Ante todo, quiero
decir que yo no he hecho nunca nada malo. A nadie. No tienen ningún
derecho a encerrarme aquí, sean quienes fueren. Y no tienen ningún
motivo para hacer lo que presiento que van a hacer.
Creo que no tardarán
en entrar, porque hace ya mucho tiempo que se han marchado. Supongo
que estarán excavando en el pozo viejo. He oído que buscan una
entrada. No una entrada normal, por supuesto, sino algo distinto.
Tengo una idea
concreta de lo que pretenden, y estoy asustado.
Quisiera asomarme a
las ventanas, pero naturalmente las han clavado con tablas, y no
puede ser.
Pero he encendido la
lámpara, y he encontrado este cuaderno, así que voy a contarlo
todo. Luego, si tengo suerte, quizá pueda hacerlo llegar a alguien
capaz de ayudarme. O tal vez lo encuentre alguien. En cualquier caso,
es preferible contarlo lo mejor que pueda, a estar sentado aquí
esperando. Esperando a que vengan ellos a cogerme.
Será mejor que
empiece por decir mi nombre, que es Willie Osborne, y que cumplí los
doce años en julio pasado. No sé dónde he nacido.
Lo primero que
recuerdo es que vivía en la carretera de Roodsford, en lo que la
gente llama la loma de atrás. Es un paraje solitario rodeado de
espeso bosque, y de montañas y colinas a las que nadie sube jamás.
Abuela solía
contármelo cuando era más pequeño. Era con quien yo vivía, porque
mis padres habían muerto. Abuela me enseñó a leer y escribir.
Nunca he ido a la escuela.
Abuela sabía toda
clase de cosas sobre las montañas y los bosques, y me contaba
algunas historias que eran muy extrañas. Al menos me lo parecían a
mí, cuando era pequeño y vivía solo con ella. Eran historias como
las que vienen en los libros.
Como las historias
sobre que ellos se ocultaban en los pantanos, y estaban ya aquí
antes que los colonizadores y los indios, y que había círculos en
los pantanos, y grandes piedras llamadas altares donde ellos solían
ofrecer sacrificios a lo que adoraban.
Abuela decía que
esas historias se las había contado su abuela... las de que se
ocultaban ellos en los bosques y los pantanos, porque no podían
soportar la luz del sol, y de que los indios se mantenían alejados
de esos lugares. Ella decía que a veces los indios abandonaban a
algún niño atado a los árboles del bosque como sacrificio, para
tenerlos a ellos contentos y pacíficos.
Los indios lo sabían
todo sobre ellos y procuraban que los blancos no supieran nada ni se
fueran a vivir demasiado cerca de las montañas. Ellos no les
molestaban demasiado, pero cuando eran muchos sí. Así que los
indios ponían pretextos para no asentarse, y decían que no había
bastante caza ni había rastros y que estaba demasiado lejos de la
costa.
Abuela me contó que
por eso no había muchos lugares colonizados aun hoy. Sólo unas
cuantas granjas aquí y allá. Y me contó que ellos estaban vivos
todavía y que a veces, en algunas noches de primavera y otoño, se
podía ver luz y oír ruidos allá en la cima de las montañas.
Abuela me dijo que
yo tenía una tía Lucy y un tío Fred que vivían justo en mitad de
los montes. Y dijo que Papá solía visitarlos antes de casarse, y
que una vez les oyó a ellos tocar un tambor de tronco una noche, en
la víspera de Todos los Santos. Eso fue antes de conocer a Mamá, y
se casaron y ella murió cuando yo nací y él se marchó.
Yo le oía toda
clase de historias. Sobre brujas y demonios y hombres murciélagos
que te chupaban la sangre y te atormentaban. Sobre Salem y Arkham,
porque yo nunca he estado en una ciudad y quería que me contara cómo
eran. Sobre un pueblo llamado Insmouth, de casas podridas, donde la
gente ocultaba seres horrendos en los sótanos y los áticos. Y me
contó que cavaban las sepulturas muy hondas en Arkham. Parecía como
si toda la región estuviese llena de fantasmas.
Solía asustarme
contándome lo que parecían algunos de esos seres y todo, pero en
cambio nunca quiso decirme cómo eran ellos por mucho que yo le
preguntaba. Decía que no quería que yo anduviera pensando en esas
cosas, bastante malas, por lo que ella y su familia sabían, casi
demasiado para gente decente y temerosa de Dios. Tuve suerte al no
preocuparme por tales ideas, como una antepasada mía por parte de mi
padre, Mehitabel Osborne, a la que colgaron por bruja en tiempos de
Salem.
Así que para mí no
fueron más que consejos, hasta el año pasado en que Abuela murió y
el Juez Crubinthorp me metió en el tren, y me fui a vivir con Tía
Lucy y Tío Fred, en los mismos montes de los que tanto me había
hablado Abuela.
Desde luego que
estaba yo excitado, y el conductor me dejó conducir todo el camino y
me habló de los pueblos y de todo.
Tío Fred me
esperaba en la estación. Era un hombre alto y flaco con una barba
larga. Me llevó en una calesa desde el pequeño apeadero -no había
casas ni nada por los alrededores- hasta los bosques.
Hay algo raro en
esos bosques. Estaban muy quietos y callados. Me daban escalofríos
el verlos tan oscuros y solitarios. Parecía como si nadie hubiese
gritado o reído jamás en ellos. No podía imaginarme a alguien
hablando, como no fuera en susurros.
Los árboles y todo
eran muy viejos, también. No había animales ni pájaros. El camino
era una especie de maleza como no había otra. Pero Tío Fred iba
deprisa; no me habló apenas, y hacía que el viejo caballo echara el
bofe.
No tardamos en
adentramos entre los montes, que eran muy altos. Había bosques en
ellos, también, y a veces bajaba algún arroyo, pero no vimos
ninguna casa y allí donde mirábamos estaba oscuro como en el
anochecer.
Finalmente llegamos
a la granja: era un pequeño lugar, una casa de viejo armazón y un
granero en un claro, con árboles de aspecto sombrío alrededor. Tía
Lucy salió a recibirnos; era una especie de señora bajita, de
mediana edad, que me abrazó y entró mis cosas.
Pero todo esto no
tiene nada que ver con lo que yo quiero contar aquí. No importa que
todo este año pasado viviese en la casa con ellos, comiendo de lo
que Tío Fred cultivaba, sin bajar nunca al pueblo. No había otra
granja en seis kilómetros a la redonda, ni escuela tampoco; así que
por las noches Tía Lucy me tomaba la lectura. Nunca he jugado mucho.
Al principio tenía
miedo de internarme en el bosque por lo que me había contado Abuela.
Además, diría que Tía Lucy y Tío Fred tenían miedo de algo, por
la manera de cerrar las puertas por la noche y nunca se internaban en
el bosque después de oscurecer, ni aún en verano.
Pero al cabo de un
tiempo, me acostumbré a la idea de vivir en el bosque, y ellos no
parecieron tan asustados. Yo hacía tareas para Tío Fred,
naturalmente, pero a veces, las tardes en que él estaba ocupado,
salía a dar una vuelta solo. Sobre todo en el otoño.
Y así fue como oí
a uno de los seres. Fue a principios de octubre, y yo estaba en la
cañada que hay junto a la gran peña. Entonces empezó el ruido. Yo
me escondí rápidamente detrás de esa roca.
Escucha, me dije, en
el bosque no hay animales. Ni gente. Salvo, quizá, el viejo Cap
Pritchett, el cartero, que sólo viene los jueves por la tarde.
Así que al oír el
ruido, no siendo Tío Fred o Tía Lucy que me llamaban, pensé que
era mejor esconderme.
Y sobre ese ruido.
Al principio era muy lejano, una especie de goteo. Sonaba como la
sangre al caer en pequeños chorritos en el fondo de un cubo, cuando
Tío Fred colgaba un cerdo sacrificado.
Miré a mi alrededor
pero no pude descubrir nada, ni tampoco averiguar la dirección del
ruido. El ruido pareció parar durante un minuto, y todo era
oscuridad y árboles, quietos como la muerte. Luego empezó el ruido
otra vez, más fuerte y más alto.
Sonaba como un
montón de gente corriendo o andando todos a la vez, hacia donde yo
estaba. El chasquido de ramitas al quebrarse bajo los pies y el
remover de arbustos se mezclaban con el ruido. Yo me aplasté detrás
de aquella peña y me estuve completamente quieto.
Puedo decir que,
fuera lo que fuese, estaba ahora muy cerca, justo en la cañada.
Quiero mirar, pero no puede ser porque el ruido es muy alto y ruin. Y
también hay un olor espantoso como de algún animal muerto y
enterrado que ha sido destapado después al sol.
De repente el ruido
se para otra vez y puedo decir que, sea lo que sea lo que lo produce,
está muy cerca. Durante un minuto, los bosques están tremendamente
silenciosos. Luego vuelve el ruido.
Es como una voz que
no es voz. O sea, no suena como una voz, sino como un zumbido o
gruñido profundo y ronroneante. Pero tiene que ser voz porque dice
palabras.
No palabras que yo
puedo entender, pero son palabras. Palabras que hacen que mantenga la
cabeza bajada, temeroso de que me vean, y temeroso también de ver
algo. Permanecí allí sudando y temblando. El hedor me estaba
poniendo enfermo, pero esa voz espantosa, profunda, ronroneante, era
peor. Una y otra vez repetía algo que sonaba a una cosa así como:
«E uh shub nigger
ath ngaa ryla neb shoggoth».
No creo que lo haya
escrito tal como sonaba, pero lo oí las suficientes veces como para
recordarlo. Aún lo estaba escuchando, cuando el hedor se hizo tan
espantosamente denso que creo que me desmayé, porque cuando desperté
la voz había desaparecido y estaba oscureciendo.
No paré de correr
hasta la casa esa tarde, aunque antes fui a ver dónde había estado
el que habló... y era un animal.
Ningún ser humano
puede dejar huellas en el barro que son como pezuñas de cabra, todas
verdes de limo, con un olor nauseabundo... y no eran cuatro ni ocho,
¡eran lo menos doscientas!
