando con muebles

a tientas, cruzaremos el piso

torpemente abrazados, vacilando

de alcohol y de sollozos reprimidos.

Oh innoble servidumbre de amar seres humanos,

y la más innoble

que es amarse a sí mismo!

 

Poemas póstumos, 1968.
 

jueves, 23 de septiembre de 2021

La caverna del sueño. Carlos Sáiz Cidoncha.

Han pasado exactamente siete años desde el día que el célebre arqueólogo español Gil Gámez Montalbán, el mejor amigo que yo haya tenido nunca, dejó para siempre este mundo.
Cualquiera pudo leer en la prensa de la época la noticia de su muerte. Durante unas excavaciones en la región mesopotámica, mi amigo, poco aficionado al trabajo en grupo, abandonó un día el campamento llevándose consigo una buena cantidad de dinamita y algún material espeológico. Algunos naturales de la región oyeron la noche siguiente el estruendo de una gran explosión y Gil no volvió nunca más al campamento. Fue al día siguiente cuando se descubrió lo que había sido la boca de una caverna completamente obstruida por miles y miles de toneladas de piedra, fruto de un apocalíptico derrumbamiento. No había posibilidad alguna de desescombro, pese a intentarse una y otra vez, siempre sin el menor resultado.
Una lápida existe hoy en día en el lugar del accidente, de cuyo origen no cabe la más mínima duda. Gil, amigo de los procedimientos rápidos, debió provocar el alud al intentar abrirse paso con dinamita por el interior de la caverna, en busca de algo que nunca se sabrá. Su cuerpo debió quedar enterrado por el aluvión de rocas, o quizá emparedado vivo en el interior de la caverna.
Esta es la explicación oficial de la desaparición de mi amigo. Existe otra, tan fantástica que el único hombre capaz de exponerla prefiere callar, temeroso de ser tomado por loco o, lo que es peor, incluso acusado del asesinato de Gil. Ya que hubo un testigo de los últimos momentos del arqueólogo, un testigo que puede relatar segundo a segundo los extraños sucesos que se desarrollaron en el interior de la caverna.
Ese testigo soy yo, el mismo que escribe ahora estas líneas, siete años después de aquellos inexplicables acontecimientos. Unas líneas increíbles que me guardaré mucho de divulgar en el tiempo que me quede de vida, pero que quizá después de mi muerte sean leídas por alguna persona que las podrá tomar por ciertas o no. A beneficio de ese posible lector, nada puedo hacer sino asegurar con toda mi buena fe que en nada me he apartado de la verdad, por fantástica e inconcebible que dicha verdad pueda ser.
He aquí, pues, la historia:
Aquel año Gil y yo formábamos parte del equipo español destacado en Nubia, efectuando las últimas y apresuradas excavaciones antes de que todo aquel territorio de tan inmenso valor arqueológico desapareciera para siempre bajo las aguas de la gran presa de Assuan. Gil y yo éramos viejos conocidos, y nuestra amistad databa de nuestros tiempos de estudiantes, no habiendo hecho sino afianzarse en los numerosos trabajos y expediciones en los que ambos habíamos actuado juntos desde entonces. Cada cual era el mejor confidente para el otro y así habíamos llegado a conocernos a la perfección.
Además de todo aquello, Gil me había salvado la vida hacía dos años, cuando la caverna marroquí en la que ambos buscábamos indicios de la presencia de hombres primitivos se vio inundada súbitamente por las aguas. Nunca pude olvidarlo y aquello creó un nuevo lazo de unión entre nosotros.
En los tiempos de aquella expedición a Nubia, Gil era un muchachote grande, fuerte, y extrañamente soñador. Muchas veces me había confiado el enojo que le causaba vivir en nuestra civilizada y prosaica época actual.
–Míralo –me había dicho en cierta ocasión señalando al azul Mediterráneo, durante nuestro viaje a Egipto–. Hoy lo podemos cruzar en unas horas y conocemos a la perfección todas sus orillas e islas. ¿No sientes un poco de envidia al pensar en los primeros navegantes fenicios? Para ellos todo era desconocido, arriesgado: cada isla ignota podía encerrar una trampa, cada nueva tierra una promesa... ¿No te gustaría haber vivido en aquella época, con todas sus posibilidades de aventura?
