lunes, 31 de mayo de 2021

Sueño equivocado. Mempo Giardinelli.

Sueño que dos amigos discuten, durante una larga noche de empanadas y vino, sobre la concepción del Tiempo en Wells. A las cuatro de la mañana se duermen, borrachos, exhaustos, sin haber llegado a conclusiones ni acuerdos. A las ocho y media uno se levanta y despierta al otro —quien se asusta y lo insulta— para decirle que ya tiene la solución porque Wells se le apareció en su sueño y se la reveló. El otro lo mira, contrariado, y replica que eso no puede ser porque él también soñó con Wells y es obvio que Wells no pudo estar en los dos sueños.
Mientras desayunan cambian impresiones y acuerdan que, evidentemente, los dos han soñado lo mismo y a la vez. Pero enseguida reanudan la discusión cuando uno afirma que Wells se hallaba en la Biblioteca Nacional, y el otro afirma que no, que en una casa de la calle Maipú. Es entonces cuando se dan cuenta de que en realidad ninguno soñó con Wells, sino que ambos soñaron con Borges.

Soñario, 2008.

domingo, 30 de mayo de 2021

Una nubecilla. James Joyce.

Ocho años atrás había despedido a su amigo en la estación de North Wall diciéndole que fuera con Dios. Gallaher hizo carrera. Se veía enseguida: por su aire viajero, su traje de tweed bien cortado y su acento decidido. Pocos tenían su talento y todavía menos eran capaces de permanecer incorruptos ante tanto éxito. Gallaher tenía un corazón de este tamaño y se merecía su triunfo. Daba gusto tener un amigo así.
Desde el almuerzo, Chico Chandler no pensaba más que en su cita con Gallaher, en la invitación de Gallaher, en la gran urbe londinense donde vivía Gallaher. Le decían Chico Chandler porque, aunque era poco menos que de mediana estatura, parecía pequeño. Era de manos blancas y cortas, frágil de huesos, de voz queda y maneras refinadas. Cuidaba con exceso su rubio pelo lacio y su bigote, y usaba un discreto perfume en el pañuelo. La medialuna de sus uñas era perfecta y cuando sonreía dejaba entrever una fila de blancos dientes de leche.
Sentado a su buró en King's Inns pensaba en los cambios que le habían traído esos ocho años. El amigo que había conocido con un chambón aspecto de necesitado se había convertido en una rutilante figura de la prensa británica. Levantaba frecuentemente la vista de su escrito fatigoso para mirar a la calle por la ventana de la oficina. El resplandor del atardecer de otoño cubría céspedes y aceras; bañaba con un generoso polvo dorado a las niñeras y a los viejos decrépitos que dormitaban en los bancos; irisaba cada figura móvil: los niños que corrían gritando por los senderos de grava y todo aquel que atravesaba los jardines. Contemplaba aquella escena y pensaba en la vida; y (como ocurría siempre que pensaba en la vida) se entristeció. Una suave melancolía se posesionó de su alma. Sintió cuán inútil era luchar contra la suerte: era ése el peso muerto de sabiduría que le legó la época.
Recordó los libros de poesía en los anaqueles de su casa. Los había comprado en sus días de soltero y más de una noche, sentado en el cuarto al fondo del pasillo, se había sentido tentado de tomar uno en sus manos para leerle algo a su esposa. Pero su timidez lo cohibió siempre: y los libros permanecían en los anaqueles. A veces se repetía a sí mismo unos cuantos versos, lo que lo consolaba.
Cuando le llegó la hora, se levantó y se despidió cumplidamente de su buró y de sus colegas. Con su figura pulcra y modesta salió de entre los arcos de King's Inns y caminó rápido Henrietta Street abajo. El dorado crepúsculo menguaba ya y el aire se hacía cortante. Una horda de chiquillos mugrientos pululaba por las calles. Corrían o se paraban en medio de la calzada o se encaramaban anhelantes a los quicios de las puertas o bien se acuclillaban como ratones en cada umbral. Chico Chandler no les dio importancia. Se abrió paso, diestro, por entre aquellas sabandijas y pasó bajo la sombra de las estiradas mansiones espectrales donde había baladronado la antigua nobleza de Dublín. No le llegaba ninguna memoria del pasado porque su mente rebosaba con la alegría del momento.
Nunca había estado en Corless's, pero conocía la valía de aquel nombre. Sabía que la gente iba allí después del teatro a comer ostras y a beber licores; y se decía que allí los camareros hablaban francés y alemán. Pasando rápido por enfrente de noche había visto detenerse los coches a sus puertas y cómo damas ricamente ataviadas, acompañadas por caballeros, bajaban y entraban a él fugaces, vistiendo trajes escandalosos y muchas pieles. Llevaban las caras empolvadas y levantaban sus vestidos, cuando tocaban tierra, como Atalantas alarmadas. Había pasado siempre de largo sin siquiera volverse a mirar. Era hábito suyo caminar con paso rápido por la calle, aun de día, y siempre que se encontraba en la ciudad tarde en la noche apretaba el paso, aprensivo y excitado. A veces, sin embargo, cortejaba la causa de sus temores. Escogía las calles más tortuosas y oscuras y, al adelantar atrevido, el silencio que se esparcía alrededor de sus pasos lo perturbaba, como lo turbaba toda figura silenciosa y vagabunda; a veces el sonido de una risa baja y fugitiva lo hacía temblar como una hoja.
Dobló a la derecha hacia Capel Street. ¡Ignatius Gallaher, de la prensa londinense! ¿Quién lo hubiera pensado ocho años antes? Sin embargo, al pasar revista al pasado ahora, Chico Chandler era capaz de recordar muchos indicios de la futura grandeza de su amigo. La gente acostumbraba a decir que Ignatius Gallaher era alocado. Claro que se reunía en ese entonces con un grupo de amigos algo libertinos, que bebía sin freno y pedía dinero a diestro y siniestro. Al final, se vio envuelto en cierto asunto turbio, una transacción monetaria: al menos, ésa era una de las versiones de su fuga. Pero nadie le negaba el talento. Hubo siempre una cierta…, algo en Ignatius Gallaher que impresionaba a pesar de uno mismo. Aun cuando estaba en un aprieto y le fallaban los recursos, conservaba su desfachatez. Chico Chandler recordó (y ese recuerdo lo hizo ruborizarse de orgullo un tanto) uno de los dichos de Ignatius Gallaher cuando andaba escaso:
Ahora un receso, caballeros —solía decir a la ligera—. ¿Dónde está mi gorra de pegar?
Eso retrataba a Ignatius Gallaher por entero, pero, maldita sea, que tenía uno que admirarlo.
Chico Chandler apresuró el paso. Por primera vez en su vida se sintió superior a la gente que pasaba. Por la primera vez su alma se rebelaba contra la insulsa falta de elegancia de Capel Street. No había duda de ello: si uno quería tener éxito tenía que largarse. No había nada que hacer en Dublín. Al cruzar el puente de Grattan miró río abajo, a la parte mala del malecón, y se compadeció de las chozas, tan chatas. Le parecieron una banda de mendigos acurrucados a orillas del río, sus viejos gabanes cubiertos por el polvo y el hollín, estupefactos a la vista del crepúsculo y esperando por el primer sereno helado que los obligara a levantarse, sacudirse y echar a andar. Se preguntó si podría escribir un poema para expresar esta idea. Quizá Gallaher pudiera colocarlo en un periódico de Londres. ¿Sería capaz de escribir algo original? No sabía qué quería expresar, pero la idea de haber sido tocado por la gracia de un momento poético le creció dentro como una esperanza en embrión. Apretó el paso, decidido.
Cada paso lo acercaba más a Londres, alejándolo de su vida sobria y nada artística. Una lucecita empezaba a parpadear en su horizonte mental. No era tan viejo: treinta y dos años. Se podía decir que su temperamento estaba a punto de madurar. Había tantas impresiones y tantos estados de ánimo que quería expresar en verso. Los sentía en su interior. Trató de sopesar su alma para saber si era un alma de poeta. La nota dominante de su temperamento, pensó, era la melancolía, pero una melancolía atemperada por la fe, la resignación y una alegría sencilla. Si pudiera expresar esto en un libro quizá la gente le hiciera caso. Nunca sería popular: lo veía. No podría mover multitudes, pero podría conmover a un pequeño núcleo de almas afines. Los críticos ingleses, tal vez, lo reconocerían como miembro de la escuela celta, en razón del tono melancólico de sus poemas; además, que dejaría caer algunas alusiones. Comenzó a inventar las oraciones y frases que merecerían sus libros. «Mr. Chandler tiene el don del verso gracioso y fácil… Una anhelante tristeza invade estos poemas… La nota céltica.» Qué pena que su nombre no pareciera más irlandés. Tal vez fuera mejor colocar su segundo apellido delante del primero: Thomas Malone Chandler. O, mejor todavía: T. Malone Chandler. Le hablaría a Gallaher de este asunto.
Persiguió sus sueños con tal ardor que pasó la calle de largo y tuvo que regresar. Antes de llegar a Corless's su agitación anterior empezó a apoderarse de él y se detuvo en la puerta, indeciso. Finalmente, abrió la puerta y entró.
La luz y el ruido del bar lo clavaron a la entrada por un momento. Miró a su alrededor, pero se le iba la vista confundido con tantos vasos de vino rojo y verde deslumbrándolo. El bar parecía estar lleno de gente y sintió que la gente lo observaba con curiosidad. Miró rápido a izquierda y derecha (frunciendo las cejas ligeramente para hacer ver que la gestión era seria), pero cuando se le aclaró la vista vio que nadie se había vuelto a mirarlo: y allí, por supuesto, estaba Ignatius Gallaher de espaldas al mostrador y con las piernas bien separadas.
¡Hola, Tommy, héroe antiguo, por fin llegas! ¿Qué quieres? ¿Qué vas a tomar? Estoy bebiendo whisky: es mucho mejor que al otro lado del charco. ¿Soda? ¿Lithia? ¿Nada de agua mineral? Yo soy lo mismo. Le echa a perder el gusto… Vamos, garçon, sé bueno y tráenos dos líneas de whisky de malta… Bien, ¿y cómo te fue desde que te vi la última vez? ¡Dios mío, qué viejos nos estamos poniendo! ¿Notas que envejezco o qué? Canoso y casi calvo acá arriba, ¿no?
Ignatius Gallaher se quitó el sombrero y exhibió una cabeza casi pelada al rape. Tenía una cara pesada, pálida y bien afeitada. Sus ojos, que eran casi color azul pizarra, aliviaban su palidez enfermiza y brillaban aún por sobre el naranja vivo de su corbata. Entre estas dos facciones en lucha, sus labios se veían largos, sin color y sin forma. Inclinó la cabeza y se palpó con dos dedos compasivos el pelo ralo de su cocorotina. Chico Chandler negó con la cabeza. Ignatius Gallaher se volvió a poner el sombrero.
El periodismo —dijo— acaba. Hay que andar rápido y sigiloso detrás de la noticia y eso si la encuentras: y luego que lo que escribes resulte novedoso. Al carajo con las pruebas y el cajista, digo yo, por unos días. Estoy más que encantado, te lo digo, de volver al terruño. Te hacen mucho bien las vacaciones. Me siento muchísimo mejor desde que desembarqué en este Dublín sucio y querido… Por fin te veo, Tommy. ¿Agua? Dime cuándo.
Chico Chandler dejó que le aguara bastante su whisky.
No sabes lo que es bueno, mi viejo —dijo Ignatius Gallaher—. Apuro el mío puro.