No se lo dije a Tía
Lucy ni a Tío Fred. Pero esa noche, cuando me fui a la cama, tuve
sueños terribles. Estaba de nuevo en la cañada, sólo que esta vez
pude ver a la monstruosidad. Era muy alta y negra como el betún, sin
una forma concreta, salvo un montón de cuerdas negras que remataban
como con pezuñas. O sea, tenía forma, pero cambiante: se combaba y
retorcía en diferentes maneras. Tenía un montón de bocas por todas
partes que se arremolinaban como hojas en las ramas.
Es lo más parecido
que se me ocurre. Las bocas eran como hojas y todo el ser aquél era
como un árbol al viento, un árbol negro con montones de ramas que
azotaban el suelo, y un sinfín de raíces que acababan en pezuñas.
Y el limo verdoso que goteaba de sus bocas y se escurría por las
patas era ¡como la savia!
Al día siguiente me
acordé de mirar en un libro que Tía Lucy tenía abajo. Se llamaba
mitología. Este libro hablaba de ciertas gentes que vivían en
Inglaterra y en Francia antiguamente y que se llamaban druidas.
Adoraban a los árboles y creían que estaban vivos. A lo mejor ese
ser era como los que ellos adoraban, un llamado espíritu-naturaleza.
Pero si estos
druidas vivían al otro lado del océano, ¿cómo podía ser? Esto me
hizo pensar un montón, los dos días siguientes, y os aseguro que no
volví a jugar más en aquellos bosques.
Finalmente me figuré
más o menos lo siguiente:
Que esos druidas
fueron expulsados de los bosques de Inglaterra y de Francia y que
algunos fueron lo bastante listos como para construir embarcaciones y
cruzar el océano, como se cuenta que hizo el Viejo Leaf Erikson.
Entonces pudieron asentarse en estos bosques de aquí y ahuyentar a
los indios con sus hechizos mágicos.
Sabrían ocultarse
en los pantanos, y seguirían celebrando sus cultos paganos e
invocando a estos espíritus de la tierra o de donde quiera que
vengan.
Los indios suelen
creer que los dioses blancos vinieron del mar hace mucho tiempo. ¿Y
si eso es ni más ni menos que otra manera de decir cómo llegaron
aquí los druidas? Algunos indios verdaderamente civilizados de
México o Sudamérica -aztecas o incas, supongo- decían que un dios
blanco vino en un barco y les enseñó toda clase de magia. ¿No pudo
ser un druida?
Eso también
explicaría las historias de Abuela sobre ellos.
Aquellos druidas que
se ocultaban en los pantanos serían los que batían y golpeaban
tambores y encendían fogatas en los montes. Y los llamarían a ellos
espíritus de los árboles o lo que fuera, haciéndolos salir de la
tierra. Entonces les harían sacrificios. Estos druidas hacían
siempre sacrificios de sangre, igual que las viejas brujas. ¿Y no
decía Abuela que la gente que vivía demasiado cerca de los montes
desaparecía y no se la volvía a ver?
Nosotros vivíamos
en un lugar exactamente así.
Y se acercaba el Día
de Difuntos. Abuela siempre decía que ése era un día grande.
Yo empecé a
preguntarme, ¿qué pasará ahora?
Me daba tanto miedo
que no salía de casa. Tía Lucy me hizo tomar un tónico; decía que
yo estaba chupado. Supongo que lo estaba. Todo lo que sé es que una
tarde en que oí llegar una calesa por el bosque eché a correr y me
escondí debajo de la cama.
Pero sólo era Cap
Pritchett con el correo. Tío Fred lo cogió y se puso muy excitado
al ver una carta.
Primo Osborne iba a
venir a estar con nosotros. Era pariente de Tía Lucy y tenía
vacaciones y quería pasar una semana. Llegaría aquí en el mismo
tren que yo -el único tren que pasaba por esta parte- el 25 de
octubre a mediodía.
Los días siguientes
estuvimos todos tan excitados que a mí se me olvidaron todas las
ideas como por encanto. Tío Fred arregló la habitación de atrás
para que Primo Osborne durmiese allí, y yo le ayudé con la
carpintería.
Los días acortaron,
y las noches se hicieron frías y con grandes vientos. Era la
madrugada del 25, y Tío Fred se abrigó bien para cruzar el bosque
con la calesa. Quería traer a Primo Osborne a mediodía, y había
diez kilómetros hasta el apeadero. No quiso llevarme, y yo no dije
nada. El bosque estaba lleno de ruidos y crujidos del viento...
ruidos que podían ser debidos a otras cosas, también.
Bueno, se marchó, y
Tía Lucy y yo nos quedamos en la casa. Ella guardaba conservas
-ciruelas- para el invierno. Yo sacaba cántaros del pozo.
Creo que tenía que
haber dicho antes que teníamos dos pozos Uno nuevo con una bomba
grande y flamante junto a la casa. Y luego otro de piedra al lado del
granero, con una bomba estropeada. Nunca había servido para nada,
decía Tío Fred; ya estaba así cuando compraron el lugar. El agua
estaba llena de limo. Y era curioso, porque aunque no funcionaba la
bomba, a veces parecía que bajaba el nivel. Tío Fred no sabía por
qué, pero algunas mañanas el agua se desbordaba... un agua verdosa,
llena de limo, que olía terriblemente.
No nos acercábamos
a él, y yo estuve en el pozo nuevo hasta el mediodía, cuando empezó
a nublarse. Tía Lucy preparó la comida, y empezó a llover fuerte y
los truenos retumbaban en los grandes montes del oeste.
Pensé que Tío Fred
y Primo Osborne iban a tener dificultades para llegar a casa con la
tormenta, pero Tía Lucy no se inquietó por eso, me hizo que la
ayudara a guardar las provisiones.
A las cinco empezó
a oscurecer, y Tío Fred no había regresado. Entonces empezamos a
preocuparnos. A lo mejor el tren se había retrasado, o le había
pasado algo al caballo o a la calesa.
Las seis y Tío Fred
sin venir. Había parado de llover, pero todavía se podían escuchar
los truenos como gruñendo por los montes, y las ramas mojadas
seguían goteando en el bosque, haciendo un ruido como de mujeres
riéndose.
A lo mejor el camino
estaba demasiado mal para meterse en él. La calesa podía atascarse
en el barro. Tal vez habían decidido quedarse en el apeadero a pasar
la noche.
Las siete, y fuera
estaba oscuro como la boca de un lobo. Ya no se oía ruido de lluvia.
Tía Lucy estaba muy asustada. Dijo que saliéramos a poner un farol
en la cerca junto al camino.
Empezamos a bajar
por el sendero, en dirección a la cerca. Estaba oscuro y el viento
había parado. Todo estaba quieto, como en lo más profundo del
bosque. Yo sentía una especie de miedo mientras bajaba por el
sendero con Tía Lucy... era como si hubiese algo en la quieta
oscuridad en algún lugar, esperando para atraparme.
Encendimos el farol
y estuvimos mirando hacia el camino y «¿Qué es eso?», dijo Tía
Lucy con un grito muy fuerte. Escuché y oí como un redoblar a lo
lejos.
-El caballo y la
calesa -dije. Tía Lucy se reanimó.
-Tienes razón -dijo
de repente. Y es, porque lo vemos. El caballo corre de prisa y la
calesa va saltando detrás como loca. No tardamos ni un segundo en
ver que algo ha pasado, porque la calesa no se para junto a la
entrada, sino que sigue hasta el granero con Tía Lucy y yo corriendo
por el barro detrás del caballo. El caballo está lleno de espuma, y
cuando se para no puede estarse quieto. Tía Lucy y yo esperamos que
bajen Tío Fred y Primo Osborne, pero no. Entonces miramos dentro.
No hay nadie dentro
de la calesa.
Tía Lucy dice
«¡Oh!», dando un grito muy fuerte, y luego se desmaya. Yo tuve que
llevarla a casa y meterla en la cama.
Esperé toda la
noche junto a la ventana, pero Tío Fred y Primo Osborne no
aparecieron ya más.
Los días siguientes
fueron espantosos. No encontramos nada en la calesa que indicara qué
había pasado, y Tía Lucy no me dejó que emprendiese el camino
hasta el pueblo ni cruzar el bosque hasta el apeadero.
Al día siguiente
encontramos el caballo muerto en el granero, y como es natural nos
tocaba ir andando al apeadero o recorrer a pie todos los kilómetros
que hay hasta la granja de Warren. Tía Lucy tenía miedo de ir y
miedo de quedarse, y decidió que cuando viniese Cap Pritchett sería
mejor que nos fuéramos con él al pueblo y presentar la denuncia y
luego quedarnos allí hasta que averigüemos qué ha pasado.
Yo tenía mis
propias ideas sobre lo pasado. Ya faltaban pocos días para el Día
de Difuntos, y tal vez ellos habían atrapado a Tío Fred y Primo
Osborne para el sacrificio. Ellos o los druidas. El libro de
mitología decía que los druidas podían hasta desatar tormentas si
querían con sus hechizos.
Aunque no tenía
sentido hablar con Tía Lucy. Estaba como trastornada de angustia, y
daba vueltas de un lado para otro y murmuraba una y otra vez: «Han
muerto», y «Fred siempre me lo advirtió», y «es inútil, es
inútil». Tuve que hacer yo las comidas y atenderla a ella. Y por
las noches era difícil dormir, porque estaba atento a ver si se oían
tambores. No llegué a oírlos de todos modos, pero era preferible
velar a dormir y tener esos sueños.
Esos sueños sobre
el ser negro que era como un árbol, que andaba por los bosques y
echaba raíces en un determinado lugar para ponerse a rezar con todas
aquellas bocas... a rezar a ese viejo dios de debajo del suelo.
No sé de dónde
saqué la idea de cómo rezaba: pegando sus bocas al suelo. Tal vez
porque vi el limo verde. ¿O es que lo presencié en realidad? Nunca
volví a aquel lugar a mirar. Tal vez no eran más que figuraciones
mías, la historia de los druidas y ellos y la voz que decía
«shoggoth» y todo lo demás.
Pero entonces,
¿dónde estaban Primo Orborne y Tío Fred? ¿Y qué asustó al
caballo para venir de esa manera y morirse al día siguiente?
