He
aquí una casa loca, cuyas escaleras no conducen a nada. Uno abre la
puerta y cree entrar y en realidad ha salido. Pero cuando uno cree
salir sucede lo contrario: uno ha entrado. Y la mayoría de las veces
uno no se explica a dónde ha llegado, o qué ha sido del cuerpo de
uno en esta casa. Las ventanas tienen la peculiaridad de no mirar
hacia afuera sino hacia adentro. Todos los muebles cuelgan a medio
metro del techo principal. De manera que para llegar a ellos es
necesaria la imposibilidad de volar, o un salto largo y elástico que
le permita a uno aferrarse de una silla, por ejemplo, y luego
escalarla y sentarse en ella, como en un peligroso columpio. Y lo
peor ocurre cuando cada uno de los movimientos oscilantes de los
muebles tiende a vencer el equilibrio de los ocupantes, de manera que
muchos se han despedazado intentando resistir más de una hora
sentados en el mismo sitio. Todos los muebles confabulan sus
movimientos para desbaratar a sus ocupantes, y ya se sabe que los
muebles flotantes procuran sobre todo que los cuerpos sean derrotados
de cabeza; nadie ha podido saltar incólume. Siempre, en la caída,
hay otro mueble oscilante que se las arregla para que el cuerpo en
condena se estrelle de cabeza contra el suelo. A pesar de estas
aparentes incomodidades, se escuchan, en la casa, cuando cae la
noche, muchas voces y risas, y chocar de copas (y muebles). Nadie ve
llegar a los invitados, y tampoco salir, y eso se debe seguramente a
la otra originalidad de la puerta, que da la sensación de permitir
entrar y salir al mismo tiempo, sin que verdaderamente se haya salido
o entrado. Nadie sabe, además, quién es el dueño o quiénes
habitan la casa permanentemente. Alguien nos cuenta que vive una
pareja de niños. Otros aseguran que no son niños, sino enanos: de
lo contrario no se justificarían las fiestas de siempre,
escandalizadas por las exclamaciones más obscenas que sea posible
imaginar. Hay quienes afirman que nadie vive en la casa, y que en
caso contrario no serían niños y tampoco enanos sus habitantes,
sino dos jorobadas dementes. Ni unos ni otros dicen la verdad. No han
acabado de entender que todos son en realidad mis habitantes, que
están dentro de mí como también yo estoy dentro de ellos, que yo
soy algo vivo, y que a pesar de todas las vueltas que puedan dar por
el mundo quizá nunca les sea posible abandonar mi tiranía para
siempre, porque también yo estoy dentro de mí.
Cuentos completos, 2019.
domingo, 29 de septiembre de 2019
sábado, 28 de septiembre de 2019
El extraño. H.P. Lovecraft.
Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y
tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas
solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y
alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas
vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados
de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas
retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron... a mí, el
aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado; sin embargo, me
siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos
recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá,
hacia el otro.
No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.
Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades; sin embargo, no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera que me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas..., ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.
Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio.
Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.
A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Se me antojó que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba.
De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario.
Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, me invadió el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.
Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor a precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.
De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.
Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz; ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido.
Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré al interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas.
Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas.
Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia... un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.
No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-, y, sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún.
Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaban a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboleándome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado.
No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.
Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.
Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y, sin embargo, en mi nueva y salvaje libertad agradezco casi la amargura de la alienación.
Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué la fría e inexorable superficie del pulido espejo.
No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.
Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades; sin embargo, no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera que me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas..., ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.
Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio.
Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.
A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Se me antojó que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba.
De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario.
Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, me invadió el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.
Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor a precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.
De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.
Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz; ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido.
Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré al interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas.
Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas.
Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia... un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.
No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-, y, sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún.
Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaban a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboleándome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado.
No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.
Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.
Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y, sin embargo, en mi nueva y salvaje libertad agradezco casi la amargura de la alienación.
Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué la fría e inexorable superficie del pulido espejo.
martes, 24 de septiembre de 2019
Un europeo. Slawomir Mrozek.
Cuando
el cocodrilo entró en mi dormitorio, pensé que tampoco había que
exagerar. No me refiero al cocodrilo sino a mí mismo. Ya que mi
primer impulso fue alcanzar el teléfono para marcar los tres números
de urgencias: policía, bomberos y ambulancia. Pero justamente
semejante reacción me pareció exagerada. Puesto que soy un europeo
educado en el espíritu cartesiano, siento repulsión por los
extremismos, pienso de un modo racional y no sucumbo a impulsos de
ningún tipo sin haberlos analizado previamente.
Así que me cubrí la cabeza con el edredón y emprendí un trabajo mental.
Primero -determiné- la aparición de un cocodrilo en mi dormitorio es un absurdo y, según el pensamiento lógico, el absurdo sirve sólo para ser excluido del razonamiento ulterior. O sea que no había ningún cocodrilo. Tranquilizado con esta conclusión, asomé la cara por debajo del edredón, gracias a lo cual logré ver cómo el cocodrilo cortaba de un mordisco el cable del aparato telefónico, ya anteriormente devorado por él. Incluso en el caso de que alargando la mano a través de sus fauces hasta el estómago consiguiera marcar uno de los números de urgencias, la comunicación ya estaba cortada.
Decidí acudir a la cabina telefónica más próxima para avisar al pertinente departamento de la empresa de telecomunicaciones sobre el fallo de mi teléfono particular, lo cual me permitiría, tras la eliminación del fallo por un equipo de especialistas, ponerme en contacto con la institución competente en materia de retirar cocodrilos. Sin embargo, como hombre civilizado que soy, no podía salir a la calle en pijama, y el cocodrilo, justamente, acababa de engullir mis pantalones. Por supuesto no eran los únicos pantalones de que yo disponía. A pesar del insuficiente, en mi opinión, crecimiento del nivel de vida, en mi armario había unos cuantos pantalones. Por desgracia, los que tenía la intención de ponerme, pues combinaban mejor con la americana Yves Saint Laurent, no se encontraban en el armario, sino en la tintorería. ¿Y dónde estaba el comprobante de mi identidad como dueño de aquellos pantalones, documento sin el cual resultaría imposible retirarlos de la tintorería? Me puse a buscar el comprobante cojeando un poco, ya que mientras tanto el cocodrilo había devorado una de mis piernas. No hice caso de la pierna, pues iba creciendo en mí la preocupación por los pantalones. Justamente estaba a punto de devorarme la otra pierna, cuando adiviné la terrible verdad: el cocodrilo había devorado el comprobante de la tintorería y nunca más recuperaría mis pantalones.
Estrangulé a la bestia con mis propias manos. Reconozco haber actuado con brutalidad y, lo que es peor, bajo la influencia de una emoción incontrolada. Reconozco que en lugar de confiar en las instituciones constitucionales actué por mi cuenta. Pero ¡comerse un comprobante de tintorería! Hay situaciones en las que la defensa de la civilización requiere faltar a las normas civilizadas.
Juego de azar, 1991.
Así que me cubrí la cabeza con el edredón y emprendí un trabajo mental.
Primero -determiné- la aparición de un cocodrilo en mi dormitorio es un absurdo y, según el pensamiento lógico, el absurdo sirve sólo para ser excluido del razonamiento ulterior. O sea que no había ningún cocodrilo. Tranquilizado con esta conclusión, asomé la cara por debajo del edredón, gracias a lo cual logré ver cómo el cocodrilo cortaba de un mordisco el cable del aparato telefónico, ya anteriormente devorado por él. Incluso en el caso de que alargando la mano a través de sus fauces hasta el estómago consiguiera marcar uno de los números de urgencias, la comunicación ya estaba cortada.
Decidí acudir a la cabina telefónica más próxima para avisar al pertinente departamento de la empresa de telecomunicaciones sobre el fallo de mi teléfono particular, lo cual me permitiría, tras la eliminación del fallo por un equipo de especialistas, ponerme en contacto con la institución competente en materia de retirar cocodrilos. Sin embargo, como hombre civilizado que soy, no podía salir a la calle en pijama, y el cocodrilo, justamente, acababa de engullir mis pantalones. Por supuesto no eran los únicos pantalones de que yo disponía. A pesar del insuficiente, en mi opinión, crecimiento del nivel de vida, en mi armario había unos cuantos pantalones. Por desgracia, los que tenía la intención de ponerme, pues combinaban mejor con la americana Yves Saint Laurent, no se encontraban en el armario, sino en la tintorería. ¿Y dónde estaba el comprobante de mi identidad como dueño de aquellos pantalones, documento sin el cual resultaría imposible retirarlos de la tintorería? Me puse a buscar el comprobante cojeando un poco, ya que mientras tanto el cocodrilo había devorado una de mis piernas. No hice caso de la pierna, pues iba creciendo en mí la preocupación por los pantalones. Justamente estaba a punto de devorarme la otra pierna, cuando adiviné la terrible verdad: el cocodrilo había devorado el comprobante de la tintorería y nunca más recuperaría mis pantalones.
Estrangulé a la bestia con mis propias manos. Reconozco haber actuado con brutalidad y, lo que es peor, bajo la influencia de una emoción incontrolada. Reconozco que en lugar de confiar en las instituciones constitucionales actué por mi cuenta. Pero ¡comerse un comprobante de tintorería! Hay situaciones en las que la defensa de la civilización requiere faltar a las normas civilizadas.
Juego de azar, 1991.
lunes, 23 de septiembre de 2019
Antes del abismo pensaré en ti. Orlando Romano.
A
David Lagmanovich.
En el antiguo Oriente existía la creencia de que, segundos antes de morir, a la mente de los hombres acudían las percepciones, conocimientos o las ideas más brillantes a las que un ser humano podía aspirar. Guiándonos por esta aseveración, el más torpe de los hombres podía concebir (secretamente) la teoría de la relatividad, dominar la técnica para pintar la Mona Lisa o escribir como Shakespeare y Cervantes, saber dónde está el Santo Grial o vislumbrar el camino secreto que conduce hasta la ciudad perdida de El Dorado.
Todo lo mencionado termina como una desacertada conjetura si observamos el capítulo XXXVII del Libro de las Revelaciones, recuperado recientemente durante una excavación en la Caverna de las Brujas, en las encumbradas montañas de la provincia de Tucumán, en Argentina.
En dichas páginas, por ejemplo, se puede leer que lo último que pasó por la cabeza de Nietzsche fue el recuerdo de haber pisado mierda de gallina estando descalzo, cuando era muy niño. Oscar Wilde habría emitido un insulto de lo más ordinario porque tenía mugre en la uña del dedo gordo de su mano derecha. Aristóteles se fue con la pena de ignorar cómo se hacía el pan. Séneca vio, creyó ver, a una simple cucaracha muerta. Confucio miró el cielo y tomó la luna por un plato de arroz. Sócrates se marchó con el deseo de orinar encima de un hormiguero. Benjamín Franklin se preguntó si todas las ceras de las orejas tenían el mismo sabor que la suya, y el gran Leonardo Da Vinci soñó, antes de sucumbir, con una semilla de durazno.
De la nada venimos, y hacia la nada vamos. Nos perderemos en el fondo de los tiempos. Tal fue y será nuestro destino. Vida y muerte nos han llenado, en mayor parte, de humillaciones, angustias y dolores. Entonces yo, el pequeño Orlando, me pregunto: ¿por qué habríamos de llenar de oro nuestra mente para homenajearlas en ese instante en que se dan la mano? Vida y muerte, nada es lo que son. Por eso nuestra mayor nobleza, y quizá nuestra única venganza, antes del final, sea no pensar en nada.
P.D: Puesto a elegir en nombre de la humanidad, yo no escogería divisar los secretos del Universo, sino simplemente contemplar un rostro amado.
En el antiguo Oriente existía la creencia de que, segundos antes de morir, a la mente de los hombres acudían las percepciones, conocimientos o las ideas más brillantes a las que un ser humano podía aspirar. Guiándonos por esta aseveración, el más torpe de los hombres podía concebir (secretamente) la teoría de la relatividad, dominar la técnica para pintar la Mona Lisa o escribir como Shakespeare y Cervantes, saber dónde está el Santo Grial o vislumbrar el camino secreto que conduce hasta la ciudad perdida de El Dorado.
Todo lo mencionado termina como una desacertada conjetura si observamos el capítulo XXXVII del Libro de las Revelaciones, recuperado recientemente durante una excavación en la Caverna de las Brujas, en las encumbradas montañas de la provincia de Tucumán, en Argentina.
En dichas páginas, por ejemplo, se puede leer que lo último que pasó por la cabeza de Nietzsche fue el recuerdo de haber pisado mierda de gallina estando descalzo, cuando era muy niño. Oscar Wilde habría emitido un insulto de lo más ordinario porque tenía mugre en la uña del dedo gordo de su mano derecha. Aristóteles se fue con la pena de ignorar cómo se hacía el pan. Séneca vio, creyó ver, a una simple cucaracha muerta. Confucio miró el cielo y tomó la luna por un plato de arroz. Sócrates se marchó con el deseo de orinar encima de un hormiguero. Benjamín Franklin se preguntó si todas las ceras de las orejas tenían el mismo sabor que la suya, y el gran Leonardo Da Vinci soñó, antes de sucumbir, con una semilla de durazno.
De la nada venimos, y hacia la nada vamos. Nos perderemos en el fondo de los tiempos. Tal fue y será nuestro destino. Vida y muerte nos han llenado, en mayor parte, de humillaciones, angustias y dolores. Entonces yo, el pequeño Orlando, me pregunto: ¿por qué habríamos de llenar de oro nuestra mente para homenajearlas en ese instante en que se dan la mano? Vida y muerte, nada es lo que son. Por eso nuestra mayor nobleza, y quizá nuestra única venganza, antes del final, sea no pensar en nada.
P.D: Puesto a elegir en nombre de la humanidad, yo no escogería divisar los secretos del Universo, sino simplemente contemplar un rostro amado.
domingo, 22 de septiembre de 2019
Otra lección. Barón de Teive. (Fernando Pessoa).
El
gladiador en la arena, donde lo puso el destino que de esclavo lo
expuso condenado, saluda, sin que tiemble el César que está en el
circo, rodeado de estrellas. Saluda de frente, sin orgullo, pues el
esclavo no puede tenerlo; sin alegría, pues no puede fingirla el
condenado. Saluda para que no falte a la ley aquel a quien toda la
ley falta. Pero, tras acabar de saludar, se clava en el pecho la daga
que no le servirá en el combate. Si el vencido es el que muere, y el
vencedor quien mata, con esto, confesándose vencido, se declara
vencedor.
