martes, 31 de diciembre de 2019

Caperucita II. Eduardo Serrano Orejuela.

Lobo se encuentra con Caperucita en el bosque y le pregunta:
—¿Vas para donde tu abuela?
Caperucita lo mira con severidad:
—Te advierto, Lobo, que he leído a Perrault y a los Hermanos Grimm.
Lobo se sonroja:
—Ah, qué bien, la cultura literaria forma y eleva el alma. Bueno, Caperucita, voy a ver si me encuentro con los tres cerditos. Chao.
No se ha alejado cinco pasos cuando oye que Caperucita le grita:
—¡Ellos también!


 

domingo, 29 de diciembre de 2019

La estatua. Khalil Gibrán.

Cierta vez, entre las colinas, vivía un hombre poseedor de una estatua cincelada por un anciano maestro. Descansaba contra la puerta cara al suelo. Y él nunca le prestaba atención.
Un día pasó frente a su casa un hombre de la ciudad, un hombre de ciencia. Y, advirtiendo la estatua, le preguntó al dueño si la vendería.
-¿Quién desea comprar esa horrible y sucia estatua? -respondió el dueño, riéndose.
-Te daré esta pieza de plata por ella -dijo el hombre de la ciudad.
El otro quedó atónito, pero complacido.
La estatua fue trasladada a la ciudad sobre el lomo de un elefante. Y luego de varias lunas el hombre de las colinas visitó la ciudad y, mientras caminaba por las calles, vio a una multitud ante un negocio, y a un hombre que a voz en cuello gritaba:
-Acérquense y contemplen la más hermosa, la más maravillosa estatua del mundo entero. Solamente dos piezas de plata para admirar la más extraordinaria obra maestra.
Al instante, el hombre de las colinas pagó dos piezas de plata y entró en el negocio para ver la estatua que él mismo había vendido por una sola pieza de ese mismo metal.

El vagabundo, 1976.
 

sábado, 28 de diciembre de 2019

Cien por cien. Etgar Keret.

Le toco las manos, la cara, el vello de abajo, la blusa. Le digo:
Roni, por favor, hazlo por mí, quítatela.
Pero ella no accede. Así que desisto, lo volvemos a hacer, nos tocamos, completamente desnudos, casi. La tela de su camisa —la etiqueta dice cien por cien algodón— tendría que resultar agradable, pero pica. Nada es cien por cien perfecto, eso es lo que ella siempre dice, sólo el noventa y nueve coma nueve por ciento, y gracias. ¡Toquemos madera tres veces, además, para que así sea! Odio esa tela. Me pica en la cara, no me deja sentir la calidez del cuerpo de ella ni apreciar si también está sudando. De manera que le vuelvo a decir:
Roni, por favor —y mi voz resuena opaca, como el que se muerde con la boca cerrada—, que me voy a correr, por favor, quítatela.
Pero ella sigue en sus trece. Que no se la quita.
Esto es una locura. Llevamos ya medio año juntos y todavía no la he visto desnuda. Medio año llevan diciéndome mis amigos que no merece la pena que salga con ella. Medio año que vivimos en el mismo piso y ellos siguen empeñándose en volverme a contar todo tipo de chismes que ya nos sabemos de memoria. Como que porque odiaba el cuerpo que tenía se había intentado cortar los pechos frente al espejo con un cuchillo de cocina. También que la habían tenido que hospitalizar en más de una ocasión. Me cuentan esas historias como si ella fuera una extraña mientras se están tomando nuestro café en nuestras tazas. Me dicen que no me líe con ella, cuando nosotros ya nos amamos con locura. Podría matarlos por eso, pero no les digo nada, como mucho les pido que se callen y los odio en silencio. ¿Qué me van a contar ellos que yo ya no sepa? ¿Qué van a poderme decir de ella que me lleve a amarla ni una pizca menos de lo que lo hago?
Intento explicárselo a Roni. Que no importa, que lo que hay entre nosotros es tan fuerte que no existe nada que lo pueda estropear, y después, tal y como ella me pide, toco madera tres veces. Que ya lo sé, que me lo han contado, que sé con lo que me voy a encontrar, pero que no me importa.
Que no me importa en absoluto. Pero de nada me vale, no hay nada que sirva con ella. Sigue empeñándose. Lo más lejos que hemos llegado nunca fue después de tomarnos una botella de Ben-Amí en Nochevieja, y tampoco entonces fuimos más allá del primer botón.
Después de que le han entregado el resultado de la prueba de embarazo telefonea a una amiga suya que una vez lo hizo, para enterarse de los pasos que hay que seguir. No quiere abortar, puedo notarlo. Tampoco yo quiero abortar. Se lo digo. Me hinco de rodillas en una postura teatral y le pido que nos casemos:
Vida mía, chatita —le digo con la voz más a lo Zeev Revah que me sale—. Anda, alégrame el día, alégrame el mes, alégrame el decenio.
Ella se ríe, pero dice que no. Me pregunta que si se lo pido por el embarazo, aunque muy bien sabe que no es por eso. Pasados cinco minutos dice que de acuerdo, pero con la condición de que si tenemos un niño le pondremos Yotam. Lo pactamos con un apretón de manos. Intento levantarme, pero se me han dormido las piernas. Roni, ojos de mi corazón, alma mía, me faltan las palabras con las piernas paralizadas. Ahora si que me has alegrado el siglo.
Esa noche nos metemos en la cama. Nos besamos. Nos desnudamos. Sólo la camisa sigue ahí. Me aparta a un lado. Se desabrocha un botón. Y otro, despacito, como en una sesión de striptease, manteniendo los bordes cerrados con una mano mientras desabrocha los botones con la otra. Una vez recorridos todos, me mira, me mira profundamente a los ojos; yo ahora respiro pesadamente y ella deja que la camisa se abra. Y entonces lo veo, veo lo que hay bajo ella. Nada podrá destruir lo que hay entre nosotros, nada, eso es lo que yo siempre decía, Dios mío, cómo he podido ser tan tonto.

La chica sobre la nevera y otros relatos, 2006.
 

viernes, 27 de diciembre de 2019

El expreso nocturno. Slawomir Mrozek.

Cinco minutos antes de la salida del tren encontré mi compartimiento en el coche cama. Por suerte sólo estaba ocupada una litera, sin contar la mía, así que podía esperar una noche tranquila. Alguien ya estaba acostado en esa litera; desde debajo de la manta que le cubría hasta la barbilla asomaba una nariz puntiaguda y pálida.
En seguida dejé de verlo, porque tras haber dicho “buenas noches” y sin haber recibido respuesta -mejor, eso quería decir que ya estaba durmiendo y que me ahorraría tener que cumplir con las obligaciones sociales-, me senté en la litera de abajo y empecé a desvestirme.
-¿Fuma usted? -oí la voz desde arriba.
-No, gracias.
-No soporto el humo.
-Puede estar tranquilo, no fumo.
-Pero si usted fumara yo no podría soportarlo. Tengo los pulmones muy sensibles.
-Lo siento por usted, pero no tiene nada que temer.
-Tal vez usted fume, pero ahora se esté deshabituando. Le entrarán las ganas a media noche y no podrá aguantarse.
-No, no he fumado nunca.
La voz calló. Me quité un calcetín.
-Pero tal vez empiece.
-¿El qué?
-A fumar. Los hay que empiezan incluso a edad avanzada.
-No tengo esa intención.
-Eso es lo que se dice y después se hace otra cosa. Y yo no podría soportarlo.
-Por lo demás no llevo tabaco.
-Entonces lo pedirá al revisor.
-No se sabe si fuma.
-¿Y si fuma?
-Entonces saldría al pasillo, no fumaría en el compartimiento.
-¿Y si se atasca la puerta?
-No importa, porque yo no fumo, no he fumado nunca y no tengo ganas de comenzar a fumar. Buenas noches.
Dije “buenas noches” antes de tiempo, ya que me quedaba aún la camisa y los calzoncillos. Pero quería cortar la conversación.
Me salió bien, aunque no por mucho tiempo. Apenas había logrado quitarme la camisa cuando de nuevo se oyó su voz:
-¿Usted no apaga la luz?
-Sí, pero primero tengo que desvestirme.
-Hay quienes gustan de leer antes de conciliar el sueño y yo entonces no puedo dormir. Soy sensible a la luz.
-Soy analfabeto.
-Puede mirar las ilustraciones.
-Aquí no hay ninguna revista ilustrada.
-¿Y fotos? Seguro que llevará usted una foto de su mujer. Y la mirará antes de dormir.
-Estoy divorciado.
-¿Y los hijos?
-No tengo hijos.
-Todo el mundo tiene a alguien próximo.
-No, no llevo ninguna foto. ¿Quiere registrarme?
-Si no son fotos, seguro que querrá mirarse los granos en un espejo, o qué sé yo… Y yo no lo soporto…
No terminó, porque apagué la luz. Suspiró y se hizo el silencio, y yo ya estaba a punto de coger el sueño cuando me llegó una pregunta:
-¿Usted ronca?
-No.
-¿Por qué?
-Por casualidad.
-Es extraño, en general todo el mundo ronca y a mí me molesta. Tengo el oído hipersensible.
-Lo siento, pero no puedo servirle.
-¿Está seguro de que no ronca?
-Del todo. Y ahora permítame dormir, estoy muy cansado.
Me lo permitió. Me despertó una luz fuerte y las sacudidas en un brazo.
-¡Oiga! ¡Oiga!
Vi su nariz puntiaguda junto a mi cara. Asomado hacia abajo desde su litera, me tiraba de la manga del pijama.
-Oiga, si usted no fuma, no ronca y no deja la luz encendida, ¿qué es lo que hace?
-¿Quiere saberlo?
-¡Sí! Porque seguro que tiene que hacer algo, solo que aún no sé lo que es. Y eso me inquieta tanto, que no puedo dormir.
-Estrangulo.
-¿Qué dice usted?
-Estrangulo. Con las manos o con ayuda de una cuerda. ¿No ha oído hablar del famoso Estrangulador del expreso nocturno? Viaja generalmente en esta línea. Compra el billete de un coche cama como cualquier pasajero inocente y luego, por la noche, estrangula. Con preferencia, claro está, cuando en el compartimiento, aparte de él y de la víctima, no hay nadie más. Es un degenerado y ese degenerado soy yo.
Ya no fui molestado hasta la mañana. Cuando de madrugada salí al lavabo me lo encontré en el pasillo con la gabardina puesta y la maleta. Se había pasado toda la noche sentado encima de ella. Al verme se levantó y arrastrando la maleta se alejó al otro extremo del pasillo.
Sentí pena por él: la vida de un hombre sensible no es nada fácil.

