miércoles, 31 de julio de 2024

Es una tarde cenicienta y mustia. Antonio Machado.

Es una tarde cenicienta y mustia,
destartalada, como el alma mía;
y es esta vieja angustia
que habita mi usual hipocondría.
La causa de esta angustia no consigo
ni vagamente comprender siquiera;
pero recuerdo y, recordando, digo:
-Sí, yo era niño, y tú, mi compañera.
*
Y no es verdad, dolor, yo te conozco,
tú eres nostalgia de la vida buena
y soledad de corazón sombrío,
de barco sin naufragio y sin estrella.
Como perro olvidado que no tiene
huella ni olfato y yerra
por los caminos, sin camino, como
el niño que en la noche de una fiesta
se pierde entre el gentío
y el aire polvoriento y las candelas
chispeantes, atónito, y asombra
su corazón de música y de pena,
así voy yo, borracho melancólico,
guitarrista lunático, poeta,
y pobre hombre en sueños,
siempre buscando a Dios entre la niebla.

Soledades, galerías y otros poemas. 1899 - 1907.

lunes, 29 de julio de 2024

Acuérdate. Juan Rulfo.

Acuérdate de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de Dimas, aquél que dirigía las pastorelas y que murió recitando el «rezonga ángel maldito» cuando la época de la gripe. De esto hace ya años, quizá quince. Pero te debes acordar de él. Acuérdate que le decíamos «el Abuelo» por aquello de que su otro hijo, Fidencio Gómez, tenía dos hijas muy juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal nombre le decían la Arremangada, y la otra que era rete alta y que tenía los ojos zarcos y que hasta se decía que ni era suya y que por más señas estaba enferma del hipo. Acuérdate del relajo que armaba cuando estábamos en misa y que a la mera hora de la Elevación soltaba un ataque de hipo, que parecía como si estuviera riendo y llorando a la vez, hasta que la sacaban fuera y le daban tantita agua con azúcar y entonces se calmaba. Esa acabó casándose con Lucio Chico, dueño de la mezcalera que antes fue de Librado, río arriba, por donde está el molino de linaza de los Teódulos.
Acuérdate que a su madre le decían la Berenjena porque siempre andaba metida en líos y de cada lío salía con un muchacho. Se dice que tuvo su dinerito, pero se lo acabó en los entierros, pues todos los hijos se le morían recién nacidos y siempre les mandaba cantar alabanzas, llevándolos al panteón entre música y coros de monaguillos que cantaban «hosannas» y «glorias» y la canción esa de «ahí te mando, Señor, otro angelito». De eso se quedó pobre, porque le resultaba caro cada funeral, por eso de las canelas que les daba a los invitados del velorio. Sólo le vivieron dos, el Urbano y la Natalia, que ya nacieron pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió en el último parto que tuvo, ya de grande, pegada a los cincuenta años.
La debes haber conocido, pues era muy discutidora y cada rato andaba en pleito con las vendedoras en la plaza del mercado porque le querían dar muy caros los jitomates, pegaba gritos y decía que la estaban robando. Después, ya pobre, se le veía rondando entre la basura, juntando rabos de cebolla, ejotes ya sancochados y alguno que otro cañuto de caña «para que se les endulzara la boca a sus hijos». Tenía dos, como ya te digo, que fueron los únicos que se le lograron. Después no se supo ya de ella.
Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad, apenas unos meses más grande, muy bueno para jugar a la rayuela y para las trácalas. Acuérdate que nos vendía clavellinas y nosotros se las comprábamos, cuando lo más fácil era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía mangos verdes que se robaba del mango que estaba en el patio de la escuela y naranjas con chile que compraba en la portería a dos centavos y que luego nos las revendía a cinco. Rifaba cuanta porquería y media traía en el bolso: canicas ágata, trompos y zumbadores y hasta mayates verdes, de esos a los que se les amarra un hilo en una pata para que no vuelen muy lejos. Nos traficaba a todos, acuérdate.
Era cuñado de Nachito Rivero, aquel que se volvió tonto a los pocos días de casado y que Inés, su mujer, para mantenerse tuvo que poner un puesto de tepeche en la garita del camino real, mientras Nachito se vivía tocando canciones todas refinadas en una mandolina que le prestaban en la peluquería de don Refugio.
Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a bebernos el tepeche que siempre le quedábamos a deber y que nunca le pagábamos, porque nunca teníamos dinero. Después hasta se quedó sin amigos, porque todos al verlo, le sacábamos la vuelta para que no fuera a cobrarnos.
Quizá entonces se vio malo, o quizá ya era de nacimiento.
Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo encontraron con su prima la Arremangada jugando a marido y mujer detrás de los lavaderos, metidos en un aljibe seco. Lo sacaron de las orejas por la puerta grande entre el risón de todos, pasándolo por una fila de muchachos y muchachas para avergonzarlo. Y él pasó por allí, con la cara levantada, amenazándolos a todos con la mano y como diciendo: «Ya me las pagarán caro».
Y después a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta soltó el llanto; un chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de coyote.
Sólo que te falle mucho la memoria, no te has de acordar de eso.
Dicen que su tío Fidencio, el del molino, le arrimó una paliza que por poco y lo deja parálisis, y que él, de coraje, se fue del pueblo.
Lo cierto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció de vuelta aquí convertido en policía. Siempre estaba en la plaza de armas, sentado en la banca con la carabina entre las piernas y mirando con mucho odio a todos. No hablaba con nadie. No saludaba a nadie. Y si uno lo miraba, él se hacía el desentendido como si no conociera a la gente.
Fue entonces cuando mató a su cuñado, el de la mandolina. Al Nachito se le ocurrió ir a darle una serenata, ya de noche, poquito después de las ocho y cuando las campanas todavía estaban tocando el toque de Ánimas. Entonces se oyeron los gritos y la gente que estaba en la Iglesia rezando el rosario salió a la carrera y allí los vieron: al Nachito defendiéndose patas arriba con la mandolina y al Urbano mandándole un culatazo tras otro con el máuser, sin oír lo que le gritaba la gente, rabioso, como perro del mal. Hasta que un fulano que no era ni de por aquí se desprendió de la muchedumbre y fue y le quitó la carabina y le dio con ella en la espalda, doblándolo sobre la banca del jardín donde se estuvo tendido.
Allí lo dejaron pasar la noche. Cuando amaneció se fue. Dicen que antes estuvo en el curato y que hasta le pidió la bendición al padre cura, pero que él no se la dio.
Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se sentó a descansar llegaron a él. No se opuso. Dicen que él mismo se amarró la soga en el pescuezo y que hasta escogió el árbol que más le gustaba para que lo ahorcaran.
Tú te debes acordar de él, pues fuimos compañeros de escuela y lo conociste como yo.

El llano en llamas, 1953.
 

domingo, 28 de julio de 2024

El balberito. Fernando Iwasaki.

La otra noche matamos a un vampiro. Cerca del amanecer lo acechamos junto a su tumba y le tendimos una emboscada. El monstruo no era muy fuerte y pegó un chillido espeluznante cuando lo empalamos. Al verlo tendido en el suelo advertimos horrorizados que era un balberito, un niño vampiro que nos miraba con los ojos perplejos y arrasados de lágrimas, mientras se desollaba despavorido las manitas contra la estaca. El balberito agonizaba entre pucheros y la sangre de su última víctima resbalaba por sus colmillos de leche hasta empozarse en los hoyuelos de sus cachetes.«¡Muere, demonio!», gritó el reverendo al degollarlo con su hoz.


sábado, 27 de julio de 2024

Tengo miedo a perder la maravilla. Federico García Lorca.

Tengo miedo a perder la maravilla
de tus ojos de estatua y el acento
que de noche me pone en la mejilla
la solitaria rosa de tu aliento.


Tengo pena de ser en esta orilla
tronco sin ramas; y lo que más siento
es no tener la flor, pulpa o arcilla
para el gusano de mi sufrimiento.


Si tu eres el tesoro oculto mío
si eres mi cruz y mi dolor mojado
si soy el perro de tu señorío,


No me dejes perder lo que he ganado
y decora las aguas de tu río
con hojas de mi otoño enajenado.

Sonetos del amor oscuro, 1983

viernes, 26 de julio de 2024

El banquete. Julio Ramón. Ribeyro.