La educacion del estoico. 1999.
La educacion del estoico. 1999.
sábado, 21 de septiembre de 2019
No habrá otro mañana. Arthur C. Clarke.
¡Esto es terrible! - exclamó
el Científico Supremo -. ¡Seguramente podremos hacer algo!
- Sí, Su Conocimiento, pero será sumamente difícil. El planeta se halla a más de
quinientos años luz, y es difícil mantener el contacto. Sin embargo, creemos poder
establecer una cabeza de puente. Por desgracia, no es éste el único problema.
Hasta ahora no hemos logrado comunicarnos con seres. Sus poderes telepáticos
son sumamente rudimentarios... tal vez inexistentes. Y si no podemos hablar con
ellos, no podremos ayudarles.
Hubo un largo silencio mental mientras el Científico Supremo analizaba la
situación y llegaba, como siempre, a la respuesta correcta.
- Una raza inteligente ha de poseer algunos individuos telepáticos - murmuró -.
Tendremos que enviar a cientos de observadores, sintonizados para captar el
primer atisbo de pensamiento, Cuando hallen una sola mente sintonizada, que
concentren en ella todos sus esfuerzos. Hemos de transmitirles nuestro mensaje.
- Muy bien, Su Conocimiento. Así se hará.
Al otro lado del abismo, al otro lado del golfo que la misma luz tardaba quinientos
años en cruzar, los intelectos inquisitivos del planeta Taar extendieron sus
tentáculos del pensamiento, buscando desesperadamente a un solo ser humano
cuya mente pudiera percibir su presencia. Y, afortunadamente, encontraron a
William Cross.
Al menos, en el primer momento lo consideraron una suerte, aunque después ya
no estuvieron tan seguros. De todos modos, no les quedaba otra elección. La
combinación de circunstancias que abrieron la mente de Bill a ellos sólo duró unos
segundos, y no es fácil que vuelvan a ocurrir en este lado de la eternidad.
El milagro constó de tres ingredientes, y es difícil decir si uno fue más importante
que el otro. El primero fue el accidente de posición. Un frasco lleno de agua, al
incidir encima la luz del sol, puede convertirse en una lente tosca, concentrando la
luz en una pequeña zona. A escala muchísimo mayor, el núcleo denso de la Tierra
hacía converger las oleadas procedentes de Taar. En la forma ordinaria, la
radiación del pensamiento no queda afectada por la materia, ya que aquella pasa
a su través con la misma facilidad con que la luz atraviesa el cristal. Pero en un
planeta hay mucha materia, y toda la Tierra actuó como una lente gigantesca. Al
parecer, esto situó a Bill en su foco, allí donde los débiles impulsos mentales de
Taar se concentraban a centenares.
No obstante, otros millones de hombres estaban igualmente bien situados, pero no
recibieron ningún mensaje. Claro que no eran ingenieros de cohetes ni habían
pasado años pensando y soñando con el espacio, hasta formar esta idea parte de
su propio ser.
Ni estaban, como Bill, totalmente borrachos, vacilando ya en el último borde de la
conciencia, tratando de escapar de la realidad a un mundo de ensueños donde no
existiesen desalientos ni fracasos.
Naturalmente, comprendía la opinión del Ejército. - A usted le pagan, doctor Cross
- había señalado el general Potter con un énfasis inútil -, para planear cohetes,
no... ah... naves espaciales. Haga lo que quiera en sus horas libres, pero he de
rogarle que no utilice los instrumentos de nuestro establecimiento para sus
caprichos. A partir de ahora, yo mismo comprobaré todos los proyectos de la
sección de cálculo. Nada más.
Naturalmente, no podían despedirle; era demasiado importante. Pero él no estaba
seguro de querer quedarse. En realidad, no estaba seguro de nada, salvo del
trabajo que le habían asignado y de que Brenda se había largado definitivamente
con Johnny Gardner... para poner los sucesos en su orden de importancia.
Tambaleándose ligeramente, Bill apoyó la barbilla entre sus manos y miró la pared
de ladrillos encalados al otro lado de la mesa. El único intento de adorno era un
calendario de la Lockheed, y una foto seis por ocho de un aerojet mostrando el
«Li'l Abner Mark I» efectuando un atrevido despegue. Bill miraba tristemente el
espacio comprendido entre ambos adornos y vació su mente de todo
pensamiento. Las barreras cayeron...
En aquel momento, los intelectos de Taar lanzaron un inaudible grito de triunfo, y
el muro que Bill tenía delante se disolvió lentamente en una arremolinada niebla. A
Bill le pareció estar mirando dentro de un túnel que se alargaba hasta el infinito. Y
esto es lo que hacía en realidad.
Bill estudió el fenómeno con escaso interés. Era una novedad, aunque no llegaba
a la altura de alucinaciones anteriores. Y cuando la voz empezó a hablar en su
mente, resonó algún tiempo antes de que entendiera algo. Incluso bebido, Bill
poseía un prejuicio anticuado respecto a conversar consigo mismo.
- Bill - murmuró la voz -, oye atentamente. Tenemos grandes dificultades para
contactar con vosotros y esto es extremadamente importante.
Bill dudaba de esta declaración sobre principios generales. No hay nada
tremendamente importante.
- Te hablamos desde un planeta muy distante - prosiguió la voz en tono amistoso -.
Tú eres el único ser humano con el que hemos logrado entrar en contacto, de
modo que has de comprender lo que decimos.
Bill se sintió algo inquieto, aunque de manera impersonal, puesto que ahora le
resultaba más difícil concentrarse en sus propios problemas. A veces uno está
muy grave si empieza a oír voces. Bueno, era mejor no excitarse. «Doctor Cross,
se dijo, puedes tomarlo o dejarlo. Lo tomaré hasta que resulte molesto.»
- De acuerdo - repuso con indiferencia -. Adelante, háblame. Aunque sea largo,
siempre que resulte interesante.
Hubo una pausa. Luego, la voz continuó en forma algo preocupada.
- No entendemos. Nuestro mensaje no es sólo interesante. Es vital para toda
vuestra raza y debes notificarlo inmediatamente a tu gobierno.
- Estoy esperando - asintió Bill -. Esto me ayuda a pasar el tiempo.
A quinientos años luz de distancia, los taars conferenciaron apresuradamente
entre sí. Parecía pasar algo intempestivo, pero ignoraban exactamente qué era.
No había duda de que habían establecido contacto, más no era ésta la reacción
que esperaban. Bien, no tenían más remedio que proseguir y esperar más.
- Escucha, Bill. Nuestros científicos han descubierto que vuestro sol está a punto
de estallar. Esto sucederá dentro de tres días a partir de hoy... dentro de setenta y
cuatro horas, para ser exactos. Nada puede impedirlo. Pero no tenéis que
alarmaros. Nosotros podemos salvaros, si hacéis lo que diremos.
- Adelante - repitió Bill.
La alucinación era ingeniosa.
- Podemos crear lo que se llama un puente... una especie de túnel a través del
espacio, como éste por el que ahora miras. Es difícil explicar una teoría tan
complicada, incluso para uno de tus matemáticos.
- ¡Un momento! - protestó Bill -. Yo soy matemático, terriblemente bueno, incluso
cuando estoy sereno. Y he leído todas estas cosas en las revistas de ciencia
ficción. Supongo que te refieres a cierta clase de atajo a través de una dimensión
más elevada del espacio. Esto ya era viejo, en la época anterior a Einstein.
En la mente de Bill se introdujo una sensación de enorme sorpresa.
- No sabíamos que estuvierais tan avanzados científicamente - respondieron los
taars -. Pero ahora no hay tiempo para discutir esa teoría. Sólo esto importa: si te
introdujeses por la abertura que hay delante de ti, instantáneamente te hallarías en
otro planeta. Como dijiste, es un atajo, en este caso, a través de la dimensión
treinta y siete.
- ¿Y esto conduce a vuestro mundo?
- Oh, no, no podrías vivir aquí. Pero en el universo hay muchos planetas como la
Tierra, y hemos hallado el que os conviene. Estableceremos cabezas de puente
como ésta en toda la Tierra, de modo que la gente sólo tendrá que entrar en ellas
para salvarse. Claro está, tendrán que volver a forjar una civilización en su nueva
patria, pero ésta es su única esperanza. Tienes que transmitir este mensaje y
decirles qué han de hacer.
- Ya les veo escuchándome - rezongó Bill -. ¿Por qué no habláis vosotros con el
Presidente?
- Porque sólo hemos podido entrar en contacto con tu mente. Las otras están
cerradas para nosotros; aunque no entendemos por qué.
- Yo podría contároslo - repuso Bill mirando la botella vacía que tenía delante.
Ciertamente, valía lo que costaba. ¡Qué notable era la mente humana!
Naturalmente el diálogo no era original, y era fácil ver de dónde procedía la idea.
La semana anterior había leído un relato sobre el fin del mundo, y todos estos
pensamientos respecto a puentes y túneles a través del espacio era sólo una
compensación para todo aquel que llevaba cinco años luchando con los
recalcitrantes cohetes.
- Si el sol estalla - preguntó Bill bruscamente, tratando de pillar por sorpresa a su
alucinación -, ¿qué sucederá?
- Vuestro planeta se fundirá instantáneamente. En realidad, todos los planetas
hasta Júpiter.
Bill tuvo que admitir que ésta era una concepción grandiosa. Dejó que su cerebro
jugara con la idea y cuanto más la consideraba, más le gustaba.
- Mi querida alucinación - observó piadosamente -, si te creyese, ¿sabes qué
diría?
- Tienes que creernos - fue el grito desesperado a través de quinientos años luz.
Bill ignoró el grito. Estaba gozando con el tema.
- Te diré una cosa. Sería lo mejor que podría ocurrir. Sí, ahorraría muchos
pesares. Nadie tendría que preocuparse por los rusos, la bomba atómica o el
elevado índice de la vida. ¡Oh, sería maravilloso! Es justamente lo que todos
anhelan. Gracias por habérnoslo dicho, y ahora vuélvete a casita y llévate ese
puente.
En Taar reinó la consternación. El cerebro del Científico Supremo, flotando como
una gran masa en su tanque de solución nutritiva, amarilleó ligeramente por los
bordes... cosa que no había ocurrido desde la invasión Xantil, cinco mil años atrás.
Al menos quince psicólogos sufrieron desquiciamientos nerviosos, y jamás se
recuperaron. La principal computadora de la Facultad de Cosmofísica empezó a
dividir cada número de sus circuitos de memoria por cero, y no tardó en estropear
todos sus fusibles.
Y en la Tierra, Bill Cross exponía sus puntos de vista.
- Mírame - decía apuntando su pecho con un dedo vacilante -. He pasado muchos
años intentando construir cohetes que fuesen útiles para algo, y ahora me dicen
que sólo puedo diseñar proyectiles dirigidos, a fin de poder destruirnos unos a
otros. El Sol podrá, entonces, hacerlo mejor y más de prisa, y si nos entregaras
otro planeta, volveríamos a empezar con el mismo afán destructor.
Hizo una triste pausa, acariciando sus morbosos pensamientos.
- Y Brenda se ha marchado de la ciudad sin dejarme ni una nota. De modo que
has de perdonar mi falta de entusiasma por tu amable oferta.
Bill comprendió que no podía pronunciar la palabra «entusiasmo» en voz alta.
Pero aún podía pensarla, lo cual era un interesante descubrimiento científico. A
medida que se emborrachara tal vez sólo acertase a pensar palabras
monosílabas.
En un intento final, los taars enviaron sus pensamientos por el túnel formado entre
las estrellas.
- ¡No puedes hablar en serio, Bill! ¿Todos los seres humanos son como tú?
Vaya, una pregunta filosófica muy interesante Bill la consideró atentamente... o al
menos con la atención de que era capaz en vista del cálido y rosado resplandor
que empezaba a envolverle. Al fin y al cabo, las cosas podrían ser peores. Podía
hallar un nuevo empleo, aunque sólo fuese por el placer de decirle al general
Potter lo que podía hacer con sus tres estrellas. Y en cuanto a Brenda... bueno,
las mujeres eran como los tranvías: cada minuto pasa uno.
Pero lo mejor era que había una segunda botella de whisky en el cajón de
MÁXIMO SECRETO. ¡Oh, maravilloso día! Se puso en pie con dificultad y se
tambaleó por la habitación.
Por última vez, los intelectos de Taar se comunicaron con la Tierra.
- ¡Bill! ¡Todos los seres humanos no pueden ser como tú!
Bill se volvió hacia el túnel del tiempo. Era extraño... parecía iluminado por puntos
estrellados... era realmente magnífico. Se sintió orgulloso de sí mismo; pocas
persona podían imaginar tal cosa.
- ¿Como yo? - repitió -. No, no lo son.
Sonrió a través de los años luz, al tiempo que la marea creciente de euforia
apagaba su desaliento.
Pensándolo bien - añadió -, hay muchos individuos mucho peores que yo. Sí, creo
que, a pesar de todo, yo aún soy uno de los felices.
Parpadeó levemente sorprendido, ya que el túnel acababa de replegarse sobre sí
mismo y allí estaba de nuevo la pared encalada, exactamente igual que siempre.
Los taars sabían que estaban derrotados. - Adiós, alucinación - musitó Bill -.
Veamos cómo será la próxima.
En realidad, no hubo ninguna más porque cinco segundos más tarde perdió el
conocimiento, mientras estaba marcando la combinación del cajón del archivo.
Los dos días siguientes resultaron vagos e inyectados en sangre, y Bill olvidó todo
lo referente a la alucinación.
Al tercer día algo empezó a atosigarle la mente, y hubiera recordado la
advertencia de los taars de no haber vuelto Brenda, pidiéndole perdón.
Naturalmente, no hubo un cuarto día.
- Sí, Su Conocimiento, pero será sumamente difícil. El planeta se halla a más de
quinientos años luz, y es difícil mantener el contacto. Sin embargo, creemos poder
establecer una cabeza de puente. Por desgracia, no es éste el único problema.
Hasta ahora no hemos logrado comunicarnos con seres. Sus poderes telepáticos
son sumamente rudimentarios... tal vez inexistentes. Y si no podemos hablar con
ellos, no podremos ayudarles.
Hubo un largo silencio mental mientras el Científico Supremo analizaba la
situación y llegaba, como siempre, a la respuesta correcta.
- Una raza inteligente ha de poseer algunos individuos telepáticos - murmuró -.
Tendremos que enviar a cientos de observadores, sintonizados para captar el
primer atisbo de pensamiento, Cuando hallen una sola mente sintonizada, que
concentren en ella todos sus esfuerzos. Hemos de transmitirles nuestro mensaje.
