domingo, 5 de octubre de 2025

Destino. John Solís Rodríguez.

Hoy, que esperaba verte aparecer con la armadura de hojalata y espadín oxidado, en que ansiaba ver la enjuta figura y las barbas desaliñadas. Justo hoy, en que comprendí que la mayor de las quijotadas es el amor, ya no viniste.

Dulcinea.



 

jueves, 2 de octubre de 2025

100% algodón. David James Poissant.

La noche es fría. Los edificios son altos. El cielo, salvo donde hay estrellas, es negro. Negro como las piezas negras del juego de damas o los rescoldos de la madera después del fuego.
También debería mencionar que hay un arma de gran calibre apuntándome a la cara.
Y como hay un arma de gran calibre apuntándome a la cara las cosas se aceleran como en los documentales sobre la naturaleza, cuando la semilla se abre, brota, saca un tallo y crecen hojas en menos de diez segundos.
Las cosas se están acelerando de esa manera. Las estrellas giran centrifugadas más allá de los edificios. La luna sube, baja, vuelve a subir. Y entonces las cosas se lentifican muchísimo.
—Si no quieres que te vean muerto con esa remera —dice—, será mejor que te la saques.
El tipo del arma no bromea. Yo no sé nada de armas de fuego, pero esta es grande. Parece de esas que tienen un montón de balas, las que dejan tu cadáver irreconocible cuando llegan los policías, lo cual está muy bien porque a mí no me va a extrañar nadie, no queda nadie en este planeta que gira como un trompo que vaya a desmayarse cuando el forense levante la sábana y descubra mi cara cosida a balazos.
El arma me apunta porque el tipo me pidió la billetera y yo le dije que no.
—No —dije yo.
Y él dijo:
—¿Cómo te gustaría morir?
Yo dije:
—Bueno, no me gustaría morir con esta remera puesta.
Lo cual no es exactamente cierto. Si yo no hubiera querido que me mataran con esta remera puesta, no me la habría puesto. Pero parecía adecuada para la ocasión. Es negra y tiene bordado el emblema de la calavera cruzada por huesos en el bolsillo, el mismo que aparece impreso en las botellas, de esas que tienen tapas a prueba de niños y viejos.
Tal vez la calavera y los huesos no hayan sido una elección inspirada, pero qué mierda. Elige con qué remera quieres morir.
Al tipo del arma no le gustó el tono de mi voz.
—No me gusta tu tono —dijo. No captó mi pedantería, no se dio cuenta de que era a propósito, así que volví a decirlo, eso de que no quería morir con esta remera puesta, y entonces me dijo que me la sacara. Cosa que seguro te atraviesa como una bala.
Me saqué la remera por la cabeza. Me arrodillé y la doblé sobre la vereda, un rectángulo perfecto como-de-tienda-de-ropa. Si uno trabaja cinco años en Gap realmente aprende a doblar prendas.
—Se ve que nunca te asaltaron —dice el tipo del arma.
Podría decirle la verdad, que es la tercera vez esta semana, que durante meses miré los noticieros locales para descubrir la intersección de Atlanta donde fuera más probable que me atacaran. Que elegí esta calle en este barrio para andar todas las noches. Que me pegaron, me insultaron y me robaron. Perdí dos billeteras, un reloj, mi teléfono, pero ninguno tiró del gatillo porque resulta ser que lo que quieren en realidad no es sangre: es dinero.
Decidí que la desobediencia era mi mejor opción.
Anoche canté, bailé un poco. My milk shake brings all the boys to the yard! La canté a grito pelado, meneando las caderas, pero lo único que conseguí fue espantar al ladrón. Ni siquiera esperó que le diera el dinero.
Pero este tipo. Este tipo da la sensación de que no le importaría vaciarte un cargador en la frente si encontraras las palabras correctas para provocarlo.
—La billetera —dice—. Ahora.
Estoy de rodillas. La remera es lo único que hay entre sus pies y yo. Estamos en la oscuridad donde me asaltó, pero la luz de la luna alcanza a iluminar la calavera, que no es del mismo material que el resto de la remera, sino de algo más firme, gomoso, como las calcomanías que se pegan con una plancha en el suéter de un chico.
