Hachas, sangre, muerte. El cuento de la Caperucita es horrible, y más la versión que se cuentan entre sí los lobos.
jueves, 31 de marzo de 2016
miércoles, 30 de marzo de 2016
Equivocación. Karel Capek.
Nos embarcamos en el Mediterráneo. Es tan bellamente azul que uno no sabe cuál es el cielo y cuál el mar, por lo que en todas partes de la costa y de los barcos hay letreros que indican dónde es arriba y dónde abajo; de otro modo uno puede confundirse. Para no ir más lejos, el otro día, nos contó el capitán, un barco se equivocó, y en lugar de seguir por el mar la emprendió por el cielo; y como se sabe que el cielo es infinito no ha regresado aún y nadie sabe dónde está.
martes, 29 de marzo de 2016
El pastor mentiroso. Dalmiro Sáenz.
En realidad la versión oficial es la correcta. El pastor solía alarmar a los vecinos gritando que venía un lobo para matarse después de risa diciendo:
-¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡No hay ningún lobo! Era una broma.
Un día no fue broma. Un lobo apareció y cuando el pastor dio la alarma los vecinos exclamaron:
-Qué va. Debe ser otra de sus chanzas- y nadie vino en su auxilio y el lobo se comió todas las ovejas.
Arrepentido, el pastor pidió perdón a Dios e ingresó en una iglesia evangélica llegando con los años a recibirse de Pastor. Pero su fama no lo abandonó. Los feligreses lo seguían llamando el Pastor mentiroso y bastó que dijera en su primer sermón desde el púlpito:
"Dios existe" para que todos salieran ateos de la iglesia.
Dios, desde el cielo, se dijo:
-Yo mío, ¿qué hago con este pelotudo? Uno de sus asesores sugirió: -Un diluvio tal vez.
Dios sonrió y dijo:
-Apenas me creen el otro.
-Algo parecido a Sodoma y Gomorra tal vez. Dios volvió a sonreír y dijo: -Habeas corpus.
Cualquier cosa decía Dios a veces. Por fin decidió mandar un Angel.
El Angel se presentó ante el Pastor y le dijo: -Vengo de parte de Dios.
El Pastor lo miró y le preguntó:
-Pero ¿Dios existe? ¿En serio existe? Porque en el pueblo andan diciendo que no existe.
-No sólo existe -contestó el Angel- sino que os manda a decir que vengáis al pueblo, casa por casa, y pregonéis la noticia de que Dios no existe.
El Pastor lo hizo. Golpeó cada puerta v dijo: -Dios no existe.
-¿Quién lo dijo?
-Dios -contestaba el muy pelotudo.
Entonces el Angel decidió dar a esos incrédulos una lección.
-Vamos juntos -dijo el Angel.
A la primera puerta que golpearon los atendió una mujer:
-¿Qué deseáis?
El Pastor dijo:
-Traje conmigo un ángel enviado por Dios.
La noticia corrió de boca en boca. El Pastor mentiroso había traído a un Demonio enviado por Lucifer, por lo tanto era evidente que Dios no existía, pero sí el Demonio.
La primeras misas negras se organizaron en la plaza del pueblo. Se erigió una estatua a Lucifer. Las santerías empezaron a vender barritas de azufre y estampitas con la efigie del Diablo.
En las escuelas se enseñaba que las virtudes eran malas y que los pecados eran buenos y entre estos pecados la mentira era el más preciado.
Al Pastor mentiroso se lo nombró Obispo y se construyó para él una basílica. La maldad generó el progreso. Para defender la guerra se inventó la paz, para incentivar el sexo se inventó la prohibición, Para que pudiera haber ladrones se inventó la propiedad privada, para que existiera la soberbia se inventó la humildad, para que persistiera el caos se instauró el orden, para que existieran los dictadores se inventó la democracia, para resaltar el odio se generó el amor, para preservar la injusticia se creó la justicia y para justificar al Demonio se inventó a Dios.
El Angel retornó al Cielo y se presentó al Creador.
-Misión cumplida -le dijo, y el Señor se regocijó con él.
-¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡No hay ningún lobo! Era una broma.
Un día no fue broma. Un lobo apareció y cuando el pastor dio la alarma los vecinos exclamaron:
-Qué va. Debe ser otra de sus chanzas- y nadie vino en su auxilio y el lobo se comió todas las ovejas.
Arrepentido, el pastor pidió perdón a Dios e ingresó en una iglesia evangélica llegando con los años a recibirse de Pastor. Pero su fama no lo abandonó. Los feligreses lo seguían llamando el Pastor mentiroso y bastó que dijera en su primer sermón desde el púlpito:
"Dios existe" para que todos salieran ateos de la iglesia.
Dios, desde el cielo, se dijo:
-Yo mío, ¿qué hago con este pelotudo? Uno de sus asesores sugirió: -Un diluvio tal vez.
Dios sonrió y dijo:
-Apenas me creen el otro.
-Algo parecido a Sodoma y Gomorra tal vez. Dios volvió a sonreír y dijo: -Habeas corpus.
Cualquier cosa decía Dios a veces. Por fin decidió mandar un Angel.
El Angel se presentó ante el Pastor y le dijo: -Vengo de parte de Dios.
El Pastor lo miró y le preguntó:
-Pero ¿Dios existe? ¿En serio existe? Porque en el pueblo andan diciendo que no existe.
-No sólo existe -contestó el Angel- sino que os manda a decir que vengáis al pueblo, casa por casa, y pregonéis la noticia de que Dios no existe.
El Pastor lo hizo. Golpeó cada puerta v dijo: -Dios no existe.
-¿Quién lo dijo?
-Dios -contestaba el muy pelotudo.
Entonces el Angel decidió dar a esos incrédulos una lección.
-Vamos juntos -dijo el Angel.
A la primera puerta que golpearon los atendió una mujer:
-¿Qué deseáis?
El Pastor dijo:
-Traje conmigo un ángel enviado por Dios.
La noticia corrió de boca en boca. El Pastor mentiroso había traído a un Demonio enviado por Lucifer, por lo tanto era evidente que Dios no existía, pero sí el Demonio.
La primeras misas negras se organizaron en la plaza del pueblo. Se erigió una estatua a Lucifer. Las santerías empezaron a vender barritas de azufre y estampitas con la efigie del Diablo.
En las escuelas se enseñaba que las virtudes eran malas y que los pecados eran buenos y entre estos pecados la mentira era el más preciado.
Al Pastor mentiroso se lo nombró Obispo y se construyó para él una basílica. La maldad generó el progreso. Para defender la guerra se inventó la paz, para incentivar el sexo se inventó la prohibición, Para que pudiera haber ladrones se inventó la propiedad privada, para que existiera la soberbia se inventó la humildad, para que persistiera el caos se instauró el orden, para que existieran los dictadores se inventó la democracia, para resaltar el odio se generó el amor, para preservar la injusticia se creó la justicia y para justificar al Demonio se inventó a Dios.
El Angel retornó al Cielo y se presentó al Creador.
-Misión cumplida -le dijo, y el Señor se regocijó con él.
domingo, 27 de marzo de 2016
Mayor Tom. Eva Sánchez Palomo.
Solo recordaba la gigantesca explosión y una deslumbrante luz blanca que le entró por los ojos y le arrebató el sentido.
En su inconsciencia le vino a la mente, confusa entre la neblina del sueño, la imagen del mayor Tom estrechando su mano y mirándolo intensamente, como queriendo grabar muy hondo en su cerebro la confianza que en él había depositado.
Luego nada, solo explosión, luz blanca y después silencio.
Ahora, inmóvil ante el panel delantero, podía ver, impotente, cómo la nave había perdido el control y giraba enloquecida acercándose veloz e implacable hacia aquel planeta de rojas colinas y canales azules que en nada se parecía a la tierra. Y cómo se estrellaría irremediablemente muy cerca de donde ese enorme ser pardusco, que agitaba violentamente sus antenas, tampoco se parecía en nada al Mayor Tom.
En su inconsciencia le vino a la mente, confusa entre la neblina del sueño, la imagen del mayor Tom estrechando su mano y mirándolo intensamente, como queriendo grabar muy hondo en su cerebro la confianza que en él había depositado.
Luego nada, solo explosión, luz blanca y después silencio.
Ahora, inmóvil ante el panel delantero, podía ver, impotente, cómo la nave había perdido el control y giraba enloquecida acercándose veloz e implacable hacia aquel planeta de rojas colinas y canales azules que en nada se parecía a la tierra. Y cómo se estrellaría irremediablemente muy cerca de donde ese enorme ser pardusco, que agitaba violentamente sus antenas, tampoco se parecía en nada al Mayor Tom.
viernes, 25 de marzo de 2016
La más absoluta certeza. Ana María Shua.
Pocas certezas es posible atesorar en este mundo. Por ejemplo, Marco Denevi duda con ingenio de la existencia de los chinos. Y sin embargo yo sé que en este momento usted, una persona a la que no puedo ver, a la que no conozco ni imagino, una persona cuya realidad (fuera de este pequeño acto que nos compete) me es completamente indiferente, cuya existencia habré olvidado apenas termine de escribir estas líneas, usted, ahora, con la más absoluta certeza, está leyendo.
jueves, 24 de marzo de 2016
El fusilado. Andrés Neuman.
Cuando Moyano, con las manos atadas y la nariz fría, escuchó el grito de «Preparen», recordó de repente que su abuelo español le había contado que en su país solían decir «Carguen». Y, mientras recordaba a su difunto abuelo, le pareció irreal que las pesadillas se cumplieran. Eso pensó Moyano: que solía invocarse, quizá cobardemente, el supuesto peligro de realizar nuestros deseos, y solía omitirse la posibilidad siniestra de consumar nuestros temores. No lo pensó en forma sintáctica, palabra por palabra, pero sí recibió el fulgor ácido de su conclusión: lo iban a fusilar y nada le resultaba más inverosímil, pese a que, en sus circunstancias, le hubiera debido parecer lo más lógico del mundo. ¿Era lógico escuchar «Apunten»? Para cualquier persona, al menos para cualquier persona decente, esa orden jamás llegaría a sonar racional, por más que el pelotón entero estuviese formado con los fusiles perpendiculares al tronco, como ramas de un mismo árbol, y por más que a lo largo de su cautiverio el general lo hubiese amenazado con que le pasaría exactamente lo que le estaba pasando. Moyano se avergonzó de la poca sinceridad de este razonamiento, y de la impostura de apelar a la decencia. ¿Quién a punto de ser acribillado podía preocuparse por semejante cosa?, ¿no era la supervivencia el único valor humano, o quizá menos que humano, que ahora le importaba en realidad?, ¿estaba tratando de mentirse?, ¿de morir con alguna sensación de gloria?, ¿de distinguirse moralmente de sus verdugos como una patética forma de salvación en la que él nunca había creído? No pensaba todo esto Moyano, pero lo intuía, lo entendía, asentía mentalmente como ante un dictado ajeno. El general aulló «¡Fuego!», él cerró los ojos, los apretó tan fuerte que le dolieron, buscó esconderse de todo, de sí mismo también, por detrás de los párpados, le pareció que era innoble morir así, con los ojos cerrados, que su mirada final merecía ser al menos vengativa, quiso abrirlos, no lo hizo, se quedó inmóvil, pensó en gritar algo, en insultar a alguien, buscó un par de palabras hirientes y oportunas, no le salieron. Qué muerte más torpe, pensó, y de inmediato: ¿Nos habrán engañado?, ¿no morirá así todo el mundo, como puede? Lo siguiente, lo último que escuchó Moyano, fue un estruendo de gatillos, mucho menos molesto, más armónico incluso, de lo que siempre había imaginado.