Con dos meses de anticipación, don Fernando Pasamano había preparado los pormenores de este magno suceso. En primer término, su residencia hubo de sufrir una transformación general. Como se trataba de un caserón antiguo, fue necesario echar abajo algunos muros, agrandar las ventanas, cambiar la madera de los pisos y pintar de nuevo todas las paredes.
Esta reforma trajo consigo otras y (como esas personas que cuando se compran un par de zapatos juzgan que es necesario estrenarlos con calcetines nuevos y luego con una camisa nueva y luego con un terno nuevo y así sucesivamente hasta llegar al calzoncillo nuevo) don Fernando se vio obligado a renovar todo el mobiliario, desde las consolas del salón hasta el último banco de la repostería. Luego vinieron las alfombras, las lámparas, las cortinas y los cuadros para cubrir esas paredes que desde que estaban limpias parecían más grandes. Finalmente, como dentro del programa estaba previsto un concierto en el jardín, fue necesario construir un jardín. En quince días, una cuadrilla de jardineros japoneses edificaron, en lo que antes era una especie de huerta salvaje, un maravilloso jardín rococó donde había cipreses tallados, caminitos sin salida, una laguna de peces rojos, una gruta para las divinidades y un puente rústico de madera, que cruzaba sobre un torrente imaginario.
Lo más grande, sin embargo, fue la confección del menú. Don Fernando y su mujer, como la mayoría de la gente proveniente del interior, sólo habían asistido en su vida a comilonas provinciales en las cuales se mezcla la chicha con el whisky y se termina devorando los cuyes con la mano. Por esta razón sus ideas acerca de lo que debía servirse en un banquete al presidente, eran confusas. La parentela, convocada a un consejo especial, no hizo sino aumentar el desconcierto. Al fin, don Fernando decidió hacer una encuesta en los principales hoteles y restaurantes de la ciudad y así pudo enterarse de que existían manjares presidenciales y vinos preciosos que fue necesario encargar por avión a las viñas del mediodía.
Cuando todos estos detalles quedaron ultimados, don Fernando constató con cierta angustia que en ese banquete, al cual asistirían ciento cincuenta personas, cuarenta mozos de servicio, dos orquestas, un cuerpo de ballet y un operador de cine, había invertido toda su fortuna. Pero, al fin de cuentas, todo dispendio le parecía pequeño para los enormes beneficios que obtendría de esta recepción.
-Con una embajada en Europa y un ferrocarril a mis tierras de la montaña rehacemos nuestra fortuna en menos de lo que canta un gallo (decía a su mujer). Yo no pido más. Soy un hombre modesto.
-Falta saber si el presidente vendrá (replicaba su mujer).
En efecto, había omitido hasta el momento hacer efectiva su invitación.
Le bastaba saber que era pariente del presidente (con uno de esos parentescos serranos tan vagos como indemostrables y que, por lo general, nunca se esclarecen por el temor de encontrar adulterino) para estar plenamente seguro que aceptaría. Sin embargo, para mayor seguridad, aprovechó su primera visita a palacio para conducir al presidente a un rincón y comunicarle humildemente su proyecto.
-Encantado (le contestó el presidente). Me parece una magnifica idea. Pero por el momento me encuentro muy ocupado. Le confirmaré por escrito mi aceptación.
Don Fernando se puso a esperar la confirmación. Para combatir su impaciencia, ordenó algunas reformas complementarias que le dieron a su mansión un aspecto de un palacio afectado para alguna solemne mascarada. Su última idea fue ordenar la ejecución de un retrato del presidente (que un pintor copió de una fotografía) y que él hizo colocar en la parte más visible de su salón.
Al cabo de cuatro semanas, la confirmación llegó. Don Fernando, quien empezaba a inquietarse por la tardanza, tuvo la más grande alegría de su vida.
Aquel fue un día de fiesta, salió con su mujer al balcón par contemplar su jardín iluminado y cerrar con un sueño bucólico esa memorable jornada. El paisaje, sin embargo, parecía haber perdido sus propiedades sensibles, pues donde quiera que pusiera los ojos, don Fernando se veía a sí mismo, se veía en chaqué, en tarro, fumando puros, con una decoración de fondo donde (como en ciertos afiches turísticos) se confundían lo monumentos de las cuatro ciudades más importantes de Europa. Más lejos, en un ángulo de su quimera, veía un ferrocarril regresando de la floresta con su vagones cargados de oro. Y por todo sitio, movediza y transparente como una alegoría de la sensualidad, veía una figura femenina que tenía las piernas de un cocote, el sombrero de una marquesa, los ojos de un tahitiana y absolutamente nada de su mujer.
El día del banquete, los primeros en llegar fueron los soplones. Desde las cinco de la tarde estaban apostados en la esquina, esforzándose por guardar un incógnito que traicionaban sus sombreros, sus modales exageradamente distraídos y sobre todo ese terrible aire de delincuencia que adquieren a menudo los investigadores, los agentes secretos y en general todos los que desempeñan oficios clandestinos.
Luego fueron llegando los automóviles. De su interior descendían ministros, parlamentarios, diplomáticos, hombre de negocios, hombre inteligentes. Un portero les abría la verja, un ujier los anunciaba, un valet recibía sus prendas, y don Fernando, en medio del vestíbulo, les estrechaba la mano, murmurando frases corteses y conmovidas.
Cuando todos los burgueses del vecindario se habían arremolinado delante de la mansión y la gente de los conventillos se hacía una fiesta de fasto tan inesperado, llegó el presidente. Escoltado por sus edecanes, penetró en la casa y don Fernando, olvidándose de las reglas de la etiqueta, movido por un impulso de compadre, se le echó en los brazos con tanta simpatía que le dañó una de sus charreteras.
Repartidos por los salones, los pasillos, la terraza y el jardín, los invitados se bebieron discretamente, entre chistes y epigramas, los cuarenta cajones de whisky. Luego se acomodaron en las mesas que les estaban reservadas (la más grande, decorada con orquídeas, fue ocupada por el presidente y los hombre ejemplares) y se comenzó a comer y a charlar ruidosamente mientras la orquesta, en un ángulo del salón, trataba de imponer inútilmente un aire vienés.
A mitad del banquete, cuando los vinos blancos del Rin habían sido honrados y los tintos del Mediterráneo comenzaban a llenar las copas, se inició la ronda de discursos. La llegada del faisán los interrumpió y sólo al final, servido el champán, regresó la elocuencia y los panegíricos se prolongaron hasta el café, para ahogarse definitivamente en las copas del coñac.
Don Fernando, mientras tanto, veía con inquietud que el banquete, pleno de salud ya, seguía sus propias leyes, sin que él hubiera tenido ocasión de hacerle al presidente sus confidencias. A pesar de haberse sentado, contra las reglas del protocolo, a la izquierda del agasajado, no encontraba el instante propicio para hacer un aparte. Para colmo, terminado el servicio, los comensales se levantaron para formar grupos amodorrados y digestónicos y él, en su papel de anfitrión, se vio obligado a correr de grupos en grupo para reanimarlos con copas de mentas, palmaditas, puros y paradojas.
Al fin, cerca de medianoche, cuando ya el ministro de gobierno, ebrio, se había visto forzado a una aparatosa retirada, don Fernando logró conducir al presidente a la salida de música y allí, sentados en uno de esos canapés, que en la corte de Versalles servían para declararse a una princesa o para desbaratar una coalición, le deslizó al oído su modesta.
-Pero no faltaba más (replicó el presidente). Justamente queda vacante en estos días la embajada de Roma. Mañana, en consejo de ministros, propondré su nombramiento, es decir, lo impondré. Y en lo que se refiere al ferrocarril sé que hay en diputados una comisión que hace meses discute ese proyecto. Pasado mañana citaré a mi despacho a todos sus miembros y a usted también, para que resuelvan el asunto en la forma que más convenga.
Una hora después el presidente se retiraba, luego de haber reiterado sus promesas. Lo siguieron sus ministros, el congreso, etc., en el orden preestablecido por los usos y costumbres. A las dos de la mañana quedaban todavía merodeando por el bar algunos cortesanos que no ostentaban ningún título y que esperaban aún el descorchamiento de alguna botella o la ocasión de llevarse a hurtadillas un cenicero de plata. Solamente a las tres de la mañana quedaron solos don Fernando y su mujer. Cambiando impresiones, haciendo auspiciosos proyectos, permanecieron hasta el alba entre los despojos de su inmenso festín. Por último se fueron a dormir con el convencimiento de que nunca caballero limeño había tirado con más gloria su casa por la ventana ni arriesgado su fortuna con tanta sagacidad.
A las doce del día, don Fernando fue despertado por los gritos de su mujer. Al abrir los ojos le vio penetrar en el dormitorio con un periódico abierto entre las manos. Arrebatándoselo, leyó los titulares y, sin proferir una exclamación, se desvaneció sobre la cama. En la madrugada, aprovechándose de la recepción, un ministro había dado un golpe de estado y el presidente había sido obligado a dimitir.

jueves, 25 de julio de 2024

Origen del mito. Manuel Moyano.

Ejerciendo de médico en las tierras del Norte, fui reclamado una noche de tormenta para atender un parto. En aquel lugar dejado de la Providencia se han visto muchas cosas extrañas, y no me sorprendió que el recién nacido tuviera cabeza de becerro. Recomendé ahogarlo con un almohadón, pero a los padres les faltó valor. El varón creció y, mucho tiempo después, habiendo ya cumplido los quince años, vino a visitarme. Me llamaba “buen doctor”, pero había en sus palabras un velo de amarga ironía. Yo no podía apartar la visa de sus astas de toro. “He sabido por mis padres que usted les aconsejó matarme”, dijo. “Así es”, respondí con todo el aplomo de que fui capaz, pues temía que su propósito fuera vengarse por ello. “Debieron hacerle caso”, fue lo único que le oí mugir mientras abandonaba mi consulta. Luego supe que, antes de venir a verme, había corneado a sus progenitores hasta la muerte. También me dijeron que huyó al monte, y que allí construyó una casa de largas e intrincadas galerías para recluirse en su interior. Pero ésa es otra historia.

Imagen: El Minotauro. George Frederick Watts. 1877. Tate Gallery, Londres.

 

lunes, 22 de julio de 2024

"Caminando por la calle". La muerte. Enrique Anderson Imbert.

Caminando de noche por un callejón solitario sufrió un ataque al corazón. Ya se caía cuando de la sombra salió alguien que lo sostuvo. Fue a decir «gracias» pero al apoyarse y palpar puros huesos comprendió que no estaban socorriéndolo sino llevándoselo.

El gato de Cheshire, 1965.

viernes, 19 de julio de 2024

Aquí vivimos. Alejandra Pizarnik.

A André Pieyre de Mandiargues


Aquí vivimos con una mano en la garganta. Que nada es posible ya lo sabían los que inventaban lluvias y tejían palabras con el tormento de la ausencia. Por eso en sus plegarias había un sonido de manos enamoradas de la niebla. 

 

jueves, 18 de julio de 2024

Vampiro. Emilia Pardo Bazán.

No se hablaba en el país de otra cosa. ¡Y qué milagro! ¿Sucede todos los días que un setentón vaya al altar con una niña de quince?
Así, al pie de la letra: quince y dos meses acababa de cumplir Inesiña, la sobrina del cura de Gondelle, cuando su propio tío, en la iglesia del santuario de Nuestra Señora del Plomo -distante tres leguas de Vilamorta- bendijo su unión con el señor don Fortunato Gayoso, de setenta y siete y medio, según rezaba su partida de bautismo.
La única exigencia de Inesiña había sido casarse en el santuario; era devota de aquella Virgen y usaba siempre el escapulario del Plomo, de franela blanca y seda azul. Y como el novio no podía, ¡qué había de poder, malpocadiño!, subir por su pie la escarpada cuesta que conduce al Plomo desde la carretera entre Cebre y Vilamorta, ni tampoco sostenerse a caballo, se discurrió que dos fornidos mocetones de Gondelle, hechos a cargar el enorme cestón de uvas en las vendimias, llevasen a don Fortunato a la silla de la reina hasta el templo. ¡Buen paso de risa!
Sin embargo, en los casinos, boticas y demás círculos, digámoslo así, de Vilamorta y Cebre, como también en los atrios y sacristías de las parroquiales, se hubo de convenir en que Gondelle cazaba muy largo, y en que a Inesiña le había caído el premio mayor. ¿Quién era, vamos a ver, Inesiña? Una chiquilla fresca, llena de vida, de ojos brillantes, de carrillos como rosas; pero qué demonio, ¡hay tantas así desde el Sil al Avieiro! En cambio, caudal como el de don Fortunato no se encuentra otro en toda la provincia. Él sería bien ganado o mal ganado, porque esos que vuelven del otro mundo con tantísimos miles de duros, sabe Dios qué historia ocultan entre las dos tapas de la maleta; solo que.... ¡pchs!, ¿quién se mete a investigar el origen de un fortunón? Los fortunones son como el buen tiempo: se disfrutan y no se preguntan sus causas.
Que el señor Gayoso se había traído un platal, constaba por referencias muy auténticas y fidedignas; solo en la sucursal del Banco de Auriabella dejaba depositados, esperando ocasión de invertirlos, cerca de dos millones de reales (en Cebre y Vilamorta se cuenta por reales aún). Cuantos pedazos de tierra se vendían en el país, sin regatear los compraba Gayoso; en la misma plaza de la Constitución de Vilamorta había adquirido un grupo de tres casas, derribándolas y alzando sobre los solares nuevo y suntuoso edificio.
-¿No le bastarían a ese viejo chocho siete pies de tierra? -preguntaban entre burlones e indignos los concurrentes al Casino.
Júzguese lo que añadirían al difundirse la extraña noticia de la boda, y al saberse que don Fortunato, no sólo dotaba espléndidamente a la sobrina del cura, sino que la instituía heredera universal. Los berridos de los parientes, más o menos próximos, del ricachón, llegaron al cielo: hablóse de tribunales, de locura senil, de encierro en el manicomio. Mas como don Fortunato, aunque muy acabadito y hecho una pasa seca, conservaba íntegras sus facultades y discurría y gobernaba perfectamente, fue preciso dejarle, encomendando su castigo a su propia locura.
Lo que no se evitó fue la cencerrada monstruo. Ante la casa nueva, decorada y amueblada sin reparar en gastos, donde se habían recogido ya los esposos, juntáronse, armados de sartenes, cazos, trípodes, latas, cuernos y pitos, más de quinientos bárbaros. Alborotaron cuanto quisieron sin que nadie les pusiese coto; en el edificio no se entreabrió una ventana, no se filtró luz por las rendijas: cansados y desilusionados, los cencerreadores se retiraron a dormir ellos también. Aun cuando estaban conchavados para cencerrar una semana entera, es lo cierto que la noche de boda ya dejaron en paz a los cónyuges y en soledad la plaza.
Entre tanto, allá dentro de la hermosa mansión, abarrotada de ricos muebles y de cuanto pueden exigir la comodidad y el regalo, la novia creía soñar; por poco, y a sus solas, capaz se sentía de bailar de gusto. El temor, más instintivo que razonado, con que fue al altar de Nuestra Señora del Plomo, se había disipado ante los dulces y paternales razonamientos del anciano marido, el cual sólo pedía a la tierna esposa un poco de cariño y de calor, los incesantes cuidados que necesita la extrema vejez.
Ahora se explicaba Inesiña los reiterados «No tengas miedo, boba»; los «Cásate tranquila», de su tío el abad de Gondelle. Era un oficio piadoso, era un papel de enfermera y de hija el que le tocaba desempeñar por algún tiempo..., acaso por muy poco. La prueba de que seguiría siendo chiquilla, eran las dos muñecas enormes, vestidas de sedas y encajes, que encontró en su tocador, muy graves, con caras de tontas, sentadas en el confidente de raso. Allí no se concebía, ni en hipótesis, ni por soñación, que pudiesen venir otras criaturas más que aquellas de fina porcelana.
¡Asistir al viejecito! Vaya: eso sí que lo haría de muy buen grado Inés. Día y noche -la noche sobre todo, porque era cuando necesitaba a su lado, pegado a su cuerpo, un abrigo dulce- se comprometía a atenderle, a no abandonarle un minuto. ¡Pobre señor! ¡Era tan simpático y tenía ya tan metido el pie derecho en la sepultura! El corazón de Inesiña se conmovió: no habiendo conocido padre, se figuró que Dios le deparaba uno. Se portaría como hija, y aún más, porque las hijas no prestan cuidados tan íntimos, no ofrecen su calor juvenil, los tibios efluvios de su cuerpo; y en eso justamente creía don Fortunato encontrar algún remedio a la decrepitud. «Lo que tengo es frío -repetía-, mucho frío, querida; la nieve de tantos años cuajada ya en las venas. Te he buscado como se busca el sol; me arrimo a ti como si me arrimase a la llama bienhechora en mitad del invierno. Acércate, échame los brazos; si no, tiritaré y me quedaré helado inmediatamente. Por Dios, abrígame; no te pido más».
Lo que se callaba el viejo, lo que se mantenía secreto entre él y el especialista curandero inglés a quien ya como en último recurso había consultado, era el convencimiento de que, puesta en contacto su ancianidad con la fresca primavera de Inesiña, se verificaría un misterioso trueque. Si las energías vitales de la muchacha, la flor de su robustez, su intacta provisión de fuerzas debían reanimar a don Fortunato, la decrepitud y el agotamiento de éste se comunicarían a aquélla, transmitidos por la mezcla y cambio de los alientos, recogiendo el anciano un aura viva, ardiente y pura y absorbiendo la doncella un vaho sepulcral. Sabía Gayoso que Inesiña era la víctima, la oveja traída al matadero; y con el feroz egoísmo de los últimos años de la existencia, en que todo se sacrifica al afán de prolongarla, aunque sólo sea horas, no sentía ni rastro de compasión.
Agarrábase a Inés, absorbiendo su respiración sana, su hálito perfumado, delicioso, preso en la urna de cristal de los blancos dientes; aquel era el postrer licor generoso, caro, que compraba y que bebía para sostenerse; y si creyese que haciendo una incisión en el cuello de la niña y chupando la sangre en la misma vena se remozaba, sentíase capaz de realizarlo. ¿No había pagado? Pues Inés era suya.
Grande fue el asombro de Vilamorta -mayor que el causado por la boda aún- cuando notaron que don Fortunato, a quien tenían pronosticada a los ocho días la sepultura, daba indicios de mejorar, hasta de rejuvenecerse. Ya salía a pie un ratito, apoyado primero en el brazo de su mujer, después en un bastón, a cada paso más derecho, con menos temblequeteo de piernas. A los dos o tres meses de casado se permitió ir al casino, y al medio año, ¡oh maravilla!, jugó su partida de billar, quitándose la levita, hecho un hombre. Diríase que le soplaban la piel, que le inyectaban jugos: sus mejillas perdían las hondas arrugas, su cabeza se erguía, sus ojos no eran ya los muertos ojos que se sumen hacia el cráneo. Y el médico de Vilamorta, el célebre Tropiezo, repetía con una especie de cómico terror:
-Mala rabia me coma si no tenemos aquí un centenario de esos de quienes hablan los periódicos.
El mismo Tropiezo hubo de asistir en su larga y lenta enfermedad a Inesiña, la cual murió -¡lástima de muchacha!- antes de cumplir los veinte. Consunción, fiebre hética, algo que expresaba del modo más significativo la ruina de un organismo que había regalado a otro su capital.
Buen entierro y buen mausoleo no le faltaron a la sobrina del cura; pero don Fortunato busca novia. De esta vez, o se marcha del pueblo, o la cencerrada termina en quemarle la casa y sacarle arrastrando para matarle de una paliza tremenda. ¡Estas cosas no se toleran dos veces! Y don Fortunato sonríe, mascando con los dientes postizos el rabo de un puro.