Los pensamientos me
seguían dando vueltas y más vueltas en la cabeza, cada uno
expulsando al otro, pero todo lo que sabía era que no estaríamos
aquí la noche del 31 de octubre, víspera de Todos los Santos.
Porque la noche del
31 de octubre caía en jueves, y Cap Pritchett vendría y podríamos
irnos al pueblo con él.
La noche antes hice
que Tía Lucy recogiera unas cuantas cosas y lo dejamos todo
preparado, y entonces me eché a dormir. No hubo ruidos, y por
primera vez me sentí un poco mejor.
Sólo que volvieron
los sueños. Soñé que un puñado de hombres venían en la noche y
entraban por la ventana de la habitación donde dormía Tía Lucy y
la cogían. La ataban y se la llevaban en silencio, a oscuras, porque
tenían ojos de gato y no necesitaban luz para ver.
El sueño me asustó
tanto que me desperté cuando ya despuntaba el día. Bajé corriendo
a buscar a Tía Lucy.
Había desaparecido.
La ventana estaba
abierta de par en par, como en mi sueño, y había algunas mantas
desgarradas.
El suelo estaba
duro, fuera de la ventana, y no vi huellas de pies ni nada. Pero
había desaparecido.
Creo que grité
entonces.
Es difícil recordar
lo que hice a continuación. No quise desayunar. Salí gritando «Tía
Lucy» sin esperar ninguna respuesta. Fui al granero y encontré la
puerta abierta, y que las vacas habían desaparecido. Vi una huella o
dos que se dirigían al camino, pero no me pareció prudente
seguirlas.
Poco después fui al
pozo y entonces grité otra vez, porque el agua estaba verdosa de
limo en el nuevo, igual que el agua del viejo.
Cuando vi aquello
supe que estaba en lo cierto. Debieron de venir ellos por la noche y
ya no trataron de ocultar sus fechorías. Porque estaban seguros de
las cosas.
Esta era la noche
del 31 de octubre, víspera de Todos los Santos. Tenía que marcharme
de aquí. Si ellos vigilaban y esperaban, y no podía confiar en que
Cap Pritchett apareciese esta tarde. Tenía que intentar bajar al
camino, así que era mejor que me fuera ahora, por la mañana,
mientras había luz para llegar al pueblo.
Con que me puse a
revolver y encontré un poco de dinero en el cajón de la mesa de Tío
Fred y la carta de Primo Osborne, con el remite de Kingsport, desde
donde escribió. Ahí es adonde yo habría ido después de contar a
la gente lo sucedido. Debo tener familia allí.
Me preguntaba si me
creerían en el pueblo cuando les contara la forma en que Tío Fred
había desaparecido, y Tía Lucy, y el robo del ganado para un
sacrificio y lo del limo verde en el pozo donde algún animal se
había parado a beber. Me preguntaba si se enterarían de los
tambores, y las fogatas que habría en los montes esta noche y si
formarían una partida y vendrían esta noche para tratar de cogerlos
a todos ellos y a lo que se proponían hacer salir de la tierra. Me
preguntaba si sabrían qué era un «shoggoth».
Bueno, tanto si iban
a venir como si no, yo no iba a quedarme a averiguarlo. Así que hice
mi pequeña maleta y me dispuse a marcharme. Debía ser alrededor de
mediodía y todo estaba tranquilo.
Fui a la puerta y
salí sin molestarme en cerrarla con llave después. ¿Para qué, si
no había nadie en muchos kilómetros a la redonda?
Entonces oí el
ruido abajo en el camino.
Era ruido de pasos.
Alguien venía por
el camino, exactamente por la curva.
Me quedé quieto un
minuto, esperando a ver, esperando para echar a correr.
Entonces apareció.
Era alto y delgado,
y se parecía un poco a Tío Fred, sólo que mucho más joven y sin
barba, y vestía una especie de traje elegante como de ciudad y un
sombrero de copa. Sonrió al verme y vino hacia mí como si me
conociera.
-Hola, Willie -dijo.
Yo no dije nada,
estaba muy confundido.
-¿No me conoces?
-dijo. Soy Primo Osborne. Tu primo Frank -me tendió la mano para
estrecharme-. Pero supongo que no te acuerdas de mí, ¿verdad? La
última vez que te vi eras sólo un bebé.
-Pero yo creía que
tenias que venir la semana pasada -dije-. Te esperábamos el 25.
-¿No recibisteis mi
telegrama? -preguntó-. Tuve que hacer.
Negué con la
cabeza.
-Nosotros no
recibimos nada, aparte del correo que nos traen los jueves. A lo
mejor está en la estación.
Primo Osborne hizo
una mueca.
-Estáis bastante
lejos del bullicio, desde luego. Este mediodía no había nadie en la
estación. He esperado a Fred para que me recogiera en su calesa, así
no me habría dado la caminata, pero no he tenido suerte.
-¿Has venido a pie
todo el trayecto? -pregunté.
-Desde luego.
-¿Y has venido en
tren?
Primo Osborne
asintió.
-Entonces, ¿dónde
está tu maleta?
-La he dejado en el
apeadero -me dijo-. Está demasiado lejos para traerla en la mano.
Pensé que Fred me puede llevar en su calesa para recogerla -notó mi
equipaje por primera vez-. Pero, un momento, ¿adónde vas con esa
maletita, hijo?
Bueno, no me quedaba
otro remedio que contarle todo lo que había sucedido.
Así que le dije que
fuéramos a la casa a sentarnos, y se lo explicaría.
Volvimos y él
preparó un poco de café y yo hice un par de bocadillos y comimos, y
entonces le conté que Tío Fred había ido al apeadero y no había
vuelto, y lo del caballo, y lo que le ocurrió luego a Tía Lucy. Me
callé lo que me pasó a mí en el bosque, naturalmente, y ni
siquiera le insinué lo de ellos. Pero le dije que estaba asustado y
que me disponía a irme hoy mismo antes de que oscureciese.
Primo Osborne me
escuchaba, asentía y no decía nada ni me interrumpía.
-Así que por eso
tenemos que irnos de aquí.
Primo Osborne se
levantó.
-Puede que tengas
razón, Willie -dijo-. Pero no dejes correr demasiado la imaginación,
hijo. Trata de separar los hechos de las fantasías. Tus tíos han
desaparecido. Eso es un hecho. Pero esa otra tontería sobre unos
seres de los bosques que vienen por ti... eso es fantasía. Me
recuerda todas aquellas estupideces que contaban en casa, en Arkham.
Y por alguna razón, me lo recuerdan más en este tiempo, ya que es
31 de octubre. Porque, cuando me marché...
-Perdona, Primo
Osborne -dije-. Pero ¿no vives en Kingsport?
-Pues claro -me
contestó-. Pero antes vivía en Arkham, y conozco a la gente de por
aquí. No me extraña que te asusten los bosques y que imagines
cosas. De hecho, admiro tu valentía. Para tus doce años, te has
portado con mucha sensatez.
-Entonces pongámonos
en camino -dije-. Son casi las dos, y lo más prudente es que nos
vayamos si queremos llegar al pueblo antes de la puesta del sol.
-Aún no, hijo -dijo
Primo Osborne-. No me iré tranquilo sin echar antes una ojeada y ver
qué podemos averiguar sobre este misterio. Al fin y al cabo, debes
comprender que no podemos marcharnos al pueblo y contarle al sheriff
cualquier disparate sobre extrañas criaturas de los bosques que
vinieron y se llevaron a tus tíos. La gente sensata no cree en esas
cosas. Podrían pensar que estoy mintiendo y se reirían de mí.
Podrían creer que has tenido algo que ver con... bueno, con la
desaparición de tus tíos.
-Por favor -dije-.
Vámonos ahora mismo.
Negó con la cabeza.
No dije nada más.
Podía haberle dicho un montón de cosas, lo que había soñado y
oído y visto y lo que sabía... pero pensé que no serviría de
nada.
Además, había
cosas que yo no quería decirle ahora que había hablado con él. Me
sentía asustado otra vez.
Primero dijo que era
de Arkham y luego, cuando le pregunté me dijo que era de Kingsport
pero a mí me sonaba a mentira.
Luego dijo algo
sobre que yo tenía miedo en los bosques, pero ¿cómo podía saber
eso él? Yo no le había contado ese detalle.
Si queréis saber
qué es lo que yo pensaba de verdad, pensaba que tal vez no era Primo
Osborne.
Y si no era él,
entonces ¿quién era?
Me puse de pie y me
dirigí al vestíbulo.
-¿Adónde vas,
hijo? -preguntó.
-Afuera.
-Iré contigo.
Con toda seguridad,
me vigilaba. No iba a perderme de vista. Vino a mí y me cogió del
brazo amistosamente,.. pero yo no podía soltarme. No, se pegó a mi
lado. Sabía que yo me proponía echar a correr.
¿Qué podía hacer?
Estaba a solas en la casa del bosque con este hombre, y de cara a la
noche, víspera de Todos los Santos, y ellos aguardando fuera.
Salimos, y noté que
ya empezaba a oscurecer, aun en plena tarde. Las nubes habían
ocultado el sol, y el viento agitaba los árboles de forma que
alargaban las ramas como si trataran de retenerme. Hacían un ruido
susurrante, como si cuchichearan cosas sobre mí, y él levantó la
vista como para mirarlos y escucharlos. A lo mejor comprendía lo que
decían. A lo mejor le estaban dando órdenes.
Luego casi me eché
a reír, porque se puso a escuchar algo, y yo lo oí también.
Era un golpear en el
camino.
-Cap Pritchett
-dije-. Es el cartero. Ahora podremos irnos al pueblo en su calesa.
-Deja que hable con
él -dijo-. Y sobre tus tíos, no hay por qué alarmarle y no vamos a
armar escándalo, ¿no te parece? Corre adentro.
-Pero, Primo Osborne
-dije-. Tenemos que decir la verdad.
-Pues claro que sí,
hijo. Pero eso es cosa de mayores. Ahora corre. Ya te llamaré.
Hablaba con mucha
amabilidad y hasta sonrió, pero de todos modos me llevó a la fuerza
hasta el porche y me metió en la casa y cerró con un portazo. Me
quedé en el vestíbulo a oscuras y pude oír a Cap Pritchett y
llamarle, y que él subía a la calesa y hablaba, y luego oí un
murmullo muy bajo. Miré por una raja de la puerta y los vi. Cap
Pritchett le hablaba amistosamente, con humor, y no pasaba nada.
