domingo, 31 de enero de 2021

Escalador. Julia Otxoa.

El escalador asciende sin cuerdas por la pared de roca, está solo, ayudado únicamente por sus manos que arañan cada mínimo punto de apoyo para seguir hacia lo alto. El escalador es joven pero al cabo de una hora de duro esfuerzo la fatiga comienza a presentarse en una debilidad creciente en sus brazos, en los cada vez más frecuentes calambres de sus piernas que le ponen al borde de una caída que podría ser mortal desde esa altura y él lo sabe, pero sigue ascendiendo, aunque sus manos se equivoquen y se sujeten a puntos de apoyo que no lo son y las piedras soltándose de pronto le recuerden que está en el límite de sus fuerzas y que no fue buena idea la de venir sin cuerdas. Mira hacia lo alto, le quedan escasos metros para llegar a la cumbre, allí en el borde del despeñadero, asomados, esperando que caiga como antes lo hicieron otros escaladores, expectantes le observan una veintena de buitres, en sus fijas miradas, la ansiedad, la espera del festín.
.......
El escalador sabe que no hay esperanza, el próximo intento puede ser el de la caída, siente que las fuerzas le han abandonado y ahora ni siquiera tiene ánimos para seguir, tan sólo de permanecer así sujeto en la pared vertical, agarrado a la roca hasta que los músculos aguanten. Bajar es imposible, ascender también. Entonces se acuerda de lo que tantas veces su padre le contó sobre la guerra en aquel lugar, de como en 1936, falangistas y requetés arrojaban desde lo alto de ese mismo despeñadero, conocido popularmente en Urbasa como el Balcón de Pilatos, a todos aquellos denunciados por “rojos”. Sí, él ha visto mientras ascendía los huesos de todas aquellas pobres personas desperdigados por todas partes, mezclados con las piedras de las torrenteras, enredados entre las ramas de los árboles que surgen de la pared rocosa, cráneos, tibias, manos..., huellas blancas como actas notariales de un tiempo atroz.
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Pronto sus huesos se mezclarán con todos ellos –piensa el escalador– tan sólo un instante antes de despertar convertido en buitre esperando ansioso junto con sus compañeros que ese diminuto escalador que tiembla junto a la pared caiga al fin de una santa vez. 

 

sábado, 30 de enero de 2021

El huésped. Amparo Dávila.

Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un viaje.
Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.
No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.
Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada supliqué a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. “Es completamente inofensivo” —dijo mi marido mirándome con marcada indiferencia. “Te acostumbrarás a su compañía y, si no lo consigues…“ No hubo manera de convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.
No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños, la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Sólo mi marido gozaba teniéndolo allí.
Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era ésta una pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo él pareció sentirse contento con la habitación. Como era bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué hora se acostaba.
Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.
La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a su alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las bugambilias.
En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begonias y heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscando gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy atentos, tratando de coger las gotas de agua que se escapaban de la vieja manguera. Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia el cuarto de la esquina. Aunque pasaba todo el día durmiendo no podía confiarme. Hubo muchas veces que cuando estaba preparando la comida veía de pronto su sombra proyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás de mí… yo arrojaba al suelo lo que tenía en las manos y salía de la cocina corriendo y gritando como una loca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si nada hubiera pasado


Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la perseguía. No así a los niños y a mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba siempre.
Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible pesadilla que alguien pueda vivir. Se situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi cuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensando que aún dormía, yo iba hacia la cocina por la merienda de los niños, de pronto lo descubría en algún oscuro rincón del corredor, bajo las enredaderas. “¡Allí está ya, Guadalupe!”; gritaba desesperada.
Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: —Allí está, ya salió, está durmiendo, él, él, él..
Solamente hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra, tal vez, en la madrugada antes de acostarse. Guadalupe era la encargada de llevarle la bandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre mujer sufría el mismo terror que yo. Toda su alimentación se reducía a carne, no probaba nada más.
Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no podía dejarlos solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez terminadas sus tareas, Guadalupe se iba con su pequeño a dormir y yo me quedaba sola, contemplando el sueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto quedaba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo que en cualquier momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido llegaba siempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensado… Y llegaba bien tarde. Que tenía mucho trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también lo entretenían…
Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo afuera… Cuando desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija, penetrante… Salté de la cama y le arrojé la lámpara de gasolina que dejaba encendida toda la noche. No había luz eléctrica en aquel pueblo y no hubiera soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier momento… Él se libró del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrelló en el piso de ladrillo y la gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a mis gritos, habría ardido toda la casa.
Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que sucediera en la casa. Sólo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacía tiempo el afecto y las palabras se habían agotado.


Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo… Guadalupe había salido a la compra y dejó al pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante el día. Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo. Era cerca del mediodía. Estaba peinando a mis niños cuando oí el llanto del pequeño mezclado con extraños gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeando cruelmente al niño. Aún no sabría explicar cómo le quité al pequeño y cómo me lancé contra él con una tranca que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la furia contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a causarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando Guadalupe volvió del mandado, me encontró desmayada y a su pequeño lleno de golpes y de araños que sangraban. El dolor y el coraje que sintió fueron terribles. Afortunadamente el niño no murió y se recuperó pronto.
Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una mujer noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero ese día nació en ella un odio que clamaba venganza.
Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara, alegando que podía matar a nuestros niños como trató de hacerlo con el pequeño Martín. “Cada día estás más histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte así… te he explicado mil veces que es un ser inofensivo.”
Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi marido, de él… Pero no tenía dinero y los medios de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quienes recurrir, me sentía tan sola como un huérfano.
Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar en el jardín y no se separaban de mi lado. Cuándo Guadalupe salía al mercado, me encerraba con ellos en mi cuarto.
— Esta situación no puede continuar —le dije un día a Guadalupe.
— Tendremos que hacer algo y pronto – me contestó.
— ¿Pero qué podemos hacer las dos solas? —Solas, es verdad, pero con un odio…
Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría.
La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos. Mi marido partió para la ciudad a arreglar unos negocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unos veinte días.
No sé si él se enteró de que mi marido se había marchado, pero ese día despertó antes de lo acostumbrado y se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y su niño durmieron en mi cuarto y por primera vez pude cerrar la puerta.
Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños dormían tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaba hasta la puerta del cuarto y la golpeaba con furia…
Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y que no nos estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto. Guadalupe y yo teníamos muchas cosas por hacer y tanta prisa en realizarlas que no podíamos perder tiempo ni en comer.
Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes, mientras yo buscaba martillo y clavos. Cuando todo estuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta el cuarto de la esquina. Las hojas de la puerta estaban entornadas. Conteniendo la respiración, bajamos los pasadores, después cerramos la puerta con llave y comenzamos a clavar las tablas hasta clausurarla totalmente. Mientras trabajábamos, gruesas gotas de sudor nos corrían por la frente. No hizo entonces ruido, parecía que estaba durmiendo profundamente. Cuando todo estuvo terminado, Guadalupe y yo nos abrazamos llorando.
Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió muchos días sin aire, sin luz, sin alimento… Al principio golpeaba la puerta, tirándose contra ella, gritaba desesperado, arañaba… Ni Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles los gritos…! A veces pensábamos que mi marido regresaría antes de que hubiera muerto. ¡Si lo encontrara así…! Su resistencia fue mucha, creo que vivió cerca de dos semanas…
Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento… Sin embargo, esperamos dos días más, antes de abrir el cuarto.
Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte repentina y desconcertante. 

jueves, 28 de enero de 2021

Drácula y los niños. Juan José Millás.

Estaba firmando ejemplares de mi última novela en unos grandes almacenes, cuando llegó una señora con un niño en la mano derecha y mi libro en la izquierda. Me pidió que se lo dedicara mientras el niño lloraba a voz en grito.
-¿Qué le pasa? -pregunté.
-Nada, que quería que le comprara el libro de Drácula y le he dicho que es pequeño para leer esas cosas.
El niño cesó de llorar unos segundos para gritar al universo que no era pequeño y que le gustaba Drácula. Tendría seis o siete años, calculo yo, y al abrir la boca dejaba ver unos colmillos inquietantes, aunque todavía eran los de leche. Yo estaba un poco confuso. Pensé que a un niño que defendía su derecho a leer con tal ímpetu no se le podría negar un libro, aunque fuera de Drácula. De modo que insinué tímidamente a la madre que se lo comprara.
-Su hijo tiene una vocación lectora impresionante. Conviene cultivarla.
-Mi hijo lo que tiene es un ramalazo psicópata que, como no se lo quitemos a tiempo, puede ser un desastre.
Me irritó que confundiera a Drácula con un psicópata y me dije que hasta ahí habíamos llegado.
-Pues si usted no le compra el libro de Drácula al niño, yo no le firmo mi novela -afirmé.
-¿Cómo que no me firma su novela? Ahora mismo voy a buscar al encargado.
Al poco rato volvió la señora con el encargado, que me rogó que firmara el libro, pues para eso estaba allí, para firmar libros, dijo. El niño había dejado de llorar y nos miraba a su madre y a mí sin saber por quién tomar partido. La gente, al oler la sangre, se había arremolinado junto a la mesa. No quería escándalos, de modo que cogí la novela y puse: “A la idiota de Asunción (así se llamaba), con el afecto de Drácula.” La mujer leyó la dedicatoria, arrancó la página, la tiró al suelo y se fue. Cuando salían, el pequeño volvió la cabeza y me guiñó un ojo de un modo extremadamente raro. Llevo varios días soñando con él. Quizá llevaba razón su madre.