miércoles, 17 de julio de 2024

Fragmento 152. [Libro del desasosiego]. Fernando Pessoa.

Quedo pasmado siempre que concluyo alguna cosa. Pasmado y desolado. Mi instinto de perfección debería inhibirme de acabar; debería inhibirme incluso de empezar. Pero me hago el distraído y lo hago. Lo que consigo es un producto, en mí, no de una aplicación de la voluntad, sino de una cesión suya. Empiezo porque no tengo fuerza para pensar; acabo porque no tengo alma para interrumpir. Este libro es mi cobardía.
La razón por la que tantas veces interrumpo un pensamiento con un fragmento de
paisaje, que de algún modo se integra en el esquema, real o supuesto, de mis impresiones, es porque ese paisaje es una puerta por donde huyo del conocimiento de mi impotencia creadora. Tengo la necesidad, en medio de las conversaciones conmigo mismo que forman las palabras de este libro, de hablar de pronto con otra persona, y me dirijo a la luz que se cierne, como en este momento, sobre los tejados de las casas, que parecen mojados al darles de lado; al agitarse suave de los frondosos árboles en la ladera de la ciudad, que parecen próximos, con una posibilidad de caída muda; a los carteles superpuestos de las casas empinadas, con ventanas entre letras donde el sol muerto dora la goma húmeda.
¿Por qué escribo, si no escribo mejor? ¿Pero qué sería de mí si no escribiera lo que logro escribir, por inferior a mí mismo que en eso sea? Soy un plebeyo de la aspiración, porque quiero realizar; no pretendo el silencio como quien recela de un cuarto oscuro. Soy como quienes aprecian más la medalla que el esfuerzo, y disfrutan de la gloria sin cambiarse.
Para mí, escribir equivale a despreciarme; pero no puedo dejar de escribir. Escribir es
como una droga que me repugna y tomo, el vicio que desprecio y en el que vivo. Hay
venenos necesarios, y los hay sutilísimos, compuestos por ingredientes del alma, hierbas recogidas en los rincones de las ruinas de los sueños, amapolas negras encontradas junto a las sepulturas de los propósitos, hojas largas de árboles obscenos que agitan sus ramas en las orillas oídas de los ríos infernales del alma.
Escribir, sí, significa perderme, pero todos se pierden, porque todo es pérdida. Sin
embargo, yo me pierdo sin alegría, no como el río en la hoz para la que nació sin saberlo, sino como el lago creado en la playa por la marea alta, y cuya agua sumida nunca volverá al mar.

Libro del desasosiego, 1982.

martes, 16 de julio de 2024

Caza de brujas. Raúl Clavero Blázquez.

Desde que la Inquisición ahorcó a varias mujeres en Santpere, el temor se ha extendido por todo el Consell de Laspauls. Dicen que el mal anida en los pueblos de la comarca, nadie confía en nadie, e incluso se han desatendido los campos para rezar de la mañana a la noche. Únicamente nuestro padre se atrevió a advertir entre los vecinos de todas las locuras que se estaban cometiendo, pero enseguida fue denunciado al párroco y hace tiempo que no sabemos nada de él. Ahora mamá está tan asustada que ya no nos deja salir a jugar a la calle, sólo podemos hacerlo en el corral, y cuando sopla el cierzo. De ese modo, si nos despistamos y alguien nos ve flotando en el aire, siempre podemos decir que la culpa es del viento, y que nosotras nunca, jamás de los jamases, hemos sabido volar.

Imagen: cuadro El conjuro o Las Brujas, de Goya. Serie "Asuntos de brujas para la Alameda de Osuna", 1798. Museo Lázaro Galdiano, Madrid.

lunes, 15 de julio de 2024

Grifos. Julia Uceda.

En la casa hay caminos secretos
y direcciones invisibles
aunque la escena parezca de cristal,
a veces de relámpago.
O de silencio arrinconado en una esquina,
sombra de una presencia ausente,
huella que cruza la memoria asustada.
La memoria, que no encuentra una hoja donde posarse
ni agua para su frente.
                                    Agua
para lavar los colores marchitos del tiempo,
de las maderas desconchadas,
del duro despertar.
                                    Tal vez por eso hablo con frecuencia
de habitantes en rincones vacíos
de casas que viví o en las esquinas
de las que abandoné y sus caminos secretos.
                                    Quizá crea,
tal vez erróneamente porque nada
se puede comprobar,
que en un ángulo olvidé lo que no encuentro.


                                    Y es que en esos rincones oigo, a veces,
el gotear de un grifo.
No lo veo.


¿Alguien espera que lo cierre?

Hablando con un haya, 2010.

domingo, 14 de julio de 2024

La cola de los anémicos en el matadero municipal de Madrid en 1900. Eugenio Noel.

I
Serían las cinco de la mañana cuando llegué al matadero, y ya la «cola» rebasaba la fuente que hay cerca de la Puerta de Toledo, ocupando parte del patio de entrada, muy próxima la cabecera a la gran nave donde se descuartizan las reses bravas y se apartan los mondongos.
Diseminados por todas partes veíase a los casqueros, hombrones del norte casi todos, con las manos metidas en el peto de los mandiles mugrientos y teniendo a los pies una enorme cesta de cinc para transportar las asaduras, los despojos, las pezuñas, las criadillas, todos esos menudillos que huelen tan mal, expuestos por los tablajeros y que son la base de la comida de mucha gente y la fortuna de los gatos.
Algunos carreros se entretenían en limpiar un enorme cajón con ruedas formidables, lleno de sangre y piltrafas, vehículo de los que, al anochecer, transportan las carroñas hechas cuartos tan descaradamente como con peligro de los transeúntes. Y tan cierto es ello, que no hay en el mundo nada semejante a esta repugnante manera de transportar la carne, indigna de una capital europea, al aire libre la parte posterior del carro, hacinados los sangrientos despojos y balanceándose en los movimientos difíciles del monstruoso y pesado armatoste, arrastrado a través de las calles angostas por reatas de mulas a las que su desaprensión y bestialidad han hecho merecidamente célebres.