Bebo poco como regla —dijo Chico Chandler, modestamente—. Una media línea o cosa así cuando me topo con uno del grupo de antes: eso es todo.
Ah, bueno —dijo Ignatius Gallaher, alegre—, a nuestra salud y por el tiempo viejo y las viejas amistades.
Chocaron los vasos y brindaron.
Hoy me encontré con parte de la vieja pandilla —dijo Ignatius Gallaher—. Parece que O'Hara anda mal, ¿Qué es lo que le pasa?
Nada —dijo Chico Chandler—. Se fue a pique.
Pero Hogan está bien colocado, ¿no es cierto?
Sí, está en la Comisión Agraria.
Me lo encontré una noche en Londres y se le veía boyante… ¡Pobre O'Hara! La bebida, supongo.
Entre otras cosas —dijo Chico Chandler, sucinto.
Ignatius Gallaher se rió.
Tommy —le dijo—, veo que no has cambiado un ápice. Eres el mismo tipo serio que me metías un editorial el domingo por la mañana si me dolía la cabeza y tenía lengua de lija. Debías correr un poco de mundo. Tú no has ido de viaje a ninguna parte, ¿no?
Estuve en la isla de Man —dijo Chico Chandler.
Ignatius Gallaher se rió.
¡La isla de Man! —dijo—. Ve a Londres o a París. Mejor a París. Te hará mucho bien.
¿Conoces tú París?
¡Me parece que sí! La he recorrido un poco.
¿Y es, realmente, tan bella como dicen? —preguntó Chico Chandler.
Tomó un sorbito de su trago mientras Ignatius Gallaher terminaba el suyo de un viaje.
¿Bella? —dijo Ignatius Gallaher, haciendo una pausa para sopesar la palabra y paladear la bebida—. No es tan bella, si supieras. Claro que es bella… Pero es la vida de París lo que cuenta. Ah, no hay ciudad que sea como París, tan alegre, tan movida, tan excitante…
Chico Chandler terminó su whisky y, después de un poco de trabajo, consiguió llamar la atención de un camarero. Ordenó lo mismo otra vez.
Estuve en el Molino Rojo —continuó Ignatius Gallaher cuando el camarero se llevó los vasos— y he estado en todos los cafés bohemios. ¡Son candela! Nada aconsejable para un puritano como tú, Tommy.
Chico Chandler no respondió hasta que el camarero regresó con los dos vasos: entonces chocó el vaso de su amigo levemente y reciprocó el brindis anterior. Empezaba a sentirse algo chasqueado. El tono de Gallaher y su manera de expresarse no le gustaban. Había algo vulgar en su amigo que no había notado antes. Pero tal vez fuera resultado de vivir en Londres en el ajetreo y la competencia periodística. El viejo encanto personal se sentía todavía por debajo de sus nuevos modales aparatosos. Y, después de todo, Gallaher había vivido y visto mundo. Chico Chandler miró a su amigo con envidia.
Todo es alegría en París —dijo Ignatius Gallaher—. Los franceses creen que hay que gozar la vida. ¿No crees tú que tienen razón? Si quieres gozar la vida como es, debes ir a París. Y déjame decirte que los irlandeses les caemos de lo mejor a los franceses. Cuando se enteraban que era de Irlanda, muchacho, me querían comer.
Chico Chandler bebió cinco o seis sorbos de su vaso.
Pero, dime —le dijo—, ¿es verdad que París es tan… inmoral como dicen?
Ignatius Gallaher hizo un gesto católico con la mano derecha.
Todos los lugares son inmorales —dijo—. Claro que hay cosas escabrosas en París. Si te vas a uno de esos bailes de estudiantes, por ejemplo. Muy animados, si tú quieres, cuando las cocottes se sueltan la melena. Tú sabes lo que son, supongo.
He oído hablar de ellas— dijo Chico Chandler.
Ignatius Gallaher bebió de su whisky y meneó la cabeza.
Tú dirás lo que tú quieras, pero no hay mujer como la parisina. En cuanto a estilo, a soltura.
Luego es una ciudad inmoral —dijo Chico Chandler, con insistencia tímida—. Quiero decir, comparada con Londres o con Dublín.
¡Londres! —dijo Ignatius Gallaher—. Eso es media mitad de una cosa y tres cuartos de la otra. Pregúntale a Hogan, amigo mío, que le enseñé algo de Londres cuando estuvo allá. Ya te abrirá él los ojos… Tommy, viejo, que no es ponche, es whisky: de un solo viaje.
De veras, no…
Ah, vamos, que uno más no te va a matar. ¿Qué va a ser? ¿De lo mismo, supongo?
Bueno… vaya…
François, repite aquí… ¿Un puro, Tommy?
Ignatius Gallaher sacó su tabaquera. Los dos amigos encendieron sus cigarros y fumaron en silencio hasta que llegaron los tragos.
Te voy a dar mi opinión —dijo Ignatius Gallaher, al salir después de un rato de entre las nubes de humo en que se refugiara—: el mundo es raro. ¡Hablar de inmoralidades! He oído de casos… pero, ¿qué digo? Conozco casos de… inmoralidad…
Ignatius Gallaher tiró pensativo de su cigarro y luego, con el calmado tono del historiador, procedió a dibujarle a su amigo el cuadro de la degeneración imperante en el extranjero. Pasó revista a los vicios de muchas capitales europeas y parecía inclinado a darle el premio a Berlín. No podía dar fe de muchas cosas (ya que se las contaron amigos), pero de otras sí tenía experiencia personal. No perdonó ni clases ni alcurnia. Reveló muchos secretos de las órdenes religiosas del continente y describió muchas de las prácticas que estaban de moda en la alta sociedad, terminando por contarle, con detalle, la historia de una duquesa inglesa, cuento que sabía que era verdad. Chico Chandler se quedó pasmado.
Ah, bien —dijo Ignatius Gallaher—, aquí estamos en el viejo Dublín, donde nadie sabe nada de nada.
¡Te debe parecer muy aburrido —dijo Chico Chandler—, después de todos esos lugares que conoces!
Bueno, tú sabes —dijo Ignatius Gallaher—, es un alivio venir acá. Y, después de todo, es el terruño, como se dice, ¿no es así? No puedes evitar tenerle cariño. Es muy humano… Pero dime algo de ti. Hogan me dijo que habías… degustado las delicias del himeneo. Hace dos años, ¿no?
Chico Chandler se ruborizó y sonrió.
Sí —le dijo—. En mayo pasado hizo dos años.
Confío en que no sea demasiado tarde para ofrecerte mis mejores deseos —dijo Ignatius Gallaher—. No sabía tu dirección o lo hubiera hecho entonces.
Extendió una mano, que Chico Chandler estrechó.
Bueno, Tommy —le dijo—, te deseo, a ti y a los tuyos, lo mejor en esta vida, viejito: quintales de quintos y que vivas hasta el día que te mate. Estos son los deseos de un viejo y sincero amigo, como tú sabes.
Yo lo sé —dijo Chico Chandler.
¿Alguna cría? —dijo Ignatius Gallaher. Chico Chandler se ruborizó otra vez.
No tenemos más que una —dijo.
¿Varón o hembra?
Un varoncito.
Ignatius Gallaher le dio una sonora palmada a su amigo en la espalda.
Bravo, Tommy —le dijo—. Nunca lo puse en duda.
Chico Chandler sonrió, miró confusamente a su vaso y se mordió el labio inferior con tres dientes de leche.
Espero que pases una noche con nosotros —dijo—, antes de que te vayas. A mi esposa le encantaría conocerte. Podríamos hacer un poco de música y…
Muchísimas gracias, mi viejo —dijo Ignatius Gallaher—. Lamento que no nos hayamos visto antes. Pero tengo que irme mañana por la noche.
¿Tal vez esta noche…?
Lo siento muchísimo, viejo. Tú ves, ando con otro tipo, bastante listo él, y ya convinimos en ir a echar una partida de cartas. Si no fuera por eso…
Ah, en ese caso…
Pero, ¿quién sabe? —dijo Ignatius Gallaher, considerado—. Tal vez el año que viene me dé un saltico, ahora que ya rompí el hielo. Vamos a posponer la ocasión.
Muy bien —dijo Chico Chandler—, la próxima vez que vengas tenemos que pasar la noche juntos. ¿Convenido?
Convenido, sí —dijo Ignatius Gallaher—. El año que viene si vengo, parole d'honneur.
Y para dejar zanjado el asunto —dijo Chico Chandler—, vamos a tomar otra.
Ignatius Gallaher sacó un relojón de oro y lo miró.
¿Va a ser ésa la última? —le dijo—. Porque, tú sabes, tengo una c.t.
Oh, sí, por supuesto —dijo Chico Chandler.
Entonces, muy bien —dijo Ignatius Gallaher—, vamos a echarnos otra como deoc an doruis, que quiere decir un buen whisky en el idioma vernáculo, me parece.
Chico Chandler pidió los tragos. El rubor que le subió a la cara hacía unos momentos, se le había instalado. Cualquier cosa lo hacía ruborizarse; y ahora se sentía caliente, excitado. Los tres vasitos se le habían ido a la cabeza y el puro fuerte de Gallaher le confundió las ideas, ya que era delicado y abstemio. La excitación de ver a Gallaher después de ocho años, de verse con Gallaher en Corless's, rodeados por esa iluminación y ese ruido, de escuchar los cuentos de Gallaher y de compartir por un momento su vida itinerante y exitosa, alteró el equilibrio de su naturaleza sensible. Sintió en lo vivo el contraste entre su vida y la de su amigo, y le pareció injusto. Gallaher estaba por debajo suyo en cuanto a cuna y cultura. Sabía que podía hacer cualquier cosa mejor que lo hacía o lo haría nunca su amigo, algo superior al mero periodismo pedestre, con tal de que le dieran una oportunidad. ¿Qué se interponía en su camino? ¡Su maldita timidez! Quería reivindicarse de alguna forma, hacer valer su virilidad. Podía ver lo que había detrás de la negativa de Gallaher a aceptar su invitación. Gallaher le estaba perdonando la vida con su camaradería, como se la estaba perdonando a Irlanda con su visita.
El camarero les trajo la bebida. Chico Chandler empujó un vaso hacia su amigo y tomó el otro, decidido.
¿Quién sabe? —dijo al levantar el vaso—. Tal vez cuando vengas el año que viene tenga yo el placer de desear una larga vida feliz al señor y a la señora Gallaher.
Ignatius Gallaher, a punto de beber su trago, le hizo un guiño expresivo por encima del vaso. Cuando bebió, chasqueó sus labios rotundamente, dejó el vaso y dijo:
Nada que temer por ese lado, muchacho. Voy a correr mundo y a vivir la vida un poco antes de meter la cabeza en el saco…, si es que lo hago.
Lo harás un día —dijo Chico Chandler con calma.
Ignatius Gallaher enfocó su corbata anaranjada y sus ojos azul pizarra sobre su amigo.
¿Tú crees? —le dijo.
Meterás la cabeza en el saco —repitió Chico Chandler, empecinado—, como todo el mundo, si es que encuentras mujer.
Había marcado el tono un poco y se dio cuenta de que acababa de traicionarse; pero, aunque el color le subió a la cara, no desvió los ojos de la insistente mirada de su amigo. Ignatius Gallaher lo observó por un momento y luego dijo:
Si ocurre alguna vez puedes apostarte lo que no tienes a que no va a ser con claros de luna y miradas arrobadas. Pienso casarme por dinero. Tendrá que tener ella su buena cuenta en el banco o de eso nada.
Chico Chandler sacudió la cabeza.
Pero, vamos, tú —dijo Ignatius Gallaher con vehemencia—, ¿quieres que te diga una cosa? No tengo más que decir que sí y mañana mismo puedo conseguir las dos cosas. ¿No me quieres creer? Pues lo sé de buena tinta. Hay cientos, ¿qué digo cientos?, miles de alemanas ricas y de judías podridas de dinero, que lo que más querrían… Espera un poco, mi amigo, y verás si no juego mis cartas como es debido. Cuando yo me propongo algo, lo consigo. Espera un poco.
Se echó el vaso a la boca, terminó el trago y se rió a carcajadas. Luego, miró meditativo al frente, y dijo, más calmado:
Pero no tengo prisa. Pueden esperar ellas. No tengo ninguna gana de amarrarme a nadie, tú sabes.
Hizo como si tragara y puso mala cara.
Al final sabe siempre a rancio, en mi opinión —dijo.