Después, al cabo de
un minuto o dos, Cap Pritchett hizo un gesto de despedida y cogió
las riendas, ¡y la calesa se puso en marcha otra vez!
Entonces me di
cuenta de lo que tenía que hacer, pasara lo que pasase. Abrí la
puerta y eché a correr, con la maletita y todo, sendero abajo, y
luego por el camino, detrás de la calesa. Primo Osborne trató de
cogerme cuando pasé por su lado, pero lo esquivé y grité:
-¡Espéreme, Cap,
quiero irme, lléveme al pueblo!
Cap se detuvo y miró
hacia atrás, realmente desconcertado.
-¡Willie! -dijo-.
Creía que te habías ido. Él me ha dicho que te habías marchado
con Fred y con Lucy.
-No le haga caso
-dije-. No quería que me fuera. Lléveme al pueblo. Tengo que
contarle lo que ha pasado. Por favor, Cap, tiene que llevarme.
-Claro que sí,
Willie. Sube.
Salté arriba.
Primo Osborne vino
en seguida a la calesa.
-Baja ahora mismo
-dijo con astucia-. No puedes marcharte así como así. Te lo
prohíbo. Estás bajo mi custodia.
-No le escuche
-supliqué-. Lléveme, Cap. ¡Por favor!
-Muy bien -dijo
Primo Osborne-. Si insistes en no ser razonable, iremos todos. No
puedo consentir que te vayas solo.
Sonrió a Cap.
-Como ve, el chico
está trastornado -dijo-. Espero que no le molesten sus desvaríos.
El vivir aquí como él... bueno, usted me comprende, no es el mismo.
Se lo explicaré todo camino del pueblo.
Se encogió de
hombros e hizo un gesto como de golpearse la cabeza con los dedos.
Luego sonrió otra vez, y se dispuso a subir y tomar asiento junto a
nosotros.
Pero Cap no le
correspondió.
-No, usted, no
-dijo-. Este chico, Willie, es un buen chico. Yo lo conozco. A usted
no le conozco. Parece que ya me ha explicado bastante, señor, al
decirme que Willie se había ido.
-Pero sólo quería
evitar que hablase; escuche, me han llamado como médico para que
atienda al muchacho... está mentalmente desequilibrado.
-¡Maldita sea! -Cap
disparó un escupitajo de jugo de tabaco a los pies de Primo
Osborne-. Nos vamos.
Primo Osborne dejó
de sonreir.
-Entonces insisto en
que me lleve con usted -dijo, y trató de subir a la calesa.
Cap se metió la
mano en la chaqueta y cuando la sacó otra vez, tenía una enorme
pistola en ella.
-¡Baje! -gritó-.
Señor, está hablando con el Correo de los Estados Unidos, y usted
no manda en el Gobierno, ¿entiende? Ahora baje, si no quiere que le
esparza los sesos en el camino.
Primo Osborne arrugó
el ceño, pero se apartó en seguida de la calesa.
Me miró a mí y
encogió los hombros.
-Cometes una gran
equivocación, Willie -dijo.
Yo no le miré
siquiera. Cap dijo: «Vamos», y salimos al camino. Las ruedas de la
calesa rodaron más y más de prisa, y no tardamos en perder de vista
la casa y Cap se guardó la pistola y me palmeó en el hombro.
-Deja de temblar,
Willie -dijo-. Ahora estás a salvo. Nadie te molestará. Dentro de
una hora o así estaremos en el pueblo. Ahora sosiégate y cuéntale
al viejo Cap todo lo que ha pasado.
Se lo conté. Tardé
mucho tiempo. Corríamos a través de los bosques, y antes de que me
diera cuenta, casi había oscurecido. El sol se deslizó furtivamente
detrás de los montes. La oscuridad empezaba a invadir los bosques a
ambos lados del camino, y los árboles empezaban a susurrar,
diciéndoles a las sombras que nos siguiesen.
El caballo corría y
brincaba y muy pronto oímos otros ruidos a lo lejos. Podían ser
truenos o podían ser otra cosa. Pero lo que era seguro es que se
avecinaba la noche y que era víspera de Todos los Santos.
La carretera cruzaba
entre los montes ahora, y no veías adónde te iba a llevar la
siguiente curva. Además, oscurecía muy de prisa.
-Sospecho que nos va
a caer un chaparrón -dijo Cap, mirando hacia el cielo-. Eso son
truenos, creo.
-Tambores -dije yo.
-¿Tambores?
-Por la noche pueden
oírse en los montes -dije-. Los he oído todo este mes. Son ellos,
se están preparando para el sabbath.
-¿El sabbath? -Cap
me miró-. ¿Dónde has oído hablar del sabbath?
Entonces le conté
algo más sobre lo que había ocurrido. Le conté todo lo demás. No
dijo nada, y al poco tiempo no pudo haber contestado tampoco porque
los truenos sonaban alrededor nuestro, y la lluvia azotaba la calesa,
la carretera, todo. Ahora había oscurecido completamente, y sólo
podíamos ver cuando surgía algún relámpago. Tenía que gritar
para hacerme oír, contarle a voces los seres que se habían
apoderado de Tío Fred y habían venido por Tía Lucy, los que se
habían llevado nuestro ganado y luego enviaron a Primo Osborne por
mí. Le conté a gritos también lo que había oído en el bosque.
A la luz de los
relámpagos pude ver la cara de Cap. Sonreía o arrugaba el ceño...
parecía que me creía. Y noté que había sacado otra vez la pistola
y que sostenía las riendas con una mano a pesar de que corríamos
muy de prisa. El caballo estaba tan asustado que no necesitaba que lo
fustigaran para mantenerse al galope.
La vieja calesa
saltaba y daba bandazos y la lluvia silbaba en el viento y era todo
como un sueño espantoso, pero real. Era real cuando le conté a
gritos a Cap Pritchett lo que oí aquella vez en el bosque.
-Shoggoth -grité-.
¿Qué es un shoggoth?
Cap me cogió el
brazo, y luego surgió un relámpago y pude ver su cara con la boca
abierta. Pero no me miraba a mí. Miraba el camino y lo que teníamos
delante.
Los árboles se
habían como juntado cubriendo la siguiente curva, y en la oscuridad
parecía como si estuviesen vivos... se movían y se inclinaban y se
retorcían para cerrarnos el paso. Surgió un relámpago y pude
verlos con claridad, y también algo más.
Era algo negro que
estaba en el camino, algo que no era árbol. Algo negro y enorme,
agachado, esperando con unos brazos como cuerdas extendiéndose y
contorsionándose.
-¡Shoggoth! -gritó
Cap. Pero yo apenas le oí porque los truenos retumbaban ahora y el
caballo soltó un relincho y sentí un tirón de la calesa hacia un
lado y el caballo se encabritó y casi caímos sobre aquello negro.
Pude notar un olor espantoso, y Cap apuntó con la pistola y soltó
un disparo casi tan fuerte como el trueno y casi tan ruidoso como el
estampido que se produjo cuando herimos a aquella negra
monstruosidad.
Entonces sucedió
todo en un momento. El trueno, la caída del caballo, el tiro, y
nuestro choque al pasar la calesa por encima. Cap debía llevar las
riendas atadas alrededor de su brazo, porque cuando cayó el caballo
y se volcó la calesa salió de cabeza por encima del guardafango y
fue a parar sobre la agitada confusión que era el caballo... y la
monstruosidad negra que lo había atrapado. Yo sentía que salía
despedido hacia la oscuridad, y luego que aterrizaba en el barro y la
grava del camino.
Hubo truenos y
gritos y otro ruido que yo había oído antes una vez, en los
bosques... un zumbido como de una voz.
Por eso no miré
hacia atrás. Por eso ni se me ocurrió pensar en el daño que me
había hecho al caer... me puse de pie y eché a correr por la
carretera lo más de prisa que podía, en medio de la tormenta y la
oscuridad, mientras los árboles se contorsionaban y retorcían y
agitaban sus cabezas y me apuntaban con sus ramas y se reían.
Por encima de los
truenos oí el relincho del caballo y oí el alarido de Cap, también,
pero no me volví a mirar. Los relámpagos se sucedían a intervalos,
y yo corría entre los árboles ahora porque el camino no era más
que un cenegal que me sujetaba y me sorbía las piernas. Al cabo de
un rato comencé a gritar yo también, pero no podía ni oírme yo
mismo debido a los truenos. Y más que truenos. Oía tambores.
De repente, salí
del bosque y llegué a los montes. Corrí hacia arriba y el rumor de
los tambores se hizo más fuerte, y no tardé en ver un poco
medianamente, aunque no ya por los relámpagos. Porque había fogatas
encendidas en el monte; y el percutir de los tambores venía de allí.
Me extravié en el
ruido; el viento gemía y los árboles se reían y los tambores
palpitaban. Pero me detuve a tiempo. Me detuve cuando vi con claridad
las fogatas; eran unos fuegos rojos y verdes que ardían aun con toda
la lluvia.
Vi una gran piedra
blanca en el centro de un claro que había en lo alto de una colina.
Había fuegos rojos y verdes detrás y a su alrededor, de modo que
todo se recortaba contra las llamas.
Había hombres junto
al altar, hombres de largas barbas grises y rostros arrugados,
hombres que echaban al fuego unos polvos que olían espantosamente
mal y hacían las llamas rojas y verdes. Y tenían cuchillos en las
manos, y podía oírles aullar por encima de la tormenta. De
espaldas, acuclillados en el suelo, había más hombres que hacían
sonar los tambores.
Poco después llegó
algo más a la loma: dos hombres conduciendo ganado. Podría asegurar
que eran nuestras vacas lo que conducían y las llevaron derecho al
altar y luego los hombres de los cuchillos las degollaron como
sacrificio.
Todo esto lo pude
ver por los relámpagos y las llamas de las hogueras, y yo me agazapé
en el suelo de modo que no me pudieran descubrir.
Pero en seguida dejé
de ver bien, debido a la forma de echar polvos en el fuego. Se
levantó un humo muy espeso. Cuando este humo se levantó los hombres
empezaron a cantar y a rezar más alto.