Saludé al matarife, a quien iba recomendado nada menos que por el concejal visitador del establecimiento, y por el caso que me hizo pude sospechar el que me hubiera hecho de no haberme recomendado tan grande personaje. Sin embargo, días más tarde se me hizo notar por el concejal de marras, asiduo lector de Nietzsche por cierto, que tales matarifes, por razón de su oficio, son poco comunicativos y de alma endurecida, a cuyas cualidades hay que forzosamente hacer honor, pues sin ellos la alimentación de las urbes sería un problema peliagudo.
Y tan era así y tan poseído estaba de su importancia el verdugo de los animales, que cuantos pasaban por nuestro lado le saludaban con deferencia, le daban palmaditas en los hombros y le hacían toda clase de sociales monerías.
Visité las dependencias, dignas de eterna recordación por lo nada higiénicas y lo insuficientes, y me hacía cruces al considerar que España tenga por capital un pueblo a quien no le arredra poseer en una de las calles más concurridas y populares un edificio semejante.
Pero lo que a mí aquella mañana me interesaba no era el edificio, ni su emplazamiento, ni la parte que en la mortalidad diaria pudiera caberle. Estos absurdos tienen raíces más hondas que la falta de dinero o crédito de los ayuntamientos, y allí me llevaba precisamente la busca y captura de una de ellas. Las raíces del mal suelen estar casi siempre allí donde los especialistas dedicados a extirparlo ni presumen siquiera su existencia. Los hombres suelen despreciar los detalles aparentemente rutiles y rehusan la inspección minuciosa de lo insignificante, enamorados como suelen estar de altas teorías y endiabladas jeringonzas.
El objeto de mi visita era aquella «cola», tan larga ya a las cinco de la mañana. El olor nauseabundo que venía en ráfagas y a rachas parecía salir de la «cola» aquella y no de las naves del matadero. El balido de los rebaños prestos al sacrificio, el mugir doliente de los bueyes, los gruñidos de las víctimas, de aquella «cola» y no del edificio parecía surgir.
He estado en el hospital, en la guerra y en la cárcel y no vi jamás cosa que igualara la tragedia horrible de aquella escena silenciosa. Apoyados en las paredes, reclinados en los salientes de las piedras, agarrados a los hierros de la verja, rígidos como estatuas, en cuclillas, sentados a lo turco, echados en el suelo, en esa forma que el lenguaje gráfico del pueblo define así, «echadazos», hombres, niños, mujeres, aguardaban tranquilos, inmovilizados en la postura primera que tomaron. Unos llevaban cazuelas; otros, pucheros; copas grandes de vidrio; jarras, algunos. Muchas mujeres vigilaban con cuidado panzudos cántaros de tierra de Vallecas. Un niño jugaba en las baldosas de la acera con un viejo perol abollado. Otros, en torno de la fuente, limpiaban, despaciosos, y como indiferentes, vasijas de formas vulgares, compradas casi de balde, pintarrajeadas y tripudas como loza de salvajes.
No eran todos desastrados ni mucho menos. Junto a un hombre, todavía joven, de recia barba, descuidada indudablemente por la necesidad, de traje muy gastado, esperaba una muchacha apañadita, muy limpias las ropas de tela barata pero escogida con gusto. Los había famosos, de esos desgraciados sumidos en la abyección de la miseria cuyo traje excéntrico os hace deteneros para mirarlos, y no sabéis si reíros o socorrerlos. Allí estaban, en la pared, encorvados, las manos en los bolsillos, el puchero en un sobaco, caído el sombrero hasta los ojos como si les diera el sol y aprovecharan el tiempo durmiendo. Uno de éstos tenía a sus pies un niño lindísimo, desgreñado, casi desnudo, que gozaba arreando trastazos contra las piedras con un bote de conservas. Los pobres a quienes en España se distingue con el pomposo título «de solemnidad» expedido en las parroquias por diez céntimos, tenían allí su representación; se distinguían admirablemente; perdidos para toda iniciativa moral eran una carga para los demás, lo sabían y, sin explotarla, ¡qué más hubieran deseado!, vivían de ser gravosos a la caridad militarizada.
Obreros sin trabajo o que faltaban a él aquel día por recomendación de un vecino o curandero; «chavales» sin padres o con ellos que habían sido mandados; habitantes de esas casas cuyas galerías dan a la calle y que parecen restos o cortes transversales de edificios que se arruinaron; mendigos que aman su vida a pesar de lo difícil que les debe ser el soportarla; y, entre tanto resto de naufragio, jovencitas de oficio o vendedoras de plazuela cuidadosas de sus pies y de su pelo como buenas madrileñas, o viejas, prestamistas de dinero, incapaces de gastarse un céntimo en medicinas o en consultas de médico, pero que no querían morirse así como así.
-Cada día vienen más -me decía el portero-, y a veces llega la «cola» hasta la puerta que da a la Ronda.
Pedí permiso a su madre, y tomé en brazos a un chiquillo. Era guapo de veras, pero tenía en las bellas líneas de su cara un no sé qué, el mismo «no sé qué» de todos los que con tanta resignación esperaban: falta de sangre. Sentían todos escapárseles la vida e ignoraban qué tenían. Todos pronunciaban la palabra anemia, y no sabían más. En las policlínicas baratas o en las consultas gratuitas del Hospital de San Carlos les habían dicho a unos que tenían anemia, la sangre muy clara, poca sangre; otros habían consultado al célebre curandero Cabezón, el del río, famosísimo entonces en los Barrios Bajos. Los más no habían tenido necesidad de que les dijeran nada; se sentían sin fuerzas, sin gana de trabajar, ni de comer, ni de buscarlo. Grima daba verlos. Muertos en vida, su cara y sus manos tenían un color blancuzco que en los niños llegaba a la transparencia y en los viejos a la palidez fría de los difuntos. En las jóvenes arrugaba la frente, sacaba a la fuerza el cigoma, extendía por las mejillas y cerca de la boca un odioso envejecer prematuro, una como huella ficticia de crápula y existencia vergonzosa.
Las «colas» que forman los pordioseros o la gallofa a las puertas de los cuarteles a la hora del rancho, no pueden daros una idea de la «cola» del matadero, ni siquiera esa lúgubre «cola» diaria del Santo Refugio. Los anémicos eran algo más que pobres y miserables. Buscaban sangre, querían sangre, como otros quieren y buscan pan. Y lo trágico era esto. Mendigar un mendrugo, llevar unos harapos raídos, enseñar la carne amarillenta por los agujeros de las ropas, tener un solo vestido para el día y la noche, el verano y el invierno, es tan triste, tan injusto, que la sociedad procura aliviarlo valerosamente. Pero... ¿y pedir sangre?, ¿y... sentirse morir en vida aunque haya pan, y verle sobre la mesa y no podérselo llevar a la boca porque no hay ganas y sabe mal?... ¿Y oír que eso se arreglaría con sangre, y ser tan ignorante, tan desgraciado, tan pobre, que se oyen los más estúpidos remedios con ansia?...
Decid, si os atrevéis, a los anémicos que yo vi el primer año del siglo a la puerta del matadero, que la sangre se hace dentro del cuerpo... Eso cuesta diabólicamente caro además y va muy despacio. Un reconstituyente, un específico, un tratamiento puede salvar al rico; al pobre, no. Y si este pobre es español, inculto y gaznápiro, no podrá esperar, no confiará. Querrá sangre de quien sea, pero sangre roja, corriente, ya hecha. Una transfusión es cosa muy científica, rara, muy cara. Hay, pues, que beber sangre líquida. ¿Y de quién? He ahí la dificultad vencida, soberbia, esplendorosa, castizamente.
¿De quién se ha de beber sangre en España sino del toro?... ¡Sangre de toro!...
Cabezón, el del río, miraba a una chicuela traída a casa del célebre curandero adorado en los Barrios Bajos. Observaba su tez desmayada, abría sus párpados, examinaba el color de las encías, su mirada fría, su aire raquítico, tardo; y bondadoso le decía a la madre con gestos de judío:
-Llévela al matadero a beber sangre de toro.
La madre no titubeaba. ¿Y por qué había de dudar?... ¿No es el toro el animal más bravo de la creación? España se pasa la vida hablando de ellos; el torero es el hombre más popular que pueda haber en el mundo, precisamente porque es lidiador de ellos.
¡La sangre del toro!...
La panacea, el remedio universal, es la sangre de ese bicho indomable. La imaginación del pueblo le ha deificado, y harta de verle irritado, furioso, en actitudes de luchador sublime, cree en él como no cree en Dios. Se rociaría el cuerpo con su baba rabiosa, con la espuma de sus morros, cuando en un lance difícil se cubre de ella el belfo tembloroso. Ese hombre es un toro, dice el pueblo para significar la bravura de un varón. En las bestiales peleas de los tigres o los leones con el toro, vistas en el circo, el pueblo ha aprendido a despreciar la legendaria realeza del melenudo felino. El rey de los animales es el toro para el pueblo español. Esa arrogancia ciega, esa audacia irreflexiva, ese «crecerse» con el castigo, su violencia brusca de cerrar los ojos para no ver sus actos de valor, su prontitud trágica, ¡ah!, todo eso es nuestro. Su sangre es la nuestra, la soñada sangre de nuestro heroísmo. El pueblo la siente caer a chorros en su delirio de grandezas, y con la copa llena de esa sangre espumosa como un vino bueno comete locuras a la manera gloriosa y estúpida del toro.
Las vecinas lo saben bien. Su consejo es idéntico al del curandero. La enferma oye enérgicamente dicho:
-Coja usted un puchero y beba sangre de toro. Se cierran los ojos, y ojos que no ven, corazón que no siente.
Si en vez de la sangre del toro fuera otra sangre, el consejo no se aceptaría. Pero el alma está llena de la visión de la fiera, y sólo pensar que esa fiereza puede precipitarse en nuestra venas...