Articuentos escogidos, 2012.

miércoles, 27 de enero de 2021

Conejos blancos. Leonora Carrington.

Ha llegado el momento de contar los sucesos que comenzaron en el número 40 de la calle Pest. Parecía como si las casas, de color negro rojizo, hubiesen surgido misteriosamente del incendio de Londres. El edificio que había frente a mi ventana, con unas cuantas volutas de enredadera, tenía el aspecto negro y vacío de una morada azotada por la peste y lamida por las llamas y el humo. No era así como yo me había imaginado Nueva York.
Hacía tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una vuelta por las calles; así que me estuve sentada contemplando la casa de enfrente, mojándome de cuando en cuando la cara empapada de sudor.
La luz nunca era muy fuerte en la calle Pest. Había siempre una reminiscencia de humo que volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin embargo, era posible examinar la casa de enfrente con detalle, incluso con precisión. Además, yo siempre he tenido una vista excelente.
Me pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de movimiento pero no percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de desvestirme con total despreocupación delante de mi ventana abierta y hacer optimistas ejercicios respiratorios en el aire denso de la calle Pest. Esto debió de dejarme los pulmones tan negros como las casas.
Una tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra que hacía de balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre las rodillas, y me puse a observar una moscarda que chupaba el cadáver de una araña, a mis pies. Alcé los ojos, miré a través de mis cabellos largos, y vi algo negro en el cielo, inquietantemente silencioso para que fuera un aeroplano. Me separé el pelo a tiempo de ver bajar un gran cuervo al balcón de la casa de enfrente. Se posó en la balaustrada y miró por la ventana vacía. Luego meció la cabeza debajo de un ala, buscándose piojos al parecer. Unos minutos después, no me sorprendió demasiado ver abrirse las dobles puertas y asomarse al balcón una mujer. Llevaba un gran plato de huesos que vació en el suelo. Con un breve graznido de agradecimiento, el cuervo saltó abajo y se puso a hurgar en su comida repugnante.
La mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato. Luego me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a mi vez y agité una toalla. Esto la animó, porque echó la cabeza para atrás con coquetería y me dedicó un elegante saludo a la manera de una reina.
–¿Tiene un poco de carne pasada que no necesite? –me gritó.
–¿Un poco de qué? –grité yo, preguntándome si me habría engañado el oído.
–De carne en mal estado. Carne en descomposición.
–En este momento, no –contesté, preguntándome si no estaría bromeando.
–¿Y tendrá para el fin de semana? Si fuera así, le agradecería inmensamente que me la trajera.
A continuación volvió a meterse en el balcón vacío, y desapareció. El cuervo alzó el vuelo.
Mi curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran trozo de carne a la mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un periódico y esperé. En un tiempo relativamente corto, el olor se volvió tan fuerte que me vi obligada a realizar mis tareas diarias con una pinza fuertemente apretada en la punta de la nariz. De cuando en cuando bajaba a la calle a respirar.
Hacia la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color; así que, apartando una nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa de malla y me dirigí a la casa de enfrente.
Cuando bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme.
Tardé un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto bajo una cascada de algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni entrado por él desde hacía años. La campanilla era de esas antiguas de las que hay que tirar; y al hacerlo, algo más fuerte de lo que era mi intención, me
quedé con el tirador en la mano. Di unos golpes irritados en la puerta y se hundió, dejando salir un olor espantoso a carne podrida. El recibimiento, que estaba casi a oscuras, parecía de madera tallada.
La mujer misma bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.
–¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? –murmuró ceremoniosamente; y me sorprendió observar que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda verde. Pero al acercarse, vi que tenía la tez completamente blanca y que brillaba como si la tuviese salpicada de mil estrellitas diminutas.
–Es usted muy amable –prosiguió, tomándome del brazo con su mano reluciente–. No sabe lo que se van a alegrar mis pobres conejitos.
Subimos; mi compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo.
El último tramo de escalones daba a una alcoba decorada con oscuros muebles barrocos tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos roídos y cráneos de animales.
–Tenemos visita muy pocas veces –sonrió la mujer–. Así que han corrido todos a esconderse en sus pequeños rincones.
Dio un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautamente un centenar de conejos blancos de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas fijamente clavados en ella.
–¡Vengan, bonitos! ¡Vengan, bonitos! –canturreó, metiendo la mano en mi bolsa de malla y sacando un trozo de carne podrida.
Con profunda repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la carroña a los conejos, que se pelearon como lobos por la carne.
–Una acaba encariñándose con ellos –prosiguió la mujer–. ¡Cada uno tiene sus pequeñas costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los conejos.
Los susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de macho cabrío.
–Por supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi marido hace con ellos un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.
Seguidamente, un movimiento en uno de los rincones atrajo mi atención, entonces me di cuenta de que había una tercera persona en la habitación. Al llegarle a la cara la luz de la antorcha, vi que tenía la tez igual de brillante que ella; como oropel en un árbol de Navidad. Era un hombre y estaba vestido con una bata roja, sentado muy tieso, y de perfil a nosotros. No parecía haberse enterado de nuestra presencia, ni del gran conejo macho cabrío que tenía sentado sobre su rodilla, donde masticaba un trozo de carne.
La mujer siguió mi mirada y rio entre dientes.
–Ese es mi marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro…
Al sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y vi que tenía una venda en los ojos.
–¿Ethel? –preguntó con voz bastante débil–. No quiero que entren visitas aquí. Sabes de sobra que lo tengo rigurosamente prohibido.
–Vamos, Laz; no empecemos –su voz era quejumbrosa–, no me puedes escatimar un poquitín de compañía. Hace veinte años y pico que no veía una cara nueva. Además ha traído carne para los conejos.
La mujer se volvió y me hizo seña de que fuera a su lado.
–Quiere quedarse entre nosotros; ¿a que sí? –de repente me entró miedo y sentí ganas de salir, de huir de estas personas terribles y plateadas y de sus conejos blancos carnívoros.
–Creo que me voy a marchar; es hora de cenar.
El hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo que tenía sobre la rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció.
La mujer acercó tanto su cara a la mía que creía que su aliento nauseabundo iba a anestesiarme.
–¿No quiere quedarse y ser como nosotros? En siete años su piel se volverá como las estrellas; siete años tan solo, y tendrá la enfermedad sagrada de la Biblia: ¡la lepra!
Eché a correr a trompicones, ahogada de horror; una curiosidad malsana me hizo mirar por encima del hombro al llegar a la puerta de la casa, y vi que la mujer, en la balaustrada, alzaba una mano a modo de saludo. Y al agitarla, se le desprendieron los dedos y cayeron al suelo como estrellas fugaces.

El séptimo caballo y otros cuentos, 1988.

martes, 26 de enero de 2021

Antonio tiene la culpa. David Hidalgo.

Hoy hace doce años que Antonio me regaló esta lupa y desde entonces no he dejado de quemar hormigas. Antonio es un enfermo.


 

domingo, 24 de enero de 2021

El hijo de madre. Francisco García Pavón.