Eso debió ser lo último, pero escuchó algo más. Para su asombro, para su confusión, las cosas siguieron sonando. Con los ojos todavía cerrados, pegados al pánico, escuchó al general pronunciando en voz bien alta «¡Maricón, llorá, maricón!», al pelotón retorciéndose de risa, oyó el canto de los pájaros, olió temblando el aire delicioso de la mañana, saboreó la saliva seca entre los labios. «¡Llorá, maricón, llorá!», le seguía gritando el general cuando Moyano abrió los ojos, mientras el pelotón se dispersaba dándole la espalda, comentando la broma, dejándolo ahí tirado, arrodillado entre el barro, jadeando, todo muerto.
Eso debió ser lo último, pero escuchó algo más. Para su asombro, para su confusión, las cosas siguieron sonando. Con los ojos todavía cerrados, pegados al pánico, escuchó al general pronunciando en voz bien alta «¡Maricón, llorá, maricón!», al pelotón retorciéndose de risa, oyó el canto de los pájaros, olió temblando el aire delicioso de la mañana, saboreó la saliva seca entre los labios. «¡Llorá, maricón, llorá!», le seguía gritando el general cuando Moyano abrió los ojos, mientras el pelotón se dispersaba dándole la espalda, comentando la broma, dejándolo ahí tirado, arrodillado entre el barro, jadeando, todo muerto.
martes, 22 de marzo de 2016
El arzobispo de Constantinopla. Juan Yanes.
He oído rumores de que el Arzobispo de Cosntantinopla se quiere desarzobispoconstantinopolizar. ¿Pero cuándo se dará cuenta el señor ese que siendo Arzobispo de Constantinopla no se puede desconstantinopolizar y mucho menos se puede desarzobispocontantinopolizar? ¿Me quieren decir ustedes dónde están los desconstantinopolizadores que puedan coger, no ya a una persona cualquiera, sino al mismísimo Arzobispo de Constantinopla y desconstantinopolizarlo? Cuando yo era niño, le preguntaba a mi padre, que era un pelmazo, que me explicara por qué razón el Arzobispo de Constantinopla se quería Desconstantinopolizar, porque ese es el quid de la cuestión. Él, aprovechaba la pregunta y hacía un circunloquio que me dejaba patidifuso, y me decía que el problema estaba en encontrar a un buen desconstantinopolizador que lo descontantinopolizara, porque si no, era imposible desconstantinopolizar a nadie, pero nunca me decía por qué el Arzobispo quería hacerlo. El de mi padre era un discurso puramente tautológico. Ahora, que soy mayor, y llevo unos cuantos años indagando la cuestión, he llegado a la conclusión de que el Arzobispo de Constantinopla era un insensato, ¿qué sentido tiene desconstantinopolizarse en estos tiempo que es punto menos que imposible encontrar un buen desconstantinopolizador que lo desconstantinopolice a uno con ciertas garantías? Ningún sentido, pues ya está. Ahora comprendo al pesado de mi padre: estudiar al excéntrico Arzobispado de Constantinopla es una tautología.
El obispo de Constantinopla, de Juan Yanes ha sido extraído de su blog personal Máquina de coser palabras.
Imagen: San Juan Crisóstomo, obispo de Constantinopla.
El obispo de Constantinopla, de Juan Yanes ha sido extraído de su blog personal Máquina de coser palabras.
Imagen: San Juan Crisóstomo, obispo de Constantinopla.
lunes, 21 de marzo de 2016
Un hombre sin suerte. Samanta Schweblin.
El día que cumplí ocho años, mi hermana –que no soportaba que dejaran de mirarla un solo segundo–, se tomó de un saque una taza entera de lavandina. Abi tenía tres años. Primero sonrió, quizá por el mismo asco, después arrugó la cara en un asustado gesto de dolor. Cuando mamá vio la taza vacía colgando de la mano de Abi se puso más blanca todavía que Abi.
–Abi-mi-dios –eso fue todo lo que dijo mamá–. Abi-mi-dios –y todavía tardó unos segundos más en ponerse en movimiento.
La sacudió por los hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi tampoco respondió. Corrió hasta el teléfono y llamó a papá, y cuando volvió corriendo Abi todavía seguía de pie, con la taza colgándole de la mano. Mamá le sacó la taza y la tiró en la pileta. Abrió la heladera, sacó la leche y la sirvió en un vaso. Se quedó mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso, y finalmente tiró también el vaso a la pileta. Papá, que trabajaba muy cerca de casa, llegó casi de inmediato, pero todavía le dio tiempo a mamá a hacer todo el show del vaso de leche una vez más, antes de que él empezara a tocar la bocina y a gritar.
Cuando me asomé al living vi que la puerta de entrada, la reja y las puertas del coche ya estaban abiertas. Papá volvió a tocar bocina y mamá pasó como un rayo cargando a Abi contra su pecho. Sonaron más bocinas y mamá, que ya estaba sentada en el auto, empezó a llorar. Papá tuvo que gritarme dos veces para que yo entendiera que era a mí a quien le tocaba cerrar.
Hicimos las diez primeras cuadras en menos tiempo de lo que me llevó cerrar la puerta del coche y ponerme el cinturón. Pero cuando llegamos a la avenida el tráfico estaba prácticamente parado. Papá tocaba bocina y gritaba ¡Voy al hospital! ¡Voy al hospital! Los coches que nos rodeaban maniobraban un rato y milagrosamente lograban dejarnos pasar, pero entonces, un par de autos más adelante, todo empezaba de nuevo. Papá frenó detrás de otro coche, dejó de tocar bocina y se golpeó la cabeza contra el volante. Nunca lo vi hacer una cosa así. Hubo un momento de silencio y entonces se incorporó y me miró por el espejo retrovisor. Se dio vuelta y me dijo:
–Sacate la bombacha.
Tenía puesto mi Jumper del colegio. Todas mis bombachas eran blancas pero eso era algo en lo que yo no estaba pensando en ese momento y no podía entender el pedido de papá. Apoyé las manos sobre el asiento para sostenerme mejor. Miré a mamá y entonces ella gritó:
–¡Sacate la puta bombacha! Y yo me la saqué. Papá me la quitó de las manos. Bajó la ventanilla, volvió a tocar bocina y sacó afuera mi bombacha. La levantó bien alto mientras gritaba y tocaba bocina, y toda la avenida se dio vuelta para mirarla. La bombacha era chica, pero también era muy blanca. Una cuadra más atrás una ambulancia encendió las sirenas, nos alcanzó rápidamente y nos escoltó, pero papá siguió sacudiendo la bombacha hasta que llegamos al hospital.
Dejaron el coche junto a las ambulancias y se bajaron de inmediato. Sin mirar atrás mamá corrió con Abi y entró en el hospital. Yo dudaba si debía o no bajarme: estaba sin bombacha y quería ver dónde la había dejado papá, pero no la encontré ni en los asientos delanteros ni en su mano, que ya cerraba ahora de afuera su puerta.
–Vamos, vamos –dijo papá.
Abrió mi puerta y me ayudó a bajar. Cerró el coche. Me dio unas palmadas en el hombro cuando entramos al hall central. Mamá salió de una habitación del fondo y nos hizo una seña. Me alivió ver que volvía a hablar, daba explicaciones a las enfermeras.
–Quedate acá –me dijo papá, y me señaló unas sillas naranjas al otro lado del pasillo.
Me senté. Papá entró al consultorio con mamá y yo esperé un buen rato. No sé cuánto, pero fue un buen rato. Junté las rodillas, bien pegadas, y pensé en todo lo que había pasado en tan pocos minutos, y en la posibilidad de que alguno de los chicos del colegio hubiera visto el espectáculo de mi bombacha. Cuando me puse derecha el jumper se estiró y mi cola tocó parte del plástico de la silla. A veces la enfermera entraba o salía del consultorio y se escuchaba a mis padres discutir y, una vez que me estiré un poquito, llegué a ver a Abi moverse inquieta en una de las camillas, y supe que al menos ese día no iba a morirse. Y todavía esperé un rato más. Entonces un hombre vino y se sentó al lado mío. No sé de dónde salió, no lo había visto antes.
–¿Qué tal? –preguntó.
Pensé en decir muy bien, que es lo que siempre contesta mamá si alguien le pregunta, aunque acabe de decir que la estamos volviendo loca.
–Bien –dije.
–¿Estás esperando a alguien?
Lo pensé. Y me di cuenta de que no estaba esperando a nadie, o al menos, que no es lo que quería estar haciendo en ese momento. Así que negué y él dijo:
–¿Y por qué estás sentada en la sala de espera?
No sabía que estaba sentada en una sala de espera y me di cuenta de que era una gran contradicción. Él abrió un pequeño bolso que tenía sobre las rodillas. Revolvió un poco, sin apuro. Después sacó de una billetera un papelito rosado.
–Acá está –dijo–, sabía que lo tenía en algún lado.
El papelito tenía el número 92.
–Vale por un helado, yo te invito –dijo.
Dije que no. No hay que aceptar cosas de extraños.
–Pero es gratis –dijo él–, me lo gané.
–No. Miré al frente y nos quedamos en silencio.
–Como quieras –dijo él al final, sin enojarse.
Sacó del bolso una revista y se puso a llenar un crucigrama. La puerta del consultorio volvió a abrirse y escuché a papá decir “no voy acceder a semejante estupidez”. Me acuerdo porque ése es el punto final de papá para casi cualquier discusión, pero el hombre no pareció escucharlos.
–Es mi cumpleaños –dije.
“Es mi cumpleaños” repetí para mí misma, “¿qué debería hacer?”. Él dejó el lápiz marcando un casillero y me miró con sorpresa. Asentí sin mirarlo, consciente de tener otra vez su atención.
–Pero... –dijo y cerró la revista–, es que a veces me cuesta mucho entender a las mujeres. Si es tu cumpleaños, ¿por qué estás en una sala de espera?
Era un hombre observador. Me enderecé otra vez en mi asiento y vi que, aun así, apenas le llegaba a los hombros. Él sonrió y yo me acomodé el pelo. Y entonces dije:
–No tengo bombacha.
No sé por qué lo dije. Es que era mi cumpleaños y yo estaba sin bombacha, y era algo en lo que no podía dejar de pensar. Él todavía estaba mirándome. Quizá se había asustado, u ofendido, y me di cuenta de que, aunque no era mi intención, había algo grosero en lo que acababa de decir.
–Pero es tu cumpleaños –dijo él.
Asentí.
–No es justo. Uno no puede andar sin bombacha el día de su cumpleaños.
–Ya sé –dije, y lo dije con mucha seguridad, porque acababa de descubrir la injusticia a la que todo el show de Abi me había llevado.
Él se quedó un momento sin decir nada. Luego miró hacia los ventanales que daban al estacionamiento.
–Yo sé dónde conseguir una bombacha –dijo.
–¿Dónde?
–Problema solucionado –guardó sus cosas y se incorporó.
Dudé en levantarme. Justamente por no tener bombacha, pero también porque no sabía si él estaba diciendo la verdad. Miró hacia la mesa de entrada y saludó con una mano a las asistentes.
–Ya mismo volvemos –dijo, y me señaló–, es su cumpleaños –y yo pensé “por dios y la virgen María, que no diga nada de la bombacha”, pero no lo dijo; abrió la puerta, me guiñó un ojo, y yo supe que podía confiar en él.
Salimos al estacionamiento. De pie yo apenas pasaba su cintura. El coche de papá seguía junto a las ambulancias, un policía le daba vueltas alrededor, molesto. Me quedé mirándolo y él nos vio alejarnos. El aire me envolvió las piernas y subió acampanando mi Jumper, tuve que caminar sosteniéndolo, con las piernas bien juntas.
–Mi dios y la virgen María –dijo él cuando se volvió para ver si lo seguía y me vio luchando con mi uniforme–, es mejor que vayamos rodeando la pared.