II


Las mujeres de los grandes cántaros entran las primeras, aunque no ocupan en la «cola» esos sitios. Cuando van saliendo hay que taparse las narices. De aquellos cántaros se expande un olor fétido, imposible de resistir; no hay cadáver descompuesto que hieda de aquella horrible manera. La boñiga fermentando en el asfalto no huele tan mal. Es algo podrido y disuelto en un medio que a su contacto se ha corrompido también, formando una sustancia inmunda que exhala la muerte. En los vertederos olvidados, los pozos negros rebosantes y las grandes bocas de los colectores y cloacas no se podría sentir cosa que lo igualara.
Mas aquellas mujeres son madres, y si huelen se aguantan. El curandero les ha dicho que la parálisis y el raquitismo de los brazos se cura con aquello, y van al matadero por el líquido asqueroso como lo sacarían de una letrina de presidio. Es un caldo infernal. El agua en la que se ha lavado la mondonguería. En ella se abrieron los abomasos, las bolsas de los vientres, las tripas; en ella se limpiaron las asaduras, las cabezas ya despellejadas, las pezuñas, los sacos de los orines y se vació y mezcló todo eso, emponzoñando el agua hasta convertirlo en cieno y fango de una singular traza. El curandero lo ha mandado.
-Vaya al matadero a por el caldo de los mondongos y que meta su chico el brazo en él durante media hora. Antes cuece usted el agua y cuanto más caliente pueda resistir, mejor.
Y la madre cuece la mixtura inmunda y el niño mete su brazo allí y llora y se asfixia. Y si no se salva es porque Dios no quiere; su madre hizo lo que pudo.
La ignorancia es menos heroica, pero más curiosa en los bebedores de sangre taurina.
Se les permite pasar a la cámara original, en que bien a mansalva puede el matarife herir a su víctima, y cuando la ha degollado, aquellos anémicos acercan su puchero o su copa y beben sin descansar, cerrando los ojos. El matarife y sus ayudantes ríen y bromean.
Se pierde mucha sangre. El chorro es semejante al de un pellejo divino que se derrama por el matadero. Sube un olor fuerte, penetrante, casi agrio.
¿A qué sabe? -pregunto a uno de ellos.
Tarda en contestarme. La sangre ha hecho rápidamente su efecto, y el pobre ignorante se siente mal, con bascas, con unos deseos inmensos de vomitarla.
-¿A qué sabe? -repito.
-A acíbar -me dice.
-Esta gente está más loca que un cencerro -filosofa un casquero que presencia la operación.
Pero loca o no loca, aquella gente es para mí un síntoma de otro mal muy grande, y observo paciente, sin zaherir su miseria mental, pensando a qué extremos tan lejanos y oscuros puede llegar la idolatría nacional a una fiesta, no sospechados, ciertamente, por los mismos que la cultivan.
No quiere beber la pobre joven.
-Espérate al otro; ya cae poca -dice el matarife.
Y al otro, cuando la sangre, más que caer parece desplomarse de una cañería, la joven alarga su brazo tembloroso y recoge en una jarra el líquido.
-Hay que beberlo enseguida; cuanto más caliente más aprovecha -la dice su madre o lo que sea.
Y la joven se decide al fin con el gesto de un niño que toma agua purgante.
-¡Arriba, arriba!... -le gritan compadecidos de su juventud.
No puede acabar de bebería, arroja la ya bebida.
Los hay valerosos, convencidos, que no es la primera vez que vienen. Se lo dicen a todos.
-Hay que tener constancia. Con una vez no basta.
-¿A qué sabe? -vuelvo a preguntar.
-A nada -responde un poco agrio.
Bebo un trago. Sabe a rejalgar, a hombres escabechados; es pastosa, se queda en la boca y es salada, acidulada, áspera...
Un niño no quiere tragar aquello, y el berrinche es homérico; patalea, llora y se defiende con valor. Su buena madre le sacude una tunda, una zurra de repertorio con soplamocos y «manguzás», y sólo a mis ruegos deja de maltratarlo.
-Se ha empeñado en morirse, señor -dice la madre.
En realidad, el niño cabría holgado en un alfiler como el niño del cuento, y cuando se morirá, sin que pueda remediarlo el mismo Dios, es si toma la sangre que le quieren hacer tragar.
-Pues la has de tragar, ¡ladrón! -ruge la madre.
Pero el chico la esputa, la rechaza y la sangre cae por el babero y delantalillo, que parece que se ha muerto de veras y de una vez. No habría fuerza humana que le hiciera trasegar aquello.
El matarife aviva porque hay prisa. Vienen otros a llenar sus vasijas y se oyen fuera los golpes con que la cariñosa madre obsequia a su hijo porque quiere morirse.
Algunos se quieren llevar la sangre y no los dejan si el bote es grande. Sin duda la dejarían secar y con cebolla y pan no es mal almuerzo.
Un hombre. El que ha extendido ahora su vaso, es todo un hombre. Se ve su miseria, pero no su anemia. Está flaco, pero no enfermo. El matarife no le deja acabar de llenar el recipiente, y con aspereza le increpa como a un perro.
-¡Largo de aquí!...
Me fijo mucho en él. Alto, bien formado, barbudo, guapo, ese hombre ha caído verticalmente en los abismos de la vagancia, de la pereza, que es mortal en hombres como él. Viene sin duda a buscar en esa sangre de toro la energía que le falta. Y viene con fe; sus ojos lo dicen.
Protesto de que se le trate así, y me dice un ayudante:
-Es un pelmazo; viene todos los días.
Se va lentamente, bebiendo la que le permitieron coger, saboreándola con delicia y mirando desconfiado como si fueran a quitársela.
Me emociona ver esta escena. Ese hombre dice más claramente que todos los otros en cuánto no estiman ese líquido precioso, venero de la raza.
¡Sangre de toro!
Beber sangre de toro, sentir por las venas el escalofrío de esa transfusión violenta, rugir y ser como él, audaz, fiero, inconsciente e irresistible. Pedir, siempre pedir. De nosotros, de los fondos del corazón, ni una idea salvadora. Vivir de prestado, de otra energía; y zamparla de sopetón. Nada de labor paciente... ¡sangre de toro!... Rejuvenecerse por la conducta o regenerarse por la cultura... eso es ir muy despacio. ¡Sangre, sangre de toro! Arder, consumirse, bufar, encorajinarse, arrojar las dificultades a la espalda como se arrojan a los lomos la arena los toros soberbios.
Estos anémicos; estos enfermos, ¡cómo iluminan uno de los problemas tremendos que nos siguen como cuervos! Sedientos de sangre de toro, tienen valor para cogerla sin temblar del mismo toro degollado, y se nota que su valor y su deseo llegarían a cogerla en la plaza misma cuando en la rabiosa agonía del animal le chorrea la sangre del hocico. Su ilusión es capaz de salvarlos, de darles la curación.
Este culto del toro no es una pantomima más en el mundo, es la manifestación de un alma nacional. Después de muertos entre los más horrendos martirios, los carniceros, en la plaza misma y no lejos de los caballos, los descuartizan; los expendedores vienen con carros o con asnos por los pedazos, y los venden y se los disputan. Es carne de toro, y carne barata. ¿Creéis que reparan los compradores en aquellos grumos de sangre coagulada que mecha la carne enrabiada, tan enrojecida que parece y aun lo es negra?... ¡Bah! ya lo saben, están en el secreto. Saben que el toro murió rabiando y eso es un mérito más. Cuando la mastiquen... ¿Creéis que la encontrarán dura, que no se comerán aquellas fibras secas como tendones? ¡No faltaba más! Es carne de toro que ha de «cornificar» el cuerpo y el alma y les va a dar en la vida la virilidad que les falta.
-¿Acaba usted o no acaba, señora?
-Nada más que éste.
-¡Pero, mujer, que la va a «diñar»!...
-Ca, no la «diño» —dice riendo.
Es una vieja. Se ha bebido dos vasos. No quiere morir. Sus ojos, su expresión, dicen que aquella sangre la sentará bien. Tiene fe. No le turba la cabeza ni el estómago y, según ella cuenta, le ha quitado el reuma de las piernas.
-¿No sabe usted -me pregunta- el refrán?
Ante mi negativa, salmodia sonriente:
Agua de San Isidro quita la calentura. Sangre de toro fresca buenas nalgas procura.
Y se aleja contenta, limpiándose la boca como un gato.

sábado, 13 de julio de 2024

Borges y yo. Jorge Luis Borges.

Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.
No sé cuál de los dos escribe esta página.

viernes, 12 de julio de 2024

Jumper. Yurena González Herrera.

La policía ha llegado a la escena del crimen, una propiedad polvorienta y cochambrosa. Las huellas de sangre que salpican toda la casa se están secando rápidamente mientras lees. Aumenta la temperatura. El asesino pasea por el sótano, nadie le escucha allá abajo. Está buscando la forma de salir. La descubre cuando le imaginas encontrándola.


 

 

martes, 9 de julio de 2024

Insomnios. Alfredo Buxán.

1
Lo grave no es quemarse las manos en tu cuerpo,
morir de tristeza en una esquina de tu cama.
Lo que duele es no llegar al corazón del fuego.


2
No sirve para nada la belleza del día
si el corazón, enfermo, no sabe aprovecharla.


3
Buscaba el mar como un ciego el tacto de las cosas.


4
Una sonrisa como un faro entre la niebla.
Una luz intermitente en la temible noche
de la vida. Una cascada de agua en el desierto.
Una luciérnaga en el corazón del insomnio.


5
El tigre del tiempo nos acecha silencioso.
He visto hace un instante sus garras en la alfombra.

Las palabras perdidas, 2011.

lunes, 8 de julio de 2024

Las islas nuevas. María Luisa Bombal.