Ocurrió el primer día de aquel curso, que fue el último del «Colegio de la Reina Madre», porque al año siguiente pusieron el Instituto.
Don Bartolomé, después de repartirnos los libros flamantes que llegaron de Ciudad Real en un cajón grande, nos ordenó que nos estudiásemos la primera lección de todos los textos.
En el «estudio» había un gran silencio. Nos distraíamos en manosear los nuevos manuales, en ver las figuras, en forrarlos, en poner nuestro nombre. Don Bartolomé, luego de repasar las facturas de la librería con su hija, mandó sacar el cajón a los mayores y se puso a leer el ABC a la luz otoñal que regalaba la ventana.
De pronto se abrió la puerta del salón y Gabriela, la criada, gritó sin entrar:
—Ahí está una mujer que viene a poner a su hijo al colegio. ¿Entra?
Don Bartolomé dijo que sí con la cabeza, y con el ABC suspendido quedó mirando hacia la puerta.
Apareció una mujer atemorizada, muy rubia, algo entrada en carnes. Llevaba un niño de la mano, como de doce o trece años.
—Pase, señora —dijo don Bartolomé poniéndose en pie.
Cruzó todo el salón, muy seria, con la cabeza rígida, mirando hacia el frente. Al saludar a don Bartolomé, hizo así como una inclinación.
La hizo sentar junto a sí. El niño quedó en pie mirando hacia todos nosotros con sus ojos casi traslúcidos.
Ella empezó a hablar en voz muy bajita, casi al oído de don Bartolomé. (Uno de los mayores se ponía las manos en la boca para que no se le oyese reír).
De todas formas, como el silencio era muy grande, ella cada vez hablaba en voz más queda.
—Diga, diga, señora.
Don Bartolomé se hacía pantalla en la oreja para oír mejor.
Luego se cortó la conversación. El profesor quedó pensativo, con la mejilla descansando en la mano. Ella lo miraba inmóvil, con las manos tímidamente enlazadas, diríase que suplicantes.
Don Bartolomé se rascó una oreja y, casi de reojo, echó una ojeada por todo el salón, especialmente dirigida a los mayores, que seguían riendo y cuchicheando entre sí.
Don Bartolomé, luego, levantó la cabeza hacia el techo, así como rezando, y, a poco, volvió a la conversación en voz muy baja.
Al cabo de un ratito más, ella sonrió, con los ojos casi llorosos. Abrió el monedero, sacó unos cuantos duros de plata y los dejó sobre la mesa. Don Bartolomé le extendió un recibo y se guardó los duros en el bolsillo del chaleco.
Se pusieron en pie. Don Bartolomé acarició la cabeza dorada del niño y le dijo que se sentase en un pupitre vacío que había junto a su mesa. La señora dio un beso al hijo, que se sentó en el pupitre cruzando los brazos sobre la tabla.
Don Bartolomé acompañó a la mujer, que iba sonriente, hasta la puerta del estudio. Se atrevió a mirar a los mayores y todo. Uno le sacó la lengua.
Como a la madre le llamaban la Liliana, al hijo le dijimos Lilianín… Su cabeza era como la de un angelote de madera antigua, policromada, un poco desvaídos los colores. Miraba con sus ojos azules muy fijamente, sin pestañear, al tiempo que sonreía casi mecánico, como si cuanto oyese fuese benigno y paternal. A lo que se le preguntaba contestaba en seguida, sin titubeos ni disimulos. Hasta cuando estudiaba álgebra sonreía angélico. Y decía las lecciones más obtusas con aquel aire sensitivo.
Durante los primeros días nadie le dijo cosa mayor de su madre. Pero tenía que llegar, porque en seguida, hasta los mocosos, nos enteramos de que «alternaba» en casa del Ciego. Y allí vivía con ella, y en su mismo cuarto, Lilianín.
Él, si sabía sus males, los disimulaba o le parecían naturales, porque no tenía reparo en acercarse a todos, en entrar en conversación, en jugar a todas las cosas. Pero nosotros lo mirábamos como si fuera un ser de otra raza.
Nadie lo culpaba de estar entre nosotros, hijos de madre y padre. Las culpas eran para don Bartolomé, «que, por su avaricia, un día iba a admitir en el colegio al Tonto de la Borrucha», como dijo uno.
El Coleóptero, con su sonrisa de bruja joven, gustaba de hacerle preguntas con retranca, que Lilianín respondía abiertamente. Él fue el primero en informarnos de que Lilianín «lo contaba todo». («Vivía la vida lupanaria en toda su intensidad… Está al cabo de la calle del comercio de la carne… con esa sonrisa inocente. Sabe el oficio de su madre y le parece corriente. Este niño es completamente irreflexivo. Me ha dicho hoy…»).
Tanto bando puso el Coleóptero, que a todos nos entraron grandes ganas de preguntarle… Y un día, a la hora del recreo de la mañana, se formó un gran corro en el rincón del patio. Y no sé por qué, todos los del corro estábamos en cuclillas o sentados en el suelo menos Lilianín, que, en el centro, estaba en pie. Nos miraba sonriendo, como siempre, con sus ojos espejeantes y limpísimos de toda reserva.
Cada cual le hacía una pregunta en voz media, que él, en contraste, respondía a toda voz, como si dijera la lección, con orgullo:
—¿Y pasan muchos hombres al cuarto de tu mamá?
—Sí, muchos. Sobre todo por la noche.
—¿Y qué hacen?
—No sé. Se desnudan.
—¿… y luego?
—No sé. Yo me duermo.
—¿Y tu mamá qué les dice?
—Les habla de mí y de mi papá, que fue un novio que tuvo y nos dejó, y por eso ella vive sola conmigo.
—¿Y le pagan?
—Sí. Le dan mucho dinero.
Cada vez las preguntas eran más recias. Pero él sonreía igual.
Por fin, uno moreno, de muy mal genio, que luego lo mataron en la guerra, dijo mirándole a los ojos con cara de perro:
—Tu mamá, lo que es, es una puta.
Lilianín, riendo un poquito menos, movió la cabeza como diciendo que no, y luego, en voz más baja:
—Mi mamá es mi mamá y nada más.
Se hizo un silencio muy grande, de reproche al chico moreno, y por cima de todas las cabezas, la sonrisa de Lilianín.
Se oyó la voz de don Bartolomé desde la otra punta:
—¡Niños, a clase!
Fuimos callados, cada cual por su lado. Lilianín delante de todos. Don Bartolomé, que olfateó algo, le echó la mano sobre el hombro.
—¿Estás contento?
—Sí, señor.
—¿Se portan bien los compañeros contigo?
—Conmigo, sí, señor… Con mi mamá, no.
Don Bartolomé se volvió a todos, como si fuese a hablarnos. Con los ojos muy tristes nos miró con calma. Creí que iba a llorar. Estuvo a punto de despegar los labios, pero luego hizo un gesto como de arrepentirse.
Volvió a poner la mano en el hombro de Lilianín, y entramos en el salón de estudio.
Cada cual ocupó su puesto. Don Bartolomé tomó su viejo libro de geografía y empezó a leer junto a la estufa. Lilianín, en el pupitre más próximo a él, se aprendía las lecciones de memoria, mirando al techo y moviendo mucho los labios.
Nunca hubo mayor silencio en el estudio de don Bartolomé.

Cuentos republicanos, 1961.

sábado, 23 de enero de 2021

Hombre de mucha fe. Eugenio Mandrini.

Descendió del tren en una estación cualquiera de un pueblo desconocido, y la esperó.
Después, entró en los subsuelos de las catedrales, donde el silencio, de tan espeso, late, y la esperó.
Después la esperó subido a los árboles, a los puentes, a las terrazas, a las torres, a las montañas, a los aviones, a las nubes del sueño y, acaso, a algún ángel.
Después la esperó en la intemperie del invierno más impiadoso, temblando no de frío sino de esperanza, y además bajo la lluvia la esperó, hasta que el agua dolió como pedradas.
Llegó también a comprar un telescopio y esperó verla aparecer de entre los astros.
Lo encontré sentado en el banco de un parque, en silencio, mirando ardiente más allá de los árboles, del tiempo, del desvarío. Le pregunté: -¿A quién espera tan tenazmente? Sin dejar de mirar el fuego de la distancia, contestó: -A la Felicidad. ¿A quién otra podía ser? Me senté a su lado. 

 

viernes, 22 de enero de 2021

Dejar a Matilde. Alberto Moravia.