–No digas “mi dios y la virgen María” –dije, porque eso era algo de mamá, y no me gustó cómo lo dijo él.
–Ok, darling –dijo.
–Quiero saber a dónde vamos.
–Te estás poniendo muy quisquillosa.
Y no dijimos nada más. Cruzamos la avenida y entramos a un shopping. Era un shopping bastante feo, no creo que mamá lo conociera. Caminamos hasta el fondo, hacia una gran tienda de ropa, una realmente gigante que tampoco creo que mamá conociera. Antes de entrar él dijo “no te pierdas” y me dio la mano, que era fría pero muy suave. Saludó a las cajeras con el mismo gesto que hizo a las asistentes a la salida del hospital, pero no vi que nadie le respondiera. Avanzamos entre los pasillos de ropa. Además de vestidos, pantalones y remeras había también ropa de trabajo. Cascos, jardineros amarillos como los de los basureros, guardapolvos de señoras de limpieza, botas de plástico y hasta algunas herramientas. Me pregunté si él compraría su ropa acá y si usaría alguna de esas cosas y entonces también me pregunté cómo se llamaría.
–Es acá –dijo.
Estábamos rodeados de mesadas de ropa interior masculina y femenina. Si estiraba la mano podía tocar un gran contenedor de bombachas gigantes, más grandes de las que yo podría haber visto alguna vez, y a solo tres pesos cada una. Con una de esas bombachas podían hacerse tres para alguien de mi tamaño.
–Esas no –dijo él–, acá –y me llevó un poco más allá, a una sección de bombachas más pequeñas–. Mira todas las bombachas que hay. ¿Cuál será la elegida my lady?
Miré un poco. Casi todas eran rosas o blancas. Señalé una blanca, una de las pocas que había sin moño.
–Esta –dije–. Pero no tengo dinero.
Se acercó un poco y me dijo al oído:
–Eso no hace falta.
–¿Sos el dueño de la tienda?
–No. Es tu cumpleaños.
Sonreí.
–Pero hay que buscar mejor. Estar seguros.
–Ok Darling –dije.
–No digas “Ok Darling” –dijo él– que me pongo quisquilloso –y me imitó sosteniéndome la pollera en la playa de estacionamiento.
Me hizo reír. Y cuando terminó de hacerse el gracioso dejó frente a mí sus dos puños cerrados y así se quedó hasta que entendí y toqué el derecho. Lo abrió y estaba vacío.
–Todavía podés elegir el otro.
Toqué el otro. Tardé en entender que era una bombacha porque nunca había visto una negra. Y era para chicas, porque tenía corazones blancos, tan chiquitos que parecían lunares, y la cara de Kitty al frente, en donde suele estar ese moño que ni a mamá ni a mí nos gusta.
–Hay que probarla –dijo.
Apoyé la bombacha en mi pecho. El me dio otra vez la mano y fuimos hasta los probadores femeninos, que parecían estar vacíos. Nos asomamos. Él dijo que no sabía si podría entrar. Que tendría que hacerlo sola. Me di cuenta de que era lógico porque, a no ser que sea alguien muy conocido, no está bien que te vean en bombacha. Pero me daba miedo entrar sola al probador, entrar sola o algo peor: salir y no encontrar a nadie.
–¿Cómo te llamás? –pregunté.
–Eso no puedo decírtelo.
–¿Por qué?
Él se agachó. Así quedaba casi a mi altura, quizá yo unos centímetros más alta.
–Porque estoy ojeado.
–¿Ojeado? ¿Qué es estar ojeado?
–Una mujer que me odia dijo que la próxima vez que yo diga mi nombre me voy a morir.
Pensé que podía ser otra broma, pero lo dijo todo muy serio.
–Podrías escribírmelo.
–¿Escribirlo?
–Si lo escribieras no sería decirlo, sería escribirlo. Y si sé tu nombre puedo llamarte y no me daría tanto miedo entrar sola al probador.
–Pero no estamos seguros. ¿Y si para esa mujer escribir es también decir? ¿Si con decir ella se refirió a dar a entender, a informar mi nombre del modo que sea?
–¿Y cómo se enteraría?
–La gente no confía en mí y soy el hombre con menos suerte del mundo.
–Eso no es verdad, eso no hay manera de saberlo.
–Yo sé lo que te digo.
Miramos juntos la bombacha, en mis manos. Pensé en que mis padres podrían estar terminando.
–Pero es mi cumpleaños –dije.
Y quizá si lo hice a propósito, pero así lo sentí en ese momento: los ojos se me llenaron de lágrimas. Entonces él me abrazó, fue un movimiento muy rápido, cruzó sus brazos a mis espaldas y me apretó tan fuerte que mi cara quedó un momento hundida en su pecho. Después me soltó, sacó su revista y su lápiz, escribió algo en el margen derecho de la tapa, lo arrancó y lo dobló tres veces antes de dármelo.
–No lo leas –dijo, se incorporó y me empujó suavemente hacia los cambiadores.
Dejé pasar cuatro vestidores vacíos, siguiendo el pasillo, y antes de juntar valor y meterme en el quinto guardé el papel en el bolsillo de mi jumper, me volví para verlo y nos sonreímos.
Me probé la bombacha. Era perfecta. Me levanté el jumper para ver bien cómo me quedaba. Era tan pero tan perfecta. Me quedaba increíblemente bien, papá nunca me la pediría para revolearla detrás de las ambulancias e incluso si lo hiciera, no me daría tanta vergüenza que mis compañeros la vieran. Mirá qué bombacha tiene esta piba, pensarían, qué bombacha tan perfecta. Me di cuenta de que ya no podía sacármela. Y me di cuenta de algo más, y es que la prenda no tenía alarma. Tenía una pequeña marquita en el lugar donde suelen ir las alarmas, pero no tenía ninguna alarma. Me quedé un momento más mirándome al espejo, y después no aguanté más y saqué el papelito, lo abrí y lo leí.
Cuando salí del probador él no estaba donde nos habíamos despedido, pero sí un poco más allá, junto a los trajes de baño. Me miró, y cuando vio que no tenía la bombacha a la vista me guiñó un ojo y fui yo la que lo tomé de la mano. Esta vez me sostuvo más fuerte, a mí me pareció bien y caminamos hacia la salida. Confiaba en que él sabía lo que hacía. En que un hombre ojeado y con la peor suerte del mundo sabía cómo hacer esas cosas. Cruzamos la línea de cajas por la entrada principal. Uno de los guardias de seguridad nos miró acomodándose el cinto. Para él mi hombre sin nombre sería papá, y me sentí orgullosa. Pasamos los sensores de la salida, hacia el shopping, y seguimos avanzando en silencio, todo el pasillo, hasta la avenida. Entonces vi a Abi, sola, en medio del estacionamiento. Y vi a mamá más cerca, de este lado de la avenida, mirando hacia todos lados. Papá también venía hacia acá desde el estacionamiento. Seguía a paso rápido al policía que antes miraba su coche y en cambio ahora señalaba hacia nosotros. Pasó todo muy rápido. Cuando papá nos vio gritó mi nombre y unos segundos después el policía y dos más que no sé de dónde salieron ya estaban sobre nosotros. Él me soltó pero dejé unos segundos mi mano suspendida hacia él. Lo rodearon y lo empujaron de mala manera. Le preguntaron qué estaba haciendo, le preguntaron su nombre, pero él no respondió. Mamá me abrazó y me revisó de arriba a abajo. Tenía mi bombacha blanca enganchada en la mano derecha. Entonces, quizá tanteándome, se dio cuenta de que llevaba otra bombacha. Me levantó el Jumper en un solo movimiento: fue algo tan brusco y grosero, delante de todos, que yo tuve que dar unos pasos hacia atrás para no caerme. El me miró, yo lo miré. Cuando mamá vio la bombacha negra gritó “hijo de puta, hijo de puta”, y papá se tiró sobre él y trató de golpearlo. Mientras los guardias los separaban yo busqué el papel en mi Jumper, me lo puse en la boca y, mientras me lo tragaba, repetí en silencio su nombre, varias veces, para no olvidármelo nunca.
El cuento Un hombre sin suerte, de Samanta Schweblin obtuvo el Premio Internacional del cuento Juan Rulfo en 2012.
–Abi-mi-dios –eso fue todo lo que dijo mamá–. Abi-mi-dios –y todavía tardó unos segundos más en ponerse en movimiento.
La sacudió por los hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi tampoco respondió. Corrió hasta el teléfono y llamó a papá, y cuando volvió corriendo Abi todavía seguía de pie, con la taza colgándole de la mano. Mamá le sacó la taza y la tiró en la pileta. Abrió la heladera, sacó la leche y la sirvió en un vaso. Se quedó mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso, y finalmente tiró también el vaso a la pileta. Papá, que trabajaba muy cerca de casa, llegó casi de inmediato, pero todavía le dio tiempo a mamá a hacer todo el show del vaso de leche una vez más, antes de que él empezara a tocar la bocina y a gritar.
Cuando me asomé al living vi que la puerta de entrada, la reja y las puertas del coche ya estaban abiertas. Papá volvió a tocar bocina y mamá pasó como un rayo cargando a Abi contra su pecho. Sonaron más bocinas y mamá, que ya estaba sentada en el auto, empezó a llorar. Papá tuvo que gritarme dos veces para que yo entendiera que era a mí a quien le tocaba cerrar.
Hicimos las diez primeras cuadras en menos tiempo de lo que me llevó cerrar la puerta del coche y ponerme el cinturón. Pero cuando llegamos a la avenida el tráfico estaba prácticamente parado. Papá tocaba bocina y gritaba ¡Voy al hospital! ¡Voy al hospital! Los coches que nos rodeaban maniobraban un rato y milagrosamente lograban dejarnos pasar, pero entonces, un par de autos más adelante, todo empezaba de nuevo. Papá frenó detrás de otro coche, dejó de tocar bocina y se golpeó la cabeza contra el volante. Nunca lo vi hacer una cosa así. Hubo un momento de silencio y entonces se incorporó y me miró por el espejo retrovisor. Se dio vuelta y me dijo:
–Sacate la bombacha.
Tenía puesto mi Jumper del colegio. Todas mis bombachas eran blancas pero eso era algo en lo que yo no estaba pensando en ese momento y no podía entender el pedido de papá. Apoyé las manos sobre el asiento para sostenerme mejor. Miré a mamá y entonces ella gritó:
–¡Sacate la puta bombacha! Y yo me la saqué. Papá me la quitó de las manos. Bajó la ventanilla, volvió a tocar bocina y sacó afuera mi bombacha. La levantó bien alto mientras gritaba y tocaba bocina, y toda la avenida se dio vuelta para mirarla. La bombacha era chica, pero también era muy blanca. Una cuadra más atrás una ambulancia encendió las sirenas, nos alcanzó rápidamente y nos escoltó, pero papá siguió sacudiendo la bombacha hasta que llegamos al hospital.
Dejaron el coche junto a las ambulancias y se bajaron de inmediato. Sin mirar atrás mamá corrió con Abi y entró en el hospital. Yo dudaba si debía o no bajarme: estaba sin bombacha y quería ver dónde la había dejado papá, pero no la encontré ni en los asientos delanteros ni en su mano, que ya cerraba ahora de afuera su puerta.
–Vamos, vamos –dijo papá.
Abrió mi puerta y me ayudó a bajar. Cerró el coche. Me dio unas palmadas en el hombro cuando entramos al hall central. Mamá salió de una habitación del fondo y nos hizo una seña. Me alivió ver que volvía a hablar, daba explicaciones a las enfermeras.
–Quedate acá –me dijo papá, y me señaló unas sillas naranjas al otro lado del pasillo.