Su admiración hacia las primitivas civilizaciones llegaba a veces a convertirse en una obsesión. Aunque en ocasiones me burlaba de sus estrambóticos sueños, en mi fuero interno no podía tampoco dejar de comprenderle. Con un magnífico físico, mi amigo podía ser incluido en la extinguida raza de los héroes homéricos, vencedores de monstruos y conquistadores de ciudadelas. Sólo que ya no quedaban monstruos que vencer ni ciudadelas que conquistar. Sin duda, Gil Gámez Montalbán había equivocado la época de su nacimiento, y ciertamente que lo sentía por él.
Una vez me decidí a cortar por lo sano sus fantásticas ensoñaciones:
–No puedo comprenderte, Gil –le dije–. Comprendería que un profano tuviera esas ideas sobre la antigüedad, ¿pero un arqueólogo como tú? Demasiado bien sabes que las antiguas leyendas no son ciertas y que en esos imperios arcaicos con los que sueñas, por cada arriesgado navegante vivían cien esclavos que nacían, crecían y morían sin pena ni gloria, en condiciones que hoy día nos parecen inconcebibles. Sabes perfectamente que un fuerte héroe homérico podía morir, y en ocasiones efectivamente moría, de una enfermedad que hoy nos parecería ridícula.
»No, querido amigo. No me vengas con lo de "cualquier tiempo pasado fue mejor". Ningún tiempo pasado ha sido mejor que el presente, que esta civilización moderna que a ti parece aburrirte.»
Por unos instantes el rostro de mi amigo se ensombreció, como si mis palabras hubieran dañado algo en su alma. Pero luego sonrió y volvió a ser el mismo Gil de los momentos buenos.
–¿Y el futuro? –preguntó.
No pude por menos de sonreír yo también.
–Eso ya es otra cosa –admití–. Si la ciencia no se engaña, dentro de un par de generaciones el hombre podrá repetir las exploraciones aventureras de antaño en unos lugares que dejarían asombrados a los antiguos navegantes cretenses y fenicios.
–¡El espacio! –exclamó Gil.
–Efectivamente –le repliqué–. Si tuviera elección y tantas ganas de aventuras fantásticas como pareces tener tú, escogería más bien una época futura que una pasada. Una época en que las naves espaciales surcarán nuestro Universo entre las estrellas y las nebulosas, explorando miles y miles de planetas y encontrando en cada uno de ellos un mundo desconocido y sorprendente, quizá poblado por extrañas formas de vida, o dotado de fantásticas riquezas.
–Tienes razón –convino mi amigo–. ¡Ah, si el viejo sueño de la hibernación fuera posible...!
Ahora sí que me eché a reír francamente.
–¿Dormir mil años y despertar en otra época como si sólo hubieras estado una hora en la cama? ¿Te atreverías tú a ensayar un truco de esa especie?
–¿Y por qué no? –replicó Gil con la más alegre de sus sonrisas.
De momento, aquél fue el fin de la conversación. No podía yo imaginar que aquella idea absurda permaneciera latente en el extraño y un poco loco cerebro de mi amigo.
Continuamos con nuestro programa de trabajos hasta que llegó el día de la evacuación, el día en que las generosas aguas del padre Nilo irrumpieron en nuestros abandonados escenarios de excavación para formar el vasto mar interior que habría de llevar la prosperidad al moderno Egipto nasseriano, si bien a costa de ocultar para siempre muchos tesoros desconocidos de aquel otro Egipto milenario tan amado por nosotros los arqueólogos.
Un nuevo proyecto de investigación nos llevó inmediatamente a las fértiles tierras de Mesopotamia, cuna de una civilización tan antigua como la de los faraones, pero mucho peor conocida. Allí habían florecido ciudades cultas y refinadas como la mítica Ur y la poderosa Babilonia, de proverbial fastuosidad. Según algunos científicos, no en otro lugar había existido el legendario Paraíso Terrenal, el origen de una humanidad que luego se había extendido a través de los desiertos continentes. Allí se disponía de un alfabeto escrito y se estudiaban las estrellas en los tiempos en que en Europa los peludos hombres de las cavernas se gruñían unos a otros y afilaban sus instrumentos y armas de piedra para dar caza al mamut y al peligroso auroche, en las inacabables estepas y bosques que cubrían todo un continente.
