domingo, 27 de noviembre de 2022

Definición de amor. Iván Teruel.

A Anna Margarits
Hace ya días que el pelo se le cae como deshaciéndose. Así que al final se ha decidido. Cuando llega él, ella lo está esperando frente al espejo, con su nueva peluca. ¿Te gusta? Él responde con una sonrisa tierna y un acercamiento. Le quita la peluca con delicadeza, coge espuma de afeitar del armario y la extiende por la cabeza de ella. Alcanza una cuchilla de un cajón y con un amor infinito recorre la piel redonda del cráneo. Al acabar, besa su calva y le dice: «Recuerda, vida, que un día prometimos no tener miedo a los espejos». 

El oscuro relieve del tiempo, 2014.

sábado, 26 de noviembre de 2022

La autopsia de la sirena. Rosa Yáñez.

La autopsia de la sirena arrojó resultados muy interesantes: la incisión que se abrió desde el ombligo al cuello descubrió un par de aletas pectorales —atrofiadas bajo la piel—  que cubrían el corazón, el hígado púrpura, el estómago —vacío—  y los intestinos enredados y viscosos. Bajo estas vísceras, dos huevas —hinchadas— que ocultaban un extraño órgano que debía de hacer las veces de aparato respiratorio de la criatura. Y al final la espina dorsal arrebatada de púas.
Sin embargo, lo más interesante vino después: seccionando desde el ombligo hasta el final de la cola, ésta se abrió como una vaina dejando al descubierto dos torneadas piernas de mujer enfundadas en medias con costura trasera y unos pies pequeños aprisionados en un par de zapatos de tacón. Al retirar el calzado —hicieron falta unas tenazas—  se reveló que tenía las uñas pintadas de rojo.

martes, 22 de noviembre de 2022

Rododendro, tradescantia, tillandsia, bromelia. Patricio Pron.

1.
Al regresar de la habitación que se encuentra al final de la tienda y que sirve de depósito y de sitio para los trastos de la floristería, ella descubre que alguien ha dejado una cartera sobre el mostrador. Levanta la vista y ve que las puertas automáticas de la tienda se abren un momento y que por ellas se escabulle el último cliente; un instante después, el cliente es tragado por el río intermitente de personas que recorren el centro comercial haciendo compras o no comprando nada en absoluto. Ella coge la cartera y está a punto de correr tras él cuando una clienta que sostiene en brazos un perro con un rostro chato y estúpido, y que es la única clienta que ha entrado en la floristería en la última hora a excepción del cliente que ha olvidado su cartera, le pregunta cómo hay que regar los rododendros; ella le pide que espere un momento, pero la mujer le responde que ya ha esperado bastante y no tiene más remedio que atenderla. Naturalmente, la explicación no le resulta satisfactoria y la mujer del perro del rostro chato no compra ni los rododendros ni los helechos por los que pregunta a continuación; cuando se marcha, ella sale al pasillo pero él ya no está. Echa una mirada rápida en las tiendas contiguas, en la de chuches y en la de pantalones que hay enfrente y que a esta hora exhibe una luz mortecina y un aire fúnebre: la vendedora de la tienda de pantalones —con la que suele almorzar a veces en el patio de comidas y a veces ve también en la puerta del centro comercial fumando rápida y angustiadamente un cigarrillo, como hace también ella en las pausas— está completando un crucigrama detrás del mostrador y no puede ocultar su decepción cuando levanta la vista y descubre que es ella quien ha entrado y no un cliente. Al regresar al pasillo, ve que una pareja con un niño ha entrado en la floristería y entonces se da la vuelta y regresa a la tienda.


2.
La urbanización se encuentra en las afueras de la ciudad y todavía no ha sido completada. Aunque aún es de día, el piso al que ella se ha mudado unas semanas atrás ya está en penumbras debido a la sombra del edificio de viviendas que están construyendo al otro lado de la calle; como todas las tardes, ella llega a la casa tras terminar su turno en el centro comercial y bebe un vaso de agua en la cocina mientras observa por la ventana los progresos realizados durante el día por los obreros: a veces esos progresos son mínimos y conciernen a la estructura interna del edificio —se ha realizado la instalación eléctrica, se han colocado los azulejos en los baños, cosas por el estilo—, pero en ocasiones son estructurales y ella puede reparar en ellos simplemente observando la desaparición de las montañas de materiales que rodeaban el edificio en otros estadios de su construcción y que ahora han sido incorporados a él de maneras misteriosas. Cuando ha acabado de beber, deja el vaso en el fregadero y se sienta a la mesa del comedor y saca de su bolsa la cartera: durante el trayecto en metro desde el centro comercial hasta su piso ha estado metiendo compulsivamente la mano en la bolsa para asegurarse de que la cartera aún estaba allí, y después retirándola de inmediato, como si la cartera estuviera electrificada; al tenerla frente a ella, sin embargo, le parece inofensiva y pueril, como un pescado en una pescadería: cuero y músculos de un animal muerto hace tiempo.


3.
En ella encuentra un billete de veinte euros, otro de cinco y un total de dos euros y cuarenta y dos céntimos en monedas de diferente valor. También encuentra un recibo de la tintorería del centro comercial por la limpieza de una chaqueta, una lista de la compra que solo tiene dos ítems —por lo demás, completamente heterogéneos: un litro de leche y una planta de interior—, un carnet del Blockbuster del centro comercial, dos tarjetas de crédito, una tarjeta de ingreso al edificio de un banco, un documento de identidad y un permiso de conducir caducado. El permiso es de color rosa y tiene su nombre y su fecha de nacimiento, que es un día de un mes del año 1972, y una serie de números que ella no comprende; también, una letra «e» mayúscula rodeada de estrellas que ella sabe que es una referencia a España pero que le parece una señal de tránsito abandonada junto a una curva inminente y peligrosa ante la que nadie se detiene. Ella guarda cuidadosamente todos los ítems en la cartera y después la cierra y se queda mirándola un momento; a continuación, vuelve a abrirla y extrae el documento de identidad, que repite los datos que aparecen en el permiso de conducir pero también incluye una dirección y una fotografía, en la que reconoce a su cliente, el rostro surcado por rayas y curvas destinadas a dificultar la falsificación del documento. Luego lo guarda una vez más en la cartera y camina hasta el interruptor de la luz, a pesar de que aún no es completamente de noche.


