En poco tiempo tras su llegada a la
vieja casona el desván se convirtió en su lugar favorito. La misteriosa quietud
de sus cajas cubiertas de polvo y la reverberación de cualquier sonido en su
amplitud, ejercían sobre ella una fascinación mezclada con el espanto.
No se atrevía a subir sola las
escaleras de madera. Peldaños oscurecidos por el tiempo y la humedad que
chirriaban como si les doliera el pisarlos.
Cuánto disfrutó las primeras
semanas, cuando su madre decidió poner orden en el tremendo desbarajuste de
cajas, polvo y trastos. Abrir cada caja y escrutar en su interior era para ella
enfrentarse muchas veces a la emoción del arqueólogo frente al tesoro perdido y
por fin hallado. Pero casi todo allí eran objetos viejos, inservibles, que la
madre destinó al vertedero, salvo algunas cajas con libros y fotos antiguas,
que volvieron a ocupar su espacio en un rincón.
Allí en el desván se quedaron
también sus dos objetos favoritos: un enorme arcón de madera lleno de disfraces
y una antiquísima gramola con una
veintena de discos de pizarra. Casi todos eran música clásica, y entre ellos su
predilecto, el Vals de las flores, que latía con una sonoridad rotunda en
aquella habitación medio desnuda.
El arcón tuvo que ser valioso en su
día, de madera repujada con relieves que mostraban un paisaje misterioso, de bosques
con ninfas o hadas traviesas escondidas entre los árboles. Seguramente estuvo
pintado con tinta dorada que aún se notaba, aunque medio borrada, en algunas
partes.
Pero lo más fascinante eran los
disfraces. Todos de adulto y muy elaborados, no como los disfraces baratos que
visten hoy los niños en Halloween o Carnaval.
Su hermano y ella pasaron muchas
horas jugando con aquellas ropas. No importaba lo grandes que les quedasen, ni
lo pequeños que se sintieran bajo el peso de sus telas. Su favorito era el de
princesa. Un vestido largo, de color verde esmeralda, decorado con encajes
dorados y negros y con incrustaciones de piedra que resaltaban el azabache de
sus ojos y su pelo. Casi no podía caminar con él, y tenía que recogérselo con
las manos constantemente, en un movimiento que su hermano alababa por parecerle
verdaderamente principesco.
Él prefería el disfraz de pirata.
Unos pantalones bombachos a rayas rojas y blancas, camisola blanca de mangas
anchas y chaleco de cuero negro. Solía recogerse el cabello con un pañuelo
rojo. Y ese gesto, junto con su barba incipiente de adolescente, hacían de él,
a ojos de su hermana, un pirata peligroso, dispuesto a salvar a la princesa de
las garras de enemigos sanguinarios.
Durante mucho tiempo repitieron el
ritual de subir al desván, vestirse con sus galas e interpretar un teatro
improvisado que siempre acababa en final feliz, con ellos danzando al son del Vals
de las flores, restallando a todo volumen en la vieja gramola.
Pero hace ya unos meses que el
hermano se marchó y ella no ha vuelto a subir al desván. Aunque ahora el
miedo es una razón menor que la pena.
Esta noche ella está en su cama,
con los ojos cerrados, pero despierta, pensando en lo frágil que es la vida.
Cuando, de repente, escucha la música. Es muy débil, casi no se oye, pero sí,
es el vals, el vals de las flores, lo reconocería en cualquier parte. Viene de
arriba, del desván.
Se levanta despacio y abre la
puerta del cuarto, ahora lo puede oír mejor, más nítido. Será su madre, pero
¿tan tarde? No le sale la voz para llamarla, y sus pies descalzos se mueven
solos. Sube los viejos peldaños de
madera, con su chirrido quejumbroso, y se queda parada frente a la puerta
descascarillada. La música sigue sonando, un tres por cuatro interminable. Gira
el picaporte y empuja la puerta suavemente. Y los ve, los ve con sus propios
ojos, atónitos y espantados. Allí están, girando en el aire, el disfraz de
princesa y el de pirata, entrelazados, mezclados en un revoloteo de telas y
encajes. Ella no puede reprimir un grito y en ese instante la música cesa y los
disfraces se desploman, dejando sobre la madera del desván su abrazo eterno.
El vals de las flores. Tchaikovsky. "El Cascanueces" Acto II.