Yo no podía oír
las palabras, pero sonaba como lo que escuché en los bosques la otra
vez. No podía ver muy bien, pero sabía lo que iba a pasar. Dos
hombres que habían conducido el ganado bajaron por el otro lado de
la loma y cuando volvieron a subir traían nuevas víctimas para el
sacrificio. El humo no me dejaba ver bien, pero las víctimas tenían
dos piernas, no cuatro patas. Tal vez hubiera podido ver mejor en ese
momento, pero me tapé la cara cuando las arrastraron ante el altar
blanco y levantaron los cuchillos y el fuego y el humo se avivaron de
pronto y los tambores resonaron y cantaron todos y llamaron en voz
muy alta a alguien que aguardaba en el otro lado de la loma.
El suelo empezó a
estremecerse. Creció la tormenta y redoblaron los relámpagos y los
truenos y el fuego y el humo y los cánticos y yo estaba medio muerto
de miedo, pero una cosa podría jurar: que el suelo empezó a
estremecerse. Se sacudió y tembló, y ellos llamaron a alguien y ese
alguien acudió como al cabo de un minuto.
Acudió
arrastrándose cuesta arriba hasta el altar y el sacrificio, y era
negro como aquella monstruosidad de mis sueños, como aquella cosa
negra con cuerdas y en forma de árbol y con una gelatina verdosa de
los bosques. Y subió con sus pezuñas y bocas y brazos
serpenteantes. Y los hombres se inclinaron y retrocedieron y entonces
aquello se acercó al altar donde había algo que se retorcía
encima, que se retorcía y chillaba.
La monstruosidad
negra se inclinó sobre el altar y entonces oí un zumbido por encima
de los gritos al agacharse. Sólo miré un minuto, pero en este
tiempo la negra monstruosidad empezó a inflarse y a crecer.
Eso pudo conmigo.
Perdí todo sentido de la prudencia. Tenía que correr. Me levanté y
corrí y corrí y corrí, gritando a voz en cuello sin importarme que
me oyeran.
Seguí corriendo y
gritando en medio de los bosques y la tormenta y huyendo de aquella
loma y aquel altar y entonces de repente supe dónde estaba y que
había vuelto aquí a la casa de mis tíos.
Sí, eso es lo que
había hecho: correr en circulo y regresar. Pero ya no podía
continuar, no podía seguir soportando la noche y la tormenta. Así
que corrí adentro. Al principio, después de cerrar la puerta me
dejé caer en el suelo, cansado de tanto correr y gritar.
Pero al cabo de un
rato me levanté y busqué clavos y un martillo y unas tablas de Tío
Fred que no estuvieran hechas astillas.
Primero clavé la
puerta y luego todas las ventanas. Hasta la última. Creo que estuve
trabajando varias horas. Al terminar, la tormenta se había disipado
y todo quedó tranquilo. Lo bastante tranquilo como para poderme
echar en la cama y quedarme dormido.
Me he despertado
hace un par de horas. Era de día. He podido ver la luz a través de
las rajas. Por la forma de entrar el sol, he comprendido que ya es
por la tarde. He dormido toda la mañana y no ha venido nadie.
Calculaba que tal
vez podía abrir y marcharme a pie al pueblo como había planeado
ayer.
Pero calculaba mal.
Antes de ponerme a
quitar los clavos, le he oído. Era Primo Osborne, naturalmente. El
hombre que dijo que era Primo Osborne quiero decir.
Ha entrado en el
cercado gritando: «¡Willie!» Pero yo no he contestado. Luego ha
intentado abrir la puerta y después las ventanas. Le he oído
golpear y maldecir. Eso ha estado mal.
Pero entonces se ha
puesto a murmurar, y eso ha sido peor. Porque significaba que no
estaba solo.
He echado una ojeada
por una raja, pero se habían ido a la parte de atrás de la casa,
así que no he visto quiénes estaban con él.
Creo que da lo
mismo, porque si estoy en lo cierto, es mejor no verlos.
Ya es bastante
desagradable oírlos.
Oír ese ronco
croar, y luego oírle a él hablar y después croar otra vez.
El olor es un olor
espantoso, como el limo verde de los bosques y del pozo.
El pozo... han ido
al pozo de atrás. Y he oído a Primo Osborne decir algo así como:
«Esperad hasta que oscurezca. Podemos utilizar el pozo si encontráis
la entrada. Buscad la entrada.»
Ahora ya sé lo que
significa. El pozo debe de ser una especie de entrada al lugar que
tienen bajo tierra, que es donde esos druidas viven. Y esa
monstruosidad negra.
He estado
escribiendo de un tirón y ya la tarde se va yendo. Miro por las
rajas y veo que está oscureciendo otra vez.
Ahora es cuando
vendrán por mí; cuando oscurezca.
Romperán la puertas
y las ventanas y entrarán y me cogerán. Me bajarán al pozo, me
llevarán a los negros lugares donde están los shoggoths. Debe de
haber todo un mundo debajo de los montes, un mundo donde se ocultan y
esperan para salir por más víctimas, por más sacrificios. No
quieren que haya seres humanos por aquí, salvo los que necesitan
para los sacrificios.
Yo vi lo que esa
monstruosidad negra hizo en el altar. Sé lo que me va a pasar.
Tal vez echen de
menos a Primo Osborne en su casa y envíen a alguien a averiguar qué
le ha pasado. Puede que las gentes del pueblo echen de menos a Cap
Pritchett y vengan a buscarle. Puede que vengan y me encuentren. Pero
si no vienen pronto, será demasiado tarde.
Por eso he escrito
esto. Es verdad lo que digo, con la mano sobre el corazón, cada
palabra. Y si alguien encuentra este cuaderno donde yo lo escondo,
que vaya y se asome al pozo. Al pozo viejo, que está detrás.
Que recuerde lo que
he dicho de ellos. Que ciegue el pozo y seque las charcas. No tiene
sentido que me busquen... si no estoy aquí.
Quisiera no estar
tan asustado. No lo estoy tanto por mí como por otras gentes; los
que pueden venir a vivir por aquí, y les pase lo mismo... o peor.
Tenéis que creerme.
Id a los bosques, si no. Id a la loma. A la loma donde ellos hicieron
los sacrificios. Puede que ya no estén las manchas y la lluvia haya
borrado las huellas. Puede que no encontréis ningún rastro de
fuego. Pero la piedra del altar tiene que estar allí. Y si está,
sabréis la verdad. Debe haber unas manchas redondas y grandes en esa
piedra. Manchas de medio metro de anchas.
No he hablado de
ellas. Al final, miré hacia atrás. Vi a la monstruosidad negra
aquella que era un shoggoth. La vi cómo se hinchaba y crecía. Creo
que he dicho ya que podía cambiar de forma, y que se hacía enorme.
Pero no podéis imaginar el tamaño ni la forma y yo no lo quiero
decir.
Lo único que digo
es que miréis. Que miréis y veréis lo que se esconde debajo de la
tierra en estos montes, esperando salir para celebrar su festín y
matar a alguien más.
Esperad. Ya vienen.
Se está haciendo de noche y puedo oír sus pasos. Y otros ruidos.
Voces. Y otros ruidos. Están aporreando la puerta. Y estoy seguro de
que deben tener un tronco o tablón para derribarla. Toda la casa se
estremece. Oigo hablar a voces a Primo Osborne, y también ese
zumbido. El olor es espantoso. Me estoy poniendo enfermo, y dentro de
un minuto...
Mirad el altar.
Luego comprenderéis qué estoy tratando de decir. Mirad las grandes
manchas redondas, de medio metro de anchas, a cada lado. Es donde la
enorme monstruosidad negra se agarró.
Mirad las marcas, y
sabréis lo que vi, lo que me da miedo, lo que espera para atraparos,
a menos que lo sepultéis para siempre bajo tierra.
Marcas negras de
medio metro de anchas. Pero no son manchas.
En realidad, son
¡huellas de dedos!
Han derribado la
puerta d...
sábado, 30 de junio de 2018
jueves, 28 de junio de 2018
Las cosas que no hacemos. Andrés Neuman.
Me
gusta que no hagamos las cosas que no hacemos. Me gustan nuestros
planes al despertar, cuando el día se sube a la cama como un gato de
luz, y que no realizamos porque nos levantamos tarde por haberlos
imaginado tanto. Me gusta la cosquilla que insinúan en nuestros
músculos los ejercicios que enumeramos sin practicar, los gimnasios
a los que nunca vamos, los hábitos saludables que invocamos como si,
deseándolos, su resplandor nos alcanzase. Me gustan las guías de
viaje que hojeas con esa atención que tanto te admiro, y cuyos
monumentos, calles y museos no llegamos a pisar, fascinados frente a
un café con leche. Me gustan los restaurantes a los que no acudimos,
las luces de sus velas, el sabor por venir de sus platos. Me gusta
cómo queda nuestra casa cuando la describimos con reformas, sus
sorprendentes muebles, su ausencia de paredes, sus colores atrevidos.
Me gustan las lenguas que quisiéramos hablar y soñamos con aprender
el año próximo, mientras nos sonreímos bajo la ducha. Escucho de
tus labios esos dulces idiomas hipotéticos, sus palabras me llenan
de razones. Me gustan todos los propósitos, declarados o secretos,
que incumplimos juntos. Eso es lo que prefiero de compartir la vida.
La maravilla abierta en otra parte. Las cosas que no hacemos.
miércoles, 27 de junio de 2018
Felicidad clandestina. Clarice Lispector.
Ella
era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio
pelirrojo. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras
todavía éramos planas. Como si no fuera suficiente, por encima del
pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero
poseía lo que a cualquier niña devoradora de historias le habría
gustado tener: un papá dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos; incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del papá. Para colmo, siempre era algún paisaje de Recife, la ciudad en donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. Detrás escribía con letra elaboradísimas palabras como “fecha natalicia” y “recuerdos”.
