Algunos
pensamientos, apuntados en distintos momentos, sobre la opresión, la
revolución y la imaginación.
LA
ESCLAVITUD
Mi
país se unió en una revolución y casi acabó roto por otra.
La
primera revolución fue una protesta contra una explotación social y
económica mortificante, estúpida, pero relativamente moderada. Fue
casi totalmente exitosa.
Muchos
de los que hicieron la primera revolución practicaban la forma más
extrema de explotación económica y opresión social: eran
propietarios de esclavos.
La
segunda revolución estadounidense, la Guerra Civil, fue un intento
por preservar la esclavitud. Tuvo éxito parcialmente. Se abolió la
institución, pero en Estados Unidos se siguen pensando unos cuantos
pensamientos con la mente del esclavista y la mente del esclavo.
LA
RESISTENCIA A LA OPRESIÓN
Phillis
Wheatley, poeta y esclava liberada, escribió en 1774: «En todo
pecho humano, Dios ha implantado un principio que llamamos el amor de
la libertad; no tolera la opresión, y ansia la liberación».
Esa
frase me parece tan cierta como que el sol brilla. Todo lo que es
bueno en las instituciones y la política de mi país depende de
ello.
Y
sin embargo veo que, aun cuando amamos la libertad, toleramos en gran
medida la opresión y hasta negamos la liberación.
Me
parece peligroso insistir en que nuestro amor por la libertad siempre
pesa más que cualquier fuerza o inercia que nos impida oponer
resistencia a la opresión y buscar la liberación.
Si
niego que hay gente fuerte, inteligente y capaz que desea y acepta la
opresión, tomo a los oprimidos por débiles, estúpidos e ineptos.
Si
fuera cierto que la gente superior se niega a ser tratada como
inferior, se seguiría que quienes ocupan los órdenes más bajos
realmente son inferiores, pues, de ser superiores, protestarían;
dado que aceptan una posición inferior, son inferiores. Se trata del
argumento cómodamente tautológico del esclavista, el reaccionario
social, el racista y el misógino.
Es
un argumento que aún hoy acosa al examen del Holocausto hitleriano:
¿por qué «subieron a los trenes» los judíos? ¿Por qué no
«lucharon»? Una pregunta que —así formulada— es incontestable
y puede ser utilizada por el antisemita para dar a entender que los
judíos son inferiores.
Pero
el argumento también seduce al idealista. Muchos estadounidenses
liberales y conservadores de conciencia humanitaria albergan la
convicción de que todas las personas oprimidas sufren de un modo
intolerable la opresión, deben estar dispuestas a rebelarse y
ansiosas por hacerlo y, si no lo hacen, son moralmente débiles o
incurren en un error moral.
Yo
creo de manera categórica que toda persona que se considere racial o
socialmente superior a otra o le confiera una condición de
inferioridad está equivocada. Pero algo muy distinto es juzgar de
manera categórica y negativa a las personas que aceptan la condición
inferior. Si digo que se equivocan, que la moral exige que se
rebelen, me corresponde examinar qué opciones reales tienen, si
actúan por ignorancia o convicción, si tienen alguna oportunidad de
reducir su ignorancia o cambiar sus convicciones. Hecho el examen,
¿cómo puedo decir que están en falta? ¿Acaso son ellos, y no los
opresores, los que hacen el mal?
La
clase dominante siempre es reducida, los órdenes inferiores son
mucho más numerosos, incluso en una sociedad de castas. Los pobres
siempre superan en gran medida a los ricos. Los poderosos son menos
numerosos que aquellos sobre los que ejercen el poder. Los hombres
adultos tienen una posición dominante en casi todas las sociedades,
aunque siempre son menos numerosos que las mujeres y los niños. Los
gobiernos y las religiones aprueban y mantienen la desigualdad, el
rango social, el rango de género y el privilegio, total o
selectivamente.
La
mayoría de la gente, en la mayoría de los sitios, en la mayoría de
las épocas, pertenece a una condición inferior.