4.
Un año después, el edificio de viviendas que se encuentra al otro lado de la calle ha sido terminado y la luz del sol ya no ingresa en ningún momento del día en el interior de su piso. Dos plantas mueren debido a la escasez de luz y ella deja de regar las que aún están con vida y mueren otras tres: al final solo queda en la casa un finísimo hilo de enredadera, que crece como la hierba mala arrastrándose sobre el suelo y no parece necesitar luz ni agua para mantenerse con vida. La cartera sigue sobre la mesa; como ella había previsto, su propietario regresó a la floristería al día siguiente y le preguntó si no se había dejado una cartera allí el día anterior. Ella le dijo que no y se quedó mirándole a la cara e imaginando que su cara también estaba surcada de rayas y curvas para no ser falsificada. Entonces él le agradeció y salió una vez más a través de las puertas automáticas de la tienda y volvió a perderse entre los visitantes del centro comercial y ella se recostó sobre el mostrador sin pensar en nada. Vino una mujer y compró seis calas y después entró un hombre preguntando por la antigua empleada y ella le dijo que no la había conocido y le vendió un helecho. A continuación vio acercarse por el pasillo del centro comercial a la mujer del perro del rostro chato y estúpido y arrojó el uniforme sobre el mostrador y salió rápidamente sin darle tiempo a la mujer a escurrirse dentro de la floristería; atravesó el patio de comidas del centro comercial tropezando con un par de niños que esperaban su turno frente al pelotero y que al ser atropellados se pusieron a llorar, compró unas gafas negras que le cubrían buena parte del rostro y recorrió el centro comercial buscándolo, pero ya no volvió a verlo. Antes de regresar a la floristería, entró a una tienda de teléfonos y buscó su número en el listín telefónico; lo apuntó en una tarjeta que le entregó la mujer de la tienda y después arrojó las gafas en una papelera frente a un local de tatuajes y se sintió feliz y libre como si acabara de cometer un crimen.


5.
Al principio lo llamaba una o dos veces a la semana desde una cabina de teléfonos junto a un campo de baloncesto frente a su urbanización: la mayor parte de las veces colgaba sin decir una palabra cada vez que él se ponía al aparato y después se quedaba escuchando cómo el corazón le latía en las sienes hasta que los latidos se detenían por completo; otras, decía cosas antes de colgar: decía «rododendro», «tradescantia», «tillandsia», «bromelia», todos nombres de plantas que ella conocía bien pero que imaginaba que a él debían dejarlo perplejo. Una vez también dijo «Constanza», que no era el nombre de una planta sino un nombre de niña que a ella le hacía pensar en la perseverancia y en los santos que aparecen en los libros.


6.
Después comenzó a seguirlo por la calle; dejaba su piso antes de que amaneciera y atravesaba la ciudad en metro hasta llegar a la zona donde se encontraba el edificio del banco donde él trabajaba y se quedaba allí esperando a que llegara, viendo a los empleados del banco llegar poco a poco y entrar al edificio todavía a oscuras y prender las luces de sus escritorios y de sus oficinas, que titilaban primero intermitentemente como si ellas mismas se hubieran desacostumbrado a su mismo destello; cuando él llegaba, ella se marchaba y comenzaba a caminar en dirección al centro comercial a través de calles repletas de coches y de urbanizaciones recientes y de baldíos en los que no había nada aún pero en los que pronto también habría edificios de viviendas y llegaba al centro comercial mucho después de que comenzara su turno: todas las veces, la encargada la regañaba y la amenazaba con el despido pero nunca la echaba. A veces no iba al banco sino a su casa, y lo veía abandonar el edificio y coger el metro pero no lo seguía, o salía del centro comercial y no regresaba a su piso: se instalaba frente a la casa de él y lo veía regresar del trabajo y encender las luces de su apartamento y después cocinar algo en la cocina y mirar la televisión, un chorro de luz azul bañándole el rostro. Durante algún tiempo lo visitó una mujer morena que siempre llevaba falda y también otra con la que él regresaba tarde y a la que conducía por el apartamento sin prender ninguna luz, pero después la mujer morena dejó de ir y apareció otra que era pelirroja. Un día, en el centro comercial, vio a la mujer pelirroja caminando apresuradamente en dirección al cajero automático y corrió hasta ponerse detrás de ella y le colocó una zancadilla. La mujer pelirroja cayó al suelo con una exclamación de dolor y ella regresó a la floristería. A veces, al comienzo, cuando él estaba con alguna mujer en su apartamento, ella tocaba el portero y salía corriendo; en una ocasión compró una cinta adhesiva ancha y pegajosa y recubrió con ella todos los timbres del edificio, que comenzaron a sonar simultáneamente mientras sus habitantes gritaban; un par de días después, el incidente era mencionado en el periódico, una pequeña nota sobre el vandalismo juvenil en las nuevas urbanizaciones de la ciudad que parecía una esquela mortuoria.


7.
Ella empezó a imaginar que tenía una vida en común con él, y esto, en cierto modo, era cierto: daba vueltas por su piso y fingía que estaba arreglándolo todo para cuando él regresara del trabajo, pedía a los restos de las plantas de interior —que eran los niños que, en la realidad conformada por ese juego, habían tenido— que salieran a recibir a su padre, y después hacía mucha comida y comía frente al televisor lanzando breves comentarios a las noticias. A continuación tiraba a la basura el contenido de los platos de él y de los niños y veía algún filme que pusieran en la televisión o leía una revista hasta que se le cerraban los ojos.


8.
Un par de veces durante ese año él volvió a la floristería y compró flores y una planta que probablemente fueran para la morena que siempre llevaba falda y tal vez para la del cabello rojo. Ella le atendió como a cualquier cliente y con algo de indiferencia, como si no le conociera y no pretendiera hacerlo. Él le preguntó en ambas ocasiones si nadie había devuelto nunca una cartera con su carnet de identidad y con otros documentos, pero ella negó con la cabeza y, al verlo marcharse, se recostó sobre el mostrador y estuvo llorando un rato. Una vez vino una mujer y compró una docena de tulipanes y después entró otra mujer mayor, una mujer realmente viejísima, y le dijo que quería unas flores para su madre, y ella no supo si la madre de la mujer viejísima había muerto ya o no pero le entregó el mejor ramo que tenía y le dijo que era un regalo de la casa. Y mientras decía esto estuvo llorando todo el rato, por ella y por la mujer de los tulipanes y por la mujer viejísima y su madre pero sobre todo por ella y por él y por todos los visitantes del centro comercial, que —de todos modos— eran más bien pocos a esa hora de la mañana.