Me senté. Papá entró al consultorio con mamá y yo esperé un buen rato. No sé cuánto, pero fue un buen rato. Junté las rodillas, bien pegadas, y pensé en todo lo que había pasado en tan pocos minutos, y en la posibilidad de que alguno de los chicos del colegio hubiera visto el espectáculo de mi bombacha. Cuando me puse derecha el jumper se estiró y mi cola tocó parte del plástico de la silla. A veces la enfermera entraba o salía del consultorio y se escuchaba a mis padres discutir y, una vez que me estiré un poquito, llegué a ver a Abi moverse inquieta en una de las camillas, y supe que al menos ese día no iba a morirse. Y todavía esperé un rato más. Entonces un hombre vino y se sentó al lado mío. No sé de dónde salió, no lo había visto antes.
–¿Qué tal? –preguntó.
Pensé en decir muy bien, que es lo que siempre contesta mamá si alguien le pregunta, aunque acabe de decir que la estamos volviendo loca.
–Bien –dije.
–¿Estás esperando a alguien?
Lo pensé. Y me di cuenta de que no estaba esperando a nadie, o al menos, que no es lo que quería estar haciendo en ese momento. Así que negué y él dijo:
–¿Y por qué estás sentada en la sala de espera?
No sabía que estaba sentada en una sala de espera y me di cuenta de que era una gran contradicción. Él abrió un pequeño bolso que tenía sobre las rodillas. Revolvió un poco, sin apuro. Después sacó de una billetera un papelito rosado.
–Acá está –dijo–, sabía que lo tenía en algún lado.
El papelito tenía el número 92.
–Vale por un helado, yo te invito –dijo.
Dije que no. No hay que aceptar cosas de extraños.
–Pero es gratis –dijo él–, me lo gané.
–No. Miré al frente y nos quedamos en silencio.
–Como quieras –dijo él al final, sin enojarse.
Sacó del bolso una revista y se puso a llenar un crucigrama. La puerta del consultorio volvió a abrirse y escuché a papá decir “no voy acceder a semejante estupidez”. Me acuerdo porque ése es el punto final de papá para casi cualquier discusión, pero el hombre no pareció escucharlos.
–Es mi cumpleaños –dije.
“Es mi cumpleaños” repetí para mí misma, “¿qué debería hacer?”. Él dejó el lápiz marcando un casillero y me miró con sorpresa. Asentí sin mirarlo, consciente de tener otra vez su atención.
–Pero... –dijo y cerró la revista–, es que a veces me cuesta mucho entender a las mujeres. Si es tu cumpleaños, ¿por qué estás en una sala de espera?
Era un hombre observador. Me enderecé otra vez en mi asiento y vi que, aun así, apenas le llegaba a los hombros. Él sonrió y yo me acomodé el pelo. Y entonces dije:
–No tengo bombacha.
No sé por qué lo dije. Es que era mi cumpleaños y yo estaba sin bombacha, y era algo en lo que no podía dejar de pensar. Él todavía estaba mirándome. Quizá se había asustado, u ofendido, y me di cuenta de que, aunque no era mi intención, había algo grosero en lo que acababa de decir.
–Pero es tu cumpleaños –dijo él.
Asentí.
–No es justo. Uno no puede andar sin bombacha el día de su cumpleaños.
–Ya sé –dije, y lo dije con mucha seguridad, porque acababa de descubrir la injusticia a la que todo el show de Abi me había llevado.
Él se quedó un momento sin decir nada. Luego miró hacia los ventanales que daban al estacionamiento.
–Yo sé dónde conseguir una bombacha –dijo.
–¿Dónde?
–Problema solucionado –guardó sus cosas y se incorporó.
Dudé en levantarme. Justamente por no tener bombacha, pero también porque no sabía si él estaba diciendo la verdad. Miró hacia la mesa de entrada y saludó con una mano a las asistentes.
–Ya mismo volvemos –dijo, y me señaló–, es su cumpleaños –y yo pensé “por dios y la virgen María, que no diga nada de la bombacha”, pero no lo dijo; abrió la puerta, me guiñó un ojo, y yo supe que podía confiar en él.
Salimos al estacionamiento. De pie yo apenas pasaba su cintura. El coche de papá seguía junto a las ambulancias, un policía le daba vueltas alrededor, molesto. Me quedé mirándolo y él nos vio alejarnos. El aire me envolvió las piernas y subió acampanando mi Jumper, tuve que caminar sosteniéndolo, con las piernas bien juntas.
–Mi dios y la virgen María –dijo él cuando se volvió para ver si lo seguía y me vio luchando con mi uniforme–, es mejor que vayamos rodeando la pared.
–No digas “mi dios y la virgen María” –dije, porque eso era algo de mamá, y no me gustó cómo lo dijo él.
–Ok, darling –dijo.
–Quiero saber a dónde vamos.
–Te estás poniendo muy quisquillosa.
Y no dijimos nada más. Cruzamos la avenida y entramos a un shopping. Era un shopping bastante feo, no creo que mamá lo conociera. Caminamos hasta el fondo, hacia una gran tienda de ropa, una realmente gigante que tampoco creo que mamá conociera. Antes de entrar él dijo “no te pierdas” y me dio la mano, que era fría pero muy suave. Saludó a las cajeras con el mismo gesto que hizo a las asistentes a la salida del hospital, pero no vi que nadie le respondiera. Avanzamos entre los pasillos de ropa. Además de vestidos, pantalones y remeras había también ropa de trabajo. Cascos, jardineros amarillos como los de los basureros, guardapolvos de señoras de limpieza, botas de plástico y hasta algunas herramientas. Me pregunté si él compraría su ropa acá y si usaría alguna de esas cosas y entonces también me pregunté cómo se llamaría.
–Es acá –dijo.
Estábamos rodeados de mesadas de ropa interior masculina y femenina. Si estiraba la mano podía tocar un gran contenedor de bombachas gigantes, más grandes de las que yo podría haber visto alguna vez, y a solo tres pesos cada una. Con una de esas bombachas podían hacerse tres para alguien de mi tamaño.
–Esas no –dijo él–, acá –y me llevó un poco más allá, a una sección de bombachas más pequeñas–. Mira todas las bombachas que hay. ¿Cuál será la elegida my lady?
Miré un poco. Casi todas eran rosas o blancas. Señalé una blanca, una de las pocas que había sin moño.
–Esta –dije–. Pero no tengo dinero.
Se acercó un poco y me dijo al oído:
–Eso no hace falta.
–¿Sos el dueño de la tienda?
–No. Es tu cumpleaños.
Sonreí.
–Pero hay que buscar mejor. Estar seguros.
–Ok Darling –dije.
–No digas “Ok Darling” –dijo él– que me pongo quisquilloso –y me imitó sosteniéndome la pollera en la playa de estacionamiento.
Me hizo reír. Y cuando terminó de hacerse el gracioso dejó frente a mí sus dos puños cerrados y así se quedó hasta que entendí y toqué el derecho. Lo abrió y estaba vacío.
–Todavía podés elegir el otro.
Toqué el otro. Tardé en entender que era una bombacha porque nunca había visto una negra. Y era para chicas, porque tenía corazones blancos, tan chiquitos que parecían lunares, y la cara de Kitty al frente, en donde suele estar ese moño que ni a mamá ni a mí nos gusta.
–Hay que probarla –dijo.
Apoyé la bombacha en mi pecho. El me dio otra vez la mano y fuimos hasta los probadores femeninos, que parecían estar vacíos. Nos asomamos. Él dijo que no sabía si podría entrar. Que tendría que hacerlo sola. Me di cuenta de que era lógico porque, a no ser que sea alguien muy conocido, no está bien que te vean en bombacha. Pero me daba miedo entrar sola al probador, entrar sola o algo peor: salir y no encontrar a nadie.
–¿Cómo te llamás? –pregunté.
–Eso no puedo decírtelo.
–¿Por qué?
Él se agachó. Así quedaba casi a mi altura, quizá yo unos centímetros más alta.
–Porque estoy ojeado.
–¿Ojeado? ¿Qué es estar ojeado?
–Una mujer que me odia dijo que la próxima vez que yo diga mi nombre me voy a morir.
Pensé que podía ser otra broma, pero lo dijo todo muy serio.
–Podrías escribírmelo.
–¿Escribirlo?
–Si lo escribieras no sería decirlo, sería escribirlo. Y si sé tu nombre puedo llamarte y no me daría tanto miedo entrar sola al probador.
–Pero no estamos seguros. ¿Y si para esa mujer escribir es también decir? ¿Si con decir ella se refirió a dar a entender, a informar mi nombre del modo que sea?
–¿Y cómo se enteraría?
–La gente no confía en mí y soy el hombre con menos suerte del mundo.
–Eso no es verdad, eso no hay manera de saberlo.
–Yo sé lo que te digo.
Miramos juntos la bombacha, en mis manos. Pensé en que mis padres podrían estar terminando.
–Pero es mi cumpleaños –dije.
Y quizá si lo hice a propósito, pero así lo sentí en ese momento: los ojos se me llenaron de lágrimas. Entonces él me abrazó, fue un movimiento muy rápido, cruzó sus brazos a mis espaldas y me apretó tan fuerte que mi cara quedó un momento hundida en su pecho. Después me soltó, sacó su revista y su lápiz, escribió algo en el margen derecho de la tapa, lo arrancó y lo dobló tres veces antes de dármelo.
–No lo leas –dijo, se incorporó y me empujó suavemente hacia los cambiadores.
Dejé pasar cuatro vestidores vacíos, siguiendo el pasillo, y antes de juntar valor y meterme en el quinto guardé el papel en el bolsillo de mi jumper, me volví para verlo y nos sonreímos.
Me probé la bombacha. Era perfecta. Me levanté el jumper para ver bien cómo me quedaba. Era tan pero tan perfecta. Me quedaba increíblemente bien, papá nunca me la pediría para revolearla detrás de las ambulancias e incluso si lo hiciera, no me daría tanta vergüenza que mis compañeros la vieran. Mirá qué bombacha tiene esta piba, pensarían, qué bombacha tan perfecta. Me di cuenta de que ya no podía sacármela. Y me di cuenta de algo más, y es que la prenda no tenía alarma. Tenía una pequeña marquita en el lugar donde suelen ir las alarmas, pero no tenía ninguna alarma. Me quedé un momento más mirándome al espejo, y después no aguanté más y saqué el papelito, lo abrí y lo leí.
Cuando salí del probador él no estaba donde nos habíamos despedido, pero sí un poco más allá, junto a los trajes de baño. Me miró, y cuando vio que no tenía la bombacha a la vista me guiñó un ojo y fui yo la que lo tomé de la mano. Esta vez me sostuvo más fuerte, a mí me pareció bien y caminamos hacia la salida. Confiaba en que él sabía lo que hacía. En que un hombre ojeado y con la peor suerte del mundo sabía cómo hacer esas cosas. Cruzamos la línea de cajas por la entrada principal. Uno de los guardias de seguridad nos miró acomodándose el cinto. Para él mi hombre sin nombre sería papá, y me sentí orgullosa. Pasamos los sensores de la salida, hacia el shopping, y seguimos avanzando en silencio, todo el pasillo, hasta la avenida. Entonces vi a Abi, sola, en medio del estacionamiento. Y vi a mamá más cerca, de este lado de la avenida, mirando hacia todos lados. Papá también venía hacia acá desde el estacionamiento. Seguía a paso rápido al policía que antes miraba su coche y en cambio ahora señalaba hacia nosotros. Pasó todo muy rápido. Cuando papá nos vio gritó mi nombre y unos segundos después el policía y dos más que no sé de dónde salieron ya estaban sobre nosotros. Él me soltó pero dejé unos segundos mi mano suspendida hacia él. Lo rodearon y lo empujaron de mala manera. Le preguntaron qué estaba haciendo, le preguntaron su nombre, pero él no respondió. Mamá me abrazó y me revisó de arriba a abajo. Tenía mi bombacha blanca enganchada en la mano derecha. Entonces, quizá tanteándome, se dio cuenta de que llevaba otra bombacha. Me levantó el Jumper en un solo movimiento: fue algo tan brusco y grosero, delante de todos, que yo tuve que dar unos pasos hacia atrás para no caerme. El me miró, yo lo miré. Cuando mamá vio la bombacha negra gritó “hijo de puta, hijo de puta”, y papá se tiró sobre él y trató de golpearlo. Mientras los guardias los separaban yo busqué el papel en mi Jumper, me lo puse en la boca y, mientras me lo tragaba, repetí en silencio su nombre, varias veces, para no olvidármelo nunca.