Y
la mayoría de la gente, aun hoy, aun en el «mundo libre», aun en
la «tierra de la libertad», cree que ese estado de cosas, o algunos
de sus elementos, son naturales, necesarios e inmutables. Sostienen
que así ha sido siempre y que por lo tanto así debe ser. Puede
tratarse de convicción o ignorancia; con frecuencia, se trata de
ambas cosas. A lo largo de los siglos, la mayoría de la gente de
condición inferior no tenía manera de saber que existía o podía
existir cualquier otra forma de organizar la sociedad: que el cambio
era posible. Solo aquellos de una condición superior han tenido
conocimientos suficientes como para saberlo; y su poder y sus
privilegios se verían amenazados si cambiara el orden de las cosas.
La
historia no ofrece una guía moral fiable en estas cuestiones, porque
la historia está escrita por la clase superior, los instruidos, los
empoderados. Pero no queda más remedio que remitirse a la historia y
a la observación de los sucesos presentes. De acuerdo con esas
pruebas, las revueltas y rebeliones son raras, las revoluciones
sumamente raras. En casi todas las épocas, en casi todos los
lugares, una mayoría de mujeres, esclavos, siervos, castas
inferiores, descastados, campesinos, trabajadores, una mayoría de
personas definidas como inferiores —es decir, la mayoría de las
personas— no se han rebelado contra quienes las despreciaban y
explotaban. Resisten, sí; pero su resistencia tiende a ser pasiva, o
tan indirecta y enraizada en el comportamiento cotidiano que resulta
casi invisible.
Cuando
se registran las voces de los oprimidos y las clases bajas, algunas
son llamadas a la justicia, pero la mayoría son expresiones de
patriotismo, alabanzas al rey, promesas de defender la patria, todas
en leal apoyo del sistema que les resta poder y de quienes se
benefician con ello.
La
esclavitud no habría existido en todo el mundo si los esclavos se
hubieran alzado a menudo contra sus amos. La mayoría de los
propietarios de esclavos no acaban asesinados. Son obedecidos.
Los
trabajadores ven cómo el director de su empresa cobra un sueldo
trescientas veces superior al suyo y se quejan, pero no hacen nada.
En
la mayoría de las sociedades las mujeres mantienen las premisas y
las instituciones de la supremacía masculina, se someten a los
hombres, los obedecen (abiertamente) y defienden la superioridad
innata de los hombres como un hecho natural o un dogma religioso.
Los
hombres de extracción baja —jóvenes y pobres— luchan y dan la
vida por el sistema que los mantiene en el escalón más bajo. La
mayoría de los incontables soldados muertos en las incontables
guerras libradas para mantener el poder de los soberanos de una
sociedad o de una religión han sido considerados inferiores por esa
misma sociedad.
«No
tienes nada que perder, salvo tus cadenas», pero preferimos
besarlas.
¿Por
qué?
¿Están
las sociedades humanas construidas inevitablemente en forma de
pirámide, con el poder concentrado en la punta? ¿Es la jerarquía
del poder un imperativo biológico que la sociedad humana está
obligada a cumplir? Casi con seguridad la pregunta está mal
formulada y por lo tanto es imposible de contestar, pero no deja de
hacerse y contestarse, y quienes la hacen suelen contestarla de
manera afirmativa.
Si
existe tal imperativo innato y biológico, ¿impera por igual en los
dos sexos? No contamos con pruebas incontrovertibles de que existan
diferencias innatas de género en el comportamiento social. A ambos
lados del debate, los esencialistas argumentan que los hombres están
predispuestos por naturaleza a establecer un poder jerárquico,
mientras que las mujeres, si bien no inventan esas estructuras, las
aceptan o imitan. De acuerdo con los esencialistas, eso asegura que
el programa masculino prevalezca, y sería de esperar que la cadena
de mando, donde el «superior» manda al «inferior», con el poder
concentrado en unos pocos, fuese un patrón casi universal en la
sociedad humana.
La
antropología aporta algunas excepciones a esa presunta
universalidad. Los etnólogos han descrito sociedades que carecen de
una cadena de mando fija; en ellas el poder, en lugar de afianzarse
en un rígido sistema de desigualdades, es flexible y se distribuye
de diferentes maneras en diferentes situaciones, operando con frenos
y contrapesos que siempre tienden al consenso. Se han descrito
sociedades en las que un género no se considera superior al otro,
aunque siempre hay cierta división del trabajo por géneros y las
actividades de los hombres son las que más probabilidades tienen de
premiarse.
Pero
todas ellas son sociedades que describimos como «primitivas»,
tautológicamente, pues ya hemos establecido una jerarquía de
valores: primitivo = bajo = débil, civilizado = alto = poderoso.