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía de odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, delgadas, altas, de cabello libre. Conmigo ejercitó su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como por casualidad, me informó de que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro grueso, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de la alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, nadaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, anduve brincando por las calles y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviera al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el transcurso de la vida, el drama del “día siguiente” iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Ella sabía que, mientras la hiel no se escurriese por completo de su cuerpo gordo, sería un tiempo indefinido. Yo había empezado a adivinar, es algo que adivino a veces, que me había elegido para que sufriera. Pero incluso sospechándolo, a veces lo acepto, como si el que me quiere hacer sufrir necesitara desesperadamente que yo sufra.
¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: “Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña”. Y yo, que no era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la mamá. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortada de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, esa mamá buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: “¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera quisiste leerlo!”.
Y lo peor para esa mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos observaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: “Vas a prestar ahora mismo ese libro”. Y a mí: “Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras”. ¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubieran regalado el libro: “el tiempo que quieras” es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Tomé el libro. No, no partí brincando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber en dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad habría de ser clandestina. Era como si ya lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire… Había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo.
Ya no era una niña más con un libro: era una mujer con su amante.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos; incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del papá. Para colmo, siempre era algún paisaje de Recife, la ciudad en donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. Detrás escribía con letra elaboradísimas palabras como “fecha natalicia” y “recuerdos”.
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía de odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, delgadas, altas, de cabello libre. Conmigo ejercitó su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como por casualidad, me informó de que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro grueso, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de la alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, nadaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, anduve brincando por las calles y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviera al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el transcurso de la vida, el drama del “día siguiente” iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Ella sabía que, mientras la hiel no se escurriese por completo de su cuerpo gordo, sería un tiempo indefinido. Yo había empezado a adivinar, es algo que adivino a veces, que me había elegido para que sufriera. Pero incluso sospechándolo, a veces lo acepto, como si el que me quiere hacer sufrir necesitara desesperadamente que yo sufra.
¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: “Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña”. Y yo, que no era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la mamá. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortada de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, esa mamá buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: “¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera quisiste leerlo!”.
Y lo peor para esa mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos observaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: “Vas a prestar ahora mismo ese libro”. Y a mí: “Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras”. ¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubieran regalado el libro: “el tiempo que quieras” es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Tomé el libro. No, no partí brincando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber en dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad habría de ser clandestina. Era como si ya lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire… Había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo.
Ya no era una niña más con un libro: era una mujer con su amante.
domingo, 24 de junio de 2018
Variaciones sobre el sueño de Chuang Tzu. Fabián Vique.
Chuang
Tzu soñó que era una mariposa. Una mariposa cualquiera, una
mariposa anónima, arquetípica. Por eso es un error y un signo de
omnipotencia pretender que una mariposa, cuando sueña con un hombre,
sueñe con ser un hombre específico, sea este Chuang Tzu, Matusalén,
Buda o el carnicero Enrique. Cuando una mariposa sueña que es un
hombre sueña un hombre vacío de identidad, un hombre anónimo,
arquetípico, abstracto. Para una mariposa no existe Chuang Tzu ni
ningún otro hombre en particular. Para una mariposa todos los
hombres son iguales.
jueves, 21 de junio de 2018
Los gallinazos sin plumas. Julio Ramón Ribeyro.
A las seis de la
mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus
primeros pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y
crea como una atmósfera encantada. Las personas que recorren la
ciudad a esta hora parece que están hechas de otra sustancia, que
pertenecen a un orden de vida fantasmal. Las beatas se arrastran
penosamente hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias. Los
noctámbulos, macerados por la noche, regresan a sus casas envueltos
en sus bufandas y en su melancolía. Los basureros inician por la
avenida Pardo su paseo siniestro, armados de escobas y de carretas. A
esta hora se ve también obreros caminando hacia el tranvía,
policías bostezando contra los árboles, canillitas morados de frío,
sirvientas sacando los cubos de basura. A esta hora, por último,
como a una especie de misteriosa consigna, aparecen los gallinazos
sin plumas.
A esta hora el viejo don Santos se pone la pierna de palo y sentándose en el colchón comienza a berrear:
-¡A levantarse! ¡Efraín, Enrique! ¡Ya es hora!
Los dos muchachos corren a la acequia del corralón frotándose los ojos legañosos. Con la tranquilidad de la noche el agua se ha remansado y en su fondo transparente se ven crecer yerbas y deslizarse ágiles infusorios. Luego de enjuagarse la cara, coge cada cual su lata y se lanzan a la calle. Don Santos, mientras tanto, se aproxima al chiquero y con su larga vara golpea el lomo de su cerdo que se revuelca entre los desperdicios.
-¡Todavía te falta un poco, marrano! Pero aguarda no más, que ya llegará tu turno.
Efraín y Enrique se demoran en el camino, trepándose a los árboles para arrancar moras o recogiendo piedras, de aquellas filudas que cortan el aire y hieren por la espalda. Siendo aún la hora celeste llegan a su dominio, una larga calle ornada de casas elegantes que desemboca en el malecón.
Ellos no son los únicos. En otros corralones, en otros suburbios alguien ha dado la voz de alarma y muchos se han levantado. Unos portan latas, otros cajas de cartón, a veces sólo basta un periódico viejo. Sin conocerse forman una especie de organización clandestina que tiene repartida toda la ciudad. Los hay que merodean por los edificios públicos, otros han elegido los parques o los muladares. Hasta los perros han adquirido sus hábitos, sus itinerarios, sabiamente aleccionados por la miseria.
Efraín y Enrique, después de un breve descanso, empiezan su trabajo. Cada uno escoge una acera de la calle. Los cubos de basura están alineados delante de las puertas. Hay que vaciarlos íntegramente y luego comenzar la exploración. Un cubo de basura es siempre una caja de sorpresas. Se encuentran latas de sardinas, zapatos viejos, pedazos de pan, pericotes muertos, algodones inmundos. A ellos sólo les interesan los restos de comida. En el fondo del chiquero, Pascual recibe cualquier cosa y tiene predilección por las verduras ligeramente descompuestas. La pequeña lata de cada uno se va llenando de tomates podridos, pedazos de sebo, extrañas salsas que no figuran en ningún manual de cocina. No es raro, sin embargo, hacer un hallazgo valioso. Un día Efraín encontró unos tirantes con los que fabricó una honda. Otra vez una pera casi buena que devoró en el acto. Enrique, en cambio, tiene suerte para las cajitas de remedios, los pomos brillantes, las escobillas de dientes usadas y otras cosas semejantes que colecciona con avidez.
Después de una rigurosa selección regresan la basura al cubo y se lanzan sobre el próximo. No conviene demorarse mucho porque el enemigo siempre está al acecho. A veces son sorprendidos por las sirvientas y tienen que huir dejando regado su botín. Pero, con más frecuencia, es el carro de la Baja Policía el que aparece y entonces la jornada está perdida.
Cuando el sol asoma sobre las lomas, la hora celeste llega a su fin. La niebla se ha disuelto, las beatas están sumidas en éxtasis, los noctámbulos duermen, los canillitas han repartido los diarios, los obreros trepan a los andamios. La luz desvanece el mundo mágico del alba. Los gallinazos sin plumas han regresado a su nido.
Don Santos los esperaba con el café preparado.
-A ver, ¿qué cosa me han traído?
Husmeaba entre las latas y si la provisión estaba buena hacía siempre el mismo comentario:
-Pascual tendrá banquete hoy día.
Pero la mayoría de las veces estallaba:
-¡Idiotas! ¿Qué han hecho hoy día? ¡Se han puesto a jugar seguramente! ¡Pascual se morirá de hambre!
Ellos huían hacia el emparrado, con las orejas ardientes de los pescozones, mientras el viejo se arrastraba hasta el chiquero. Desde el fondo de su reducto el cerdo empezaba a gruñir. Don Santos le aventaba la comida.
-¡Mi pobre Pascual! Hoy día te quedarás con hambre por culpa de estos zamarros. Ellos no te engríen como yo. ¡Habrá que zurrarlos para que aprendan!
Al comenzar el invierno el cerdo estaba convertido en una especie de monstruo insaciable. Todo le parecía poco y don Santos se vengaba en sus nietos del hambre del animal. Los obligaba a levantarse más temprano, a invadir los terrenos ajenos en busca de más desperdicios. Por último los forzó a que se dirigieran hasta el muladar que estaba al borde del mar.
-Allí encontrarán más cosas. Será más fácil además porque todo está junto.
Un domingo, Efraín y Enrique llegaron al barranco. Los carros de la Baja Policía, siguiendo una huella de tierra, descargaban la basura sobre una pendiente de piedras. Visto desde el malecón, el muladar formaba una especie de acantilado oscuro y humeante, donde los gallinazos y los perros se desplazaban como hormigas. Desde lejos los muchachos arrojaron piedras para espantar a sus enemigos. El perro se retiró aullando. Cuando estuvieron cerca sintieron un olor nauseabundo que penetró hasta sus pulmones. Los pies se les hundían en un alto de plumas, de excrementos, de materias descompuestas o quemadas. Enterrando las manos comenzaron la exploración. A veces, bajo un periódico amarillento, descubrían una carroña devorada a medios. En los acantilados próximos los gallinazos espiaban impacientes y algunos se acercaban saltando de piedra en piedra, como si quisieran acorralarlos. Efraín gritaba para intimidarlos y sus gritos resonaban en el desfiladero y hacían desprenderse guijarros que rodaban hacía el mar. Después de una hora de trabajo regresaron al corralón con los cubos llenos.
-¡Bravo! -exclamó don Santos-. Habrá que repetir esto dos o tres veces por semana.
Desde entonces, los miércoles y los domingos, Efraín y Enrique hacían el trote hasta el muladar. Pronto formaron parte de la extraña fauna de esos lugares y los gallinazos, acostumbrados a su presencia, laboraban a su lado, graznando, aleteando, escarbando con sus picos amarillos, como ayudándoles a descubrir la pista de la preciosa suciedad.
Fue al regresar de una de esas excursiones que Efraín sintió un dolor en la planta del pie. Un vidrio le había causado una pequeña herida. Al día siguiente tenía el pie hinchado, no obstante lo cual prosiguió su trabajo. Cuando regresaron no podía casi caminar, pero don Santos no se percató de ello, pues tenía visita. Acompañado de un hombre gordo que tenía las manos manchadas de sangre, observaba el chiquero.