Juego de azar, 1991.
 

jueves, 26 de diciembre de 2019

Hilo dental. Federico Fuertes Guzmán.

Abra la boca, dice el dentista. Eso es. Un poco más. Esto le va a molestar un poco pero procure no moverse. Así, muy bien. Rrrrr. El torno gira y gira sobre el diente hasta que un delgado hilo distrae al dentista, que se desvía un milímetro de su objetivo. Y un milímetro en una boca es la distancia que separa el diente de la lengua. Ariadna da un salto y dice palabrotas e insultos. Lo siento, dice el doctor, pero he visto la punta de un hilo blanco que sale desde su garganta. Este hombre está loco, piensa la chica. No piense que estoy loco, dice el dentista, compruébelo usted misma. Las manos del doctor tiran y tiran y la chica puede ver y sentir cómo la punta del hilo sale al exterior. Es blanco y no demasiado grueso. Le hace cosquillas en el fondo de la garganta. El dentista sigue tirando y los dos parecen asustados. La chica va sintiendo el habitual abandono de fuerzas que se produce como reacción a las situaciones inesperadas. Más hilo, cada vez más hilo que el dentista va depositando a sus pies. Cuando el hilo se acaba el dentista acerca el oído a la boca y siente un escalofrío. Se escucha el mugido de la bestia que se acerca lentamente, dispuesta a salir del encierro.

Los 400 golpes, 2008.
 

martes, 24 de diciembre de 2019

Perdido. Alberto Fuguet.

En un país de desaparecidos, desaparecer es fácil. El esfuerzo se concentra en los muertos. Los vivos, entonces, podemos esfumarnos rápido, así. No se dan ni cuenta, ni siquiera te buscan. Si te he visto no me acuerdo. La gente de por allá, además, tiene mala memoria. No se acuerdan. O no quieren acordarse.
Una vez, una profe me dijo que estaba perdido. Le dije: para perderse, primero te tienes que encontrar.
Luego pensé: ¿y si es al revés?
Llevo quince años borrado. Abandoné todo y me abandoné. Tenía una prueba y no la di. Mi novia estaba de cumpleaños, pero no aparecí. Me subí a un bus que iba a Los Vilos. No lo tenía planeado. Sólo pasó. Pasó lo que tenía que pasar. Ya no había marcha atrás.
Al principio, me sentí culpable; luego, perseguido. ¿Me andarán buscando? ¿Me encontrarán? ¿Y si me topo con alguien?
Nunca me topé con nadie.
El mundo, dicen, es un pañuelo. No es cierto. La gente que dice eso no conoce el mundo. El mundo es ancho y, sobre todo, ajeno. Puedes vagar y vagar y a nadie le importa.
Ahora soy un adulto. Algo así. Ahora tengo pelo en la espalda y a veces el cierre no me cierra. He estado en muchas partes, he hecho cosas que jamás pensé hacer. Pero uno sobrevive. Uno se acostumbra. Nada es tan terrible. Nada.
He estado en muchas partes. ¿Han estado alguna vez en Tumbes? ¿En el puerto de Buenaventura? ¿En San Pedro Sula? ¿Han estado alguna vez en Memphis, Tennessee?
Seguí, como un cachorro, a una cajera de un K-Mart hasta El Centro, California, un pueblo que huele a fertilizante. El comienzo de la relación fue mejor que el fin. Después trabajé en los casinos de Laughlin, Nevada, frente al río Colorado. Viví con una mujer llamada Francis y un tipo llamado Frank en una casa al otro lado, en Bullhead City, pero nunca nos veíamos. Nos dejábamos notas. Los dos tenían mala ortografía.
Una vez, en una cafetería de Tulsa, Oklahoma, una mujer me dijo que le recordaba a su hijo que nunca regresó. ¿Por qué crees que se fue? Le dije que no sabía, pero quizá sí.
O quizá no.
Terminé, sin querer, enseñando inglés a niños hispanos en Galveston. La bandera de Chile es casi igual a la de “Texas. Una de las niñas murió en mis brazos. Se cayó del columpio. La empujé demasiado alto y voló. Voló como dos minutos por el húmedo cielo del Golfo. Yo no quise herirla y, sin embargo, lo hice. ¿Qué puedes hacer al respecto?
¿Qué puedes hacer?
¿Han estado en Mérida, Yucatán? En verano hacen 48 grados y, los domingos, cierran el centro de la ciudad, para que la gente baile. A veces me consigo una muchacha y bailo.
El año pasado decidí googlearme. Quizá me estaban buscando. No me encontré. Sólo encontré un tipo que se llama igual que yo que vive en Barquisimeto, Venezuela, y tiene un laboratorio dental. El tipo que se llama igual que yo tiene tres hijos y cree en Dios.
A veces sueño que vivo en Barquisimeto, que tengo tres hijos, que creo en Dios. A veces sueño que me encuentran.

 Cuentos reunidos, 2018.

lunes, 23 de diciembre de 2019

Delmira. Eduardo Galeano.

En esta pieza de alquiler fue citada por el hombre que había sido su marido; y queriendo tenerla, queriendo quedársela, él la amó y la mató y se mató.
Publican los diarios uruguayos la foto del cuerpo que yace tumbado junto a la cama, Delmira abatida por dos tiros de revólver, desnuda como sus poemas, las medias caídas, toda desvestida de rojo:
Vamos más lejos en la noche, vamos...
Delmira Agustini escribía en trance. Había cantado a las fiebres del amor sin pacatos disimulos, y había sido condenada por quienes castigan en las mujeres lo que en los hombres aplauden, porque la castidad es un deber femenino y el deseo, como la razón, un privilegio masculino. En el Uruguay marchan las leyes por delante de la gente, que todavía separa el alma del cuerpo como si fueran la Bella y la Bestia. De modo que ante el cadáver de Delmira se derraman lágrimas y frases a propósito de tan sensible pérdida de las letras nacionales, pero en el fondo los dolientes suspiran con alivio: la muerta muerta está, y más vale así.
Pero, ¿muerta está? ¿No serán sombra de su voz y eco de su cuerpo todos los amantes que en las noches del mundo ardan? ¿No le harán un lugarcito en las noches del mundo para que cante su boca desatada y dancen sus pies resplandecientes?

Memoria del fuego III. El siglo del viento, 1986.
 

sábado, 21 de diciembre de 2019

El conejo y el león. Augusto Monterroso.

Un célebre Psicoanalista se encontró cierto día en medio de la Selva, semiperdido.
Con la fuerza que dan el instinto y el afán de investigación logró fácilmente subirse a un altísimo árbol, desde el cual pudo observar a su antojo no solo la lenta puesta del sol sino además la vida y costumbres de algunos animales, que comparó una y otra vez con las de los humanos.
Al caer la tarde vio aparecer, por un lado, al Conejo; por otro, al León.
En un principio no sucedió nada digno de mencionarse, pero poco después ambos animales sintieron sus respectivas presencias y, cuando toparon el uno con el otro, cada cual reaccionó como lo había venido haciendo desde que el hombre era hombre.
El León estremeció la Selva con sus rugidos, sacudió la melena majestuosamente como era su costumbre y hendió el aire con sus garras enormes; por su parte, el Conejo respiró con mayor celeridad, vio un instante a los ojos del León, dio media vuelta y se alejó corriendo.
De regreso a la ciudad el celebre Psicoanalista publicó cum laude su famoso tratado en que demuestra que el León es el animal más infantil y cobarde de la Selva, y el Conejo el más valiente y maduro: el León ruge y hace gestos y amenaza al universo movido por el miedo; el Conejo advierte esto, conoce su propia fuerza, y se retira antes de perder la paciencia y acabar con aquel ser extravagante y fuera de sí, al que comprende y que después de todo no le ha hecho nada.



 La oveja negra y demás fábulas, 1969.

viernes, 20 de diciembre de 2019

Soy muy feliz. Juan José Millás.