Muchas
sociedades «primitivas» y todas las «civilizadas» están
rígidamente estratificadas, con mucho poder asignado a unos pocos y
poco o ninguno a la mayoría. ¿Es la perpetuación de las
instituciones que fomentan la desigualdad social el motor de la
civilización, como sugiere Lévi-Strauss?
Los
que ejercen el poder están mejor alimentados, mejor armados y mejor
educados y, por ende, son más propensos a seguir estándolo, pero
¿basta eso para explicar la ubicuidad y persistencia de la extrema
desigualdad social? Sin duda, el hecho de que los hombres son un poco
más grandes y musculosos (aunque algo menos longevos) que las
mujeres no alcanza para explicar la ubicuidad de la desigualdad de
género y su perpetuación en las sociedades en las que el tamaño y
la musculatura no tienen mucha importancia.
Si
los seres humanos odiáramos la injusticia y la desigualdad como
decimos y creemos hacerlo, ¿cómo es posible que cualquiera de los
grandes imperios y civilizaciones antiguas haya durado más de quince
minutos?
Si
los norteamericanos odiamos la injusticia y la desigualdad con la
pasión con que decimos hacerlo, ¿cómo es posible que algunas
personas en este país no tengan suficiente comida?
Exigimos
un espíritu rebelde de aquellos que no tienen ninguna oportunidad de
saber que la rebelión es posible, mientras que los privilegiados nos
quedamos quietecitos y no vemos ningún mal.
Tenemos
buenos motivos para proceder con cautela, no hacer ruido, no causar
problemas. Está en juego una gran cantidad de paz y tranquilidad.
Con frecuencia, el cambio mental y moral necesario para pasar de la
negación de la injusticia a la conciencia de la injusticia conlleva
un coste alto. Puedo acabar sacrificando mi contento, estabilidad,
seguridad y afectos personales por el sueño del bien común, por una
idea de libertad que quizá no viva para disfrutar, un ideal de
justicia que quizá nadie alcance.
Las
últimas palabras del Mahabharata son: «De ninguna
manera puedo lograr un objetivo que está fuera de mi alcance». Es
probable que la justicia, una idea humana, esté fuera del alcance
humano. Se nos da bien lo de inventar cosas que no pueden existir.
Tal
vez la libertad no pueda lograrse mediante instituciones humanas,
pero debe seguir siendo un atributo de la mente o el espíritu que no
dependa de las circunstancias, un don de la gracia. Tal es (si
entiendo bien) la definición religiosa de la libertad. El problema
que veo en ella es que su devaluación del trabajo y las
circunstancias alienta las injusticias institucionales que vuelven el
don de la gracia inaccesible. Un niño de dos años que muere de
inanición o por una paliza o en un bombardeo no ha tenido acceso a
la libertad, ni a ningún don de la gracia, en ningún sentido en que
yo pueda entender las palabras.
Mediante
nuestros propios esfuerzos solo podemos lograr una justicia
imperfecta, una libertad limitada. Mejor eso que nada. Aferrémonos a
ese principio, el amor de la libertad del que habló la poeta, la
esclava liberada.
EL
TERRENO DE LA ESPERANZA
La
transformación de la negación de la injusticia en reconocimiento de
la injusticia no puede revertirse.
Nuestros
ojos han visto lo que han visto. Una vez que vemos la injusticia,
nunca más podemos negar la opresión y defender al opresor de buena
fe. Lo que era lealtad ahora es traición. En adelante, si no
resistimos, conspiramos.
Pero
hay un punto medio entre la defensa y el ataque, un punto para la
resistencia flexible, un espacio abierto al cambio. No es un espacio
fácil de hallar o habitar. Muchos de los mediadores que intentaron
llegar allí acabaron huyendo despavoridos a Múnich.
Aun
cuando alcancen el punto medio, es posible que nadie se lo agradezca.
El tío Tom de Harriet Beecher Stowe es un esclavo que muere azotado
después de hacer el valiente intento de convencer a su amo de que
cambie de opinión y negarse de manera inamovible a azotar a otros
esclavos. Sin embargo, insistimos en utilizarlo como un símbolo de
la capitulación y el servilismo abyectos.
Al
admirar el desafío heroicamente inútil, despreciamos la resistencia
paciente.