Chico Chandler estaba sentado en el cuarto del pasillo con un niño en brazos. Para ahorrar no tenían criados, pero la hermana menor de Annie, Mónica, venía una hora, más o menos, por la mañana y otra hora por la noche para ayudarlos. Pero hacía rato que Mónica se había ido. Eran las nueve menos cuarto. Chico Chandler regresó tarde para el té y, lo que es más, olvidó traerle a Annie el paquete de azúcar de Bewley's. Claro que ella se incomodó y le contestó mal. Dijo que podía pasarse sin el té, pero cuando llegó la hora del cierre de la tienda de la esquina, decidió ir ella misma por un cuarto de libra de té y dos libras de azúcar. Le puso el niño dormido en los brazos con pericia y le dijo:
Ahí tienes, no lo despiertes.
Sobre la mesa había una lamparita con una pantalla de porcelana blanca y la luz daba sobre una fotografía enmarcada en cuerno corrugado. Era una foto de Annie. Chico Chandler la miró, deteniéndose en los delgados labios apretados. Llevaba la blusa de verano azul pálido que le trajo de regalo un sábado. Le había costado diez chelines con once; ¡pero qué agonía de nervios le costó! Cómo sufrió ese día esperando a que se vaciara la tienda, de pie frente al mostrador tratando de aparecer calmado mientras la vendedora apilaba las blusas frente a él, pagando en la caja y olvidándose de coger el penique de vuelto, mandado a buscar por la cajera, y, finalmente, tratando de ocultar su rubor cuando salía de la tienda examinando el paquete para ver si estaba bien atado. Cuando le trajo la blusa a Annie lo besó y le dijo que era muy bonita y a la moda; pero cuando él le dijo el precio, tiró la blusa sobre la mesa y dijo que era un atraco cobrar diez chelines con diez por eso. Al principio quería devolverla, pero cuando se la probó quedó encantada, sobre todo con el corte de las mangas y le dio otro beso y le dijo que era muy bueno al acordarse de ella.
¡Hum!…
Miró en frío los ojos de la foto y en frío ellos le devolvieron la mirada. Cierto que eran lindos y la cara misma era bonita. Pero había algo mezquino en ella. ¿Por qué eran tan de señorona inconsciente? La compostura de aquellos ojos lo irritaba. Lo repelían y lo desafiaban: no había pasión en ellos, ningún arrebato. Pensó en lo que dijo Gallaher de las judías ricas. Esos ojos negros y orientales, pensó, tan llenos de pasión, de anhelos voluptuosos… ¿Por qué se había casado con esos ojos de la fotografía?
Se sorprendió haciéndose la pregunta y miró, nervioso, alrededor del cuarto. Encontró algo mezquino en el lindo mobiliario que comprara a plazos. Annie fue quien lo escogió y a ella se parecían los muebles. Las piezas eran tan pretenciosas y lindas como ella. Se le despertó un sordo resentimiento contra su vida. ¿Podría escapar de la casita? ¿Era demasiado tarde para vivir una vida aventurera como Gallaher? ¿Podría irse a Londres? Había que pagar los muebles, todavía. Si sólo pudiera escribir un libro y publicarlo, tal vez eso le abriría camino.
Un volumen de los poemas de Byron descansaba en la mesa. Lo abrió cauteloso con la mano izquierda para no despertar al niño y empezó a leer los primeros poemas del libro.
Quedo el viento y queda la pena vespertina,
ni el más leve céfiro ronda la enramada,
Cuando vuelvo a ver la tumba de mi Margarita
y esparzo las flores sobre la tierra amada.
Hizo una pausa. Sintió el ritmo de los versos rondar por el cuarto. ¡Cuánta melancolía! ¿Podría él también escribir versos así, expresar la melancolía de su alma en un poema? Había tantas cosas que quería describir; la sensación de hace unas horas en el puente de Grattan, por ejemplo. Si pudiera volver a aquel estado de ánimo…
El niño se despertó y empezó a gritar. Dejó la página para tratar de callarlo: pero no se callaba. Empezó a acunarlo en sus brazos, pero sus aullidos se hicieron más penetrantes. Lo meció más rápido mientras sus ojos trataban de leer la segunda estrofa:
En esta estrecha celda reposa la arcilla,
su arcilla que una vez…