Un amigo mío camionero ha escrito en el cristal del parabrisas: «Mujeres y motores, alegrías y dolores.» No digo yo que no tenga sus buenas razones para decir que los dolores y las alegrías que le procuran las mujeres tengan más o menos el mismo peso en la balanza de su vida. Digo que, al menos por lo que se refiere a Matilde y a mí, esa balanza andaba muy desequilibrada: por un lado, muy alto, el platillo de las alegrías; por el otro, muy bajo, el platazo de los dolores. De modo que, al final, tras un año de noviazgo de puras peleas, incumplimientos de palabra, bribonadas y traiciones, decidí dejarla a la primera oportunidad.
La oportunidad llegó pronto, una noche que le había citado en la plaza Campitelli, cerca de su casa. Esa noche Matilde, simplemente, no vino. Advertí entonces, tras una horita de espera, que sentía más alivio que disgusto, y comprendí que había llegado el momento de la separación. Incierto entre un dolor amargo y una satisfacción agraz, medio contento y medio desesperado, me fui a casa y me acosté en seguida. Pero antes de apagar la luz me santigüé, solemne, y dije en voz alta: «Esta vez se acabó, vaya si se acabó.» Este juramento hay que decir que me calmó, porque dormí de corrido nueve horas y sólo me desperté por la mañana cuando mamá vino a avisarme de que preguntaban por mí al teléfono.
Fui al teléfono, al apartamento de enfrente, de una modista amiga. De inmediato, la vocecita dulce de Matilde:
—¿Cómo estás?
—Estoy bien— contesté, duro.
—Perdóname por ayer noche..., pero no pude, de verdad.
—No importa—le dije—, así que adiós... Nos veremos mañana... Te diré una cosa...
—¿Qué cosa?
—Una cosa importante.
—¿Una cosa buena?
—Según... Para mí, sí.
—¿Y para mí?
Dije tras un momento de reflexión:
—Claro, también para ti.
—¿Y qué cosa es?
—Te la diré mañana.
—No, dímela hoy.
—No me mates...
—Está bien... ¿Sabes por qué te he telefoneado hoy? Porque hace un día precioso, es fiesta, y podríamos ir en moto al mar. ¿Qué te parece?
Me quedé incómodo porque no me esperaba esa propuesta tan cariñosa, hecha con una voz tan dulce. Después pensé que, en el fondo, tanto daba hoy como mañana: iríamos a la playa y yo, en lo mejor, le diría que la dejaba y así me vengaría también un poco. Dije:
—Está bien, dentro de media hora paso a buscarte.
Fui a recoger el ciclomotor y luego, a la hora fijada, me presenté en casa de Matilde y le silbé para llamarla, como de costumbre. Se precipitó en seguida abajo, lo noté; normalmente me hacía esperar Dios sabe cuánto. Mientras corría hacia mí atravesando la plaza, la miré y me di cuenta una vez más de que me gustaba: bajita, dura, morenísima, con la cara ancha por abajo como un gato, la boca sombreada de pelusilla, los ojos negros, astutos y vivos, el pelo muy cortito, tan espeso y tan bajo sobre la frente que evocaba el pelamen de un animal salvaje. Pero pensé: «Desde luego que me gusta, me gusta mucho, pero la dejo», y advertí con alivio que la idea no me turbaba en absoluto. Cuando la tuve delante, todavía jadeando por la carrera, me preguntó en seguida con voz tierna:
—¿Qué? ¿Aún estás enfadado por lo de ayer?
Contesté huraño:
—Vamos, monta.
Y ella, sin más, subió al sillín de la moto agarrándose a mí con las dos manos. Salimos.
Una vez en la vía Cristoforo Colombo, entre los muchos automóviles y motos del día festivo, con el sol que ya quemaba, empecé a pensar sañudamente en lo que debía hacer. ¿Cuándo tenía que decirle que la dejaba? Al principio pensé que se lo diría en cuanto llegásemos a la playa, para estropearle la excursión y a lo mejor traerla inmediatamente después a Roma: una idea vengativa. Pero después, pensándolo mejor, me dije que, a fin de cuentas, también me estropearía la excursión a mí mismo. Mejor, pensé, disfrutar de la vida y —¿por qué no?— de Matilde hasta cierto momento, digamos que hasta las dos, después de comer. O bien, incluso, esperar al final de la excursión y decírselo mientras regresábamos, por esta misma vía Cristoforo Colombo, sin volverme, así, como por azar. O incluso también esperar a llegar a Roma y decírselo en la puerta de su casa: «Adiós, Matilde. Te digo adiós porque hoy ha sido la última vez que hemos estado juntos.» Entre tantas ideas no sabía cuál escoger; al final me dije que no debía hacer planes; en el momento oportuno, no sabía cuál, se lo diría. Entre tanto Matilde, como si hubiera adivinado mis reflexiones se apretaba fuerte a mí, e incluso me había cogido con la mano la piel del brazo, como pellizcándome, con ese pellizco que se llama mordisco de asno, y que en ella era una demostración de afecto. La oí, después, decirme al oído, con una voz alegre y tierna:
—¡Eh! ¿Sabes que tienes que ir al peluquero? Con tanto pelo ni hay sitio para un beso.
Digo la verdad, esas palabras y el pellizco me hicieron cierto efecto. Pero de todas formas pensé: «Sigue, sigue... Ya es demasiado tarde.»
Una vez en Castelfusano cogí hacia Torvaianica, donde sabía que no había balnearios, que sólo agradan a quienes van al mar a ponerse morenos, sino nada más que matorrales y la playa desierta. Al llegar a un sitio muy solitario, con un monte bajo que pululaba, verde e intrincado, por el declive hasta la tira blanca de la playa, dejé la moto en el borde del camino; y después corrimos juntos a más no poder por los senderos, rodeando los gruesos arbustos batidos por el viento, hasta el mar. La llevaba de la mano, pero este gesto cariñoso lo había impuesto ella; y yo la dejé hacer; así me sentí de nuevo enternecido, como en los buenos tiempos en que la quería. Pero me di cuenta de que seguía decidido a dejarla, y esto me devolvió la confianza.
—Voy a desnudarme detrás de aquella mata—dijo ella—. No mires.
Y yo me pregunté si no sería cosa de decírselo ahora; recibiría la ducha fría justo en el momento en que estaba desnuda, llena de la felicidad que le daba aquel sitio tan bonito y la excursión al mar. Pero cuando me volví hacia ella y vi asomar por la mata sus hombros delicados, con los brazos levantados, y quitarse la falda por la cabeza, se me fueron las ganas. Tanto más cuanto que ella decía, siempre con su voz cariñosa:
—Giulio, no te creas que no me doy cuenta; me estás mirando.
Así fuimos a tumbarnos en la arena, yo boca abajo y ella hacia arriba, con la cabeza en mi espalda como en un cojín. El sol quemaba mi espalda, la arena me quemaba el pecho y su cabeza me pesaba en la espalda, pero era un dulce peso. Ella dijo, tras un largo silencio:
—¿Por qué estás tan callado? ¿En qué piensas?
Y yo contesté espontáneamente:
—Pienso en lo que tengo que decirte.
—Pues dilo.
Estaba a punto de decirlo de veras cuando ella, voluble como las mariposas que vuelan de una flor a otra y nunca se dejan coger, dijo de pronto:
—Mira, mientras tanto úntame los hombros, que no quiero quemarme.
Renuncié una vez más a hablar y, cogiendo el fresquito del aceite, le unté la espalda desde el cuello a la cintura. Al final, ella anunció:
—Me duermo. ¡No me molestes!
Y me quedé turulato de nuevo, pensando que, en el fondo, no le importaba nada saber lo que quería decirle.
Matilde durmió quizás una hora; después se despertó y propuso:
—Caminemos a lo largo del mar. Es pronto para bañarse, pero al menos quiero mojarme los pies en el agua.
Volvió a cogerme de la mano y juntos corrimos a través de la playa hacia la orilla. Las olas eran grandes y ella, siempre de mi mano, empezó a dar carreritas hacia adelante y hacia atrás, según las olas avanzaran o refluyeran, entre un viento que soplaba con fuerza, gritando de alegría cada vez que una ola, más rápida que ella, la embestía y le subía hasta media pierna. No sé por qué, al verla tan feliz, me dieron unas ganas crueles de estropearle la felicidad y grité fuerte, para superar con la voz el estruendo del mar: «Ahora te digo esa cosa.» Pero ella, de forma imprevista, me abrazó repentinamente con fuerza diciéndome: «Cógeme en brazos y llévame al medio del agua, inténtalo, pero no me dejes caer.» De modo que la cogí en brazos, que pesaba mucho aunque era pequeña, y avancé un poco entre toda aquella confusión de olas que se cruzaban, montaban unas sobre otras y refluían. Mientras tanto me preguntaba por qué ella había hecho este gesto; y concluí diciéndome que, con su intuición femenina, había adivinado que lo que quería decirle no le iba a gustar. Ahora, desvanecido el peligro de oírme decir aquella cosa, me invitaba a volver a la orilla. Volví y la dejé con delicadeza en la arena; me dio un beso en la mejilla, diciendo:
—Y ahora comamos.
Abrimos el paquete del almuerzo y comimos los bocadillos de ternera que mi madre me había preparado. Después, durante dos horas, siempre la misma canción. Yo tenía en la punta de la lengua lo que quería decirle, pensaba decírselo porque el momento me parecía favorable, estaba a punto de decirlo cuando ella, de pronto, me hablaba de forma cariñosa o hacía un gesto imprevisto, o incluso me quitaba la palabra de la boca. Varias veces me volvió la idea de una de esas mariposas blancas de la col, que en primavera son las primeras y las más inasibles, feliz de quien consigue echarles mano. Después, cuando ya desesperaba de llegar a mi declaración, me propuso de golpe y porrazo:
—Bueno, dime ahora esa cosa.
Estaba a punto de abrir la boca cuando ella gritó:
—No, no me la digas, espera, déjamela adivinar. Veamos: ¿quieres decirme que me quieres mucho?
—No —respondí.
—¿Entonces quieres decirme que soy muy mona y te gusto?
—No.
—Entonces, ¿que nos casaremos pronto?
—No.
—Éstas son las tres únicas cosas que me interesan—dijo ella sacudiendo la cabeza—. Basta, no quiero saber nada.
—No, tengo que decirte que...
Pero ella, tapándome la boca con la mano:
—Chitón, si quieres que te dé un beso.
¿Qué podía hacer yo? Me quedé callado; y ella quitó la mano y puso sus labios, en un beso largo que me pareció sincero.
Al final habíamos hecho de todo: tomado el sol, dormido, un semibaño, habíamos hablado; pero no le había dicho aquella cosa y ya sólo nos quedaba irnos. De modo que nos vestimos cada uno detrás de su mata y yo una vez más, mientras me metía los pantalones, pensé que ése era el momento adecuado. Me levanté y dije con voz natural:
—Lo que quería decirte, Matilde, es esto: he decidido dejarte.
Pronunciadas estas palabras miré hacia la mata tras la que ella se ocultaba, pero no vi nada. El viento ahora soplaba más fuerte que nunca y sólo se oían, en aquel lugar desierto, la voz del viento, baja y modulada, y el estruendo del mar. Matilde parecía que no estaba, como si mis palabras la hubieran hecho desvanecerse en el aire, como los torbellinos de arena que el viento levantaba sin tregua de las dunas blancas y empujaba hacia arriba, hacia el monte bajo. Dije: «Matilde». pero no obtuve respuesta. Grité entonces: «¡Matilde!», y tampoco contestó. Inquieto, incluso un poco asustado, pensando que, quién sabe, estuviera llorando de dolor, o quizá se hubiera desmayado, me puse a toda prisa la camisa y corrí hacia la mata detrás de la cual debería estar. No estaba: en la arena no vi más que su bolso y sus zapatitos rojos. Pero justo en el momento en que me volvía llamándola, la sentí que se me echaba encima con violencia, hasta el punto de que no pude aguantar en pie y caí boca arriba, con ella. Matilde ahora se sentaba a horcajadas en mi pecho y me decía:
—Repite lo que has dicho. Vamos, repítelo.
La arena me soplaba en la cara, punzante; ella reía sin parar y yo por fin contesté, flojo:
—Bueno, no lo repito, pero déjame en paz.
Pero ella no se levantó en seguida y dijo:
—¿Y eso era todo? Te digo la verdad, creía que era algo más importante.
Después me soltó; me levanté yo también y, de repente, advertí que estaba contento de habérselo dicho y de que no lo hubiera tomado en serio y se lo tomara como una de las muchas bobadas que se pueden decir entre enamorados. En resumen, volvimos a subir la pendiente cogidos de la cintura. Y yo le dije que la quería mucho; y ella me contestó, ya un poco reservada, porque no se temía que la dejara: «También yo.» Poco después corríamos de nuevo por la vía Cristoforo Colombo.
Pero al llegar a su casa me dijo, cogiéndome la mano:
—Giulio, ahora es mejor que no nos veamos unos días.
Me sentí casi desfallecer y, consternado, exclamé:
—Pero ¿por qué?
Y ella, con una buena carcajada:
—He querido hacer una prueba. Querías dejarme, ¿eh? Y luego, sólo ante la idea de no verme unos días, pones una cara así de triste. Está bien, nos vemos mañana.
Corrió hacia arriba y yo me quedé como un bobo, mirándola alejarse.