Pero
el espacio de la negociación, donde la paciencia efectúa cambios,
es aquel en el que se posicionó Gandhi. Lincoln también llegó
allí, con mucho esfuerzo. El obispo Tutu, después de vivir en esa
zona durante años con singular honor, vio que su país se
desplazaba, por incómoda e inciertamente que lo hiciera, hacia ese
terreno de la esperanza.
LAS
HERRAMIENTAS DEL AMO
Audre
Lorde dijo que no se puede desmantelar la casa del amo con las
herramientas del amo. Pienso en esta poderosa metáfora, intentando
comprenderla.
Los
radicales, liberales, conservadores y reaccionarios estiman que la
educación en los conocimientos del amo conduce inevitablemente
a la conciencia de la opresión y la explotación y, por ende, a
un deseo subversivo de igualdad y justicia. Los liberales apoyan la
educación universal y gratuita, la escuela pública y las
discusiones abiertas en las universidades por la misma razón por la
que los reaccionarios se oponen a esas cosas.
La
metáfora de Lorde parece decir que la educación no es relevante
para el cambio social. Si nada de lo que el amo utilizaba le sirve al
esclavo, entonces la educación en los conocimientos del amo debe
abandonarse. Así pues, una clase inferior debe reinventar la
sociedad por completo, crear nuevos conocimientos, a fin de alcanzar
la justicia. De lo contrario, la revolución fracasará.
Puede
ser. En general, las revoluciones fracasan. Pero creo que su fracaso
empieza cuando el intento de reconstruir la casa para que todos
puedan vivir en ella se convierte en el intento de agarrar todas las
sierras y los martillos, hacer un fuerte en el cobertizo del antiguo
amo y dejar a los demás fuera. El poder no solo corrompe, sino que
causa dependencia. El trabajo se convierte en destrucción. Nada se
construye.
Las
sociedades cambian con violencia y sin ella. La reinvención es
posible. La construcción es posible. ¿Qué otras herramientas
tenemos para construir sino martillos, clavos y sierras, vale decir,
educación, aprender a pensar, capacidades de aprendizaje?
¿Existen,
en efecto, herramientas que aún no se han inventado, que debemos
inventar para construir la casa donde queremos que vivan nuestros
hijos? ¿Podemos basarnos en lo que sabemos ahora, o es lo que
sabemos ahora un obstáculo para descubrir lo que necesitamos saber?
Para aprender lo que la gente de color, las mujeres, los pobres
necesitan enseñar, para aprender los conocimientos que necesitamos,
¿debemos desaprender todos los conocimientos de los blancos, los
hombres, los poderosos? Junto con el sacerdocio y la falocracia,
¿debemos descartar la ciencia y la democracia? ¿Acabaremos
intentando construir sin ninguna herramienta, más allá de nuestras
propias manos? La metáfora es fértil y peligrosa. No puede
responder a las preguntas que suscita.
SOLO
EN LAS UTOPÍAS
En
el sentido en que permite columbrar una alternativa imaginada al
«modo en que vivimos ahora», buena parte de mi narrativa puede
denominarse utópica, pero no dejo de resistirme a la palabra. Creo
que muchas de mis sociedades inventadas mejoran en algún aspecto la
nuestra, pero me parece que «utopía» es un nombre demasiado
grandioso y rígido para caracterizarlas. La utopía y la distopía
proceden del intelecto. Yo escribo a partir de la pasión y la
diversión. Mis historias no son advertencias nefastas ni proyectos
de lo que deberíamos hacer. La mayoría, creo, son comedias sobre
las costumbres humanas, recordatorios sobre la infinita variedad de
formas en que acabamos siempre en el mismo sitio y homenajes a esa
variedad infinita a través de la invención de aún más
alternativas y posibilidades. Incluso las novelas Los desposeídos
y El eterno regreso a casa, en las que calculé con más
método que de costumbre ciertas permutaciones del uso del poder, que
preferí a las disponibles en el mundo, constituyen esfuerzos tanto
por subvertir como por mostrar el ideal de un plan social asequible
que acabaría con la injusticia y la desigualdad de una vez por
todas.
Para
mí, lo importante no es ofrecer una esperanza específica de
progreso sino, al presentar una realidad alternativa imaginada pero
convincente, sacudir mi mente, y también la mente del lector, a fin
de que ambos abandonemos la costumbre perezosa y timorata de pensar
que la manera en que vivimos ahora es la única manera en que se
puede vivir. Esta inercia es lo que permite que no se cuestionen las
instituciones injustas.