Las primeras excavaciones dieron resultados animadores, y no tardó en trazarse un completo plan de investigaciones y de experimentos que abarcaban una vasta región de pedregoso valle.
Unas agrestes colinas se alzaban no muy lejos de nuestro campo de operaciones, y no dejó de sorprenderme el interés que desde un principio sintiera hacia ellas mi amigo Gil. En varias ocasiones partió solo en dirección a aquellas elevaciones de terreno, regresando al cabo de unas horas con grandes muestras de excitación, que no obstante procuraba ocultar. Se mostró silencioso ante mis repetidas preguntas y al fin acabé por desentenderme del asunto, dedicándome por completo a mis propias obligaciones que no eran ciertamente pocas ni ligeras.
Finalmente fue Gil quien me buscó a mí. Sus ojos brillaban con un extraño fuego y al instante comprendí que mi amigo había hecho algún asombroso descubrimiento del que quería hacerme partícipe.
–Antonio –dijo–, escúchame con atención. Creo que he descubierto algo tan fantástico que nadie ha tenido jamás idea de que pudiera existir. Tengo que pedirte un favor...
–Tú dirás –le dije, sin poder evitar contagiarme del entusiasmo de mi amigo, que ardía en sus ojos y hacía temblar sus manos; nunca antes le había visto de aquella manera.
–Quiero que me jures que no dirás nada de cuanto voy a mostrarte, sin mi permiso. Ni siquiera deberás informar a la comisión de estudios arqueológicos sin antes consultarme. Júralo.
Hice el juramento, un tanto extrañado de tanta ceremonia. Aquello que había descubierto Gil debía ser ciertamente algo poco corriente.
–Bien. Sígueme.
Como ya esperaba, el camino tomado por Gil conducía a las colinas, centro de la atención de mi amigo en los pasados días.
–Fue por pura casualidad que descubrí la caverna, de tal forma estaba escondida su boca entre los matorrales –me iba relatando Gil durante la ruta hacia nuestro objetivo–. Y no le hubiera tampoco concedido demasiada importancia a no ser por la tablilla.
–¿La tablilla?
–Ahora la verás. La dejé junto a la boca de la caverna, para que nadie hiciera preguntas sobre ella. Tú mismo podrás traducirla.
Efectivamente, la boca de la caverna era casi invisible, oculta entre los ásperos arbustos que se amontonaban en los flancos de una de las colinas. Gil se inclinó un momento entre los arbustos y luego me tendió una tablilla manchada de tierra.
–Estaba medio enterrada en el flanco de la colina –dijo–. Posiblemente las últimas lluvias la pusieron al descubierto. Creo que no tendrás muchas dificultades para traducir su contenido.
Los signos grabados en la tablilla pertenecían al caldeo arcaico, muy anterior al predominio de los reyes asirios, una lengua cuyos orígenes se perdían en la remota noche de los tiempos.
–«Te encuentras ante la Caverna del Sueño» –deletreé lentamente–. «Pero este sueño es muy diferente al de la Muerte, y de ello no deberá quedarte ninguna duda.»
Miré interrogativamente a mi amigo.
–¿Has entrado ya en la caverna? –le pregunté.
–Desde luego. Acompáñame y verás lo que he encontrado.
Apartamos los arbustos y nos introducimos por la estrecha boca, apenas suficiente para permitir el paso de una persona robusta. Pero una vez en el interior, Gil encendió una linterna y me encontré en un túnel relativamente ancho y, lo que era más de extrañar, bastante limpio. Las paredes parecían de roca y el nivel del piso descendía poco a poco, haciéndome comprender que la caverna se hundía gradualmente en las profundidades de la tierra.
–No hay ningún peligro –me animó Gil–. Sígueme.