9.
Digamos que pasan más años, al menos cuatro: ella aún conserva la cartera pero ya no lo llama; a veces juega el juego aquel de su regreso a la casa y de las plantas de interior que son los niños, pero incluso esto último le acaba dando igual. Un día él entra en la floristería cargando un niño de pocos meses en sus brazos; detrás de él viene la mujer morena que siempre llevaba falda, pero que esta vez lleva un abrigo largo y pantalones. Compran rododendros y unos helechos que la mujer que llevaba falda dice que irán bien en el cuarto del niño. Ella retira las plantas del escaparate y las envuelve en papel y luego en plástico transparente y se las entrega; cuando acaban de pagar, la mujer que llevaba falda le pide también una palmera enorme y le pregunta si puede ayudarles a cargar las cosas hasta el aparcamiento. Ella duda; a las espaldas de la mujer y del hombre, en el pasillo del centro comercial, ve que la encargada conversa con la vendedora de la tienda de pantalones, que hace mucho tiempo que ya no come con ella, y la encargada asiente y la mira y entonces ella dice que sí también y cierra la tienda y comienza a caminar junto a ellos cargando las plantas en dirección opuesta al río intermitente de personas que recorren el centro comercial haciendo compras o no comprando nada en absoluto o aprovechando simplemente la calefacción, que atenúa el frío de esos últimos días de enero. Ninguno de ellos dice una sola palabra mientras atraviesan el centro comercial, salen al aparcamiento y se dirigen a un coche, que suelta un quejido cuando él acciona una llave a distancia; a continuación, él abre el maletero y guarda las plantas que llevaba, la mujer le entrega el niño y comienza a rodear el coche; entonces él le pide a la dependienta que sostenga el niño mientras carga las plantas que ella llevaba, pero ella le responde que no puede, que nunca ha cargado uno. Los tres se miran perplejos un instante. La mujer morena que siempre llevaba falda le dice que es muy fácil y él se lo entrega a la dependienta y coge las plantas. Ella apoya el niño en su hombro mientras una pequeña burbuja de saliva estalla en sus labios y siente una tibieza y un olor inexplicable a moho que nunca había experimentado antes: por un instante está a punto de echarse a llorar. Cuando él acaba de acomodar las plantas en el maletero, lo cierra con un golpe y a continuación le quita delicadamente el niño de los brazos, le agradece su colaboración y sube al coche. Un instante después, ella tiene que echarse a un costado para no ser atropellada y se queda viendo cómo el automóvil abandona el aparcamiento con sus ocupantes y se dirige a la salida y se aleja. Entonces camina hasta una papelera y extrae la cartera de su bolso y la arroja a la basura como si esta ya hubiera cumplido su función, cualquiera que fuera, y se siente feliz por primera vez en mucho tiempo y cómoda allí, afuera del centro comercial, arriba del metro, lejos de su urbanización, en el exterior del exterior del exterior de dondequiera que ella hubiera estado siempre.

La vida interior de las plantas de interior. 2013.

domingo, 20 de noviembre de 2022

Once años. Manuel Moya.

No lo hice a posta. Salí de aquel pueblo una mañana de abril con todos los catálogos. No había hecho más que doblar dos o tres curvas cuando se desató la tormenta. Creo que me confundí de carretera y como no había carteles, acabé en el quinto infierno. Pasé por tremendas tempestades, por pruebas difíciles y tentaciones sin cuento y de todas escapé. Al llegar a una especie de aldea desierta vi a una anciana y le pregunté el camino a casa, pero ella se encogió de hombros y al cabo apareció con un ciego. El ciego, que se llamaba Tiresias, me escuchó en silencio y me dibujó en un croquis el camino que debía tomar. Al llegar a casa el perro me reconoció, pero vi que la fachada estaba cuarteada y sucia. Llamé al timbre. Una mujer que llevaba en la mano unas madejas de lana, se quedó de piedra al verme con la maleta en el suelo y la carpeta de los catálogos bajo el brazo. Era mi mujer. Te creía muerto, musitó con miedo y dio un paso hacia atrás. Me disponía a entrar en casa, cuando escuché el llanto de un bebé. La miré desconcertado. Han pasado once años, se excusó temblando. Volví sobre mis pasos, me metí en el coche, encendí un cigarro, giré la llave, el motor gruñó. Creo que eso fue todo.

sábado, 19 de noviembre de 2022

Ramiro, el mago. Johann Rodríguez Bravo.

Un equipo de magia”, eso fue lo que dijo Ramiro cuando le pregunté por su regalo. “Con una varita y un sombrero”, remató antes de salir corriendo a la calle a patear la pelota. La tarde del cumpleaños fue una batalla campal: niños corrían por todas partes como murciélagos encandilados. En la noche, Ramiro destapó los regalos y casi cae desmayado cuando abrió el mío. De la caja, sacó un juego de cartas españolas, un tarro con monedas falsas, tres pañuelos de colores y, entre otras cosas, un sombrero negro que se colocó en la cabeza. Se paró sobre la cama y se envolvió una sábana en el cuello; en su mano derecha, una varita mágica cortaba el aire como si se tratara de un pastel. “Soy Mandrake”, gritó y su felicidad fue la mía. Los otros regalos seguían sin destapar, tirados sobre el piso. Le pasé el manual de instrucciones y le dije que lo leyera antes de cometer un disparate o dañar alguna cosa. “Tranquila, mamá —me dijo—; yo sé cómo funcionan estas cosas”; y, como si tuviera experiencia, empezó a recitar palabras en un idioma infantil que no logré entender. Agitó la varita y un dispositivo de fuegos artificiales llenó la habitación de un humo blanco. Y ahí, ahí mismo fue cuando sentí un cosquilleo en el pecho y un dolor en la boca, como si alguien me hubiera sacado los dientes de adelante. Al despejarse la humareda, me vi sobre el piso y Ramiro seguía sobre la cama con una sonrisa macabra. Desde ese día, me la paso encerrada en esta jaula, las garras me han crecido y nadie me presta atención cuando, con mucho esfuerzo, consigo cazar una mosca.

lunes, 14 de noviembre de 2022

En otra vida. Arantza Portabales.

En otra vida vivimos juntos. En un piso pequeño, con una calefacción horrible y vistas a una pared plagada de ventanas turbias. Y no nos importa. No tenemos hijos. Ni ganas de tenerlos. Me gusta acariciar tu cabello. Perdemos el tiempo en los rastrillos y las fresas no saben a nevera. Tus ojos también son grises. Y llueve menos. Y te beso. Te beso tanto que los labios me duelen, hinchados, henchidos de ti.
En esta vida te alargo la barra de pan. Tú me das un euro y los buenos días. Y tu mujer, desde la puerta de la panadería, pretende que apures. Yo te doy la vuelta, esperando rozar tus dedos. Pero en esta vida, eso no sucede. Y te vas. Y yo me quedo aquí, tocándome estos labios que te besan, en otra vida.


sábado, 12 de noviembre de 2022

Aviso. Carmela Greciet.