Acabábamos de empezar a comer cuando sonó el teléfono. No me moví, porque siempre lo coge mi mujer, pero esta vez continuó sirviéndose las manitas de cerdo como si no ocurriera nada. “¿No oyes eso?”, le dije. “¿Qué?”, preguntó ella. “El teléfono”, respondí. Laura giró un poco el cuello, dirigiendo la oreja buena hacia el aparato y negó con la cabeza. No insistí porque hace años tuve una crisis con alucinaciones auditivas, entre otros síntomas, y fue un infierno. Todavía tomo una medicación con efectos secundarios desastrosos. Después de diez o doce timbrazos, dejó de sonar. Volví a oírlo mientras tomábamos café. Como no advertí tampoco en mi mujer ningún signo de atención, di por supuesto que se trataba de un teléfono que sólo sonaba dentro de mi cabeza e hice como que no ocurría nada hasta que se calló.
Después de tomar el café solemos sentarnos en el sofá para ver algún programa de sobremesa. Mi mujer se duerme enseguida y yo, tras bajar el sonido de la tele, me pongo a pensar en mis cosas. En la piel, por ejemplo. Últimamente estoy obsesionado con la piel. He leído que se trata del órgano más grande del cuerpo. Nunca se me habría ocurrido pensar en ella en términos de órgano, pero para los médicos es igual que un riñón, que el hígado, que el bazo. La piel es el órgano encargado de relacionarnos con el mundo. La de mi mujer es muy especial porque tiene un tacto parecido al de la seda. Si cierras los ojos y le acaricias un brazo o una pierna, tienes la impresión de estar acariciando un trozo de seda; de seda fría, por cierto, pues tiene una temperatura un poco más baja de lo normal, lo que, contra lo que podríamos pensar, no es desagradable, todo lo contrario. Hace poco, por cierto, fui a comprarme unos pantalones y me los ofrecieron en un tejido llamado así, seda fría. Están recomendados para el verano, como es lógico. También me vendieron una chaqueta de lana cruda. Me quedé con aquellas dos expresiones -seda fría y lana cruda- porque me produjeron una impresión indeleble (suena bien “impresión indeleble”, ¿verdad?).
Pues bien, al poco de que mi mujer comenzara a dormitar, volvió a sonar el teléfono. Observé a Laura, por si se despertaba o hacía al menos algún movimiento de incomodidad, pero no, nada. Era de nuevo el teléfono de mi cabeza. Esta vez, cerré los ojos y me imaginé caminando por el interior de mi cuerpo para descolgarlo. Subí por el cuello de unas escaleras de caracol imaginarias y enseguida llegué al lugar de la bóveda craneal donde se encontraba el aparato. Era uno de esos teléfonos negros, muy antiguos, de baquelita, creo, que ahora se ven en los anticuarios. Lo descolgué y dije diga, pero no me contestaron. Sólo se escuchaba la respiración de alguien. “Diga”, insistí un poco inquieto.
-¿Está usted solo? -preguntó la voz de una mujer cuyo tono cortaba como un cuchillo.
-Como si lo estuviera -respondí -porque mi mujer duerme en el sofá y esto sólo ocurre dentro de mi cabeza, de manera que hablo con el pensamiento, sin mover los labios.
Tras unos instantes de silencio, la mujer añadió que tenían secuestrada a mi hija y que si quería que todo saliera bien no avisara a la policía. Me pidió una cantidad de dinero que debía abandonar esa misma tarde en una papelera situada frente a una cafetería céntrica. Pregunté cómo sabía que mi hija es encontraba bien y me la pasó.
-Haz todo lo que te piden, papá -gritó la voz desesperada de una chica al otro lado. Luego se cortó la comunicación.
Cuando me empezaron a medicar, fue precisamente porque yo me había empeñado en que habían secuestrado a nuestra hija. Al principio la policía y mi mujer me dieron la razón, pero como mi desesperación no hacía otra cosa que crecer, me explicaron que no teníamos ninguna hija, que todo era fruto de mi imaginación. Gracias a la ayuda del psiquiatra y de la medicación, acabé comprendiendo que se trataba, en efecto, de una hija inventada y de la que me había olvidado hasta el momento este en el que empezó a sonar el teléfono dentro de mi cabeza. El caso es que hice lo que me pidieron los secuestradores, todo dentro de mi cabeza, claro, para que mi mujer no se diera cuenta, y me devolvieron a la cría, que era guapísima. Desde entonces, la llevo al colegio y la voy a recoger y le hago regalos, siempre aquí dentro, mientras mi mujer dormita frente al televisor o trastea por la casa. De vez en cuando me observa como si le ocultara algo, pero yo pongo un gesto de indiferencia, como si todo, gracias a las medicinas, me diera igual y se va con la música a otra parte. Soy muy feliz con mi niña.

Articuentos escogidos, 2012.
 

jueves, 19 de diciembre de 2019

La caricia más profunda. Julio Cortázar.

