Melilla,
verano de 1936: estalla el golpe de estado contra la república
española.
El
trasfondo ideológico será explicado, tiempo después, por el
ministro de Información, Gabriel Arias Salgado:
-El
Diablo vive en un pozo de petróleo, en Bakú, y desde allí da
instrucciones a los comunistas.
El
incienso contra el azufre, el Bien contra el Mal, los cruzados de la
Cristiandad contra los nietos de Caín. Hay que acabar con los rojos,
antes de que los rojos acaben con España: los presos se dan la gran
vida, los maestros desalojan a los curas de las escuelas, las mujeres
votan como si fueran varones, el divorcio profana el sagrado
matrimonio, la reforma agraria amenaza el señorío de la Iglesia
sobre las tierras…
El
golpe nace matando, y desde el principio es muy expresivo.
Generalísimo
Francisco Franco:
-Salvaré
a España del marxismo al precio que sea.
-¿Y
si eso significa fusilar a media España?
-Cueste
lo que cueste.
General
José Millán-Astray:
-¡Viva
la muerte!
General
Emilio Mola:
-Cualquiera
que sea, abierta o secretamente, defensor del Frente Popular, debe
ser fusilado.
General
Gonzalo Queipo de Llano:
-¡Id
preparando sepulturas!
Guerra
Civil es el nombre del baño de sangre que el golpe de estado desata.
El lenguaje pone, así, el signo de la igualdad entre la democracia
que se defiende y el cuartelazo que la ataca, entre los milicianos y
los militares, entre el gobierno elegido por el voto popular y el
caudillo elegido por la gracia de Dios.
Espejos. Una historia casi universal. Eduardo Galeano, 2008.
lunes, 31 de julio de 2017
domingo, 30 de julio de 2017
Las panteras y el templo. Abelardo Castillo.
Y
sin embargo sé que algún día tendré un descuido, tropezaré con
un mueble o simplemente me temblará la mano y ella abrirá los ojos
mirándome aterrada (creyendo acaso que aún sueña, que ese que está
ahí junto a la cama, arrodillado y con el hacha en la mano, es un
asesino de pesadilla), y entonces me reconocerá, quizá grite, y sé
que ya no podré detenerme.
Todo fue diabólicamente extraño. Ocurrió mientras corregía aquella historia del hombre que una noche se acerca sigilosamente a la cama de su mujer dormida, con un hacha en alto (no sé por qué elegí un hacha: ésta aún no estaba allí, llamándome desde la pared con un grito negro, desafiándome a celebrar una vez más la monstruosa ceremonia). Imaginé, de pronto, que el hombre no mataba a la mujer. Se arrepiente, y no mata. El horror consistía, justamente, en eso: él guardará para siempre el secreto de aquel juego; ella dormirá toda su vida junto al hombre que esa noche estuvo a punto de deshacer, a golpes, su luminosa cabeza rubia (por qué rubia y luminosa, por qué no podía dejar de imaginarme el esplendor de su pelo sobre la almohada), y ese secreto intolerable sería la infinita venganza de aquel hombre. La historia, así resuelta, me pareció mucho más bella y perversa que la historia original.
Inútilmente, traté de reescribirla. Como si alguien me hubiese robado las palabras, era incapaz de narrar la sigilosa inmovilidad de la luna en la ventana, el trunco dibujo del hacha ahora detenida en el aire, el pelo de la mujer dormida, los párpados del hombre abiertos en la oscuridad, su odio tumultuoso paralizado de pronto y transformándose en un odio sutil, triunfal, mucho más atroz por cuanto aplacaba, al mismo tiempo, al amor y a la venganza.
Me sentí incapaz, durante días, de hacer algo con aquello. Una tarde, mientras hojeaba por distraerme un libro de cacerías, vi el grabado de una pantera. Las panteras irrumpen en el templo, pensé absurdamente. Más que pensarlo, casi lo oí. Era el comienzo de una frase en alemán que yo había leído hacía muchos años, ya no recordaba quién la había escrito, ni comprendí por qué me llenaba de una salvaje felicidad. Entonces sentí como si una corriente eléctrica me atravesara el cuerpo, una idea, súbita y deslumbrante como un relámpago de locura. No sé en qué momento salí a la calle; sé que esa misma noche yo estaba en este cuarto mirando fascinado el hacha. Después, lentamente la descolgué. No era del todo como yo la había imaginado: se parece más a un hacha de guerra del siglo XIV, es algo así como una pequeña hacha vikinga con tientos en la empañadura y hoja negra. Mi mujer se había reído con ternura al verla, yo nunca me resignaría a abandonar la infancia. El día siguiente fue como cualquier otro. No recuerdo ningún acontecimiento extraño o anormal hasta mucho después. Una noche, al acostarse, mi mujer me miró con preocupación. “Estás cansado”, me dijo, “no te quedes despierto hasta muy tarde.” Respondí que no estaba cansado, dije algo que la hizo sonreír acerca del fuego pálido de su pelo, le besé la frente y me encerré en mi escritorio. Aquélla fue la primera noche que recuerdo haber realizado la ceremonia del hacha. Traté de engañarme, me dije que al descolgarla y cruzar con pasos de ladrón las habitaciones de mi propia casa, sólo quería (es ridículo que lo escriba) experimentar yo mismo las sensaciones (el odio, el terror, la angustia) de un hombre puesto a asesinar a su mujer. Un hombre puesto. La palabra es horriblemente precisa, sólo que ¿puesto por quién? Como mandado por una voluntad ajena y demencial me transformé en el fantasma de una invención mía. Siempre lo temí, por otra parte. De algún modo, siempre supe que ellas acechan y que uno no puede conjurarlas sin castigo, las panteras, que cualquier día entran y profanan los cálices. Desde que mi mano acarició por primera vez el áspero y cálido correaje de su empuñadura, supe que la realidad comenzaba a ceder, que inexorablemente me deslizaba, como por una grieta, a una especie de universo paralelo, al mundo de los zombies que porque alguien los sueña se abandonan una noche al caos y deben descolgar un hacha. El creador organiza un universo. Cuando ese universo se arma contra él, las panteras han entrado en el templo. Todavía soy yo, todavía me aferro a estas palabras que no pueden explicar nada, porque quién es capaz de sospechar siquiera lo que fue aquello, aquel arrastrarse centímetro a centímetro en la oscuridad, casi sin avanzar, oyendo el propio pulso como un tambor sordo en el silencio de la casa, oyendo una respiración sosegada que de pronto se altera por cualquier motivo, oyendo el crujir de las sábanas como un estallido sólo porque ella, mi mujer que duerme y a la que yo arrastrándome me acerco, se ha movido en sueños. Siento entonces todo el ciego espanto, todo el callado pavor que es capaz de soportar un hombre sin perder la razón, sin echarse a dar gritos en la oscuridad. Acabo de escribirlo: todo el miedo de que es capaz un hombre a oscuras, en silencio.
Creí o simulé creer que después de aquel juego disparatado podría terminar mi historia. Esa mañana no me atreví a mirar los ojos de mi mujer y tuve la dulce y paradoja esperanza de haber estado loco la noche anterior. Durante el día no sucedió nada; sin embargo, a medida que pasaban las horas, me fue ganando un temor creciente, vago al principio pero más poderoso a medida que caía la tarde: el miedo a repetir la experiencia. No la repetí aquella noche, ni a la noche siguiente. No la hubiese repetido nunca de no haber dado por casualidad (o acaso la busqué días enteros en mi biblioteca, o acaso quería encontrarla por azar en la página abierta de un libro) con una traducción de aquel oscuro símbolo alemán. Leopardos irrumpen en el templo, leí, y beben hasta vaciar los cántaros de sacrificio: esto se repite siempre, finalmente es posible preverlo y se convierte en parte de la ceremonia.
Hace muchos años de esto, he olvidado cuántos. No me resistí: descolgué casi con alegría el hacha, me arrodillé sobre la alfombra y emprendí, a rastras, la marcha en la oscuridad. Y sin embargo sé que algún día cometeré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano. Cada noche es mayor el tiempo que me quedo allí hipnotizado por el esplendor de su pelo, de rodillas junto a la cama. Sé que algún día ella abrirá los ojos. Sé que la luna me alumbrará la cara.
Las panteras y el templo. Abelardo Castillo, 1976.
Todo fue diabólicamente extraño. Ocurrió mientras corregía aquella historia del hombre que una noche se acerca sigilosamente a la cama de su mujer dormida, con un hacha en alto (no sé por qué elegí un hacha: ésta aún no estaba allí, llamándome desde la pared con un grito negro, desafiándome a celebrar una vez más la monstruosa ceremonia). Imaginé, de pronto, que el hombre no mataba a la mujer. Se arrepiente, y no mata. El horror consistía, justamente, en eso: él guardará para siempre el secreto de aquel juego; ella dormirá toda su vida junto al hombre que esa noche estuvo a punto de deshacer, a golpes, su luminosa cabeza rubia (por qué rubia y luminosa, por qué no podía dejar de imaginarme el esplendor de su pelo sobre la almohada), y ese secreto intolerable sería la infinita venganza de aquel hombre. La historia, así resuelta, me pareció mucho más bella y perversa que la historia original.
Inútilmente, traté de reescribirla. Como si alguien me hubiese robado las palabras, era incapaz de narrar la sigilosa inmovilidad de la luna en la ventana, el trunco dibujo del hacha ahora detenida en el aire, el pelo de la mujer dormida, los párpados del hombre abiertos en la oscuridad, su odio tumultuoso paralizado de pronto y transformándose en un odio sutil, triunfal, mucho más atroz por cuanto aplacaba, al mismo tiempo, al amor y a la venganza.
Me sentí incapaz, durante días, de hacer algo con aquello. Una tarde, mientras hojeaba por distraerme un libro de cacerías, vi el grabado de una pantera. Las panteras irrumpen en el templo, pensé absurdamente. Más que pensarlo, casi lo oí. Era el comienzo de una frase en alemán que yo había leído hacía muchos años, ya no recordaba quién la había escrito, ni comprendí por qué me llenaba de una salvaje felicidad. Entonces sentí como si una corriente eléctrica me atravesara el cuerpo, una idea, súbita y deslumbrante como un relámpago de locura. No sé en qué momento salí a la calle; sé que esa misma noche yo estaba en este cuarto mirando fascinado el hacha. Después, lentamente la descolgué. No era del todo como yo la había imaginado: se parece más a un hacha de guerra del siglo XIV, es algo así como una pequeña hacha vikinga con tientos en la empañadura y hoja negra. Mi mujer se había reído con ternura al verla, yo nunca me resignaría a abandonar la infancia. El día siguiente fue como cualquier otro. No recuerdo ningún acontecimiento extraño o anormal hasta mucho después. Una noche, al acostarse, mi mujer me miró con preocupación. “Estás cansado”, me dijo, “no te quedes despierto hasta muy tarde.” Respondí que no estaba cansado, dije algo que la hizo sonreír acerca del fuego pálido de su pelo, le besé la frente y me encerré en mi escritorio. Aquélla fue la primera noche que recuerdo haber realizado la ceremonia del hacha. Traté de engañarme, me dije que al descolgarla y cruzar con pasos de ladrón las habitaciones de mi propia casa, sólo quería (es ridículo que lo escriba) experimentar yo mismo las sensaciones (el odio, el terror, la angustia) de un hombre puesto a asesinar a su mujer. Un hombre puesto. La palabra es horriblemente precisa, sólo que ¿puesto por quién? Como mandado por una voluntad ajena y demencial me transformé en el fantasma de una invención mía. Siempre lo temí, por otra parte. De algún modo, siempre supe que ellas acechan y que uno no puede conjurarlas sin castigo, las panteras, que cualquier día entran y profanan los cálices. Desde que mi mano acarició por primera vez el áspero y cálido correaje de su empuñadura, supe que la realidad comenzaba a ceder, que inexorablemente me deslizaba, como por una grieta, a una especie de universo paralelo, al mundo de los zombies que porque alguien los sueña se abandonan una noche al caos y deben descolgar un hacha. El creador organiza un universo. Cuando ese universo se arma contra él, las panteras han entrado en el templo. Todavía soy yo, todavía me aferro a estas palabras que no pueden explicar nada, porque quién es capaz de sospechar siquiera lo que fue aquello, aquel arrastrarse centímetro a centímetro en la oscuridad, casi sin avanzar, oyendo el propio pulso como un tambor sordo en el silencio de la casa, oyendo una respiración sosegada que de pronto se altera por cualquier motivo, oyendo el crujir de las sábanas como un estallido sólo porque ella, mi mujer que duerme y a la que yo arrastrándome me acerco, se ha movido en sueños. Siento entonces todo el ciego espanto, todo el callado pavor que es capaz de soportar un hombre sin perder la razón, sin echarse a dar gritos en la oscuridad. Acabo de escribirlo: todo el miedo de que es capaz un hombre a oscuras, en silencio.
Creí o simulé creer que después de aquel juego disparatado podría terminar mi historia. Esa mañana no me atreví a mirar los ojos de mi mujer y tuve la dulce y paradoja esperanza de haber estado loco la noche anterior. Durante el día no sucedió nada; sin embargo, a medida que pasaban las horas, me fue ganando un temor creciente, vago al principio pero más poderoso a medida que caía la tarde: el miedo a repetir la experiencia. No la repetí aquella noche, ni a la noche siguiente. No la hubiese repetido nunca de no haber dado por casualidad (o acaso la busqué días enteros en mi biblioteca, o acaso quería encontrarla por azar en la página abierta de un libro) con una traducción de aquel oscuro símbolo alemán. Leopardos irrumpen en el templo, leí, y beben hasta vaciar los cántaros de sacrificio: esto se repite siempre, finalmente es posible preverlo y se convierte en parte de la ceremonia.
Hace muchos años de esto, he olvidado cuántos. No me resistí: descolgué casi con alegría el hacha, me arrodillé sobre la alfombra y emprendí, a rastras, la marcha en la oscuridad. Y sin embargo sé que algún día cometeré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano. Cada noche es mayor el tiempo que me quedo allí hipnotizado por el esplendor de su pelo, de rodillas junto a la cama. Sé que algún día ella abrirá los ojos. Sé que la luna me alumbrará la cara.
Las panteras y el templo. Abelardo Castillo, 1976.
sábado, 29 de julio de 2017
Historias mínimas VIII. Javier Tomeo.
Campo
de batalla y cinco mil combatientes muertos. Los primeros buitres
planean ya en las alturas, pero todavía no se atreven a descender.
En primer plano, dos guerreros cubiertos de sangre.
GUERRERO A. Oye.
GUERRERO B. Qué.
GUERRERO A. ¿Estás muerto?
GUERRERO B. Sí.
GUERRERO A. Por un momento, al verte sonreír, pensé que estabas vivo.
GUERRERO B. Pues estoy muerto.
GUERRERO A. Yo también estoy muerto.
GUERRERO B. Entonces, ¿cómo pudiste verme sonreír, si estás muerto?
GUERRERO A. ¿Y tú? ¿Cómo pudiste sonreír, si no estabas vivo?
GUERRERO B. No sé. A lo mejor la muerte es sólo una media sonrisa.
GUERRERO A. (Dándose por satisfecho con esa respuesta.) Sí, a lo mejor.
Silencio. En lontananza un anciano busca a su hijo entre los muertos, y a los que están caídos de bruces les gira amorosamente la cabeza.
GUERRERO A. Oye.
GUERRERO B. Qué.
GUERRERO A. ¿Estás muerto?
GUERRERO B. Sí.
GUERRERO A. Por un momento, al verte sonreír, pensé que estabas vivo.
GUERRERO B. Pues estoy muerto.
GUERRERO A. Yo también estoy muerto.
GUERRERO B. Entonces, ¿cómo pudiste verme sonreír, si estás muerto?
GUERRERO A. ¿Y tú? ¿Cómo pudiste sonreír, si no estabas vivo?
GUERRERO B. No sé. A lo mejor la muerte es sólo una media sonrisa.
GUERRERO A. (Dándose por satisfecho con esa respuesta.) Sí, a lo mejor.
Silencio. En lontananza un anciano busca a su hijo entre los muertos, y a los que están caídos de bruces les gira amorosamente la cabeza.
viernes, 28 de julio de 2017
Perfecto mundo imperfecto. Isabel González.
Un
niño tenía un perro con tres patas que jugaba al fútbol y atrapaba
moscas como cualquiera. Niño y perro dormían juntos, veían la tele
bajo la misma manta y todas las mañanas, a las nueve quince, se
despedían llorando frente a las puertas del colegio. Allí, el
muchacho aprendió a contar. Un tobogán en el parque, dos naranjas
en el frutero, tres bombillas en la lámpara. Hasta tres no hubo
problemas. Sin embargo, la tarde que contó cuatro, su madre lo
encontró meditabundo en el sofá. El perro quería subirse a su
regazo y el niño lo espantaba con la mano.