Señalo la remera.
«Cien por ciento algodón», digo en lenguaje de signos. El inglés es mi primera lengua. La segunda es el lenguaje de señas.
El tipo mira a su alrededor. Se está poniendo nervioso.
Así fue como murió mi padre.
Mi padre nació sordo y me enseñó su lenguaje, aunque no era su lenguaje, al menos no lo fue durante muchos años. En la historia de este país hubo un tiempo en que el lenguaje de señas no estaba permitido y a los sordos les enseñaban a hablar en lenguas, a emitir sonidos que no podían escuchar cuando salían de sus labios, como si los Estados Unidos en pleno tuviera miedo de las manos, de lo que los sordos pudieran hacer con un lenguaje propio.
Mi padre encontró la felicidad con una mujer sorda que le enseñó a hablar con el cuerpo. Se quedó con él justo lo suficiente para darle un hijo. Él nunca se volvió a casar. Murió el año pasado cuando un hombre le pidió la billetera. Papá siguió caminando y el hombre le disparó.
—¿Tu padre no sabía leer los labios? —pregunta la gente, como si la respuesta a esa pregunta determinara de quién es la culpa de que esté muerto.
Se levanta viento. A falta de remera, se me pone la piel de gallina. La vereda me lastima las rodillas.
—Voy a hacer una cuenta regresiva desde cinco —dice el tipo—. Cinco.
En Gap yo leía las etiquetas para aprender de qué material estaba hecha la prenda con solo tocar una manga. Incluso podía reconocer las mezclas de algodón y poliéster, errándole en menos de un diez por ciento a la proporción de la mezcla.
Mi remera, entre nosotros, se ve solitaria y me pregunto si mi padre habrá caído así, si se dobló o se arrugó como una remera arrojada al suelo.
«Lavar en lavarropas con agua tibia, con colores similares», digo en lenguaje de señas.
—Cuatro.
Yo no sé si mi padre malinterpretó a su asesino, si vio el arma, si siguió caminando sabiendo lo que iba a ocurrir.
«Ciclo suave», digo en lenguaje de señas.
—Vamos —dice el tipo. Su pulgar salta. Algo hace clic en el arma. Da un paso hacia mí y casi pisa la remera. Tienes borceguíes negros con cordones.
Esto no va a durar mucho tiempo.
—Tres.
Ustedes quieren saber por qué quiero morir, ¿pero podría darles una respuesta lo suficientemente buena para ustedes, que quieren vivir?
Poner en palabras algo así es como tratar de explicar lo que separa a la gente, lo que nos impide comunicarnos —quiero decir, comunicarnos de verdad— unos con otros.
Pasamos los días con las manos a los costados del cuerpo, y creo que es eso lo que nos arresta, lo que mantiene a la gente a raya, y tal vez sea eso mismo lo que hizo que mi madre se colgara del cuello con una soga anaranjada de las vigas del ático.
Tal vez sea lo que me canta al oído que la siga.
Ella no tuvo miedo de hacerse a sí misma lo que yo le estoy pidiendo a otro que me haga a mí.
«Secado en ciclo delicado», digo en lenguaje de señas.
Si caigo hacia adelante, mi cabeza caerá sobre la remera como si fuera una almohada. Estoy listo.
—Dos.
Nosotros hablamos en sueños, y los sordos también. Algunas noches me metía en el cuarto de mi padre y lo veía mover las manos sobre el pecho, hablando en lenguaje de señas. Era el lenguaje de los sueños, incomprensible, pero era hermoso. Sus manos subían y bajaban como pájaros al ritmo de su respiración.
—Uno.
Salvo que a veces, a veces irrumpía el sentido. Una transmisión. Mi padre, que pasó su vida extrañando a mi madre, hacía ese signo: los dedos índices llamando, después las manos agarrando el aire y llevándoselo al corazón.
Cierro los ojos y está ahí, el cañón del arma, hielo entre mis ojos.
Quiero gritar. Contengo el aliento.
Espero.
Espero.
Ustedes quieren saber lo que decía mi padre; yo se los voy a decir. Es lo que grito cuando el tipo del arma renuncia, cuando vuelve a meter el arma en el bolsillo de su chaqueta. Es lo que les grito a sus talones que rebotan contra la vereda.
Es mi voz hablándole al tipo del arma y son las manos de mi padre hablándole a mi madre en la noche, llamando: vuelve. Vuelve. Vuelve.