Iluminados por la luz de la linterna, avanzamos a lo largo del túnel. No se advertía ningún respiradero visible, pero el aire se mantenía respirable, si bien con un ligero olor indescriptible, algo que nunca había sentido en el curso de anteriores excavaciones.
–Estas cavernas son muy antiguas, inconmensurablemente anteriores al nacimiento de Cristo –me iba explicando mi amigo–. Casi al final de este túnel tropecé con un pequeño derrumbamiento, que debí desescombrar. Y no te quepa duda que el origen de ese derrumbamiento está a dos milenios de nuestra época actual, por lo menos. Así, pues, ningún fraude puede haber en lo que encontré al otro lado.
–¿Qué es lo que encontraste? –no pude menos de preguntar.
Pero mi amigo no quiso responderme, dándome a entender que muy pronto podría descubrirlo por mis propios ojos. El túnel se curvaba ahora hacia la derecha, y los rayos de la linterna tropezaron de pronto con una masa de escombros apresuradamente retirados para dejar paso. Para mi sorpresa, una leve luminosidad azul parecía brotar del otro lado.
–¿Qué es eso? –pregunté, un tanto inquieto, pero Gil me empujó suavemente hacia adelante, haciéndome cruzar la barrera.
–Prepárate a recibir una gran sorpresa, Antonio –me dijo.
¡Y por Dios que la recibí! Apenas si pude darme cuenta de que ahora nos encontrábamos en una gran sala subterránea cuyo fondo no era alcanzado por los rayos de la linterna. Fue lo que había en esta sala lo que me hizo dudar de mi razón.
La luz azulada formaba una aureola impalpable en torno a un objeto alargado de metal igualmente azul, cuya naturaleza no pude descubrir. Unos pasos más me hicieron descubrir que el objeto alargado era en realidad un ancho ataúd abierto, en cuyo interior reposaba una momia.
Me volví hacia Gil, sin poder dar crédito a lo que mis ojos habían visto.
–¡Pero... pero... esto no puede proceder de dos mil años en el pasado! –le grité–. Esa gran caja de metal... esa luz...
–No, no puede proceder de las antiguas civilizaciones caldeas, tal como las conocemos –convino Gil–. Ni tampoco puede proceder de nuestra propia civilización moderna. Esto es el fruto de una técnica mucho más avanzada que la nuestra, de una civilización perdida que floreció antes del nacimiento de nuestra historia. Ven, acércate.
Me llevó cerca del objeto incomprensible, y entonces pude advertir que la luz azul rodeaba el ataúd metálico como un velo transparente pero material. Gil llevó mi vacilante mano hacia ese velo, y pude notar la dureza de un obstáculo impenetrable.
–La luz forma una barrera completamente sólida –dijo Gil–. He intentado quebrantarla por todos los medios, pero me ha sido imposible. Quienes construyeron el dispositivo disponían de una sabiduría al lado de la cual nuestra ciencia apenas es otra cosa que una barbarie.
–¡Seres de otros planetas! –exclamé.
–Quizá.
Retrocedí un par de pasos, y de pronto pude darme cuenta de toda la importancia de aquel descubrimiento.
–¡Gil! –grité–. ¿Te das cuenta de lo que esto significa? Nuestros nombres serán famosos en los anales de la Ciencia. ¡Escucha! Por primera vez el hombre moderno entra en contacto con una técnica superior a la suya, llegada del espacio o de los abismos del pasado, no lo sé. ¿Te das cuenta...? –la enormidad del hecho acalló mi voz.
Pero mi amigo negaba con la cabeza.
–No, Antonio –dijo gravemente–. Recuerda tu juramento.
La sorpresa me hizo recobrar el habla inmediatamente.
–¿Mi... juramento? –tartamudeé–. Por amor del Cielo, ¿quieres decir que no vas a informar... acerca de este fantástico descubrimiento?
–Este descubrimiento puede ser importante para el mundo –dijo Gil–. Pero lo es mucho más para mí, amigo Antonio. Encontré otra tablilla, ésta de metal, en la que se descubren... Pero mejor es que la veas tú mismo.
Rodeó el inquietante objeto aureolado de luz azul y regresó un instante después con una placa de aquel extraño metal desconocido.