—Ha perdido una pata —gruñó enfurruñado.
Y se lanzó a buscarla bajo los muebles. Abrió los armarios, vació las estanterías y derribó los arcones en busca de la extremidad. La madre, arrepentida de no habérselo explicado nunca, lo detuvo, lo abrazó y le aseguró que ella lo arreglaría.
Esa tarde, cuando el niño regresó de la escuela, la mesa estaba amputada, la silla tullida, la cama coja y sobre ella, como siempre, el perro perfecto.
—Ha perdido una pata —gruñó enfurruñado.
Y se lanzó a buscarla bajo los muebles. Abrió los armarios, vació las estanterías y derribó los arcones en busca de la extremidad. La madre, arrepentida de no habérselo explicado nunca, lo detuvo, lo abrazó y le aseguró que ella lo arreglaría.
Esa tarde, cuando el niño regresó de la escuela, la mesa estaba amputada, la silla tullida, la cama coja y sobre ella, como siempre, el perro perfecto.
jueves, 27 de julio de 2017
Primera historia. Giovannino Guareschi.
Yo vivía en Bosque
Grande, en la Basa con mi padre, mi madre y once hermanos. Yo, que
era el mayor, tocaba apenas los doce años, y Quico, que era el
menor, apenas contaba dos. Mi madre me daba todas las mañanas una
cesta de pan y un saquito de miel de castañas dulces; mi padre nos
ponía en fila en la era y nos hacía decir en voz alta el
Padrenuestro; luego marchábamos con Dios y regresábamos al
anochecer.
Nuestros campos no acababan nunca y habríamos podido correr todo el día sin salir de sus lindes. Mi padre no hubiera dicho una palabra si le hubiésemos pisoteado una hectárea de trigo en brote o si le hubiésemos arrancado una hilera de vides. Sin embargo, siempre salíamos fuera, y no nos sobraba el tiempo para nuestras fechorías. También Quico, que tenía dos años, la boca pequeñita y rosada, los ojos grandes, de largas cejas, y ricitos que le caían sobre la frente como a un angelito, no se dejaba escapar un ansarón cuando lo tenía a tiro.
Todas las mañanas, a poco de haber partido nosotros, llegaban a nuestra granja viejas con canastos llenos de anserinos, pollas y pollitos asesinados, y mi madre por cada cabeza muerta daba una viva. Teníamos mil gallinas escarbando por nuestros campos, pero cuando queríamos poner algún pollo a hervir en la olla, era preciso comprarlo.
Mi madre, entre tanto, seguía cambiando ansarones vivos por ansarones muertos.
Mi padre ponía cara seria, se ensortijaba los largos bigotes e interrogaba rudamente a las mujerucas para saber si recordaban quién de los doce había sido el culpable.
Cuando alguna le decía que había sido Quico, el más pequeñín, mi padre se hacía contar tres o cuatro veces la historia, y cómo había hecho para tirar la piedra, y si era una piedra grande, y si había acertado el ansarón al primer tiro.
Estas cosas las supe mucho tiempo después: entonces no nos preocupaban. Recuerdo que una vez, mientras yo, después de haber lanzado a Quico contra un ganso que se paseaba como un estúpido por un pradecito pelado, estaba apostado con mis otros diez hermanos detrás de unas matas, vi a mi padre a veinte pasos de distancia, fumando su pipa a la sombra de una gruesa encina.
Cuando Quico hubo despachado el ganso, mi padre se marchó tranquilamente con las manos en los bolsillos, y yo y mis hermanos dimos gracias al buen Dios.
-No se ha dado cuenta -dije en voz baja a mis hermanos. Pero entonces yo no podía comprender que mi padre nos había seguido toda la mañana, ocultándose como un ladrón, nada más que para ver cómo mataba Quico los gansos.
Pero me estoy saliendo del sembrado. Es el defecto de quien tiene demasiados recuerdos.
Debo decir que Bosque Grande era un pueblo donde nadie moría, por virtud del aire extraordinario que allí se respiraba. En Bosque Grande, por lo tanto, parecía imposible que un niño de dos años pudiera enfermarse. Sin embargo, Quico enfermó seriamente. Una tarde, a tiempo ya de regresar a casa, Quico se echó repentinamente al suelo y comenzó a llorar. Al cabo de un rato dejó de llorar y se quedó dormido. No hubo modo de despertarlo. Lo alcé en brazos y sentí que ardía. Parecía de fuego. Todos entonces tuvimos un miedo terrible. Caía el sol, y el cielo estaba negro y rojo; las sombras se hacían largas. Abandonamos a Quico entre los pastos y huimos gritando y llorando como si algo terrible y misterioso nos persiguiera.
– ¡Quico duerme y quema! ¡Quico tiene fuego en la cabeza! -sollocé cuando llegué donde estaba mi padre.
Mi padre, lo recuerdo bien, descolgó la escopeta de doble caño de la pared, la cargó, se la puso bajo el brazo y nos siguió sin hablar. Nosotros íbamos apretados alrededor suyo, ya sin miedo, porque nuestro padre era capaz de fulminar un lebrato a ochenta metros. Quico, abandonado en medio de las oscuras hierbas con su largo vestidito claro y sus bucles sobre la frente, parecía un ángel del buen Dios al que se le hubiese estropeado una alita y hubiera caído en el trebolar.
En Bosque Grande nunca moría nadie, y cuando la gente supo que Quico estaba mal, todos experimentaron una enorme ansiedad. En las casas se hablaba en voz baja. Por el pueblo merodeaba un forastero peligroso y nadie de noche se atrevía a abrir la ventana por miedo de ver, en la era blanqueada por la luna, rondar la vieja vestida de negro con la guadaña en la mano.
Mi padre mandó la calesa en busca de tres o cuatro doctores famosos. Todos palparon a Quico, le apoyaron el oído en la espalda y luego miraron en silencio a mi padre.
Quico seguía dormido y ardiendo; su cara habíase vuelto más blanca que un pañuelo. Mi madre lloraba entre nosotros y se negaba a comer. Mi padre no se sentaba nunca y seguía rizándose el bigote, sin hablar. El cuarto día, los tres últimos doctores que habían llegado juntos abrieron los brazos y dijeron a mi padre: -Solamente el buen Dios puede salvar a su hijo. Recuerdo que era de mañana: mi padre hizo una seña con la cabeza y lo seguimos a la era. Luego, con un silbido llamó a los domésticos, cincuenta personas entre hombres, mujeres y niños.
Mi padre era alto, flaco y fuerte, de largos bigotes, gran sombrero, chaqueta ajustada y corta, pantalones ceñidos a los muslos y botas altas. (De joven mi padre había estado en América, y vestía a la americana). Daba miedo cuando se plantaba con las piernas abiertas delante de alguno. Así se plantó ese día mi padre frente a los domésticos y les dijo:
-Sólo el buen Dios puede salvar a Quico. De rodillas: es preciso rogar al buen Dios que salve a Quico.
Nos arrodillamos todos y empezamos a rogar en voz alta al buen Dios. Por turno las mujeres decían algo y nosotros y los hombres respondíamos: “Amén”.
Mi padre, cruzado de brazos, permaneció delante de nosotros, quieto como una estatua, hasta las siete, de la tarde, y todos oraban porque tenían miedo a mi padre y porque querían a Quico.
A las siete, cuando el sol bajaba a su ocaso, vino una mujer en busca de mi padre. Yo lo seguí.
Los tres doctores estaban sentados, pálidos, en torno de la camita de Quico.
-Empeora -dijo el más anciano -. No llegará a mañana.
Mi padre nada contestó, pero sentí que su mano apretaba fuertemente la mía.
Salimos: mi padre tomó la escopeta, la cargó a bala, se la puso en bandolera, alzó un paquete grande, me lo entregó y dijo: “Vamos”.
Caminamos a través de los campos. El sol se había escondido tras el último boscaje. Saltamos el pequeño muro de un jardín y llamamos a una puerta.
El cura estaba solo en su casa, cenando a la luz de un candil. Mi padre entró sin quitarse el sombrero. -Reverendo -dijo -, Quico está mal y solamente el buen Dios puede salvarlo. Hoy, durante doce horas, sesenta personas han rogado al buen Dios, pero Quico empeora y no llegará al día de mañana.
El cura miraba a mi padre asombrado. -Reverendo -prosiguió mi padre -, tú sólo puedes hablarle al buen Dios y hacerle saber cómo están las cosas. Hazle comprender que si Quico no sana, yo le hago volar todo. En ese paquete traigo cinco kilos de dinamita. No quedará en pie un ladrillo de toda la iglesia. ¡Vamos!
El cura no dijo palabra; salió seguido de mi padre, entró en la iglesia y fue a arrodillarse ante el altar, juntando las manos.
Mi padre permaneció en medio de la iglesia con el fusil bajo el brazo, abiertas las piernas, plantado como una roca. Sobre el altar ardía una sola vela y el resto estaba oscuro.
Hacia medianoche mi padre me llamó
-Anda a ver cómo sigue Quico y vuelve enseguida.
Volé por los campos y llegué a casa con el corazón en la boca. Luego volví corriendo todavía más ligero. Mi padre estaba todavía allí, quieto, con el fusil bajo el brazo, y el cura rezaba de bruces sobre las gradas del altar.
– ¡Papá! -grité con el último aliento.- ¡Quico ha mejorado! ¡El doctor ha dicho que está fuera de peligro! ¡Un milagro! ¡Todos ríen y están contentos!
El cura se levantó: sudaba y tenía el rostro deshecho.
-Está bien -dijo bruscamente mi padre.
Y mientras el cura lo miraba con la boca abierta, sacó del bolsillo un billete de mil y lo introdujo en el cepillo de los donativos.
-Yo los servicios los pago -dijo mi padre-. Buenas noches.
Mi padre nunca se jactó de este suceso, pero en Bosque Grande hay todavía algún excomulgado el cual dice que aquella vez Dios tuvo miedo.
Don Camilo: un mundo pequeño. Giovannino Guareschi, 1948.
Nuestros campos no acababan nunca y habríamos podido correr todo el día sin salir de sus lindes. Mi padre no hubiera dicho una palabra si le hubiésemos pisoteado una hectárea de trigo en brote o si le hubiésemos arrancado una hilera de vides. Sin embargo, siempre salíamos fuera, y no nos sobraba el tiempo para nuestras fechorías. También Quico, que tenía dos años, la boca pequeñita y rosada, los ojos grandes, de largas cejas, y ricitos que le caían sobre la frente como a un angelito, no se dejaba escapar un ansarón cuando lo tenía a tiro.
Todas las mañanas, a poco de haber partido nosotros, llegaban a nuestra granja viejas con canastos llenos de anserinos, pollas y pollitos asesinados, y mi madre por cada cabeza muerta daba una viva. Teníamos mil gallinas escarbando por nuestros campos, pero cuando queríamos poner algún pollo a hervir en la olla, era preciso comprarlo.
Mi madre, entre tanto, seguía cambiando ansarones vivos por ansarones muertos.
Mi padre ponía cara seria, se ensortijaba los largos bigotes e interrogaba rudamente a las mujerucas para saber si recordaban quién de los doce había sido el culpable.
Cuando alguna le decía que había sido Quico, el más pequeñín, mi padre se hacía contar tres o cuatro veces la historia, y cómo había hecho para tirar la piedra, y si era una piedra grande, y si había acertado el ansarón al primer tiro.
Estas cosas las supe mucho tiempo después: entonces no nos preocupaban. Recuerdo que una vez, mientras yo, después de haber lanzado a Quico contra un ganso que se paseaba como un estúpido por un pradecito pelado, estaba apostado con mis otros diez hermanos detrás de unas matas, vi a mi padre a veinte pasos de distancia, fumando su pipa a la sombra de una gruesa encina.
Cuando Quico hubo despachado el ganso, mi padre se marchó tranquilamente con las manos en los bolsillos, y yo y mis hermanos dimos gracias al buen Dios.
-No se ha dado cuenta -dije en voz baja a mis hermanos. Pero entonces yo no podía comprender que mi padre nos había seguido toda la mañana, ocultándose como un ladrón, nada más que para ver cómo mataba Quico los gansos.
Pero me estoy saliendo del sembrado. Es el defecto de quien tiene demasiados recuerdos.
Debo decir que Bosque Grande era un pueblo donde nadie moría, por virtud del aire extraordinario que allí se respiraba. En Bosque Grande, por lo tanto, parecía imposible que un niño de dos años pudiera enfermarse. Sin embargo, Quico enfermó seriamente. Una tarde, a tiempo ya de regresar a casa, Quico se echó repentinamente al suelo y comenzó a llorar. Al cabo de un rato dejó de llorar y se quedó dormido. No hubo modo de despertarlo. Lo alcé en brazos y sentí que ardía. Parecía de fuego. Todos entonces tuvimos un miedo terrible. Caía el sol, y el cielo estaba negro y rojo; las sombras se hacían largas. Abandonamos a Quico entre los pastos y huimos gritando y llorando como si algo terrible y misterioso nos persiguiera.
– ¡Quico duerme y quema! ¡Quico tiene fuego en la cabeza! -sollocé cuando llegué donde estaba mi padre.
Mi padre, lo recuerdo bien, descolgó la escopeta de doble caño de la pared, la cargó, se la puso bajo el brazo y nos siguió sin hablar. Nosotros íbamos apretados alrededor suyo, ya sin miedo, porque nuestro padre era capaz de fulminar un lebrato a ochenta metros. Quico, abandonado en medio de las oscuras hierbas con su largo vestidito claro y sus bucles sobre la frente, parecía un ángel del buen Dios al que se le hubiese estropeado una alita y hubiera caído en el trebolar.
En Bosque Grande nunca moría nadie, y cuando la gente supo que Quico estaba mal, todos experimentaron una enorme ansiedad. En las casas se hablaba en voz baja. Por el pueblo merodeaba un forastero peligroso y nadie de noche se atrevía a abrir la ventana por miedo de ver, en la era blanqueada por la luna, rondar la vieja vestida de negro con la guadaña en la mano.
Mi padre mandó la calesa en busca de tres o cuatro doctores famosos. Todos palparon a Quico, le apoyaron el oído en la espalda y luego miraron en silencio a mi padre.
Quico seguía dormido y ardiendo; su cara habíase vuelto más blanca que un pañuelo. Mi madre lloraba entre nosotros y se negaba a comer. Mi padre no se sentaba nunca y seguía rizándose el bigote, sin hablar. El cuarto día, los tres últimos doctores que habían llegado juntos abrieron los brazos y dijeron a mi padre: -Solamente el buen Dios puede salvar a su hijo. Recuerdo que era de mañana: mi padre hizo una seña con la cabeza y lo seguimos a la era. Luego, con un silbido llamó a los domésticos, cincuenta personas entre hombres, mujeres y niños.
Mi padre era alto, flaco y fuerte, de largos bigotes, gran sombrero, chaqueta ajustada y corta, pantalones ceñidos a los muslos y botas altas. (De joven mi padre había estado en América, y vestía a la americana). Daba miedo cuando se plantaba con las piernas abiertas delante de alguno. Así se plantó ese día mi padre frente a los domésticos y les dijo:
-Sólo el buen Dios puede salvar a Quico. De rodillas: es preciso rogar al buen Dios que salve a Quico.
Nos arrodillamos todos y empezamos a rogar en voz alta al buen Dios. Por turno las mujeres decían algo y nosotros y los hombres respondíamos: “Amén”.
Mi padre, cruzado de brazos, permaneció delante de nosotros, quieto como una estatua, hasta las siete, de la tarde, y todos oraban porque tenían miedo a mi padre y porque querían a Quico.
A las siete, cuando el sol bajaba a su ocaso, vino una mujer en busca de mi padre. Yo lo seguí.
Los tres doctores estaban sentados, pálidos, en torno de la camita de Quico.
-Empeora -dijo el más anciano -. No llegará a mañana.
Mi padre nada contestó, pero sentí que su mano apretaba fuertemente la mía.
Salimos: mi padre tomó la escopeta, la cargó a bala, se la puso en bandolera, alzó un paquete grande, me lo entregó y dijo: “Vamos”.
Caminamos a través de los campos. El sol se había escondido tras el último boscaje. Saltamos el pequeño muro de un jardín y llamamos a una puerta.
El cura estaba solo en su casa, cenando a la luz de un candil. Mi padre entró sin quitarse el sombrero. -Reverendo -dijo -, Quico está mal y solamente el buen Dios puede salvarlo. Hoy, durante doce horas, sesenta personas han rogado al buen Dios, pero Quico empeora y no llegará al día de mañana.
El cura miraba a mi padre asombrado. -Reverendo -prosiguió mi padre -, tú sólo puedes hablarle al buen Dios y hacerle saber cómo están las cosas. Hazle comprender que si Quico no sana, yo le hago volar todo. En ese paquete traigo cinco kilos de dinamita. No quedará en pie un ladrillo de toda la iglesia. ¡Vamos!