En su casa no le decían nada, pero cada vez le extrañaba más que no se hubiesen dado cuenta. Al principio podía pasar inadvertido y él mismo pensaba que la alucinación o lo que fuera no iba a durar mucho; pero ahora que ya caminaba metido en la tierra hasta los codos no podía ser que sus padres y sus hermanas no lo vieran y tomaran alguna decisión. Cierto que hasta entonces no había tenido la menor dificultad para moverse, y aunque eso parecía lo más extraño de todo, en el fondo lo que a él lo dejaba pensativo era que sus padres y sus hermanas no se dieran cuenta de que andaba por todos lados metido hasta los codos en la tierra.
Monótono que, como casi siempre, las cosas sucedieran progresivamente, de menos a más. Un día había tenido la impresión de que al cruzar el patio iba llevándose algo por delante, como quien empuja unos algodones. Al mirar con atención descubrió que los cordones de los zapatos sobresalían apenas del nivel de las baldosas. Se quedó tan asombrado que no pudo ni hablar ni decírselo a nadie, temeroso de hundirse bruscamente del todo, preguntándose si a lo mejor el patio se habría ablandado a fuerza de lavarlo, porque su madre lo lavaba todas las mañanas y a veces hasta por la tarde. Después se animó a sacar un pie y a dar cautelosamente un paso; todo anduvo bien, salvo que el zapato volvió a meterse en las baldosas hasta el moño de los cordones. Dio varios pasos más y al final se encogió de hombros y fue hasta la esquina a comprar La Razón porque quería leer la crónica de una película.
En general, evitaba la exageración, y quizás al final hubiera podido acostumbrarse a caminar así, pero unos días después dejó de ver los cordones de los zapatos, y un domingo ni siquiera descubrió la bocamanga de los pantalones. A partir de entonces, la única manera de cambiarse de zapatos y de medias consistió en sentarse en una silla y levantar la pierna hasta apoyar el pie en otra silla o en el borde de la cama. Así conseguía lavarse y cambiarse, pero apenas se ponía de pie volvía a enterrarse hasta los tobillos y de esa manera andaba por todas partes, incluso en las escaleras de la oficina y los andenes de la estación Retiro. Ya en esos primeros tiempos no se animaba a preguntarle a su familia, y ni siquiera a un desconocido de la calle, si le notaban alguna cosa rara; a nadie le gusta que lo miren furtivamente y después piensen que está loco. Parecía obvio que sólo él notaba cómo se iba hundiendo cada vez más, pero lo insoportable (y por eso mismo lo más difícil de decirle a otro) era admitir que hubiera más testigos de esa lenta sumersión. Las primeras horas en que había podido analizar despacio lo que le estaba sucediendo, a salvo en su cama, las dedicó a asombrarse de esa inconcebible alienación frente a su madre, su novia y sus hermanas. Su novia, por ejemplo, ¿cómo no se daba cuenta por la presión de su mano en el codo que él tenía varios centímetros menos de estatura? Ahora estaba obligado a empinarse para besarla cuando se despedían en una esquina, y en ese momento en que sus pies se enderezaban sentía palpablemente que se hundía un poco más, que resbalaba más fácilmente hacia lo hondo, y por eso la besaba lo menos posible y se despedía con una frase amable y liviana que la desconcertaba un poco; acabó por admitir que su novia debía ser muy tonta para no quedarse de una pieza y protestar por ese frívolo tratamiento. En cuanto a sus hermanas, que nunca lo habían querido, tenían una oportunidad única para humillarlo ahora que apenas les llegaba al hombro, y sin embargo seguían tratándolo con esa irónica amabilidad que siempre habían creído tan espiritual. Nunca pensó demasiado en la ceguera de sus padres porque de alguna manera siempre habían estado ciegos para con sus hijos, pero el resto de la familia, los colegas, Buenos Aires, seguían ahí y lo veían. Pensó lógicamente que todo era ilógico, y la consecuencia rigurosa fue una chapa de bronce en la calle Serrano y un médico que le examinó las piernas y la lengua, lo xilofonó con su martillito de goma y le hizo una broma sobre unos pelos que tenía en la espalda. En la camilla todo era normal, pero el problema recomenzaba al bajarse; se lo dijo, se lo repitió. Como si condescendiera, el médico se agachó para palparle los tobillos bajo tierra; el piso de parquet debía ser transparente e intangible para él porque no sólo le exploró los tendones y las articulaciones sino que hasta le hizo cosquillas en el empeine. Le pidió que se acostara otra vez en la camilla y le auscultó el corazón y los pulmones; era un médico caro y desde luego empleó concienzudamente una buena media hora antes de darle una receta con calmantes y el consabido consejo de cambiar de aire por un tiempo. También le cambió un billete de diez mil pesos por seis de mil.
Después de cosas así no le quedaba otro camino que seguir aguantándose, ir al trabajo todas las mañanas y empinarse desesperadamente para alcanzar los labios de su novia y el sombrero en la percha de la oficina. Dos semanas más tarde ya estaba metido en la tierra hasta las rodillas, y una mañana, al bajarse de la cama, sintió de nuevo como si estuviera empujando suavemente unos algodones, pero ahora los empujaba con las manos y se dio cuenta de que la tierra le llegaba hasta la mitad de los muslos. Ni siquiera entonces pudo notar nada raro en la cara de sus padres o de sus hermanas, aunque hacía tiempo que los observaba para sorprenderles en plena hipocresía. Una vez le había parecido que una de sus hermanas se agachaba un poco para devolverle el frío beso en la mejilla que cambiaban al levantarse, y sospechó que habían descubierto la verdad y que disimulaban. No era así; tuvo que seguir empinándose cada vez más hasta el día en que la tierra le llegó a las rodillas, y entonces dijo algo sobre la tontería de esos saludos bucales que no pasaban de reminiscencias de salvajes, y se limitó a los buenos días acompañados de una sonrisa. Con su novia hizo algo peor, consiguió arrastrarla a un hotel y allí, después de ganar en veinte minutos una batalla contra dos mil años de virtud, la besó interminablemente hasta el momento de volver a vestirse; la fórmula era perfecta y ella no pareció reparar en que él se mantenía distante en los intervalos. Renunció al sombrero para no tener que colgarlo en la percha de la oficina; fue hallando una solución para cada problema, modificándolas a medida que seguía hundiéndose en la tierra, pero cuando le llegó a los codos sintió que había agotado sus recursos y que de alguna manera sería necesario pedir auxilio a alguien.
Llevaba ya una semana en cama fingiendo una gripe; había conseguido que su madre se ocupara todo el tiempo de él y que sus hermanas le instalaran el televisor a los pies de la cama. El cuarto de baño estaba al lado, pero por las dudas sólo se levantaba cuando no había nadie cerca; después de esos días en que la cama, balsa de náufragos, lo mantenía enteramente a flote, le hubiera resultado más inconcebible que nunca ver entrar a su padre y que no se diera cuenta de que apenas le asomaba el tronco del piso y que para llegar al vaso donde se ponían los cepillos de los dientes tenía que encaramarse al bidé o al inodoro. Por eso se quedaba en cama cuando sabía que iba a entrar alguien, y desde ahí telefoneaba a su novia para tranquilizarla. Imaginaba de a ratos, como en una ilusión infantil, un sistema de camas comunicantes que le permitieran pasar de la suya a esa otra donde lo esperaría su novia y de ahí a una cama en la oficina y otra en el cine y en el café, un puente de camas por encima de la tierra de Buenos Aires. Nunca se hundiría del todo en esa tierra mientras con ayuda de las manos pudiera treparse a una cama y simular una bronquitis.
Esa noche tuvo una pesadilla y se despertó gritando con la boca llena de tierra; no era tierra, apenas saliva y mal gusto y espanto. En la oscuridad pensó que si se quedaba en la cama podría seguir creyendo que eso no había sido más que una pesadilla, pero que bastaría ceder por un solo segundo a la sospecha de que en plena noche se había levantado para ir al baño y se había hundido hasta el cuello en el piso, para que ni siquiera la cama pudiera protegerlo de lo que iba a venir. Se convenció poco a poco de que había soñado porque en realidad era así, había soñado que se levantaba en la oscuridad, y sin embargo cuando tuvo que ir al baño esperó a estar solo y se pasó a una silla, de la silla a un taburete, desde el taburete adelantó la silla, y así alternando llegó al baño y se volvió a la cama; daba por supuesto que cuando se olvidara de la pesadilla podría levantarse otra vez, y que hundirse tan sólo hasta la cintura sería casi agradable por comparación con lo que acababa de soñar.
Al día siguiente se vio obligado a hacer la prueba porque no podía seguir faltando a la oficina. Desde luego el sueño había sido una exageración puesto que en ningún momento le entró tierra en la boca, el contacto no pasaba de la misma sensación algodonosa del comienzo y el único cambio importante lo percibían sus ojos casi al nivel del piso: descubrió a muy corta distancia una escupidera, sus zapatillas rojas y una pequeña cucaracha que lo observaba con una atención que jamás le habían dedicado sus hermanas o su novia. Lavarse los dientes, afeitarse, fueron operaciones arduas porque el solo hecho de alcanzar el borde del bidé y trepar a fuerza de brazos lo dejó extenuado. En su casa el desayuno se tomaba colectivamente, pero por suerte su silla tenía dos barrotes que le sirvieron de apoyo para encaramarse lo más rápidamente posible. Sus hermanas leían Clarín con la atención propia de todo lector de tan patriótico matutino, pero su madre lo miró un momento y lo encontró un poco pálido por los días de cama y la falta de aire puro. Su padre le dijo que era la misma de siempre y que lo echaba a perder con sus mimos; todo el mundo estaba de buen humor porque el nuevo gobierno que tenían ese mes había anunciado aumentos de sueldos y reajustes de las jubilaciones. “Cómprate un traje nuevo —le aconsejó la madre—, total podés renovar el crédito ahora que van a aumentar los sueldos.” Sus hermanas ya habían decidido cambiar la heladera y el televisor; se fijó en que había dos mermeladas diferentes en la mesa. Se iba distrayendo con esas noticias y esas observaciones, y cuando todos se levantaron para ir a sus empleos él estaba todavía en la etapa anterior a la pesadilla, acostumbrado a hundirse solamente hasta la cintura; de golpe vio muy de cerca los zapatos de su padre que pasaban rozándole la cabeza y salían al patio. Se refugió debajo de la mesa para evitar las sandalias de una de sus hermanas que levantaba el mantel, y trató de serenarse. “¿Se te cayó algo?”, le preguntó su madre. “Los cigarrillos”, dijo él, alejándose lo más posible de las sandalias y las zapatillas que seguían dando vueltas alrededor de la mesa. En el patio había hormigas, hojas de malvón y un pedazo de vidrio que estuvo a punto de cortarle la mejilla; se volvió rápidamente a su cuarto y se trepó a la cama justo cuando sonaba el teléfono. Era su novia que preguntaba si seguía bien y si se encontrarían esa tarde. Estaba tan perturbado que no pudo ordenar sus ideas a tiempo y cuando acordó ya la había citado a las seis en la esquina de siempre, para ir al cine o al hotel según les pareciera en el momento. Se tapó la cabeza con la almohada y se durmió; ni siquiera él se escuchó llorar en sueños.
A las seis menos cuarto se vistió sentado al borde de la cama, y aprovechando que no había nadie a la vista cruzó el patio lo más lejos posible de donde dormía el gato. Cuando estuvo en la calle le costó hacerse a la idea de que los innumerables pares de zapatos que le pasaban a la altura de los ojos no iban a golpearlo y a pisotearlo, puesto que para los dueños de esos zapatos él no parecía estar allí donde estaba; por eso las primeras cuadras fueron un zigzag permanente, un esquive de zapatos de mujer, los más peligrosos por las puntas y los tacos; después se dio cuenta de que podía caminar sin preocuparse tanto, y llegó a la esquina antes que su novia. Le dolía el cuello de tanto alzar la cabeza para distinguir algo más que los zapatos de los transeúntes, y al final el dolor se convirtió en un calambre tan agudo que tuvo que renunciar. Por suerte conocía bien los diferentes zapatos y sandalias de su novia, porque entre otras cosas la había ayudado muchas veces a quitárselos, de modo que cuando vio venir los zapatos verdes no tuvo más que sonreír y escuchar atentamente lo que fuera ella a decirle para responder a su vez con la mayor naturalidad posible. Pero su novia no decía nada esa tarde, cosa bien extraña en ella; los zapatos verdes se habían inmovilizado a medio metro de sus ojos y aunque no sabía por qué tuvo la impresión de que su novia estaba como esperando; en todo caso el zapato derecho se había movido un poco hacia adentro mientras el otro sostenía el peso del cuerpo; después hubo un cambio, el zapato derecho se abrió hacia afuera mientras el izquierdo se afirmaba en el suelo. “Qué calor ha hecho todo el día”, dijo él para abrir la conversación. Su novia no le contestó, y quizá por eso sólo en ese momento, mientras esperaba una respuesta trivial como su frase, se dio cuenta del silencio. Todo el bullicio de la calle, de los tacos golpeando en las baldosas hasta un segundo antes: de golpe nada. Se quedó esperando un poco y los zapatos verdes avanzaron levemente y volvieron a inmovilizarse; las suelas estaban ligeramente gastadas, su pobre novia tenía un empleo mal remunerado. Enternecido, queriendo hacer algo que le probaba su cariño, rascó con dos dedos la suela más estropeada, la del zapato izquierdo; su novia no se movió, como si siguiera esperando absurdamente su llegada. Debía ser el silencio que le daba la impresión de estirar el tiempo, de volverlo interminable, y a la vez el cansancio de sus ojos tan pegados a las cosas iba como alejando las imágenes. Con un dolor insoportable pudo todavía alzar la cabeza para buscar el rostro de su novia, pero sólo vio las suelas de los zapatos a tal distancia que ya ni siquiera se notaban las imperfecciones. Estiró un brazo y luego el otro, tratando de acariciar esas suelas que tanto decían de la existencia de su pobre novia; con la mano izquierda alcanzó a rozarlas; pero ya la derecha no llegaba, y después ninguna de las dos. Y ella, por supuesto, seguía esperando.

 La vuelta al día en ochenta mundos, 1987.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

Historia de Yuan. Juan Gracia Armendáriz.