Facebook había seguido notificándonos puntualmente los cumpleaños de Ángel, a pesar de su prematura muerte.
Al principio aquel aviso, que más parecía un sarcasmo, nos causaba gran desasosiego. Con el tiempo, sin embargo, comprobamos que servía para que sus amigos nos llamáramos y nos reuniéramos una vez al año y bebiéramos juntos en su nombre y nos abrazáramos fuerte, queriendo compensar así el olvido en que nos teníamos el resto de los meses.
Estábamos en uno de aquellos encuentros cuando alguien gritó blandiendo un móvil:
- ¡Tíos, que no puede ser, que me acaba de entrar un mensaje de Facebook que dice “Ángel ha añadido una foto nueva”!
En un instante nos arremolinamos en torno a aquel teléfono. Allí estábamos todos, colgados en su muro, en un retrato de grupo hecho desde arriba, en el que se nos veía en mangas de camisa, sofocados, con copas en la mano, asomados a un móvil, mirando la pantalla con cara de sorpresa.


viernes, 11 de noviembre de 2022

La duda turquesa. Neus Cerdá Acame.

¡La bala en la sien y él como si oyera llover! Se puede tener poco apego a la vida pero no hace falta presumir de ello.
Los otros, dibujando temblores con los dedos, aumentando la humedad relativa en el nombre de un dios olvidadizo.
Justo antes de que apriete el gatillo, me mira fijamente, rompe el silencio que precede al ocaso y me pregunta: ¿Tus ojos son verdes o azules?

 

domingo, 6 de noviembre de 2022

Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda a un reloj. Julio Cortázar.

Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico.
Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

Historias de Cronopios y de Famas, 1962.

sábado, 5 de noviembre de 2022

El mal de ojo. Robert Bloch.