- Muy bien, Su Conocimiento. Así se hará.
Al otro lado del abismo, al otro lado del golfo que la misma luz tardaba quinientos
años en cruzar, los intelectos inquisitivos del planeta Taar extendieron sus
tentáculos del pensamiento, buscando desesperadamente a un solo ser humano
cuya mente pudiera percibir su presencia. Y, afortunadamente, encontraron a
William Cross.
Al menos, en el primer momento lo consideraron una suerte, aunque después ya
no estuvieron tan seguros. De todos modos, no les quedaba otra elección. La
combinación de circunstancias que abrieron la mente de Bill a ellos sólo duró unos
segundos, y no es fácil que vuelvan a ocurrir en este lado de la eternidad.
El milagro constó de tres ingredientes, y es difícil decir si uno fue más importante
que el otro. El primero fue el accidente de posición. Un frasco lleno de agua, al
incidir encima la luz del sol, puede convertirse en una lente tosca, concentrando la
luz en una pequeña zona. A escala muchísimo mayor, el núcleo denso de la Tierra
hacía converger las oleadas procedentes de Taar. En la forma ordinaria, la
radiación del pensamiento no queda afectada por la materia, ya que aquella pasa
a su través con la misma facilidad con que la luz atraviesa el cristal. Pero en un
planeta hay mucha materia, y toda la Tierra actuó como una lente gigantesca. Al
parecer, esto situó a Bill en su foco, allí donde los débiles impulsos mentales de
Taar se concentraban a centenares.
No obstante, otros millones de hombres estaban igualmente bien situados, pero no
recibieron ningún mensaje. Claro que no eran ingenieros de cohetes ni habían
pasado años pensando y soñando con el espacio, hasta formar esta idea parte de
su propio ser.
Ni estaban, como Bill, totalmente borrachos, vacilando ya en el último borde de la
conciencia, tratando de escapar de la realidad a un mundo de ensueños donde no
existiesen desalientos ni fracasos.
Naturalmente, comprendía la opinión del Ejército. - A usted le pagan, doctor Cross
- había señalado el general Potter con un énfasis inútil -, para planear cohetes,
no... ah... naves espaciales. Haga lo que quiera en sus horas libres, pero he de
rogarle que no utilice los instrumentos de nuestro establecimiento para sus
caprichos. A partir de ahora, yo mismo comprobaré todos los proyectos de la
sección de cálculo. Nada más.
Naturalmente, no podían despedirle; era demasiado importante. Pero él no estaba
seguro de querer quedarse. En realidad, no estaba seguro de nada, salvo del
trabajo que le habían asignado y de que Brenda se había largado definitivamente
con Johnny Gardner... para poner los sucesos en su orden de importancia.
Tambaleándose ligeramente, Bill apoyó la barbilla entre sus manos y miró la pared
de ladrillos encalados al otro lado de la mesa. El único intento de adorno era un
calendario de la Lockheed, y una foto seis por ocho de un aerojet mostrando el
«Li'l Abner Mark I» efectuando un atrevido despegue. Bill miraba tristemente el
espacio comprendido entre ambos adornos y vació su mente de todo
pensamiento. Las barreras cayeron...
En aquel momento, los intelectos de Taar lanzaron un inaudible grito de triunfo, y
el muro que Bill tenía delante se disolvió lentamente en una arremolinada niebla. A
Bill le pareció estar mirando dentro de un túnel que se alargaba hasta el infinito. Y
esto es lo que hacía en realidad.
Bill estudió el fenómeno con escaso interés. Era una novedad, aunque no llegaba
a la altura de alucinaciones anteriores. Y cuando la voz empezó a hablar en su
mente, resonó algún tiempo antes de que entendiera algo. Incluso bebido, Bill
poseía un prejuicio anticuado respecto a conversar consigo mismo.
- Bill - murmuró la voz -, oye atentamente. Tenemos grandes dificultades para
contactar con vosotros y esto es extremadamente importante.
Bill dudaba de esta declaración sobre principios generales. No hay nada
tremendamente importante.
- Te hablamos desde un planeta muy distante - prosiguió la voz en tono amistoso -.
Tú eres el único ser humano con el que hemos logrado entrar en contacto, de
modo que has de comprender lo que decimos.
Bill se sintió algo inquieto, aunque de manera impersonal, puesto que ahora le
resultaba más difícil concentrarse en sus propios problemas. A veces uno está
muy grave si empieza a oír voces. Bueno, era mejor no excitarse. «Doctor Cross,
se dijo, puedes tomarlo o dejarlo. Lo tomaré hasta que resulte molesto.»
- De acuerdo - repuso con indiferencia -. Adelante, háblame. Aunque sea largo,
siempre que resulte interesante.
Hubo una pausa. Luego, la voz continuó en forma algo preocupada.
- No entendemos. Nuestro mensaje no es sólo interesante. Es vital para toda
vuestra raza y debes notificarlo inmediatamente a tu gobierno.
- Estoy esperando - asintió Bill -. Esto me ayuda a pasar el tiempo.
A quinientos años luz de distancia, los taars conferenciaron apresuradamente
entre sí. Parecía pasar algo intempestivo, pero ignoraban exactamente qué era.
No había duda de que habían establecido contacto, más no era ésta la reacción
que esperaban. Bien, no tenían más remedio que proseguir y esperar más.
- Escucha, Bill. Nuestros científicos han descubierto que vuestro sol está a punto
de estallar. Esto sucederá dentro de tres días a partir de hoy... dentro de setenta y
cuatro horas, para ser exactos. Nada puede impedirlo. Pero no tenéis que
alarmaros. Nosotros podemos salvaros, si hacéis lo que diremos.
- Adelante - repitió Bill.
La alucinación era ingeniosa.
- Podemos crear lo que se llama un puente... una especie de túnel a través del
espacio, como éste por el que ahora miras. Es difícil explicar una teoría tan
complicada, incluso para uno de tus matemáticos.
- ¡Un momento! - protestó Bill -. Yo soy matemático, terriblemente bueno, incluso
cuando estoy sereno. Y he leído todas estas cosas en las revistas de ciencia
ficción. Supongo que te refieres a cierta clase de atajo a través de una dimensión
más elevada del espacio. Esto ya era viejo, en la época anterior a Einstein.
En la mente de Bill se introdujo una sensación de enorme sorpresa.
- No sabíamos que estuvierais tan avanzados científicamente - respondieron los
taars -. Pero ahora no hay tiempo para discutir esa teoría. Sólo esto importa: si te
introdujeses por la abertura que hay delante de ti, instantáneamente te hallarías en
otro planeta. Como dijiste, es un atajo, en este caso, a través de la dimensión
treinta y siete.
- ¿Y esto conduce a vuestro mundo?
- Oh, no, no podrías vivir aquí. Pero en el universo hay muchos planetas como la
Tierra, y hemos hallado el que os conviene. Estableceremos cabezas de puente
como ésta en toda la Tierra, de modo que la gente sólo tendrá que entrar en ellas
para salvarse. Claro está, tendrán que volver a forjar una civilización en su nueva
patria, pero ésta es su única esperanza. Tienes que transmitir este mensaje y
decirles qué han de hacer.
- Ya les veo escuchándome - rezongó Bill -. ¿Por qué no habláis vosotros con el
Presidente?
- Porque sólo hemos podido entrar en contacto con tu mente. Las otras están
cerradas para nosotros; aunque no entendemos por qué.
- Yo podría contároslo - repuso Bill mirando la botella vacía que tenía delante.
Ciertamente, valía lo que costaba. ¡Qué notable era la mente humana!
Naturalmente el diálogo no era original, y era fácil ver de dónde procedía la idea.
La semana anterior había leído un relato sobre el fin del mundo, y todos estos
pensamientos respecto a puentes y túneles a través del espacio era sólo una
compensación para todo aquel que llevaba cinco años luchando con los
recalcitrantes cohetes.
- Si el sol estalla - preguntó Bill bruscamente, tratando de pillar por sorpresa a su
alucinación -, ¿qué sucederá?
- Vuestro planeta se fundirá instantáneamente. En realidad, todos los planetas
hasta Júpiter.
Bill tuvo que admitir que ésta era una concepción grandiosa. Dejó que su cerebro
jugara con la idea y cuanto más la consideraba, más le gustaba.
- Mi querida alucinación - observó piadosamente -, si te creyese, ¿sabes qué
diría?
- Tienes que creernos - fue el grito desesperado a través de quinientos años luz.
Bill ignoró el grito. Estaba gozando con el tema.
- Te diré una cosa. Sería lo mejor que podría ocurrir. Sí, ahorraría muchos
pesares. Nadie tendría que preocuparse por los rusos, la bomba atómica o el
elevado índice de la vida. ¡Oh, sería maravilloso! Es justamente lo que todos
anhelan. Gracias por habérnoslo dicho, y ahora vuélvete a casita y llévate ese
puente.
En Taar reinó la consternación. El cerebro del Científico Supremo, flotando como
una gran masa en su tanque de solución nutritiva, amarilleó ligeramente por los
bordes... cosa que no había ocurrido desde la invasión Xantil, cinco mil años atrás.
Al menos quince psicólogos sufrieron desquiciamientos nerviosos, y jamás se
recuperaron. La principal computadora de la Facultad de Cosmofísica empezó a
dividir cada número de sus circuitos de memoria por cero, y no tardó en estropear
todos sus fusibles.
Y en la Tierra, Bill Cross exponía sus puntos de vista.
- Mírame - decía apuntando su pecho con un dedo vacilante -. He pasado muchos
años intentando construir cohetes que fuesen útiles para algo, y ahora me dicen
que sólo puedo diseñar proyectiles dirigidos, a fin de poder destruirnos unos a
otros. El Sol podrá, entonces, hacerlo mejor y más de prisa, y si nos entregaras
otro planeta, volveríamos a empezar con el mismo afán destructor.
Hizo una triste pausa, acariciando sus morbosos pensamientos.
- Y Brenda se ha marchado de la ciudad sin dejarme ni una nota. De modo que
has de perdonar mi falta de entusiasma por tu amable oferta.
Bill comprendió que no podía pronunciar la palabra «entusiasmo» en voz alta.
Pero aún podía pensarla, lo cual era un interesante descubrimiento científico. A
medida que se emborrachara tal vez sólo acertase a pensar palabras
monosílabas.
En un intento final, los taars enviaron sus pensamientos por el túnel formado entre
las estrellas.
- ¡No puedes hablar en serio, Bill! ¿Todos los seres humanos son como tú?
Vaya, una pregunta filosófica muy interesante Bill la consideró atentamente... o al
menos con la atención de que era capaz en vista del cálido y rosado resplandor
que empezaba a envolverle. Al fin y al cabo, las cosas podrían ser peores. Podía
hallar un nuevo empleo, aunque sólo fuese por el placer de decirle al general
Potter lo que podía hacer con sus tres estrellas. Y en cuanto a Brenda... bueno,
las mujeres eran como los tranvías: cada minuto pasa uno.
Pero lo mejor era que había una segunda botella de whisky en el cajón de
MÁXIMO SECRETO. ¡Oh, maravilloso día! Se puso en pie con dificultad y se
tambaleó por la habitación.
Por última vez, los intelectos de Taar se comunicaron con la Tierra.
- ¡Bill! ¡Todos los seres humanos no pueden ser como tú!
Bill se volvió hacia el túnel del tiempo. Era extraño... parecía iluminado por puntos
estrellados... era realmente magnífico. Se sintió orgulloso de sí mismo; pocas
persona podían imaginar tal cosa.
- ¿Como yo? - repitió -. No, no lo son.
Sonrió a través de los años luz, al tiempo que la marea creciente de euforia
apagaba su desaliento.
Pensándolo bien - añadió -, hay muchos individuos mucho peores que yo. Sí, creo
que, a pesar de todo, yo aún soy uno de los felices.
Parpadeó levemente sorprendido, ya que el túnel acababa de replegarse sobre sí
mismo y allí estaba de nuevo la pared encalada, exactamente igual que siempre.
Los taars sabían que estaban derrotados. - Adiós, alucinación - musitó Bill -.
Veamos cómo será la próxima.
En realidad, no hubo ninguna más porque cinco segundos más tarde perdió el
conocimiento, mientras estaba marcando la combinación del cajón del archivo.
Los dos días siguientes resultaron vagos e inyectados en sangre, y Bill olvidó todo
lo referente a la alucinación.
Al tercer día algo empezó a atosigarle la mente, y hubiera recordado la
advertencia de los taars de no haber vuelto Brenda, pidiéndole perdón.
Naturalmente, no hubo un cuarto día.
viernes, 20 de septiembre de 2019
Lo que les quería decir. Juan José Millás.
Mi
padre y mi madre habían discutido esa tarde por alguna razón, o por
ninguna, no me acuerdo. Creo que discutían más veces por ninguna
que por alguna. El caso es que a la hora de la cena, mi madre, como
viera que mi padre no dejaba de observarla, le dijo:
-¿Qué pasa?
-La saliva por la garganta -respondió mi padre.
Yo, que era muy pequño y no advertí la ironía, me quedé impresionado. Mi madre preguntaba qué pasaba y mi padre le respondía que la saliva por la garganta, como si se tratara de un hecho excepcional, raro, quizá patológico. Sin decir nada, concentré toda la atención en mi boca y comprobé que también a mí me pasaba la saliva por la garganta, lo que no supe cómo interpretar.
-A mí también me pasa la saliva por la garganta -dije asustado.
-Pues lleva cuidado, no te envenenes -añadió mi padre, descargando sobre mí el mal humor provocado por la discusión con mi madre.
Deduje, en fin, que el hecho de que a uno le pasara la saliva por la garganta podía tener efectos perniciosos y me pasé los siguientes quince días escupiendo a escondidas. A veces, dejaba que la saliva se acumulara en la boca y cuando ya no me cabía más, corría al baño y la descargaba sobre el lavabo. Aunque con el tiempo averigüé que lo normal era que la saliva pasara por la garganta, se me instaló en esa zona del cuerpo un malestar del que nunca me he recuperado. Me cuesta tragar.
En el diván de mi psicoanalista, al permanecer boca arriba, el asunto se complica más, si cabe, pues la saliva, debido a la fuerza de la gravedad, se desliza enseguida hacia la faringe.
-Ya está pasándome otra vez la saliva por la garganta -dije el otro día en voz alta.
-¿Cómo dice usted? -preguntó ella.