El cuento Un hombre sin suerte, de Samanta Schweblin obtuvo el Premio Internacional del cuento Juan Rulfo en 2012.
domingo, 20 de marzo de 2016
La verdadera cara. Julio Cortázar.
Después de los cuarenta años la verdadera cara la tenemos en la nuca, mirando desesperadamente para atrás.
sábado, 19 de marzo de 2016
Sueños de estación. Eva Sánchez Palomo.
El tren avanza rápido, adentrándose implacable en el calor de la polvorienta tarde de agosto.
El traqueteo hace que mi cabeza golpee rítmicamente contra el cristal de la ventanilla. El vagón está desierto y me abandono al bochorno pegajoso del ambiente y al chirrido cadencioso de ruedas y vías. Cierro los ojos.
Sueño que he llegado a la estación, todo allí flota en la inmovilidad de un instante congelado. Avanzo por el andén como lo haría por el espacio quieto de una fotografía. La estación es una maqueta y a mi alrededor los cuerpos son muñecos diseñados por unas manos hábiles, con trajes pintados sobre estructuras de un rígido cartón. Una mujer se eterniza en el gesto de acariciar la cabeza rubia de un niño que a su vez alza su mano para saludar al tren detenido. La mano del niño está suspensa en el aire quieto, los deditos abiertos, irregulares, de un cartón que empieza a desconcharse por las puntas, y en las uñas ya apenas se percibe su dibujo.
Miro hacia arriba, el reloj de la estación me mira con su esfera redonda, como un gran ojo que vigilara la quietud turbadora del andén. Las manecillas no se mueven, van pintadas en un firme trazo negro sobre un fondo de blanco luminoso.
Me acerco a una niña que en el acto de subir por las escalerillas del vagón ha perdido su sombrero. Está girada, en un escorzo que comienza en la cintura y termina en las puntas de unos dedos que casi rozan el sombrero, parado en el suelo, como avergonzado por haberse escapado.
Me agacho para cogerlo y justo en el momento de alcanzar la superficie rugosa del cartón, el pitido ensordecedor que avisa de que llegamos a la estación me despierta del sueño.
Me desperezo, recojo la bolsa y bajo las escaleras de un salto.
En la estación me espera ella, parada en el andén con una gran sonrisa. Me acerco a besarla y por un instante lo siento en mi mejilla, es el roce tibio, irregular, de una cara inerte, de cartón.
El traqueteo hace que mi cabeza golpee rítmicamente contra el cristal de la ventanilla. El vagón está desierto y me abandono al bochorno pegajoso del ambiente y al chirrido cadencioso de ruedas y vías. Cierro los ojos.
Sueño que he llegado a la estación, todo allí flota en la inmovilidad de un instante congelado. Avanzo por el andén como lo haría por el espacio quieto de una fotografía. La estación es una maqueta y a mi alrededor los cuerpos son muñecos diseñados por unas manos hábiles, con trajes pintados sobre estructuras de un rígido cartón. Una mujer se eterniza en el gesto de acariciar la cabeza rubia de un niño que a su vez alza su mano para saludar al tren detenido. La mano del niño está suspensa en el aire quieto, los deditos abiertos, irregulares, de un cartón que empieza a desconcharse por las puntas, y en las uñas ya apenas se percibe su dibujo.
Miro hacia arriba, el reloj de la estación me mira con su esfera redonda, como un gran ojo que vigilara la quietud turbadora del andén. Las manecillas no se mueven, van pintadas en un firme trazo negro sobre un fondo de blanco luminoso.
Me acerco a una niña que en el acto de subir por las escalerillas del vagón ha perdido su sombrero. Está girada, en un escorzo que comienza en la cintura y termina en las puntas de unos dedos que casi rozan el sombrero, parado en el suelo, como avergonzado por haberse escapado.
Me agacho para cogerlo y justo en el momento de alcanzar la superficie rugosa del cartón, el pitido ensordecedor que avisa de que llegamos a la estación me despierta del sueño.
Me desperezo, recojo la bolsa y bajo las escaleras de un salto.
En la estación me espera ella, parada en el andén con una gran sonrisa. Me acerco a besarla y por un instante lo siento en mi mejilla, es el roce tibio, irregular, de una cara inerte, de cartón.
viernes, 18 de marzo de 2016
Cataratas. José Sánchez Pedrosa.
Tras quince años de ceguera, la señora Marcela Pazos accedió, con la promesa de ser llevada del hospital a casa el mismo día de la intervención, a operarse de cataratas. En la sala de espera de los quirófanos aguardan noticias del resultado sus tres hijos y su único nieto, Rafael Bello. Tiene trece años y desde que guarda memoria, ha sido el lazarillo de su abuela.
Por las tardes le acompaña a misa si hace malo y al parque, si hace bueno. Allí, sentados en un banco, le lee el ABC. A cambio, la abuela le hace en navidades y por su cumpleaños unos regalos espléndidos. Rafael, sin embargo, hace de destrón con agrado. No necesita regalos. Le gusta salir todas las tardes con su abuela. Es, según él, una señora elegante, educada y, sin duda, bella. Además, cuando canta en misa, demuestra una gran sensibilidad artística.
La señora Marcela Pazos sale por su propio pie del quirófano. Lleva los dos ojos vendados y pregunta por Rafael. Su nieto le da la mano y la guía por los pasillos del hospital hacia la salida. Su abuela lo ha llamado a él, no a sus padres o a alguno de sus tíos. Rafael lo siente como una victoria. Mientras camina por los corredores, su abuela le informa de que al día siguiente, por la tarde, ya no va a necesitarlo porque podrá quitarse las vendas a mediodía.
Al otro día, Rafael va de todas formas a casa de su abuela por si necesita algo. A las cinco de la tarde, como todos estos años pasados, llama al timbre. Sale ella misma a la puerta.
—¿Quién eres? —pregunta.
—Soy Rafael —responde él sonriendo y mostrando sus asquerosos dientes amarillentos, desiguales y mal encajados en una mandíbula prognática.
—¿Rafael? —duda ella. Se fija sin disimulo en esos ridículos ojos de batracio y no oculta una mueca de asco ante la visión de un resto de saliva que le ha quedado al niño en la comisura de los labios.
—¡Jesús, chico! ¿Pero a quién has salido tú, tan feo?
Rafael se da la vuelta y entra de nuevo en el ascensor. Sale a la calle y se pregunta, ahora que su abuela se comporta como sus compañeros de colegio, dónde podrá refugiarse por las tardes.
Por las tardes le acompaña a misa si hace malo y al parque, si hace bueno. Allí, sentados en un banco, le lee el ABC. A cambio, la abuela le hace en navidades y por su cumpleaños unos regalos espléndidos. Rafael, sin embargo, hace de destrón con agrado. No necesita regalos. Le gusta salir todas las tardes con su abuela. Es, según él, una señora elegante, educada y, sin duda, bella. Además, cuando canta en misa, demuestra una gran sensibilidad artística.
La señora Marcela Pazos sale por su propio pie del quirófano. Lleva los dos ojos vendados y pregunta por Rafael. Su nieto le da la mano y la guía por los pasillos del hospital hacia la salida. Su abuela lo ha llamado a él, no a sus padres o a alguno de sus tíos. Rafael lo siente como una victoria. Mientras camina por los corredores, su abuela le informa de que al día siguiente, por la tarde, ya no va a necesitarlo porque podrá quitarse las vendas a mediodía.
Al otro día, Rafael va de todas formas a casa de su abuela por si necesita algo. A las cinco de la tarde, como todos estos años pasados, llama al timbre. Sale ella misma a la puerta.
—¿Quién eres? —pregunta.
—Soy Rafael —responde él sonriendo y mostrando sus asquerosos dientes amarillentos, desiguales y mal encajados en una mandíbula prognática.
—¿Rafael? —duda ella. Se fija sin disimulo en esos ridículos ojos de batracio y no oculta una mueca de asco ante la visión de un resto de saliva que le ha quedado al niño en la comisura de los labios.
—¡Jesús, chico! ¿Pero a quién has salido tú, tan feo?
Rafael se da la vuelta y entra de nuevo en el ascensor. Sale a la calle y se pregunta, ahora que su abuela se comporta como sus compañeros de colegio, dónde podrá refugiarse por las tardes.
miércoles, 16 de marzo de 2016
Hechos de muerte. Alberto Sánchez Argüello.
Hechos de muerte I.
Me lo mataron hace un año, Santiago era mi único hijo, ya habría cumplido 22, si esos hijueputas no lo hubieran matado. Mi hijo acababa de conseguir trabajo de cobrador de bus y tenía el último turno; ya casi cerrando se subieron dos mareros y quisieron que les dieran el pago, él que era nuevo y más grande que ellos les reventó la boca y los sacó a patadas. Al día siguiente subieron de nuevo y le dejaron ir dos balazos a la cabeza, bañaron de su sangre el bus. Yo nunca supe quienes fueron esos dos mareros, pero ya tengo seis meses de salir con mi moto cada ocho o quince días, con mi pistola bien pegadita al cuerpo, me llego por los barrios de ciudad Guatemala y le meto bala a un marero cada vez, en una de esas mato a los desgraciados, en una de esas me matan a mí.
Hechos de muerte II.
Me lo mataron hace seis meses, Mario era mi único hijo, tenía 16 apenas cumplidos y se iba a bachillerar, si ese hijueputa no lo hubiera matado. Mi hijo tenía trabajo en la noche como repartidor de comida; Un día estaba saliendo de su trabajo y se le acercaron unos mareros, lo pegaron a una pared y lo estaban asaltando, cuando de una esquina se vino un hombre en una moto y disparó hacia ellos,los mareros se capearon y el balazo le entró en el ojo derecho a mi hijo. Se murió ahí, en la calle, los mareros corrieron y el de la moto se escapó. Dicen que ese hijueputa anda matando mareros por los barrios de guate, cada cierto tiempo. Yo tengo cinco meses de recorrer a pie los barrios matando motorizados, en una de esas mato al desgraciado, en una de esas me mata a mí.
Me lo mataron hace un año, Santiago era mi único hijo, ya habría cumplido 22, si esos hijueputas no lo hubieran matado. Mi hijo acababa de conseguir trabajo de cobrador de bus y tenía el último turno; ya casi cerrando se subieron dos mareros y quisieron que les dieran el pago, él que era nuevo y más grande que ellos les reventó la boca y los sacó a patadas. Al día siguiente subieron de nuevo y le dejaron ir dos balazos a la cabeza, bañaron de su sangre el bus. Yo nunca supe quienes fueron esos dos mareros, pero ya tengo seis meses de salir con mi moto cada ocho o quince días, con mi pistola bien pegadita al cuerpo, me llego por los barrios de ciudad Guatemala y le meto bala a un marero cada vez, en una de esas mato a los desgraciados, en una de esas me matan a mí.
Hechos de muerte II.