Rod sacó el pollo del saco de arpillera y lo echó al pozo.
El pollo cacareó y agitó las alas, y Rod apartó rápidamente la vista. La boquiabierta multitud reunida en torno a las paredes de lona del pozo le ignoraron; ahora todos los ojos estaban clavados en lo que estaba ocurriendo allá abajo. Hubo un nuevo cacareo, un sonido áspero y rasposo, y luego una repentina y simultánea inspiración por parte de los espectadores.
Rod no tenía que mirar. Sabía que el monstruo había agarrado al pollo.
Entonces la multitud empezó a rugir. Era un ruido extraño, compuesto por gritos de mujeres, duras y fuertes risas bordeando la histeria, y profundos y roncos murmullos masculinos de impresionada consternación.
Rod también sabía lo que significaba aquel sonido.
El monstruo estaba arrancándole a mordiscos la cabeza al pollo.
Rod salió tambaleándose fuera de la pequeña tienda, sin mirar hacia atrás, dándole las gracias al frío aire nocturno que azotaba su sudoroso rostro. Su camisa estaba empapada bajo la ligera chaqueta de lana. Tendría que cambiarse de nuevo antes de subir a la plataforma de afuera para su siguiente perorata.
Ésta en sí no le preocupaba. Hablar siempre había sido su trabajo, y era bueno en ello; le gustaba examinar todos los pros y los contras y darle vueltas y más vueltas al asunto. De pie allá frente a las banderas color sangre y lanzando su discurso acerca de la Extraña Gente, siempre sentía que aumentaban sus fuerzas.
Aunque sólo estuviera trabajando para un piojoso espectáculo de feria que nunca había actuado en ningún lugar más al norte de Tennessee. Durante tres temporadas consecutivas había estado con él, era un profesional, un auténtico artista de feria.
Pero ahora, repentinamente, algo estaba asustándole. No servía de nada engañarse, tenía que hacerle frente.
Rod tenía miedo del monstruo.
Cruzó por detrás de la tienda y avanzó en dirección a su pequeño remolque, tomando un pañuelo y secándose con él la frente. Aquello ayudó un poco, pero no podía secar el sudor que había dentro de su cabeza. El frío y viscoso miedo que ahora había siempre allí, noche y día.
Al infierno con todo aquello, no tenía sentido. El Monarca de los Alegres Espectáculos siempre había trabajado «fuerte»… allí en aquellas regiones agrestes podías llegar incluso hasta el asesinato, sobre todo si lo único que matabas eran pollos. ¿Y quién demonios se preocupaba por los pollos, después de todo? Los mataderos cortaban un millón de cabezas al día. Un pollo es simplemente un ave asquerosa, y un monstruo es simplemente un borrachín asqueroso. Un chupalicores que se asocia con un artista de feria, pone caras raras de tipo loco y da vueltas y más vueltas en el fondo de un recinto de lona mientras el otro lanza su disertación a la multitud acerca de aquel feroz monstruo, medio hombre y medio bestia. Luego el conferenciante echa el pollo al pozo, y el monstruo cumple con su cometido.
Rod agitó la cabeza, pero lo que había dentro de ella se negaba a salir. Permanecía allí dentro, frío y viscoso y agazapado. Había estado allí constantemente desde el inicio de aquella temporada, y ahora Rod era consciente de que estaba creciendo. El miedo se iba haciendo mayor.
¿Pero por qué? Había trabajado con media docena de borrachines en los pasados tres años. Quizá decapitar a mordiscos a un pollo vivo no fuera exactamente la mejor forma de ganarse la vida, pero si al monstruo no le importaba, ¿por qué habría de preocuparle a él? Y Rod sabía que un monstruo no era realmente un ser embrutecido, sino tan sólo un desgraciado holgazán que había tenido mala suerte y se conformaba con lo que le saliera… dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de que le proporcionara su ración diaria de calientasesos.
Aquella temporada el monstruo que le acompañaba se llamaba Mike. Un tipo tranquilo que no se metía con nadie cuando no estaba trabajando; bajo el maquillaje aplicado con un corcho quemado, poseía el triste y arrugado rostro de un hombre de cincuenta años. Cincuenta duros años, quizá treinta de esos años de duro beber. Nunca hablaba, simplemente tomaba su botella y salía de la lona para dirigirse a uno de los remolques. Mirándole hacerlo, Rod nunca se sentía asustado; si acaso, experimentaba una cierta lástima hacia el pobre bastardo.
Sólo cuando el monstruo se hallaba en el pozo sentía Rod aquella bola de miedo crecer y desarrollarse. Cuando veía la lanuda peluca y el ennegrecido rostro, las manos pintadas que se abrían y cerraban con sus falsas garras… sí, y cuando veía la ferozmente sonriente boca abrirse para mostrar los amarillentos y cariados dientes, preparados para morder…
Oh, aquello le estaba carcomiendo, le aferraba cada vez más fuerte. Pero nadie más que él lo sabía. Y nadie debía saberlo. Rod no estaba dispuesto a hablarle de aquello a nadie de por allí, como tampoco tenía intención de ir a ningún arreglacabezas para decirle: «Hey, doc, ayúdeme… tengo miedo de estarme convirtiendo en un monstruo». Se conocía mejor que eso. Ningún arreglacabezas podía ayudarle, y nunca aceptaría el embrutecerse para seguir viviendo. Arreglaría aquello por sí mismo; tenía que hacerlo, y deseaba hacerlo, y no quería que nadie se entrometiera en ello.
Rod subió los peldaños, quitándose la chaqueta y desabotonándose la empapada camisa mientras penetraba en la oscuridad del remolque.
Y entonces sintió las manos deslizándose por su pecho desnudo, moviéndose hacia sus hombros para abrazarle, y olió la fragancia, sintió el calor y la presión antes incluso de oír las palabras susurradas:
—Rod, querido… ¿te has sorprendido?
A decir verdad, Rod no se había sorprendido. Pero le complacía que ella hubiera estado aguardándole. La tomó entre sus brazos y pegó su boca a la de ella mientras se dejaban caer en el camastro.
—Cora —murmuró—. Cora…
—Chist. No es momento de hablar.
Tenía razón. No era el momento, porque tenía que estar de vuelta en la plataforma dentro de quince minutos. Y no era en absoluto una buena idea hablar, no con Madame Sylvia reptando por los alrededores y surgiendo de la nada justo cuando uno menos lo esperaba. ¿Por qué infiernos un dulce pájaro como Cora tenía que tener un viejo buitre como Madame Sylvia como abuela?
Pero Rod no pensaba en abuelas ahora, como tampoco pensaba en monstruos. Eso era lo que Cora hacía con él, eso era lo que Cora hacía para él, disolver el frío miedo y convertirlo en calor, a través de su contorsionante y deseable carne. En momentos como aquel Rod sabía que podía aislarse de todo, olvidarlo todo. Olvidarlo todo significaba estar con ella, y aquello era suficiente; aquello lo era todo.
Sólo fue más tarde, volviendo a ponerse la camisa, oyéndola a ella susurrar: «Por favor, cariño, apresúrate y sal de aquí antes de que ella venga a buscarme», cuando se preguntó si realmente se merecía todo aquello, todo aquel trastear apresurado en la oscuridad con una quinceañera que prácticamente manchaba sus pantalones cada vez que la vieja mujer cruzaba los ojos con ella.
Seguro, Cora era un buen asunto, casi hecho a su medida. Pero cuando uno pensaba detenidamente en ello se daba cuenta de que aún era una chiquilla, y nadie en su sano juicio se enredaría mucho con una cosa así. Además, ella era gitana, y eso le añadía nuevas complicaciones al hecho.
Mientras andaba de vuelta a la plataforma para el último espectáculo de la noche, Rod decidió que era el momento de enfriar un poco las cosas. Sería lo mejor.
Aquella noche la feria recogió velas y se dirigió a los terrenos del Condado de Mazoo para una estancia de diez días. Cada día tuvieron lleno, montones de palurdos que bajaban de las colinas de los alrededores; casi doscientas personas, noche tras noche, todas ellas hambrientas de acción.
Durante casi una semana Rod consiguió mantenerse alejado del camino de Cora sin que su intención resultara demasiado obvia. Su abuela estaba echando las cartas al otro lado de la feria, y se suponía que Cora la ayudaba; normalmente estaba demasiado ocupada como para escabullirse. En un par de ocasiones Rod la vio haciéndole señas desde atrás de la multitud que rodeaba su plataforma, pero siempre se las arregló para mirar hacia otro lado y pretender que no la había visto. Y en una ocasión la oyó arañar la puerta del remolque en mitad de la noche, pero aparentó que estaba dormido, aunque ella lo llamó por su nombre un par de veces, hasta que tras unos diez minutos se fue.
El problema era que Rod ya no podía dormir bien; parecía como si ahora cada vez que cerrara sus ojos no pudiera ver otra cosa más que el pozo, el borracho con el rostro ennegrecido y el pollo blanco.
Así que la próxima vez que Cora vino a arañar su puerta la dejó entrar, y por un momento estuvo fuera del pozo, a salvo en sus brazos. Y en vez del monstruo gruñendo y el pollo cacareando oyó su voz en la oscuridad, su cálida y suave voz, murmurando:
—¿Me quieres, Rod?
La respuesta surgió fácilmente, como siempre.
—Claro que te quiero. Ya lo sabes.