Iba a contarle la historia, pero me dio tal pereza que me hundí en el silencio. Desde entonces no he parado de tragar cantidades industriales de saliva, pero cuanto más pienso en ello, más producen mis glándulas. Y eso es lo que les quería decir.
Articuentos escogidos, 2012.
-¿Qué pasa?
-La saliva por la garganta -respondió mi padre.
Yo, que era muy pequño y no advertí la ironía, me quedé impresionado. Mi madre preguntaba qué pasaba y mi padre le respondía que la saliva por la garganta, como si se tratara de un hecho excepcional, raro, quizá patológico. Sin decir nada, concentré toda la atención en mi boca y comprobé que también a mí me pasaba la saliva por la garganta, lo que no supe cómo interpretar.
-A mí también me pasa la saliva por la garganta -dije asustado.
-Pues lleva cuidado, no te envenenes -añadió mi padre, descargando sobre mí el mal humor provocado por la discusión con mi madre.
Deduje, en fin, que el hecho de que a uno le pasara la saliva por la garganta podía tener efectos perniciosos y me pasé los siguientes quince días escupiendo a escondidas. A veces, dejaba que la saliva se acumulara en la boca y cuando ya no me cabía más, corría al baño y la descargaba sobre el lavabo. Aunque con el tiempo averigüé que lo normal era que la saliva pasara por la garganta, se me instaló en esa zona del cuerpo un malestar del que nunca me he recuperado. Me cuesta tragar.
En el diván de mi psicoanalista, al permanecer boca arriba, el asunto se complica más, si cabe, pues la saliva, debido a la fuerza de la gravedad, se desliza enseguida hacia la faringe.
-Ya está pasándome otra vez la saliva por la garganta -dije el otro día en voz alta.
-¿Cómo dice usted? -preguntó ella.
Iba a contarle la historia, pero me dio tal pereza que me hundí en el silencio. Desde entonces no he parado de tragar cantidades industriales de saliva, pero cuanto más pienso en ello, más producen mis glándulas. Y eso es lo que les quería decir.
Articuentos escogidos, 2012.
jueves, 19 de septiembre de 2019
El eclipse. Augusto Monterroso.
Cuando
fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada
podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado,
implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó
con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna
esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante,
particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto
condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que
confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
Obras completas (y otros cuentos), 1959.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
Obras completas (y otros cuentos), 1959.
miércoles, 18 de septiembre de 2019
Las ideas de Simón Rodríguez para "Enseñar a pensar". Eduardo Galeano.
Hacen
pasar al autor por loco. Déjesele trasmitir sus locuras a los padres
que están por nacer.
Se ha de educar a todo el mundo sin distinción de razas ni colores. No nos alucinemos: sin educación popular, no habrá verdadera sociedad.
Instruir no es educar. Enseñen, y tendrán quien sepa; eduquen, y tendrán quien haga.
Mandar recitar de memoria lo que no se entiende, es hacer papagayos. No se mande, en ningún caso, hacer a un niño nada que no tenga su «porque» al pie. Acostumbrado el niño a ver siempre la razón respaldando las órdenes que recibe, la echa de menos cuando no la ve, y pregunta por ella diciendo: «¿Por qué?». Enseñen a los niños a ser preguntones, para que, pidiendo el porqué de lo que se les manda hacer, se acostumbren a obedecer a la razón: no a la autoridad, como los limitados, ni a la costumbre como los estúpidos.
En las escuelas deben estudiar juntos los niños y las niñas. Primero, porque así desde niños los hombres aprenden a respetar a las mujeres; y segundo, porque las mujeres aprenden a no tener miedo a los hombres.
Los varones deben aprender los tres oficios principales: albañilería, carpintería y herrería, porque con tierras, maderas y metales se hacen las cosas más necesarias. Se ha de dar instrucción y oficio a las mujeres, para que no se prostituyan por necesidad, ni hagan del matrimonio una especulación para asegurar su subsistencia.
Al que no sabe, cualquiera lo engaña. Al que no tiene, cualquiera lo compra.
Se ha de educar a todo el mundo sin distinción de razas ni colores. No nos alucinemos: sin educación popular, no habrá verdadera sociedad.
Instruir no es educar. Enseñen, y tendrán quien sepa; eduquen, y tendrán quien haga.
Mandar recitar de memoria lo que no se entiende, es hacer papagayos. No se mande, en ningún caso, hacer a un niño nada que no tenga su «porque» al pie. Acostumbrado el niño a ver siempre la razón respaldando las órdenes que recibe, la echa de menos cuando no la ve, y pregunta por ella diciendo: «¿Por qué?». Enseñen a los niños a ser preguntones, para que, pidiendo el porqué de lo que se les manda hacer, se acostumbren a obedecer a la razón: no a la autoridad, como los limitados, ni a la costumbre como los estúpidos.
En las escuelas deben estudiar juntos los niños y las niñas. Primero, porque así desde niños los hombres aprenden a respetar a las mujeres; y segundo, porque las mujeres aprenden a no tener miedo a los hombres.
Los varones deben aprender los tres oficios principales: albañilería, carpintería y herrería, porque con tierras, maderas y metales se hacen las cosas más necesarias. Se ha de dar instrucción y oficio a las mujeres, para que no se prostituyan por necesidad, ni hagan del matrimonio una especulación para asegurar su subsistencia.
Al que no sabe, cualquiera lo engaña. Al que no tiene, cualquiera lo compra.
martes, 17 de septiembre de 2019
El mar. Miguel Mihura.
Cuando se dieron cuenta del
olvido, todos lloraron como perros.
El pueblo entero gimió desconsolado. Aquello era la ruina. Era el hambre. Era la muerte. No era para menos. Veréis lo que pasaba, niños míos.
Aquel pueblecito pesquero era un verdadero pueblecito pesquero. En él solamente vivían, con sus mujeres, rudos pescadores de cachimba y barba; miles de pescadores que solamente ese oficio tenían: pescadores, marineros, gente de mar. En las tiendas del pueblo, como en todas las tiendas de los pueblos pesqueros, solamente vendían aparejos y redes y bidones de brea, y pies desnudos de pescadores, y palabras fuertes, envueltas, como bombones, en el papel de plata del aguardiente. Había también una preciosa playa llena de brisa, con casetas de baño preparadas para los veraneantes alegres. También había cangrejos, y mojama, y bacalao. (Pero el bacalao ya era algo caro). Había, en fin, de todo lo que hay en esos pintorescos pueblecitos de pescadores. Lo único que no había era mar. Se les había olvidado ponerlo. En el lugar donde debía estar el mar, había una montaña con pinos y gente debajo comiendo tortilla, que había salido quemada. No tenía mar aquel pueblo y el mar más próximo estaba a setecientos kilómetros de distancia. En Cádiz.
Cuando los pescadores de aquel pueblo se dieron cuenta de este olvido, lloraron como perros muertos. Aquello era la ruina. El hambre. El mausoleo. Los pescadores de aquel pueblo de pescadores sólo sabían pescar, y no podían porque no tenían mar y ni siquiera lo habían visto nunca.
Ya que el que hizo los pueblos, o el Gobierno, no se lo había puesto al lado, como debía, pensaron en hacerlo ellos por su cuenta. Toda el agua que había en los botijos y en las palanganas de la mañana la echaron en un hoyo que hicieron en el monte. Pero no salía bien el mar. Lo más difícil y lo que no podían conseguir era poner salada el agua. Esto era imposible.
Los pescadores se pasaban todo el día en las puertas carcomidas de las tabernas, sin saber qué hacer, muertos de hambre y de indignación. Y ni siquiera les quedaba el recurso de irse a cazar al campo, pues, como ya hemos dicho, aquello era un pueblo exclusivamente de pescadores.
Todas las tardes iban al muelle a ver si por casualidad les habían puesto ya el mar, con la misma ilusión y temor que van los niños al gallinero a ver si las gallinas han puesto un huevo. Pero no lo habían puesto. No lo ponían nunca…
¡Qué asco! ¡Qué asco!
Aumentaba el hambre. Miles de criaturas morían de inanición. Las mujeres daban aullidos de espanto. Era graciosísimo. Daba mucha risa aquello.
Nuevamente fue una Comisión de pescadores a charlar un rato con el ministro de Marina, que era el que tenía que poner el mar.
-Pónganos de una vez el mar, señor ministro, si es que nos lo va usted a poner. No podemos trabajar. Nos morimos de hambre.
-Por ahora es imposible -argüía el ministro-. Ya no nos queda mar. No tenemos ni una gota de agua de que disponer. Todo el mar que teníamos, lo hemos puesto ya en otros puertos de mar como el de ustedes.
-¿Y cómo no nos lo pusieron a nosotros, que somos los que más lo necesitamos? ¡Es intolerable!
-Sin duda fue algún olvido. El ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, con barba blanca, que hace los pueblos y las ciudades de todo el mundo, no puede estar en todos los detalles. Sufre, naturalmente, confusiones. Ya ve usted: cuando hicieron el mundo, que ya hace siglos, pusieron la Giralda en Monforte. Fue una gran equivocación que costó mucho rectificar. Tuvieron que quitarla de allí y llevarla a Sevilla, que es donde tiene que estar la Giralda. Si se hubiese quedado en Monforte, figúrese qué compromiso. Hacer todos los pueblos del mundo es muy difícil, caballeros. Hay que tener un poco de tolerancia.
-¡Pero es que esto es nuestra ruina! -gimieron.
-¿Por qué no le piden ustedes un poco de mar a Cádiz? Cádiz tiene mucho a los lados, y en la punta de San Felipe, también.
-Ya se lo hemos pedido, pero no nos lo quieren dar. Dicen que lo necesitan todo para echar dentro sus pescadillas y sus gambas.
-¡Qué lástima!
-Pónganos usted, por lo menos, un río. ¡Cinco o seis metros de río!…
Pero no hubo manera. No quería el hombre. Y entonces, cuatro de los más fuertes pescadores se fueron a América, que tiene mucho mar, y lo cogieron y lo fueron estirando, como el que desenrolla una alfombra, hasta que lo hicieron llegar a su playita.
¡Oh! ¡Qué júbilo! ¡Qué felicidad en todos los rostros! ¡El mar! ¡El mar! ¡El inmenso océano!…
Al principio, todo hay que decirlo, nadie tomaba en serio aquel mar. Hasta los peces se bebían toda el agua. Y por las noches venía gente de los pueblos próximos y lo cogían y se lo llevaban a sus casas metido en botellas y en tazones del chocolate. Quitaban las olas de encima y las metían debajo. Hacían mil diabluras… Y cuando, por la mañana, se levantaban los pescadores a verlo, se encontraban con que lo habían robado y tenían que ir por él a casa de los ladrones. Para evitar estos abusos, le tuvieron que hacer una tapia, rodeándolo. Y una vez hecha la tapia, los pescadores, tranquilos, empezaron a pescar. Pero, como pasa siempre con estas cosas, empezaron a ocurrir desgracias. Hubo naufragios. Mucha gente se ahogaba. Había abundantes tormentas. En fin, un horror de tragedias. Y, entonces, el tabernero del pueblo inventó una cosa para evitar todas estas tonterías. ¡Ya podía la gente bañarse lo que quisiera!… ¡Ya podía haber tormenta!… ¡Ya podía haber naufragios!… Con aquel invento ya no había peligros de ninguna clase.
El inventó consistía en asfaltar todo el mar. Y lo asfaltaron.
Quedó un mar repugnante.
Pero daba gusto pasear por él en coche.
El pueblo entero gimió desconsolado. Aquello era la ruina. Era el hambre. Era la muerte. No era para menos. Veréis lo que pasaba, niños míos.
Aquel pueblecito pesquero era un verdadero pueblecito pesquero. En él solamente vivían, con sus mujeres, rudos pescadores de cachimba y barba; miles de pescadores que solamente ese oficio tenían: pescadores, marineros, gente de mar. En las tiendas del pueblo, como en todas las tiendas de los pueblos pesqueros, solamente vendían aparejos y redes y bidones de brea, y pies desnudos de pescadores, y palabras fuertes, envueltas, como bombones, en el papel de plata del aguardiente. Había también una preciosa playa llena de brisa, con casetas de baño preparadas para los veraneantes alegres. También había cangrejos, y mojama, y bacalao. (Pero el bacalao ya era algo caro). Había, en fin, de todo lo que hay en esos pintorescos pueblecitos de pescadores. Lo único que no había era mar. Se les había olvidado ponerlo. En el lugar donde debía estar el mar, había una montaña con pinos y gente debajo comiendo tortilla, que había salido quemada. No tenía mar aquel pueblo y el mar más próximo estaba a setecientos kilómetros de distancia. En Cádiz.
Cuando los pescadores de aquel pueblo se dieron cuenta de este olvido, lloraron como perros muertos. Aquello era la ruina. El hambre. El mausoleo. Los pescadores de aquel pueblo de pescadores sólo sabían pescar, y no podían porque no tenían mar y ni siquiera lo habían visto nunca.
Ya que el que hizo los pueblos, o el Gobierno, no se lo había puesto al lado, como debía, pensaron en hacerlo ellos por su cuenta. Toda el agua que había en los botijos y en las palanganas de la mañana la echaron en un hoyo que hicieron en el monte. Pero no salía bien el mar. Lo más difícil y lo que no podían conseguir era poner salada el agua. Esto era imposible.
Los pescadores se pasaban todo el día en las puertas carcomidas de las tabernas, sin saber qué hacer, muertos de hambre y de indignación. Y ni siquiera les quedaba el recurso de irse a cazar al campo, pues, como ya hemos dicho, aquello era un pueblo exclusivamente de pescadores.
Todas las tardes iban al muelle a ver si por casualidad les habían puesto ya el mar, con la misma ilusión y temor que van los niños al gallinero a ver si las gallinas han puesto un huevo. Pero no lo habían puesto. No lo ponían nunca…
¡Qué asco! ¡Qué asco!
Aumentaba el hambre. Miles de criaturas morían de inanición. Las mujeres daban aullidos de espanto. Era graciosísimo. Daba mucha risa aquello.
Nuevamente fue una Comisión de pescadores a charlar un rato con el ministro de Marina, que era el que tenía que poner el mar.
-Pónganos de una vez el mar, señor ministro, si es que nos lo va usted a poner. No podemos trabajar. Nos morimos de hambre.
-Por ahora es imposible -argüía el ministro-. Ya no nos queda mar. No tenemos ni una gota de agua de que disponer. Todo el mar que teníamos, lo hemos puesto ya en otros puertos de mar como el de ustedes.