El cura no dijo palabra; salió seguido de mi padre, entró en la iglesia y fue a arrodillarse ante el altar, juntando las manos.
Mi padre permaneció en medio de la iglesia con el fusil bajo el brazo, abiertas las piernas, plantado como una roca. Sobre el altar ardía una sola vela y el resto estaba oscuro.
Hacia medianoche mi padre me llamó
-Anda a ver cómo sigue Quico y vuelve enseguida.
Volé por los campos y llegué a casa con el corazón en la boca. Luego volví corriendo todavía más ligero. Mi padre estaba todavía allí, quieto, con el fusil bajo el brazo, y el cura rezaba de bruces sobre las gradas del altar.
– ¡Papá! -grité con el último aliento.- ¡Quico ha mejorado! ¡El doctor ha dicho que está fuera de peligro! ¡Un milagro! ¡Todos ríen y están contentos!
El cura se levantó: sudaba y tenía el rostro deshecho.
-Está bien -dijo bruscamente mi padre.
Y mientras el cura lo miraba con la boca abierta, sacó del bolsillo un billete de mil y lo introdujo en el cepillo de los donativos.
-Yo los servicios los pago -dijo mi padre-. Buenas noches.
Mi padre nunca se jactó de este suceso, pero en Bosque Grande hay todavía algún excomulgado el cual dice que aquella vez Dios tuvo miedo.
Don Camilo: un mundo pequeño. Giovannino Guareschi, 1948.
miércoles, 26 de julio de 2017
Lo que se esconde bajo los lotos. Eva Sánchez Palomo.
Es la imagen difusa
de una mujer, vestida de tul o gasa, un blanco destacándose
violentamente en la oscuridad del bosque. Penetra por entre los
árboles, pero el movimiento de sus brazos y su cuerpo entero me
llaman, me urgen a que la siga a perdernos dentro del bosque. Al
caminar noto que el cuerpo me pesa, que estoy cansado porque llevo
mucho tiempo, quizá toda la vida, persiguiendo a esa sombra
luminosa. Camino tras ella aunque al entrar en el bosque noto un
escalofrío, como un miedo y un presentimiento que me atenazan. Pero
allá voy, impotente, hacia el rastro que va dejando la mujer, una
estela blanca que queda flotando en el aire, no sé si el vestido o
esa niebla que ahora acaba de aparecer, que va difuminando el camino
y me impide ver por dónde voy. Pero llego a un claro del bosque y
hay un estanque en el centro y veo que ella está recostada en la
orilla, esperándome con una brazo metido en el agua y el otro
llamándome, invitándome a que me acerque, y claro, yo me acerco.
Muy despacio. Y ya estoy a punto de llegar a ese brazo, a tocar el
ensueño, a descubrir el misterio de esos ojos profundos. Veo los
lotos, cubriendo la superficie del estanque, flotando como ojos
verdes abiertos en la oscuridad. Entonces sucede. Toda ella cayendo
dentro del estanque, el cabello ondeando entre los lotos, y sus ojos
hundiéndose más y más, como suplicando ¿o tal vez sonriendo? Y es
entonces yo lanzándome hacia delante, hundiendo los brazos entre los
lotos, intentando arrebatarle al agua una sombra blanca. Y, de
repente, un dolor inmenso, un grito desde lo más hondo de mi cuerpo,
y entonces mirar espantado los muñones sangrando donde antes estaban
mis brazos y gritar, gritar y gritar en el bosque solitario y oscuro.
La luna y los lotos testigos inmóviles del horror.
Es ahí cuando me despierto, sofocada y sudorosa. Y luego las horas de insomnio y pensar qué tengo yo que ver con un caballero, si será que una película, o quizá un cuento. A saber, el subconsciente, incomprensible. Tú te giras en la cama, murmuras algo que no entiendo y me pasas la mano por el pelo. Te susurro que es otra vez la maldita pesadilla y te ofreces a ir a por un vaso de agua. Pero te digo que no te molestes, que sigas durmiendo, ya voy yo.
En la cocina me deslumbra la luz del fluorescente, me preparo un vaso de leche caliente y me siento en la mesa. La luz blanca me recuerda a la pesadilla, la mujer también me hacía daño a los ojos, brillaba también fluorescente. Y los lotos, quizá nunca haya visto lotos realmente, solo alguna película o quizá sí, algún cuadro en el museo, pero no de verdad. Me hace gracia pensar que un caballero, algo tan lejos de mí, además ni siquiera me gusta el tema, porque claro, la dama del lago, los ojos verdes, creo que era de Bécquer, hace años, en el instituto, pero la mente es un laberinto extraño, imprevisible.
Ya la leche caliente me está haciendo efecto y me voy a la cama. En silencio, no quiero despertarte, pero te mueves, aunque creo que no, no te he despertado, y me quedo quieta suplicando que por favor, no más caballeros, ni damas, ni lagos, ni lotos, ni muñones.
Y pasan los días, rápidos, y las noches, muy lentas, y siempre la misma pesadilla. Tú sigues igual, tan extraño, lo noto en esa manera de mirarme, huyen tus ojos de la cara cada vez que me miras. No duermo, estoy arisca, quizá es eso, y te quitas las gafas con ese gesto tuyo, y tus ojos parece que vuelven, y me abrazas, se pasará, ya lo verás, no te preocupes, es el calor, habrás visto alguna película, un sueño tonto. Pero otra vez, ahí, lo he notado, es tu mano, que no me ha pasado por el pelo, todo lo demás sí, pero ha faltado la mano, así que el gesto está incompleto, desganado, como cuando falta la última pieza del puzzle, no es la imagen completa lo que ves, le falta, le falta todo.
Te estás cansando de mi sueño. Lo noto en tus ojos que huyen, en tus manos de gestos incompletos y está ahí también, en tu voz, ese tono impostado, nunca antes ese tono en estos cinco años.
Saldrás tarde, te juntarás con los muchachos para preparar la presentación, yo saldré de la oficina al mediodía, la tarde entera para mí, quizá descansar, leer un libro. Me quedo dormida sobre la mesa de la cocina con el libro abierto entre las manos y otra vez el bosque, la mujer de blanco, los lotos, los muñones. Grito al despertar, como siempre, y un dolor en el cuello que me atenaza. La postura imposible y el terror metido dentro.
Tengo que hacer algo, quizá buscar los lotos, mirarlos de verdad, tenerlos frente a frente. Pero dónde lotos en Madrid. Busco en Internet, lotos y Madrid, pues sí, aquí al lado, Jardín tropical de la estación de Atocha: cocoteros, palmas, palmeras, helioconias, costilla de Adán y lotos, muchos lotos…
La luz que entra por los ventanales y el agua que llueve a cada poco desde el techo forman un microclima tropical aquí, tan lejos del trópico. Camino entre los estanques y me paro en el más alejado del bullicio, al fondo, el estanque de los lotos, el más oscuro. Se ven pinceladas naranjas de peces dibujando garabatos por todas partes. Es algo hipnótico, miro a los lotos, ellos me miran y su quietud me provoca un desasosiego inexplicable. Están ahí parados, pero diciendo algo a gritos verdes, como en el sueño, eran los lotos los ojos que me pedían que hundiera mis brazos. Me dan ganas de hacerlo ahora. Es una locura. Me alejo de la barandilla con un poco de temor, y me siento en un banco frente al estanque, no sé cuánto tiempo, horas. Ya no entra luz de fuera y la zona está iluminada por unas débiles farolas. Salgo a la noche. Es muy tarde, pero tú aun no has llegado, me meto en la cama y quiero esperar a que llegues, me da miedo quedarme dormida y soñar.
Me acerco a los lotos siguiendo a la sombra blanca, me arrastra la luz, no puedo evitar seguirla, la veo caer, hundirse entre los lotos y el pelo flotando, como algas y los ojos y los lotos llamándome con gritos mudos. Mis brazos bajan muy hondo y el dolor, y el grito. Me despiertan tus manos zarandeándome, me arrancan del dolor de la pesadilla y me arrojan a la realidad. No noté cuando llegaste. Te pregunto qué tal ha ido. Tu respuesta es escueta, insuficiente, quieres dormir, te ha sobresaltado mi grito, aunque ya deberías estar acostumbrado.
Vuelvo a la estación, al mismo banco, durante días y días. A veces me preguntas qué hago por las tardes, dónde estoy cuando desaparezco. No quiero decírtelo, me da miedo pensar que creas que estoy enloqueciendo. Voy a mirar los lotos, a intentar responder su enigmática pregunta.
Hoy llevo los ojos llenos de verde, de destellos naranjas, y se encienden las farolas que me indican que se ha hecho tarde, que debo arrastrar el recuerdo y el miedo a dormir hacia las calles fuera de la estación, lejos del estanque y los lotos.
Camino hacia la salida y entonces te veo, sí, es tu pelo crespo, tus ojos que están sonriendo, muy vivos, tras las gafas, la camisa morada que yo te regalé, y tus manos que acarician el pelo de una desconocida alta y delgada, y tu boca que la besa y los cuerpos muy pegados en un abrazo que me estremece y me fulmina.
Desando mis pasos y regreso al banco, los lotos siguen estáticos mostrando fieles su certeza, ahora comprendo qué dicen sus gritos mudos y verdes, he descifrado el sueño y sonrío porque sé que esta noche por fin no habrá una sombra blanca que me insinúa la verdad, ni agua que la cubra, sí corazón a sangre viva, pero no gritos, ni lotos que me lloren de noche en un estanque.
Es ahí cuando me despierto, sofocada y sudorosa. Y luego las horas de insomnio y pensar qué tengo yo que ver con un caballero, si será que una película, o quizá un cuento. A saber, el subconsciente, incomprensible. Tú te giras en la cama, murmuras algo que no entiendo y me pasas la mano por el pelo. Te susurro que es otra vez la maldita pesadilla y te ofreces a ir a por un vaso de agua. Pero te digo que no te molestes, que sigas durmiendo, ya voy yo.
En la cocina me deslumbra la luz del fluorescente, me preparo un vaso de leche caliente y me siento en la mesa. La luz blanca me recuerda a la pesadilla, la mujer también me hacía daño a los ojos, brillaba también fluorescente. Y los lotos, quizá nunca haya visto lotos realmente, solo alguna película o quizá sí, algún cuadro en el museo, pero no de verdad. Me hace gracia pensar que un caballero, algo tan lejos de mí, además ni siquiera me gusta el tema, porque claro, la dama del lago, los ojos verdes, creo que era de Bécquer, hace años, en el instituto, pero la mente es un laberinto extraño, imprevisible.
Ya la leche caliente me está haciendo efecto y me voy a la cama. En silencio, no quiero despertarte, pero te mueves, aunque creo que no, no te he despertado, y me quedo quieta suplicando que por favor, no más caballeros, ni damas, ni lagos, ni lotos, ni muñones.
Y pasan los días, rápidos, y las noches, muy lentas, y siempre la misma pesadilla. Tú sigues igual, tan extraño, lo noto en esa manera de mirarme, huyen tus ojos de la cara cada vez que me miras. No duermo, estoy arisca, quizá es eso, y te quitas las gafas con ese gesto tuyo, y tus ojos parece que vuelven, y me abrazas, se pasará, ya lo verás, no te preocupes, es el calor, habrás visto alguna película, un sueño tonto. Pero otra vez, ahí, lo he notado, es tu mano, que no me ha pasado por el pelo, todo lo demás sí, pero ha faltado la mano, así que el gesto está incompleto, desganado, como cuando falta la última pieza del puzzle, no es la imagen completa lo que ves, le falta, le falta todo.
Te estás cansando de mi sueño. Lo noto en tus ojos que huyen, en tus manos de gestos incompletos y está ahí también, en tu voz, ese tono impostado, nunca antes ese tono en estos cinco años.
Saldrás tarde, te juntarás con los muchachos para preparar la presentación, yo saldré de la oficina al mediodía, la tarde entera para mí, quizá descansar, leer un libro. Me quedo dormida sobre la mesa de la cocina con el libro abierto entre las manos y otra vez el bosque, la mujer de blanco, los lotos, los muñones. Grito al despertar, como siempre, y un dolor en el cuello que me atenaza. La postura imposible y el terror metido dentro.
Tengo que hacer algo, quizá buscar los lotos, mirarlos de verdad, tenerlos frente a frente. Pero dónde lotos en Madrid. Busco en Internet, lotos y Madrid, pues sí, aquí al lado, Jardín tropical de la estación de Atocha: cocoteros, palmas, palmeras, helioconias, costilla de Adán y lotos, muchos lotos…
La luz que entra por los ventanales y el agua que llueve a cada poco desde el techo forman un microclima tropical aquí, tan lejos del trópico. Camino entre los estanques y me paro en el más alejado del bullicio, al fondo, el estanque de los lotos, el más oscuro. Se ven pinceladas naranjas de peces dibujando garabatos por todas partes. Es algo hipnótico, miro a los lotos, ellos me miran y su quietud me provoca un desasosiego inexplicable. Están ahí parados, pero diciendo algo a gritos verdes, como en el sueño, eran los lotos los ojos que me pedían que hundiera mis brazos. Me dan ganas de hacerlo ahora. Es una locura. Me alejo de la barandilla con un poco de temor, y me siento en un banco frente al estanque, no sé cuánto tiempo, horas. Ya no entra luz de fuera y la zona está iluminada por unas débiles farolas. Salgo a la noche. Es muy tarde, pero tú aun no has llegado, me meto en la cama y quiero esperar a que llegues, me da miedo quedarme dormida y soñar.
Me acerco a los lotos siguiendo a la sombra blanca, me arrastra la luz, no puedo evitar seguirla, la veo caer, hundirse entre los lotos y el pelo flotando, como algas y los ojos y los lotos llamándome con gritos mudos. Mis brazos bajan muy hondo y el dolor, y el grito. Me despiertan tus manos zarandeándome, me arrancan del dolor de la pesadilla y me arrojan a la realidad. No noté cuando llegaste. Te pregunto qué tal ha ido. Tu respuesta es escueta, insuficiente, quieres dormir, te ha sobresaltado mi grito, aunque ya deberías estar acostumbrado.
Vuelvo a la estación, al mismo banco, durante días y días. A veces me preguntas qué hago por las tardes, dónde estoy cuando desaparezco. No quiero decírtelo, me da miedo pensar que creas que estoy enloqueciendo. Voy a mirar los lotos, a intentar responder su enigmática pregunta.
Hoy llevo los ojos llenos de verde, de destellos naranjas, y se encienden las farolas que me indican que se ha hecho tarde, que debo arrastrar el recuerdo y el miedo a dormir hacia las calles fuera de la estación, lejos del estanque y los lotos.
Camino hacia la salida y entonces te veo, sí, es tu pelo crespo, tus ojos que están sonriendo, muy vivos, tras las gafas, la camisa morada que yo te regalé, y tus manos que acarician el pelo de una desconocida alta y delgada, y tu boca que la besa y los cuerpos muy pegados en un abrazo que me estremece y me fulmina.
Desando mis pasos y regreso al banco, los lotos siguen estáticos mostrando fieles su certeza, ahora comprendo qué dicen sus gritos mudos y verdes, he descifrado el sueño y sonrío porque sé que esta noche por fin no habrá una sombra blanca que me insinúa la verdad, ni agua que la cubra, sí corazón a sangre viva, pero no gritos, ni lotos que me lloren de noche en un estanque.
martes, 25 de julio de 2017
Entre el cielo y el infierno. Albert Sánchez Piñol.
¿Qué
se puede tener en una milmillonésima de segundo? En una
milmillonésima de segundo se puede tener un recuerdo. Se puede tener
un recuerdo triste. En una milmillonésima de segundo se puede tener
una revelación: mientras nada bajo las aguas del Mediterráneo,
Enric Sanoi descubre que dedica su tiempo libre al submarinismo
porque es un fracasado.
Es, en efecto, uno de los grandes artistas de la mediocridad humana. Cuando era un joven prometedor, Enric aspiraba a grandes hitos. Habría podido ser el inventor de la bombilla ecológica H1, que respeta las mariposas como si fueran niños. O el inventor de la bomba atómica H2, que extermina a los niños como si fueran cucarachas. Habría podido ser el asesino que se presenta en el mercado y asesina a muchas mujeres, como Landrú, y hacerse famoso antes de que le ajusticiaran. O un militar que va a la guerra y asesina a muchos hombres, como Mambrú, y hacerse famoso después de que le condecoraran.