Me sorprendió la ligereza de la tablilla. Sus caracteres eran similares a los de la otra, por lo que fui capaz de traducirlos sin dificultad.
«Cuando la línea roja y el punto queden unidos, el fuego azul se extinguirá. Y todos aquellos que, vestidos con venda de lino, se tiendan en el lecho del Sueño, dormirán al abrigo de la vejez y de la muerte, navegando a través de las edades. Y despertarán en un tiempo extraño para ellos, maravillándose con lo que allí habrán de contemplar sus ojos.
Gil no me dio tiempo a meditar sobre aquella extraña inscripción. Me cogió de la mano y me llevó al otro lado del ataúd.
–¡Mira! El punto rojo y la línea roja de que habla la tablilla.
En un costado del extraño féretro podía verse una circunferencia de color blanco, destacándose del metal azul que la rodeaba. El diámetro de la circunferencia estaba trazado en forma de una fina línea rojiza, y sobre aquélla, dibujado o grabado en el azulado material, destacaba un punto rojo y brillante.
–La circunferencia blanca gira lentamente –anunció Gil–. Lo he comprobado con un visor milimétrico, y también he calculado su período de rotación. Dentro de veintitrés días, el extremo del diámetro rojo coincidirá con el punto rojo que hay encima...
–¿Y qué crees que sucederá entonces? –le pregunté.
Gil sonrió, y sus ojos brillaron con aquel fuego aventurero que yo tan bien conocía.
–¿No has entendido lo que la tablilla de metal dice, Antonio? –dijo–. «...dormirán al abrigo de la vejez y de la muerte, navegando a través de las edades...». ¿No lo comprendes? El ocupante del ataúd no está muerto, Antonio. ¡Está en estado de hibernación, conservado por la máquina hasta su despertar en un tiempo futuro!
Retrocedí un paso, espantado.
–¡Así que es eso lo que quieres! –exclamé.
La mano de Gil cayó sobre mi hombro.
–¡Eso es lo que quiero! Esta época no es la mía, Antonio. Pertenezco al pasado, o si no al remoto futuro, cuando los hombres naveguen entre las estrellas. No sé quién construyó la máquina, ni el propósito de la misma. Tal vez una astronave naufragó en nuestro planeta hace dos millares de años y su ocupante decidió hibernar hasta que la embrionaria humanidad hubiera sido capaz de construir astronaves propias... que le llevaran de regreso a su hogar en las estrellas. No lo sé ni me importa... tan sólo sé que aquí tengo la oportunidad de realizar mi sueño.
Tragué saliva mientras el horror invadía mi mente al darme cuenta de que mi amigo hablaba en serio, de que verdaderamente pretendía embarcarse en aquella loca aventura.
–¿Es que te has vuelto rematadamente loco? –estallé al fin–. ¿Qué sabes tú de la verdadera naturaleza de ese artefacto? Si tu teoría es cierta, ese hombre que yace ahí dentro es un ser extraterrestre, con distinto metabolismo al tuyo. Tal vez antes de introducirse en el ataúd debió tomar alguna droga, prepararse médicamente de alguna manera... ¡Si te tiendes a su lado eso puede significar la muerte inmediata para ti!
–¡No! –rechazó mi amigo–. Existe la invitación. Antes de poner en marcha el aparato, el constructor grabó una tablilla en el lenguaje que los humanos hablaban en la época, les invitó a unirse a su aventura, a viajar al más lejano futuro de su propio planeta. ¿No lo has leído? Ese mensaje va dirigido a los hombres de todas las épocas... va dirigido a mí. ¡Escucha! ¿Y si el ser del ataúd no fuera un extraterrestre, sino simplemente un aventurero de la antigüedad que sintió las mismas inquietudes que yo, y que se embarcó voluntariamente en esta travesía temporal? ¿Y si el constructor, humano o no, se limitó a dar a los hombres un camino, una puerta hacia el futuro, a donde su fantasía y su deseo de aventuras les llamaba?