Era inútil. No podía leer. No podía hacer nada. El grito del niño le perforaba los tímpanos. ¡Era inútil, inútil! Estaba condenado a cadena perpetua. Sus brazos temblaron de rabia y de pronto, inclinándose sobre la cara del niño, le gritó:
¡Basta!
El niño se calló por un instante, tuvo un espasmo de miedo y volvió a gritar. Se levantó de su silla de un salto y dio vueltas presurosas por el cuarto cargando al niño en brazos. Sollozaba lastimoso, desmoreciéndose por cuatro o cinco segundos y luego reventando de nuevo. Las delgadas paredes del cuarto hacían eco al ruido. Trató de calmarlo, pero sollozaba con mayores convulsiones. Miró a la cara contraída y temblorosa del niño y empezó a alarmarse. Contó hasta siete hipidos sin parar y se llevó el niño al pecho, asustado. ¡Si se muriera!…
La puerta se abrió de un golpe y una mujer joven entró corriendo, jadeante.
¿Qué pasó? ¿Qué pasó? —exclamó.
El niño, oyendo la voz de su madre, estalló en paroxismos de llanto.
No es nada, Annie… nada… Se puso a llorar.
Tiró ella los paquetes al piso y le arrancó el niño.
¿Qué le has hecho? —le gritó, echando chispas.
Chico Chandler sostuvo su mirada por un momento y el corazón se le encogió al ver odio en sus ojos. Comenzó a tartamudear.
Sin prestarle atención, ella comenzó a caminar por el cuarto, apretando el niño en sus brazos y murmurando:
¡Mi hombrecito! ¡Mi muchachito! ¿Te asustaron, amor?… ¡Vaya, vaya, amor! ¡Vaya!… ¡Cosita! ¡Corderito divino de mamá!… ¡Vaya, vaya!
Chico Chandler sintió que sus mejillas se ruborizaban de vergüenza y se apartó de la luz. Oyó cómo los paroxismos del niño menguaban más y más; y lágrimas de culpa le vinieron a los ojos.

Dublineses, 1914.

sábado, 29 de mayo de 2021

Vuelve. Constantino Cavafis.

Vuelve muchas veces y tómame,
sensación amada, vuelve y tómame—
cuando el recuerdo del cuerpo despierta
y un viejo deseo recorre la sangre;
cuando los labios y la piel recuerdan
y sienten las manos como si de nuevo palparan.
Vuelve muchas veces y tómame en la noche,
cuando los labios y la piel recuerdan…

viernes, 28 de mayo de 2021

Turistas. Lisa Goldstein.