Pero no fue así. Cuando llegó a la edad adulta, y sin que se supieran los motivos, Enric renunció a los grandes hitos. Entró en la compañía de seguros, departamento de siniestros, y dejó de ser Enric para convertirse en Sanoi. Se ha pasado ahí los últimos treinta y cinco años, tramitando el expediente de su vida. A veces se dice a sí mismo que tiene una existencia feliz: mentira; nadie ha nacido para tramitar expedientes de seguros. La oficina no es un lugar celestial, tampoco es un lugar infernal; ha vivido treinta y cinco años recluido en un lugar que no es ni bueno ni malo: sólo es gris. Y, ahora, esta milmillonésima de segundo le ha hecho ver que está vivo, pero que la suya es una existencia en suspenso, como la de los náufragos.
¿Qué es lo que no se puede tener en una milmillonésima de segundo? En una milmillonésima de segundo no se puede tener miedo. Cuando el oficinista submarinista oye aquel misterioso ruido succionador no le da tiempo ni a volver la cabeza. Su cuerpo se zarandea como si estuviera en el interior de unas cataratas. Se aturde. Pero, cuando el horror empieza a ganar terreno, se hace el silencio.
El oficinista submarinista no reacciona, Le abruma una oscuridad líquida. Quiere nadar, no puede: sus brazos topan con las paredes estomacales, cóncavas y sólidas, más duras que el acero. Escucha, y a través del traje de hombre rana, a través de la densidad del agua, le llega una especie de latido monótono y continuado, como el de un cuerpo gigante. («Dios mío», piensa Enric, «¡estoy dentro del monstruo!». Y se estremece. Pero es un estremecimiento pletórico. Enric Sanoi vive una felicidad muy parecida al éxtasis. Porque este hombre que no es nada, que no es Landrú ni es Mambrú, resulta que al menos es un hombre engullido por una ballena, hecho extraordinario. La mar es inmensa; los seres humanos, minúsculos; y él, precisamente él, el hombre más banal del mundo, ha sido tragado por una ballena.
Maquina la mente del oficinista submarinista:
«Como prueba de mi gesta cortaré las amígdalas del cetáceo, que deben de ser como jamones, y huiré por el orificio anal». ¿Quién le negará la fama en cuanto se haya liberado de aquella cárcel de carne acuática? La historia no recuerda casos parecidos; en la oficina le mirarán como a una criatura única. La gente de la calle, cuando le vea pasar, dirá: «Fíjate, es él, Enric Sanoi, el hombre que estuvo dentro de una ballena». El oficinista submarinista piensa en todas esas cosas. Sí. Lo piensa. Pero ¿y si algún malicioso pregunta qué mierda de mérito tiene que se te trague una ballena despistada, seguramente una ballena ciega? ¿Y si le preguntan cuál es la diferencia exacta entre la panza oscura de una ballena y una oscura oficina de seguros? Censura tan feroz como oportuna. Y, pese a todo, de golpe y porrazo, Enric se responde a sí mismo que no hay crítica que importe. Él ha estado en el interior de una ballena, y nadie podrá refutar una verdad de principio: que una ballena le ha devorado cuando nadaba muy cerca de la superficie, que es una experiencia insólita, y que por una vez en la vida él es el protagonista de su vida.
¿Qué nos puede pasar en una milmillonésima de segundo? Muchas cosas. En una milmillonésima de segundo podemos descubrir que nos hemos enamorado. En una milmillonésima de segundo puede concluir un eclipse que ha durado mil años, o puede empezar un diluvio que inundará el mundo. Puede ser concebido un niño, un dios, un niño dios. En una milmillonésima de segundo el oficinista submarinista Enric Sanoi, que está ahí dentro, en el vientre de la ballena, puede descubrir una verdad suprema: que para creerse un gran hombre sólo es preciso creerse un gran hombre.
Pero en aquel momento, cuando vive la plenitud de una libertad de espíritu imposible, Enric Sanoi oye unos inesperados ruidos mecánicos, más o menos como si se abriera la puerta de un garaje. Y, de pronto, sin más protocolos, su cuerpo inicia una caída libre.
¿Qué se puede tener en una milmillonésima de segundo? Se puede tener una visión: te puedes ver a ti mismo cayendo, cayendo y cayendo. Te rodea una inmensa burbuja de agua. Y debajo de ti, allá abajo, puedes ver el espantoso paisaje de un bosque en llamas, un fuego infernal al que la fuerza de la gravedad te aproxima inexorablemente. Y encima de ti, allá arriba, perdiéndose entre las nubes, puedes ver la imponente figura del hidroavión antiincendios, que se siente infinitamente ligero tras haber liberado las cincuenta toneladas de agua que le ha robado al mar.
¿Qué se puede pensar y repensar en una milmillonésima de segundo? Toda una vida, sobre todo cuando esta milmillonésima de segundo es la última de una existencia. Y mientras cae sobre un fuego forestal, ridículamente vestido de hombre rana, el oficinista submarinista concluye que la distancia entre la gloria y la vanagloria es ínfima y está hecha de humo.
Trece tristes trances. Albert Sánchez Piñol, 2009.
Es, en efecto, uno de los grandes artistas de la mediocridad humana. Cuando era un joven prometedor, Enric aspiraba a grandes hitos. Habría podido ser el inventor de la bombilla ecológica H1, que respeta las mariposas como si fueran niños. O el inventor de la bomba atómica H2, que extermina a los niños como si fueran cucarachas. Habría podido ser el asesino que se presenta en el mercado y asesina a muchas mujeres, como Landrú, y hacerse famoso antes de que le ajusticiaran. O un militar que va a la guerra y asesina a muchos hombres, como Mambrú, y hacerse famoso después de que le condecoraran.
Pero no fue así. Cuando llegó a la edad adulta, y sin que se supieran los motivos, Enric renunció a los grandes hitos. Entró en la compañía de seguros, departamento de siniestros, y dejó de ser Enric para convertirse en Sanoi. Se ha pasado ahí los últimos treinta y cinco años, tramitando el expediente de su vida. A veces se dice a sí mismo que tiene una existencia feliz: mentira; nadie ha nacido para tramitar expedientes de seguros. La oficina no es un lugar celestial, tampoco es un lugar infernal; ha vivido treinta y cinco años recluido en un lugar que no es ni bueno ni malo: sólo es gris. Y, ahora, esta milmillonésima de segundo le ha hecho ver que está vivo, pero que la suya es una existencia en suspenso, como la de los náufragos.
¿Qué es lo que no se puede tener en una milmillonésima de segundo? En una milmillonésima de segundo no se puede tener miedo. Cuando el oficinista submarinista oye aquel misterioso ruido succionador no le da tiempo ni a volver la cabeza. Su cuerpo se zarandea como si estuviera en el interior de unas cataratas. Se aturde. Pero, cuando el horror empieza a ganar terreno, se hace el silencio.
El oficinista submarinista no reacciona, Le abruma una oscuridad líquida. Quiere nadar, no puede: sus brazos topan con las paredes estomacales, cóncavas y sólidas, más duras que el acero. Escucha, y a través del traje de hombre rana, a través de la densidad del agua, le llega una especie de latido monótono y continuado, como el de un cuerpo gigante. («Dios mío», piensa Enric, «¡estoy dentro del monstruo!». Y se estremece. Pero es un estremecimiento pletórico. Enric Sanoi vive una felicidad muy parecida al éxtasis. Porque este hombre que no es nada, que no es Landrú ni es Mambrú, resulta que al menos es un hombre engullido por una ballena, hecho extraordinario. La mar es inmensa; los seres humanos, minúsculos; y él, precisamente él, el hombre más banal del mundo, ha sido tragado por una ballena.
Maquina la mente del oficinista submarinista:
«Como prueba de mi gesta cortaré las amígdalas del cetáceo, que deben de ser como jamones, y huiré por el orificio anal». ¿Quién le negará la fama en cuanto se haya liberado de aquella cárcel de carne acuática? La historia no recuerda casos parecidos; en la oficina le mirarán como a una criatura única. La gente de la calle, cuando le vea pasar, dirá: «Fíjate, es él, Enric Sanoi, el hombre que estuvo dentro de una ballena». El oficinista submarinista piensa en todas esas cosas. Sí. Lo piensa. Pero ¿y si algún malicioso pregunta qué mierda de mérito tiene que se te trague una ballena despistada, seguramente una ballena ciega? ¿Y si le preguntan cuál es la diferencia exacta entre la panza oscura de una ballena y una oscura oficina de seguros? Censura tan feroz como oportuna. Y, pese a todo, de golpe y porrazo, Enric se responde a sí mismo que no hay crítica que importe. Él ha estado en el interior de una ballena, y nadie podrá refutar una verdad de principio: que una ballena le ha devorado cuando nadaba muy cerca de la superficie, que es una experiencia insólita, y que por una vez en la vida él es el protagonista de su vida.
¿Qué nos puede pasar en una milmillonésima de segundo? Muchas cosas. En una milmillonésima de segundo podemos descubrir que nos hemos enamorado. En una milmillonésima de segundo puede concluir un eclipse que ha durado mil años, o puede empezar un diluvio que inundará el mundo. Puede ser concebido un niño, un dios, un niño dios. En una milmillonésima de segundo el oficinista submarinista Enric Sanoi, que está ahí dentro, en el vientre de la ballena, puede descubrir una verdad suprema: que para creerse un gran hombre sólo es preciso creerse un gran hombre.
Pero en aquel momento, cuando vive la plenitud de una libertad de espíritu imposible, Enric Sanoi oye unos inesperados ruidos mecánicos, más o menos como si se abriera la puerta de un garaje. Y, de pronto, sin más protocolos, su cuerpo inicia una caída libre.
¿Qué se puede tener en una milmillonésima de segundo? Se puede tener una visión: te puedes ver a ti mismo cayendo, cayendo y cayendo. Te rodea una inmensa burbuja de agua. Y debajo de ti, allá abajo, puedes ver el espantoso paisaje de un bosque en llamas, un fuego infernal al que la fuerza de la gravedad te aproxima inexorablemente. Y encima de ti, allá arriba, perdiéndose entre las nubes, puedes ver la imponente figura del hidroavión antiincendios, que se siente infinitamente ligero tras haber liberado las cincuenta toneladas de agua que le ha robado al mar.
¿Qué se puede pensar y repensar en una milmillonésima de segundo? Toda una vida, sobre todo cuando esta milmillonésima de segundo es la última de una existencia. Y mientras cae sobre un fuego forestal, ridículamente vestido de hombre rana, el oficinista submarinista concluye que la distancia entre la gloria y la vanagloria es ínfima y está hecha de humo.
Trece tristes trances. Albert Sánchez Piñol, 2009.
lunes, 24 de julio de 2017
El monstruo de la laguna verde. Fernando Iwasaki.
Comenzó
con un grano. Me lo reventé, pero al otro día tenía tres. Como no
soporto los granos me los reventé también, pero al día siguiente
ya eran diez. Y así continué mi labor de autodestrucción. En una
semana mi cara era una cordillera de granos, pequeñas montañas
nevadas de pus, minúsculos volcanes en podrida erupción. Los granos
de los párpados no me dejaban ver y los que tenía dentro de la
nariz me dolían al respirar. Pero seguí reventándolos con
minuciosa obsesión. No me di cuenta de que me habían saltado a los
dedos y a las palmas de las manos hasta que sentí ese dolor
penetrante en las yemas. La infección se había esparcido por todo
mi cuerpo y los granos crecían como hongos por mi espalda, las
ingles y mi pubis. Si cerraba los brazos se reventaban los granos de
mis axilas. Un día no pude más. Me miré al espejo por última vez
y dejé sobre la mesa del comedor mi carné de identidad.
Después me perdí en la laguna.
Ajuar funerario. Fernando Iwasaki, 2004.
Después me perdí en la laguna.
Ajuar funerario. Fernando Iwasaki, 2004.
domingo, 23 de julio de 2017
Vivir para siempre. James George Frazer.
Otro
relato, recogido cerca de Oldenburg, en el Ducado de Holstein, trata
de una dama que comía y bebía alegremente y tenía cuanto puede
anhelar el corazón, y que deseó vivir para siempre. En los primeros
cien años todo fue bien, pero después empezó a encogerse y
arrugarse, hasta que no pudo andar, ni estar de pie, ni comer ni
beber. Pero tampoco podía morir. Al principio la alimentaban como si
fuera una niñita, pero llegó a ser tan diminuta que la metieron en
una botella de vidrio y la colgaron en una iglesia. Todavía está
allí, en la iglesia de Santa María, en Lübeck. Es del tamaño de
una rata y una vez al año se mueve.
Antología de la literatura fantástica. Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo.
Antología de la literatura fantástica. Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo.
sábado, 22 de julio de 2017
Escabeche. Sergi Pàmies.
Me
despierto con unas ganas tremendas de llorar, pero como tengo mucho
trabajo decido que ya lloraré más tarde. Salgo hacia la oficina y
llego justo a tiempo para la primera reunión del día. Mientras la
directora general lee un informe sobre el aumento de costes y el
recorte de gastos (o viceversa), dibujo una hoz y un martillo en un
bloc de notas. En el estómago sigo sintiendo una bolsa de lágrimas
que, tarde o temprano, tendré que reventar. Una vez en mi despacho,
les aprieto las tuercas a mis proveedores y reviso los escandallos. A
las dos me pongo la americana y salgo rápidamente para no llegar
tarde a la cita con la tutora de mi hijo. Llego a la escuela al mismo
tiempo que mi ex. Durante la entrevista, la tutora se dirige más a
mí que a ella, y eso me incomoda, aunque quizá me fijo en este
detalle porque no me apetece escuchar lo que me cuenta. El niño
tiene problemas, dice. Se distrae constantemente y muerde a las otras
niñas, sobre todo a las —la tutora subraya el adjetivo—
subsaharianas. Me comprometo a tomar medidas, aunque sé
perfectamente que si el régimen de visitas dictado por el juez sólo
me permite verle un fin de semana sí y otro no, no puedo hacer gran
cosa. En el momento de despedirnos, mi ex y yo intentamos concretar
un día para hablar del asunto con tranquilidad, pero los dos tenemos
prisa y lo despachamos con un «ya nos llamaremos» poco convincente.
Pese al colapso circulatorio, llego a tiempo a la presentación de un
proyecto para un posible nuevo cliente. Expongo estrategias,
despliego gráficos y me esfuerzo por deslumbrar al gerente de la
empresa candidata a contratar nuestros servicios, que se lleva,
intuyo, una buena impresión. A continuación, mi secretaria me pide
consejo. Con un hilo de voz autocompasiva, me comenta que le han
hecho una oferta de una multinacional y que está planteándose si es
o no la oportunidad idónea para cambiar de aires. Como le deseo lo
mejor, le recomiendo que acepte el trabajo. Cuando noto que eso la
desconcierta, deduzco que sólo utilizaba esta oferta inexistente
para conseguir, a través de mí, un aumento de sueldo. Me decepciona
pero me lo callo, porque yo también debo de haberla decepcionado
alguna vez. Tomo una pastilla vasodilatadora y, antes de marcharme,
hablo por teléfono con mi madre («En lugar de ir el domingo, iré
el sábado»), mi hermana («Te he mandado las muestras, pero me
falta una que todavía no les ha llegado»), y el buzón de voz del
capitán del equipo de fútbol sala de la empresa («Llevaré la
pelota»). Al llegar a casa, ceno una lata de atún en escabeche y un
yogur. Me tumbo en el sofá durante un rato, calculando cuántas
horas faltan para el fin de semana con mi hijo. Me quito la ropa en
el dormitorio. Delante del espejo, me pellizco los michelines. Me
lavo los dientes y me paso un hilo dental hasta que me sangran las
encías. Sentado en la cama, sopeso la posibilidad de masturbarme. Lo
dejo para otra ocasión. Después de un momento de duda durante el
cual me pregunto si me queda algo por hacer y me respondo que no,
apago la luz, me acuesto y empiezo a llorar, con la cabeza contra la
almohada, para no molestar a los vecinos.
Si te comes un limón sin hacer muecas. Sergi Pàmies, 2007.
Si te comes un limón sin hacer muecas. Sergi Pàmies, 2007.
jueves, 20 de julio de 2017
Francisca y la muerte. Onelio Jorge Cardoso.
—Santos y buenos
días —dijo la Muerte, y ninguno de los presentes la pudo
reconocer.
¡Claro!, venía la parca con su trenza retorcida bajo el sombrero y su mano amarilla en el bolsillo.
—Si no molesto —dijo—, quisiera saber dónde vive la señora Francisca.
—Pues mire —le respondieron, y asomándose a la puerta, un hombre señaló con su dedo rudo de labrador:
Allá por los matorrales que bate el viento, ¿ve? hay un camino que sube la colina. Arriba hallará la casa.
"Cumplida está" pensó la Muerte, y dando las gracias echó a andar por el camino aquella mañana que, precisamente, había pocas nubes en el cielo y todo el azul resplandecía de luz.