»No, Antonio, no tengo derecho a rehusar. Y más aún, si tú quieres... puedes acompañarme en esta odisea. El recipiente, el ataúd, como quieras llamarlo, es muy ancho y en él podremos caber los tres...»
La monstruosa proposición logró ponerme los pelos de punta. Entrar en aquel féretro diabólico que podía matarme o, peor aún, proyectarme hacia un mundo extraño, un futuro poblado por monstruos, por gentes inhumanas dueñas de una ciencia inimaginable, pero completamente ajenas a mi forma de pensar y de vivir...
–¡Nunca lo haré! –grité–. ¡Y te impediré cometer esa locura!
–Antonio –la voz de Gil era ahora seca–. No hubiera querido recordártelo, pero tienes una deuda conmigo. Recuerda aquella otra caverna, en Marruecos. De no ser por mí ahora estarías muerto, y en recuerdo de ello te pido, ¡te exijo!, que me ayudes. No te obligo a seguirme, pero necesito tu ayuda para emprender yo mismo el viaje. Estás obligado a prestármela.
Me eché hacia atrás un paso, luego dos. Y luego mi mente asumió todo el significado de las palabras de Gil. Sí, estaba en deuda con aquel hombre, y debía ayudarle a cumplir su voluntad. Todo ser humano tiene el derecho de elegir su propia vida y también, si puede, su propia muerte. Si todos los sueños y esperanzas de mi camarada se hallaban en aquel viaje insensato, no era yo quién para destruirlos o frustrarlos.
–Está bien, Gil –dije firmemente–. Cuenta conmigo.
Sentí el férreo apretón de manos de mi amigo, y en el acto éste empezó a explicar su plan.
–No sé cuánto tiempo se mantendrá apagada la luz azul, pero sospecho que muy poco, quizá sólo unos segundos. Creo que el tiempo está abolido en el interior de la aureola luminosa, y eso es lo que protege al durmiente y al mismo tiempo nos impide el paso al interior. Cada tres meses la barrera se abre, el tiempo vuelve a correr y el durmiente envejece unos segundos. Esos son los segundos que yo debo aprovechar para tenderme a su lado.
»La tablilla habla de vendas de lino. Las conseguiré y, con tu ayuda, me vendaré todo el cuerpo a semejanza del que yace ahí dentro. Todo debe estar ejecutado al segundo, o tendremos que esperar otros tres meses antes de intentarlo otra vez. Una vez restablecida la barrera, volarás la boca de la cueva para que nadie pueda interrumpir nuestro sueño. Yo dejaré aquí dentro una buena cantidad de dinamita debidamente protegida, por si necesito abrirme camino hacia afuera cuando llegue la hora de mi definitivo despertar...
Así, en la obscura caverna donde lucía un objeto no construido por manos humanas, me fue revelando el plan del más demencial viaje que mente de hombres pudiera planear. Un viaje a través del tiempo en pos de un quimérico futuro de gloria y aventura...
Gil había traído la dinamita y un juego de pico y pala, para abrirse camino desde lo más profundo de la caverna, hacia el mundo exterior de los hombres del futuro. Yo le había aguardado intranquilo, en la boca de la caverna, preparado para desempeñar mi papel en el juego.
¡Había llegado el gran día! Según los cálculos de Gil, dentro de unas horas la línea roja coincidiría con el punto del mismo color y la barrera de luz azul se abriría ante nosotros. Todo había sido preparado perfectamente y si algo fallaba, no seríamos nosotros los culpables.
Cuando llegamos a la sala subterránea, ya la línea rozaba el punto fatídico. Gil se despojó de sus vestiduras y yo le ayudé a envolverse en las vendas de lino, hasta asemejarse en todo al ser que yacía dentro del aparato, vagando a través de los tiempos.
–Adiós, Antonio, viejo amigo –me dijo Gil, abrazándome; su voz sonaba extraña y apagada a través de los vendajes que cubrían su rostro–. Acabe como acabe esta aventura, mi agradecimiento por ti será eterno.
Sentí un nudo en la garganta mientras golpeaba su espalda cubierta también de tejido. Pero en el instante siguiente surgió una vibración indescriptible que llenó la sala entera. ¡La luz azul empezó a desvanecerse!