Me lo mataron hace seis meses, Mario era mi único hijo, tenía 16 apenas cumplidos y se iba a bachillerar, si ese hijueputa no lo hubiera matado. Mi hijo tenía trabajo en la noche como repartidor de comida; Un día estaba saliendo de su trabajo y se le acercaron unos mareros, lo pegaron a una pared y lo estaban asaltando, cuando de una esquina se vino un hombre en una moto y disparó hacia ellos,los mareros se capearon y el balazo le entró en el ojo derecho a mi hijo. Se murió ahí, en la calle, los mareros corrieron y el de la moto se escapó. Dicen que ese hijueputa anda matando mareros por los barrios de guate, cada cierto tiempo. Yo tengo cinco meses de recorrer a pie los barrios matando motorizados, en una de esas mato al desgraciado, en una de esas me mata a mí.
domingo, 13 de marzo de 2016
Amarillo. Cioran. Aforismo.
Kandinsky afirma que el amarillo es el color de la vida.
... Se comprende ahora por qué ese color hace tanto daño a los ojos.
... Se comprende ahora por qué ese color hace tanto daño a los ojos.
sábado, 12 de marzo de 2016
La gran mota.Terry Pratchett.Cuento.
¿Alguna vez habéis mirado por vuestro cuarto un día soleado y habéis visto las motitas de polvo que flotan en el aire? Parecen estrellas cuando les da la luz, y la gente diminuta que vive en ellas cree que justo eso son las demás motitas.
Había una mota concreta que medía la centésima parte de un milímetro y se llamaba la Gran Mota. Estaba dividida en dos países, Arramble, situado a la izquierda, y Posra, a la derecha. Entre ambos se extendía una cordillera de montañas diminutas.
En la más alta de las montañas vivía un astrónomo llamado Quetrefi, que observaba con gran interés todas las demás motas a medida que la Gran Mota flotaba por ahí. Por supuesto, nadie creía que pudiera existir vida en las demás motas de polvo. Pero un día a Quetrefi le pareció distinguir algo en una mota no muy lejana.
—¿Qué has visto? —preguntó el rey de Posra mientras Quetrefi se plantaba delante de él señalando y haciendo aspavientos.
¡Árboles! —dijo el astrónomo entre jadeos—¡Montañas! ¡Animales!
—Anda —respondió el rey—. ¿Y cómo de lejos está, más o menos?
Quetrefi se registró los bolsillos hasta encontrar un papelito repleto de cálculos.
—Se acerca a la Gran Mota a razón de un sesentaycuatroavo de milímetro por segundo, y pasará a menos de dos centímetros de nosotros en treinta segundos —dijo.
Un segundo era más o menos como un día de largo para el pueblo de la Mota.
En ese mismo instante, Muecarejil, otro astrónomo, estaba diciendo exactamente lo mismo al duque de Arramble.
En la Gran Mota había habido paz desde hacía…, bueno, al menos media hora, pero no por eso los dos países dejaban de estar dispuestos a gastarle una jugarreta al otro si se presentaba la ocasión.
De modo que las dos naciones se pusieron de inmediato a buscar la forma de llegar a la mota nueva sin que la otra se enterara.
«Pero ¿cómo?», se preguntó Quetrefi. Al ser tan diminutos, los habitantes de la Gran Mota flotaban por naturaleza; el problema era impulsarse a lo largo de los dos centímetros de distancia. Al final construyó una especie de barco de remos cubierto, con dos pares de alas y muchas tallas de adorno.
—¡Qué nave tan maravillosa! —exclamó el rey cuando Quetrefi se la enseñó—. Estoy seguro de que tendrás muy buen viaje.
Hubo un silencio pensativo.
—¿Yo? —preguntó Quetrefi.
—¿Quién si no? —dijo el rey.
—Había pensado enviar animales o lo que sea para comprobar que no hay peligro y… —empezó a decir Quetrefi, nervioso.
—Ya lo comprobarás tú —lo interrumpió el rey con entusiasmo dándole una palmada en la espalda.
Quetrefi volvió cabizbajo a su observatorio y estudió la nueva mota. Ya se había hecho más grande. ¿Qué ocurriría si apuntaba mal y se perdía? Tuvo un escalofrío al contemplar la infinita inmensidad del aire, y vio los millones de motas de polvo que había allí arriba.
Mientras tanto, los sirvientes del rey arrastraron la máquina voladora hasta la cima de una colina que se alzaba junto al palacio y la aprovisionaron bien.
Entonces levantaron una valla a su alrededor y cobraron entrada a los curiosos que se acercaban a mirar.
El segundo del Gran Salto estaba cada vez más cerca…
—¿Dónde está Quetrefi? —bramó el rey de Posra cuando llegó ese segundo—. Tengo que ponerle una medalla antes de que despegue (pues no creo que pueda hacerlo a su regreso).
Había una multitud congregada en torno a la máquina voladora del astrónomo, que se llamaba el Cualquiera.
Pero a Quetrefi no se lo veía por ninguna parte.
Al final apareció, con cara de mucha vergüenza bajo su casco de piloto con gafas protectoras, que le venía demasiado grande. La banda de música se apresuró a interpretar el himno nacional de Posra, titulado «Tres hurras por nosotros», y el rey lanzó una gigantesca medalla de latón como si fuera un aro y acertó en el cuello de Quetrefi, de donde quedó colgada de cualquier manera por su cinta roja.
—En fin, adiós, viejo amigo —se despidió el rey—. Acuérdate de clavar la bandera posrana en esa mota nueva. Hay una grabación del himno nacional en un gramófono a bordo del Cualquiera. Tengo entendido que Arramble también va a enviar una máquina voladora. No hace falta decirte que debes aterrizar tú primero —guiño, codazo—, ¿verdad?
Quetrefi subió al Cualquiera y encendió el motor. Habían construido una pista que bajaba por la ladera de una colina y subía hasta la mitad de la siguiente. Se suponía que el Cualquiera tenía que ganar velocidad, subir zumbando y alejarse de la Gran Mota.
O también podía estrellarse.
De pronto, el gentío se acercó corriendo y le dio un buen empujón. La verdad era que les daba igual todo, su lema era: «Lo que sea por unas risas».
Quetrefi se agarró fuerte cuando el Cualquiera ascendió a toda velocidad por la segunda colina, notó que se le revolvía el estómago y, al momento, la máquina voladora aleteaba con calma por los aires.
«No me lo termino de creer», pensó mirando por el parabrisas trasero. La Gran Mota flotaba ya a bastante distancia. Y había alguien detrás de él, dando porrazos en la escotilla. Resultó tratarse del rey.
--¡Han empujado antes de que me bajara!—chilló mientras Quetrefi lo dejaba entrar a gatas—¡Llévame de vuelta!
—No creo que pueda —dijo Quetrefi, que por dentro se alegraba—. Estamos cada vez más lejos de la Gran Mota. No sé si os acordáis, majestad, pero ya os dije que seguramente no podría volver.
—¿Me lo dijiste? ¿Y qué dije yo?
—Me dijisteis que no me preocupara, majestad.
El rey miró por la ventanilla. A su alrededor solo se veía la nada. Brillaban algunas motas lejanas, y muy, muy abajo estaba la colina desde la que habían despegado.
—¿No podemos hacerles señales? —preguntó el rey.
—En realidad, sí se me ocurrió una forma de enviar señales a la Gran Mota —dijo Quetrefi. Abrió un cajón, sacó dos banderas, bajó la ventanilla y empezó a trazar figuras con ellas en dirección a la mota de polvo cada vez más pequeña—. Mi ayudante está siguiendo nuestro rumbo con el telescopio —dijo, sin dejar de mover los brazos—. Acabo de transmitirle: «El rey (ojalá viva para siempre, etcétera, etcétera) está sano y salvo aquí arriba conmigo». Pasadme el telescopio pequeño, mi señor. Es eso de ahí, sí. A ver… Ajá. La respuesta es: «Pues tráelo aquí abajo, alelado». Pero me temo que no puedo.
—¿Qué distancia hemos recorrido? —preguntó el rey.
Quetrefi giró unos diales.
—Como unos siete dieciochoavos de centímetro —dijo—. Llevamos buen ritmo.
El rey se quitó la corona.
—En mis años mozos fui bastante aventurero —rememoró con añoranza—. ¿Puedo ser el primero en pisar esa mota nueva?
—Por supuesto —concedió Quetrefi con generosidad.
—Perfecto, pues. Dime cómo funcionan los mandos.
Al poco tiempo, el rey estaba pilotando el Cualquiera y pasándoselo pipa.
Cuando apareció la nueva mota, Quetrefi puso el Cualquiera en órbita.
—Creo que la llamaremos Nueva Mota —dijo el rey mientras la contemplaban—. Mira, tiene montañas y tal. ¿Crees que habrá algo vivo?
El Cualquiera fue flotando cada vez más bajo y terminó aterrizando con una leve sacudida.
– ¡Yo primero! —exclamó el rey, y saltó al exterior con la bandera posrana en la mano.
Quetrefi lo siguió despacio, cargando con el gramófono, y los dos se pusieron en posición de firmes mientras el trasto reproducía una grabación bastante rayada del himno nacional de Posra, «Tres hurras por nosotros».
—Muy bien —dijo el rey—. Sácame una foto, luego yo te sacaré otra a ti.
Pero Quetrefi estaba ocupado partiendo terrones de polvo con un martillo y mirándolos con microscopio, así que el rey se fue solo a dar un paseo.
El terreno de Nueva Mota era bastante abrupto, con peñascos y rocas enormes por todas partes. Al poco tiempo, el rey se sentó en una roca y miró al astrónomo, que estaba recogiendo plantas en una bolsa de lona. La roca se puso de pie, se lo quitó de encima y se fue corriendo sobre cuatro patitas gordezuelas.
—¡Extraordinario! —dijo Quetrefi.
—¡AY! —gritó el rey.
—Mirad, ahí hay otra.
Una roca había abierto dos ojitos relucientes y los miraba, sentada.
Entonces oyeron, desde muy lejos, una grabadora que sonaba fatal. Quetrefi y el rey se miraron y, a medida que continuó la música, empezaron a entender lo que decía:
“Mueran sus enemigos.
A fuego, a espada, ahogados, etcétera.
¡Arramble la valerosa! (¡Pum-chim-pum!)”
—¡Es el fluto himno nacional arrambleño! —vociferó el rey—. ¡A esos zapifastrosos trucarratones no se les ha ocurrido otra cosa que plantarse aquí!
—¡Chist! —siseó Quetrefi asomando los ojos por encima de las rocas.
Al otro lado, en un pequeño valle, vio una máquina voladora muy parecida al Cualquiera, pero con el nombre Todoquisqui escrito en el casco. Reconoció al astrónomo arrambleño, Muecarejil, y a su lado estaba dando cuerda al gramófono el duque de Arramble en persona.
—¡Serán glanfineros! —renegó el rey—. ¡Aterrizar en nuestra mota de polvo! ¡Vamos a pasarlos a espada! ¡Veremos si mueren sus enemigos o no!
Gritaba tan alto que el duque y el astrónomo no tardaron en llegar corriendo colina arriba.
—¡Vosotros! —exclamaron todos a la vez.
—¡Fuera de nuestra Nueva Mota! —gritaron al unísono el rey y el duque—. ¡Esto es la guerra!
—¡Serás entrometido!
—¡Serás asaltador!
Muecarejil y Quetrefi se alejaron de los otros dos, que seguían gritándose y dando saltos.
—Me preocupa que no podamos volver —confesó Muecarejil.
—A mí también.
—Este sitio no parece muy acogedor —dijo Muecarejil haciendo un gesto hacia las piedras y las pequeñas criaturas de roca.
—Es muy inhóspito, sí.
—No paro de pensar que sus majestades están enfadándose por nada.
—¿Y qué vamos a hacer?
En ese momento hubo un estruendo y todo un rebaño de criaturas de piedra bajó a la carga hasta el valle y apisonó la máquina arrambleña.