Andando pues, miró la Muerte la hora y vio que eran las siete de la mañana. Para la una y cuarto, pasado el meridiano, estaba en su lista cumplida ya la señora Francisca.
"Menos mal, poco trabajo; un solo caso", se dijo satisfecha de no fatigarse la Muerte y siguió su paso, metiéndose ahora por el camino apretado de romerillo y rocío.
Efectivamente, era el mes de mayo y con los aguaceros caídos no hubo semilla silvestre ni brote que se quedara bajo tierra sin salir al sol. Los retoños de las ceibas eran pura caoba transparente. El tronco del guayabo soltaba, a espacios, la corteza, dejando ver la carne limpia de la madera. Los cañaverales no tenían una sola hoja amarilla; verde era todo, desde el suelo al aire, y un olor a vida subía de las flores.
Natural que la Muerte se tapara la nariz. Lógico también que ni siquiera mirara tanta rama llena de nidos, ni tanta abeja con su flor. Pero ¿qué hacerse?; estaba la Muerte de paso por aquí, sin ser su reino.
Así pues, echó y echó a andar la Muerte por los caminos hasta llegar a casa de Francisca.
—Por favor, con Panchita —dijo adulona la Muerte.
—Abuela salió temprano —contestó una nieta de oro, un poco temerosa, aunque la parca seguía con su trenza bajo el sombrero y la mano en el bolsillo.
— ¿Y a qué hora regresa? —preguntó la Muerte.
— ¡Quién lo sabe! — dijo la madre de la niña—. Depende de los quehaceres. Por el campo anda, trabajando.
Y la Muerte se mordió el labio. No era para menos seguir dando rueda por tanto mundo bonito y ajeno.
—Hace mucho sol. ¿Puedo esperarla aquí?
— Aquí quien viene tiene su casa. Pero puede que ella no regrese hasta el anochecer.
"¡Chin!", pensó la Muerte, "se me irá el tren de las cinco. No; mejor voy a buscarla". Y levantando su voz, dijo la Muerte:
— ¿Dónde, de fijo, pudiera encontrarla ahora?
—De madrugada salió a ordeñar. Seguramente estará en el maíz, sembrando.
— ¿Y dónde está el maizal? -preguntó la Muerte.
— Siga la cerca y luego verá el campo arado detrás.
— Gracias —dijo secamente la Muerte y echó a andar de nuevo.
Pero miró todo el extenso campo arado y no había un alma en él. Sólo garzas.
Soltóse la trenza la Muerte y rabió:
"¡Vieja andariega, dónde te habrás metido!" Escupió y continuó su sendero sin tino.
Una hora después de tener la trenza ardida bajo el sombrero y la nariz repugnada de tanto olor a hierba nueva, la Muerte se topó con un caminante:
— Señor, ¿pudiera usted decirme dónde está Francisca por estos campos?
—Tiene suerte —dijo el caminante—, media hora lleva en casa de los Noriega. Está el niño enfermo y ella fue a sobarle el vientre.
—Gracias —dijo la Muerte como un disparo, y apretó el paso.
Duro y fatigoso era el camino. Además, ahora tenía que hacerlo sobre un nuevo terreno arado, sin trillo, y ya se sabe cómo es de incómodo sentar el pie sobre el suelo irregular y tan esponjoso de frescura, que se pierde la mitad del esfuerzo. Así por tanto, llegó la Muerte hecha una lástima a casa de los Noriega:
—Con Francisca, a ver si me hace el favor.
—Ya se marchó.
— ¡Pero, cómo! ¿Así, tan de pronto?
— ¿Por qué tan de pronto? —le respondieron—.
Sólo vino a ayudarnos con el niño y ya lo hizo. ¿De qué extrañarse?
—Bueno... verá —dijo la Muerte turbada—, es que siempre una hace la sobremesa en todo, digo yo.
—Entonces usted no conoce a Francisca.
—Tengo sus señas —dijo burocrática la impía.
— A ver; dígalas —esperó la madre. Y la Muerte dijo:
— Pues... con arrugas; desde luego ya son sesenta años...
— ¿Y qué más?
— Verá... el pelo blanco... casi ningún diente propio... la nariz, digamos...
— ¿Digamos qué?
— Filosa.
— ¿Eso es todo?
—Bueno... además de nombre y dos apellidos.
—Pero usted no ha hablado de sus ojos.
—Bien; nublados... sí, nublados han de ser... ahumados por los años.
— No, no la conoce —dijo la mujer—.
Todo lo dicho está bien, pero no los ojos. Tiene menos tiempo en la mirada. Ésa, a quien usted busca, no es Francisca.
Y salió la Muerte otra vez al camino. Iba ahora indignada sin preocuparse mucho por la mano y la trenza, que medio se le asomaba bajo el ala del sombrero.
Anduvo y anduvo. En casa de los González le dijeron que estaba Francisca a un tiro de ojo de allí, cortando pastura para la vaca de los nietos. Mas sólo vio la Muerte la pastura recién cortada y nada de Francisca, ni siquiera la huella menuda de su paso.
Entonces la Muerte, quien ya tenía los pies hinchados dentro de los botines enlodados, y la camisa negra, más que sudada, sacó su reloj y consultó la hora:
"¡Dios! ¡Las cuatro y media! ¡Imposible! ¡Se me va el tren!"
Y echó la Muerte de regreso, maldiciendo.
Mientras, a dos kilómetros de allí, Francisca escardaba de malas hierbas el jardincito de la escuela. Un viejo conocido pasó a caballo y, sonriéndole, le echó a su manera el saludo cariñoso:
— Francisca, ¿cuándo te vas a morir?
Ella se incorporó asomando medio cuerpo sobre las rosas y le devolvió el saludo alegre:
— Nunca —dijo—, siempre hay algo que hacer.
El cuento. Revista de la imaginación. Nº 143.
¡Claro!, venía la parca con su trenza retorcida bajo el sombrero y su mano amarilla en el bolsillo.
—Si no molesto —dijo—, quisiera saber dónde vive la señora Francisca.
—Pues mire —le respondieron, y asomándose a la puerta, un hombre señaló con su dedo rudo de labrador:
Allá por los matorrales que bate el viento, ¿ve? hay un camino que sube la colina. Arriba hallará la casa.
"Cumplida está" pensó la Muerte, y dando las gracias echó a andar por el camino aquella mañana que, precisamente, había pocas nubes en el cielo y todo el azul resplandecía de luz.
Andando pues, miró la Muerte la hora y vio que eran las siete de la mañana. Para la una y cuarto, pasado el meridiano, estaba en su lista cumplida ya la señora Francisca.
"Menos mal, poco trabajo; un solo caso", se dijo satisfecha de no fatigarse la Muerte y siguió su paso, metiéndose ahora por el camino apretado de romerillo y rocío.
Efectivamente, era el mes de mayo y con los aguaceros caídos no hubo semilla silvestre ni brote que se quedara bajo tierra sin salir al sol. Los retoños de las ceibas eran pura caoba transparente. El tronco del guayabo soltaba, a espacios, la corteza, dejando ver la carne limpia de la madera. Los cañaverales no tenían una sola hoja amarilla; verde era todo, desde el suelo al aire, y un olor a vida subía de las flores.
Natural que la Muerte se tapara la nariz. Lógico también que ni siquiera mirara tanta rama llena de nidos, ni tanta abeja con su flor. Pero ¿qué hacerse?; estaba la Muerte de paso por aquí, sin ser su reino.
Así pues, echó y echó a andar la Muerte por los caminos hasta llegar a casa de Francisca.
—Por favor, con Panchita —dijo adulona la Muerte.
—Abuela salió temprano —contestó una nieta de oro, un poco temerosa, aunque la parca seguía con su trenza bajo el sombrero y la mano en el bolsillo.
— ¿Y a qué hora regresa? —preguntó la Muerte.
— ¡Quién lo sabe! — dijo la madre de la niña—. Depende de los quehaceres. Por el campo anda, trabajando.
Y la Muerte se mordió el labio. No era para menos seguir dando rueda por tanto mundo bonito y ajeno.
—Hace mucho sol. ¿Puedo esperarla aquí?
— Aquí quien viene tiene su casa. Pero puede que ella no regrese hasta el anochecer.
"¡Chin!", pensó la Muerte, "se me irá el tren de las cinco. No; mejor voy a buscarla". Y levantando su voz, dijo la Muerte:
— ¿Dónde, de fijo, pudiera encontrarla ahora?
—De madrugada salió a ordeñar. Seguramente estará en el maíz, sembrando.
— ¿Y dónde está el maizal? -preguntó la Muerte.
— Siga la cerca y luego verá el campo arado detrás.
— Gracias —dijo secamente la Muerte y echó a andar de nuevo.
Pero miró todo el extenso campo arado y no había un alma en él. Sólo garzas.
Soltóse la trenza la Muerte y rabió:
"¡Vieja andariega, dónde te habrás metido!" Escupió y continuó su sendero sin tino.
Una hora después de tener la trenza ardida bajo el sombrero y la nariz repugnada de tanto olor a hierba nueva, la Muerte se topó con un caminante:
— Señor, ¿pudiera usted decirme dónde está Francisca por estos campos?
—Tiene suerte —dijo el caminante—, media hora lleva en casa de los Noriega. Está el niño enfermo y ella fue a sobarle el vientre.
—Gracias —dijo la Muerte como un disparo, y apretó el paso.
Duro y fatigoso era el camino. Además, ahora tenía que hacerlo sobre un nuevo terreno arado, sin trillo, y ya se sabe cómo es de incómodo sentar el pie sobre el suelo irregular y tan esponjoso de frescura, que se pierde la mitad del esfuerzo. Así por tanto, llegó la Muerte hecha una lástima a casa de los Noriega:
—Con Francisca, a ver si me hace el favor.
—Ya se marchó.
— ¡Pero, cómo! ¿Así, tan de pronto?
— ¿Por qué tan de pronto? —le respondieron—.
Sólo vino a ayudarnos con el niño y ya lo hizo. ¿De qué extrañarse?
—Bueno... verá —dijo la Muerte turbada—, es que siempre una hace la sobremesa en todo, digo yo.
—Entonces usted no conoce a Francisca.
—Tengo sus señas —dijo burocrática la impía.
— A ver; dígalas —esperó la madre. Y la Muerte dijo:
— Pues... con arrugas; desde luego ya son sesenta años...
— ¿Y qué más?
— Verá... el pelo blanco... casi ningún diente propio... la nariz, digamos...
— ¿Digamos qué?
— Filosa.
— ¿Eso es todo?
—Bueno... además de nombre y dos apellidos.
—Pero usted no ha hablado de sus ojos.
—Bien; nublados... sí, nublados han de ser... ahumados por los años.
— No, no la conoce —dijo la mujer—.
Todo lo dicho está bien, pero no los ojos. Tiene menos tiempo en la mirada. Ésa, a quien usted busca, no es Francisca.
Y salió la Muerte otra vez al camino. Iba ahora indignada sin preocuparse mucho por la mano y la trenza, que medio se le asomaba bajo el ala del sombrero.
Anduvo y anduvo. En casa de los González le dijeron que estaba Francisca a un tiro de ojo de allí, cortando pastura para la vaca de los nietos. Mas sólo vio la Muerte la pastura recién cortada y nada de Francisca, ni siquiera la huella menuda de su paso.
Entonces la Muerte, quien ya tenía los pies hinchados dentro de los botines enlodados, y la camisa negra, más que sudada, sacó su reloj y consultó la hora:
"¡Dios! ¡Las cuatro y media! ¡Imposible! ¡Se me va el tren!"
Y echó la Muerte de regreso, maldiciendo.
Mientras, a dos kilómetros de allí, Francisca escardaba de malas hierbas el jardincito de la escuela. Un viejo conocido pasó a caballo y, sonriéndole, le echó a su manera el saludo cariñoso:
— Francisca, ¿cuándo te vas a morir?
Ella se incorporó asomando medio cuerpo sobre las rosas y le devolvió el saludo alegre:
— Nunca —dijo—, siempre hay algo que hacer.
El cuento. Revista de la imaginación. Nº 143.
miércoles, 19 de julio de 2017
Polvo y buitres. Eva Sánchez Palomo.
El sol cae a plomo
sobre la plaza desierta. Todo está parado, como en una fotografía,
salvo por las sombras de los buitres que juegan a perseguirse sobre
los adoquines. El niño mira a las aves, muy arriba, con ese planear
cansado y siniestro. Siempre le han asustado los buitres. A veces ha
pasado con sus amigos a pocos metros de donde un pequeño grupo
devoraba los despojos de algún animal y ha acelerado la marcha, no
le gusta pararse a mirarlos y al final lanzarles piedras, como hacen
sus amigos.
¿Dónde estarán sus amigos? Seguro que en sus casas, sus padres nos les habrán dejado salir, con esta solana. Estarán a la sombra, mirando la tele o leyendo sus tebeos. Ojalá él pudiera estar ahora a la sombra mirando la tele, pero está sin tele, ni tebeos, y su madre ha salido muy temprano y no volverá hasta el anochecer, y su padre... no sabe quién es su padre ni por qué no está con ellos. Ojalá sus padres no le dejaran salir a la hora de la siesta.
Bota furiosamente la pelota raída contra el suelo, el polvo caliente de la plaza le mancha las zapatillas rotas. Polvo por todas partes, sobre la plaza, sobre sus zapatillas, sobre la encimera de la cocina, sobre la tele inútil, sobre la foto de los abuelos. Polvo que pesa y da ganas de llorar.
“¡Qué asco!”, grita y comienza golpear el balón contra la pared, detrás del banco. Golpea furiosamente, contra el balón, contra sus amigos que no aparecen, contra los buitres que comen carroña, contra el polvo que pesa, contra el padre que no sabe quién es. Los balonazos resuenan estrepitosamente en la pared del edificio. Un señor asoma la cabeza desde el segundo piso y le grita que se vaya, que está prohibido jugar a la pelota en la plaza. El niño se ha sobresaltado ante las voces del vecino, recoge colérico la pelota y, antes de marcharse, sacude la última patada, que golpea ferozmente contra la placa que anuncia el nombre de la plaza y le arranca los tornillos. La placa cae sobre los adoquines resonando con alboroto metálico en la quietud de la tarde. El nombre, “Plaza de la Alegría”, queda boca arriba, encarando insolente el calor de la tarde.
¿Dónde estarán sus amigos? Seguro que en sus casas, sus padres nos les habrán dejado salir, con esta solana. Estarán a la sombra, mirando la tele o leyendo sus tebeos. Ojalá él pudiera estar ahora a la sombra mirando la tele, pero está sin tele, ni tebeos, y su madre ha salido muy temprano y no volverá hasta el anochecer, y su padre... no sabe quién es su padre ni por qué no está con ellos. Ojalá sus padres no le dejaran salir a la hora de la siesta.
Bota furiosamente la pelota raída contra el suelo, el polvo caliente de la plaza le mancha las zapatillas rotas. Polvo por todas partes, sobre la plaza, sobre sus zapatillas, sobre la encimera de la cocina, sobre la tele inútil, sobre la foto de los abuelos. Polvo que pesa y da ganas de llorar.
“¡Qué asco!”, grita y comienza golpear el balón contra la pared, detrás del banco. Golpea furiosamente, contra el balón, contra sus amigos que no aparecen, contra los buitres que comen carroña, contra el polvo que pesa, contra el padre que no sabe quién es. Los balonazos resuenan estrepitosamente en la pared del edificio. Un señor asoma la cabeza desde el segundo piso y le grita que se vaya, que está prohibido jugar a la pelota en la plaza. El niño se ha sobresaltado ante las voces del vecino, recoge colérico la pelota y, antes de marcharse, sacude la última patada, que golpea ferozmente contra la placa que anuncia el nombre de la plaza y le arranca los tornillos. La placa cae sobre los adoquines resonando con alboroto metálico en la quietud de la tarde. El nombre, “Plaza de la Alegría”, queda boca arriba, encarando insolente el calor de la tarde.
martes, 18 de julio de 2017
Frecuentación de la muerte. Marco Denevi.
María
Estuardo fue condenada a la decapitación el 25 de octubre de 1586,
pero la sentencia no se cumplió hasta el 8 de febrero del año
siguiente. Esa demora (sobre cuyas razones los historiadores todavía
no se han puesto de acuerdo) significó para la infeliz reina un
auxilio providencial. Dispuso de ciento cinco días y de ciento cinco
noches para imaginar la atroz ceremonia. La imaginó en todos sus
detalles, en sus pormenores más ínfimos. Ciento cinco veces salió
una mañana de su habitación, atravesó las heladas galerías del
castillo de Fotheringhay, llegó al vasto hall central. Ciento cinco
veces subió al cadalso, ciento cinco veces el verdugo se arrodilló
y le pidió perdón, ciento cinco veces ella le respondió que lo
perdonaba y que la muerte pondría fin a sus padecimientos. Ciento
cinco veces oró, apoyó la cabeza en el tajo, sintió en la nuca el
golpe del hacha. Ciento cinco veces abrió los ojos y estaba viva.