–¿Ha llegado el momento? –preguntó Gil, ciego tras las vendas que cubrían sus ojos.
–La luz se está apagando –asentí–. Vamos.
Cuando llegamos junto al artefacto ya no quedaba rastro de luz azul. La única iluminación de la caverna era proporcionada por la linterna de mi amigo, colocada en el suelo. Rápidamente, como habíamos ensayado una y otra vez, coloqué a Gil tumbado al borde del ataúd, paralelamente al ser del interior.
–¡Adiós, Antonio! –gritó de nuevo mi amigo.
–¡Adiós, Gil! –respondí.
Y le empujé al interior, saltando luego hacia atrás.
Recuerdo claramente que en el último momento sentí un atisbo de extrañeza ante algo que advertí. El cuerpo del ser dormido era «exactamente de las mismas proporciones» que el de mi amigo. Pero no tuve tiempo de establecer ninguna conclusión, pues lo espantoso se produjo en aquel preciso instante.
Cayó el cuerpo de Gil hacia el del desconocido durmiente «y en el mismo momento el cuerpo del durmiente saltó a su encuentro». Ambas figuras vendadas chocaron de costado, se interpenetraron... ¡y las dos se desvanecieron como sendas volutas de humo!
Durante una décima de segundo quedé contemplando el maligno aparato, ahora completamente vacío, sin que mi mente aceptara lo que había visto. Y en la décima de segundo siguiente, cuando ya mi boca se abría para gritar, una terrible vibración estalló en el artefacto, lanzándome hacia atrás al mismo tiempo que la linterna se apagaba y todo quedaba envuelto en tinieblas.
Dios me sirva de testigo de que en aquella terrible obscuridad me pareció oír una demoníaca risotada y creí ver el fulgor de dos espantosos ojos amarillentos, situados a una gran altura sobre mi cabeza y con una separación monstruosa entre ellos. Rodé y rodé por el suelo, gritando sin parar, hasta quedar acurrucado en un rincón, con los brazos ocultándome puerilmente el rostro y la mente sumida en un océano de terror.
Nada se movía en la sala y fue así que finalmente conseguí tranquilizarme y abrir los ojos en las tinieblas. Ningún maligno par de ojos lucía en la obscuridad, de manera que llegué a convencerme de que todo había sido efecto del terrible choque. Me arrastré lentamente hacia donde habíamos dejado nuestros equipos y logré empuñar la linterna de reserva, iluminando con ella la sala subterránea.
Nada había en ella. Ningún monstruo gigantesco me amenazaba, ni ser viviente alguno se advertía en toda la extensión de la gran caverna. También había desaparecido el artefacto, junto con Gil y el enigmático ser con el que su cuerpo se había fundido. Ningún rastro quedaba de su anterior existencia.
Llamé a mi amigo con todas mis fuerzas, haciendo resonar ecos burlones en las paredes de roca. Y luego perdí la cabeza y decidí vengarme en la caverna entera, en el túnel que nos había conducido hasta ella y en la misma colina que la contenía.
No hubiera sido buen arqueólogo si no hubiese tenido conocimientos de geología. Y así fue como coloqué las cargas de dinamita en los puntos que me parecieron más vulnerables de todo el complejo subterráneo. Empleé todo el explosivo, el destinado a cerrar la caverna y el que Gil se había reservado para su posible salida al exterior, en los tiempos futuros que nunca habría de alcanzar. Trabajé con la eficacia del maníaco y cuando, ya fuera de la caverna, produje la explosión a distancia, nada quedó de aquellas aborrecibles estancias subterráneas, barridas y sepultadas por toneladas y toneladas de roca y tierra desprendida. Antes de que nadie llegara al lugar de la explosión, yo ya emprendía el camino del campamento, dando un rodeo para evitar cualquier posible y enojoso encuentro.
La aventura había terminado, y nunca más volvería mi amigo Gil a conversar conmigo en los apacibles atardeceres ni a tomarme por confidente de sus inquietudes y soñadas aventuras.