Yo entonces no podía saberlo, pero el lugar estaba en una encrucijada de caminos, y el paisaje era un amplio humedal con peñascos entre las nubes, como pintados con tinta china. En invierno respirábamos niebla. Las paredes eran blancas y olían a pis helado. El aire se sostenía en un bostezo que a veces se transformaba en llanto, algo así como los movimientos de muchos cuerpos pequeños en una sala. Había cabezas en las cunas. Los ojos miraban la luz incesante de un tubo verde. Las mujeres entraban y salían; la mayor daba miedo, o más bien parecía transportar una maldad vibrátil en sus ojos amarillos; su ayudante tenía un rostro bello, como una cáscara de huevo, pero todo podía cambiar en un instante, y entonces su cara ya no era un huevo, sino una serpiente. Repartía la papilla de arroz haciéndose paso entre las cunas. Para las últimas no alcanzaba, así que de vez en cuando las sacaban envueltas, con sus cabezas quietas. Era como arrancar patatas y amontonarlas en un saco. Un día la mujer mayor se detuvo frente a nosotras, y dijo «Papá», «Mamá»; luego se fue. Otro día se repitió la escena. Y al otro. Y al otro. Hasta que repetimos aquellas palabras. La mujer pareció satisfecha. Luego nos sacaron al patio. La luz quemaba en los ojos, pero la hierba olía bien, y también el aire que llegaba desde la montaña. Nos hicieron fotografías en nuestras sillas. El sol hería; el olor de la hierba hería; hasta las hojas de los árboles herían. Un día, la cuidadora más joven trajo ropa. Me vistió y dijo que debía prepararme. Luego dijo «Papá, Mamá», y yo dije aquellas palabras y ella pareció satisfecha. Por la noche nos sacaron al patio. Hacía frío. El traqueteo nos acunó. Al despertar, estaba mojada. Sentía la piel húmeda debajo de las capas de ropa. El olor a pis helado, a nabo cocido y especias picantes. Había luces fuera, gente y coches. Detuvieron la furgoneta frente a un hotel. La cuidadora me tomó en brazos. Entramos en una sala donde esperaban un hombre y una mujer de rostros muy raros, que daban miedo –sus ojos tan redondos, su nariz, sus cabellos claros– pero no olían a nabo quemado, ni a pasta de arroz. Alguien leyó mi nombre: «Yuan». La cuidadora me tendió hacia ellos. Dije «Papá», luego «Mamá», tal como me habían enseñado. La mujer de nariz grande me apretó contra ella. Olía bien y su voz era muy suave. El hombre me besó y yo me dormí. Cuando alguien me pregunta por mi pasado en el orfanato les cuento esta historia. Es todo cuanto recuerdo de China.

Cuentos del jíbaro, 2008.
 

martes, 17 de diciembre de 2019

Extraños en un tren. Eduardo Solana Hernández.

Viajan solos, aunque les han correspondido asientos contiguos. Él empuja su bolso rojo y gastado hacia el fondo del portaequipajes y hace sitio para la maleta de ella, que se lo agradece con una sonrisa. No hablan en sus asientos, pero por casualidad vuelven a coincidir más tarde en el vagón cafetería y sonríen. Él insiste en invitarla a un café, ella lo acepta. Charlan. Descubren que su estación de destino es la misma. Vuelven a sus asientos (ahora el compartimento ha quedado vacío para ellos dos) y hablan de la ciudad a la que se dirigen, del futuro que esperan, nunca de lo que dejan atrás. Hay miradas sostenidas entre ellos, hay un roce de las manos, hay un gesto de asentimiento casi imperceptible y luego los labios que se juntan.
Así los encuentran los policías que, minutos más tarde, irrumpen en el compartimento sin llamar. A ellos dos el sobresalto les hace abrazarse más estrechamente. Los agentes murmuran una excusa antes de cerrar la puerta y continuar buscando al criminal por todo el tren. La descripción es demasiado vaga: viaja solo, con un bolso rojo muy gastado, y es capaz de cualquier cosa.

 Esta noche te cuento, septiembre 2018.

domingo, 15 de diciembre de 2019

El jefe. Manuel Espada.

Helen, este mes me leen en el “Tennessee Express” que vendes “El Este del Edén”. Me quedé verde, del revés. Me desesperé. Ése es el césped en el que te besé. “¡Que le den!”, pensé. “¿Qué se cree? ¿Qué te crees?” Es él. Sé que es él. Es Peter, el que ejerce de bedel en el Wester Herst. Sé que ese demente te enternece. ¿Qué ves en ese pelele, en ese mequetrefe, en ese percebe? ¡Qué estrechez de mente! ¡Qué memez! Te desmerece. Me encelé de ese repelente, de ese vehemente, de ese ser que te empequeñece. Llegué. Le esperé brevemente. Me peleé. Le encerré en el Mercedes. Le pegué de leches, de frente. Le quebré tres veces en el vergel en el que te besé. Le meé. Eché éter en ese germen. Le quemé. ¿Te estremece? ¡Excelente! ¿Crees que te perderé, que cederé? Me mereces. Me perteneces. Ven… ¡Bebe este detergente!

sábado, 14 de diciembre de 2019

Un anillo alrededor del sol. Isaac Asimov.

Jimmy Turner canturreaba alegremente, quizá con cierta estridencia, cuando entró en la sala de recepción.
-¿Está el viejo aguafiestas ahí dentro? -preguntó, acompañando la interrogación con un guiño que hizo sonrojar de agradecimiento a la bonita secretaria.
-Así es; y esperándole. -Le indicó una puerta en la que estaba escrito en gruesas letras negras, “Frank McCutcheon, director general, Correos del Espacio Unido”.
Jim entró.
-Hola, capitán, ¿qué pasa ahora?
-Oh, es usted. -McCutcheon levantó la vista de su mesa, mordisqueando un maloliente cigarro-. Siéntese.
McCutcheon le miró fijamente por debajo de sus tupidas cejas. Ni aun los residentes más antiguos recordaban haber visto reír al “viejo aguafiestas”, como le designaban todos los miembros de Correos del Espacio Unido, aunque los rumores aseguraban que había sonreído, cuando era pequeño, al ver caer a su padre de un manzano. En aquel momento, su expresión hacía creer que el rumor era exagerado.
-Ahora, escuche, Turner -bramó-. Correos del Espacio Unido piensa inaugurar un nuevo servicio y usted ha sido elegido para abrir el camino. -Haciendo caso omiso a la mueca de Jimmy, continuó-: De ahora en adelante, el correo venusiano funcionará todo el año.
-¡Cómo! Siempre he creído que era la ruina, desde el punto de vista financiero, repartir el correo venusiano, excepto cuando Venus estaba a este lado del Sol.
-Claro -admitió McCutcheon-, si seguimos las rutas ordinarias. Pero podríamos cortar directamente a través del sistema sólo con aproximarnos lo bastante al Sol. ¡Y aquí interviene usted! Se ha fabricado una nueva nave que está equipada para llegar a sólo treinta millones de kilómetros del Sol y que podrá mantenerse indefinidamente a esta distancia.
Jimmy le interrumpió con nerviosismo:
-No corra tanto, aguaf…, señor McCutcheon, no acabo de comprenderlo. ¿De qué clase de nave se trata?
-¿Cómo quiere que yo lo sepa? No me he escapado de ningún laboratorio. Por lo que me han dicho, emite una especie de campo magnético que encauza las radiaciones del Sol alrededor de la nave. ¿Lo entiende? Todo se desvía. El calor no te alcanza. Puedes permanecer allí para siempre y estar más fresco que en Nueva York.
-Oh, ¿de veras? -Jimmy se mostraba escéptico-. ¿Ha sido comprobado, o quizá han dejado ese pequeño detalle para mí?
-Naturalmente que ha sido comprobado, pero no bajo las actuales condiciones solares.
-Entonces está descartado. He hecho mucho por Correos, pero esto es el límite. No estoy loco,
todavía.
McCutcheon se puso rígido.
-¿Debo recordarle el juramento que hizo al entrar en el servicio, Turner? “Nuestro vuelo a través del espacio...”

-”...nunca debe ser detenido por nada excepto la muerte” -terminó Jimmy-. Lo sé tan bien como usted y también me doy cuenta de que es muy fácil citarlo desde un cómodo sillón. Si es usted idealista hasta este punto, puede hacerlo usted mismo. Por lo que a mí respecta, está descartado. Y si quiere, puede echarme a patadas. Conseguiré otro trabajo así de pronto -chasqueó los dedos airadamente.
La voz de McCutcheon se transformó en un suave murmullo.
-Vamos, vamos, Turner, no se apresure. Todavía no ha oído todo lo que tengo que decirle. Roy Snead será su compañero.
-¡Uf! ¡Snead! Pero si ese fanfarrón no tendría agallas para aceptar un trabajo como éste ni dentro de un millón de años. Cuénteme algún otro cuento de hadas.
-Bueno, en realidad, ya ha aceptado. A mí se me ocurrió que usted podría acompañarle, pero veo que él tenía razón. Insistió en que usted se echaría atrás. Al principio pensé que no lo haría.
McCutcheon le hizo un gesto de despedida y se enfrascó de nuevo con indiferencia en el informe que estaba estudiando cuando Jimmy entró. Este dio media vuelta, vaciló, y entonces regresó.
-Espere un poco, señor McCutcheon; ¿quiere decir que Roy irá realmente? -éste asintió, al parecer todavía absorto en otros asuntos, y Jimmy explotó-: ¡Vamos, ese tipo vil, zanquilargo y tramposo! ¡Así que cree que soy demasiado cobarde para ir! Bien, yo le enseñaré. Aceptaré el trabajo y apostaré diez dólares contra un níquel venusiano a que se pone enfermo en el último minuto.
-¡Estupendo! -McCutcheon se levantó y le estrechó la mano-. Sabía que entraría en razón. El mayor Wade tiene todos los detalles. Creo que partirán dentro de unas seis semanas, y como yo salgo hacia Venus mañana, probablemente nos veremos allí.
Jimmy salió, aún indignado, y McCutcheon se puso en comunicación con la secretaria.
-Ah, señorita Wilson, póngame con Roy Snead en el visor.
Al cabo de unos minutos de espera, se encendió una luz de señales roja. Se conectó el visor y el moreno y apuesto Snead apareció en la visiplaca.
-Hola, Snead -gruñó McCutcheon-. Ha perdido la apuesta, Turner ha aceptado el trabajo. Por poco se muere de risa cuando le he dicho que usted no creía que fuese. Envíeme los veinte dólares, por favor.
-Espere un poco, señor McCutcheon -el rostro de Snead se congestionó de furia-. ¿Para qué decir a ese imbécil de remate que no iré? Seguro que lo ha hecho usted, traidor. Pues iré, pero vaya preparando otros veinte y le apuesto a que todavía cambiará de parecer. Pero yo sí que iré -Roy Snead seguía gesticulando cuando McCutcheon desconectó.
El director general se retrepó en el sillón, tiró el despedazado cigarro, y encendió uno nuevo. Su rostro conservaba su expresión agria, pero hubo una nota de gran satisfacción en su tono cuando dijo:
-¡Ah! Ya sabía que eso los convencería.