Se despertó con frío. Se había quitado las mantas a patadas y el aire acondicionado estaba demasiado alto. Debbie… ¿dónde estaba? Fuera seguía estando oscuro.
Confundido, volvió a taparse e intentó dormir otra vez. Algo iba mal. Debbie no estaba. Probablemente anduviese en el baño, o abajo, tomando una taza de café. Y él estaba… estaba de vacaciones, ¿pero dónde? Ya estaba completamente despierto. Se sentó e intentó reír. Era ridículo. Imagínate, pagar miles de dólares por unas vacaciones y luego olvidar dónde estabas. ¿Grecia? No, Grecia había sido el año anterior.
Se puso en pie y abrió las cortinas. El océano, diez pisos más abajo, era tan negro como el sueño e iba empalideciendo un poco por el este, tenía que ser el este, por donde salía el sol. Redujo la potencia del aire acondicionado. El zumbido se detuvo de pronto. Fue al baño.
¿Debbie? —dijo, tentativamente. Se sentía un poco molesto—. ¿Debbie?
Seguía desaparecida después de ducharse, afeitarse y vestirse.
Vale —dijo en voz alta, más que nada para oír el sonido de su voz—. Si no vienes, desayunaré sin ti. —Probablemente estuviese por ahí, hablando con los nativos, riéndose al equivocarse de palabra, aunque antes de partir le había asegurado que jamás había estudiado ninguna lengua extranjera. Pues sería que se le daban bien las lenguas; pasaba con algunas personas. Recordaba haberla oído decir, hablando con su acento sureño:
Por amor de Dios, Charles, ¿qué te hace creer que te van a entender mejor por hablarles más alto? No hablan inglés. —Luego se había encargado ella de comunicarse, por señas, riendo y consultando un libro de frases que había sacado de alguna parte. Y conseguían la mejor habitación, el filete más selecto, las mantas que la artesana había tejido para su propia familia. La cotización de Charles subía cuando estaba con ella, y él lo tenía bien claro. Esperaba que apareciese pronto.
El hilo musical le acompañó por el pasillo hasta el ascensor y abajo, a la cafetería. Le gustaba la cafetería del hotel, le gustaba el hecho de que los camareros hablasen inglés y supiesen qué era una tortilla. Durante los últimos días había ido pasando más y más tiempo en el hotel, tendido en la playa y, al final, sentado junto a la piscina bebiendo margaritas. La gente de la oficina juzgaría sus vacaciones por el bronceado que se llevase de vuelta. Debbie había protestado un poco y luego le había dicho que iba a coger un bus para visitar las ruinas. Había vuelto todavía más morena que él, con el pelo rubio de los brazos casi blanco, contra la piel cobriza, cargada de historias sobre mujeres que llevaban pollos en el bus y templos que se desmoronaban en el desierto. Llevaba un brazalete de plata con engastes de piedras azules y verdes.
Al pagar se dio cuenta de que seguía sin saber en qué país estaba.
El primer billete que se sacó de la cartera tenía un cinco en cada esquina y la imagen de una flor espinosa. Los de diez traían una vista del océano y el de uno algo un poco inquietante, una gruesa serpiente enroscada. En la parte posterior tenían lo que parecía un sello oficial, pero no había nada escrito. «Analfabetos», pensó. Pero pronto se acordaría, o Debbie regresaría.
De vuelta en la habitación, para ponerse el bañador, pensó en el pasaporte. Sintiéndose como un detective que acaba de resolver el caso, sacó el cinturón de dinero de debajo del colchón y lo abrió. El pasaporte no estaba. Su pasaporte y el billete de avión habían desaparecido. Los cheques de viaje seguían allí, inútiles a menos que pudiese identificarse con el pasaporte. Sintió frío. Se sentó en la cama con el corazón desbocado.
«Piensa —se dijo—. Estarán en alguna otra parte. Tiene que ser…».
¿Quién iba a robar el pasaporte sin llevarse los cheques? A menos que ese alguien necesitase el pasaporte para salir del país. Pero ¿quién sabía dónde los había escondido? Nadie excepto Debbie, que se había reído de él por esa precaución, y la idea de que Debbie le robase el pasaporte era absurda. Pero ¿dónde estaba?
«Vale —pensó—. Tengo que encontrar el consulado americano, resolver el problema… Por suerte, ayer mismo cambié un cheque de viaje. Me han robado y a los americanos les roban continuamente. No es para tanto. Tengo tiempo. Tengo el hotel pagado hasta… ¿hasta cuándo?».
Molesto, se dio cuenta de que también lo había olvidado. Por primera vez se preguntó si no estaría enfermo. Quizá debido al exceso de trabajo. Tendría que hacerse una revisión en cuanto volviese a Estados Unidos.
Levantó el auricular y llamó a recepción.
¿Sí, señor? —dijo el recepcionista.
Le hablo de la habitación 1012 —dijo Charles—. Lo he olvidado… llamo para comprobarlo… ¿hasta cuándo es mi reserva?
Silencio al otro lado. Un silencio de desaprobación, creyó intuir Charles. La mayoría de los huéspedes tenía la decencia de no olvidar cuánto duraba su estancia. Se preguntó cuál sería la reacción del hombre si le preguntaba en qué país estaba y sintió que en su interior se desencadenaba algo similar a la histeria. Se controló.
El recepcionista le habló con voz cuidadosamente neutral.
Hasta esta noche, señor —dijo—. ¿Desea ampliar su estancia?
Eh… no —dijo Charles—. ¿Podría decirme… dónde está el consulado americano?
No mantenemos relaciones con su país, señor —dijo el hombre de recepción.
Durante un momento, Charles no lo entendió. Luego preguntó:
Bien, ¿qué tal… el consulado británico?
El recepcionista rio y no dijo nada. Aparentemente, le parecía que no precisaba dar más aclaraciones. Mientras Charles intentaba pensar en otra pregunta (¿consulado australiano?, ¿consulado canadiense?), el hombre colgó.
Charles se puso en pie con cuidado.
Vale —le dijo a la habitación vacía—. Primero lo primero. —Sacó las dos maletas del armario y las repasó cuidadosamente. La pequeña maleta de Debbie seguía allí y también la registró. Miró bajo los dos colchones, en la mesa de noche, en el armarito del baño. Nada. Vale. Debbie se lo había robado, tenía que ser eso. Pero ¿por qué? ¿Y por qué no se había llevado su maletita al irse?
Se preguntó si Debbie se presentaría en la oficina. Había trabajado pasillo abajo, como una de las secretarias de los socios. Le había pedido que viajase con él para hacerle compañía, dejando claro que no había más condiciones, que simplemente no le apetecía viajar solo. En ocasiones ese tipo de relaciones pasaban a lo sexual y en ocasiones no. El año anterior sí, con Katya de contabilidad. Aquel año no había pasado.
«Todavía no hay nada de qué preocuparse», pensó Charles, cerrando las maletas. Cosas así debían de pasar continuamente. Llegaría al aeropuerto, donde sin duda tendrían registros, un listado del vuelo, y allí lo explicaría todo. Comprobó las tarjetas de crédito de la cartera y vio que seguían allí. «Bien —pensó—. Ahora vamos a comprobar si la publicidad es cierta y las aceptan en todo el mundo».
Se sentía tan confiado que decidió quedarse el día que le quedaba en el hotel. «Después de todo —pensó—, ya lo he pagado». Y quizá Debbie regresase. Se echó la toalla al hombro y bajó.
Alrededor de la piscina estaban los habituales, Millie y Jean, las ancianas de Miami. Los dos recién casados que eran bastante reservados. El autostopista que simplemente estaba de paso y que resultaba tan entretenido que nadie había tenido ánimos de denunciarle ante la dirección del hotel. Charles los saludó y antes de sentarse pidió un margarita en el bar.
A su alrededor fluían las conversaciones:
¿Ya habéis estado en Djuzban? —le decía Jean a una pareja de jubilados que se les había unido en la piscina—. Ayer hicimos el tour del hotel. El mercado es simplemente fabuloso. Allí compré el anillo… ¿veis? —Les mostró plata y piedra.