Los dedos de ella se aferraron en sus brazos.
—Entonces todo está bien. Podemos casarnos, y yo tendré el bebé…
—¿El bebé?
Se sentó de golpe.
—No quería decírtelo, cariño, no hasta que estuviera segura, pero ahora ya lo estoy. —Su voz era vibrante—. Simplemente piensa, querido…
Estaba pensando. Y cuando habló, su voz era ronca.
—Tu abuela… Madame Sylvia… ¿lo sabe?
—Todavía no. Deseaba que tú vinieras conmigo cuando se lo dijera…
—No le digas nada.
—¿Rod?
—No le digas nada. Líbrate de él.
—Cariño…
—Ya me has oído.
Ella intentó abrazarle, pero él se liberó, se puso en pie y tomó su camisa. Ella estaba llorando ahora, pero cuanto más fuerte sollozaba, más se apresuraba él en vestirse como si ella no estuviera allí. Como si ella no estuviera tartamudeando y balbuceando todas aquellas tonterías acerca de lo que pretendía decir, acerca de que él no podía hacer aquello, que debía escucharla, que si la vieja se enteraba la mataría.
Rod deseó chillarle que se callara, deseó abofetearle en la boca y hacer que se callara, pero consiguió controlarse. Y cuando habló su voz era tranquila.
—Tómatelo con calma, amor —dijo—. No permitamos excitarnos ahora. No hay ningún problema.
—Pero has dicho…
Él palmeó su brazo en la oscuridad.
—Relájate, ¿quieres? No tienes nada de qué preocuparte. Me has dicho que la vieja no sabe nada. Librate de él, y nunca lo sabrá.
Cristo, era tan sencillo que incluso una sin seso como Cora debería entenderlo. Pero en vez de ello estaba llorando de nuevo, más fuerte que antes, y golpeándole con sus puños.
—¡No, no, no puedes obligarme a ello! Me dijiste que nos casaríamos, la primera vez que te dejé hacerlo me prometiste que nos casaríamos tan pronto como terminara la temporada…
—En lo que a mí respecta, la temporada acaba de terminar. —Rod intentó mantener controlada su voz, pero cuando ella vino de nuevo contra él, golpeando, hubo algo peor que sentir sus puños. No podía soportarlo por más tiempo; no sus golpes, no su húmedo lloriquear.
—Escúchame, Cora. Siento lo que ha pasado, ya lo sabes. Pero ni sueñes en el matrimonio.
La forma en que ella estalló entonces podía hacer pensar en que el mundo estaba llegando a su fin, y él tuvo que abofetearla fuertemente para evitar que toda la maldita región oyera sus chillidos. Se sintió despreciable por hacerlo, pero consiguió apaciguarla lo suficiente como para poder sacarla de su remolque. Ella se alejó aún sollozando, pero muy suavemente. Y al menos había comprendido el mensaje.
Rod no la vio por los alrededores al día siguiente, ni al otro. Pero a fin de impedir que volviera a molestarle pasó ambas noches en el remolque del limpiabotas Donahue, jugando unas partidas con los muchachos. Pensó que si se presentaba algún problema y tenía que salir por piernas, mejor hacerlo con unos cuantos billetes extra por lo que pudiera pasar.
Sólo que las cosas no funcionaron exactamente así. Normalmente tenía bastante suerte con las cartas, pero en ambas noches la fortuna le volvió la espalda, y terminó debiendo sus próximas tres pagas. Aquello ya fue bastante malo, pero al día siguiente las cosas fueron peor.
Fue Tronco quien le dio la noticia.
Rod se dirigía hacia la tienda que ejercía de cocina-comedor para el desayuno cuando Tronco le llamó. Estaba tendido en un viejo camastro del ejército fuera de su remolque, con un cigarrillo en su boca.
—¿Tienes fuego? —preguntó.
Rod prendió un fósforo resguardándolo entre sus manos y luego se sentó a su lado, sabiendo que le tendría que ir quitando la ceniza mientras Tronco fumaba. Y un tipo nacido sin brazos ni piernas tiene también un ligero problema en arrojar luego la colilla.
Cosa curiosa, la Extraña Gente nunca había impresionado a Rod, sin importar lo extraño de su apariencia. Ni siquiera Tronco que era simplemente una cabeza viviente unida a un torso sin forma definida, le producía escalofríos. Quizá fuera debido al hecho de que al propio viejo Tronco no parecía importarle; simplemente daba por sentado que era un fenómeno. Y siempre había actuado con normalidad, no como aquel chupabotellas de monstruo que perseguía al aleteante pollo haciendo muecas con su ennegrecida cabeza y produciendo ruidos de animal loco cuando atrapaba a la pobre bestia…
Rod intentó rechazar el pensamiento y sacó un cigarrillo para él. Estaba prendiendo el fósforo cuando Tronco levantó la vista hacia él.
—¿Has oído la noticia? —preguntó.
—¿Qué noticia?
—Cora ha muerto.
Rod se quemó los dedos, y el fósforo cayó al suelo.
—¿Muerto?
Tronco asintió.
—La noche pasada. Madame Sylvia la encontró en el remolque tras la última función…
—¿Qué ocurrió?
Tronco se limitó a mirarle.
—Pensé que quizá tú pudieras decírmelo.
Rod tuvo que hacer un esfuerzo para que las palabras brotaran de su boca.
—¿Qué infiernos se supone que quieres decir con eso?
—Nada. —Tronco alzó los hombros—. Madame Sylvia le dijo a Donahue que la chica murió por perforación del apéndice.
Rod inspiró profundamente. Se obligó a sí mismo a parecer apenado, pero al mismo tiempo se sentía bien, tremendamente bien. Hasta que oyó a Tronco decir:
—Lo único es que nunca he oído a nadie que haya sufrido una perforación de apéndice a causa de una aguja de hacer media.
Rod avanzó una mano y retiró el cigarrillo de la boca de Tronco para quitar la ceniza. Su mano temblaba tanto que no tuvo que hacer nada excepto esperar a que cayera por sí sola.
—La historia del apéndice es sólo una excusa… Madame Sylvia no desea que corran rumores por ahí. —Tronco asintió mientras Rod volvía a meter el cigarrillo en sus labios—. Pero si me lo preguntas, te diré que lo sabe.
—Bueno, mira, si estás diciendo lo que yo creo que estás diciendo, será mejor que lo olvides…
—Seguro, ya lo he olvidado. Pero ella no va a olvidar. —Tronco bajó la voz—. El funeral será esta tarde, en el cementerio de aquí. Será mejor que dejes verte con el resto de nosotros, sólo para que no parezca extraño. Después de eso, mi consejo es que hagas las maletas y eches a correr.
—Hey, espera un minuto… —Rod fue a decir algo más, pero luego se preguntó, ¿para qué? Tronco sabía, y no tenía sentido aparentar delante de él—. No puedo echar a correr —dijo—. Le debo tres semanas de paga a Donahue. Si me largo él se encargará de hacer correr la voz, y no voy a encontrar trabajo en ninguna feria, no por esa parte del país.
Tronco escupió el cigarrillo. Fue a aterrizar en el suelo junto al camastro, y Rod lo aplastó con el zapato. Tronco agitó la cabeza.
—No te preocupes por el dinero —dijo—. Si no sales corriendo, no vas a volver a trabajar nunca más, en ningún sitio. —Miró cautelosamente a su alrededor, y cuando habló de nuevo su voz era apenas un susurro—. ¿No comprendes? Te vas a aplastar… te lo digo, Madame Sylvia sabe lo que ha ocurrido.
Rod no habló en un susurro.
—¿Esa vieja bruja? Tú mismo has dicho más de una vez que no desea saber nada con la poli, y aunque no fuera así, no puede probar nada. Así que, ¿a qué debo temerle?
—Al mal de ojo —dijo Tronco.
Rod parpadeó.
—¿Deseas que te lo deletree? Hace tres temporadas, justo antes de que tú te unieras al espectáculo, un tipo llamado Richey era el jefe de los montadores. Era un buen tipo, pero tenía un problema… le horrorizaban las serpientes. Por aquel entonces trabajaba también con nosotros Babe Flynn, tenía un puñado de boas constrictor, todas entrenadas para su acto y completamente inofensivas cuando ella estaba allí. Pero Richey tenía un pavor tan grande a las serpientes que ni siquiera quería acercarse al remolque de ella.
Su equivocación fue acercarse demasiado al remolque de Madame Sylvia. Cora era más joven por aquel entonces, en plena floración podríamos decir, pero aquello no retuvo a Richey. No ocurrió nada serio entre ellos, tan sólo palabras. Ignoro cómo lo supo la vieja, y cómo supo que a él le aterraban las serpientes, puesto que él siempre había intentado ocultarlo, por supuesto.
El caso es que una tarde, el último día de nuestra estancia en Red Clay, Madame Sylvia dio un pequeño paseo hasta el remolque de Richey. Él estaba fuera, afeitándose, con un espejito colgado de su puerta.
Ella no le dijo nada, ni siquiera le miró… simplemente se quedó mirando a su reflejo en el espejo. Luego hizo un par de pases y murmuró algo para sí misma, y siguió andando. Eso fue todo.
A la mañana siguiente, Richey no apareció. Lo encontraron tendido en el suelo dentro de su remolque, hecho papilla. La mitad de sus huesos estaban rotos, y la forma en que su cuerpo había sido aplastado hacía pensar en que una docena de boas constrictor se habían encargado concienzudamente de él. Vi su rostro, y te juro que no era en absoluto agradable.
La voz de Rod era ronca.
—¿Quieres decir que la vieja envió a aquellas serpientes contra él?
Tronco agitó la cabeza.
—Babe Flynn mantenía a sus serpientes encerradas bajo llave en su propio remolque, y nadie podía abrir aquella puerta excepto ella. Juró y perjuró que nadie se había acercado a ellas aquella noche, y si lo hubiera hecho y hubiera sido capaz de liberarlas no hubiera conseguido volver a encerrarlas de nuevo. Y allí estaban ellas, tranquilas y plácidas. Pero Richey estaba muerto. Y eso es lo que quiero decir con el mal de ojo.