Cuando la mañana del 8 de febrero de 1587 el sheriff la condujo
hasta el patíbulo, María Estuardo creyó que estaba soñando una
vez más la escena de la ejecución. Subió serena al cadalso,
perdonó con voz firme al verdugo, oró sin angustia, apoyó sobre el
tajo un cuello impasible y murió creyendo que enseguida despertaría
de esa pesadilla para volver a soñarla al día siguiente. Isabel,
enterada de la admirable conducta de su rival en el momento de la
decapitación, se pilló una rabieta.
domingo, 16 de julio de 2017
Paraíso. Eugenio Mandrini.
Un
grande silencio, una súbita quietud sobrecoge a la selva. A un paso
del ciervo acorralado, el tigre suspende el salto. En las altas ramas
los monos dejan de chillar, los ojos ardientes como si miraran el
fuego. Los pájaros guardan las alas, cosen sus picos. Las hojas
callan su acostumbrado susurro. Nadie camina. Nadie salta. Nadie
vuela. Nadie se mueve. Nadie respira. Nadie muere. Allí, el colibrí
y la flor, copulan.
sábado, 15 de julio de 2017
La bruja. Norberto Luis Romero.
Ahíta
después de comerse a Hansel y Gretel, abandonó a toda prisa la
casita de chocolate para acudir al palacio de una bella princesa y
entregarle un huso que la dejó dormida, de allí a la casa de una
tal Caperucita donde le informaron que llegaba tarde y habían puesto
a un lobo, corriendo acudió al bosque para ver a Blancanieves y
darle una manzana emponzoñada… En su casa, se quitó los pesados
zapatos, y mientras descansaba en la mecedora rogó a dios que
llegase pronto el realismo…
viernes, 14 de julio de 2017
Motivo del aprender. Javier Sáez de Ibarra.
Aquel
hombre vio cómo su hijo
cogía una piedra, tomaba impulso, la lanzaba contra un cristal -que saltó en pedazos- y salía corriendo.
Recordó que, treinta y seis años antes, él había hecho exactamente lo mismo.
Ahora miró al dueño de la tienda
salir a toda prisa, quedarse mirando la calle sin gente, y cómo lo invadía la desesperación por aquella pérdida.
Veía, por fin, el dolor del hombre al que había humillado treinta y seis años antes.
Lo vio lamentarse en la misma calle burlona y sucia.
Pensó.
¿Cuántas veces tiene que repetirse esto?
Porque cada uno de nosotros ha de aprenderlo
todo
de nuevo.
cogía una piedra, tomaba impulso, la lanzaba contra un cristal -que saltó en pedazos- y salía corriendo.
Recordó que, treinta y seis años antes, él había hecho exactamente lo mismo.
Ahora miró al dueño de la tienda
salir a toda prisa, quedarse mirando la calle sin gente, y cómo lo invadía la desesperación por aquella pérdida.
Veía, por fin, el dolor del hombre al que había humillado treinta y seis años antes.
Lo vio lamentarse en la misma calle burlona y sucia.
Pensó.
¿Cuántas veces tiene que repetirse esto?
Porque cada uno de nosotros ha de aprenderlo
todo
de nuevo.
jueves, 13 de julio de 2017
La noche de las doscientas estrellas. Nicolás Casariego.
Cuando conocí a mi
madre yo tenía treinta años y ella veinticinco.
Primero fuimos a una fabulosa heladería. Llegamos en su coche amarillo, uno de esos nuevos que anuncian por televisión: se ve el automóvil corriendo a toda mecha por una carretera estrecha rodeada de verde; suena una música preciosa de piano, empieza a llover a cántaros, a granizar, caen rayos, el asfalto se moja y está resbaladizo, pero el coche sigue navegando igual de rápido y seguro; incluso esquiva con facilidad una piedra enorme que está plantada en medio de la calzada, amenazadora; el anuncio me gusta mucho, aunque hace tiempo que no lo ponen. Mi madre tiene buen gusto para los automóviles.
La heladería era muy grande, de colores, llena de luces y de señoritas de uniforme blanco y con un gorrito azul, muy graciosas. A mi madre la conocían, era cliente habitual, según me dijo. La llamaban Inés, no sé por qué. Ella se llama Isabel. Cuando se lo hice notar me sonrió y cambió de tema.
Aparte de los helados, que eran inmensos (había uno de cinco bolas de distintos sabores y cubierto de nata), también podías tomar perritos y hamburguesas. Se me hacía la boca agua, pero como el Sr. Director me había ordenado que no llamase la atención ni pidiese demasiadas cosas, me callé. Ella, que es listísima, se dio cuenta, y me invitó a un perrito con dos salchichas y a una hamburguesa especial. Le comenté que era mucho más rico que la comida de la residencia, y ella soltó una carcajada que hizo que todos se quedaran mirándola, y yo me asusté un poco, pero a ella no le importó lo más mínimo. Mi madre es muy valiente, siempre se está riendo por todo. Yo me río poco, todo lo más sonrío veladamente, porque a los vigilantes no les gustan las risitas: se creen que nos reímos de ellos y nos sacuden un poco.
Mientras comía, esforzándome para que no me cayesen churretones de ketchup en la camisa (no lo logré), ella me preguntó qué me parecía el plan de la tarde: la heladería, el paseo que íbamos a dar, el cine al que me iba a invitar. Yo me quedé callado, madurando la respuesta, que es lo que dice el Sr. Director que hay que hacer. Ella me repitió la pregunta, impaciente, y yo le respondí con aquella frase de una película de vaqueros muy buena, en la que el bueno le contesta al malo cuando ve que está rodeado de bandidos (le han tendido una celada): «Ya nada me impresiona». Quería impresionarla, pero ella se apenó un poco y me rogó que acabara rápido, que íbamos a llegar tarde al cine. Yo me sentí fatal y me empecé a agobiar. Ella pagó y salimos. En la puerta, que daba a un parque situado al otro lado de la calle, un parque lleno de árboles, verdes algunos, con flores blancas otros, le dije que sentía mucho mi comentario anterior, que yo era un simple y un desconsiderado, que el plan era estupendo y que todo allí fuera era sorprendente. Ella recuperó la sonrisa, y por un instante que no olvidaré jamás, me cogió con suavidad la mano, y yo me puse rojo porque sentí algo muy raro que me recorrió el cuerpo, pero ella la retiró, avergonzada. Seguro que estaba avergonzada de mí, porque tengo las manos permanentemente sudadas y calientes. Según el médico de la residencia es un problema de circulación y no tiene mayor importancia. Asegura que tengo otros más graves. Cuando me dice eso, sonríe de lado con media boca, y me pone de los nervios, me dan ganas de tirarle por la ventana, pero me contengo.
La calle parecía la cola de la residencia a la hora de la sopa, aunque con la gente más animada. Lo mejor era la ropa de los viandantes, de colores chillones, y los niños, tan pequeños y tan sabios. Había uno rubito que debía de ser inglés, de unos tres años, iba de la mano de su madre, una señora muy tiesa que lucía una pamela, y aunque parezca increíble, el mocoso hablaba el inglés perfectamente, o al menos no parecía costarle demasiado. Jamás vi cosa igual.
Pronto se hizo de noche, suele ocurrir en invierno. Las figuras estaban rodeadas de una especie de neblina, parecían mágicas. Mi madre, a la vez que caminaba, me contaba cosas: qué vendían en las tiendas, qué hacía la gente, cómo se divertía ella la tarde del domingo... Es una pena que no recuerde con detalle todo lo que me dijo, pero yo andaba más pendiente de no tropezarme con la gente y de no pisar mierdas de perro que de escucharla. De lo que estoy seguro es de que me comentó que a ella le «privaba» (utilizó esa extraña palabra) quedar con sus amigos por la tarde en un café y charlar hasta el anochecer, tomándose una caña. Dudo que fuese verdad. Si sus amigos son como mis compañeros de aquí dentro, sería imposible pasarlo bien hablando con ellos. Algunos no sueltan prenda, sólo babean, y otros se pasan la vida pinchándote y soltándote guarradas hasta que te hartas y montas el pollo. Lo único que merece la pena durante el tiempo libre es ver la televisión. Me gustan las películas, los documentales de animales salvajes y los concursos, porque la gente está feliz y siempre dan muchos regalos. Odio las telenovelas, porque no entiendo nada. Yo creo, volviendo a lo de los amigos de mi madre, que debe de ser un poco como lo que me pasa con mi hermano, el Pluma (el Sr. Director dice que no es mi hermano, pero yo ya conozco sus trucos. Siempre jodiendo el Sr. Director). Con el Pluma me paso todo el tiempo charlando y disparatando. Me encantan sus poesías, y sobre todas aquella de «La comida me la fuma, los cigarrillos me la fuman, tu jeta me la fuma», y así sucesivamente. Sólo cambia el sujeto, y una vez escribió en el comedor, con mostaza, «El Sr. Director me la fuma». Se pasó un tiempo castigado, aunque el Sr. Director no paraba de repetir hipócritamente que no era nada personal, que debía hacerlo para su curación. Nos reímos un rato. Es un buen poeta.
La acera del cine Fantasio estaba abarrotada. Según mi madre, era normal, el domingo todo el mundo va al cine. Se ve que la imaginación no es uno de los puntos fuertes de la gente.
Durante el paseo yo había estado cavilando. Me preguntaba por qué era la primera vez en quince años que mi madre me hacía una visita, teniendo en cuenta que no paraba de asegurarme que estaba encantada conmigo y que si me portaba bien repetiríamos plan a menudo. Es gracioso lo de portarse bien. Como dice el Sr. Director, se trata de no hacer el capullo. Aquí dentro todos acabamos por hacer el capullo, de un modo u otro. Nos pasamos la vida a prueba y con objetivos marcados por ellos a corto y a largo plazo, objetivos que jamás se cumplen y se olvidan con el tiempo, siempre hay algo que fastidia su logro. Sólo conozco un caso de alguien que haya conseguido salir para no volver: el Manco. Una tarde llegaron sus hijos y lo metieron en un coche. Según el Sr. Director estaba curado y era un ejemplo para todos nosotros. A mí no me engaña. Yo, y como yo, los demás, lo vimos la noche anterior tirándole la comida a un vigilante e intentando clavarle un tenedor de plástico. Se rumoreó en su momento que se lo llevaron por lo de la pensión que cobraba. Hay que ser imbécil para cargar con el Manco por un puñado de perras, porque yo jamás he conocido un tipo con tan mala leche como él. Decía que era porque de pequeño le cortaron la mano con una máquina de segar, de un tajo, allá en su maldito pueblo. Desde entonces, su único objetivo en la vida fue joder al personal, y él sí que lo consiguió.
El caso es que yo, harto de darle vueltas a lo de la pregunta, se la solté. Ella acababa de volver de la taquilla con las entradas, fila diez y centraditas, comentó. Y se la solté, sin más. Tartamudeé un poco, como siempre que me pongo nervioso, pero ella comprendió cada palabra, y sus ojos se apagaron como una vela al recibir un soplo de viento. Tardó en contestarme, y me agarró del brazo, sus dedos me apresaban con fuerza. Al fin habló, con una voz que me recordó las letanías nocturnas de algunos en la residencia. Me contestó que ella no se llamaba Isabel, sino Inés, y que no era mi madre, sino una estudiante que se había ofrecido para acompañar a la gente con problemas y proporcionarles una alegría. También me dijo que mi madre se había marchado hacía ya mucho tiempo, y que cómo iba a ser ella si tenía veinticinco años y yo treinta. Yo le escuché sin interrumpirla, aunque sabía que todo era falso, salvo la edad. Y en cuanto a que yo fuese mayor siendo su hijo, cosas más raras he visto aquí dentro. Seguramente el Sr. Director, que está en todo, le obligó a utilizar esa patraña para que no disfrutásemos de la salida, amenazándola con algo sucio. A mí también me endosó en su despacho un discursito rimbombante e insoportable la víspera, mientras mordía insistentemente la patilla de su gafa. Creo que el Sr. Director necesita un psiquiatra.
Yo, que no deseaba discutir, me callé. No quería estropear esa noche, nuestra noche. Durante el rato que esperamos a entrar en el cine, mi madre tampoco habló. Parecía triste, quizá porque sabía que no estaba bien mentir, y juro que jamás vi ni veré una mujer tan bella como ella en mi vida. Sus ojos oscuros estaban llorosos, velados por una película de líquido lacrimal. Su boca estaba pintada de rojo, entreabierta, para permitirle suspirar y las aletas de la nariz se abrían y cerraban con rapidez, de un modo muy gracioso y coqueto. Sus manos jugueteaban con las entradas, doblándolas en pedacitos cada vez más pequeños. Yo, un poco avergonzado por mi conducta, la miraba de reojo, con detenimiento, y pensaba que a quién no le gustaría tener una madre tan bonita y agradable como ella, aunque fuese un poco mentirosa. Cuando llegó nuestro turno, le entregó las entradas al acomodador, que las desplegó como un acordeón y susurró algo feo. Ella quiso darle una propina, pero yo no se lo permití porque el señor no había sido amable con ella. A mi madre le hizo gracia.
La película ya la había visto. Era de acción, de policías y ladrones. El policía había sido suspendido en sus funciones porque estaba un poco loco desde que el malo mató a su mujer (a traición). Se lleva fatal con su jefe, que siempre está fumando puros, blasfema y jura en vano. De repente, hay una serie de horribles asesinatos cometidos por el malo, que ha vuelto a la ciudad. Al protagonista le llaman y le devuelven la placa, pues aunque esté un poco ido, sigue siendo el mejor. Le asignan como compañero a una chica muy guapa y más joven que él. Él la desprecia y están siempre discutiendo. Juntos pasan muchas aventuras y al final él acribilla a balazos al malo en un duelo cara a cara (la chica se había desmayado). Aparece el jefe, con el puro, y le felicita, aunque él ni le mira, y los periodistas le hacen muchas fotos. Ella se despierta y se besan (en realidad estaban enamorados), y la imagen se funde con los dos de la mano, alejándose de la cámara, juntos y felices. Fin. Lo mejor de la película fue observar la cara de mi madre mientras la veía. No cerró los ojos ni una vez en toda la sesión, y cuando salía el malo apretaba los dientes como si le fueran a quitar algo que estuviera mordiendo. Tampoco estuvieron mal las palomitas y la Coca-Cola.
Salimos fuera y me preguntó que qué me había parecido. Yo le confesé que ya la había visto, y más de una vez. Ella me dijo que era imposible, que la acababan de estrenar el día anterior. Yo le repetí la verdad y ella meneó la cabeza sin creerme. Sonrió cuando le expliqué que la había visto seis o siete veces, aunque las caras eran distintas. Acabó por darme la razón.
Nos hallábamos en la acera. Una brisa helada cortaba el rostro. El cielo estaba cubierto. Del cine salía una riada de gente comentando la película y riendo, y a un lado había una cola larga como culebra de río que se perdía tras la esquina de la calle. Notaba cierta indecisión en mi madre, como si no supiese qué iba a ocurrir en ese momento. Y entonces apareció ese tipo.
Era pequeño y malcriado, con la cara afilada, vestía traje de chaqueta y olía demasiado bien. Se plantó frente a nosotros y empezó a gritar con su voz de pito. De entrada me llamó gilipollas. A mi madre le preguntó que qué coño hacía yo con ella, que quién era. Ella le respondió que se tranquilizase. Yo apreté los puños. Él la llamó zorra. Yo lo vi todo negro.
Cuando recuperé la vista lo tenía agarrado por el cuello, con mi rodilla sobre su pecho, y su cara parecía una manzana pocha. Mi madre, histérica, tiró de mí hacia atrás y yo tuve que dejar al tipo en paz. Se había formado un grupo de curiosos que me miraban como si yo fuese un bicho raro. Me recordó a la mirada de algunos médicos.
Mi madre me cogió del brazo y me sacó de allí. Yo oía a mis espaldas los gritos del enano. Un hombre trató de detenerme, pero yo le propiné un empellón y él se abstuvo de intentarlo de nuevo. Llegamos al coche y mi madre rompió a llorar. Me dijo que estaba mal de la cabeza, y creí morir. Con dificultad, le contesté que no había sido culpa mía, que el tipejo ese la había insultado. Ella me volvió a mentir: dijo que el enano ese era su novio. Luego se tranquilizó, quizá porque ya no le quedaban lágrimas. Dijo que debíamos regresar.