El cielo de los animales, 2017.

miércoles, 1 de octubre de 2025

El contenido del canto. Isar Hasim Otazo.

Las sirenas estaban rodeadas de una pila de huesos humanos putrefactos, cubiertos de piel seca. Ese dato, sin verificar, dio lugar a la leyenda de que su pérfido canto perdía a los hombres. Pero, en realidad, las sirenas sólo dicen la verdad. Por eso, casi todos se tapan los oídos ante ellas, no vaya a ser que la verdad les haga daño; hay otros, muchos menos, que se atreven a oír la verdad, pero aferrados al mástil de sus certezas, de las que piden no ser arrancados, no importa lo que supliquen durante la experiencia; y, finalmente, hay otros, demasiado escasos, que corren el riesgo de ir hacia las sirenas y escuchar la verdad, a sabiendas de que la partida tiene consecuencias incalculables.


domingo, 21 de septiembre de 2025

Como tú. León Felipe.

Así es mi vida,
piedra,
como tú. Como tú,
piedra pequeña;
como tú,
piedra ligera;
como tú,
canto que ruedas
por las calzadas
y por las veredas;
como tú,
guijarro humilde de las carreteras;
como tú,
que en días de tormenta
te hundes
en el cieno de la tierra
y luego
centelleas
bajo los cascos
y bajo las ruedas;
como tú, que no has servido
para ser ni piedra
de una Lonja,
ni piedra de una Audiencia,
ni piedra de un Palacio,
ni piedra de una Iglesia…
como tú, piedra aventurera…
como tú,
que, tal vez, estás hecha
sólo para una honda…
piedra pequeña
y
ligera…

Versos y oraciones del caminante, 1920.

lunes, 15 de septiembre de 2025

El cura que vivía en el piso de arriba. Jose Luis Coll. El hermano bastardo de Dios, (fragmento).