jueves, 21 de enero de 2021

Diálogo sobre un diálogo. Jorge Luis Borges.

A.—Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con la navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba infinitamente La Cumparsita, esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron que es vieja... Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos, para discutir sin estorbo.
Z (burlón). —Pero sospecho que al final no se resolvieron.
A (ya en plena mística). —Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos.

 El hacedor, 1960

martes, 19 de enero de 2021

Cruchette. Marcel Schwob.

A W. G. C. Byvanck


-¿Tienes todavía un poco de agua en el escondite, compañero?... Me muero... -dijo Pata-floja.
-Ni una gota -respondió Silo-; pero Cruchette vendrá pronto.
El sol ensangretaba los ojos hasta el punto de que los guijarros parecían rojos. El brezal estaba seco, las campanillas azules se vencían sobre el musgo quemado. Había un bosquecillo de matas de roble, al final de la landa, donde el grito de los pájaros sonaba fresco. Sentados entre las pilas de piedras, Silo y Pata-floja, agotados por el calor, golpeaban sin fuerza las piedras con sus mazas de plomo.
-Beno, si hubieras sido el Alegre, Patita -dijo Silo-, habrías reventado en el camino o en el fondo de un hoyo. Adelante, el pelotón va a replegarse; pobre hombrecito, tienes los brazos de leche. Mira, voy a partir tu condenada piedra. Cuidado, que golpeo en el montón.
-Me siento mal -dijo Pata-floja, levantando apenas su pálida cabeza.
-Venga, soldado -continuó Silo-, ¿quién se va a morir en los campos de piedras? Ahí está Cruchette; no hay desertores, todo está limpio como el oro; por fin vamos a beber.
Detrás de los montones de guijarros apareció la cara tímida de una muchacha morena; espió los alrededores, se secó las mejillas y llevó un cántaro a la sombra del montón donde trabajaban Silo y Pata-floja.
-Cruchette, Cruchette -dijo Silo-, mi compañero está enfermo. Dale un trago de agua fresca; es un buen muchacho, está triste. Voy a dejarlos; si viene el sargento, escapad por la cuneta; yo voy a arreglar el mango de mi mazo.
Cruchette se deslizó tímidamente hasta las piedras. Con el blusón levantado sobre el cántaro, Pata-floja bebió largo rato; luego miró los ojos de la chica. "¿Esto es todo?", dijo.
-Como quieras -respondió Cruchette.
No los vigilaban mucho. Los guardias pasaban cada hora, sabiendo que los hombres castigados con prisión prefieren picar piedras al pelotón de castigo. Desde el pase de lista de la mañana a la lista de la tarde, con el gorro calado hasta los ojos, manejaban la maza de plomo y volvían a la prisión por la noche. Silo, que había servido en África, conocía las compañías en las que se sufre bajo la amenaza del revólver. Tenía la cara huesuda y curtida, largos miembros y ojos feroces. No se sabe de dónde venía Pata-floja. Es débil, perezoso y cobarde. Pero tenía la sonrisa tierna, los ojos llenos de encanto y un andar muy indolente.
Silo y Pata-floja llegaron a ser como dos hermanos. El viejo, que había sudado en los pozos en el país del sol, demostraba una gran solicitud con el joven. Por lo general, doblaba su trabajo picando las piedras de Pata-floja. Y cuando aquella a la que habían llamado Cruchette aparecía, hacia mediodía, Silo la llevaba hacia "el hermanito que no tenía redaños".
-Ahí llega Cruchette -decía, y, escupiendo de lado-: "Pequeño, aquí tienes que beber, olvida tu pena".
¿Y de dónde venía Cruchette? Como una mariposa que vuela alrededor de una vela, la chica del cántaro vagaba entre los prisioneros. Les tendía la vasija y la boca; apenas hablaba, y lloraba con los más jóvenes. Muchas veces, tenía retamas en el pelo, las manos con tierra, los senos perfumados de heno. Si se notaba rojas las mejillas, las apoyaba en el vientre oscuro de su cántaro para empalidecerlas. Parecía amar su tierra y las pedregosas landas.
-Cruchette -le dijo Pata-floja, echado en la cuneta, con una mano detrás de la cabeza-, esto no es vida. Todavía me quedan cuarenta días. ¿Quieres que nos vayamos?
Cruchette lo miró con los ojos muy abiertos.
-Sí -continuó Pata-floja-, ya lo he hablado con Silo. El mar no está lejos y él lo conoce. Hay por allí una cala. Soltaremos una canoa. Nos iremos a Inglaterra. En los muelles de allí encontraremos trabajo. Aprenderé el oficio. Eso nos llevará a la India, donde los hombres son de color cobre. Si tenemos suerte, iremos a sus montañas, que están llenas de oro, y haremos lo que queramos.
Cruchette movió la cabeza. Dos gotitas transparentes rodaron por sus mejillas. Pata-floja le acarició el pelo. "Déjame llorar -dijo ella-, me sentará bien. ¿Cómo quieres que vaya? Mis pies están descalzos. Me echarán de todos los barcos. No sé lo que es la India; aquí amo mis flores amarillas y mis hombres que trabajan en las piedras, y les doy de beber. Pero tú no te irás, ¿verdad, amiguito?".
Pata-floja se encogió de hombros.
Pasaba la hora del calor. Silo silbó ligeramente para advertir que llegaba el sargento. Los dos, en cuclillas, levantaron la maza y la descargaron con un estruendo de piedras. Luego las sombras se alargaron. Se oyeron voces. A un aorden, unos hombres con blusones se levantaron y fueron en fila a depositar a los pies del jefe de escuadra sus martillos de plomo. Luego se formó la columna de a cuatro para regresar al cuartel. No pasaron lista antes de meter a los soldados en la prisión, donde las escudillas llenas estaban colocadas en los tabiques. Pero por la noche, cuando el comandatnte de puesto, linterna en mano, contó sus prisioneros en la sala embaldosada, le faltaban dos hombres: Pata-floja y Silo.
Habían enrollado sus blusones y sus gorros debajo de las piedras. Sin nada en la cabeza, la camisa abierta, seguían la linde del camino hacia el mar. Soplaba la brisa nocturna. Pata-floja caminaba más despacio.
-Vamos -dijo Silo-; ya has dejado atrás las penalidades, amigo; tienes plumas en las patas, como las lechuzas que vuelan de noche.
El aire era salado. Ya no dijeron nada, mientras sus borceguíes hacían crujir la tierra seca. Los setos blancos de bruma ennegrecían tras ellos. En el horizonte, unos oscuros molinos de viento hacían girar sus aspas, todavía algo enrojecidas por el sol.
-¿Y Cruchette? -dijo de pronto Silo-. Bueno.. en la India encontraremos Cruchettes de ojos dulces. Pero ahora, amigo, ya no sufres penalidades, y habrá que compartirlas.
Pata-floja no respondió; tal vez estaba cansado. La landa descendía, gris, hacia el mar, se oía romper las olas. Por el camino de ronda, Silo llevó a su camarada a la pequeña cala donde una barca, con los remos recogidos, estaba acostada en la arena. Cuando se acercaban, del interior de la barca surgió una voz femenina:
-Me voy con vosotros -dijo riendo entre lágrimas.
-Cruchette -dijo Pata-floja-, ¡viene con nosotros! ¡Cruchette ha venido!
-Para mí, muchacho -respondió Silo con una voz profunda.
-Para mí, viejo -gritó Pata-floja.
-Cuidado, que ya no estamos en las piedras.
-Uno hace lo que quiere; y ya no te necesito.
-Cruchette -dijo Silo.
-Cruchette -dijo Pata-floja.
Y ella corrió a interponerse entre los dos; porque, frente a frente, cerca de la barca y de las olas que temblaban, a la luza de la luna que salía, habían sacado sus navajas.