-Dentro de veinte o treinta días vendré por acá -decía el hombre-. Para esa fecha creo que podrá estar a punto.
Cuando partió, don Santos echaba fuego por los ojos.
-¡A trabajar! ¡A trabajar! ¡De ahora en adelante habrá que aumentar la ración de Pascual! El negocio anda sobre rieles.
A la mañana siguiente, sin embargo, cuando don Santos despertó a sus nietos, Efraín no se pudo levantar.
-Tiene una herida en el pie -explicó Enrique-. Ayer se cortó con un vidrio.
Don Santos examinó el pie de su nieto. La infección había comenzado.
-¡Esas son patrañas! Que se lave el pie en la acequia y que se envuelva con un trapo.
-¡Pero si le duele! -intervino Enrique-. No puede caminar bien.
Don Santos meditó un momento. Desde el chiquero llegaban los gruñidos de Pascual.
-Y ¿a mí? -preguntó dándose un palmazo en la pierna de palo-. ¿Acaso no me duele la pierna? Y yo tengo setenta años y yo trabajo… ¡Hay que dejarse de mañas!
Efraín salió a la calle con su lata, apoyado en el hombro de su hermano. Media hora después regresaron con los cubos casi vacíos.
-¡No podía más! -dijo Enrique al abuelo-. Efraín está medio cojo.
Don Santos observó a sus dos nietos como si meditara una sentencia.
-Bien, bien -dijo rascándose la barba rala y cogiendo a Efraín del pescuezo lo arreó hacia el cuarto-. ¡Los enfermos a la cama! ¡A podrirse sobre el colchón! Y tú harás la tarea de tu hermano. ¡Vete ahora mismo al muladar!
Cerca de mediodía Enrique regresó con los cubos repletos. Lo seguía un extraño visitante: un perro escuálido y medio sarnoso.
-Lo encontré en el muladar -explicó Enrique -y me ha venido siguiendo.
Don Santos cogió la vara.
-¡Una boca más en el corralón!
Enrique levantó al perro contra su pecho y huyó hacia la puerta.
-¡No le hagas nada, abuelito! Le daré yo de mi comida.
Don Santos se acercó, hundiendo su pierna de palo en el lodo.
-¡Nada de perros aquí! ¡Ya tengo bastante con ustedes!
Enrique abrió la puerta de la calle.
-Si se va él, me voy yo también.
El abuelo se detuvo. Enrique aprovechó para insistir:
-No come casi nada…, mira lo flaco que está. Además, desde que Efraín está enfermo, me ayudará. Conoce bien el muladar y tiene buena nariz para la basura.
Don Santos reflexionó, mirando el cielo donde se condensaba la garúa. Sin decir nada, soltó la vara, cogió los cubos y se fue rengueando hasta el chiquero.
Enrique sonrió de alegría y con su amigo aferrado al corazón corrió donde su hermano.
-¡Pascual, Pascual… Pascualito! -cantaba el abuelo.
-Tú te llamarás Pedro -dijo Enrique acariciando la cabeza de su perro e ingresó donde Efraín.
Su alegría se esfumó: Efraín inundado de sudor se revolcaba de dolor sobre el colchón. Tenía el pie hinchado, como si fuera de jebe y estuviera lleno de aire. Los dedos habían perdido casi su forma.
-Te he traído este regalo, mira -dijo mostrando al perro-. Se llama Pedro, es para ti, para que te acompañe… Cuando yo me vaya al muladar te lo dejaré y los dos jugarán todo el día. Le enseñarás a que te traiga piedras en la boca.
¿Y el abuelo? -preguntó Efraín extendiendo su mano hacia el animal.
-El abuelo no dice nada -suspiró Enrique.
Ambos miraron hacia la puerta. La garúa había empezado a caer. La voz del abuelo llegaba:
-¡Pascual, Pascual… Pascualito!
Esa misma noche salió luna llena. Ambos nietos se inquietaron, porque en esta época el abuelo se ponía intratable. Desde el atardecer lo vieron rondando por el corralón, hablando solo, dando de varillazos al emparrado. Por momentos se aproximaba al cuarto, echaba una mirada a su interior y al ver a sus nietos silenciosos, lanzaba un salivazo cargado de rencor. Pedro le tenía miedo y cada vez que lo veía se acurrucaba y quedaba inmóvil como una piedra.
-¡Mugre, nada más que mugre! -repitió toda la noche el abuelo, mirando la luna.
A la mañana siguiente Enrique amaneció resfriado. El viejo, que lo sintió estornudar en la madrugada, no dijo nada. En el fondo, sin embargo, presentía una catástrofe. Si Enrique enfermaba, ¿quién se ocuparía de Pascual? La voracidad del cerdo crecía con su gordura. Gruñía por las tardes con el hocico enterrado en el fango. Del corralón de Nemesio, que vivía a una cuadra, se habían venido a quejar.
Al segundo día sucedió lo inevitable: Enrique no se pudo levantar. Había tosido toda la noche y la mañana lo sorprendió temblando, quemado por la fiebre.
-¿Tú también? -preguntó el abuelo.
Enrique señaló su pecho, que roncaba. El abuelo salió furioso del cuarto. Cinco minutos después regresó.
-¡Está muy mal engañarme de esta manera! -plañía-. Abusan de mí porque no puedo caminar. Saben bien que soy viejo, que soy cojo. ¡De otra manera los mandaría al diablo y me ocuparía yo solo de Pascual!
Efraín se despertó quejándose y Enrique comenzó a toser.
-¡Pero no importa! Yo me encargaré de él. ¡Ustedes son basura, nada más que basura! ¡Unos pobres gallinazos sin plumas! Ya verán cómo les saco ventaja. El abuelo está fuerte todavía. ¡Pero eso sí, hoy día no habrá comida para ustedes! ¡No habrá comida hasta que no puedan levantarse y trabajar!
A través del umbral lo vieron levantar las latas en vilo y volcarse en la calle. Media hora después regresó aplastado. Sin la ligereza de sus nietos el carro de la Baja Policía lo había ganado. Los perros, además, habían querido morderlo.
-¡Pedazos de mugre! ¡Ya saben, se quedarán sin comida hasta que no trabajen!
Al día siguiente trató de repetir la operación pero tuvo que renunciar. Su pierna de palo había perdido la costumbre de las pistas de asfalto, de las duras aceras y cada paso que daba era como un lanzazo en la ingle. A la hora celeste del tercer día quedó desplomado en su colchón, sin otro ánimo que para el insulto.
-¡Si se muere de hambre -gritaba -será por culpa de ustedes!
Desde entonces empezaron unos días angustiosos, interminables. Los tres pasaban el día encerrados en el cuarto, sin hablar, sufriendo una especie de reclusión forzosa. Efraín se revolcaba sin tregua, Enrique tosía. Pedro se levantaba y después de hacer un recorrido por el corralón, regresaba con una piedra en la boca, que depositaba en las manos de sus amos. Don Santos, a medio acostar, jugaba con su pierna de palo y les lanzaba miradas feroces. A mediodía se arrastraba hasta la esquina del terreno donde crecían verduras y preparaba su almuerzo, que devoraba en secreto. A veces aventaba a la cama de sus nietos alguna lechuga o una zanahoria cruda, con el propósito de excitar su apetito creyendo así hacer más refinado su castigo.
Efraín ya no tenía fuerzas para quejarse. Solamente Enrique sentía crecer en su corazón un miedo extraño y al mirar a los ojos del abuelo creía desconocerlo, como si ellos hubieran perdido su expresión humana. Por las noches, cuando la luna se levantaba, cogía a Pedro entre sus brazos y lo aplastaba tiernamente hasta hacerlo gemir. A esa hora el cerdo comenzaba a gruñir y el abuelo se quejaba como si lo estuvieran ahorcando. A veces se ceñía la pierna de palo y salía al corralón. A la luz de la luna Enrique lo veía ir diez veces del chiquero a la huerta, levantando los puños, atropellando lo que encontraba en su camino. Por último reingresaba en su cuarto y se quedaba mirándolos fijamente, como si quisiera hacerlos responsables del hambre de Pascual.
La última noche de luna llena nadie pudo dormir. Pascual lanzaba verdaderos rugidos. Enrique había oído decir que los cerdos, cuando tenían hambre, se volvían locos como los hombres. El abuelo permaneció en vela, sin apagar siquiera el farol. Esta vez no salió al corralón ni maldijo entre dientes. Hundido en su colchón miraba fijamente la puerta. Parecía amasar dentro de sí una cólera muy vieja, jugar con ella, aprestarse a dispararla. Cuando el cielo comenzó a desteñirse sobre las lomas, abrió la boca, mantuvo su oscura oquedad vuelta hacia sus nietos y lanzó un rugido:
¡Arriba, arriba, arriba! -los golpes comenzaron a llover-. ¡A levantarse haraganes! ¿Hasta cuándo vamos a estar así? ¡Esto se acabó! ¡De pie!…
Efraín se echó a llorar, Enrique se levantó, aplastándose contra la pared. Los ojos del abuelo parecían fascinarlo hasta volverlo insensible a los golpes. Veía la vara alzarse y abatirse sobre su cabeza como si fuera una vara de cartón. Al fin pudo reaccionar.
-¡A Efraín no! ¡Él no tiene la culpa! ¡Déjame a mí solo, yo saldré, yo iré al muladar!
El abuelo se contuvo jadeante. Tardó mucho en recuperar el aliento.
-Ahora mismo… al muladar… lleva los dos cubos, cuatro cubos…
Enrique se apartó, cogió los cubos y se alejó a la carrera. La fatiga del hambre y de la convalecencia lo hacían trastabillar. Cuando abrió la puerta del corralón, Pedro quiso seguirlo.
-Tú no. Quédate aquí cuidando a Efraín.
Y se lanzó a la calle respirando a pleno pulmón el aire de la mañana. En el camino comió yerbas, estuvo a punto de mascar la tierra. Todo lo veía a través de una niebla mágica. La debilidad lo hacía ligero, etéreo: volaba casi como un pájaro. En el muladar se sintió un gallinazo más entre los gallinazos. Cuando los cubos estuvieron rebosantes emprendió el regreso. Las beatas, los noctámbulos, los canillitas descalzos, todas las secreciones del alba comenzaban a dispersarse por la ciudad. Enrique, devuelto a su mundo, caminaba feliz entre ellos, en su mundo de perros y fantasmas, tocado por la hora celeste.