—¡Oh, no! ¡Han destruido el Todoquisqui! —gimoteó Muecarejil.
Las criaturas embistieron colina arriba. Hubo otro estrépito.
—Y adiós también al Cualquiera —rezongó Quetrefi—. Ahora estamos todos atrapados aquí.
Cuando volvieron a la cima de la colina, encontraron al rey y al duque construyendo una muralla y gritándose por encima de ella.
—¡Han destruido las naves! —chilló Quetrefi.
—Pásate a nuestro lado de la muralla y déjate de confidencias con el enemigo —dijo el rey.
--¡No podemos volver a casa! —se desgañitó Muecarejil a pleno pulmón.
Hubo un silencio repentino. El rey y el duque miraron hacia arriba, hacia las lejanas motas de polvo.
—La Gran Mota está a tres centímetros de distancia y se aleja a cada microsegundo que pasa —intervino Quetrefi—. Aunque se pusieran a construir otra nave, nunca podrían rescatarnos y volver. Aquí nos quedamos. Esas cosas de piedra nos han pisoteado los barcos y no tenemos piezas de repuesto. Bien, y ahora, ¿qué hacemos?
—¿Estás seguro de que los barcos están destrozados? —preguntó el duque.
—Hechos trizas —respondió Muecarejil.
Quetrefi miró los restos del Cualquiera y del Todoquisqui y se le ocurrió una idea.
—A lo mejor podríamos desmontarlos y hacer uno nuevo con las piezas de los dos —propuso.
Así que, mientras el rey y el duque se quedaban sentados junto a una pequeña hoguera, los dos astrónomos empezaron a desmantelar ambas máquinas voladoras. Usaron el casco, la caldera de gas, el timón y los asientos del Cualquiera, y las alas, el motor y el instrumental del Todoquisqui.
Mientras trabajaban, el rey atrapó a una criatura de piedra, pero no encontró ninguna forma de comérsela. Lo único que quedaba de las provisiones de las naves era media hogaza de pan, un poco de queso bastante maloliente y —nadie sabía por qué— una cajita de guindas confitadas.
—Podéis dejar de pelearos por ellas —dijo Quetrefi—. Creemos tener un barco que funciona.
Subieron todos a la embarcación, que Muecarejil había bautizado como el Quiensea, y Quetrefi accionó varias palancas. Las alas se desplegaron y la nave se elevó.
—Pues nada, adiós, Nueva Mota —dijo el rey—. Me alegro de irme, aunque me pertenezca.
—¡Dirás que me pertenece a mí! —replicó el duque haciendo aspavientos.
La máquina flotó por encima de la mota de polvo mientras los astrónomos buscaban la Gran Mota.
—¡Ahí está! —dijo Quetrefi—. Es esa verde de ahí, la que flota al lado de la Mesa.
El Quiensea aceleró, y al cabo de poco tiempo aterrizó en la cordillera que separaba los países de Posra y Arramble. El rey y el duque echaron a correr montaña abajo por laderas opuestas.
—Ya estamos otra vez —dijo Muecarejil mientras ayudaba a descargar el barco—. Mañana estarán riñendo de nuevo. Reñir, reñir, reñir. A estas alturas ya deberían haber aprendido la lección, me parece a mí. Podrían haber aprendido a colaborar.
—A lo mejor aún aprenden —dijo Quetrefi, pensativo—. Acabo de fijarme en una cosa: tenían tantas ganas de volver a casa que se han equivocado de ladera. ¡El duque ha entrado en Posra, y el rey ha corrido hacia Arramble!
—¡Vaya! ¿Qué les pasará?
—Igual los meten a los dos una temporadita en la cárcel, pero seguro que acabarán intercambiándolos. Aunque para mí da igual un duque que otro.
Y fueron a tomar una taza de té al observatorio de Quetrefi y jugaron al ajedrez hasta la medianoche.
Había una mota concreta que medía la centésima parte de un milímetro y se llamaba la Gran Mota. Estaba dividida en dos países, Arramble, situado a la izquierda, y Posra, a la derecha. Entre ambos se extendía una cordillera de montañas diminutas.
En la más alta de las montañas vivía un astrónomo llamado Quetrefi, que observaba con gran interés todas las demás motas a medida que la Gran Mota flotaba por ahí. Por supuesto, nadie creía que pudiera existir vida en las demás motas de polvo. Pero un día a Quetrefi le pareció distinguir algo en una mota no muy lejana.
—¿Qué has visto? —preguntó el rey de Posra mientras Quetrefi se plantaba delante de él señalando y haciendo aspavientos.
¡Árboles! —dijo el astrónomo entre jadeos—¡Montañas! ¡Animales!
—Anda —respondió el rey—. ¿Y cómo de lejos está, más o menos?
Quetrefi se registró los bolsillos hasta encontrar un papelito repleto de cálculos.
—Se acerca a la Gran Mota a razón de un sesentaycuatroavo de milímetro por segundo, y pasará a menos de dos centímetros de nosotros en treinta segundos —dijo.
Un segundo era más o menos como un día de largo para el pueblo de la Mota.
En ese mismo instante, Muecarejil, otro astrónomo, estaba diciendo exactamente lo mismo al duque de Arramble.
En la Gran Mota había habido paz desde hacía…, bueno, al menos media hora, pero no por eso los dos países dejaban de estar dispuestos a gastarle una jugarreta al otro si se presentaba la ocasión.
De modo que las dos naciones se pusieron de inmediato a buscar la forma de llegar a la mota nueva sin que la otra se enterara.
«Pero ¿cómo?», se preguntó Quetrefi. Al ser tan diminutos, los habitantes de la Gran Mota flotaban por naturaleza; el problema era impulsarse a lo largo de los dos centímetros de distancia. Al final construyó una especie de barco de remos cubierto, con dos pares de alas y muchas tallas de adorno.
—¡Qué nave tan maravillosa! —exclamó el rey cuando Quetrefi se la enseñó—. Estoy seguro de que tendrás muy buen viaje.
Hubo un silencio pensativo.
—¿Yo? —preguntó Quetrefi.
—¿Quién si no? —dijo el rey.
—Había pensado enviar animales o lo que sea para comprobar que no hay peligro y… —empezó a decir Quetrefi, nervioso.
—Ya lo comprobarás tú —lo interrumpió el rey con entusiasmo dándole una palmada en la espalda.
Quetrefi volvió cabizbajo a su observatorio y estudió la nueva mota. Ya se había hecho más grande. ¿Qué ocurriría si apuntaba mal y se perdía? Tuvo un escalofrío al contemplar la infinita inmensidad del aire, y vio los millones de motas de polvo que había allí arriba.
Mientras tanto, los sirvientes del rey arrastraron la máquina voladora hasta la cima de una colina que se alzaba junto al palacio y la aprovisionaron bien.
Entonces levantaron una valla a su alrededor y cobraron entrada a los curiosos que se acercaban a mirar.
El segundo del Gran Salto estaba cada vez más cerca…
—¿Dónde está Quetrefi? —bramó el rey de Posra cuando llegó ese segundo—. Tengo que ponerle una medalla antes de que despegue (pues no creo que pueda hacerlo a su regreso).
Había una multitud congregada en torno a la máquina voladora del astrónomo, que se llamaba el Cualquiera.
Pero a Quetrefi no se lo veía por ninguna parte.
Al final apareció, con cara de mucha vergüenza bajo su casco de piloto con gafas protectoras, que le venía demasiado grande. La banda de música se apresuró a interpretar el himno nacional de Posra, titulado «Tres hurras por nosotros», y el rey lanzó una gigantesca medalla de latón como si fuera un aro y acertó en el cuello de Quetrefi, de donde quedó colgada de cualquier manera por su cinta roja.
—En fin, adiós, viejo amigo —se despidió el rey—. Acuérdate de clavar la bandera posrana en esa mota nueva. Hay una grabación del himno nacional en un gramófono a bordo del Cualquiera. Tengo entendido que Arramble también va a enviar una máquina voladora. No hace falta decirte que debes aterrizar tú primero —guiño, codazo—, ¿verdad?
Quetrefi subió al Cualquiera y encendió el motor. Habían construido una pista que bajaba por la ladera de una colina y subía hasta la mitad de la siguiente. Se suponía que el Cualquiera tenía que ganar velocidad, subir zumbando y alejarse de la Gran Mota.
O también podía estrellarse.
De pronto, el gentío se acercó corriendo y le dio un buen empujón. La verdad era que les daba igual todo, su lema era: «Lo que sea por unas risas».
Quetrefi se agarró fuerte cuando el Cualquiera ascendió a toda velocidad por la segunda colina, notó que se le revolvía el estómago y, al momento, la máquina voladora aleteaba con calma por los aires.
«No me lo termino de creer», pensó mirando por el parabrisas trasero. La Gran Mota flotaba ya a bastante distancia. Y había alguien detrás de él, dando porrazos en la escotilla. Resultó tratarse del rey.
--¡Han empujado antes de que me bajara!—chilló mientras Quetrefi lo dejaba entrar a gatas—¡Llévame de vuelta!
—No creo que pueda —dijo Quetrefi, que por dentro se alegraba—. Estamos cada vez más lejos de la Gran Mota. No sé si os acordáis, majestad, pero ya os dije que seguramente no podría volver.
—¿Me lo dijiste? ¿Y qué dije yo?
—Me dijisteis que no me preocupara, majestad.
El rey miró por la ventanilla. A su alrededor solo se veía la nada. Brillaban algunas motas lejanas, y muy, muy abajo estaba la colina desde la que habían despegado.
—¿No podemos hacerles señales? —preguntó el rey.
—En realidad, sí se me ocurrió una forma de enviar señales a la Gran Mota —dijo Quetrefi. Abrió un cajón, sacó dos banderas, bajó la ventanilla y empezó a trazar figuras con ellas en dirección a la mota de polvo cada vez más pequeña—. Mi ayudante está siguiendo nuestro rumbo con el telescopio —dijo, sin dejar de mover los brazos—. Acabo de transmitirle: «El rey (ojalá viva para siempre, etcétera, etcétera) está sano y salvo aquí arriba conmigo». Pasadme el telescopio pequeño, mi señor. Es eso de ahí, sí. A ver… Ajá. La respuesta es: «Pues tráelo aquí abajo, alelado». Pero me temo que no puedo.
—¿Qué distancia hemos recorrido? —preguntó el rey.
Quetrefi giró unos diales.
—Como unos siete dieciochoavos de centímetro —dijo—. Llevamos buen ritmo.
El rey se quitó la corona.
—En mis años mozos fui bastante aventurero —rememoró con añoranza—. ¿Puedo ser el primero en pisar esa mota nueva?
—Por supuesto —concedió Quetrefi con generosidad.
—Perfecto, pues. Dime cómo funcionan los mandos.
Al poco tiempo, el rey estaba pilotando el Cualquiera y pasándoselo pipa.
Cuando apareció la nueva mota, Quetrefi puso el Cualquiera en órbita.
—Creo que la llamaremos Nueva Mota —dijo el rey mientras la contemplaban—. Mira, tiene montañas y tal. ¿Crees que habrá algo vivo?
El Cualquiera fue flotando cada vez más bajo y terminó aterrizando con una leve sacudida.
– ¡Yo primero! —exclamó el rey, y saltó al exterior con la bandera posrana en la mano.
Quetrefi lo siguió despacio, cargando con el gramófono, y los dos se pusieron en posición de firmes mientras el trasto reproducía una grabación bastante rayada del himno nacional de Posra, «Tres hurras por nosotros».
—Muy bien —dijo el rey—. Sácame una foto, luego yo te sacaré otra a ti.
Pero Quetrefi estaba ocupado partiendo terrones de polvo con un martillo y mirándolos con microscopio, así que el rey se fue solo a dar un paseo.