El rey de la máscara de oro, 1892.
 

lunes, 18 de enero de 2021

Encargo real. Mónica Sempere i Creus.

Me ahogo. Me cuesta respirar, pero a nadie le importa. Odio el corsé, a los enanos y a los perros. Cada tarde se cuelan por la ventana las risas del patio abofeteándome la cara hasta el sonrojo. No puedo más, tengo calambres en las piernas y el óleo me produce náuseas. Mañana no vengo. Velázquez le aseguró a papá que acabaría en seis meses. Llevamos ocho.


domingo, 17 de enero de 2021

El hombre del haschisch. Lord Dunsany.

El otro día asistía a una comida en Londres. Las señoras se habían retirado al piso de arriba, y nadie se sentaba a mi derecha; a mi izquierda tenía a un hombre a quien no conocía, pero que evidentemente sabía mi nombre, porque al cabo de un rato se volvió hacia mí y me dijo:
—He leído en una revista un cuento suyo sobre Bethmoora.
Por supuesto, recordé el cuento. Era el cuento de una hermosa ciudad oriental súbitamente abandonada un día, nadie sabe por qué. Respondí:
—¡Oh, si! —y busqué con calma en mi mente alguna fórmula de reconocimiento más adecuada al encomio que me había dedicado su memoria.
Pero quedé asombrado cuando me dijo: «Está usted en un error respecto a la enfermedad del gnousar; no fue nada de eso.»
Yo repuse: «¿Cómo? ¿Ha estado usted allí?»
Y él dijo: «Si; voy a veces con el haschisch. Conozco Bethmoora bastante bien.» Y sacó del bolsillo una cajita llena de una substancia negra parecida a la brea, pero con un olor extraño. Me advirtió que no la tocara con los dedos, porque me quedaría la mancha para muchos días. «Me la regaló un gitano», dijo. «Tenía cierta cantidad, porque era lo que había terminado por matar a su padre. » Mas le interrumpí, pues anhelaba conocer de cierto por qué había sido abandonada Bethmoora, la hermosa ciudad, y por qué súbitamente huyeron de ella todos sus habitantes en un día, «¿Fue por la maldición del Desierto?», pregunté. Y él dijo: «En parte fue la cólera del Desierto y en parte el aviso del emperador Thuba Mleen, porque esta espantosa bestia estaba en cierto modo emparentada con el Desierto por línea de madre.»
Y me contó esta extraña historia: «Usted recuerda al marinero de la negra cicatriz que estaba en Bethmoora el día descrito por usted, cuando los tres mensajeros llegaron jinetes en sendas mulas a la puerta de la ciudad y huyó toda la gente. Encontré a este hombre en una taberna bebiendo ron y me contó el éxodo de Bethmoora, pero tampoco sabía en qué consistiera el mensaje ni quién lo había enviado. Sin embargo, dijo que quería ver de nuevo a Bethmoora, otra vez que tocase en puerto de Oriente, aunque tuviera que habérselas con el mismo diablo. Decía con frecuencia que quería encontrarse cara a cara con el diablo para descubrir el misterio que vació en un solo día a Bethmoora. Y al fin acabó por verse con Thuba Mleen, cuya refinada ferocidad no había él imaginado. Pero un día me dijo el marinero que había encontrado barco, y no volví a hallarle en la taberna bebiendo ron. Fue por entonces cuando el gitano me regaló el haschisch, del que guardaba una cantidad sobrante. Literalmente, le saca a uno de sí mismo. Es como unas alas. Vuela usted a distantes países y entra en otros mundos. Una vez descubrí el secreto del universo. He olvidado lo que era, pero sé que el Creador no toma en serio la Creación, porque recuerdo que Él se sentaba en el Espacio frente a toda Su obra y reía. He visto cosas increíbles en espantosos mundos. De la misma suerte que su imaginación le lleva a usted allá, sólo por la imaginación puede usted volver. Una vez encontré en el éter a un espíritu fatigado y vagabundo que había pertenecido a un hombre a quien las drogas habían matado cien años antes, y me llevó a regiones que jamás había yo imaginado; nos separamos coléricos más allá de las Siete Cabrillas, y no pude imaginar mi camino de retorno. Y hallé una enorme forma gris, que era el espíritu de un gran pueblo, tal vez de una estrella entera, y le supliqué me indicara el camino de mi casa, y se detuvo a mi lado como un viento súbito y señaló, y hablando muy quedo, me preguntó si distinguía allí cierta lucecilla, y yo veía una débil y lejana estrella, y entonces me dijo: «Es el Sistema Solar», y se alejó a tremendas zancadas. Imaginé como pude mi camino de retorno, y a un tiempo justo, porque mi cuerpo estaba a punto de quedarse tieso sobre una silla en mi cuarto; el fuego se había extinguido y todo estaba frío, y tuve que mover todos mis dedos uno por uno, y había en ellos alfileres y agujas, y terribles dolores en las uñas, que empezaban a deshelarse. Al fin logré mover un brazo y alcanzar la campanilla, y nadie vino en un largo rato, porque todos estaban acostados; pero al cabo un hombre apareció, y trajeron a un médico; y él dijo que era una intoxicación de haschisch; pero todo hubiera ocurrido a pedir de boca si no hubiera topado con el cansado espíritu vagabundo.
«Podría contarle a usted cosas sorprendentes que he visto; pero usted quiere saber quién envió el mensaje a Bethmoora. Pues bien, fue Thuba Mleen.
«He aquí cómo lo he sabido. Yo iba a menudo a la ciudad después de aquel día que usted describió (yo acostumbraba a tomar el haschisch todas las tardes en mi casa), y siempre la encontré deshabitada. Las arenas del desierto habían invadido la ciudad, y las calles estaban amarillas y llanas, y en las abiertas puertas, que batían el aire, se amontonaba la arena.
»Una tarde monté una guardia junto al fuego, y, acomodado en una silla, mastiqué mi haschisch; y la primera cosa que vi al llegar a Bethmoora fue el marinero de la negra cicatriz, que paseaba calle abajo, dejando las huellas de sus pies en la amarilla arena. Y entonces comprendí que iba a ver el secreto poder que mantenía despoblada a Bethmoora.
«Vi que el Desierto había montado en cólera, porque nubes tempestuosas se hinchaban en el horizonte y se oía el mugido de la arena.
»Bajaba el marinero por la calle escudriñando las casas vacías; unas veces gritaba y otras cantaba, o escribía su nombre en una pared de mármol. Luego se sentó en un peldaño y comió su ración. Al cabo de algún tiempo se aburrió de la ciudad y volvió calle arriba. Cuando llegaba a la puerta de cobre verde aparecieron tres hombres montados en camellos.
«Yo no podía hacer nada. Yo no era más que una conciencia invisible, vagabunda; mi cuerpo estaba en Europa. El marinero se defendió bien con sus puños; pero al fin fue reducido y amarrado con cuerdas e internado en el Desierto.
«Le seguí cuanto pude, y vi que se dirigían por el camino del Desierto, rodeando las montañas de Hap, hacia Utnar Véhi, y entonces conocí que los hombres de los camellos pertenecían a Thuba Mleen.
«Yo trabajo todo el día en una oficina de seguros, y espero que no me olvidará si desea hacer algún seguro de vida, contra incendio o de automóviles; pero esto nada tiene que ver con mi historia.
«Estaba impaciente, ansioso por volver a mi casa, aunque no es saludable tomar haschisch dos días seguidos; mas anhelaba ver lo que harían con el pobre hombre, porque a mi oído habían llegado malos rumores acerca de Thuba Mleen. Cuando por fin me vi libre, tuve que escribir una carta; llamé luego a mi criado y le di orden de que nadie me molestase; pero dejé la puerta abierta en previsión de un accidente. Después aticé un buen fuego, me senté y tomé una ración del tarro de los sueños. Me dirigía al palacio de Thuba Mleen.