—Mira —Rod le estaba hablando a Tronco, pero deseaba oírse él también—, Madame Sylvia es simplemente otra echadora de cartas, que lo único que sabe hacer es decirle la buenaventura a los imbéciles. Toda esa palabrería acerca de las maldiciones de las gitanas…
—De acuerdo, de acuerdo —Tronco se alzó de hombros—. Pero si yo fuera tú echaría a correr, y aprisa. Y hasta que hiciera eso, no permitiría que la vieja me hallara frente a ningún espejo.
—Gracias por el consejo —dijo Rod.
Mientras se alejaba, Tronco dijo a sus espaldas:
—Te veré en el funeral.
Pero Rod no fue al funeral.
No era que tuviera miedo de nada; simplemente no le gustaba la idea de estar de pie junto a la tumba de Cora, con todo el mundo mirándole como si supieran. Y por supuesto lo sabían, todos ellos. Quizá lo más juicioso fuera largarse de allí como había dicho Tronco pero no ahora. No hasta que pudiera pagar lo que le debía a Donahue. Durante las siguientes tres semanas simplemente tendría que apechugar.
Mientras tanto, vigilaría sus pasos. No era que creyera aquella estúpida historia acerca del mal de ojo. Tronco simplemente estaba metiéndole miedo en el cuerpo, todo aquello era una tontería. Pero no le haría ningún daño ser precavido.
Fue por eso por lo que se afeitó temprano para el espectáculo de aquella noche. Sabía que la vieja estaba en el funeral con todos los demás; así que no podría aparecer a sus espaldas para capturar su alma a través de su reflejo en el espejo…
¡Maldita sea, no lo conseguiría!
Rod se hizo una mueca a su imagen en el espejo. ¿Qué infiernos le estaba pasando? Él no creía en absoluto en aquellas tonterías de maldiciones.
Pero había algo que no iba bien allí. Porque, por un momento, cuando Rod miró al espejo no se vio a sí mismo. En su lugar contempló un rostro ennegrecido, luciendo una sardónica sonrisa, con ojos sanguinolentos y una retorcida boca que se abría para mostrar unos colmillos amarillentos…
Rod parpadeó, y el rostro desapareció; era su propio reflejo el que lo miraba al otro lado del cristal. Pero su mano estaba temblando, y tuvo que dejar la navaja.
Su mano seguía temblando todavía cuando se tendió hacia la botella en el estante de arriba, y derramó más whisky del que consiguió meter dentro del vaso. Así que tomó un trago directamente de la botella. Y luego otro, hasta que sus manos fueron firmes de nuevo. Es bueno para los nervios, un trago aquí y otro allá. Sólo tienes que vigilarte un poco, no dejar que te domine. Porque si te domina, dependerás de él, y algún día antes de que te des cuenta de lo que está sucediendo te encontrarás metido debajo de una lanosa peluca y con la cara ennegrecida, allá abajo en el pozo, esperando a que te lancen el pollo blanco…
Al infierno con todo eso. No iba a ocurrir nunca. Sólo un par de semanas y se iría de allí, se acabarían las ferias, nadie volvería a molestarle. Todo lo que tenía que hacer ahora era mantener su sangre fría y ser un poco precavido.
Rod fue muy precavido aquella noche cuando subió a su plataforma y ajustó el micro para empezar a hablar. De pie frente a las rojas banderas, se sintió bien, muy bien, y el par de tragos extra que había tomado directamente de la botella sólo para asegurarse parecía haber eliminado aquella bola de miedo en el interior de su cabeza. Era fácil hacer su discurso acerca de la Extraña Gente… «Todos ellos aquí dentro, muchachos, aquí dentro»… y observar a los primos tragar el anzuelo y entrar. Los primos… ellos eran los auténticos fenómenos, sólo que no lo sabían. Pagando su entrada para ver a pobres diablos como Tronco, y luego pagando una entrada extra para la Atracción suplementaria especial, sólo para adultos, en el pozo de paredes de lona dentro de la otra tienda. ¿Qué tipo de pervertido podía pagar dinero para ver a un monstruo? ¿Qué le ocurría a toda aquella gente?
¿Y qué le ocurría a él? De pie allí junto al pozo, sujetando el saco de arpillera y sintiendo al pollo agitarse dentro indefenso, Rod notó que el miedo volvía a adueñarse de él. No deseaba mirar al interior del pozo y ver al monstruo agazapado allí, gruñendo y haciendo muecas como un auténtico hombre salvaje. Así que en vez de ello miró a la gente, y aquello fue mejor. La gente no sabía que él tenía miedo. Nadie sabía que estaba asustado, allí a solas con lo que le aterraba.
Rod le habló a la gente, haciendo su discurso, y sus manos empezaron a trastear con la cuerda que cerraba el saco de arpillera, preparándose para abrirlo y echar el pollo al interior del pozo.
Y entonces fue cuando la vio.
Estaba de pie a un lado, justo al extremo de la lona; tan sólo una pequeña y arrugada vieja vestida de negro, con un chal negro cubriendo su cabeza. Su rostro estaba contraído, su piel era oscura y correosa, fruncida en una mueca constante. Una vieja, alguien a quien nadie le habría concedido una segunda ojeada, pero Rod la miró.
Y ella lo miró a él.
Era curioso que nunca se hubiera fijado antes en los ojos de Madame Sylvia. Eran grandes y marrones y miraban fijamente… y ahora le estaban mirando directamente a él, directamente a través de él.
Rod apartó su mirada, obligó a sus dedos a abrir el saco. Durante todo el tiempo, mecánicamente, había seguido hablando, terminando con su perorata mientras agarraba al pollo, lo sacaba, arrojaba la agitada y cacareante criatura a aquella otra criatura en el pozo… aquella criatura que gruñía y agarraba y oh Dios mío mordía furiosamente…
No podía mirar y tuvo que girar su cabeza, viendo de nuevo a la multitud gritar y estremecerse y agitarse. Y ella seguía aún allí, seguía mirándole todavía.
Pero ahora la mano de ella, parecida a una garra, se movió, se movió por encima del borde de la lona para extender un índice y señalar. Rod sabía a lo que estaba señalando; estaba señalando al pozo del monstruo. Y aquel rostro contraído podía cambiar su expresión, puesto que ahora estaba sonriendo.
Rod se giró y salió corriendo al exterior, a la noche.
Ella sabía.
No tan sólo acerca de él y Cora, sino acerca de todo. Aquellos ojos que le habían mirado a él y a través de él habían mirado también dentro de él… habían mirado dentro y habían descubierto su miedo. Por eso había señalado y había sonreído; sabía qué era lo que más temía en el mundo.
Las luces de la feria brillaban, pero estaba oscuro entre las paredes laterales de lona de las tiendas, excepto allá donde una mancha de luz lunar se reflejaba en el gran barril de agua situado cerca de la gran tienda de la cocina-comedor.
El rostro de Rod estaba empapado de sudor; se dirigió hacia el barril y mojó su pañuelo en el agua para refrescar su frente. Tenía tiempo para ir a tomar otro trago, y luego la próxima función. Debía tranquilizarse.
El agua fría ayudó a aclarar su cabeza, y volvió a mojar su pañuelo en el agua. Aquello estaba mejor. No tenía sentido perder el control simplemente porque una estúpida vieja le hubiese lanzado una rencorosa mirada. Aquellas historias acerca de las gitanas y la mirada diabólica y el mal de ojo eran simples cuentos. Y aunque hubiera algo de ello, no iba a dejar que lo atrapara. Lo único que tenía que hacer era evitar el situarse frente a un espejo.
Entonces miró al agua en el barril, vio sus rasgos reflejados a la luz lunar. Y vio también el rostro de ella, de pie inmediatamente detrás de él. Sus ojos le miraban fijamente, y su boca estaba murmurando algo, y sus manos se elevaron haciendo pases en el aire. Haciendo pases como una vieja bruja, para convertirlo a él en un monstruo a través del mal de ojo…
Rod se giró, y aquello fue lo último que recordó. Debió perder el conocimiento y caer, ya que cuando volvió en sí seguía aún en el suelo.
Pero el suelo era de algún modo distinto al que rodeaba las tiendas; estaba cubierto de serrín. Y la luz era más intensa, brillaba directamente sobre él entre las paredes de lona del pozo.
Estaba en el pozo.
Se dio cuenta de ello y miró hacia arriba, sabiendo que era demasiado tarde, que ella lo había atrapado, que ahora estaba en el cuerpo del monstruo.
Pero había algo desconcertante a su alrededor; el pozo era más profundo, las paredes de lona mucho más altas. Todo parecía más grande, incluso el confuso montón de rostros apiñados a los lados del pozo allá arriba, a lo lejos. Allá arriba, a lo lejos… ¿por qué era tan pequeño?
Entonces desvió los ojos cuando oyó el gruñido. Rod giró su cabeza y miró de nuevo hacia arriba, justo a tiempo para ver el ennegrecido rostro y su sonrisa sardónica inclinándose sobre él, la gigantesca boca abriéndose para mostrar los cariados y amarillentos dientes. Sólo entonces se dio cuenta Rod de lo que realmente le había hecho ella, cuando las enormes manos lo agarraron y tiraron de él. Por un momento cacareó y agitó alocadamente sus alas.
Entonces el monstruo le arrancó la cabeza de un mordisco.