Durante el viaje de vuelta nos mantuvimos en silencio. Llovía. Sólo se oía el parabrisas, chac, chac, chac. Puse la música y ella la quitó. Estaba enfadada conmigo. Al rato, recuperó la sonrisa, una sonrisa llena de ternura, o de melancolía, o de tristeza, o de las tres cosas a la vez. Encendió el aparato. Ponían música clásica. Al Sr. Director le gusta que la escuchemos: dice que amansa a las fieras. A mí me encanta. Yo a cada kilómetro moría un poquito. Ya olía la lejía.
Mi madre detuvo el coche frente a la verja de la residencia, y el vigilante la abrió. Entramos. Una sensación espantosa se apoderó de mí. No podía respirar. Me ahogaba. Ella, al verme, frenó y se echó a un lado del camino de grava. Había dejado de llover. Las nubes se habían abierto, y el claro que habían dejado estaba punteado de estrellas. Por mi cabeza desfilaban ideas extrañas. No sabía qué hacer para no perder los nervios. Ella tenía la cabeza gacha, no podía ver su rostro, quizá trataba de lograr hacer salir la última lágrima. Empecé a contar estrellas en alto, como hago siempre que las veo, para relajarme. Una estrella, dos estrellas, tres estrellas... Cuando iba por veinte oí su voz, que se unió a la mía. Sentí una alegría especial, serena, desconocida para mí. Llegamos a contar hasta doscientas, allí, al borde del camino, solos ella y yo. A las doscientas, paré. Ella me preguntó que por qué no continuaba. Yo le respondí que no había más, que las había contado todas. Ella se rió de veras, dejándose llevar. Yo ya estaba tranquilo. Arrancó y llegamos al final del trayecto, frente a las escaleras de la residencia. Me sentía triste y feliz a la vez. Ella se giró hacía mí y me miró fijamente con sus ojos oscuros. Adiós, Martín, me dijo. Yo le pregunté si nos veríamos otra vez. Sabía que ellos no me dejarían, por lo del tipejo. Ella me respondió que iba a ser difícil, pero que nunca se sabe lo que va a pasar mañana. Yo le agradecí ese día tan maravilloso, y ella me besó en la mejilla, un beso fugaz, huidizo, pero sentí sus labios como un latigazo. Me dejé crecer la barba: he apresado su beso, jamás podrá escapar.
No la he vuelto a ver. El Sr. Director dijo que no pasé la prueba, con esa manera de hablar tan comprensiva y hueca. Eso sí, recibo exactamente cada dos meses una carta de mi madre, contándome cosas y animándome a seguir luchando, aunque no sé contra qué o quién lucho. El Pluma afirma que me van a dar otra oportunidad, después del otoño. Si es verdad, avisaré a mi madre. Guardo sus cartas debajo del colchón. Me las sé de memoria. Lo más curioso es que ella firma Isabel, y no Inés. En ese detalle no se ha fijado el Sr. Director. Firma Isabel. Mi madre.
Cuando conocí a mi madre yo tenía treinta años y ella veinticinco. Fue el día más feliz de mi vida. Si el cielo está despejado, de noche, cuento las estrellas. Aquella fue la única noche con doscientas estrellas.
La noche de las doscientas estrellas. Nicolás Casariego, 1998.
Primero fuimos a una fabulosa heladería. Llegamos en su coche amarillo, uno de esos nuevos que anuncian por televisión: se ve el automóvil corriendo a toda mecha por una carretera estrecha rodeada de verde; suena una música preciosa de piano, empieza a llover a cántaros, a granizar, caen rayos, el asfalto se moja y está resbaladizo, pero el coche sigue navegando igual de rápido y seguro; incluso esquiva con facilidad una piedra enorme que está plantada en medio de la calzada, amenazadora; el anuncio me gusta mucho, aunque hace tiempo que no lo ponen. Mi madre tiene buen gusto para los automóviles.
La heladería era muy grande, de colores, llena de luces y de señoritas de uniforme blanco y con un gorrito azul, muy graciosas. A mi madre la conocían, era cliente habitual, según me dijo. La llamaban Inés, no sé por qué. Ella se llama Isabel. Cuando se lo hice notar me sonrió y cambió de tema.
Aparte de los helados, que eran inmensos (había uno de cinco bolas de distintos sabores y cubierto de nata), también podías tomar perritos y hamburguesas. Se me hacía la boca agua, pero como el Sr. Director me había ordenado que no llamase la atención ni pidiese demasiadas cosas, me callé. Ella, que es listísima, se dio cuenta, y me invitó a un perrito con dos salchichas y a una hamburguesa especial. Le comenté que era mucho más rico que la comida de la residencia, y ella soltó una carcajada que hizo que todos se quedaran mirándola, y yo me asusté un poco, pero a ella no le importó lo más mínimo. Mi madre es muy valiente, siempre se está riendo por todo. Yo me río poco, todo lo más sonrío veladamente, porque a los vigilantes no les gustan las risitas: se creen que nos reímos de ellos y nos sacuden un poco.
Mientras comía, esforzándome para que no me cayesen churretones de ketchup en la camisa (no lo logré), ella me preguntó qué me parecía el plan de la tarde: la heladería, el paseo que íbamos a dar, el cine al que me iba a invitar. Yo me quedé callado, madurando la respuesta, que es lo que dice el Sr. Director que hay que hacer. Ella me repitió la pregunta, impaciente, y yo le respondí con aquella frase de una película de vaqueros muy buena, en la que el bueno le contesta al malo cuando ve que está rodeado de bandidos (le han tendido una celada): «Ya nada me impresiona». Quería impresionarla, pero ella se apenó un poco y me rogó que acabara rápido, que íbamos a llegar tarde al cine. Yo me sentí fatal y me empecé a agobiar. Ella pagó y salimos. En la puerta, que daba a un parque situado al otro lado de la calle, un parque lleno de árboles, verdes algunos, con flores blancas otros, le dije que sentía mucho mi comentario anterior, que yo era un simple y un desconsiderado, que el plan era estupendo y que todo allí fuera era sorprendente. Ella recuperó la sonrisa, y por un instante que no olvidaré jamás, me cogió con suavidad la mano, y yo me puse rojo porque sentí algo muy raro que me recorrió el cuerpo, pero ella la retiró, avergonzada. Seguro que estaba avergonzada de mí, porque tengo las manos permanentemente sudadas y calientes. Según el médico de la residencia es un problema de circulación y no tiene mayor importancia. Asegura que tengo otros más graves. Cuando me dice eso, sonríe de lado con media boca, y me pone de los nervios, me dan ganas de tirarle por la ventana, pero me contengo.
La calle parecía la cola de la residencia a la hora de la sopa, aunque con la gente más animada. Lo mejor era la ropa de los viandantes, de colores chillones, y los niños, tan pequeños y tan sabios. Había uno rubito que debía de ser inglés, de unos tres años, iba de la mano de su madre, una señora muy tiesa que lucía una pamela, y aunque parezca increíble, el mocoso hablaba el inglés perfectamente, o al menos no parecía costarle demasiado. Jamás vi cosa igual.
Pronto se hizo de noche, suele ocurrir en invierno. Las figuras estaban rodeadas de una especie de neblina, parecían mágicas. Mi madre, a la vez que caminaba, me contaba cosas: qué vendían en las tiendas, qué hacía la gente, cómo se divertía ella la tarde del domingo... Es una pena que no recuerde con detalle todo lo que me dijo, pero yo andaba más pendiente de no tropezarme con la gente y de no pisar mierdas de perro que de escucharla. De lo que estoy seguro es de que me comentó que a ella le «privaba» (utilizó esa extraña palabra) quedar con sus amigos por la tarde en un café y charlar hasta el anochecer, tomándose una caña. Dudo que fuese verdad. Si sus amigos son como mis compañeros de aquí dentro, sería imposible pasarlo bien hablando con ellos. Algunos no sueltan prenda, sólo babean, y otros se pasan la vida pinchándote y soltándote guarradas hasta que te hartas y montas el pollo. Lo único que merece la pena durante el tiempo libre es ver la televisión. Me gustan las películas, los documentales de animales salvajes y los concursos, porque la gente está feliz y siempre dan muchos regalos. Odio las telenovelas, porque no entiendo nada. Yo creo, volviendo a lo de los amigos de mi madre, que debe de ser un poco como lo que me pasa con mi hermano, el Pluma (el Sr. Director dice que no es mi hermano, pero yo ya conozco sus trucos. Siempre jodiendo el Sr. Director). Con el Pluma me paso todo el tiempo charlando y disparatando. Me encantan sus poesías, y sobre todas aquella de «La comida me la fuma, los cigarrillos me la fuman, tu jeta me la fuma», y así sucesivamente. Sólo cambia el sujeto, y una vez escribió en el comedor, con mostaza, «El Sr. Director me la fuma». Se pasó un tiempo castigado, aunque el Sr. Director no paraba de repetir hipócritamente que no era nada personal, que debía hacerlo para su curación. Nos reímos un rato. Es un buen poeta.
La acera del cine Fantasio estaba abarrotada. Según mi madre, era normal, el domingo todo el mundo va al cine. Se ve que la imaginación no es uno de los puntos fuertes de la gente.
Durante el paseo yo había estado cavilando. Me preguntaba por qué era la primera vez en quince años que mi madre me hacía una visita, teniendo en cuenta que no paraba de asegurarme que estaba encantada conmigo y que si me portaba bien repetiríamos plan a menudo. Es gracioso lo de portarse bien. Como dice el Sr. Director, se trata de no hacer el capullo. Aquí dentro todos acabamos por hacer el capullo, de un modo u otro. Nos pasamos la vida a prueba y con objetivos marcados por ellos a corto y a largo plazo, objetivos que jamás se cumplen y se olvidan con el tiempo, siempre hay algo que fastidia su logro. Sólo conozco un caso de alguien que haya conseguido salir para no volver: el Manco. Una tarde llegaron sus hijos y lo metieron en un coche. Según el Sr. Director estaba curado y era un ejemplo para todos nosotros. A mí no me engaña. Yo, y como yo, los demás, lo vimos la noche anterior tirándole la comida a un vigilante e intentando clavarle un tenedor de plástico. Se rumoreó en su momento que se lo llevaron por lo de la pensión que cobraba. Hay que ser imbécil para cargar con el Manco por un puñado de perras, porque yo jamás he conocido un tipo con tan mala leche como él. Decía que era porque de pequeño le cortaron la mano con una máquina de segar, de un tajo, allá en su maldito pueblo. Desde entonces, su único objetivo en la vida fue joder al personal, y él sí que lo consiguió.
El caso es que yo, harto de darle vueltas a lo de la pregunta, se la solté. Ella acababa de volver de la taquilla con las entradas, fila diez y centraditas, comentó. Y se la solté, sin más. Tartamudeé un poco, como siempre que me pongo nervioso, pero ella comprendió cada palabra, y sus ojos se apagaron como una vela al recibir un soplo de viento. Tardó en contestarme, y me agarró del brazo, sus dedos me apresaban con fuerza. Al fin habló, con una voz que me recordó las letanías nocturnas de algunos en la residencia. Me contestó que ella no se llamaba Isabel, sino Inés, y que no era mi madre, sino una estudiante que se había ofrecido para acompañar a la gente con problemas y proporcionarles una alegría. También me dijo que mi madre se había marchado hacía ya mucho tiempo, y que cómo iba a ser ella si tenía veinticinco años y yo treinta. Yo le escuché sin interrumpirla, aunque sabía que todo era falso, salvo la edad. Y en cuanto a que yo fuese mayor siendo su hijo, cosas más raras he visto aquí dentro. Seguramente el Sr. Director, que está en todo, le obligó a utilizar esa patraña para que no disfrutásemos de la salida, amenazándola con algo sucio. A mí también me endosó en su despacho un discursito rimbombante e insoportable la víspera, mientras mordía insistentemente la patilla de su gafa. Creo que el Sr. Director necesita un psiquiatra.
Yo, que no deseaba discutir, me callé. No quería estropear esa noche, nuestra noche. Durante el rato que esperamos a entrar en el cine, mi madre tampoco habló. Parecía triste, quizá porque sabía que no estaba bien mentir, y juro que jamás vi ni veré una mujer tan bella como ella en mi vida. Sus ojos oscuros estaban llorosos, velados por una película de líquido lacrimal. Su boca estaba pintada de rojo, entreabierta, para permitirle suspirar y las aletas de la nariz se abrían y cerraban con rapidez, de un modo muy gracioso y coqueto. Sus manos jugueteaban con las entradas, doblándolas en pedacitos cada vez más pequeños. Yo, un poco avergonzado por mi conducta, la miraba de reojo, con detenimiento, y pensaba que a quién no le gustaría tener una madre tan bonita y agradable como ella, aunque fuese un poco mentirosa. Cuando llegó nuestro turno, le entregó las entradas al acomodador, que las desplegó como un acordeón y susurró algo feo. Ella quiso darle una propina, pero yo no se lo permití porque el señor no había sido amable con ella. A mi madre le hizo gracia.
La película ya la había visto. Era de acción, de policías y ladrones. El policía había sido suspendido en sus funciones porque estaba un poco loco desde que el malo mató a su mujer (a traición). Se lleva fatal con su jefe, que siempre está fumando puros, blasfema y jura en vano. De repente, hay una serie de horribles asesinatos cometidos por el malo, que ha vuelto a la ciudad. Al protagonista le llaman y le devuelven la placa, pues aunque esté un poco ido, sigue siendo el mejor. Le asignan como compañero a una chica muy guapa y más joven que él. Él la desprecia y están siempre discutiendo. Juntos pasan muchas aventuras y al final él acribilla a balazos al malo en un duelo cara a cara (la chica se había desmayado). Aparece el jefe, con el puro, y le felicita, aunque él ni le mira, y los periodistas le hacen muchas fotos. Ella se despierta y se besan (en realidad estaban enamorados), y la imagen se funde con los dos de la mano, alejándose de la cámara, juntos y felices. Fin. Lo mejor de la película fue observar la cara de mi madre mientras la veía. No cerró los ojos ni una vez en toda la sesión, y cuando salía el malo apretaba los dientes como si le fueran a quitar algo que estuviera mordiendo. Tampoco estuvieron mal las palomitas y la Coca-Cola.
Salimos fuera y me preguntó que qué me había parecido. Yo le confesé que ya la había visto, y más de una vez. Ella me dijo que era imposible, que la acababan de estrenar el día anterior. Yo le repetí la verdad y ella meneó la cabeza sin creerme. Sonrió cuando le expliqué que la había visto seis o siete veces, aunque las caras eran distintas. Acabó por darme la razón.
Nos hallábamos en la acera. Una brisa helada cortaba el rostro. El cielo estaba cubierto. Del cine salía una riada de gente comentando la película y riendo, y a un lado había una cola larga como culebra de río que se perdía tras la esquina de la calle. Notaba cierta indecisión en mi madre, como si no supiese qué iba a ocurrir en ese momento. Y entonces apareció ese tipo.
Era pequeño y malcriado, con la cara afilada, vestía traje de chaqueta y olía demasiado bien. Se plantó frente a nosotros y empezó a gritar con su voz de pito. De entrada me llamó gilipollas. A mi madre le preguntó que qué coño hacía yo con ella, que quién era. Ella le respondió que se tranquilizase. Yo apreté los puños. Él la llamó zorra. Yo lo vi todo negro.
Cuando recuperé la vista lo tenía agarrado por el cuello, con mi rodilla sobre su pecho, y su cara parecía una manzana pocha. Mi madre, histérica, tiró de mí hacia atrás y yo tuve que dejar al tipo en paz. Se había formado un grupo de curiosos que me miraban como si yo fuese un bicho raro. Me recordó a la mirada de algunos médicos.
Mi madre me cogió del brazo y me sacó de allí. Yo oía a mis espaldas los gritos del enano. Un hombre trató de detenerme, pero yo le propiné un empellón y él se abstuvo de intentarlo de nuevo. Llegamos al coche y mi madre rompió a llorar. Me dijo que estaba mal de la cabeza, y creí morir. Con dificultad, le contesté que no había sido culpa mía, que el tipejo ese la había insultado. Ella me volvió a mentir: dijo que el enano ese era su novio. Luego se tranquilizó, quizá porque ya no le quedaban lágrimas. Dijo que debíamos regresar.
Durante el viaje de vuelta nos mantuvimos en silencio. Llovía. Sólo se oía el parabrisas, chac, chac, chac. Puse la música y ella la quitó. Estaba enfadada conmigo. Al rato, recuperó la sonrisa, una sonrisa llena de ternura, o de melancolía, o de tristeza, o de las tres cosas a la vez. Encendió el aparato. Ponían música clásica. Al Sr. Director le gusta que la escuchemos: dice que amansa a las fieras. A mí me encanta. Yo a cada kilómetro moría un poquito. Ya olía la lejía.