«Detuviéronme más que de costumbre los ruidos de la calle, pero de súbito me sentí elevado sobre la ciudad; los países europeos volaban raudos por debajo de mí, y a lo lejos aparecieron las finas y blancas agujas del palacio de Thuba Mleen. Le encontré en seguida al extremo de una reducida y estrecha cámara. Una cortina de rojo cuero pendía a su espalda, y en ella estaban bordados con hilo de oro todos los nombres de Dios escritos en yannés. Tres ventanitas había en lo alto. El Emperador podría tener hasta veinte años, y era pequeño y flaco. Nunca la sonrisa asomaba a su rostro amarillo y sucio, aunque sonreía entre dientes de continuo. Cuando recorrí con la vista desde la deprimida frente al trémulo labio inferior, me di cuenta de que algo horrible había en él, aunque no pude percibir qué era. Luego me percaté: aquel hombre nunca pestañeaba; y aunque después observé atentamente aquellos ojos para sorprender un parpadeo, jamás pude advertirlo.
«Luego seguí la absorta mirada del Emperador y vi tendido en el suelo al marinero, que estaba vivo, pero horriblemente desgarrado, y los reales torturadores cumplían su obra en torno de él. Habían arrancado de su cuerpo largas túrdigas de pellejo, pero sin acabar de desprenderlas, y atormentaban los extremos de ellas a bastante distancia del marinero.» El hombre que encontré en la comida me contó muchas cosas que debo omitir. «El marinero gemía suavemente, y a cada gemido Thuba Mleen sonreía. Yo no tenía olfato, mas oía y veía, y no sé qué era lo más indignante, si la terrible condición del marinero, o el feliz rostro sin pestañeo del horrible Thuba Mleen.
«Yo quería huir, pero no había llegado el momento y hube de permanecer donde estaba.
«De pronto comenzó a contraerse con violencia la faz del Emperador y su labio a temblar rápidamente, y llorando de rabia, gritó en yannés con desgarrada voz al capitán de los torturadores que había un espíritu en la cámara. Yo no temía, porque los vivos no pueden poner sus manos sobre un espíritu, pero todos los torturadores espantáronse de su cólera y suspendieron la tarea, porque sus manos temblaban de horror. Luego salieron de la cámara dos lanceros, y a poco volvieron con sendos cuencos de oro rebosantes de haschisch; los cuencos eran tan grandes, que podrían flotar cabezas en ellos si hubieran estado llenos de sangre. Y los dos hombres se abalanzaron rápidamente sobre ellos y empezaron a comer a grandes cucharadas; cada cucharada hubiera dado para soñar a un centenar de hombres. Pronto cayeron en el estado del haschisch, y sus espíritus, suspensos en el aire, preparábanse a volar libremente, mientras yo estaba horriblemente espantado; pero de cuando en cuando retornaban a su cuerpo, llamados por algún ruido de la estancia. Todavía seguían comiendo, pero ya perezosamente y sin avidez. Por fin las grandes cucharas cayeron de sus manos, y se elevaron sus espíritus y los abandonaron. Mas yo no podía huir. Y los espíritus eran aún más horribles que los hombres, porque éstos eran jóvenes y todavía no habían tenido tiempo de moldearse a sus almas espantosas. Aún gemía blandamente el marinero, suscitando leves temblores en el Emperador Thuba Mleen. Entonces, los dos espíritus se abalanzaron sobre mí y me arrastraron como las ráfagas del viento arrastran a las mariposas, y nos alejamos del pequeño hombre pálido y odioso. No era posible escapar a la fiera insistencia de los espíritus. La energía de mi terrón minúsculo de droga era vencida por la enorme cucharada llena que aquellos hombres habían comido con ambas manos. Pasé como un torbellino sobre Arvle Woondery, y fui llevado a las tierras de Snith, y arrastrado sobre ellas hasta llegar a Kragua, y aún más allá, a las tierras pálidas casi ignoradas de la fantasía. Llegamos al cabo a aquellas montañas de marfil que se llaman los Montes de la Locura. E intenté luchar contra los espíritus de los súbditos de aquel espantoso Emperador, porque oí al otro lado de los montes de marfil las pisadas de las bestias feroces que hacen presa en el demente, paseando sin cesar arriba y abajo. No era culpa mía que mi pequeño terrón de haschisch no pudiera luchar con su horrible cucharada... »
Alguien sacudió la campanilla de la puerta. En aquel momento entró un criado y dijo a nuestro anfitrión que un policía estaba en el vestíbulo y quería hablarle al punto. Nos pidió licencia, salió y oímos que un hombre de pesadas botas le hablaba en voz baja. Mi amigo se levantó, se acercó a la ventana, la abrió y miró al exterior. «Debí pensar que haría una hermosa noche», dijo. Luego saltó afuera. Cuando asomamos por la ventana nuestras cabezas asombradas, ya se había perdido de vista.

Cuentos de un soñador, 1910.

sábado, 16 de enero de 2021

La oración del dragón. Julia Otxoa.

Todas las noches, cuando llega la hora de las noticias y los políticos empiezan con su verborrea sobre política nacional, entro en la cocina y quito el sonido del televisor, me siento a la mesa y pelo cuatro cabezas de ajos; desgrano luego todos los dientes y los machaco lentamente en un mortero de madera; lo mezclo todo con sal, aceite de oliva y un chorrito de limón y sigo dándole golpes hasta formar una masa compacta; entonces meto el dedo, la pruebo y si está en su justo punto tuesto cuatro rebanadas de pan y las coloco en un plato junto al mortero. Me arrodillo entonces entre el frigorífico y la regadera, y echo a volar todas las pieles de ajo por encima de mi cabeza, como si fueran pétalos de rosa cayendo por todas partes, alegre lluvia sobre un templo iluminado por un fuerte olor a ajos y a pan tostado.
Sólo después de todo esto llega el tiempo de mi gimnasia diaria con saltos y volteretas por el pasillo, la sala y las habitaciones. Los ejercicios gimnásticos duran exactamente el tiempo del telediario, treinta minutos. Luego, sudada y exhausta, me doy una ducha, me pongo ropa limpia y me siento tranquila y feliz en la mesa de la cocina a comerme las rebanadas de pan untadas con ajo, aceite y limón, regándolo todo con una cerveza rubia y helada.
Después de estos aperitivos salgo al balcón a echar unas cuantas llamaradas con mi aliento de ajos. La noche se incendia ante mis ojos. Y así estoy un ratito apoyada en la barandilla, contemplándolo todo, imaginándome que vuelo sobre árboles y tejados, sintiendo dentro de mí música de volcanes, las estrellas parpadeando sobre mi cabeza. En esos instantes pienso que algo así tenían que sentir en un pasado los dragones, cuando en plena ebullición de sus incendiadas fauces miraban el cielo.

viernes, 15 de enero de 2021

Memoria. Edmundo Valadés.

Cuando alguien muere, sus recuerdos y experiencias son concentrados en una colosal computadora, instalada en un planeta invisible. Allí queda la historia íntima de cada ser humano, para propósitos que no se pueden revelar.
Enfermo de curiosidad, el diablo ronda alrededor de ese planeta.

 

miércoles, 13 de enero de 2021

Porque nosotras somos niñas y él es un niño. Svetlana Alexiévich.