Fue una pareja cansada y sudorosa la que dirigió la gran nave Helios a través de la órbita de Mercurio. A pesar de la amistad superficial impuesta por las semanas que llevaban solos en el espacio, Jimmy Turner y Roy Snead apenas se dirigían la palabra. Añadamos a esta hostilidad oculta el calor del hinchado Sol y la torturante incertidumbre del resultado del viaje y tendremos a una pareja verdaderamente desdichada.
Jimmy escudriñaba con cansancio las numerosas esferas que tenía frente a sí, y, apartando de un manotazo un húmedo mechón de cabello que le caía sobre los ojos, gruñó:
-¿Qué marca ahora el termómetro, Roy?
-Cincuenta y dos grados centígrados y sigue subiendo -fue el gruñido que recibió como respuesta.
Jimmy blasfemó con rabia.
-El sistema de refrigeración trabaja al máximo, el casco de la nave refleja el 95% de la radiación solar y sigue en los cincuenta. -Hizo una pausa-. El indicador de la gravedad señala que todavía estamos a unos cincuenta y cinco millones de kilómetros del Sol. Veinticinco millones de kilómetros antes de que el campo deflector sea efectivo. La temperatura todavía subirá a sesenta y cinco grados. ¡Es una bonita perspectiva! Comprueba los desecadores. Si el aire no es completamente seco, no duraremos demasiado.
-¡Y pensar que estamos en la órbita de Mercurio! -la voz de Snead era ronca-. Nadie se había acercado tanto al Sol hasta ahora. Y nosotros vamos a acercarnos aún más.
-Ha habido muchos que han estado tan cerca y todavía más -recordó Jimmy-, pero ellos perdieron el control y aterrizaron en el Sol. Friedländer, Debuc, Anton… -su voz se desvaneció en un amargo silencio.
Roy se movió con desasosiego.
-¿Hasta qué punto es efectivo este campo deflector, Jimmy? Tus alegres pensamientos no son muy tranquilizadores, ¿sabes?
-Bueno, ha sido experimentado bajo las condiciones más adversas que los técnicos del laboratorio pudieron idear. Yo lo he presenciado. Ha sido bañado en una radiación parecida a la solar a una distancia de veinte millones de kilómetros. El campo funcionó a la perfección. Enfocaron la luz hacia él para que la nave se tornara invisible. Los hombres de dentro de la nave afirmaron que todo el exterior se había tornado invisible y que el calor no les alcanzaba. Es curioso, sin embargo, que el campo no funciona más que bajo ciertas intensidades de radiación.
-Pues espero que así ocurra -gruñó Roy-. Si el viejo aguafiestas piensa asignarme este itinerario…, perderá su mejor piloto.
-Perderá sus dos mejores pilotos -corrigió Jimmy.
Los dos guardaron silencio y el Helios siguió su ruta.
La temperatura aumentaba: 54, 55, 56. Después, tres días más tarde, con el mercurio rozando los 65 grados, Roy anunció que se estaban aproximando a la zona crítica, donde la radiación solar alcanzaba la intensidad suficiente para excitar el campo.
Los dos aguardaron, con la mente sumida en una concentración febril, y el pulso latiendo apresuradamente.
-¿Ocurrirá de repente?
-No lo sé. Tendremos que esperar.
A través de las portillas, sólo se veían las estrellas. El Sol, tres veces mayor a como se ve desde la Tierra, lanzaba sus rayos cegadores sobre metal opaco, pues en aquella nave, especialmente diseñada, las portillas se cerraban automáticamente cuando incidía una radiación potente.
Y entonces las estrellas empezaron a desaparecer. Lentamente, en primer lugar, las más mortecinas se desvanecieron… después las más brillantes: la estrella polar, Régulo, Arturo, Sirio. El espacio aparecía en la más completa oscuridad.
-Funciona -susurró Jimmy.
Apenas había pronunciado estas palabras, cuando las portillas que miraban hacia el Sol se abrieron. ¡El Sol había desaparecido!
-¡Ah! Ya estoy más fresco -Jimmy Turner dio rienda suelta a su júbilo-. Chico, ha funcionado a la perfección. Si pudieran adaptar este campo deflector a todas las intensidades, disfrutaríamos de una invisibilidad perfecta. Sería un arma de guerra muy efectiva. -Encendió un cigarrillo y se recostó sensualmente.
-Pero mientras tanto volamos a ciegas -insistió Roy.
Jimmy sonrió paternalmente.
-No debes preocuparte por eso, niño guapo. Ya me he ocupado de todo. Estamos en una órbita alrededor del Sol. Dentro de dos semanas, nos encontraremos en el lado opuesto y entonces los cohetes nos impulsarán fuera de este anillo, encaminándonos rápidamente a Venus -estaba muy satisfecho de sí mismo-. Dejémoslo para Jimmy “Cerebro” Turner. Te llevaré en dos meses, en vez de los seis reglamentarios. Ahora estás con el mejor piloto de Correos.
Roy se echó a reír maliciosamente.
-Oyéndote, cualquier diría que tú haces todo el trabajo. Todo lo que haces es llevar la nave por la ruta que yo he trazado. eres el mecánico; yo soy el cerebro.
-Oh, ¿de verdad? Cualquier estudiante para piloto puede trazar una ruta. Pero se necesita un hombre para pilotar la nave.
-Bueno, ésa es tu opinión. Sin embargo, ¿quién está mejor pagado, el piloto o el que traza las rutas?


Jimmy encajó aquella derrota y Roy salió triunfalmente de la cabina de mandos. Ajeno a todo esto, el Helios seguía su ruta.
Durante dos días, todo transcurrió a la perfección; pero el tercero, Jimmy inspeccionó el termómetro y movió la cabeza con desconfianza y preocupación. Roy entró, vigiló el curso de acción y levantó las cejas con asombro.
-¿Algo va mal? -se inclinó para leer la altura de la fina columna roja-. Sólo 37 grados. No es como para tener este aspecto de pato mareado. Por tu expresión, creía que algo iba mal con el campo deflector y la temperatura volvía a subir. -Se alejó con un ostentoso bostezo.
-Oh, cállate, mono insensato. -El pie de Jimmy se levantó en una patada indiferente-. Estaría mucho más tranquilo si la temperatura subiera. Este campo deflector funciona demasiado bien para mi gusto.
-¡Uh! ¿Qué quieres decir?
-Te lo explicaré, y si me escuchas atentamente quizá lo comprendas. Esta nave está construida igual que un termo. No se calienta más que con la mayor de las dificultades y tampoco se enfría. -Hizo una pausa y dejó caer sus palabras-: A temperaturas normales, esta nave no pierde más de un grado al día si no existe ninguna fuente de calor exterior. Es posible que, a la elevada temperatura que estábamos, el descenso pudiera llegar a tres grados al día. ¿Me entiendes?
Roy estaba con la boca abierta y Jimmy continuó:
-Pero esta maldita nave ha perdido veintisiete grados en menos de tres días.
-Pero eso es imposible.
-Allí lo marca -señaló irónicamente Jimmy-. Te diré lo que falla. Es el campo. Actúa como un agente repulsivo de las radiaciones electromagnéticas y aumenta de alguna forma la pérdida de calor de nuestra nave.
Roy se puso a pensar e hizo unos rápidos cálculos mentales.
-Si lo que dices es cierto -dijo al fin-, dentro de cinco días alcanzaremos el punto de congelación y después pasaremos una semana en lo que corresponde al clima invernal.
-Así es. Incluso teniendo en cuenta la disminución del descenso térmico cuando la temperatura baje, probablemente terminaremos con el mercurio entre los treinta y cinco y cuarenta grados bajo cero.
Roy tragó saliva.
-¡Y a treinta millones de kilómetros del Sol!
-Eso no es lo peor -observó Jimmy-. Esta nave, como todas las utilizadas para viajes dentro de la órbita de Marte, no tiene sistema de calefacción. Con el Sol brillando furiosamente y sin otra forma de perder calor más que por radiaciones inútiles, las naves espaciales de Marte y Venus siempre se han caracterizado por sus sistemas de refrigeración. Nosotros, por ejemplo, tenemos un aparato de refrigeración muy eficaz.
-Así que nos encontramos en un aprieto de mil diablos. Ocurre lo mismo con nuestro traje espacial.
A pesar de la temperatura, todavía asfixiante, los dos empezaban a sentir escalofríos.
-Pues no voy a soportarlo -exclamó Roy-. Voto por salir de aquí inmediatamente y dirigirnos a la Tierra. No pueden esperar más de nosotros.
-¡Adelante! Tú eres el teórico. ¿Puedes trazar un rumbo a esta distancia del Sol y garantizarme que no caeremos en él?
-¡Diablos! No había pensado en eso.
Ninguno de los dos sabía qué hacer. La comunicación por radio no era posible desde que habían pasado la órbita de Mercurio. El Sol estaba demasiado cerca y su fuerte radiación habría anulado cualquier tentativa.
Así que decidieron esperar.
Los días siguientes transcurrieron en una continua vigilancia del termómetro, excepto los minutos en que uno de los dos soltaba una nueva maldición sobre la cabeza del señor Frank McCutcheon. Se permitían comer y dormir, peor no lo disfrutaban.
Y mientras tanto, el Helios, indiferente por completo al aprieto en que se encontraban sus ocupantes, seguía su curso.
Tal como Roy había predicho, la temperatura sobrepasó la línea roja que marcaba “Congelación” hacia el final del séptimo día en el anillo de desviación. Ambos se sintieron terriblemente preocupados cuando ocurrió, a pesar de que lo esperaban.
Jimmy había sacado unos cuatrocientos litros de agua del depósito. Con ellos llenó casi todos los recipientes de a bordo.
-Quizá evitemos que las tuberías estallen cuando el agua se congele -observó-. Y si lo hacen, como es probable, es mejor que tengamos una reserva de agua. Ya sabes que aún tenemos que permanecer aquí otra semana.
Y al día siguiente, el octavo, el agua se heló. Los cubos, rebosantes de hielo, estaban fríos y relucientes. Ambos los miraron con desesperación. Jimmy rompió uno para abrirlo.
-Completamente congelada -dijo, desolado y se envolvió en otra manta.
Ahora era difícil pensar en otra cosa que no fuera el frío, siempre en aumento. Roy y Jimmy habían requisado todas las sábanas y mantas de la nave, tras haberse puesto tres o cuatro camisas e igual número de pantalones.
Permanecían en la cama todo el tiempo posible, y cuando no tenían más remedio que levantarse, se acurrucaban cerca de la pequeña estufa en busca de calor. Incluso este dudoso placer les fue pronto denegado, pues, tal como Jimmy observó, “la reserva de combustible es extremadamente limitada, y necesitaremos la estufa para descongelar la comida y el agua”.
Los accesos de cólera eran cortos y los choques frecuentes, pero la desgracia común impidió que siguieran discutiendo. Sin embargo fue el décimo día cuando los dos, unidos por un odio común, se hicieron súbitamente amigos.