He oído que en Djuzban las ruinas son muy interesantes —dijo el jubilado.
Oh, Harold —dijo su esposa—. Harold quiere subir todas las torres del país.
No, tío, para buenas ruinas hay que ir a Zabla —dijo el autostopista—. Pero los buses no llegan hasta allí… Hay que alquilar un coche. Están en medio del desierto, todavía tal cual, sin alterar. Si el coche se estropea, estás muerto… por allí no pasa nadie en días.
La esposa de Harold se estremeció bajo el calor.
Solo quiero hacer unas compras antes de ir a casa —dijo—. He oído que en Qarnatl la piel sale muy barata.
Lo único que encontramos en Qarnatl fueron nativos intentando vendernos mazos de cartas —dijo Jean. Se volvió hacia Millie—. ¿Te acuerdas? No sé por qué creían que los americanos iban a estar interesados en sus naipes. Ni siquiera son como los nuestros.
Charles tomaba sorbos de margarita escuchando los nombres exóticos que volaban a su alrededor. ¿Y si les dijese que para él los nombres no significaban nada, nada en absoluto? Pero le daba demasiada vergüenza. Después de todo, había que mantener las apariencias, las apariencias de ser un viajero con experiencia, de saberse todos los trucos. De todas formas, pronto todo se aclararía.
El día pasó. Charles tomó un margarita, luego otro. Cuando el grupo de la piscina se dividió le resultó lo más natural del mundo seguirlos al restaurante del hotel y pedir un bistec al punto. Se dio cuenta de que se le iba agotando el efectivo… Por la mañana tendría que cambiar otro cheque de viaje.
Pero al despertar por la mañana, completamente sobrio, se dio cuenta de lo que había hecho. Cuando tomó la cartera de la mesa de noche, los dedos le temblaban un poco. Solo contenía un billete de cinco, con su dibujito de un arbusto. «Bien —pensó, un poco inseguro—. Quizás hoy alguien vaya al aeropuerto. Probablemente. Los chicos de la oficina no se lo van a creer».
Preparó las dos maletas, dejando la maletita de Debbie por si volvía. Ya abajo, iba automáticamente a la cafetería cuando se dio cuenta. De pronto sintió que el hambre aumentaba.
Disculpe —le dijo al recepcionista—. ¿Cuánto…? ¿Sabe cuánto sale un taxi al aeropuerto?
No hablo inglés, señor —dijo. Era bajito y de tez oscura, como la mayoría de los nativos. Tenía los dientes manchados de rojo.
No… —dijo Charles, horrorizado. Por amor de Dios, ¿por qué iban a contratar a alguien que no habla inglés?—. Cuánto —dijo lentamente—. Taxi. Aeropuerto. —Se dio cuenta de que había levantado la voz; aparentemente Debbie tenía razón.
El hombre se encogió de hombros. Otro se les unió. Charles se volvió aliviado hacia él.
¿Cuánto cuesta el taxi al aeropuerto?
Oh, taxi —dijo el hombre, como si se tratase de un asunto sin la menor importancia—. No mucho, señor. Ocho, nueve. Quizá quince.
¿Quince? —dijo Charles. Intentó recordar el aeropuerto, recordar cómo había llegado hasta allí—. ¿No cinco? —Levantó cinco dedos.
El segundo hombre rio.
Oh no, señor —dijo—. Quince. Veinte. —Se encogió de hombros.
Charles miró desesperado a su alrededor. «Tours del hotel», decía el cartel que decoraba la pared de recepción. Ruinas. Gratis.
Las ruinas —dijo, señalando el cartel, preguntándose si alguno de los dos sabía leer—. ¿Están cerca del aeropuerto? —Podía ir hasta las ruinas, quizá consiguiera que le llevasen…
¿Cerca? —dijo el segundo hombre. Volvió a encogerse de hombros—. Quizá. Sí, creo.
¿Cómo de cerca? —dijo Charles.
Cerca —dijo el segundo hombre—. Sí. Lo suficientemente cerca.
Charles recogió las dos maletas y siguió la fila de turistas hasta la parada de bus. «¿Ves? —pensó—, no hay motivo para estar preocupado y viajas gratis al aeropuerto. De todos modos, los taxistas son unos ladrones».
Fue difícil maniobrar con las dos maletas para subir al bus.
Voy al aeropuerto —le dijo Charles al chófer, sintiendo la necesidad de explicarse.
Claro que sí, señor —dijo el chófer, encogiéndose de hombros como si quisiese indicar que a él no le importaban las maletas de un americano. Añadió una palabra que Charles no entendió. Quizá fuese en otro idioma.
El bus entró en la nueva carretera de dos carriles que había delante de los hoteles. Pronto los dejaron atrás, pasaron por un grupo de chabolas desvencijadas y enfilaron hacia el desierto. El aire acondicionado susurraba con fuerza. Las ondas de calor corrían sobre la arena.
Casi una hora después, el bus se detuvo.
Tenemos una hora —dijo el chófer en inglés con mucho acento. Abrió la portezuela—. Esto es el templo de Marmaz. Muy viejo. Una hora. —Los turistas salieron. Unos cuantos ajustaban las cámaras o apuntaban con las lentes.
Debido a la maleta, Charles fue el último en salir. Entornó los ojos debido al sol. El templo era un muro sólido de mármol blanco contra la arena. Sintiendo curiosidad a pesar de todo, atravesó el aparcamiento, evitando a los nativos que intentaban mostrarle algo.
Pura plata —dijo el hombre bajito, llamándole—. Precio especial solo para usted.
Delante del templo había un estanque de mármol agrietado, seco.
¿Quiénes habían traído agua a través del desierto, quiénes habían aprisionado la luna en mármol pálido? Pero en realidad, ¿cuánto había sabido de todos los demás puntos turísticos que había visitado, de los griegos que habían levantado el Partenón, de los mayas que habían construido sus pirámides? Siguió la fila de turistas para entrar en el templo, sintiendo que el frío le caía encima como una bendición.
Pasó de sala en sala, encantado, apenas sintiendo el peso de las maletas. Vio mosaicos desmigajados de rojos, azules y verdes, fragmentos de tapices, bóvedas, fuentes, torres, un comedor blanco en el que había espacio para un centenar de personas. En una salita un nativo daba explicaciones sobre una escultura blanca a una docena de americanos.
Este es dios Sol —dijo el nativo—. Y en la siguiente sala, la diosa Luna. Luna, ¿sí? Iremos a verla luego. Una vez al año, las dos estatuas… estatuas, ¿sí?… salen fuera. Los sacerdotes sacan. Se casan. Su bebé es el año nuevo.
Qué tontería —dijo en voz baja una mujer que estaba de pie cerca de Charles. Sostenía una guía—. Ese es el cuarto rey. Construyó el templo. Dios Sol. —Rio desdeñosa.
¿Podría… podría consultar el libro un segundo? —dijo Charles.
La portada se había girado hacia un lado, tentadora, casi revelando el nombre del país.
La mujer miró rápidamente la hora.
Tengo que irme —dijo—. El bus se va dentro de un minuto y tengo que encontrar a mi marido. Lo siento.
El bus de Charles ya se había ido cuando salió del templo. Hacía más fresco, pero el calor todavía se elevaba de las arenas del desierto. Tenía mucha hambre, tanta que casi estuvo tentado de comprar un sándwich y una bebida fría en el chiringuito situado cerca del aparcamiento.
¿Cartas? —le dijo alguien.
Charles se volvió. El nativo bajito dijo algo que sonó como «¡Tiraz!». Era la misma palabra que esa mañana le había dicho el chófer.
¿Cartas? —repitió.
¿Qué? —dijo Charles con impaciencia, buscando un taxi.
Naipes antiguos —dijo el nativo—. Muy sagrado. —Sacó un mazo de cartas de la bolsa bordada y las extendió. Los colores eran muy llamativos—. Recuerdo —dijo el nativo. Sonrió, enseñando los dientes manchados de rojo—. Recuerdo de su viaje.
No, gracias —dio Charles. Por todo el aparcamiento parecía que los nativos intentaban vender a los turistas anillos, pipas, blusas y, por alguna razón, mazos de naipes—. ¿Taxi? —dijo—. ¿Hay taxis aquí?
El nativo se encogió de hombros y pasó al siguiente turista.
Se hacía tarde. Charles se acercó a la siguiente parada de bus. El chófer estaba apoyado contra el vehículo, fumándose un pequeño cigarrillo hecho con una hoja marrón.
¿Dónde puedo encontrar un taxi? —le preguntó Charles.