-¿Y cómo no nos lo pusieron a nosotros, que somos los que más lo necesitamos? ¡Es intolerable!
-Sin duda fue algún olvido. El ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, con barba blanca, que hace los pueblos y las ciudades de todo el mundo, no puede estar en todos los detalles. Sufre, naturalmente, confusiones. Ya ve usted: cuando hicieron el mundo, que ya hace siglos, pusieron la Giralda en Monforte. Fue una gran equivocación que costó mucho rectificar. Tuvieron que quitarla de allí y llevarla a Sevilla, que es donde tiene que estar la Giralda. Si se hubiese quedado en Monforte, figúrese qué compromiso. Hacer todos los pueblos del mundo es muy difícil, caballeros. Hay que tener un poco de tolerancia.
-¡Pero es que esto es nuestra ruina! -gimieron.
-¿Por qué no le piden ustedes un poco de mar a Cádiz? Cádiz tiene mucho a los lados, y en la punta de San Felipe, también.
-Ya se lo hemos pedido, pero no nos lo quieren dar. Dicen que lo necesitan todo para echar dentro sus pescadillas y sus gambas.
-¡Qué lástima!
-Pónganos usted, por lo menos, un río. ¡Cinco o seis metros de río!…
Pero no hubo manera. No quería el hombre. Y entonces, cuatro de los más fuertes pescadores se fueron a América, que tiene mucho mar, y lo cogieron y lo fueron estirando, como el que desenrolla una alfombra, hasta que lo hicieron llegar a su playita.
¡Oh! ¡Qué júbilo! ¡Qué felicidad en todos los rostros! ¡El mar! ¡El mar! ¡El inmenso océano!…
Al principio, todo hay que decirlo, nadie tomaba en serio aquel mar. Hasta los peces se bebían toda el agua. Y por las noches venía gente de los pueblos próximos y lo cogían y se lo llevaban a sus casas metido en botellas y en tazones del chocolate. Quitaban las olas de encima y las metían debajo. Hacían mil diabluras… Y cuando, por la mañana, se levantaban los pescadores a verlo, se encontraban con que lo habían robado y tenían que ir por él a casa de los ladrones. Para evitar estos abusos, le tuvieron que hacer una tapia, rodeándolo. Y una vez hecha la tapia, los pescadores, tranquilos, empezaron a pescar. Pero, como pasa siempre con estas cosas, empezaron a ocurrir desgracias. Hubo naufragios. Mucha gente se ahogaba. Había abundantes tormentas. En fin, un horror de tragedias. Y, entonces, el tabernero del pueblo inventó una cosa para evitar todas estas tonterías. ¡Ya podía la gente bañarse lo que quisiera!… ¡Ya podía haber tormenta!… ¡Ya podía haber naufragios!… Con aquel invento ya no había peligros de ninguna clase.
El inventó consistía en asfaltar todo el mar. Y lo asfaltaron.
Quedó un mar repugnante.
Pero daba gusto pasear por él en coche.
lunes, 16 de septiembre de 2019
Instrucciones a Gregorio Samsa. Carlos Almira Picazo.
Cuando
despiertes sobresaltado cerciórate, en primer lugar, de si eres una
cucaracha o un escarabajo: en el primer caso te dirigirás al baño o
a la cocina (o como mucho al patio lavadero); en el segundo, a la
calle o al jardín, y con suerte a un huerto; averigua si eres un
escarabajo común, pelotero, rinoceronte o áureo, es muy importante.
Si tienes que arrastrarte procura no volcar; pero si vuelcas, con toda calma trata de darte la vuelta (es inútil que agites las patas); y si aún así no puedes, pivota ágilmente sobre tu caparazón hasta que, girando como una peonza, des con un lugar seguro bajo algún mueble. Allí reflexiona sobre lo que mejor te conviene hacer.
Tus peores enemigos no son los perros, ni los gatos, ni los niños, sino tu propia desesperación y sobre todo tu añoranza. No pienses en lo que fuiste ni en lo que podrías haber sido, tampoco en lo que serás.
Con un poco de suerte, si perteneces al tipo áureo, encontrarás las dos alas disimuladas bajo la ridícula coraza.
Fuego enemigo, 2010.
Si tienes que arrastrarte procura no volcar; pero si vuelcas, con toda calma trata de darte la vuelta (es inútil que agites las patas); y si aún así no puedes, pivota ágilmente sobre tu caparazón hasta que, girando como una peonza, des con un lugar seguro bajo algún mueble. Allí reflexiona sobre lo que mejor te conviene hacer.
Tus peores enemigos no son los perros, ni los gatos, ni los niños, sino tu propia desesperación y sobre todo tu añoranza. No pienses en lo que fuiste ni en lo que podrías haber sido, tampoco en lo que serás.
Con un poco de suerte, si perteneces al tipo áureo, encontrarás las dos alas disimuladas bajo la ridícula coraza.
Fuego enemigo, 2010.
domingo, 15 de septiembre de 2019
Líneas paralelas. Federico Fuentes Guzmán.
Dos
líneas paralelas son aquellas que se mantienen siempre a idéntica y
prudente distancia. Dos cuerpos paralelos, por extensión del género
matemático al humano, son aquellos que están siempre cerca, que
pasan las manos por el lugar que el compañero ha ocupado unos
segundos antes, que se miran y no encuentran puentes para cruzar el
pozo marrón que separa sus miradas, que se lanzan palabras,
mensajes, cartas incluso, pero nada. Un cristal invisible, que en el
mundo matemático es la zanja entre las paralelas, separa los dos
cuerpos.
Dicen las matemáticas que esas dos líneas anhelantes llegarán a juntarse en el infinito. Nada parecido dice ningún tratado amatorio.
Los 400 golpes, 2008.
Dicen las matemáticas que esas dos líneas anhelantes llegarán a juntarse en el infinito. Nada parecido dice ningún tratado amatorio.
Los 400 golpes, 2008.
sábado, 14 de septiembre de 2019
Un agujero en la pared. Etgar Keret.
En
la avenida Bernadotte, justamente al lado de la Estación Central de
Autobuses, hay un agujero en la pared. Antes hubo ahí un cajero
automático, pero se estropeó o algo parecido, o quizá es que
simplemente no se usaba, así que vino una camioneta con personal del
banco, se lo llevaron y nunca más lo han vuelto a poner.
Alguien le dijo un día a Udi que si se pide a gritos un deseo en ese agujero de la pared, entonces se cumple, pero Udi no se lo creyó demasiado. La verdad es que una vez, cuando volvía por la noche del cine, gritó en el agujero que quería que Dafna Rimlet se enamorara de él, pero no pasó nada. Y en otra ocasión, cuando se sentía terriblemente solo, se desgañitó ante el agujero pidiendo que quería tener un amigo ángel y, aunque es verdad que después apareció un ángel, no resultó ser precisamente un amigo, porque siempre desaparecía cuando realmente lo necesitaba. El ángel era delgado, encorvado y siempre llevaba puesto un impermeable para que no se le vieran las alas. La gente por la calle estaba convencida de que era jorobado. A veces, cuando se encontraban solos, se quitaba el impermeable y, en una ocasión, hasta permitió que Udi le tocara las plumas de las alas, pero cuando había otras personas en la habitación se lo dejaba siempre puesto. Los hijos de Klein le preguntaron un día qué era lo que tenía debajo del impermeable y él les dijo que llevaba una mochila con libros que no eran suyos, y que temía que se mojaran. La verdad es que se pasaba el día mintiendo. Le contaba a Udi unas historias que eran para morirse: de los distintos lugares del cielo, de personas que cuando se van por la noche a casa a dormir dejan las llaves en el contacto del coche, de gatos que no tienen miedo de nada y que ni siquiera saben lo que es zape.
Menudas historias se inventaba, y encima juraba por Dios que eran verdad.
Udi lo quería muchísimo, siempre se esforzaba por creerlo y hasta le prestó dinero alguna vez que lo vio en apuros. El ángel, por el contrario, no ayudaba a Udi en nada, sino que no hacía más que hablar y hablar y contarle todas esas estúpidas historias. Durante los seis años que Udi lo conoció no lo vio fregar ni un solo vaso.
Mientras Udi estuvo haciendo la instrucción en el ejército y realmente necesitaba a alguien con quien hablar, el ángel desapareció de repente durante dos meses para después regresar sin afeitar y con cara de no—me—preguntes—nada.
Udi no se lo preguntó y el sábado se sentaron tristes y en calzoncillos en la azotea para calentarse al sol. Udi se quedó mirando las otras azoteas con los cables, los depósitos de agua y el cielo. Se dio cuenta de repente de que durante todos los años que llevaban juntos no había visto volar al ángel ni tan siquiera una sola vez.
—¿Y si volaras un poco? —le dijo al ángel—. Eso te animaría.
Pero el ángel le contestó:
—Deja, que me puede ver alguien.
—Anda, tío —dijo Udi—, vuela sólo un poco, hazlo por mí.
Pero el ángel se limitó a dejar escapar de la boca un ruido repugnante para después escupir en la azotea asfaltada un salivajo mezclado con una flema blanca.
—Déjalo —lo provocó Udi—, seguro que no sabes volar.
—Pues claro que sé —se enfadó el ángel—, lo que pasa es que no quiero que me vean. En la azotea de enfrente vieron a unos niños que lanzaban a la calle bombas de agua.
—¿Sabes qué? —sonrió Udi—, hace tiempo, cuando era pequeño, antes de conocerte, solía subir aquí a menudo a tirarles bombas de agua a las personas que pasaban ahí abajo por la calle. Les apuntaba justo cuando pasaban por entre las marquesinas —prosiguió Udi, inclinándose ahora sobre la barandilla mientras apuntaba con el dedo hacia el espacio que había entre la marquesina de la tienda de comestibles y la de la zapatería—. La gente levantaba la cabeza hacia arriba, veía una marquesina y no sabía desde dónde le había caído.
El ángel también se levantó, miró hacia la calle y abrió la boca para decir algo. De repente Udi le dio un empujoncito por detrás y el ángel perdió el equilibrio. No fue más que una broma, no quería hacerle nada malo, sólo obligarlo a volar un poco, por divertirse. Pero el ángel cayó los cinco pisos como un saco de patatas. Udi lo miraba atónito, tendido allí abajo en la acera. El cuerpo entero sin moverse y sólo las alas agitándose con una especie de último aliento de vida. Entonces comprendió finalmente que de todas las cosas que el ángel le había dicho nada había sido cierto y que ni tan siquiera era un ángel, sino solo un hombre mentiroso con alas.
La chica sobre la nevera, 2006.
Alguien le dijo un día a Udi que si se pide a gritos un deseo en ese agujero de la pared, entonces se cumple, pero Udi no se lo creyó demasiado. La verdad es que una vez, cuando volvía por la noche del cine, gritó en el agujero que quería que Dafna Rimlet se enamorara de él, pero no pasó nada. Y en otra ocasión, cuando se sentía terriblemente solo, se desgañitó ante el agujero pidiendo que quería tener un amigo ángel y, aunque es verdad que después apareció un ángel, no resultó ser precisamente un amigo, porque siempre desaparecía cuando realmente lo necesitaba. El ángel era delgado, encorvado y siempre llevaba puesto un impermeable para que no se le vieran las alas. La gente por la calle estaba convencida de que era jorobado. A veces, cuando se encontraban solos, se quitaba el impermeable y, en una ocasión, hasta permitió que Udi le tocara las plumas de las alas, pero cuando había otras personas en la habitación se lo dejaba siempre puesto. Los hijos de Klein le preguntaron un día qué era lo que tenía debajo del impermeable y él les dijo que llevaba una mochila con libros que no eran suyos, y que temía que se mojaran. La verdad es que se pasaba el día mintiendo. Le contaba a Udi unas historias que eran para morirse: de los distintos lugares del cielo, de personas que cuando se van por la noche a casa a dormir dejan las llaves en el contacto del coche, de gatos que no tienen miedo de nada y que ni siquiera saben lo que es zape.
Menudas historias se inventaba, y encima juraba por Dios que eran verdad.
Udi lo quería muchísimo, siempre se esforzaba por creerlo y hasta le prestó dinero alguna vez que lo vio en apuros. El ángel, por el contrario, no ayudaba a Udi en nada, sino que no hacía más que hablar y hablar y contarle todas esas estúpidas historias. Durante los seis años que Udi lo conoció no lo vio fregar ni un solo vaso.
Mientras Udi estuvo haciendo la instrucción en el ejército y realmente necesitaba a alguien con quien hablar, el ángel desapareció de repente durante dos meses para después regresar sin afeitar y con cara de no—me—preguntes—nada.
Udi no se lo preguntó y el sábado se sentaron tristes y en calzoncillos en la azotea para calentarse al sol. Udi se quedó mirando las otras azoteas con los cables, los depósitos de agua y el cielo. Se dio cuenta de repente de que durante todos los años que llevaban juntos no había visto volar al ángel ni tan siquiera una sola vez.
—¿Y si volaras un poco? —le dijo al ángel—. Eso te animaría.
Pero el ángel le contestó:
—Deja, que me puede ver alguien.
—Anda, tío —dijo Udi—, vuela sólo un poco, hazlo por mí.
Pero el ángel se limitó a dejar escapar de la boca un ruido repugnante para después escupir en la azotea asfaltada un salivajo mezclado con una flema blanca.
—Déjalo —lo provocó Udi—, seguro que no sabes volar.
—Pues claro que sé —se enfadó el ángel—, lo que pasa es que no quiero que me vean. En la azotea de enfrente vieron a unos niños que lanzaban a la calle bombas de agua.
—¿Sabes qué? —sonrió Udi—, hace tiempo, cuando era pequeño, antes de conocerte, solía subir aquí a menudo a tirarles bombas de agua a las personas que pasaban ahí abajo por la calle. Les apuntaba justo cuando pasaban por entre las marquesinas —prosiguió Udi, inclinándose ahora sobre la barandilla mientras apuntaba con el dedo hacia el espacio que había entre la marquesina de la tienda de comestibles y la de la zapatería—. La gente levantaba la cabeza hacia arriba, veía una marquesina y no sabía desde dónde le había caído.
El ángel también se levantó, miró hacia la calle y abrió la boca para decir algo. De repente Udi le dio un empujoncito por detrás y el ángel perdió el equilibrio. No fue más que una broma, no quería hacerle nada malo, sólo obligarlo a volar un poco, por divertirse. Pero el ángel cayó los cinco pisos como un saco de patatas. Udi lo miraba atónito, tendido allí abajo en la acera. El cuerpo entero sin moverse y sólo las alas agitándose con una especie de último aliento de vida. Entonces comprendió finalmente que de todas las cosas que el ángel le había dicho nada había sido cierto y que ni tan siquiera era un ángel, sino solo un hombre mentiroso con alas.