La temperatura había descendido hasta diecisiete grados bajo cero, y, por las trazas, continuaría bajando. Jimmy se hallaba acurrucado en un rincón pensando en las veces que, en Nueva York, se había quejado del calor de agosto y preguntándose cómo podía haberlo hecho. Mientras tanto, Roy había movido sus ateridos dedos las veces suficientes para calcular que tendrían que soportar el frío durante 6.354 minutos más.
Contemplaba las cifras con hastío y las leía a Jimmy. Este frunció el ceño y gruñó:
-Tal como me encuentro, no duraré ni 54 minutos así que olvídate de los 6.354. -Después añadió con impaciencia- me gustaría que pensaras en un medio para salir de esto.
-Si no estuviéramos tan cerca del Sol -sugirió Roy- podríamos poner en marcha los motores traseros y elevarnos rápidamente.
-Sí, y si aterrizáramos en el Sol, estaríamos muy cómodos y calientes. ¡Eres de gran ayuda!
-Bueno, tú eres el que se llama a sí mismo “Cerebro”, Turner. Piensa en algo. Por el modo como hablas cualquiera creería que todo esto es culpa mía.
-¡Claro que lo es, mono vestido de hombre! Mi sano juicio me aconsejaba no hacer este viaje de locos. Cuando McCutcheon me lo propuso, me negué categóricamente. Sabía lo que hacía. -El tono de Jimmy era mordaz-. ¿Y qué ocurrió? Como loco que eres, tú aceptas y te precipitas donde un hombre sensato temería poner el pie. Y entonces, naturalmente, yo tuve que aceptar.
“¿Y sabes lo que debería haber hecho? -la voz de Jimmy subió de tono-. Tendría que haberte dejado marchar solo para que te helaras, mientras yo estaba sentado junto a un enorme fuego, regocijándome por tu suerte. Es decir, de haber sabido lo que iba a suceder.
Una expresión de sorpresa y amor propio ofendido apareció en el rostro de Roy.
-¿De veras? ¿Conque ésas tenemos? Bueno, lo único que puedo decir es que tienes una habilidad indudable para desvirtuar los hechos, pero para ninguna otra cosa. La cuestión es que tú fuiste lo bastante estúpido como para aceptar, y yo, pobre de mí, fui arrastrado por la fuerza de las circunstancias.
La expresión de Jimmy revelaba el desdén más absoluto.
-Evidentemente, el frío te ha vuelto chiflado, aunque reconozco que no se necesita demasiado para acabar con el poco juicio que posees.
-Escucha -contestó Roy acaloradamente-. El 10 de octubre, McCutcheon me llamó por el visor y me dijo que tú habías aceptado, riéndose de mí a mandíbula batiente porque me negaba a ir. ¿Acaso lo niegas?
-Si, lo niego rotundamente. El 10 de octubre, el aguafiestas me dijo que habías decidido ir y le habías apostado que…
La voz de Jimmy se desvaneció súbitamente y una expresión de asombro apareció en su rostro.
-Dime…, ¿estás seguro de que McCutcheon te dijo que yo había aceptado?
Un escalofriante presentimiento atenazó el corazón de Roy al oír la pregunta de Jimmy, un presentimiento que le hizo olvidar todo el frío que sentía.
-Absolutamente -contestó-. Te lo juro. Por eso vine.
-Pero si me dijo que tú habías aceptado y por eso me decidí…
De pronto Jimmy se sintió muy estúpido. Los dos cayeron en un largo y ominoso silencio, que al fin fue roto por Roy, cuya voz temblaba de emoción.
-Jimmy, hemos sido víctimas de un truco desdeñable, sucio y bajo. -Sus ojos se dilataron de furia-. Hemos sido estafados, engañados… -las palabras le fallaron, pero siguió emitiendo sonidos carentes de sentido, que manifestaban toda la ira.
Jimmy era más tranquilo, pero no el menos vindicativo.
-Tienes razón, Roy, MacCutcheon nos ha jugado una mala pasada. Ha sobrepasado los límites de la inquietud humana. Pero nos vengaremos. Cuando lleguemos, dentro de 6.300 minutos exactos, tendremos que ajustar las cuentas al aguafiestas.
-¿Qué haremos? -los ojos de Roy reflejaban una alegría sanguinaria.
-Por el momento, sugiero que le despedacemos y no dejemos de él más que diminutos trocitos.
-No es lo bastante horrible. ¿Y si lo metiéramos en aceite hirviendo?
-Es algo razonable; sí, pero podría llevar demasiado tiempo. Propinémosle una buena paliza al estilo antiguo… con manoplas.
Roy se frotó las manos.
-Tenemos mucho tiempo para pensar en alguna medida realmente adecuada. El muy vil, miserable, cobarde, leproso… -El resto degeneró fluidamente hacia lo impublicable.
Y durante los cuatro días siguientes, la temperatura siguió bajando. El decimocuarto y último día, el mercurio se congeló, mientras el sólido líquido rojo indicaba con su dedo helado los cuarenta grados bajo cero.
Aquel horrible día habían encendido la estufa, empleando toda su escasa reserva de petróleo. Temblando y completamente helados, se agazaparon uno junto al otro, en un intento de aprovechar hasta la última gota de calor.
Hacía varios días que Jimmy había encontrado un par de orejeras en un rincón olvidado, y ahora se las turnaban cada hora. Ambos se hallaban enterrados bajo una pequeña montaña de mantas, frotándose las manos y los pies casi helados. A medida que transcurrían los minutos, su conversación, que versaba casi exclusivamente sobre McCutcheon, se volvía más violenta.
-Siempre recitando esa consigna, mil veces maldita, de Correos del Espacio: “Nuestro vuelo a través del es...” -Jimmy se interrumpió con una furia impotente.
-Sí y siempre desgastando sillas en vez de salir al espacio y hacer un trabajo de hombre, el podrido… -convino Roy.
-Bueno, saldremos de la zona de desviación dentro de dos horas. Al cabo de tres semanas estaremos en Venus -dijo Jimmy estornudando.
-Nunca será demasiado pronto para mí -contestó Snead, que llevaba dos días resollando sin cesar-. No volveré a hacer otro viaje espacial en mi vida, excepto quizá el que me devuelva a la Tierra. Después es esto, cultivaré plátanos en Centroamérica. Por lo menos allí se está caliente.
-Quizá no logremos salir de Venus, después de lo que vamos a hacerle a McCutcheon.
-No, en eso tienes razón. Pero no importa. Venus es aún más cálido que Centroamérica y eso es lo único que me interesa.
-Tampoco tenemos problemas legales -Jimmy volvió a estornudar-. En Venus la pena máxima por asesinato en primer grado es la cadena perpetua. Una bonita, cálida y seca celda para el resto de mi vida. ¿Qué mas podría desear?
La segunda manecilla del cronómetro seguía su paso uniforme; los minutos pasaban. Las manos de Roy se posaban amorosamente sobre la palanca que conectaría los cohetes traseros para alejar al Helios del Sol y de aquella horrible zona de desviación.
Y al fin:
-¡Adelante! -gritó Jimmy con ansiedad-. ¡Apriétala!
Con un gran estrépito, los cohetes se pusieron en marcha. El Helios tembló de proa a popa. Los pilotos notaron que la aceleración les apretaba contra el respaldo de sus asientos, y se sintieron felices. En cuestión de minutos, el Sol volvería a brillar y ellos dejarían de tener frío, sentirían de nuevo el bendito calor.
Sucedió antes que se dieran cuenta de ello. Hubo un momentáneo destello de luz y después un crujido y un clic, al cerrarse las portillas que miraban al Sol.
-Mira -gritó Roy-, ¡las estrellas! ¡Ya hemos salido! -lanzó una estática mirada de felicidad hacia el termómetro-. Bueno, viejo amigo, de ahora en adelante volveremos a subir -se envolvió mejor en las mantas, pues el frío aún persistía.


