Al otro, a Borges,
es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me
demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y
la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su
nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me
gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo
XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson;
el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las
convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que
nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que
Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada
me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero
esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de
nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por
lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo
algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy
cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y
magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar
en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un
tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy),
pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el
laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme
de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el
tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y
tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo
pierdo y todo es del olvido, o del otro.
No
sé cuál de los dos escribe esta página.
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