Escalofrrríos. 1981.

jueves, 3 de noviembre de 2022

Aunque tú no lo sepas. Luis García Montero.

 

Como la luz de un sueño,
que no raya en el mundo pero existe,
así he vivido yo,
iluminando
esa parte de ti que no conoces,
la vida que has llevado junto a mis pensamientos.


Y aunque tú no lo sepas, yo te he visto
cruzar la puerta sin decir que no,
pedirme un cenicero, curiosear los libros,
responder al deseo de mis labios
con tus labios de whisky,
seguir mis pasos hasta el dormitorio.
También hemos hablado
en la cama, sin prisa, muchas tardes,
esta cama de amor que no conoces,
la misma que se queda
fría cuando te marchas.
Aunque tú no lo sepas te inventaba conmigo,
hicimos mil proyectos, paseamos
por todas las ciudades que te gustan,
recordamos canciones, elegimos renuncias,
aprendiendo los dos a convivir
entre la realidad y el pensamiento.


Espiada a la sombra de tu horario
o en la noche de un bar por mi sorpresa.


Así he vivido yo,
como la luz del sueño
que no recuerdas cuando te despiertas.


 

martes, 1 de noviembre de 2022

El amor. Kostas Axelos.

Un estudiante alemán va una noche a un baile. En él descubre a una joven, muy bella, de cabellos muy oscuros, de tez muy pálida. En torno a su largo cuello, una delgada cinta negra, con un nudito. El estudiante baila toda la noche con ella.
Al amanecer, la lleva a su buhardilla. Cuando comienza a desnudarla, la joven le dice, implorándole, que no le quite la cinta que lleva en torno al cuello. La tiene completamente desnuda en sus brazos con su cintilla puesta. Se aman; y después se duermen.
Cuando el estudiante se despierta el primero, mira, colocado sobre el almohadón blanco, el rostro dormido de la joven que sigue llevando su cinta negra en torno al cuello. Con gesto preciso deshace el nudo. Y la cabeza de la joven rueda por la tierra.