Había dos hombres en el despacho de Frank McCutcheon en la sucursal de Venus de Correos del Espacio Unido: el mismo McCutcheon y el anciano de cabello blanco Zebulon Smith, inventor del campo deflector. Smith estaba hablando.
-Pero, señor McCutcheon, es realmente de la mayor importancia que sepa cómo ha funcionado mi campo deflector. Seguramente le habría transmitido toda la información posible.
El rostro de MacCutcheon era la acritud personificada mientras mordía el extremo de uno de sus enormes cigarros y lo encendía.
-Eso, mi querido Smith -dijo-, es justo lo que no han hecho. Desde que se alejaron del Sol lo bastante como para establecer comunicación, he solicitado continuos informes sobre la eficacia del campo. Pero se niegan a contestar. Dicen que funcionan y que están vivos, añadiendo que nos proporcionarán todos los detalles cuando lleguen a Venus. ¡ Eso es todo!
Zebulon Smith suspiró, decepcionado.-¿No es eso un poco insólito; insubordinación, para llamarlo de algún modo? Creía que estaban obligados a facilitar informes y dar todos los detalles que se les pidieran.
-Así es. Pero son mis mejores pilotos y bastante temperamentales. Tenemos que concederles cierto margen. Además, les engañé para que hicieran este viaje, bastante arriesgado por cierto, así que me siento inclinado a ser indulgente.
-Bien, en este caso, supongo que tendré que esperar.
-Oh, no demasiado tiempo -le aseguró McCutcheon-. Les esperamos hoy mismo, y le aseguro que en cuanto me ponga en contacto con ellos le enviaré un informe detallado. Después de todo, han sobrevivido durante dos semanas a una distancia de treinta millones de kilómetros del Sol, así que su invento es un éxito. Eso debería satisfacerle.
Smith acababa de irse cuando la secretaria de McCutcheon entró, con una expresión preocupada en su rostro.
-Algo va mal con los dos pilotos del Helios, señor McCutcheon -le informó-. Acabo de recibir una comunicación del mayor Wade desde Pallas City, donde han aterrizado. Se han negado a asistir a los festejos que se les había preparado, pero en cambio fletaron inmediatamente un cohete para venir aquí, negándose a revelar la razón. Cuando el mayor Wade trató de detenerlos, se pusieron violentos, según me dijo.
La muchacha dejó la comunicación sobre la mesa. McCutcheon la miró superficialmente.
-¡Humm! Son demasiado temperamentales. Bueno, hágalos entrar en cuanto lleguen. Yo haré que dejen de serlo.
Unas tres horas más tarde, el problema de los dos rebeldes pilotos volvió sobre el tapete, esta vez a causa de una súbita conmoción en la sala de espera. McCutcheon oyó las coléricas voces de dos hombres y después las aterrorizadas protestas de su secretaria. De repente, la puerta se abrió de par en par y Jim Turner y Roy Snead irrumpieron en el despacho.
Roy cerró tranquilamente la puerta y apoyó la espalda contra ella.
-No permitas que nadie me moleste hasta que haya terminado -le dijo Jimmy.
-Nadie atravesará esta puerta durante un buen rato -repuso sombríamente Roy-, pero recuerda que prometiste dejar algo para mí.
McCutcheon todavía no había pronunciado ni una palabra, pero cuando vio que Turner sacaba casualmente un par de manoplas del bolsillo y se las ponía con actitud resuelta, decidió que era hora de detener la comedia.
-Hola, muchachos -dijo, con una cordialidad desacostumbrada en él-. Me alegro de volver a verles. Tomen asiento.
Jimmy ignoró la oferta.
-¿Tiene algo que decir, algún postrer deseo, antes de que empiece las operaciones? -preguntó e hizo rechinar los dientes con un desagradable sonido.
-Bueno, si me lo ponen de este modo -dijo McCutcheon-, tendré que preguntarles exactamente lo que significa todo esto… si no es demasiado pedir. Quizá el deflector ha sido ineficaz y han tenido un viaje caluroso.
La respuesta que recibió fue un resoplido de Roy y una fría mirada por parte de Jimmy.
-Primero -dijo éste-, ¿de quién fue la idea del odioso y repugnante engaño que nos perpetró?
Las cejas de McCutcheon se alzaron por la sorpresa.
-¿Se refiere a las mentiras piadosas que les conté para convencerles de que fueran? Pero si eso no fue nada. Simple práctica del oficio, nada más. Todos los días hago cosas peores que esa y la gente las considera como rutina. Además, ¿qué mal les ha hecho?
-Cuéntale nuestro “agradable viaje”, Jimmy -apremió Roy.
-Eso es exactamente lo que voy a hacer -fue la respuesta. Se volvió hacia McCutcheon y adoptó un aire de mártir-. Primero, en este maldito viaje, nos freímos en una temperatura que alcanzó los sesenta y cinco grados, pero era de esperar y no nos quejamos; estábamos a media distancia entre Mercurio y el Sol.
“Pero después, entramos en esa zona donde la luz nos rodea y empezamos a perder calor, pero no un solo grado al día tal como te enseñan en la escuela de pilotos -se interrumpió para soltar unas cuantas maldiciones nuevas que se le acababan de ocurrir, y luego continuó-: Al cabo de tres días, estábamos a treinta y siete y después de una semana, habíamos bajado de cero.
“Entonces, durante una semana entera, siete largos días, seguimos nuestro curso a una temperatura muy inferior a cero. El último día hacía tanto frío que el mercurio se congeló.
La voz de Jimmy se elevó hasta quebrarse, y en la puerta, un acceso de compasión de sí mismo hizo que Roy lanzara un fuerte suspiro. McCutcheon permaneció inescrutable.
Jimmy prosiguió:
-Allí estábamos sin un sistema de calefacción, de hecho, sin calor de ninguna clase, ni siquiera ropa caliente. Nos congelamos, maldita sea. Teníamos que fundir la comida y derretir el agua. Estábamos rígidos, no podíamos movernos. Le aseguro que era un infierno, con la temperatura contraria. -Hizo una pausa, como si le faltasen las palabras.
Roy Snead le relevó de la carga.
-Estábamos a treinta millones de kilómetros del Sol y yo tenía las orejas congeladas. Congeladas, he dicho. -Sacudió amenazadoramente el puño debajo de la nariz de McCutcheon-. Y fue culpa suya. ¡Usted nos convención con engaños! Mientras nos helábamos, nos prometimos que volveríamos y le daríamos su merecido, y ahora vamos a cumplir nuestra promesa. -Se volvió hacia Jimmy-. Adelante, empieza, ¿quieres?
Jimmy gruñó un lacónico asentimiento.
-¿Y se congelaron durante una semana a causa de eso? -continuó McCutcheon.
Un nuevo gruñido.
Y entonces sucedió algo muy extraño e insólito. McCutcheon, “el viejo aguafiestas”, el hombre sin el músculo de la risa, sonrió. Realmente mostró sus dientes en una sonrisa. Y lo que es más, la sonrisa se ensancho más y más hasta convertirse en una verdadera carcajada, McCutcheon compensó toda una vida de triste acritud.
Las paredes retumbaron, los vidrios de las ventanas temblaron, y las homéricas carcajadas no cesaron. Roy y Jimmy, completamente estupefactos, no daban crédito a sus ojos. Un desconcertado contable asomó la cabeza por la puerta en un acceso de temeridad y se quedó inmóvil por la sorpresa. Otros se agolparon junto a la puerta, hablando en asombrados susurros. ¡McCutcheon se había reído!
La hilaridad del viejo director general se calmó gradualmente. Terminó con un súbito ahogo y al fin volvió un rostro de color púrpura hacia sus dos mejores pilotos, cuya sorpresa hacía rato que se había trocado en indignación.
-Muchachos -les dijo-, ha sido el mejor chiste que he oído en mi vida. Pueden contar con una paga doble, los dos. -Seguía sonriendo con precisión y había desarrollado un buen ataque de hipo.
Los dos pilotos se quedaron fríos ante el atractivo ofrecimiento.
-¿Qué es tan sumamente divertido? -quiso saber Jimmy-, yo no encuentro ningún motivo de risa.
La voz de McCutcheon se hizo melosa.
-A ver, muchachos, antes de irme les di a cada uno de ustedes varias hojas mimeografiadas con instrucciones especiales. ¿Qué ha sido de ellas?
La atmósfera se llenó de un súbito desconcierto.
-No lo sé. Debí perder las mías -murmuró Roy.
-No las leí; lo olvidé -Jimmy estaba genuinamente consternado.
-Ya lo ven -exclamó McCutcheon con aire de triunfo-, todo se ha debido a su propia estupidez.
-¿Cómo se le ocurrió? -quiso saber Jimmy-. El mayor Wade nos dijo todo lo que teníamos que saber acerca de la nave, y por otra parte, me parece que usted no puede decirnos nada nuevo sobre su funcionamiento.
-Oh, ¿así lo cree? Evidentemente Wade se olvidó de informarles sobre un pequeño detalle que hubieran encontrado en mis instrucciones. La intensidad del campo deflector era ajustable. Dio la casualidad de que, cuando ustedes partieron, estaba en su punto máximo, eso es todo. -Ahora empezaba a reír de nuevo débilmente-. Si se hubieran tomado las molestias de leer las hojas, se hubiesen enterado de que un sencillo movimiento de una pequeña palanca -hizo el gesto apropiado con el pulgar- habría debilitado el campo en la cantidad deseada y permitido que entrara tanta radiación como se quisiera.
Y ahora la risa era más fuerte.
-Y se helaron durante una semana porque no tuvieron el sentido común de empujar una palanca. Y después mis mejores pilotos llegan aquí y me culpan. ¡Qué divertido! -y empezó a reír de nuevo, mientras un par de jóvenes muy avergonzados se dirigían miradas de soslayo.
Cuando McCutcheon volvió a su estado normal, Jimmy y Roy se habían marchado.
Abajo, en la calle contigua al edificio, un muchacho de diez ños contemplaba, con la boca abierta y abstracción intensa, a dos hombres jóvenes que se hallaban comprometidos en la ocupación extraña y bastante sorprendente de darse patadas uno a otro alternativamente.
¡Y además, eran patadas con muy mala intención!

Un anillo alrededor del sol, 1980.