Mi madre detuvo el coche frente a la verja de la residencia, y el vigilante la abrió. Entramos. Una sensación espantosa se apoderó de mí. No podía respirar. Me ahogaba. Ella, al verme, frenó y se echó a un lado del camino de grava. Había dejado de llover. Las nubes se habían abierto, y el claro que habían dejado estaba punteado de estrellas. Por mi cabeza desfilaban ideas extrañas. No sabía qué hacer para no perder los nervios. Ella tenía la cabeza gacha, no podía ver su rostro, quizá trataba de lograr hacer salir la última lágrima. Empecé a contar estrellas en alto, como hago siempre que las veo, para relajarme. Una estrella, dos estrellas, tres estrellas... Cuando iba por veinte oí su voz, que se unió a la mía. Sentí una alegría especial, serena, desconocida para mí. Llegamos a contar hasta doscientas, allí, al borde del camino, solos ella y yo. A las doscientas, paré. Ella me preguntó que por qué no continuaba. Yo le respondí que no había más, que las había contado todas. Ella se rió de veras, dejándose llevar. Yo ya estaba tranquilo. Arrancó y llegamos al final del trayecto, frente a las escaleras de la residencia. Me sentía triste y feliz a la vez. Ella se giró hacía mí y me miró fijamente con sus ojos oscuros. Adiós, Martín, me dijo. Yo le pregunté si nos veríamos otra vez. Sabía que ellos no me dejarían, por lo del tipejo. Ella me respondió que iba a ser difícil, pero que nunca se sabe lo que va a pasar mañana. Yo le agradecí ese día tan maravilloso, y ella me besó en la mejilla, un beso fugaz, huidizo, pero sentí sus labios como un latigazo. Me dejé crecer la barba: he apresado su beso, jamás podrá escapar.
No la he vuelto a ver. El Sr. Director dijo que no pasé la prueba, con esa manera de hablar tan comprensiva y hueca. Eso sí, recibo exactamente cada dos meses una carta de mi madre, contándome cosas y animándome a seguir luchando, aunque no sé contra qué o quién lucho. El Pluma afirma que me van a dar otra oportunidad, después del otoño. Si es verdad, avisaré a mi madre. Guardo sus cartas debajo del colchón. Me las sé de memoria. Lo más curioso es que ella firma Isabel, y no Inés. En ese detalle no se ha fijado el Sr. Director. Firma Isabel. Mi madre.
Cuando conocí a mi madre yo tenía treinta años y ella veinticinco. Fue el día más feliz de mi vida. Si el cielo está despejado, de noche, cuento las estrellas. Aquella fue la única noche con doscientas estrellas.
La noche de las doscientas estrellas. Nicolás Casariego, 1998.
miércoles, 12 de julio de 2017
El sonido del tren. Eva Sánchez Palomo.
Muy al norte de
Brasil, en lo más recóndito de la jungla amazónica, entre el verde
exuberante, la quietud y el silencio interrumpido por los gritos de
los titís, juega un grupo de niños yanomamis.
El más mayor de ellos, con el cuerpo decorado de pinturas rituales, boca y nariz atravesadas por pequeñas flechas de palmera, corre perseguido por los demás niños frente a la choza inmensamente circular de su tribu. Sus pies descalzos golpean el suelo repleto de ramas cortadas mientras se mueve imitando a la perfección el movimiento y el sonido de un tren de mercancías. Los demás niños avanzan detrás de él, como pequeñas vagonetas sin descanso.
Lo espeluznante de la escena no es la inocencia de los niños, sino comprender que allí, en la selva sin caminos, en esa vorágine verdosa, en ese inaccesible laberinto de flora retorcida; es absurdo ni siquiera concebir la existencia de vías, estaciones, ni, mucho menos, tren.
El más mayor de ellos, con el cuerpo decorado de pinturas rituales, boca y nariz atravesadas por pequeñas flechas de palmera, corre perseguido por los demás niños frente a la choza inmensamente circular de su tribu. Sus pies descalzos golpean el suelo repleto de ramas cortadas mientras se mueve imitando a la perfección el movimiento y el sonido de un tren de mercancías. Los demás niños avanzan detrás de él, como pequeñas vagonetas sin descanso.
Lo espeluznante de la escena no es la inocencia de los niños, sino comprender que allí, en la selva sin caminos, en esa vorágine verdosa, en ese inaccesible laberinto de flora retorcida; es absurdo ni siquiera concebir la existencia de vías, estaciones, ni, mucho menos, tren.
martes, 11 de julio de 2017
Insomnio. Ricardo Álamo.
Homenaje
a Virgilio Piñera
No puedo dormirme. Hace calor. Desde hace horas doy vueltas en la cama. Intento no pensar en nada, poner la mente en blanco, pero realmente no sé poner la mente en blanco. Lo único que consigo pensando que no debo pensar en nada es precisamente que no debo pensar en nada, pensar en nada, pensar en nada, o sea, un mantra. Al final, me canso de repetirlo. Miro la hora que es en el reloj del radio-despertador: las tres y media de la madrugada. Me incorporo. Enciendo la luz y un cigarro. Paseo alrededor de mi cuarto. Busco un libro de cuentos breves y extraordinarios. Lo hojeo. Por casualidad me topo con que uno de los relatos trata precisamente de un hombre que no puede dormir (su insomnio, como el mío, muy persistente) y que también da vueltas en la cama, fuma, lee, pasea, etcétera. A las seis de la mañana, harto de no poder dormir, carga un revólver y se levanta la tapa de los sesos. El hombre muere, pero no ha podido quedarse dormido. Ciertamente el insomnio vuelve loco a
cualquiera, pienso antes de pensar dónde demonios habré guardado mi vieja Smith & Wesson.
Imaginarium. Roberto Álamo, 2013.
No puedo dormirme. Hace calor. Desde hace horas doy vueltas en la cama. Intento no pensar en nada, poner la mente en blanco, pero realmente no sé poner la mente en blanco. Lo único que consigo pensando que no debo pensar en nada es precisamente que no debo pensar en nada, pensar en nada, pensar en nada, o sea, un mantra. Al final, me canso de repetirlo. Miro la hora que es en el reloj del radio-despertador: las tres y media de la madrugada. Me incorporo. Enciendo la luz y un cigarro. Paseo alrededor de mi cuarto. Busco un libro de cuentos breves y extraordinarios. Lo hojeo. Por casualidad me topo con que uno de los relatos trata precisamente de un hombre que no puede dormir (su insomnio, como el mío, muy persistente) y que también da vueltas en la cama, fuma, lee, pasea, etcétera. A las seis de la mañana, harto de no poder dormir, carga un revólver y se levanta la tapa de los sesos. El hombre muere, pero no ha podido quedarse dormido. Ciertamente el insomnio vuelve loco a
cualquiera, pienso antes de pensar dónde demonios habré guardado mi vieja Smith & Wesson.
Imaginarium. Roberto Álamo, 2013.
lunes, 10 de julio de 2017
Cuna. Isabel González.
Compré
todo lo necesario para amarte. Una pelota hinchable y siete
alcayatas. «Hoy no es mi cumpleaños», me dijiste. «Da igual.
Ábrelo», insistí. Rompiste el papel de mala gana y apareció la
pelota desinflada. En otro paquete diminuto estaban las alcayatas.
Hasta aquella mañana, yo ni siquiera sabía que se llamaban
alcayatas. Por eso me gusta entrar a la ferretería. Echar un ojo por
ahí y, cuando me decido, pedirle al encargado que me ponga siete de
eso. «¿Siete alcayatas?». «Exacto. Siete alcayatas», pronuncio
por vez primera y una bandada de gorriones remonta el vuelo desde mi
estómago. Los nombres suelen ser más bellos que las cosas. Me
gustan especialmente Bernardo y tachuelas. Pero no puedes llamar a
nadie Bernardo Tachuelas. He aquí la esclavitud de las palabras.
Estuve a punto de conocer a un Bernardo y conocí unas tachuelas, que
son como las chinchetas aunque no es necesario que su cabeza sea
circular y chata. Algo sin complicaciones. Lo que puedo ofrecerte.
También una pelota de playa. «¡Vamos, hínchala», te animé. Y
empezaste a soplar. Supongo que los dermatólogos ya han estudiado
este fenómeno. La tersura que gana terreno a las arrugas. La
posibilidad de rejuvenecer un rostro soplando por sus narices. Tú,
sin embargo, no parecías contento. Tenías miedo. Miedo de que
explotara. Esta vez no lo hizo y vimos que el balón traía dibujado
un perro con un cubo entre los dientes, un perro con un cubo entre
los dientes. Un motivo que se repetía en el ecuador del balón.
«¡Abre el otro, venga! », te apremié. Suspiraste resignado y tus
dedos se hicieron torpes con el minúsculo envoltorio. Al final,
arrancaste el celo con los dientes y te pinchaste. «¡Mierda!»,
dijiste. Tu boca empezó a sangrar y yo te traje alcohol y agua del
grifo. Estabas tan apurado que untaste el algodón en el vaso y
bebiste del bote. «¡Mierda!», escupías. La situación no dejaba
de ser graciosa y yo lamenté la falta de consistencia de tus encías
de pladur. «Si la alcayata se hubiera sostenido en tus premolares
habríamos podido colgar un cuadro», bromeé. «¡Has vuelto a
beber!», me soltaste. «¡Mira quién habla! El señor que acaba de
echarse un trago de alcohol desinfectante», respondí. Luego me puse
a llorar. Porque hago todo lo que puedo. Te lo juro. Porque esto es
todo lo que puedo ofrecerte: un balón de plástico y siete alcayatas
de acero o de latón, de rosca o de clavar, grandes o pequeñas. Me
llevé las estándar porque, según el ferretero, valían para
cualquier cosa. También para demostrarte mi amor. Qué otra cosa
propones con el dinero que me dejas. Bloqueaste mi cuenta por lo de
mi afición al vino, por lo de mi afición a las tragaperras del Roxi
Palace, por lo de olvidar dinero en los sombreros de los mendigos. El
otro día, el día más frío de este invierno, crucé los porches
donde duermen y uno de ellos, agarrado a un cartón de vino, gritó:
«Si sigue nevando así, me voy a misa de una a dar pena». Te he
regalado tantas veces la misma cosa... La misma pluma envuelta en
Navidad y vuelta a envolver la Navidad siguiente; el mismo disco de
Eric Clapton remasterizado por otra compañía; un beso igual a otro
beso y, en tu sexo, siempre los mismos labios. Seamos honestos. No
estoy borracha por haber bebido. Bebo porque estoy borracha.
Borracha, ebria, embriagada de las flores del cementerio y de esas
otras. Las que tú me regalas por mi cumpleaños. Cada doce de junio,
esa docena de rosas que son como una afrenta. Como si me dijeras:
«Esto sí que es un regalo. Aprende». Y tú tienes que conformarte
con siete alcayatas y un balón. Papel de lija a fin de mes, cuando
sólo me quedan sesenta céntimos. «Para regalo, por favor», le
digo al ferretero. A base de ponerte algodón entre el labio y la
encía, dejaste de sangrar. A base de concentrarme en tu herida, dejé
de llorar. Entonces me sorprendiste. «Toma», me entregaste otro
sobrecito. Siete hembrillas de hierro cincado. Siete hembrillas
estándar para mis siete alcayatas estándar. Las clavamos en la
pared del pasillo. ¿Qué prenderemos de ellas? ¿Láminas de jazz?
¿Acuarelas? ¿Aprovechará una araña la infraestructura para tejer
su red? De una patada, enviaste el balón al cuarto del fondo. Giraba
en una esquina y al girar daba la impresión de que el perro con el
cubo entre los dientes se ponía a correr. Nada más que una ilusión.
La cuna vacía. Alisé un pliegue de la colcha y tú pusiste una mano
en mi vientre. «Sólo te necesito a ti», me besaste. Y yo qué sé.
Yo qué sé. Si ahora nevara, si no dejara de nevar hasta el
mediodía, iría a misa de una. A dar pena.
Casi tan salvaje. Isabel González, 2012.
Casi tan salvaje. Isabel González, 2012.
domingo, 9 de julio de 2017
Parpadeo. Luis Berastain.
Su
imagen se reflejaba en el escaparate de una conocida tienda y,
mientras el viento movía los faldones de su gabardina, casi
arrancándole el sombrero, parpadeó. En ese instante su reflejo,
dándose la vuelta, fue corriendo hacia la calzada, como si el tiempo
transcurriera y simultáneamente, para él, estuviera detenido.
Permaneció allí, inmóvil, paralizado, mientras su propia imagen
cruzaba la calle, en el mismo momento en que un autobús, saltándose
su parada, le arrolló.
Sintiendo la electricidad recorrer su espalda después de presenciar su propia muerte, al abrir los ojos pudo comprobar que nada de aquello era verdad. Fue hacia el lugar donde tuvo lugar su propio atropello, pero allí no había nada, salvo su sombrero. Se encontraba agachado para recogerlo cuando oyó un bocinazo y un grito. Nada más.
Sintiendo la electricidad recorrer su espalda después de presenciar su propia muerte, al abrir los ojos pudo comprobar que nada de aquello era verdad. Fue hacia el lugar donde tuvo lugar su propio atropello, pero allí no había nada, salvo su sombrero. Se encontraba agachado para recogerlo cuando oyó un bocinazo y un grito. Nada más.
viernes, 7 de julio de 2017
La triste historia de Finia, una gallina enamorada. Gabriel Jiménez Emán.
A
Orlando Flores y Orlando Barreto
Una gallina rara de esas que se alejan de las demás después de comer y se pegan a los alambres del gallinero a hacer la digestión y a reflexionar sobre su triste destino, no es conocida por todos. Cualquiera que la vea ahí, con el pico entre los alambres, susurrando una inaudible canción de amor, debe por reglas del alma, conmoverse.
Busquémosle un nombre para identificarnos con ella: Finia, por ejemplo. Pues bien, Finia, además de ser muy hermosa y muy triste, está también muy enamorada de un gallo que oye cantar todas las mañanas, y deduce que por su canto debe ser el gallo más amoroso y comprensivo de la tierra.
El canto del gallo le traspasa el alma, y ella, encerrada en su triste y húmedo gallinero, llora sin lágrimas, pues ya sabemos que a las gallinas no le salen lágrimas por los ojos, ni siquiera cuando les tuercen el pescuezo.
Finia, al fin, fortalecida por su amor, logra pasar increíblemente por un orificio demasiado estrecho para su cuerpo, rompiéndose así las plumas, parte de la cabeza, e inutilizándose por completo una pata. Después con el plumaje lleno de sangre, espera que despunte el alba y aguarda el canto de su gallo; luego, guiada por su corazón y conducida por el canto más melodioso de la tierra, llega hasta el hogar de su gran gallo, poseedor de sus infinitas ilusiones. Y allí está él, con las alas extendidas al viento y al mundo, con un plumaje que podría desafiar a los pavos reales, con el pico hacia el cielo. Y allí está ella, llorando, porque Finia es la única gallina que ha llorado, y ahora está parada ahí, al final de su vida, porque en ese momento alguien le agarra el pescuezo y se lo tuerce.
Después, el señor de la casa comentará: «Qué gallina más buena», sin saber, ahora ni nunca, que estaba llena de amor hasta los huesos.
Una gallina rara de esas que se alejan de las demás después de comer y se pegan a los alambres del gallinero a hacer la digestión y a reflexionar sobre su triste destino, no es conocida por todos. Cualquiera que la vea ahí, con el pico entre los alambres, susurrando una inaudible canción de amor, debe por reglas del alma, conmoverse.
Busquémosle un nombre para identificarnos con ella: Finia, por ejemplo. Pues bien, Finia, además de ser muy hermosa y muy triste, está también muy enamorada de un gallo que oye cantar todas las mañanas, y deduce que por su canto debe ser el gallo más amoroso y comprensivo de la tierra.
El canto del gallo le traspasa el alma, y ella, encerrada en su triste y húmedo gallinero, llora sin lágrimas, pues ya sabemos que a las gallinas no le salen lágrimas por los ojos, ni siquiera cuando les tuercen el pescuezo.
Finia, al fin, fortalecida por su amor, logra pasar increíblemente por un orificio demasiado estrecho para su cuerpo, rompiéndose así las plumas, parte de la cabeza, e inutilizándose por completo una pata. Después con el plumaje lleno de sangre, espera que despunte el alba y aguarda el canto de su gallo; luego, guiada por su corazón y conducida por el canto más melodioso de la tierra, llega hasta el hogar de su gran gallo, poseedor de sus infinitas ilusiones. Y allí está él, con las alas extendidas al viento y al mundo, con un plumaje que podría desafiar a los pavos reales, con el pico hacia el cielo. Y allí está ella, llorando, porque Finia es la única gallina que ha llorado, y ahora está parada ahí, al final de su vida, porque en ese momento alguien le agarra el pescuezo y se lo tuerce.
Después, el señor de la casa comentará: «Qué gallina más buena», sin saber, ahora ni nunca, que estaba llena de amor hasta los huesos.
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