Ejerciendo de médico en las tierras del Norte, fui reclamado una noche de tormenta para atender un parto. En aquel lugar dejado de la Providencia se han visto muchas cosas extrañas, y no me sorprendió que el recién nacido tuviera cabeza de becerro. Recomendé ahogarlo con un almohadón, pero a los padres les faltó valor. El varón creció y, mucho tiempo después, habiendo ya cumplido los quince años, vino a visitarme. Me llamaba “buen doctor”, pero había en sus palabras un velo de amarga ironía. Yo no podía apartar la visa de sus astas de toro. “He sabido por mis padres que usted les aconsejó matarme”, dijo. “Así es”, respondí con todo el aplomo de que fui capaz, pues temía que su propósito fuera vengarse por ello. “Debieron hacerle caso”, fue lo único que le oí mugir mientras abandonaba mi consulta. Luego supe que, antes de venir a verme, había corneado a sus progenitores hasta la muerte. También me dijeron que huyó al monte, y que allí construyó una casa de largas e intrincadas galerías para recluirse en su interior. Pero ésa es otra historia.
Imagen: El Minotauro. George Frederick Watts. 1877. Tate Gallery, Londres.
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