El cura que vivía en el piso de arriba era el capellán de las “Hermanitas de los Pobres”, unas monjas de manos sabañonadas y sonrisa de escayola, que iban gastando sus vidas en aliviar la poca que les iba quedando a un centenar de ancianos de ambos sexos, en un arcaico caserón monacal, junto al seminario.
Don Enrique -tal era el nombre del capellán- me llevó de monaguillo, a ruegos de mi abuela, que nunca me negaba nada. En poco tiempo aprendí el oficio, en lo teórico y en lo práctico: cuándo había de cambiar el misal, cómo ayudar a vestir al ministro, y la difícil destreza en el manejo de la campanilla, para obtener un sonido puro y no redundante. Y las equilibradas cantidades de agua y vino sobre el cáliz en las que, parece ser, sin mala intención por mi parte, siempre ponía menos vino que agua, por más vino que pusiera.
Los ancianos estaban separados de las ancianas, sin duda para evitar tentaciones, por largos corredores, que más parecían carreteras que pasillos, en cuyos techos, muy de cuando en cuando, se adivinaba la presencia de una bombilla anémica y ahorradora.
Las monjas trataban a los inquilinos con amor, pero un amor seco y disciplinario. Los manejaban como a objetos transeúntes, confundiendo valor y precio, ensordadas o ensordecidas ante la constante cantinela de “¿Cuándo vienen mis hijos por aquí?” o “¿Por qué no puedo estar en la misma sala de mi marido?”
Una mañana, o una tarde -pues allí dentro no había color de fuera-, don Enrique me dijo que le acompañara a la sala de los enfermos, donde había de impartir varias extremaunciones, ese óleo sagrado que se impregna en los pies del moribundo, acaso para hacer más amable su pisada en la nueva vida. 
Unidos, casi pegados, los de corto plazo y los inminentes. Las miradas aleladas y semejantes, mitad aquí, mitad allí. Las bocas sucias y feas, desdentadas, bajo unos ojos llenos de posos y telarañas. Los pelos, los pocos pelos, prendidos con alfileres de cabeza negra, en una anarquía del “ya da igual”. Las voces, con filtros de carraca, salían más del vientre que de la garganta. Una garganta cubierta por unas cuerdas de pellejo amojamado. Y las manos violetas, adornadas por tubos de venas gordas, sobre cinco tiras de huesos que un día tuvieron carne.
-Hijo mío, voy a darte la extremaunción.
-¿Es que me voy a morir, don Enrique?
-No, pero por si acaso. Hay que estar prevenido.
-¿No puede esperar unos días, hasta que lleguen mis hijos?
-La muerte no espera a nadie.
-¡Chorra, entonces es que me voy a morir!
-No hables mal, hijo. A Dios no le gustan esas cosas.
-¡Mira tú si la leche! ¡Póngase usté en mi lugar!
-Vamos, vamos, cálmate y saca los pies.
-¡Que no me sale…! ¡A mí ni me acerque el botecillo, que le sacudo una patá que lo estampo!
Don Enrique me miró:
-¿Y tú de qué te ríes?
-Equm spiritu tuo -contesté como un idiota.
Y fuimos ante otra cama.
-Hijo mío, voy a darte la extremaunción.
-Ya se me hace a mí raro que los curas den algo.
-Debes estar preparado, por si acaso el Señor te llama a su lado.
-¡Ojalá, porque aquí no cabe ni Dios!
-Debes tener más respeto por las cosas divinas.
-Pero bueno, don Enrique, ¿a que todo esto de la religión no son más que filfas? O sea, que yo he podío ser el mismísimo demonio toa mi vida, y ahora me pone usté una miaja de aceitillo en las plantas de los pies, y a correr con los angelitos, ¿no? Ande, ande…
-Debes tener fe. No querrás presentarte ante el Señor con el alma sucia, ¿verdad?
-Yo no quiero presentarme de ninguna de las maneras. ¡Que se presente Él, que ya va siendo hora! ¡Nos ha jodío mayo con no llover a tiempo! ¡Ustés tó lo arreglan con rezos y leches!
-Este mundo no es nada, hijo. Lo que importa es alcanzar el Cielo.
-Pues le voy a decir lo que decía mi tía Gerarda, don Enrique, que “muy bien se estará en el Cielo, pero como en casa de uno…”
No pude evitar otro golpe de risa, esta vez adornado por un moco que casi me apaga la palmatoria
-¡Jodío niño! ¡Te voy a sacudir con el brevario!
-¡Esa boca, don Enrique, que está usté de uniforme…!

 

El hermano bastardo de Dios, 1984.

sábado, 13 de septiembre de 2025

Discreción unilateral. Mónica Brasca.

El traductor guardó en su maletín, bajo llave, la palabra que había omitido y se marchó de la reunión cumbre, seguro de haber puesto fin al eterno conflicto entre aquellos dos países.


 

miércoles, 3 de septiembre de 2025

Asamblea Divina. Felipe Parejas.

Después de varios siglos de debate celestial, se terminó de redactar el último artículo de la constitución divina: el castigo para los suicidas sería, simplemente, la vida eterna.