No hay taxis —dijo el chófer.
No… ¿Por qué no? —dijo Charles. Aquel país era imposible. No veía la hora de salir de allí, de encontrarse en un avión bebiendo margaritas y de vuelta a los maravillosos Estados Unidos. Eran las peores vacaciones de su vida—. ¿Puedo hacer una llamada? Tengo que llegar al aeropuerto.
Una mujer que estaba a punto de subir le oyó y se detuvo.
¿El aeropuerto? —dijo—. El aeropuerto está a ochenta kilómetros de aquí. Por lo menos. Jamás encontrará un taxi que le lleve tan lejos.
¿Ochenta kilómetros? —dijo Charles—. Me han dicho… En el hotel me han dicho que estaba bastante cerca. —Perdió momentáneamente la confianza. «¿Ahora qué hago?», pensó. Se sentó en las maletas.
Un momento —dijo la mujer. Se volvió hacia el chófer—. Tenemos sitio. ¿No podemos llevarle a la ciudad con nosotros? Creo que nosotros somos los últimos en irnos.
El chófer se encogió de hombros.
Por el tiraz, por supuesto. Todo es posible.
Si Charles no se hubiese sentido tan aliviado se habría sentido molesto. ¿Qué significaba aquello de «tiraz»? ¿Imbécil? ¿Hombre con dos maletas? Siguió a la mujer al bus.
No puedo creer que pensase que esto estaba cerca del aeropuerto —dijo la mujer. Se sentó al otro lado del pasillo—. Esto está en pleno desierto. Aquí no hay nada. Aquí no vendría nadie si no fuese por las ruinas.
Me lo han dicho en el hotel —dijo Charles. En realidad no quería hablar. Ya no era el viajero con experiencia, el hombre que entretenía a la gente de la piscina con historias de México, Grecia o Hawai. Tendría que confesarse, tendría que regresar al hotel y contarlo todo. Quizá llamasen a la policía para localizar a Debbie. Un día malgastado y no había hecho más que dar vueltas para regresar al punto de partida.
Se sentía cansado y hambriento.
Pero cuando el bus se detuvo no fue en la fila de hoteles brillantemente iluminada. Se esforzó por ver en la oscuridad.
Creía que había dicho… —Se volvió hacia la mujer, furioso de tener que quedar otra vez como un tonto—. Creía que volvíamos a la ciudad.
Esto es… —dijo la mujer. Luego asintió, comprendiéndolo—. Usted quiere ir a la ciudad nueva, la ciudad turística. Está unos quince kilómetros carretera arriba. Cualquier taxi le llevará.
Charles volvió a ser el último en bajar, en esta ocasión impedido no tanto por las maletas como por la idea novedosa. La gente se alojaba en las mismas ciudades en las que vivían los nativos. Había oído que pasaba, pero había creído que solo lo hacían los jóvenes, los estudiantes, los nómadas y los autostopistas como el del hotel. Esa mujer no era joven y había resultado razonablemente agradable. Deseó no haberse olvidado de darle las gracias.
El primer taxista se rio de Charles cuando este le mostró el billete de cinco y le pidió que le llevase a la ciudad nueva. Tampoco le impresionaron los cheques de viaje. El segundo y el tercero le rechazaron directamente. La ciudad olía a aceite de motor y pescado rancio. Se estaba haciendo tarde e incluso empezaba el frío, y Charles se estaba poniendo nervioso por estar fuera tan tarde. Las dos maletas resultaban un blanco evidente para cualquier ladrón. ¿Y adónde iba a ir? ¿Qué iba a hacer?
En ese momento le anegó el pánico tanto tiempo reprimido y echó a correr. Se internó más profundamente en el laberinto confuso de la ciudad, sin importarle adónde iba aparte de mantenerse en movimiento. Todo estaba cerrado y había muy pocas farolas. Oía el eco de sus pisadas en los edificios. Un gato se apartó de un salto, con los ojos relucientes.
Después de correr un buen rato, empezó a reducir el paso.
¡Tiraz!—le susurró alguien desde un edificio abandonado. El corazón le corría desbocado. No miró atrás. Delante había un escaparate iluminado, una tienda llena de trastos. La puerta estaba abierta. Una casa de empeños.
Entró con alivio. Se hizo un hueco entre las viejas revistas, los moldes pasteleros oxidados y los cuentos infantiles. El hombre del mostrador le miró pero no hizo ningún comentario. Sacó todo lo que había en las dos maletas, decidió qué le hacía falta y volvió a guardarlo, y puso la otra maleta en el mostrador. El hombre se acercó a una mesita, abrió un cajón cerrado con llave y sacó una caja de acero. Contó un poco de dinero y se lo ofreció a Charles. Charles lo aceptó en silencio, sin molestarse en contarlo.
Con el dinero pagó una cena que sabía a serrín y aceite de sésamo y una cama derrengada en un viejo hotel. El ventilador del techo giró toda la noche, porque Charles no supo apagarlo. Desde la esquina, una cucaracha le observaba indiferente.
La ciudad tenía un aspecto diferente a la luz del día. Las mujeres vestidas con mantones y brazaletes de plata, los hombres con ropa que había estado de moda hacía cincuenta años pasaban por delante del hotel mientras Charles miraba. Lucía el sol. Empezó a animarse. Llegaría al aeropuerto.
Caminó por las calles casi alegre, haciendo caso omiso del dolor en los brazos. Le picaba la barba porque la noche antes, en un momento de pánico, había lanzado la maquinilla eléctrica en la maleta para vender. Se encogió de hombros. Todavía le quedaban cosas por vender.
Encontraría una casa de empeño mejor.
Caminó, dejando atrás casas desvencijadas y mercados al aire libre, mendigos y niños, garajes de coches y restaurantes lúgubres que olían a pescado frito.
Disculpe —le dijo a un hombre apoyado contra un carruaje de caballos—. ¿Sabe dónde puedo encontrar una casa de empeños?
El hombre y el caballo alzaron simultáneamente la vista.
Paseo, ¿sí? —dijo el hombre entusiasmado—. Monumentos famosos. Muy barato.
No —dijo Charles—. Una casa de empeño. ¿Me comprende?
El hombre se encogió de hombros, tiró de la crin del caballo.
No hablo inglés —dijo al fin.
Otro hombre se había acercado a Charles por detrás.
¿Casa de empeño? —dijo.
Charles se volvió con rapidez, aliviado.
Sí —dijo—. ¿Sabe dónde…?
Dos manzanas más abajo —dijo el hombre—. A la izquierda. Cinco manzanas. Al otro lado del hospital.
¿Qué calle es esa? —preguntó Charles.
¿Calle? —dijo el hombre. Frunció el ceño—. Dos calles más abajo y a la izquierda.
El nombre —dijo Charles—. El nombre de la calle.
Para asombro de Charles, el hombre se echó a reír. El cochero también se echó a reír, aunque era imposible que supiese de qué hablaban.
¿Nombre? —dijo el hombre—. Los turistas nombran las calles como si fuesen niños pequeños, ¿sí? —Volvió a reír, limpiándose los ojos, y le dijo algo al cochero en otro idioma, hablando con rapidez.
Gracias —dijo Charles. Recorrió las dos manzanas, giró a la izquierda y bajó cinco manzanas más. No había hospital donde el hombre había dicho que lo habría, ni había casa de empeño tampoco. Un hombre que hablaba un poco de inglés le contó algo sobre un gran incendio, pero Charles no consiguió entender si había sido la semana anterior o varios años antes.
Comenzó a desandar el camino hacia el hombre que le había dado las indicaciones. Al cabo de unos minutos estaba completamente perdido. Las calles se volvieron más sombrías y, en una ocasión, vio una rata salir corriendo de un montón de periódicos. El fuego había devorado aquella parte de la ciudad dejando edificios chamuscados y dañados por el agua, abiertos a los transeúntes como exposiciones de museo. Dos niños sucios corrieron hacia él, gritando:
¡Dinero, por favor, señor! ¡Dinero para comer! Se metió en una calle lateral para perderlos.
Delante de él había tres jóvenes con la ropa manchada de grasa.
Uno de ellos le silbó algo, las palabras corriendo como el rayo. Otro sostenía un trozo de cadena con la que jugueteaba, susurrando, entre las manos.
No hablo… —dijo Charles, pero era demasiado tarde. Le cayeron encima.