El terreno de Nueva Mota era bastante abrupto, con peñascos y rocas enormes por todas partes. Al poco tiempo, el rey se sentó en una roca y miró al astrónomo, que estaba recogiendo plantas en una bolsa de lona. La roca se puso de pie, se lo quitó de encima y se fue corriendo sobre cuatro patitas gordezuelas.
—¡Extraordinario! —dijo Quetrefi.
—¡AY! —gritó el rey.
—Mirad, ahí hay otra.
Una roca había abierto dos ojitos relucientes y los miraba, sentada.
Entonces oyeron, desde muy lejos, una grabadora que sonaba fatal. Quetrefi y el rey se miraron y, a medida que continuó la música, empezaron a entender lo que decía:
“Mueran sus enemigos.
A fuego, a espada, ahogados, etcétera.
¡Arramble la valerosa! (¡Pum-chim-pum!)”
—¡Es el fluto himno nacional arrambleño! —vociferó el rey—. ¡A esos zapifastrosos trucarratones no se les ha ocurrido otra cosa que plantarse aquí!
—¡Chist! —siseó Quetrefi asomando los ojos por encima de las rocas.
Al otro lado, en un pequeño valle, vio una máquina voladora muy parecida al Cualquiera, pero con el nombre Todoquisqui escrito en el casco. Reconoció al astrónomo arrambleño, Muecarejil, y a su lado estaba dando cuerda al gramófono el duque de Arramble en persona.
—¡Serán glanfineros! —renegó el rey—. ¡Aterrizar en nuestra mota de polvo! ¡Vamos a pasarlos a espada! ¡Veremos si mueren sus enemigos o no!
Gritaba tan alto que el duque y el astrónomo no tardaron en llegar corriendo colina arriba.
—¡Vosotros! —exclamaron todos a la vez.
—¡Fuera de nuestra Nueva Mota! —gritaron al unísono el rey y el duque—. ¡Esto es la guerra!
—¡Serás entrometido!
—¡Serás asaltador!
Muecarejil y Quetrefi se alejaron de los otros dos, que seguían gritándose y dando saltos.
—Me preocupa que no podamos volver —confesó Muecarejil.
—A mí también.
—Este sitio no parece muy acogedor —dijo Muecarejil haciendo un gesto hacia las piedras y las pequeñas criaturas de roca.
—Es muy inhóspito, sí.
—No paro de pensar que sus majestades están enfadándose por nada.
—¿Y qué vamos a hacer?
En ese momento hubo un estruendo y todo un rebaño de criaturas de piedra bajó a la carga hasta el valle y apisonó la máquina arrambleña.
—¡Oh, no! ¡Han destruido el Todoquisqui! —gimoteó Muecarejil.
Las criaturas embistieron colina arriba. Hubo otro estrépito.
—Y adiós también al Cualquiera —rezongó Quetrefi—. Ahora estamos todos atrapados aquí.
Cuando volvieron a la cima de la colina, encontraron al rey y al duque construyendo una muralla y gritándose por encima de ella.
—¡Han destruido las naves! —chilló Quetrefi.
—Pásate a nuestro lado de la muralla y déjate de confidencias con el enemigo —dijo el rey.
--¡No podemos volver a casa! —se desgañitó Muecarejil a pleno pulmón.
Hubo un silencio repentino. El rey y el duque miraron hacia arriba, hacia las lejanas motas de polvo.
—La Gran Mota está a tres centímetros de distancia y se aleja a cada microsegundo que pasa —intervino Quetrefi—. Aunque se pusieran a construir otra nave, nunca podrían rescatarnos y volver. Aquí nos quedamos. Esas cosas de piedra nos han pisoteado los barcos y no tenemos piezas de repuesto. Bien, y ahora, ¿qué hacemos?
—¿Estás seguro de que los barcos están destrozados? —preguntó el duque.
—Hechos trizas —respondió Muecarejil.
Quetrefi miró los restos del Cualquiera y del Todoquisqui y se le ocurrió una idea.
—A lo mejor podríamos desmontarlos y hacer uno nuevo con las piezas de los dos —propuso.
Así que, mientras el rey y el duque se quedaban sentados junto a una pequeña hoguera, los dos astrónomos empezaron a desmantelar ambas máquinas voladoras. Usaron el casco, la caldera de gas, el timón y los asientos del Cualquiera, y las alas, el motor y el instrumental del Todoquisqui.
Mientras trabajaban, el rey atrapó a una criatura de piedra, pero no encontró ninguna forma de comérsela. Lo único que quedaba de las provisiones de las naves era media hogaza de pan, un poco de queso bastante maloliente y —nadie sabía por qué— una cajita de guindas confitadas.
—Podéis dejar de pelearos por ellas —dijo Quetrefi—. Creemos tener un barco que funciona.
Subieron todos a la embarcación, que Muecarejil había bautizado como el Quiensea, y Quetrefi accionó varias palancas. Las alas se desplegaron y la nave se elevó.
—Pues nada, adiós, Nueva Mota —dijo el rey—. Me alegro de irme, aunque me pertenezca.
—¡Dirás que me pertenece a mí! —replicó el duque haciendo aspavientos.
La máquina flotó por encima de la mota de polvo mientras los astrónomos buscaban la Gran Mota.
—¡Ahí está! —dijo Quetrefi—. Es esa verde de ahí, la que flota al lado de la Mesa.
El Quiensea aceleró, y al cabo de poco tiempo aterrizó en la cordillera que separaba los países de Posra y Arramble. El rey y el duque echaron a correr montaña abajo por laderas opuestas.
—Ya estamos otra vez —dijo Muecarejil mientras ayudaba a descargar el barco—. Mañana estarán riñendo de nuevo. Reñir, reñir, reñir. A estas alturas ya deberían haber aprendido la lección, me parece a mí. Podrían haber aprendido a colaborar.
—A lo mejor aún aprenden —dijo Quetrefi, pensativo—. Acabo de fijarme en una cosa: tenían tantas ganas de volver a casa que se han equivocado de ladera. ¡El duque ha entrado en Posra, y el rey ha corrido hacia Arramble!
—¡Vaya! ¿Qué les pasará?
—Igual los meten a los dos una temporadita en la cárcel, pero seguro que acabarán intercambiándolos. Aunque para mí da igual un duque que otro.
Y fueron a tomar una taza de té al observatorio de Quetrefi y jugaron al ajedrez hasta la medianoche.
jueves, 10 de marzo de 2016
El hogar. István Örkény.
La niña sólo tenía cuatro años, sus recuerdos, probablemente, ya se habían desvanecido y su madre, para concienciarle el cambio que le esperaría, la llevó a la cerca de alambre de espino. Desde allí, de lejos, le enseñó el tren.
—¿No estás contenta? Ese tren nos llevará a casa.
—Y entonces ¿qué pasará?
—Entonces ya estaremos en casa.
—¿Qué significa estar en casa? —preguntó la niña.
—El lugar donde vivíamos antes.
—Y ¿qué hay allí?
—¿Te acuerdas todavía de tu osito? Quizás, encontraremos también tus muñecas.
—Mamá, ¿en casa también hay centinelas?
—No, allí no hay.
—Entonces, de allí, ¿se podrá escapar?
—¿No estás contenta? Ese tren nos llevará a casa.
—Y entonces ¿qué pasará?
—Entonces ya estaremos en casa.
—¿Qué significa estar en casa? —preguntó la niña.
—El lugar donde vivíamos antes.
—Y ¿qué hay allí?
—¿Te acuerdas todavía de tu osito? Quizás, encontraremos también tus muñecas.
—Mamá, ¿en casa también hay centinelas?
—No, allí no hay.
—Entonces, de allí, ¿se podrá escapar?
miércoles, 9 de marzo de 2016
Miembro fantasma. José Luis Zárate. Tuiteratura.
El síndrome del miembro fantasma puede abarcar todo un cuerpo, a esta variante particular se le llama también nostalgia.
domingo, 6 de marzo de 2016
Celebración en familia. David Roas.
La fiesta estaba saliendo tan bien que no sabía cómo decirles que no me iba a suicidar. La felicidad se podía leer en los ojos de todos mis familiares, aun cuando eran conscientes de que ese día yo debía morir. Incluso había venido el primo Braulio, como perdonándome lo mal que se lo hice pasar cuando éramos niños. Fotografías, regalos (no para mí, claro, hubiera sido estúpido), abrazos, botellas de champán abriéndose sin cesar. No recuerdo un momento semejante junto a mi familia. Ni siquiera en Navidad. Lamentaba defraudarlos, pero aquel ambiente tan relajado, ver a todos juntos pasándolo bien, me hizo cambiar de idea. Al principio lo había tenido claro. Todavía resuenan en mis oídos las palabras del médico: enfermedad incurable, tres meses de vida, dolores insoportables... El suicidio me evitaría la angustia de la cuenta atrás y el sufrimiento físico. Mi familia lo entendió perfectamente. La idea de la fiesta fue de mi padre. Mi madre se encargó de preparar todos los detalles de mi entierro (el ataúd es precioso, hija mía, me dijo feliz). No pude esperar a que acabara la fiesta para decírselo. No me parecía justo. Y como había supuesto, todos se enfadaron. Más aún, empezaron a insultarme (siempre has sido una malcriada, nunca acabas nada de lo que empiezas...). Y de los insultos (las muchas botellas de champán, imagino), pasaron a los golpes. El último me lo dio el primo Braulio, en cuyos ojos me pareció adivinar un leve destello de venganza. Mamá tenía razón: el ataúd es precioso. Y muy cómodo.
jueves, 3 de marzo de 2016
miércoles, 2 de marzo de 2016
Apagón. Leo Maslíah.
La oscuridad no me preocupa. Me preocupa la luz. La oscuridad es solamente ausencia de luz. Pero la ausencia sí me preocupa. La preocupación no. Me es indiferente. Sin embargo, la indiferencia me preocupa muchísimo. La considero una actitud vergonzosa. Aunque la vergüenza no me preocupa. Antes si, me preocupaba. Pero a mi me da lo mismo el antes y el después; mi vida no es un desarrollo tendiente a nada. Por eso la nada no me quita el sueño. El sueño, en cambio, es algo que si me interesa. A veces me quedo toda la noche despierto, pensando en eso. No llego a ninguna conclusión, pero las conclusiones me exasperan. Prefiero los puntos de partida. No por las partidas; por los puntos. Siempre trato de acumular puntos. No por los puntos en sí; es por la acumulación. La acumulación entendida por una cosa sola, no como un cúmulo de otras. Los cúmulos, yo, si pudiera, los disgregaría. Las cosas tienen que ir separadas; no juntas. Juntas forman otras cosas, y eso trae complicaciones. Aunque yo a las complicaciones no les tengo miedo. Lo que me asusta es lo simple. Lo simple no se sabe de donde sale; ahí es donde está el misterio. Aunque los misterios, por suerte, no me interesan. Me interesa la suerte. Que desgracia. Porque la suerte siempre es escasa. Y si dijera que no me preocupa la escasez, mentiría. Pero mentir no me preocupa. A mi me preocupa la verdad. Cuando miento no tengo problema; puedo decir cualquier cosa. Aunque sea verdad, no importa, porque la digo de mentira. Pero cuando hablo con la verdad, tengo que andar con más cuidado. Por las dudas, en esos casos digo lo menos posible. Y después me desdigo, así cubro dos posibilidades. Pero no es que me quiera cubrir. Yo hago todo a la intemperie. Y si no hay luna, mejor. A mi me gusta la oscuridad. La oscuridad no me preocupa. Me preocupa la luz. La oscuridad es solamente ausencia de luz. Pero la ausencia sí me preocupa. La preocupación no. Me es indiferente.
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