La chica sobre la nevera, 2006.
jueves, 12 de septiembre de 2019
Las notas que duermen en las cuerdas. Alfredo Bryce Echenique.
Mediados
de diciembre. El sol se ríe a carcajadas en los avisos de
publicidad.
¡El sol! Durante algunos meses, algunos sectores de Lima tendrán la suerte de parecerse a Chaclacayo, Santa Inés, Los Ángeles, y Chosica. Pronto, los ternos de verano recién sacados del ropero dejarán de oler a humedad. El sol brilla sobre la ciudad, sobre las calles, sobre las casas. Brilla en todas partes menos en el interior de las viejas iglesias coloniales. Los grandes almacenes ponen a la venta las últimas novedades de la moda veraniega. Los almacenes de segunda categoría ponen a la venta las novedades de la moda del año pasado.
«Pruébate la ropa de baño, amorcito.» (¡Cuántos matrimonios dependerán de esa prueba!) Amada, la secretaria del doctor Ascencio, abogado de nota, casado, tres hijos, y automóvil más grande que el del vecino, ha dejado hoy, por primera vez, la chompita en casa. Ha entrado a la oficina, y el doctor ha bajado la mirada: es la moda del escote ecran, un escote que parece un frutero. «Qué linda su Medallita, Amada (el doctor lo ha oído decir por la calle). Tengo mucho, mucho que dictarle, y tengo tantos, tantos deseos de echarme una siestecita.» Por las calles, las limeñas lucen unos brazos de gimnasio. Parece que fueran ellas las que cargaran las andas en las procesiones, y que lo hicieran diariamente. Te dan la mano, y piensas en el tejido adiposo. No sabes bien lo que es, pero te suena a piel, a brazo, al brazo que tienes delante tuyo, y a ese hombro moreno que te decide a invitarla al cine. El doctor Risque pasa impecablemente vestido de blanco. Dos comentarios: «Maricón» (un muchacho de dieciocho años), y «exagera. No estamos en Casablanca» (el ingeniero Torres Pérez, cuarenta y tres años, empleado del Ministerio de Fomento). Pasa también Félix Arnolfi, escritor, autor de Tres veranos en Lima, y Amor y calor en la ciudad. Viste de invierno. Pero el sol brilla en Lima. Brilla a mediados de diciembre, y no cierre usted su persiana, señora Anunciata, aunque su lugar no esté en la playa, y su moral sea la del desencanto, la edad y los kilos...
El sol molestaba a los alumnos que estaban sentados cerca de la ventana.
Acababan de darles el rol de exámenes y la cosa no era para reírse. Cada dos días, un examen. Matemáticas y química seguidas. ¿Qué es lo que pretenden? ¿Jalarse a todo el mundo? Empezaban el lunes próximo, y la tensión era grande.
Hay cuatro cosas que se pueden hacer frente a un examen: estudiar, hacer comprimidos, darse por vencido antes del examen, y hacerse recomendar al jurado.
Los exámenes llegaron. Los primeros tenían sabor a miedo, y los últimos sabor a Navidad. Manolo aprobó invicto (había estudiado, había hecho comprimidos, se había dado por vencido antes de cada examen y un tío lo había recomendado, sin que él se lo pidiera). Repartición de premios: un alumno de quinto año de secundaria lloró al leer el discurso de Adiós al colegio, los primeros de cada clase recibieron sus premios, y luego, terminada la ceremonia, muchos fueron los que destrozaron sus libros y cuadernos: hay que aprender a desprenderse de las cosas. Manolo estaba libre.
En su casa, una de sus hermanas se había encargado del Nacimiento. El árbol de Navidad, cada año más pelado (al armarlo, siempre se rompía un adorno, y nadie lo reponía), y siempre cubierto de algodón, contrastaba con el calor sofocante del día. Manolo no haría nada hasta después del Año Nuevo. Permanecería encerrado en su casa, como si quisiera comprobar que su libertad era verdadera, y que realmente podía disponer del verano a sus anchas. Nada le gustaba tanto como despertarse diariamente a la hora de ir al colegio, comprobar que no tenía que levantarse, y volverse a dormir. Era su pequeño triunfo matinal.
—¡Manolo! —llamó su hermana—. Ven a ver el Nacimiento. Ya está listo.
—Voy —respondió Manolo, desde su cama.
Bajó en pijama hasta la sala, y se encontró con la Navidad en casa. Era veinticuatro de diciembre, y esa noche era Nochebuena. Manolo sintió un escalofrío, y luego se dio cuenta de que un extraño malestar se estaba apoderando de él. Recordó que siempre en Navidad le sucedía lo mismo, pero este año, ese mismo malestar parecía volver con mayor intensidad. Miraba hacia el Nacimiento, y luego hacia el árbol cubierto de algodón. «Está muy bonito», dijo.
Dio media vuelta, y subió nuevamente a su dormitorio.
Hacia el mediodía, Manolo salió a caminar. Contaba los automóviles que encontraba, las ventanas de las casas, los árboles en los jardines, y trataba de recordar el nombre de cada planta, de cada flor. Esos paseos que uno hace para no pensar eran cada día más frecuentes. Algo no marchaba bien. Se crispó al recordar que una mañana había aparecido en un mercado, confundido entre placeras y vendedores ambulantes. Aquel día había caminado mucho, y casi sin darse cuenta. Decidió regresar, pues pronto sería la hora del almuerzo.
Almorzaban. Había decidido que esa noche irían juntos a la misa de Gallo, y que luego volverían para cenar. Su padre se encargaría de comprar el panetón, y su madre de preparar el chocolate. Sus hermanos prometían estar listos a tiempo para ir a la iglesia y encontrar asientos, mientras Manolo pensaba que él no había nacido para esas celebraciones. ¡Y aun faltaba el Año Nuevo! El Año Nuevo y sus cohetones, que parecían indicarle que su lugar estaba entre los atemorizados perros del barrio. Mientras almorzaba, iba recordando muchas cosas. Demasiadas. Recordaba el día en que entró al Estadio Nacional, y se desmayó al escuchar que se había batido el récord de asistencia. Recordaba también, cómo en los desfiles militares, le flaqueaban las piernas cuando pasaban delante suyo las bandas de música y los húsares de Junín. Las retretas, con las marchas que ejecutaba la banda de la Guardia Republicana, eran como la atracción al vacío. Almorzaban: comer, para que no le dijeran que comiera, era una de las pequeñas torturas a las que ya se había acostumbrado.
Hacia las tres de la tarde, su padre y sus hermanos se habían retirado del comedor. Quedaba tan sólo su madre, que leía el periódico, de espaldas a la ventana que daba al patio. La plenitud de ese día de verano era insoportable. A través de la ventana, Manolo veía cómo todo estaba inmóvil en el jardín. Ni siquiera el vuelo de una mosca, de esas moscas que se estrellan contra los vidrios, venía a interrumpir tanta inmovilidad. Sobre la mesa, delante de él, una taza de café se enfriaba sin que pudiera hacer nada por traerla hasta sus labios. En una de las paredes (Manolo calculaba cuántos metros tendría), el retrato de un antepasado se estaba burlando de él, y las dos puertas del comedor que llevaban a la otra habitación eran como la puerta de un calabozo, que da siempre al interior de la prisión.
—Es terrible —dijo su madre, de pronto, dejando caer el periódico sobre la mesa—. Las tres de la tarde. La plenitud del día. Es una hora terrible.
—Dura hasta las cinco, más o menos.
—Deberías buscar a tus amigos, Manolo.
—Sabes, mamá, si yo fuera poeta, diría: «Eran las tres de la tarde en la boca del estómago».
—En los vasos, y en las ventanas.
—Las tres de la tarde en las tres de la tarde. Hay que moverse.
«Ante todo, no debo sentarme», pensaba Manolo al pasar del comedor a la sala, y ver cómo los sillones lo invitaban a darse por vencido. Tenía miedo de esos sillones cuyos brazos parecían querer tragárselo. Caminó lentamente hacia la escalera, y subió como un hombre que sube al cadalso. Pasó por delante del dormitorio de su madre, y allí estaba, tirada sobre la cama, pero él sabía que no dormía, y que tenía los ojos abiertos, inmensos. Avanzó hasta su dormitorio, y se dejó caer pesadamente sobre la cama: «La próxima vez que me levante», pensó, «será para ir al centro».
A través de una de las ventanas del ómnibus, Manolo veía cómo las ramas de los árboles se movían lentamente. Disminuía ya la intensidad del sol, y cuando llegara al centro de la ciudad, empezaría a oscurecer. Durante los últimos meses, sus viajes al centro habían sido casi una necesidad. Recordaba que, muchas veces, se iba directamente desde el colegio, sin pasar por su casa, y abandonando a sus amigos que partían a ver la salida de algún colegio de mujeres. Detestaba esos grupos de muchachos que hablan de las mujeres como de un producto alimenticio: «Es muy rica. Es un lomo». Creía ver algo distinto en aquellas colegialas con los dedos manchados de tinta, y sus uniformes de virtud.
Había visto cómo uno de sus amigos se había trompeado por una chica que le gustaba, y luego, cuando te dejó de gustar, hablaba de ella como si fuera una puta. «Son terribles cuando están en grupo», pensaba, «y yo no soy un héroe para dedicarme a darles la contra».
El centro de Lima estaba lleno de colegios de mujeres, pero Manolo tenía sus preferencias. Casi todos los días, se paraba en la esquina del mismo colegio, y esperaba la salida de las muchachas como un acusado espera su sentencia. Sentía los latidos de su corazón, y sentía que el pecho se le oprimía, y que las manos se le helaban. Era más una tortura que un placer, pero no podía vivir sin ello.
Esperaba esos uniformes azules, esos cuellos blancos y almidonados, donde para él, se concentraba toda la bondad humana. Esos zapatos, casi de hombres, eran, sin embargo, tan pequeños, que lo hacían sentirse muy hombre. Estaba dispuesto a protegerlas a todas, a amarlas a todas, pero no sabía cómo. Esas colegialas que ocultaban sus cabellos bajo un gracioso gorro azul, eran dueñas de su destino. Se moría de frío: ya iba a sonar el timbre. Y cuando sonara, sería como siempre: se quedaría estático, casi paralizado, perdería la voz, las vería aparecer sin poder hacer nada por detener todo eso, y luego, en un supremo esfuerzo, se lanzaría entre ellas, con la mirada fija en la próxima esquina, el cuello tieso, un grito ahogado en la garganta, y una obsesión: alejarse lo suficiente para no ver más, para no sentir más, para descansar, casi para morir.
Los pocos días en que no asistía a la salida de ese colegio, las cosas eran aún peor.
El ómnibus se acercaba al jirón de la Unión, y Manolo, de pie, se preparaba para bajar. (Le había cedido el asiento a una señora, y la había odiado: temió, por un momento, que hablara de lo raro que es encontrar un joven bien educado en estos días, que todos los miraran, etc. Había decidido no volver a viajar sentado para evitar esos riesgos.) El ómnibus se detuvo, y Manolo descendió.
Empezaba a oscurecer. Miles de personas caminaban lentamente por el jirón de la Unión. Se detenían en cada tienda, cada vidriera, mientras Manolo avanzaba perdido entre esa muchedumbre. Su única preocupación era que nadie lo rozara al pasar, y que nadie le fuera a dar un codazo. Le pareció cruzarse con alguien que conocía, pero ya era demasiado tarde para voltear a saludarlo. «De la que me libré», pensó. «¿Y si me encuentro con Salas?» Salas era un compañero de colegio. Estaba en un año superior, y nunca se habían hablado. Prácticamente no se conocían, y sería demasiada coincidencia que se encontraran entre ese tumulto, pero a Manolo le espantaba la idea. Avanzaba. Oscurecía cada vez más, y las luces de neón empezaban a brillar en los avisos luminosos. Quería llegar hasta la Plaza San Martín, para dar media vuelta y caminar hasta la Plaza de Armas. Se detuvo a la altura de las Galerías Boza, y miró hacia su reloj: «Las siete de la noche». Continuó hasta llegar a la Plaza San Martín, y allí sintió repugnancia al ver que un grupo de hombres miraba groseramente a una mujer, y luego se reían a carcajadas. Los colectivos y los ómnibus llegaban repletos de gente. «Las tiendas permanecerán abiertas hasta las nueve de la noche», pensó.
«La Plaza de Armas.» Dio media vuelta, y se echó a andar. Una extraña e impresionante palidez en el rostro de la gente era efecto de los avisos luminosos. «Una tristeza eléctrica», pensaba Manolo, tratando de definir el sentimiento que se había apoderado de él. La noche caía sobre la gente, y las luces de neón le daban un aspecto fantasmagórico. Cargados de paquetes, hombres y mujeres pasaban a su lado, mientras avanzaba hacia la Plaza de Armas, como un bañista nadando hacia una boya. No sabía si era odio o amor lo que sentía, ni sabía tampoco si quería continuar esa extraña sumersión, o correr hacia un despoblado. Sólo sabía que estaba preso, que era el prisionero de todo lo que lo rodeaba. Una mujer lo rozó al pasar, y estuvo a punto de soltar un grito, pero en ese instante hubo ante sus ojos una muchacha. Una pálida chiquilla lo había mirado caminando. Vestía íntegramente de blanco. Manolo se detuvo. Ella sentiría que la estaba mirando, y él estaba seguro de haberle comunicado algo.
No sabía qué. Sabía que esos ojos tan negros y tan grandes eran como una voz, y que también le habían dicho algo. Le pareció que las luces de neón se estaban apoderando de esa cara. Esa cara se estaba electrizando, y era preciso sacarla de allí antes de que se muriera. La muchacha se alejaba, y Manolo la contemplaba calculando que tenía catorce años. «Pobre de ti, noche, si la tocas», pensó.