Uno le arrancó la maleta de las manos, gritando:¡El amak! ¡El amak!
Otro le derribó con un golpe en el estómago que le dejó sin aliento. El tercero le revisó los bolsillos y se hizo con la cartera y el pequeño fajo de cheques de viaje. Charles intentó ponerse en pie sin fuerzas, y el segundo le volvió a derribar, golpeándole una vez más en el estómago. El primero gritó algo y escaparon corriendo calle abajo. Charles se quedó donde le habían dejado, luchando por respirar.
Los dos niños sucios pasaron de largo y también una vieja que llevaba un cesto en equilibrio sobre la cabeza. Al cabo de unos minutos rodó sobre sí mismo y se sentó, apoyándose contra un coche herrumbroso sostenido sobre ladrillos. Tenía los pantalones rasgados, observó embotado, rasgados y manchados de grasa, y había desaparecido la maleta con el resto de su ropa.
Iría a la policía, iría y diría que la maleta había desaparecido. Sabía la palabra para maleta porque el joven ladrón la había gritado "Amak". "El amak". Y de pronto comprendió algo que le dejó sin aliento con tanta efectividad como un puñetazo en el estómago. Todas las palabras del inglés, todas las palabras que conocía, tenían una correspondencia en esa extraña lengua extrajera. Todo lo que pudiese pensar (mano, amor, mesa, caliente) los nativos lo decían con otra palabra, una palabra que no era inglés. Debbie lo sabía y era por eso que se le daban bien las lenguas. Él no. Él había esperado que todos dejasen de inmediato aquella farsa ridícula y empezasen a hablar como gente normal.
Se puso en pie cautelosamente, respirando con cuidado para hacer desaparecer el dolor del estómago. Un rato después empezó a caminar de nuevo, siguiendo más profundamente el laberinto de la ciudad. Al final encontró un parquecito y se sentó a descansar en un banco.
Casi de inmediato se le acercó un nativo.
¿Cartas? —dijo el nativo—. Mire. —Abrió la bolsa bordada. Charles suspiró. Estaba demasiado cansado para alejarse.
No quiero cartas —dijo—. No tengo dinero.
Claro que no —dijo el nativo—. Mire. Son hermosas, ¿no? —Extendió sobre la hierba las cartas de vivos colores. Charles vio un jugador de béisbol, una pitonisa, un estudiante, algunos dibujos que no reconoció—. Mire —volvió a decir el nativo, y pasó a la siguiente carta—. El turista.
Charles no pudo evitar reír cuando vio la carta del hombre cargado de maletas. Esa gente hacía tanto tiempo que recibía la visita de los turistas que el turista se había convertido en un arquetipo, una parte de la realidad cotidiana, como los reyes y los bufones. Miró la carta más de cerca. Las maletas le resultaban familiares. Y el turista… se echó atrás como si le hubiesen golpeado. Era él.
Se puso en pie con rapidez y empezó a correr, pasando del dolor en el estómago. El nativo no le siguió.
Después de aquello vio a los vendedores de cartas en todas las esquinas. Le llamaban incluso si cruzaba la calle para evitarlos.
¡Tiraz, tiraz!—le decían. Ahora sabía lo que significaba: «turista».
Al ponerse el sol sintió un hambre feroz. Esquivó a una mendiga agachada en la calle y vio, demasiado tarde, a un vendedor de cartas esperando en la esquina. El vendedor le ofreció algo, una especie de empanada, y Charles la aceptó, demasiado hambriento para rechazarla.
La empanada estaba rellena de carne y era muy rica. Como a una señal, los otros vendedores de cartas comenzaron a darle cosas: un odre de vino, un poco de pescado envuelto en papel. Uno de ellos le entregó dinero, mucho más dinero de lo que costaba un mazo de cartas. Estaba oscureciendo. Con el dinero alquiló una habitación para pasar la noche.
Al día siguiente, un vendedor de cartas le esperaba en la esquina.
Vale —le dijo Charles. Había perdido parte de la beligerancia—. Me rindo. ¿Qué demonios está pasando?
Mire —dijo el vendedor de cartas. Sacó las cartas de la bolsa bordada—. Aquí lo pone. —Se agachó en la acera, pasando de la suciedad, la gente que pasaba, los vapores de la calle. La acera, se dio cuenta Charles, parecía pavimentada con chapas de botellas.
El vendedor extendió las cartas.
Mire —dijo—. Está predicho. Las cartas son nuestro oráculo, nuestro periódico, nuestro entretenimiento. Todo depende de cómo las leas. —Charles se preguntó dónde habría aprendido a hablar inglés el hombre, pero no quería interrumpirle—. Verá —dijo el hombre poniendo una carta boca arriba—. Aquí está. El turista. Estaba predicho que usted vendría a la ciudad.
¿Y luego qué? —preguntó Charles—. ¿Cómo vuelvo?
Debemos preguntar a las cartas —dijo el hombre. Tranquilamente puso otra carta boca arriba, las ruinas de Marmaz—. Quizás esperemos a la próxima edición.
Próxima… —dijo Charles—. ¿Quiere decir que las cartas no son siempre iguales?
No —dijo el hombre—. ¿Los periódicos siempre son iguales?
Pero… ¿quién las imprime?
El hombre se encogió de hombros.
No lo sabemos. —Giró otra carta, la de una joven rubia.
¡Debbie! —dijo Charles, sorprendido.
Sí —dijo el hombre—. La mujer con la que vino. Tuvimos que convencerla de que se fuese para que usted cumpliese la profecía y viniese a la ciudad. Y luego le quitamos sus papelitos, los que son importantes para el tiraz. Es una forma estúpida de viajar, si me permite decirlo. En la ciudad los únicos papeles importantes son las cartas, y si un hombre pierde sus cartas es fácil conseguir otras.
¿Ustedes… ustedes me quitaron el pasaporte? —dijo Charles.
No sentía tanta furia como hubiese deseado.
¿Mi pasaporte y el billete de avión? ¿Dónde están?
Ah —dijo el hombre—. Debemos preguntar a las cartas. —Sacó otro mazo de la bolsa y se lo entregó a Charles. Antes de que este pudiese responder se puso en pie y se alejó.
A mediodía Charles había vuelto a dar con el parquecito. Se sentó y extendió las cartas, preguntándose si lo que le había dicho el vendedor tenía algún sentido. En su mazo no salía Debbie. ¿Era por tanto una edición anterior, o una posterior?
Una pareja de americanos se le acercó mientras él contemplaba las cartas.
Ahí están otra vez esas cartas —dijo la mujer—. Son de lo más pintorescas. ¿Cuánto pide por las suyas? —le preguntó a Charles—. El hombre de allá ha dicho que nos las daría por diez.
Ocho —dijo Charles sin vacilar, recogiéndolas.
La mujer miró al marido.
Vale —dijo él. Sacó uno de cinco y tres de uno de la cartera y se los dio a Charles.
Gracias, señor —dijo Charles.
El hombre bufó.
Hablaba bastante bien inglés —dijo la mujer mientras se alejaban—. ¿No crees?
Más tarde, ese mismo día, un vendedor de cartas le dio tres mazos más y una bolsa bordada. Por la tarde ya había vendido dos. Unas noches después, se unió a los vendedores de cartas que esperaban en el parquecito la nueva edición de cartas. En algún lugar una campana tocó la medianoche. Una mujer con hermoso y largo pelo oscuro y un manto bordado surgió de la noche y silenciosamente sacó los mazos de cartas de su bolsa. Su brazalete de plata relució a la luz de la luna. Le dio doce mazos a Charles. Los hombres, a su alrededor, ya abrían las cajas, extendiendo las cartas, leyendo el pasado, o el presente, o el futuro.
Al cabo de unos tres años Charles se cansó de vender cartas. Los dientes se le habían puesto rojos de mascar la nuez que mascaban todos y había aprendido a fumar los cigarrillos de hojas. Los otros siempre le insistían en que alguien que hablaba inglés tan bien como él tendría que haber sido guía turístico, y finalmente decidió que tenían razón. Ahora lleva grupos de turistas por las ruinas de Marmaz, hablándoles del dios Sol y la diosa Luna y de cualquier otra cosa que se le ocurra ese día. Nunca ha descubierto en qué país vive.

Isaac Asimov. Revista de ciencia ficción, 1985.