Toda la noche el viento había galopado a diestro y siniestro por la pampa, bramando, apoyando siempre sobre una sola nota. A ratos cercaba la casa, se metía por las rendijas de las puertas y de las ventanas y revolvía los tules del mosquitero.
A cada vez Yolanda encendía la luz, que titubeaba, resistía un momento y se apagaba de nuevo. Cuando su hermano entró en el cuarto, al amanecer, la encontró recostada sobre el hombro izquierdo, respirando con dificultad y gimiendo.
¡Yolanda! ¡Yolanda!
El llamado la incorporó en el lecho. Para poder mirar a Federico separó y echó sobre la espalda la oscura cabellera.
Yolanda, ¿soñabas?
Oh sí, sueños horribles.
¿Por qué duermes siempre sobre el corazón? Es malo.
Ya lo sé. ¿Qué hora es? ¿Adónde vas tan temprano y con este viento?
A las lagunas. Parece que hay otra isla nueva. Ya van cuatro. De «La Figura» han venido a verlas. Tendremos gente. Quería avisarte.
Sin cambiar de postura, Yolanda observó a su hermano —un hombre canoso y flaco— al que las altas botas ajustadas prestaban un aspecto juvenil. ¡Qué absurdos, los hombres! Siempre en movimiento, siempre dispuestos a interesarse por todo. Cuando se acuestan dejan dicho que los despierten al rayar el alba. Si se acercan a la chimenea permanecen de pie, listos para huir al otro extremo del cuarto, listos para huir siempre hacia cosas fútiles. Y tosen, fuman, hablan fuerte, temerosos del silencio como de un enemigo que al menor descuido pudiera echarse sobre ellos, adherirse a ellos e invadirlos sin remedio.
Está bien, Federico.
Hasta luego.
Un golpe seco de la puerta y ya las espuelas de Federico suenan alejándose sobre las baldosas del corredor. Yolanda cierra de nuevo los ojos y delicadamente, con infinitas precauciones, se recuesta en las almohadas, sobre el hombro izquierdo, sobre el corazón; se ahoga, suspira y vuelve a caer en inquietos sueños. Sueños de los que, mañana a mañana, se desprende pálida, extenuada, como si se hubiera batido la noche entera con el insomnio.
Mientras tanto, los de la estancia «La Figura» se habían detenido al borde de las lagunas. Amanecía. Bajo un cielo revuelto, allá, contra el horizonte, divisaban las islas nuevas, humeantes aún del esfuerzo que debieron hacer para subir de quién sabe qué estratificaciones profundas.
¡Cuatro, cuatro islas nuevas! —gritaban.
El viento no amainó hasta el anochecer, cuando ya no se podía cazar.
Do, re, mi, fa, sol, la, si, do… Do, re, mi, fa, sol, la, si, do…
Las notas suben y caen, trepan y caen redondas y límpidas como burbujas de vidrio. Desde la casa achatada a lo lejos entre los altos cipreses, alguien parece tender hacia los cazadores, que vuelven, una estrecha escala de agua sonora.
Do, re, mi, fa, sol, la, si, do…
Es Yolanda que estudia —murmura Silvestre. Y se detiene un instante como para ajustarse mejor la carabina al hombro, pero su pesado cuerpo tiembla un poco.
Entre el follaje de los arbustos se yerguen blancas flores que parecen endurecidas por la helada. Juan Manuel alarga la mano.
No hay que tocarlas —le advierte Silvestre—, se ponen amarillas. Son las camelias que cultiva Yolanda —agrega sonriendo—. «Esa sonrisa humilde ¡qué mal le sienta!» —piensa, malévolo, Juan Manuel—. Apenas deja su aire altanero, se ve que es viejo.
Do, re, mi, fa, sol, la, si, do… Do, re, mi, fa, sol, la, si, do…
La casa está totalmente a oscuras, pero las notas siguen brotando regulares.
Juan Manuel, ¿no conoce usted a mi hermana Yolanda?
Ante la indicación de Federico, la mujer, que envuelta en la penumbra está sentada al piano, tiende al desconocido una mano que retira en seguida. Luego se levanta, crece, se desenrosca como una preciosa culebra. Es muy alta y extraordinariamente delgada. Juan Manuel la sigue con la mirada, mientras silenciosa y rápida enciende las primeras lámparas. Es igual que su nombre: pálida, aguda y un poco salvaje —piensa de pronto. Pero ¿qué tiene de extraño? ¡Ya comprendo! —reflexiona, mientras ella se desliza hacia la puerta y desaparece—. Unos pies demasiado pequeños. Es raro que pueda sostener un cuerpo tan largo sobre esos pies tan pequeños.
¡Qué estúpida comida, esta comida entre hombres, entre diez cazadores que no han podido cazar y que devoran precipitadamente, sin tener siquiera una sola hazaña de que vanagloriarse! ¿Y Yolanda? ¿Por qué no preside la cena ya que la mujer de Federico está en Buenos Aires? ¡Qué extraña silueta! ¿Fea? ¿Bonita? Liviana, eso sí, muy liviana. Y esa mirada oscura y brillante, ese algo agresivo, huidizo… ¿A quién, a qué se parece?
Juan Manuel extiende la mano para tomar su copa. Frente a él Silvestre bebe y habla y ríe fuerte, y parece desesperado.
Los cazadores dispersan las últimas brasas a golpes de pala y de tenazas; echan cenizas y más cenizas sobre los múltiples ojos de fuego que se empeñan en resurgir, coléricos. Batalla final en el tedio largo de la noche.
Y ahora el pasto y los árboles del parque los envuelven bruscamente en su aliento frío. Pesados insectos aletean contra los cristales del farol que alumbra el largo corredor abierto. Sostenido por Juan Manuel, Silvestre avanza hacia su cuarto resbalando sobre las baldosas lustrosas de vapor de agua, como recién lavadas. Los sapos huyen tímidamente a su paso para acurrucarse en los rincones oscuros.
En el silencio, el golpe de las barras que se ajustan a las puertas parece repetir los disparos inútiles de los cazadores sobre las islas. Silvestre deja caer su pesado cuerpo sobre el lecho, esconde su cara demacrada entre las manos y resuella y suspira ante la mirada irritada de Juan Manuel. Él, que siempre detestó compartir un cuarto con quien sea, tiene ahora que compartirlo con un borracho, y para colmo con un borracho que se lamenta.
Oh, Juan Manuel, Juan Manuel…
¿Qué le pasa, don Silvestre? ¿No se siente bien?
Oh, muchacho. ¡Quién pudiera saber, saber, saber!…
¿Saber qué, don Silvestre?
Esto, y acompañando la palabra con el ademán, el viejo toma la cartera del bolsillo de su saco y la tiende a Juan Manuel.
Busca la carta. Léela. Sí, una carta. Ésa, sí. Léela y dime si comprendes.
Una letra alta y trémula corre como humo, desbordando casi las cuartillas amarillentas y manoseadas: «Silvestre: No puedo casarme con usted. Lo he pensado mucho, créame. No es posible, no es posible. Y sin embargo, le quiero, Silvestre, le quiero y sufro. Pero no puedo. Olvídeme. En balde me pregunto qué podría salvarme. Un hijo tal vez, un hijo que pesara dulcemente dentro de mí siempre; ¡pero siempre! ¡No verlo jamás crecido, despegado de mí! ¡Yo apoyada siempre en esa pequeña vida, retenida siempre por esa presencia! Lloro, Silvestre, lloro; y no puedo explicarle nada más. — YOLANDA.»
No comprendo —balbucea Juan Manuel, preso de un súbito malestar.
Yo hace treinta años que trato de comprender. La quería. Tú no sabes cuánto la quería. Ya nadie quiere así, Juan Manuel… Una noche, dos semanas antes de que hubiéramos de casarnos, me mandó esta carta. En seguida me negó toda explicación y jamás conseguí verla a solas. Yo dejaba pasar el tiempo. «Esto se arreglará», me decía. Y así se me ha ido pasando la vida…
¿Era la madre de Yolanda, don Silvestre? ¿Se llamaba Yolanda, también?
¿Cómo? Hablo de Yolanda. No hay más que una. De Yolanda, que me ha rechazado de nuevo esta noche. Esta noche, cuando la vi, me dije: Tal vez ahora que han pasado tantos años Yolanda quiera, al fin, darme una explicación. Pero se fue, como siempre. Parece que Federico trata también de hablarle, a veces, de todo esto. Y ella se echa a temblar, y huye, huye siempre…
Desde hace unos segundos el sordo rumor de un tren ha despuntado en el horizonte. Y Juan Manuel lo oye insistir a la par que el malestar que se agita en su corazón.
¿Yolanda fue su novia, don Silvestre?
Sí, Yolanda fue mi novia, mi novia…
Juan Manuel considera fríamente los gestos desordenados de Silvestre, sus mejillas congestionadas, su pesado cuerpo de sesentón mal conservado. ¡Don Silvestre, el viejo amigo de su padre, novio de Yolanda!
Entonces, ¿ella no es una niña, don Silvestre?
Silvestre ríe estúpidamente.
El tren, allá en un punto fijo del horizonte, parece que se empeñara en rodar y rodar un rumor estéril.
¿Qué edad tiene? —insiste Juan Manuel.
Silvestre se pasa la mano por la frente tratando de contar.
A ver, yo tenía en esa época veinte, no veintitrés…
Pero Juan Manuel apenas le oye, aliviado momentáneamente por una consoladora reflexión. «¡Importa acaso la edad cuando se es tan prodigiosamente joven!»
—… ella por consiguiente debía tener…
La frase se corta en un resuello. Y de nuevo renace en Juan Manuel la absurda ansiedad que lo mantiene atento a la confidencia que aquel hombre medio ebrio deshilvana desatinadamente. ¡Y ese tren a lo lejos, como un movimiento en suspenso, como una amenaza que no se cumple! Es seguramente la palpitación sofocada y continua de ese tren lo que lo enerva así. Maquinalmente, como quien busca una salida, se acerca a la ventana, la abre, y se inclina sobre la noche. Los faros del expreso, que jadea y jadea allá en el horizonte, rasgan con dos haces de luz la inmensa llanura.
¡Maldito tren! ¡Cuándo pasará! —rezongó fuerte.
Silvestre, que ha venido a tumbarse a su lado en el alféizar de la ventana, aspira el aire a plenos pulmones y examina las dos luces, fijas a lo lejos.
Viene en línea recta, pero tardará una media hora en pasar —explica—. Acaba de salir de Lobos.
«Es liviana y tiene unos pies demasiado pequeños para su alta estatura.»
¿Qué edad tiene, don Silvestre?
No sé. Mañana te diré.
Pero ¿por qué? —reflexiona Juan Manuel—. ¿Qué significa este afán de preocuparme y pensar en una mujer que no he visto sino una vez? ¿Será que la deseo ya? El tren. ¡Oh, ese rumor monótono, esa respiración interminable del tren que avanza obstinado y lento en la pampa!
¿Qué me pasa? —se pregunta Juan Manuel—. Debo estar cansado —piensa, al tiempo que cierra la ventana.
Mientras tanto, ella está en el extremo del jardín. Está apoyada contra la última tranquera del monte, como sobre la borda de un buque anclado en la llanura. En el cielo, una sola estrella, inmóvil; una estrella pesada y roja que parece lista a descolgarse y hundirse en el espacio infinito. Juan Manuel se apoya a su lado contra la tranquera y junto con ella se asoma a la pampa sumida en la mortecina luz saturnal. Habla. ¿Qué le dice? Le dice al oído las frases del destino. Y ahora le toma en sus brazos. Y ahora los brazos que la estrechan por la cintura tiemblan y esbozan una caricia nueva. ¡Va a tocarle el hombro derecho! ¡Se lo va a tocar! Y ella se debate, lucha, se agarra al alambrado para resistir mejor. Y se despierta aferrada a las sábanas, ahogada en sollozos y suspiros.
Durante un largo rato se mantiene erguida en las almohadas, con el oído atento. Y ahora la casa tiembla, el espejo oscila levemente, y una camelia marchita se desprende por la corola y cae sobre la alfombra con el ruido blando y pesado con que caería un fruto maduro.
Yolanda espera que el tren haya pasado y que se haya cerrado su estela de estrépito para volverse a dormir, recostada sobre el hombro izquierdo.
¡Maldito viento! De nuevo ha emprendido su galope aventurero por la pampa. Pero esta mañana los cazadores no están de humor para contemporizar con él. Echan los botes al agua, dispuestos al abordaje de las islas nuevas que allá, en el horizonte, sobrenadan defendidas por un cerco vivo de pájaros y espuma.
Desembarcan orgullosos, la carabina al hombro; pero una atmósfera ponzoñosa los obliga a detenerse casi en seguida para enjugarse la frente. Pausa breve, y luego avanzan pisando, atónitos, hierbas viscosas y una tierra caliente y movediza. Avanzan tambaleándose entre espirales de gaviotas que suben y bajan graznando. Azotado en el pecho por el filo de un ala, Juan Manuel vacila. Sus compañeros lo sostienen por los brazos y lo arrastran detrás de ellos.
Y avanzan aún, aplastando, bajo las botas, frenéticos pescados de plata que el agua abandonó sobre el limo. Más allá tropiezan con una flora extraña: son matojos de coral sobre los que se precipitan ávidos. Largamente luchan por arrancarlos de cuajo, luchan hasta que sus manos sangran.
Las gaviotas los encierran en espirales cada vez más apretados. Las nubes corren muy bajas desmadejando una hilera vertiginosa de sombras. Un vaho a cada instante más denso brota del suelo. Todo hierve, se agita, tiembla. Los cazadores tratan en vano de mirar, de respirar. Descorazonados y medrosos, huyen.
Alrededor de la fogata, que los peones han encendido y alimentan con ramas de eucaliptos, esperan en cuclillas el día entero a que el viento apacigüe su furia. Pero, como para exasperarlos, el viento amaina cuando está oscureciendo.
Do, re, mi, fa, sol, la, si, do… De nuevo aquella escala tendida hasta ellos desde las casas. Juan Manuel aguza el oído.
Do, re, mi, fa, sol, la, si, do… Do, re, mi, fa, sol… Do, re, mi, fa… Do, re, mi, fa… —insiste el piano. Y aquella nota repetida y repetida bate contra el corazón de Juan Manuel y lo golpea ahí donde lo había golpeado y herido por la mañana el ala del pájaro salvaje. Sin saber por qué se levanta y echa a andar hacia esa nota que a lo lejos repiquetea sin cesar, como una llamada.
Ahora salva los macizos de camelias. El piano calla bruscamente. Corriendo casi, penetra en el sombrío salón.
La chimenea encendida, el piano abierto… Pero Yolanda, ¿dónde está? Más allá del jardín, apoyada contra la última tranquera como sobre la borda de un buque anclado en la llanura. Y ahora se estremece porque oye gotear a sus espaldas las ramas bajas de los pinos removidas por alguien que se acerca a hurtadillas. ¡Si fuera Juan Manuel!
Vuelve pausadamente la cabeza. Es él. Él en carne y hueso esta vez. ¡Oh, su tez morena y dorada en el atardecer gris! Es como si lo siguiera y lo envolviera siempre una flecha de sol. Juan Manuel se apoya a su lado, contra la tranquera, y se asoma con ella a la pampa. Del agua que bulle escondida bajo el limo de los vastos potreros empieza a levantarse el canto de las ranas. Y es como si desde el horizonte la noche se aproximara, agitando millares de cascabeles de cristal.
Ahora él la mira y sonríe. ¡Oh, sus dientes apretados y blancos!, deben de ser fríos y duros como pedacitos de hielo. ¡Y esa oleada de calor varonil que se desprende de él, y la alcanza y la penetra de bienestar! ¡Tener que defenderse de aquel bienestar, tener que salir del círculo que a la par que su sombra mueve aquel hombre tan hermoso y tan fuerte!
Yolanda… —murmura. Al oír su nombre siente que la intimidad se hace de golpe entre ellos. ¡Qué bien hizo en llamarla por su nombre! Parecería que los liga ahora un largo pasado de deseo. No tener pasado. Eso era lo que los cohibía y los mantenía alejados.
Toda la noche he soñado con usted, Juan Manuel, toda la noche…
Juan Manuel tiende los brazos; ella no lo rechaza. Lo obliga solo a enlazarla castamente por la cintura.
Me llaman… —gime de pronto, y se desprende y escapa. Las ramas que remueven en su huida rebotan erizadas, arañan el saco y la mejilla de Juan Manuel que sigue a una mujer, desconcertado por vez primera.
Está de blanco. Solo ahora que ella se acerca a su hermano para encenderle la pipa, gravemente, meticulosamente —como desempeñando una pequeña ocupación cotidiana— nota que lleva traje largo. Se ha vestido para cenar con ellos. Juan Manuel recuerda entonces que sus botas están llenas de barro y se precipita hacia su cuarto.
Cuando vuelve al salón encuentra a Yolanda sentada en el sofá, de frente a la chimenea. El fuego enciende, apaga y enciende sus pupilas negras. Tiene los brazos cruzados detrás de la nuca, y es larga y afilada como una espada, o como… ¿como qué? Juan Manuel se esfuerza en encontrar la imagen que siente presa y aleteando en su memoria.
La comida está servida.
Yolanda se incorpora, sus pupilas se apagan de golpe. Y al pasar le clava rápidamente esas pupilas de una negrura sin transparencia, y le roza el pecho con su manga de tul, como con un ala. Y la imagen afluye por fin al recuerdo de Juan Manuel, igual que una burbuja a flor de agua.
Ya sé a qué se parece usted. Se parece a una gaviota.
Un gritito ronco, extraño, y Yolanda se desploma largo a largo y sin ruido sobre la alfombra. Reina un momento de estupor, de inacción; luego todos se precipitan para levantarla, desmayada. Ahora la transportan sobre el sofá, la acomodan en los cojines, piden agua. ¿Qué ha dicho? ¿Qué le ha dicho?
Le dije… —empieza a explicar Juan Manuel; pero calla bruscamente, sintiéndose culpable de algo que ignora, temiendo, sin saber por qué, revelar un secreto que no le pertenece. Mientras tanto Yolanda, que ha vuelto en sí, suspira oprimiéndose el corazón con las dos manos como después de un gran susto. Se incorpora a medias, para extenderse nuevamente sobre el hombro izquierdo. Federico protesta.
No. No te recuestes sobre el corazón. Es malo.
Ella sonríe débilmente, murmura: «Ya lo sé. Déjenme». Y hay tanta vehemencia triste, tanto cansancio en el ademán con que los despide, que todos pasan sin protestar a la habitación contigua. Todos, salvo Juan Manuel que permanece de pie junto a la chimenea.
Lívida, inmóvil, Yolanda duerme o finge dormir recostada sobre el corazón. Juan Manuel espera anhelante un gesto de llamada o de repudio que no se cumple.
Al rayar el alba de esta tercera madrugada los cazadores se detienen, una vez más, al borde de las lagunas por fin apaciguadas. Mudos, contemplan la superficie tersa de las aguas. Atónitos, escrutan el horizonte gris.
Las islas nuevas han desaparecido.
Echan los botes al agua. Juan Manuel empuja el suyo con una decisión bien determinada. Bordea las viejas islas sin dejarse tentar como sus compañeros por la vida que alienta en ellas; esa vida hecha de chasquidos de alas y de juncos, de arrullos y pequeños gritos, y de ese leve temblor de flores de limo que se despliegan sudorosas. Explorador minucioso, se pierde a lo lejos y rema de izquierda a derecha, tratando de encontrar el lugar exacto donde tan solo ayer asomaban cuatro islas nuevas. ¿Adónde estaba la primera? Aquí. No, allí. No, aquí, más bien. Se inclina sobre el agua para buscarla, convencido sin embargo de que su mirada no logrará jamás seguirla en su caída vertiginosa hacia abajo, seguirla hasta la profundidad oscura donde se halla confundida nuevamente con el fondo de fango y de algas.
En el círculo de un remolino, algo sobreflota, algo blando, incoloro: es una medusa. Juan Manuel se apresura a recogerla en su pañuelo, que ata luego por las cuatro puntas.
Cae la tarde cuando Yolanda, a la entrada del monte, retiene su caballo y les abre la tranquera. Ha echado a andar delante de ellos. Su pesado ropón flotante se engancha a ratos en los arbustos. Y Juan Manuel repara que monta a la antigua, vestida de amazona. La luz declina por segundos, retrocediendo en una gama de azules. Algunas urracas de larga cola vuelan graznando un instante y se acurrucan luego en racimos apretados sobre las desnudas ramas del bosque ceniciento.
De golpe, Juan Manuel ve un grabado que aún cuelga en el corredor de su vieja quinta de Adrogué: una amazona esbelta y pensativa, entregada a la voluntad de su caballo, parece errar desesperanzada entre las hojas secas y el crepúsculo. El cuadro se llama «Otoño», o «Tristeza»… No recuerda bien.
Sobre el velador de su cuarto encuentra una carta de su madre. «Puesto que tú no estás, yo le llevaré mañana las orquídeas a Elsa», escribe. Mañana. Quiere decir hoy. Hoy hace, por consiguiente, cinco años que murió su mujer. ¡Cinco años ya! Se llamaba Elsa. Nunca pudo él acostumbrarse a que tuviera un nombre tan lindo. «¡Y te llamas Elsa…!», solía decirle en la mitad de un abrazo, como si aquello fuera un milagro más milagroso que su belleza rubia y su sonrisa plácida. ¡Elsa! ¡La perfección de sus rasgos! ¡Su tez transparente detrás de la que corrían las venas, finas pinceladas azules! ¡Tantos años de amor! Y luego aquella enfermedad fulminante. Juan Manuel se resiste a pensar en la noche en que, cubriéndose la cara con las manos para que él no la besara, Elsa gemía: «No quiero que me veas así, tan fea… ni aun después de muerta. Me taparás la cara con orquídeas. Tienes que prometerme…»
No. Juan Manuel no quiere volver a pensar en todo aquello. Desgarrado, tira la carta sobre el velador sin leer más adelante.