Se había detenido al llegar a la puerta de la iglesia de la Merced. Veía cómo la gente entraba y salía del templo, y pensaba que entraban más para descansar que para rezar, tan cargados venían de paquetes. Serían las ocho de la noche, cuando Manolo, parado ahora de espaldas a la iglesia, observaba una larga cola de compradores, ante la tienda Monterrey. Todos llevaban paquetes en las manos, pero todos tenían aún algo más que comprar. De pronto, distinguió a una mujer que llevaba un balde de playa y una pequeña lampa de lata. Vestía un horroroso traje floreado, y con la basta descosida. Era un traje muy viejo, y le quedaba demasiado grande. Le faltaban varios dientes, y le veía las piernas chuecas, muy chuecas. El balde y la pequeña lampa de lata estaban mal envueltos en papel de periódico, y él podía ver que eran de pésima calidad. «Los llevará un domingo, en tranvía, a la playa más inmunda. Cargada de hijos llorando. Se bañará en fustán», pensó. Esa mujer, fuera de lugar en esa cola, con la boca sin dientes abierta de fatiga como si fuera idiota, y chueca, chueca, lo conmovió hasta sentir que sus ojos estaban bañados en lágrimas. Era preciso marcharse. Largarse. «Yo me largo.» Era preciso desaparecer. Y, sobre todo, no encontrar a ninguno de sus odiados conocidos.
Desde su cama, con la habitación a oscuras, Manolo escuchaba a sus hermanas conversar mientras se preparaban para la misa de Gallo, y sentía un ligero temblor en la boca del estómago. Su único deseo era que todo aquello comenzara pronto para que terminara de una vez por todas. Se incorporó al escuchar la voz de su padre que los llamaba para partir.
«Voy», respondió al oír su nombre, y bajó lentamente las escaleras. Partieron.
Conocía a casi todos los que estaban en la iglesia. Eran los mismos de los domingos, los mismos de siempre. Familias enteras ocupaban las bancas, y el calor era muy fuerte. Manolo, parado entre sus padres y hermanos, buscaba con la mirada a alguien a quien cederle el asiento. Tendría que hacerlo, pues la iglesia se iba llenando de gente, y quería salir de eso lo antes posible. Vio que una amiga de su madre se acercaba, y le dejó su lugar, a pesar de que aún quedaban espacios libres en otras bancas.
Estaba recostado contra una columna de mármol, y desde allí paseaba la mirada por toda la iglesia. Muchos de los asistentes, bronceados por el sol, habían empezado a ir a la playa. Las muchachas le impresionaban con sus pañuelos de seda en la cabeza. Esos pañuelos de seda, que ocultando una parte del rostro, hacen resaltar los ojos, lo impresionaban al punto de encontrarse con las manos pegadas a la columna; fuertemente apoyadas, como si quisiera hacerla retroceder.
«Sansón», pensó.
Había detenido la mirada en el pálido rostro de una muchacha que llevaba un pañuelo de seda en la cabeza, y cuyos ojos resaltaban de una manera extraña.
Miraban hacia el altar con tal intensidad, que parecían estar viendo a Dios. La contemplaba. Imposible dejar de contemplarla. Manolo empezaba a sentir que todo alrededor suyo iba desapareciendo, y que en la iglesia sólo quedaba aquel rostro tan desconocido y lejano. Temía que ella lo descubriera mirándola, y no poder continuar con ese placer. ¿Placer? «Debe hacer calor en la iglesia», pensó, mientras comprobaba que sus manos estaban más frías que el mármol de la columna.
La música del órgano resonaba por toda la iglesia, y Manolo sentía como si algo fuera a estallar. «Los ojos. Es peor que bonita.» En las bancas, los hombres caían sobre sus rodillas, como si esa música que venía desde el fondo del templo, los golpeara sobre los hombros, haciéndolos caer prosternados ante un Dios recién descubierto y obligatorio. Esa música parecía que iba a derrumbar las paredes, hasta que, de pronto, un profundo y negro silencio se apoderó del templo, y era como si hubieran matado al organista. «Tan negros y tan brillantes.» Un sacerdote subió al púlpito, y anunció que Jesús había nacido, y el órgano resonó nuevamente sobre los hombros de los fieles, y Manolo sintió que se moría de amor, y la gente ya quería salir para desearse «feliz Navidad».
Terminada la ceremonia, si alguien le hubiera dicho que se había desmayado, él lo hubiera creído. Salían. El mundo andaba muy bien aquella noche en la puerta de la iglesia, mientras Manolo no encontraba a la muchacha que parecía haber visto a Dios.
Al llegar a su casa, sin pensarlo, Manolo se dirigió a un pequeño baño que había en el primer piso. Cerró la puerta, y se dio cuenta de que no era necesario que estuviera allí. Se miró en el espejo, sobre el lavatorio, y recordó que tenía que besar a sus padres y hermanos: era la costumbre, antes de la cena. ¡Feliz Navidad con besos y abrazos! Trató de orinar. Inútil. Desde el comedor, su madre lo estaba llamando. Abrió la puerta, y encontró a su perro que lo miraba como si quisiera enterarse de lo que estaba pasando. Se agachó para acariciarlo, y avanzó hasta llegar al comedor. Al entrar, continuaba siempre agachado y acariciando al perro que caminaba a su lado. Avanzaba hacia los zapatos blancos de una de sus hermanas, hasta que, torpemente, se lanzó sobre ella para abrazarla. No logró besarla. «Feliz Navidad», iba repitiendo mientras cumplía con las reglas del juego. Los regalos.
Cenaban. «Esos besos y abrazos que uno tiene que dar...», pensaba. «Ésos cariños.» Daría la vida por cada uno de sus hermanos. «Pero uno no da la vida en un día establecido...» Recordaba aquel cumpleaños de su hermana preferida: se había marchado a la casa de un amigo para no tener que saludarla, pero luego había sentido remordimientos, y la había llamado por teléfono: «Qué loco soy».
Cenaban. El chocolate estaba demasiado caliente, y con tanto sueño era difícil encontrar algo de qué hablar mientras se enfriaba. «No es el mejor panetón del mundo, pero es el único que quedaba», comentó su padre. Manolo sentía que su madre lo estaba mirando, y no se atrevía a levantar los ojos de la mesa. A lo lejos, se escuchaban los estallidos de los cohetes, y pensaba que su perro debía estar aterrorizado. Bebían el chocolate. «Tengo que ir a ver al perro. Debe estar muerto de miedo.» En ese momento, uno de sus hermanos bostezó, y se disculpó diciendo que se había levantado muy temprano esa mañana. Permanecían en silencio, y Manolo esperaba que llegara el momento de ir a ver a su perro. De pronto, uno de sus hermanos se puso de pie: «Creo que me voy a acostar», dijo dirigiéndose lentamente hacia la puerta del comedor. Desapareció. Los demás siguieron el ejemplo.
En el patio, Manolo acariciaba a su perro. Había algo en la atmósfera que lo hacía sentirse nuevamente como en la iglesia. Le parecía que tenía algo que decir. Algo que decirle a alguna persona que no conocía; a muchas personas que no conocía. Escuchaba el estallido de los cohetes, y sentía deseos de salir a caminar.
Hacia las tres de la madrugada, Manolo continuaba su extraño paseo. Hacia las cuatro de la madrugada, un hombre quedó sorprendido, al cruzarse con un muchacho de unos quince años, que caminaba con el rostro bañado en lágrimas.
Huerto cerrado, 1968.
¡El sol! Durante algunos meses, algunos sectores de Lima tendrán la suerte de parecerse a Chaclacayo, Santa Inés, Los Ángeles, y Chosica. Pronto, los ternos de verano recién sacados del ropero dejarán de oler a humedad. El sol brilla sobre la ciudad, sobre las calles, sobre las casas. Brilla en todas partes menos en el interior de las viejas iglesias coloniales. Los grandes almacenes ponen a la venta las últimas novedades de la moda veraniega. Los almacenes de segunda categoría ponen a la venta las novedades de la moda del año pasado.
«Pruébate la ropa de baño, amorcito.» (¡Cuántos matrimonios dependerán de esa prueba!) Amada, la secretaria del doctor Ascencio, abogado de nota, casado, tres hijos, y automóvil más grande que el del vecino, ha dejado hoy, por primera vez, la chompita en casa. Ha entrado a la oficina, y el doctor ha bajado la mirada: es la moda del escote ecran, un escote que parece un frutero. «Qué linda su Medallita, Amada (el doctor lo ha oído decir por la calle). Tengo mucho, mucho que dictarle, y tengo tantos, tantos deseos de echarme una siestecita.» Por las calles, las limeñas lucen unos brazos de gimnasio. Parece que fueran ellas las que cargaran las andas en las procesiones, y que lo hicieran diariamente. Te dan la mano, y piensas en el tejido adiposo. No sabes bien lo que es, pero te suena a piel, a brazo, al brazo que tienes delante tuyo, y a ese hombro moreno que te decide a invitarla al cine. El doctor Risque pasa impecablemente vestido de blanco. Dos comentarios: «Maricón» (un muchacho de dieciocho años), y «exagera. No estamos en Casablanca» (el ingeniero Torres Pérez, cuarenta y tres años, empleado del Ministerio de Fomento). Pasa también Félix Arnolfi, escritor, autor de Tres veranos en Lima, y Amor y calor en la ciudad. Viste de invierno. Pero el sol brilla en Lima. Brilla a mediados de diciembre, y no cierre usted su persiana, señora Anunciata, aunque su lugar no esté en la playa, y su moral sea la del desencanto, la edad y los kilos...
El sol molestaba a los alumnos que estaban sentados cerca de la ventana.
Acababan de darles el rol de exámenes y la cosa no era para reírse. Cada dos días, un examen. Matemáticas y química seguidas. ¿Qué es lo que pretenden? ¿Jalarse a todo el mundo? Empezaban el lunes próximo, y la tensión era grande.
Hay cuatro cosas que se pueden hacer frente a un examen: estudiar, hacer comprimidos, darse por vencido antes del examen, y hacerse recomendar al jurado.
Los exámenes llegaron. Los primeros tenían sabor a miedo, y los últimos sabor a Navidad. Manolo aprobó invicto (había estudiado, había hecho comprimidos, se había dado por vencido antes de cada examen y un tío lo había recomendado, sin que él se lo pidiera). Repartición de premios: un alumno de quinto año de secundaria lloró al leer el discurso de Adiós al colegio, los primeros de cada clase recibieron sus premios, y luego, terminada la ceremonia, muchos fueron los que destrozaron sus libros y cuadernos: hay que aprender a desprenderse de las cosas. Manolo estaba libre.
En su casa, una de sus hermanas se había encargado del Nacimiento. El árbol de Navidad, cada año más pelado (al armarlo, siempre se rompía un adorno, y nadie lo reponía), y siempre cubierto de algodón, contrastaba con el calor sofocante del día. Manolo no haría nada hasta después del Año Nuevo. Permanecería encerrado en su casa, como si quisiera comprobar que su libertad era verdadera, y que realmente podía disponer del verano a sus anchas. Nada le gustaba tanto como despertarse diariamente a la hora de ir al colegio, comprobar que no tenía que levantarse, y volverse a dormir. Era su pequeño triunfo matinal.
—¡Manolo! —llamó su hermana—. Ven a ver el Nacimiento. Ya está listo.
—Voy —respondió Manolo, desde su cama.
Bajó en pijama hasta la sala, y se encontró con la Navidad en casa. Era veinticuatro de diciembre, y esa noche era Nochebuena. Manolo sintió un escalofrío, y luego se dio cuenta de que un extraño malestar se estaba apoderando de él. Recordó que siempre en Navidad le sucedía lo mismo, pero este año, ese mismo malestar parecía volver con mayor intensidad. Miraba hacia el Nacimiento, y luego hacia el árbol cubierto de algodón. «Está muy bonito», dijo.
Dio media vuelta, y subió nuevamente a su dormitorio.
Hacia el mediodía, Manolo salió a caminar. Contaba los automóviles que encontraba, las ventanas de las casas, los árboles en los jardines, y trataba de recordar el nombre de cada planta, de cada flor. Esos paseos que uno hace para no pensar eran cada día más frecuentes. Algo no marchaba bien. Se crispó al recordar que una mañana había aparecido en un mercado, confundido entre placeras y vendedores ambulantes. Aquel día había caminado mucho, y casi sin darse cuenta. Decidió regresar, pues pronto sería la hora del almuerzo.
Almorzaban. Había decidido que esa noche irían juntos a la misa de Gallo, y que luego volverían para cenar. Su padre se encargaría de comprar el panetón, y su madre de preparar el chocolate. Sus hermanos prometían estar listos a tiempo para ir a la iglesia y encontrar asientos, mientras Manolo pensaba que él no había nacido para esas celebraciones. ¡Y aun faltaba el Año Nuevo! El Año Nuevo y sus cohetones, que parecían indicarle que su lugar estaba entre los atemorizados perros del barrio. Mientras almorzaba, iba recordando muchas cosas. Demasiadas. Recordaba el día en que entró al Estadio Nacional, y se desmayó al escuchar que se había batido el récord de asistencia. Recordaba también, cómo en los desfiles militares, le flaqueaban las piernas cuando pasaban delante suyo las bandas de música y los húsares de Junín. Las retretas, con las marchas que ejecutaba la banda de la Guardia Republicana, eran como la atracción al vacío. Almorzaban: comer, para que no le dijeran que comiera, era una de las pequeñas torturas a las que ya se había acostumbrado.
Hacia las tres de la tarde, su padre y sus hermanos se habían retirado del comedor. Quedaba tan sólo su madre, que leía el periódico, de espaldas a la ventana que daba al patio. La plenitud de ese día de verano era insoportable. A través de la ventana, Manolo veía cómo todo estaba inmóvil en el jardín. Ni siquiera el vuelo de una mosca, de esas moscas que se estrellan contra los vidrios, venía a interrumpir tanta inmovilidad. Sobre la mesa, delante de él, una taza de café se enfriaba sin que pudiera hacer nada por traerla hasta sus labios. En una de las paredes (Manolo calculaba cuántos metros tendría), el retrato de un antepasado se estaba burlando de él, y las dos puertas del comedor que llevaban a la otra habitación eran como la puerta de un calabozo, que da siempre al interior de la prisión.
—Es terrible —dijo su madre, de pronto, dejando caer el periódico sobre la mesa—. Las tres de la tarde. La plenitud del día. Es una hora terrible.
—Dura hasta las cinco, más o menos.
—Deberías buscar a tus amigos, Manolo.
—Sabes, mamá, si yo fuera poeta, diría: «Eran las tres de la tarde en la boca del estómago».
—En los vasos, y en las ventanas.
—Las tres de la tarde en las tres de la tarde. Hay que moverse.
«Ante todo, no debo sentarme», pensaba Manolo al pasar del comedor a la sala, y ver cómo los sillones lo invitaban a darse por vencido. Tenía miedo de esos sillones cuyos brazos parecían querer tragárselo. Caminó lentamente hacia la escalera, y subió como un hombre que sube al cadalso. Pasó por delante del dormitorio de su madre, y allí estaba, tirada sobre la cama, pero él sabía que no dormía, y que tenía los ojos abiertos, inmensos. Avanzó hasta su dormitorio, y se dejó caer pesadamente sobre la cama: «La próxima vez que me levante», pensó, «será para ir al centro».