Tales son los hechos que realmente sucedieron, y creo firmemente que nadie jamás encontrará la explicación exacta de los mismos. Pero yo, en el curso de estos siete años he creído forjar una teoría. Una teoría tan loca como la misma realidad que viví, pero que incluye hechos como la desaparición de los dos cuerpos al chocar entre sí, la extraña semejanza de los mismos y la impenetrabilidad de la barrera azul.
Y también la tablilla. Porque como único recuerdo de mi increíble aventura conservé la tablilla de metal azul que Gil encontró junto al artefacto de la cueva. Algunos científicos han examinado el metal de que está compuesta y no han sabido darme su nombre, quedando intrigados ante su incapacidad para analizarlo. Pero eso no me importa.
Tan sólo me interesa el mensaje que la tablilla encierra, la inscripción que he leído y releído cientos de veces, hasta vislumbrar todos sus posibles significados, «...dormirán al abrigo de la vejez y de la muerte, navegando a través de las edades...» Sí, navegando a través de las edades... ¿pero en qué dirección?
Gil había querido navegar hacia el futuro, pero no lo había logrado. ¿Y si el artefacto lo hubiera lanzado «hacia el pasado»? ¿Y si el enigmático durmiente no hubiera sido otro «que el propio Gil en su camino hacia el pasado»?
Había visto yo dos cuerpos lanzándose uno contra el otro hasta fundirse entre sí y desaparecer. O bien había visto otra cosa muy distinta, el cuerpo de mi amigo caer hasta mitad de camino del fondo del ataúd, con el tiempo corriendo hacia adelante y luego, pasada la línea media, el mismo cuerpo llegando al fondo del ataúd, «pero con el tiempo corriendo hacia atrás».
Las implicaciones de mi teoría eran ciertamente enloquecedoras, pero inevitables. Gil había penetrado en el artefacto y había comenzado el largo sueño de hibernación que deseara, pero hacia el pasado, cada vez más atrás en el curso del tiempo. Habían coexistido dos Gil distintos, uno en el exterior de la barrera azul y otro en el interior, ambos coincidentes en el presente, pero uno de ellos avanzando en dirección pasado-presente-futuro y el otro retrocediendo en sentido futuro-presente-pasado. ¿Qué de extraño había en que la barrera de luz azul fuera impenetrable... en ambos sentidos?
Así, pues, el artefacto no había sido un regalo dejado a la humanidad para permitirle el viaje al futuro, sino un anzuelo lanzado precisamente desde el pasado para «pescar» un ser aventurero y decidido y traerlo a las épocas arcaicas. Quizá por aquel monstruoso ser que creí entrever en la caverna, al aparecerse para gozar de su triunfo. ¿Con qué designios? Quizá simplemente por curiosidad, puede que por simple juego.
¿Y cuál fue el destino de mi amigo? También para eso creo tener una respuesta. Mi camarada Gil, Gil Gámez Montalbán, «Gil Gámez» había deseado una vida de aventuras heroicas, de hazañas legendarias. Y precisamente las más arcaicas leyendas de la Humanidad narran la historia de un héroe maravilloso, del primer gran aventurero de la historia, cuyas aventuras se desarrollaron precisamente en la Mesopotamia primigenia, en los tiempos de las primeras civilizaciones protocaldeas. Un héroe domeñador de dragones, conquistador de ciudades, buscador de la inmortalidad. «La leyenda de Gilgamesh».
¿Gilgamesh? ¿Gil Gámez? Tal ver una simple coincidencia fonética, pero en ocasiones pienso que quizá aquel gigantesco ser de la caverna no fuera tan maligno como al principio me pareció. Pienso que quizás mi amigo Gil Gámez Montalbán ha alcanzado el mundo al que en realidad pertenecía y en el que sus más locos sueños y anhelos se han convertido en realidad. Un mundo de gloria y aventura en los tiempos arcaicos de la Historia, cuando la humanidad era joven y violenta y las más increíbles hazañas eran posibles para los héroes de corazón ígneo que tuvieran la fuerza y el valor de intentarlas.
El mundo soñado por mi amigo, y que de todo corazón deseo que haya sido el que sus ojos vislumbraran al abrirse de nuevo en el mágico escenario de la Caverna del Sueño.