Rimma Pozniakova (Kamínskaia), seis años.
Actualmente es obrera


Yo estaba en la guardería… Jugando con las muñecas…
Me avisaron: «Ha venido tu padre. ¡Ha estallado la guerra!». A mí no me apetecía irme. Quería seguir jugando. Lloraba.
«¿Qué es eso de la guerra? ¿Cómo que me van a matar? ¿Cómo que matarán a mi padre?» Apareció una palabra nueva: «refugiados». Mi madre confeccionó unos pequeños saquitos y metió en ellos nuestras partidas de nacimiento y alguna otra información, como nuestra dirección. Nos los hacía llevar colgados del cuello. Si la mataban, la gente podría saber quiénes éramos.
Nos pasábamos los días caminando. Perdimos a papá. Nos asustamos. Mi madre nos dijo que a papá lo habían enviado a un campo de concentración, pero que iríamos a verlo. «¿Qué es un campo de concentración?» Conseguimos reunir un poco de comida. ¿Que qué comida había? Manzanas asadas. Nuestra casa había ardido, también había ardido el jardín: en los manzanos quedaron colgando manzanas asadas. Las recogíamos y nos las comíamos.
El campo de concentración estaba en Drozdí, cerca del estanque de Komsomólskoie ózero. Actualmente forma parte de Minsk, pero en aquella época era una aldea. Recuerdo la alambrada de espino de color negro; la gente también era negra, todos parecían iguales. No reconocimos a papá, pero él sí nos vio a nosotros. Intentó acariciarme, pero a mí me daba miedo acercarme a la alambrada y tiraba de mi madre, le pedía que por favor volviéramos a casa.
No recuerdo cómo ni cuándo, pero mi padre volvió a casa. Sé que trabajaba en el molino, y mi madre nos enviaba allí para que le llevásemos el almuerzo, a mí y a mi hermana pequeña, Toma. Toma era chiquitita, yo era un poco mayor, ya llevaba incluso sujetador de niña; antes de la guerra era una prenda muy común. Mamá nos preparaba un paquetito con el almuerzo de mi padre y me escondía debajo del sujetador unas octavillas. Eran unas hojas pequeñas, de cuaderno escolar, escritas a mano. Mi madre nos acompañaba hasta la puerta, lloraba y nos daba instrucciones: «No os acerquéis a nadie, solo a vuestro padre». Luego se quedaba allí, esperándonos, hasta que volvíamos.
No recuerdo sentir miedo… Si mamá dice que hay que ir significa que tenemos que ir. «Mamá dice» era lo principal. No planteábamos desobedecer a nuestra madre, no hacer lo que ella nos pedía. La adorábamos. Ni siquiera podíamos imaginarnos que existía la posibilidad de no hacerle caso.
Si hacía frío, todos nos metíamos en lo alto de la estufa; teníamos una zamarra grande y nos metíamos debajo de ella. Para calentar la estufa teníamos que robar carbón en la estación de tren. Avanzábamos a gatas para burlar al centinela. Volvíamos con un cubo lleno de carbón, parecíamos limpiachimeneas: las rodillas, los codos, la nariz, la frente…, estábamos completamente negros.
Por la noche todos los niños nos acostábamos juntos, nadie quería dormir solo. Éramos cuatro: mis dos hermanitas; Borís, un niño de cuatro años al que mi madre había adoptado, y yo. Mucho tiempo después supimos que Borís era hijo de Lelia Revínskaia, una amiga de mamá que luchaba en la organización clandestina. Pero en aquel momento mi madre solo nos dijo que había un niño pequeño que a menudo se quedaba solo en casa, que estaba asustado y que no tenía comida. Ella quería que lo aceptáramos y le cogiéramos cariño. Era consciente de que no era fácil, porque los niños a menudo rechazan a otros niños. Actuó con mucha habilidad: no trajo ella a Borís a casa, sino que nos envió a nosotras a buscarlo. «Id a buscar a ese niño, necesita amigos.» Fuimos a por él y lo llevamos a casa.
Borís tenía muchos libros con dibujos bonitos, quiso llevárselos todos y nosotras le ayudamos a llevarlos. Solíamos sentarnos en lo alto de la estufa y él nos contaba cuentos. Nos cayó tan bien que le cogimos muchísimo cariño, tal vez por todas las cosas que sabía. En la calle les decíamos a los demás niños: «Sed buenos con él».
Nosotras éramos rubias, y Borís, moreno. Su madre vino un día a casa, llevaba el cabello recogido en una gruesa trenza negra. Me regaló un espejito. Yo escondí el espejo y decidí que si me miraba en él todas las mañanas, me crecería una trenza como la suya.
Cuando jugábamos en el patio, los otros niños nos gritaban:
—¿De quién es Borís?
—Es nuestro.
—¿Y cómo es que vosotras sois rubias y él no?
—Porque nosotras somos niñas y él es un niño. —Mamá nos había enseñado esa respuesta.
Estaba claro que Borís era nuestro porque a su mamá y a su papá los habían matado y a él por poco lo enviaban al gueto. De alguna manera, ya lo sabíamos. Nuestra madre temía que lo reconociesen y se lo llevaran. Cuando salíamos todos juntos, nosotras llamábamos a nuestra madre «mamá», pero Borís la llamaba «tía». Ella le pedía:
—Llámame «mamá». —Y le daba un trocito de pan.
Él cogía el pan, se alejaba unos pasos y decía:
—Gracias, tía.
Las lágrimas, una tras otra, corrían por su cara…

Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial, 1985.
 

martes, 12 de enero de 2021

Underwood. Enrique Jaramillo Levi.

La carta había demorado en llegar. La tenía ahora frente a los ojos, desdoblada, convulsa entre sus dedos. No lograba iniciar la lectura. Las letras se desdibujaban fundiéndose unas con otras como si el llanto las hubiese escurrido. Pero no lloraba. Hacía mucho tiempo que no se daba esa satisfacción. En cambio vacilaba, temeroso de la respuesta que había guardado en secreto durante lo que ya parecía una vida. Se concentró, haciendo un esfuerzo enorme, y las letras fueron recuperando sus pequeñas estaturas, la separación breve y nítida que caracterizaba a la Underwood portátil que él mismo le había comprado poco después de la boda.
Todo el contenido podía resumirse en la última línea:
Te amo aún. Llego el viernes.
Arrugó la hoja. Casi en seguida volvió a estirarla. Sus ojos recorrieron ávidos las disculpas, los ruegos, el esbozo de planes que habrían de realizar juntos. Ella había tenido la culpa de todo, aseguraba. Pero no volvería a ocurrir. Y luego venía la reafirmación de lo que él había rogado todas las noches. Y el anuncio escueto de su llegada. Al buscar la hora en su reloj, notó sorprendido que ya era viernes. Corrió hasta el auto anticipando el abrazo, sintiendo contra su cuerpo el arrepentimiento de ella, su vergüenza. Amanecía.
Esperó largas horas en la estación. Sus ideas se perdían en las más enmarañadas conjeturas. Recordó de pronto que no sabía a qué hora llegaría. Ni cómo viajaría hasta él. Hasta podía llegar en avión, nada tendría de raro. Entonces, ¿por qué estaba él en la estación, esperando quién sabe qué autobús? Sin darse cuenta manejó hasta allí, guiado quizá por la forma que había tomado tantas veces aquel sueño. Siempre la miraba bajar sonriente, buscándolo con la vista, hasta que la veía de pie junto a la columna que ahora sostenía su peso. Se dijo, angustiado, que era un imbécil.
Por suerte traía la carta. La desdobló presuroso. No había ningún indicio de cómo se transportaría hasta la ciudad. Pasaron los minutos y la incertidumbre se iba espesando en sus jadeos. ¿Cómo no se le ocurrió explicar claramente la hora y el lugar de su arribo? No había cambiado. Sigue siendo tan irresponsable como siempre. Tendrá que tomar un taxi hasta la casa porque él no puede hacer nada más. Allá la esperaría.
La noche se hizo densa y angustiosa. De nada le sirvió leer durante el día las revistas que lo rodeaban. Tampoco se distrajo escuchando la radio ni saliendo al balcón a cada rato. Pronto serían las doce y entonces la llegada del sábado se encargaría de probar otra vez lo que él siempre sospechó: era una mentirosa, la más cruel de las farsantes.
A la una de la mañana confirmó que ya nunca más le creería una sola palabra. Aunque llegaran mil cartas pidiéndole perdón o volviera a escuchar su voz suplicante por teléfono. Caminó hasta la pequeña Underwood, insertó un papel, tecleó a prisa. Las letras salían débiles, destintadas. Cambió la cinta. Escribió:
Querido Ramiro:
Tienes que perdonarme. Perdí el avión el viernes. Iré la próxima semana, sin falta. Ya te avisaré. Te amo. Debes creerme…