A través de una de las ventanas del ómnibus, Manolo veía cómo las ramas de los árboles se movían lentamente. Disminuía ya la intensidad del sol, y cuando llegara al centro de la ciudad, empezaría a oscurecer. Durante los últimos meses, sus viajes al centro habían sido casi una necesidad. Recordaba que, muchas veces, se iba directamente desde el colegio, sin pasar por su casa, y abandonando a sus amigos que partían a ver la salida de algún colegio de mujeres. Detestaba esos grupos de muchachos que hablan de las mujeres como de un producto alimenticio: «Es muy rica. Es un lomo». Creía ver algo distinto en aquellas colegialas con los dedos manchados de tinta, y sus uniformes de virtud.
Había visto cómo uno de sus amigos se había trompeado por una chica que le gustaba, y luego, cuando te dejó de gustar, hablaba de ella como si fuera una puta. «Son terribles cuando están en grupo», pensaba, «y yo no soy un héroe para dedicarme a darles la contra».
El centro de Lima estaba lleno de colegios de mujeres, pero Manolo tenía sus preferencias. Casi todos los días, se paraba en la esquina del mismo colegio, y esperaba la salida de las muchachas como un acusado espera su sentencia. Sentía los latidos de su corazón, y sentía que el pecho se le oprimía, y que las manos se le helaban. Era más una tortura que un placer, pero no podía vivir sin ello.
Esperaba esos uniformes azules, esos cuellos blancos y almidonados, donde para él, se concentraba toda la bondad humana. Esos zapatos, casi de hombres, eran, sin embargo, tan pequeños, que lo hacían sentirse muy hombre. Estaba dispuesto a protegerlas a todas, a amarlas a todas, pero no sabía cómo. Esas colegialas que ocultaban sus cabellos bajo un gracioso gorro azul, eran dueñas de su destino. Se moría de frío: ya iba a sonar el timbre. Y cuando sonara, sería como siempre: se quedaría estático, casi paralizado, perdería la voz, las vería aparecer sin poder hacer nada por detener todo eso, y luego, en un supremo esfuerzo, se lanzaría entre ellas, con la mirada fija en la próxima esquina, el cuello tieso, un grito ahogado en la garganta, y una obsesión: alejarse lo suficiente para no ver más, para no sentir más, para descansar, casi para morir.
Los pocos días en que no asistía a la salida de ese colegio, las cosas eran aún peor.
El ómnibus se acercaba al jirón de la Unión, y Manolo, de pie, se preparaba para bajar. (Le había cedido el asiento a una señora, y la había odiado: temió, por un momento, que hablara de lo raro que es encontrar un joven bien educado en estos días, que todos los miraran, etc. Había decidido no volver a viajar sentado para evitar esos riesgos.) El ómnibus se detuvo, y Manolo descendió.
Empezaba a oscurecer. Miles de personas caminaban lentamente por el jirón de la Unión. Se detenían en cada tienda, cada vidriera, mientras Manolo avanzaba perdido entre esa muchedumbre. Su única preocupación era que nadie lo rozara al pasar, y que nadie le fuera a dar un codazo. Le pareció cruzarse con alguien que conocía, pero ya era demasiado tarde para voltear a saludarlo. «De la que me libré», pensó. «¿Y si me encuentro con Salas?» Salas era un compañero de colegio. Estaba en un año superior, y nunca se habían hablado. Prácticamente no se conocían, y sería demasiada coincidencia que se encontraran entre ese tumulto, pero a Manolo le espantaba la idea. Avanzaba. Oscurecía cada vez más, y las luces de neón empezaban a brillar en los avisos luminosos. Quería llegar hasta la Plaza San Martín, para dar media vuelta y caminar hasta la Plaza de Armas. Se detuvo a la altura de las Galerías Boza, y miró hacia su reloj: «Las siete de la noche». Continuó hasta llegar a la Plaza San Martín, y allí sintió repugnancia al ver que un grupo de hombres miraba groseramente a una mujer, y luego se reían a carcajadas. Los colectivos y los ómnibus llegaban repletos de gente. «Las tiendas permanecerán abiertas hasta las nueve de la noche», pensó.
«La Plaza de Armas.» Dio media vuelta, y se echó a andar. Una extraña e impresionante palidez en el rostro de la gente era efecto de los avisos luminosos. «Una tristeza eléctrica», pensaba Manolo, tratando de definir el sentimiento que se había apoderado de él. La noche caía sobre la gente, y las luces de neón le daban un aspecto fantasmagórico. Cargados de paquetes, hombres y mujeres pasaban a su lado, mientras avanzaba hacia la Plaza de Armas, como un bañista nadando hacia una boya. No sabía si era odio o amor lo que sentía, ni sabía tampoco si quería continuar esa extraña sumersión, o correr hacia un despoblado. Sólo sabía que estaba preso, que era el prisionero de todo lo que lo rodeaba. Una mujer lo rozó al pasar, y estuvo a punto de soltar un grito, pero en ese instante hubo ante sus ojos una muchacha. Una pálida chiquilla lo había mirado caminando. Vestía íntegramente de blanco. Manolo se detuvo. Ella sentiría que la estaba mirando, y él estaba seguro de haberle comunicado algo.
No sabía qué. Sabía que esos ojos tan negros y tan grandes eran como una voz, y que también le habían dicho algo. Le pareció que las luces de neón se estaban apoderando de esa cara. Esa cara se estaba electrizando, y era preciso sacarla de allí antes de que se muriera. La muchacha se alejaba, y Manolo la contemplaba calculando que tenía catorce años. «Pobre de ti, noche, si la tocas», pensó.
Se había detenido al llegar a la puerta de la iglesia de la Merced. Veía cómo la gente entraba y salía del templo, y pensaba que entraban más para descansar que para rezar, tan cargados venían de paquetes. Serían las ocho de la noche, cuando Manolo, parado ahora de espaldas a la iglesia, observaba una larga cola de compradores, ante la tienda Monterrey. Todos llevaban paquetes en las manos, pero todos tenían aún algo más que comprar. De pronto, distinguió a una mujer que llevaba un balde de playa y una pequeña lampa de lata. Vestía un horroroso traje floreado, y con la basta descosida. Era un traje muy viejo, y le quedaba demasiado grande. Le faltaban varios dientes, y le veía las piernas chuecas, muy chuecas. El balde y la pequeña lampa de lata estaban mal envueltos en papel de periódico, y él podía ver que eran de pésima calidad. «Los llevará un domingo, en tranvía, a la playa más inmunda. Cargada de hijos llorando. Se bañará en fustán», pensó. Esa mujer, fuera de lugar en esa cola, con la boca sin dientes abierta de fatiga como si fuera idiota, y chueca, chueca, lo conmovió hasta sentir que sus ojos estaban bañados en lágrimas. Era preciso marcharse. Largarse. «Yo me largo.» Era preciso desaparecer. Y, sobre todo, no encontrar a ninguno de sus odiados conocidos.
Desde su cama, con la habitación a oscuras, Manolo escuchaba a sus hermanas conversar mientras se preparaban para la misa de Gallo, y sentía un ligero temblor en la boca del estómago. Su único deseo era que todo aquello comenzara pronto para que terminara de una vez por todas. Se incorporó al escuchar la voz de su padre que los llamaba para partir.
«Voy», respondió al oír su nombre, y bajó lentamente las escaleras. Partieron.
Conocía a casi todos los que estaban en la iglesia. Eran los mismos de los domingos, los mismos de siempre. Familias enteras ocupaban las bancas, y el calor era muy fuerte. Manolo, parado entre sus padres y hermanos, buscaba con la mirada a alguien a quien cederle el asiento. Tendría que hacerlo, pues la iglesia se iba llenando de gente, y quería salir de eso lo antes posible. Vio que una amiga de su madre se acercaba, y le dejó su lugar, a pesar de que aún quedaban espacios libres en otras bancas.
Estaba recostado contra una columna de mármol, y desde allí paseaba la mirada por toda la iglesia. Muchos de los asistentes, bronceados por el sol, habían empezado a ir a la playa. Las muchachas le impresionaban con sus pañuelos de seda en la cabeza. Esos pañuelos de seda, que ocultando una parte del rostro, hacen resaltar los ojos, lo impresionaban al punto de encontrarse con las manos pegadas a la columna; fuertemente apoyadas, como si quisiera hacerla retroceder.
«Sansón», pensó.
Había detenido la mirada en el pálido rostro de una muchacha que llevaba un pañuelo de seda en la cabeza, y cuyos ojos resaltaban de una manera extraña.
Miraban hacia el altar con tal intensidad, que parecían estar viendo a Dios. La contemplaba. Imposible dejar de contemplarla. Manolo empezaba a sentir que todo alrededor suyo iba desapareciendo, y que en la iglesia sólo quedaba aquel rostro tan desconocido y lejano. Temía que ella lo descubriera mirándola, y no poder continuar con ese placer. ¿Placer? «Debe hacer calor en la iglesia», pensó, mientras comprobaba que sus manos estaban más frías que el mármol de la columna.
La música del órgano resonaba por toda la iglesia, y Manolo sentía como si algo fuera a estallar. «Los ojos. Es peor que bonita.» En las bancas, los hombres caían sobre sus rodillas, como si esa música que venía desde el fondo del templo, los golpeara sobre los hombros, haciéndolos caer prosternados ante un Dios recién descubierto y obligatorio. Esa música parecía que iba a derrumbar las paredes, hasta que, de pronto, un profundo y negro silencio se apoderó del templo, y era como si hubieran matado al organista. «Tan negros y tan brillantes.» Un sacerdote subió al púlpito, y anunció que Jesús había nacido, y el órgano resonó nuevamente sobre los hombros de los fieles, y Manolo sintió que se moría de amor, y la gente ya quería salir para desearse «feliz Navidad».
Terminada la ceremonia, si alguien le hubiera dicho que se había desmayado, él lo hubiera creído. Salían. El mundo andaba muy bien aquella noche en la puerta de la iglesia, mientras Manolo no encontraba a la muchacha que parecía haber visto a Dios.
Al llegar a su casa, sin pensarlo, Manolo se dirigió a un pequeño baño que había en el primer piso. Cerró la puerta, y se dio cuenta de que no era necesario que estuviera allí. Se miró en el espejo, sobre el lavatorio, y recordó que tenía que besar a sus padres y hermanos: era la costumbre, antes de la cena. ¡Feliz Navidad con besos y abrazos! Trató de orinar. Inútil. Desde el comedor, su madre lo estaba llamando. Abrió la puerta, y encontró a su perro que lo miraba como si quisiera enterarse de lo que estaba pasando. Se agachó para acariciarlo, y avanzó hasta llegar al comedor. Al entrar, continuaba siempre agachado y acariciando al perro que caminaba a su lado. Avanzaba hacia los zapatos blancos de una de sus hermanas, hasta que, torpemente, se lanzó sobre ella para abrazarla. No logró besarla. «Feliz Navidad», iba repitiendo mientras cumplía con las reglas del juego. Los regalos.
Cenaban. «Esos besos y abrazos que uno tiene que dar...», pensaba. «Ésos cariños.» Daría la vida por cada uno de sus hermanos. «Pero uno no da la vida en un día establecido...» Recordaba aquel cumpleaños de su hermana preferida: se había marchado a la casa de un amigo para no tener que saludarla, pero luego había sentido remordimientos, y la había llamado por teléfono: «Qué loco soy».
Cenaban. El chocolate estaba demasiado caliente, y con tanto sueño era difícil encontrar algo de qué hablar mientras se enfriaba. «No es el mejor panetón del mundo, pero es el único que quedaba», comentó su padre. Manolo sentía que su madre lo estaba mirando, y no se atrevía a levantar los ojos de la mesa. A lo lejos, se escuchaban los estallidos de los cohetes, y pensaba que su perro debía estar aterrorizado. Bebían el chocolate. «Tengo que ir a ver al perro. Debe estar muerto de miedo.» En ese momento, uno de sus hermanos bostezó, y se disculpó diciendo que se había levantado muy temprano esa mañana. Permanecían en silencio, y Manolo esperaba que llegara el momento de ir a ver a su perro. De pronto, uno de sus hermanos se puso de pie: «Creo que me voy a acostar», dijo dirigiéndose lentamente hacia la puerta del comedor. Desapareció. Los demás siguieron el ejemplo.
En el patio, Manolo acariciaba a su perro. Había algo en la atmósfera que lo hacía sentirse nuevamente como en la iglesia. Le parecía que tenía algo que decir. Algo que decirle a alguna persona que no conocía; a muchas personas que no conocía. Escuchaba el estallido de los cohetes, y sentía deseos de salir a caminar.
Hacia las tres de la madrugada, Manolo continuaba su extraño paseo. Hacia las cuatro de la madrugada, un hombre quedó sorprendido, al cruzarse con un muchacho de unos quince años, que caminaba con el rostro bañado en lágrimas.
Huerto cerrado, 1968.
lunes, 9 de septiembre de 2019
Madrid. Rubén Abella.
La
brevísima reseña en prensa que se ocupó del caso hablaba de
imprudencia, pero lo cierto es que Ana García no había cometido una
imprudencia en su vida. Si hizo lo que hizo fue porque estaba cansada
de que nadie la viera, de andar por el mundo como si estuviese hecha
de aire, como si no existiera. Para sus compañeros de trabajo era un
cero a la izquierda, en las cafeterías la servían tarde y mal, la
gente olvidaba su nombre, se la saltaban en las colas, nadie
recordaba su rostro. Vivía como un fantasma en un limbo invisible,
un alma en pena en el purgatorio de la ciudad.
Así que si hizo lo que hizo no fue por imprudencia, sino para que la vieran. Cruzó la Castellana sin mirar para verificar que su cuerpo era real, que estaba hecha de carne, que existía.
Y el conductor del coche la vio.
Demasiado tarde, pero la vio.
No habría sido igual sin la lluvia, 2017.
Así que si hizo lo que hizo no fue por imprudencia, sino para que la vieran. Cruzó la Castellana sin mirar para verificar que su cuerpo era real, que estaba hecha de carne, que existía.
Y el conductor del coche la vio.
Demasiado tarde, pero la vio.
No habría sido igual sin la lluvia, 2017.
domingo, 8 de septiembre de 2019
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