* * *


El mismo crepúsculo sereno ha entrado en Buenos Aires, anegando en azul de acero las piedras y el aire, y los árboles de la plaza de la Recoleta espolvoreados por la llovizna glacial del día.
La madre de Juan Manuel avanza con seguridad en un laberinto de calles muy estrechas. Con seguridad. Nunca se ha perdido en aquella intrincada ciudad. Desde muy niña le enseñaron a orientarse en ella. He aquí su casa. La pequeña y fría casa donde reposan inmóviles sus padres, sus abuelos y tantos antepasados. ¡Tantos, en una casa tan estrecha! ¡Si fuera cierto que cada uno duerme aquí solitario con su pasado y su presente; incomunicado, aunque flanco a flanco! Pero no, no es posible. La señora deposita un instante en el suelo el ramo de orquídeas que lleva en la mano y busca la llave en su cartera. Una vez que se ha persignado ante el altar, examina si los candelabros están bien lustrados, si está bien almidonado el blanco mantel. En seguida suspira y baja a la cripta agarrándose nerviosamente a la barandilla de bronce. Una lámpara de aceite cuelga del techo bajo. La llama se refleja en el piso de mármol negro y se multiplica en las anillas de los cajones alineados por fechas. Aquí todo es orden y solemne indiferencia.
Fuera empieza a lloviznar nuevamente. El agua rebota en las estrechas callejuelas de asfalto. Pero aquí todo parece lejano: la lluvia, la ciudad, y las obligaciones que la aguardan en su casa. Y ahora ella suspira nuevamente y se acerca al cajón más nuevo, más chico, y deposita las orquídeas a la altura de la cara del muerto. Las deposita sobre la cara de Elsa. «Pobre Juan Manuel», piensa.
En vano trata de enternecerse sobre el destino de su nuera. En vano. Un rencor, del que se confiesa a menudo, persiste en su corazón a pesar de las decenas de rosarios y las múltiples jaculatorias que le impone su confesor.
Mira fijamente el cajón deseosa de traspasarlo con la mirada para saber, ver, comprobar… ¡Cinco años ya que murió! Era tan frágil. Puede que el anillo de oro liso haya rodado ya de entre sus frívolos dedos desmigajados hasta el hueco de su pecho hecho cenizas. Puede, sí. Pero ¿ha muerto? No. Ha vencido a pesar de todo. Nunca se muere enteramente. Ésa es la verdad. El niño moreno y fuerte continuador de la raza, ese nieto que es ahora su única razón de vivir, mira con los ojos azules y cándidos de Elsa.