Por
su misma concepción, la fantasía y la ciencia ficción ofrecen
alternativas al mundo presente y real del lector. En general, los
jóvenes admiten ese tipo de historias porque su vigor y su sed de
experiencia los animan a aceptar alternativas, posibilidades,
cambios. Al haber llegado a temer incluso la imaginación de un
cambio verdadero, muchos adultos se cierran a la literatura
imaginativa, jactándose de no ver en ella otra cosa que lo que ya
conocen, o lo que creen que conocen.
Dicho
esto, es cierto que mucha ciencia ficción y fantasía, como si
temiera su propia capacidad para inquietar, es tímida y reaccionaria
en materia de inventiva social: la fantasía se aferra al feudalismo;
la ciencia ficción, a las jerarquías militares e imperiales. Ambos
géneros suelen premiar al héroe, o a la heroína, solo por realizar
hazañas extraordinarias y masculinas. (Yo misma escribí de ese modo
durante años. En La mano izquierda de la oscuridad, mi héroe
no tiene género, pero sus actos heroicos son casi exclusivamente
masculinos). En especial en la ciencia ficción, a menudo nos
encontramos con la idea que he mencionado más arriba: cualquier
personaje de condición inferior, si no es un rebelde siempre
dispuesto a hacerse con la libertad mediante la acción audaz y
violenta, resulta despreciable o sencillamente no tiene importancia.
En
un mundo de tal simplicidad moral, si un esclavo no es Espartaco, no
es nadie. Esa forma de presentar las cosas es despiadada y poco
realista. La mayoría de los esclavos, o de los oprimidos, forman
parte de un orden social que, dados los términos mismos de la
opresión, no tienen siquiera la oportunidad de percibir como
susceptible de ser alterado.
El
ejercicio de la imaginación es peligroso para quienes se aprovechan
del estado de las cosas porque tiene el poder de demostrar que el
estado de las cosas no es permanente, ni universal, ni necesario.
Al
tener la capacidad real, aunque limitada, de poner en tela de juicio
las instituciones establecidas, la literatura imaginativa tiene
también la responsabilidad de ese poder. El narrador dice la verdad.
Es
triste que muchas historias potencialmente capaces de ofrecer una
visión propia se conformen con tópicos patrióticos o religiosos,
milagros tecnológicos o ilusiones vanas, sin que los escritores
intenten imaginar la verdad. Las oscuras distopías de moda se
limitan a invertir los tópicos y emplean ácido en vez de sacarina,
pero siguen eludiendo el compromiso con el sufrimiento humano y las
posibilidades genuinas. La narrativa imaginativa que admiro ofrece
alternativas al statu quo que no solo cuestionan la
ubicuidad y necesidad de las instituciones existentes, sino que
amplían el campo de las posibilidades sociales y el entendimiento
moral. Ello puede hacerse en un tono tan ingenuo y esperanzado como
el de las primeras tres temporadas de la serie televisiva Star
Trek, o mediante construcciones de una complejidad, sofisticación
y ambigüedad ideológica y técnica como son las novelas de Philip
K. Dick o Carol Emshwiller; pero siempre es reconocible el mismo
impulso: llevar a imaginar un cambio.
No
conoceremos nuestra propia injusticia si no podemos imaginar la
justicia. No seremos libres si no imaginamos la libertad. No podemos
exigir que alguien intente alcanzar la justicia y la libertad si no
ha tenido la oportunidad de imaginar que se pueden alcanzar.
Quisiera
cerrar y coronar estas reflexiones inconclusas con las palabras de un
escritor que nunca dijo sino la verdad y siempre la dijo con calma,
Primo Levi, que vivió un año en Auschwitz y conoció la injusticia.
«La
ascensión de los privilegiados, no solo en el Lager sino en todo
lugar de convivencia humana, es un fenómeno angustioso pero
inevitable: solo en las utopías no existe. Es deber del justo hacer
la guerra a todo privilegio inmerecido, pero no debemos olvidar que
se trata de una guerra sin fin
(1)».
(1)Los
hundidos y los salvados.
Primo Levi.
Contar es escuchar. Sobre la escritura, la lectura y la imaginación. 2018.