* * *


Por fin a las tres de la mañana Juan Manuel se decide a levantarse del sillón junto a la chimenea, donde con desgano fumaba y bebía medio atontado por el calor del fuego. Salta por encima de los perros dormidos contra la puerta y echa a andar por el largo corredor abierto. Se siente flojo y cansado, tan cansado. «¡Anteanoche Silvestre, y esta noche yo! Estoy completamente borracho», piensa.
Silvestre duerme. El sueño debió haberlo sorprendido de repente porque ha dejado la lámpara encendida sobre el velador.
La carta de su madre está todavía allí, semiabierta. Una larga postdata escrita de puño y letra de su hijo lo hace sonreír un poco. Trata de leer. Sus ojos se nublan en el esfuerzo. Porfía y descifra al fin: Papá. La abuelita me permite escribirte aquí. Aprendí tres palabras más en la geografía nueva que me regalaste. Tres palabras con la explicación y todo, que te voy a escribir aquí de memoria.
AEROLITO: Nombre dado a masas minerales que caen de las profundidades del espacio celeste a la superficie de la Tierra. Los aerolitos son fragmentos planetarios que circulan por el espacio y que…»
¡Ay!, murmura Juan Manuel, y, sintiéndose tambalear se arranca de la explicación, emerge de la explicación deslumbrado y cegado como si hubieran agitado ante sus ojos una cantidad de pequeños soles.
HURACÁN: Viento violento e impetuoso hecho de varios vientos opuestos que forman torbellinos.
¡Este niño! —rezonga Juan Manuel. Y se siente transido de frío, mientras grandes ruidos le azotan el cerebro como colazos de una ola que vuelve y se revuelve batiendo su flanco poderoso y helado contra él.
HALO: Cerco luminoso que rodea a veces la Luna.
Una ligera neblina se interpone de pronto entre Juan Manuel y la palabra anterior, una neblina azul que flota y lo envuelve blandamente. ¡Halo! —murmura—, ¡halo! Y algo así como una inmensa ternura empieza a infiltrarse en todo su ser con la seguridad, con la suavidad de un gas. ¡Yolanda! ¡Si pudiera verla, hablarle!
Quisiera, aunque solo fuera, oírla respirar a través de la puerta cerrada de su alcoba.
Todos, todo duerme. ¡Qué de puertas, sigiloso y protegiendo con la mano la llama de su lámpara, debió forzar o abrir para atravesar el ala del viejo caserón! ¡Cuántas habitaciones desocupadas y polvorientas donde los muebles se amontonaban en los rincones, y cuántas otras donde, a su paso, gentes irreconocibles suspiran y se revuelven entre las sábanas!
Había elegido el camino de los fantasmas y de los asesinos.
Y ahora que ha logrado pegar el oído a la puerta de Yolanda, no oye sino el latir de su propio corazón.
Un mueble debe, sin duda alguna, obstruir aquella puerta por el otro lado; un mueble muy liviano puesto que ya consiguió apartarlo de un empellón. ¿Quién gime? Juan Manuel levanta la lámpara; el cuarto da primero un vuelco y se sitúa luego ante sus ojos, ordenado y tranquilo.
Velada por los tules de un mosquitero advierte una cama estrecha donde Yolanda duerme caída sobre el hombro izquierdo, sobre el corazón; duerme envuelta en una cabellera oscura, frondosa y crespa, entre las que gime y se debate. Juan Manuel deposita la lámpara en el suelo, aparta los tules del mosquitero y la toma de la mano. Ella se aferra de sus dedos, y él la ayuda entonces a incorporarse sobre las almohadas, a refluir de su sueño, a vencer el peso de esa cabellera inhumana que debe atraerla hacia quién sabe qué tenebrosas regiones.
Por fin abre los ojos, suspira aliviada y murmura: Gracias.
Gracias —repite. Y fijando delante de ella unas pupilas sonámbulas explica—. ¡Oh, era terrible! Estaba en un lugar atroz. En un parque al que a menudo bajo en mis sueños. Un parque. Plantas gigantes. Helechos altos y abiertos como árboles. Y un silencio… no sé cómo explicarlo…, un silencio verde como el del cloroformo. Un silencio desde el fondo del cual se aproxima un ronco zumbido que crece y se acerca. La muerte, es la muerte. Y entonces trato de huir, de despertar. Porque si no despertara, si me alcanzara la muerte en ese parque, tal vez me vería condenada a quedarme allí para siempre, ¿no cree Ud.?
Juan Manuel no contesta, temeroso de romper aquella intimidad con el sonido de su voz. Yolanda respira hondo y continúa:
Dicen que durante el sueño volvemos a los sitios donde hemos vivido antes de la existencia que estamos viviendo ahora. Yo suelo también volver a cierta casa criolla. Un cuarto, un patio, un cuarto y otro patio con una fuente en el centro. Voy y…
Enmudece bruscamente y lo mira.
Ha llegado el momento que él tanto temía. El momento en que lúcida, al fin, y libre de todo pavor, se pregunta cómo y por qué está aquel hombre sentado a la orilla de su lecho. Aguarda resignado el: «¡Fuera!» imperioso y el ademán solemne con el cual se dice que las mujeres indican la puerta en esos casos.
Y no. Siente de golpe un peso sobre el corazón. Yolanda ha echado la cabeza sobre su pecho.
Atónito, Juan Manuel permanece inmóvil. ¡Oh, esa sien delicada, y el olor a madreselvas vivas que se desprende de aquella impetuosa mata de pelo que le acaricia los labios! Largo rato permanece inmóvil. Inmóvil, enternecido, maravillado, como si sobre su pecho se hubiera estrellado, al pasar, un inesperado y asustadizo tesoro.
¡Yolanda! Ávidamente la estrecha contra sí. Pero entonces grita, un gritito ronco, extraño, y le sujeta los brazos. Él lucha enredándose entre los largos cabellos perfumados y ásperos. Lucha hasta que logra asirla por la nuca y tumbarla brutalmente hacia atrás.
Jadeante, ella revuelca la cabeza de un lado a otro y llora. Llora mientras Juan Manuel la besa en la boca, mientras le acaricia un seno pequeño y duro como las camelias que ella cultiva. ¡Tantas lágrimas! ¡Cómo se escurren por sus mejillas, apresuradas y silenciosas! ¡Tantas lágrimas! Ahora corren por la almohada intactas, como ardientes perlas hechas de agua, hasta el hueco de su ruda mano de varón crispada bajo el cuello sometido.
Desembriagado, avergonzado casi, Juan Manuel relaja la violencia de su abrazo.
¿Me odia, Yolanda?
Ella permanece muda, inerte.
Yolanda. ¿Quiere que me vaya?
Ella cierra los ojos. «Váyase», murmura.
Ya lúcido, se siente enrojecer y un relámpago de vehemencia lo traspasa nuevamente de pies a cabeza. Pero su pasión se ha convertido en ira, en desagrado.
Las maderas del piso crujen bajo sus pasos mientras toma la lámpara y se va, dejando a Yolanda hundida en la sombra.
Al cuarto día, la neblina descuelga a lo largo de la pampa sus telones de algodón y silencio; sofoca y acorta el ruido de las detonaciones que los cazadores descargan a mansalva por las islas, ciega a las cigüeñas acobardadas y ablanda los largos juncos puntiagudos que hieren.
Yolanda. ¿Qué hará?, se pregunta Juan Manuel. ¿Qué hará mientras él arrastra sus botas pesadas de barro y mata a los pájaros sin razón ni pasión? Tal vez esté en el huerto buscando las últimas fresas o desenterrando los primeros rábanos: Se los toma fuertemente por las hojas y se los desentierra de un tirón, se los arranca de la tierra oscura como rojos y duros corazoncitos vegetales. O puede aun que, dentro de la casa, y empinada sobre el taburete arrimado a un armario abierto, reciba de manos de la mucama un atado de sábanas recién planchadas para ordenarlas cuidadosamente en pilas iguales. ¿Y si estuviera con la frente pegada a los vidrios empañados de una ventana acechando su vuelta? Todo es posible en una mujer como Yolanda, en esa mujer extraña, en esa mujer tan parecida a… Pero Juan Manuel se detiene como temeroso de herirla con el pensamiento.
De nuevo el crepúsculo. El cazador echa una mirada por sobre la pampa sumergida tratando de situar en el espacio el monte y la casa. Una luz se enciende en lontananza a través de la neblina, como un grito sofocado que deseara orientarlo. La casa. ¡Allí está!
Aborda en su bote la orilla más cercana y echa a andar por los potreros hacia la luz ahuyentando, a su paso, el manso ganado de pelaje primorosamente rizado por el aliento húmedo de la neblina. Salva alambrados a cuyas púas se agarra la niebla como el vellón de otro ganado. Sortea las anchas matas de cardos que se arrastran plateadas, fosforescentes, en la penumbra; receloso de aquella vegetación a la vez quemante y helada.
Llega a la tranquera, cruza el parque, luego el jardín con sus macizos de camelias; desempaña con su mano enguantada el vidrio de cierta ventana y abre a la altura de sus ojos dos estrellas, como en los cuentos.
Yolanda está desnuda y de pie en el baño, absorta en la contemplación de su hombro derecho.
En su hombro derecho crece y se descuelga un poco hacia la espalda algo liviano y blando. Una ala. O más bien un comienzo de ala. O mejor dicho un muñón de ala. Un pequeño miembro atrofiado que ahora ella palpa cuidadosamente, como con recelo.
El resto del cuerpo es tal cual él se lo había imaginado. Orgulloso, estrecho, blanco.
Una alucinación. Debo haber sido víctima de una alucinación. La caminata, la neblina, el cansancio y ese estado ansioso en que vivo desde hace días me han hecho ver lo que no existe… piensa Juan Manuel mientras rueda enloquecido por los caminos agarrado al volante de su coche. ¡Si volviera! ¿Pero cómo explicar su brusca partida? ¿Y cómo explicar su regreso si lograra explicar su huida? No pensar, no pensar hasta Buenos Aires. ¡Es lo mejor!
Ya en el suburbio, una fina llovizna vela de un polvo de agua los vidrios del parabrisas. Echa a andar la aguja de níquel que hace tic tac, tic tac, con la regularidad implacable de su angustia.
Atraviesa Buenos Aires desierto y oscuro bajo un aguacero aún indeciso. Pero cuando empuja la verja y traspone el jardín de su casa, la lluvia se despeña torrencial.
¿Qué pasa? ¿Por qué vuelves a estas horas?
¿Y el niño?
Duerme. Son las once de la noche, Juan Manuel.
Quiero verlo. Buenas noches, madre.
La vieja señora se encoge de hombros y se aleja resignada, envuelta en su larga bata. No, nunca logrará acostumbrarse a los caprichos de su hijo. Es muy inteligente, un gran abogado. Ella, sin embargo, lo hubiera deseado menos talentoso y un poco más convencional, como los hijos de los demás.
Juan Manuel entra al cuarto del niño y enciende la luz. Acurrucado casi contra la pared, su hijo duerme, hecho un ovillo, con las sábanas por encima de la cabeza. «Duerme como un animalito sin educación. Y eso que tiene ya nueve años. ¡De qué le servirá tener una abuela tan celosa!», piensa Juan Manuel mientras lo destapa.
¡Billy, despierta!
El niño se sienta en el lecho, pestañea rápido, mira a su padre y le sonríe valientemente a través de su sueño.
¡Billy, te traigo un regalo!
Billy tiende instantáneamente una mano cándida. Y apremiado por ese ademán Juan Manuel sabe, de pronto, que no ha mentido. Sí, le trae un regalo. Busca en su bolsillo. Extrae un pañuelo atado por las cuatro puntas y lo entrega a su hijo. Billy desata los nudos, extiende el pañuelo y, como no encuentra nada, mira fijamente a su padre, esperando confiado una explicación.
Era una especie de flor, Billy, una medusa magnífica, te lo juro. La pesqué en la laguna para ti… Y ha desaparecido…
El niño reflexiona un minuto y luego grita triunfante:
No, no ha desaparecido; es que se ha deshecho, papá, se ha deshecho. Porque las medusas son agua, nada más que agua. Lo aprendí en la geografía nueva que me regalaste.
Afuera, la lluvia se estrella violentamente contra las anchas hojas de la palmera que encoge sus ramas de charol entre los muros del estrecho jardín.
Tienes razón, Billy. Se ha deshecho.
—… Pero las medusas son del mar, papá. ¿Hay medusas en las lagunas?
No sé, hijo.
Un gran cansancio lo aplasta de golpe. No sabe nada, no comprende nada.
¡Si telefoneara a Yolanda! Todo le parecería tal vez menos vago, menos pavoroso, si oyera la voz de Yolanda; una voz como todas las voces, lejana y un poco sorprendida por lo inesperado de la llamada.
Arropa a Billy y lo acomoda en las almohadas. Luego baja la solemne escalera de aquella casa tan vasta, fría y fea. El teléfono está en el hall; otra ocurrencia de su madre. Descuelga el tubo mientras un relámpago enciende de arriba abajo los altos vitrales. Pide un número. Espera.
El fragor de un trueno inmenso rueda por sobre la ciudad dormida hasta perderse a lo lejos.
Su llamado corre por los alambres bajo la lluvia. Juan Manuel se divierte en seguirlo con la imaginación. «Ahora corre por Rivadavia con su hilera de luces mortecinas, y ahora por el suburbio de calles pantanosas, y ahora toma la carretera que hiere derecha y solitaria la pampa inmensa; y ahora pasa por pueblos chicos, por ciudades de provincia donde el asfalto resplandece como agua detenida bajo la luz de la Luna; y ahora entra tal vez de nuevo en la lluvia y llega a una estación de campo, y corre por los potreros hasta el monte, y ahora se escurre a lo largo de una avenida de álamos hasta llegar a las casas de «La Atalaya». Y ahora aletea en timbrazos inseguros que repercuten en el enorme salón desierto donde las maderas crujen y la lluvia gotea en un rincón».
Largo rato el llamado repercute. Juan Manuel lo siente vibrar muy ronco en su oído, pero allá en el salón desierto debe sonar agudamente. Largo rato, con el corazón apretado, Juan Manuel espera. Y de pronto lo esperado se produce: alguien levanta la horquilla al otro extremo de la línea. Pero antes de que una voz diga «Hola» Juan Manuel cuelga violentamente el tubo.
Si le fuera a decir: «No es posible. Lo he pensado mucho. No es posible, créame». Si le fuera a confirmar así aquel horror. Tiene miedo de saber. No quiere saber.
Vuelve a subir lentamente la escalera.
Había pues algo más cruel, más estúpido que la muerte. ¡Él que creía que la muerte era el misterio final, el sufrimiento último!
¡La muerte, ese detenerse!
Mientras él envejecía, Elsa permanecía eternamente joven, detenida en los treinta y tres años en que desertó de esta vida. Y vendría también el día en que Billy sería mayor que su madre, sabría más del mundo que lo que supo su madre.
¡La mano de Elsa hecha cenizas, y sus gestos perdurando, sin embargo, en sus cartas, en el sweater que le tejiera; y perdurando en retratos hasta el iris cristalino de sus ojos ahora vaciados!… ¡Elsa anulada, detenida en un punto fijo y viviendo, sin embargo, en el recuerdo, moviéndose junto con ellos en la vida cotidiana, como si continuara madurando su espíritu y pudiera reaccionar ante cosas que ignoró y que ignora!
Sin embargo, Juan Manuel sabe ahora que hay algo más cruel, más incomprensible que todos esos pequeños corolarios de la muerte. Conoce un misterio nuevo, un sufrimiento hecho de malestar y de estupor.
La puerta del cuarto de Billy, que se recorta iluminada en el corredor oscuro, lo invita a pasar nuevamente, con la vaga esperanza de encontrar a Billy todavía despierto. Pero Billy duerme. Juan Manuel pesca una mirada por el cuarto buscando algo en que distraerse, algo con que aplazar su angustia. Va hacia el pupitre de colegial y hojea la geografía de Billy.
«… Historia de la Tierra… La fase estelar de la Tierra… La vida en la era primaria…»
Y ahora lee «… Cuán bello sería este paisaje silencioso en el cual los licopodios y equisetos gigantes erguían sus tallos a tanta altura, y los helechos extendían en el aire húmedo sus verdes frondas…»
¿Qué paisaje es éste? ¡No es posible que lo haya visto antes! ¿Por qué entra entonces en él como en algo conocido? Da vuelta la hoja y lee al azar «… Con todo, en ocasión del carbonífero es cuando los insectos vuelan en gran número por entre la densa vegetación arborescente de la época. En el carbonífero superior había insectos con tres pares de alas. Los más notables de los insectos de la época eran unos muy grandes, semejantes a nuestras libélulas actuales, aun cuando mucho mayores, pues alcanzaba una longitud de sesenta y cinco centímetros la envergadura de sus alas…»
Yolanda, los sueños de Yolanda…, el horroroso y dulce secreto de su hombro. ¡Tal vez aquí estaba la explicación del misterio!
Pero Juan Manuel no se siente capaz de remontar los intrincados corredores de la naturaleza hasta aquel origen. Teme confundir las pistas, perder las huellas, caer en algún pozo oscuro y sin salida para su entendimiento. Y abandonando una vez más a Yolanda, cierra el libro, apaga la luz, y se va.