Al entrar al corralón sintió un aire opresor, resistente, que lo obligó a detenerse. Era como si allí, en el dintel, terminara un mundo y comenzara otro fabricado de barro, de rugidos, de absurdas penitencias. Lo sorprendente era, sin embargo, que esta vez reinaba en el corralón una calma cargada de malos presagios, como si toda la violencia estuviera en equilibrio, a punto de desplomarse. El abuelo, parado al borde del chiquero, miraba hacia el fondo. Parecía un árbol creciendo desde su pierna de palo. Enrique hizo ruido pero el abuelo no se movió.
-¡Aquí están los cubos!
Don Santos le volvió la espalda y quedó inmóvil. Enrique soltó los cubos y corrió intrigado hasta el cuarto. Efraín apenas lo vio, comenzó a gemir:
-Pedro… Pedro…
-¿Qué pasa?
-Pedro ha mordido al abuelo… el abuelo cogió la vara… después lo sentí aullar.
Enrique salió del cuarto.
-¡Pedro, ven aquí! ¿Dónde estás, Pedro?
Nadie le respondió. El abuelo seguía inmóvil, con la mirada en la pared. Enrique tuvo un mal presentimiento. De un salto se acercó al viejo.
-¿Dónde está Pedro?
Su mirada descendió al chiquero. Pascual devoraba algo en medio del lodo. Aún quedaban las piernas y el rabo del perro.
-¡No! -gritó Enrique tapándose los ojos-. ¡No, no! -y a través de las lágrimas buscó la mirada del abuelo. Este la rehuyó, girando torpemente sobre su pierna de palo. Enrique comenzó a danzar en torno suyo, prendiéndose de su camisa, gritando, pataleando, tratando de mirar sus ojos, de encontrar una respuesta.
-¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué?
El abuelo no respondía. Por último, impaciente, dio un manotón a su nieto que lo hizo rodar por tierra. Desde allí Enrique observó al viejo que, erguido como un gigante, miraba obstinadamente el festín de Pascual. Estirando la mano encontró la vara que tenía el extremo manchado de sangre. Con ella se levantó de puntillas y se acercó al viejo.
-¡Voltea! -gritó-. ¡Voltea!
Cuando don Santos se volvió, divisó la vara que cortaba el aire y se estrellaba contra su pómulo.
-¡Toma! -chilló Enrique y levantó nuevamente la mano. Pero súbitamente se detuvo, temeroso de lo que estaba haciendo y, lanzando la vara a su alrededor, miró al abuelo casi arrepentido. El viejo, cogiéndose el rostro, retrocedió un paso, su pierna de palo tocó tierra húmeda, resbaló, y dando un alarido se precipitó de espaldas al chiquero.
Enrique retrocedió unos pasos. Primero aguzó el oído pero no se escuchaba ningún ruido. Poco a poco se fue aproximando. El abuelo, con la pata de palo quebrada, estaba de espaldas en el fango. Tenía la boca abierta y sus ojos buscaban a Pascual, que se había refugiado en un ángulo y husmeaba sospechosamente el lodo. Enrique se fue retirando, con el mismo sigilo con que se había aproximado. Probablemente el abuelo alcanzó a divisarlo pues mientras corría hacia el cuarto le pareció que lo llamaba por su nombre, con un tono de ternura que él nunca había escuchado.
¡A mí, Enrique, a mí!…
-¡Pronto! -exclamó Enrique, precipitándose sobre su hermano -¡Pronto, Efraín! ¡El viejo se ha caído al chiquero! ¿Debemos irnos de acá!
-¿Adónde? -preguntó Efraín.
-¿Adonde sea, al muladar, donde podamos comer algo, donde los gallinazos!
-¡No me puedo parar!
Enrique cogió a su hermano con ambas manos y lo estrechó contra su pecho. Abrazados hasta formar una sola persona cruzaron lentamente el corralón. Cuando abrieron el portón de la calle se dieron cuenta que la hora celeste había terminado y que la ciudad, despierta y viva, abría ante ellos su gigantesca mandíbula.
Desde el chiquero llegaba el rumor de una batalla.
A esta hora el viejo don Santos se pone la pierna de palo y sentándose en el colchón comienza a berrear:
-¡A levantarse! ¡Efraín, Enrique! ¡Ya es hora!
Los dos muchachos corren a la acequia del corralón frotándose los ojos legañosos. Con la tranquilidad de la noche el agua se ha remansado y en su fondo transparente se ven crecer yerbas y deslizarse ágiles infusorios. Luego de enjuagarse la cara, coge cada cual su lata y se lanzan a la calle. Don Santos, mientras tanto, se aproxima al chiquero y con su larga vara golpea el lomo de su cerdo que se revuelca entre los desperdicios.
-¡Todavía te falta un poco, marrano! Pero aguarda no más, que ya llegará tu turno.
Efraín y Enrique se demoran en el camino, trepándose a los árboles para arrancar moras o recogiendo piedras, de aquellas filudas que cortan el aire y hieren por la espalda. Siendo aún la hora celeste llegan a su dominio, una larga calle ornada de casas elegantes que desemboca en el malecón.
Ellos no son los únicos. En otros corralones, en otros suburbios alguien ha dado la voz de alarma y muchos se han levantado. Unos portan latas, otros cajas de cartón, a veces sólo basta un periódico viejo. Sin conocerse forman una especie de organización clandestina que tiene repartida toda la ciudad. Los hay que merodean por los edificios públicos, otros han elegido los parques o los muladares. Hasta los perros han adquirido sus hábitos, sus itinerarios, sabiamente aleccionados por la miseria.
Efraín y Enrique, después de un breve descanso, empiezan su trabajo. Cada uno escoge una acera de la calle. Los cubos de basura están alineados delante de las puertas. Hay que vaciarlos íntegramente y luego comenzar la exploración. Un cubo de basura es siempre una caja de sorpresas. Se encuentran latas de sardinas, zapatos viejos, pedazos de pan, pericotes muertos, algodones inmundos. A ellos sólo les interesan los restos de comida. En el fondo del chiquero, Pascual recibe cualquier cosa y tiene predilección por las verduras ligeramente descompuestas. La pequeña lata de cada uno se va llenando de tomates podridos, pedazos de sebo, extrañas salsas que no figuran en ningún manual de cocina. No es raro, sin embargo, hacer un hallazgo valioso. Un día Efraín encontró unos tirantes con los que fabricó una honda. Otra vez una pera casi buena que devoró en el acto. Enrique, en cambio, tiene suerte para las cajitas de remedios, los pomos brillantes, las escobillas de dientes usadas y otras cosas semejantes que colecciona con avidez.
Después de una rigurosa selección regresan la basura al cubo y se lanzan sobre el próximo. No conviene demorarse mucho porque el enemigo siempre está al acecho. A veces son sorprendidos por las sirvientas y tienen que huir dejando regado su botín. Pero, con más frecuencia, es el carro de la Baja Policía el que aparece y entonces la jornada está perdida.
Cuando el sol asoma sobre las lomas, la hora celeste llega a su fin. La niebla se ha disuelto, las beatas están sumidas en éxtasis, los noctámbulos duermen, los canillitas han repartido los diarios, los obreros trepan a los andamios. La luz desvanece el mundo mágico del alba. Los gallinazos sin plumas han regresado a su nido.
Don Santos los esperaba con el café preparado.
-A ver, ¿qué cosa me han traído?
Husmeaba entre las latas y si la provisión estaba buena hacía siempre el mismo comentario:
-Pascual tendrá banquete hoy día.
Pero la mayoría de las veces estallaba:
-¡Idiotas! ¿Qué han hecho hoy día? ¡Se han puesto a jugar seguramente! ¡Pascual se morirá de hambre!
Ellos huían hacia el emparrado, con las orejas ardientes de los pescozones, mientras el viejo se arrastraba hasta el chiquero. Desde el fondo de su reducto el cerdo empezaba a gruñir. Don Santos le aventaba la comida.
-¡Mi pobre Pascual! Hoy día te quedarás con hambre por culpa de estos zamarros. Ellos no te engríen como yo. ¡Habrá que zurrarlos para que aprendan!
Al comenzar el invierno el cerdo estaba convertido en una especie de monstruo insaciable. Todo le parecía poco y don Santos se vengaba en sus nietos del hambre del animal. Los obligaba a levantarse más temprano, a invadir los terrenos ajenos en busca de más desperdicios. Por último los forzó a que se dirigieran hasta el muladar que estaba al borde del mar.
-Allí encontrarán más cosas. Será más fácil además porque todo está junto.
Un domingo, Efraín y Enrique llegaron al barranco. Los carros de la Baja Policía, siguiendo una huella de tierra, descargaban la basura sobre una pendiente de piedras. Visto desde el malecón, el muladar formaba una especie de acantilado oscuro y humeante, donde los gallinazos y los perros se desplazaban como hormigas. Desde lejos los muchachos arrojaron piedras para espantar a sus enemigos. El perro se retiró aullando. Cuando estuvieron cerca sintieron un olor nauseabundo que penetró hasta sus pulmones. Los pies se les hundían en un alto de plumas, de excrementos, de materias descompuestas o quemadas. Enterrando las manos comenzaron la exploración. A veces, bajo un periódico amarillento, descubrían una carroña devorada a medios. En los acantilados próximos los gallinazos espiaban impacientes y algunos se acercaban saltando de piedra en piedra, como si quisieran acorralarlos. Efraín gritaba para intimidarlos y sus gritos resonaban en el desfiladero y hacían desprenderse guijarros que rodaban hacía el mar. Después de una hora de trabajo regresaron al corralón con los cubos llenos.
-¡Bravo! -exclamó don Santos-. Habrá que repetir esto dos o tres veces por semana.
Desde entonces, los miércoles y los domingos, Efraín y Enrique hacían el trote hasta el muladar. Pronto formaron parte de la extraña fauna de esos lugares y los gallinazos, acostumbrados a su presencia, laboraban a su lado, graznando, aleteando, escarbando con sus picos amarillos, como ayudándoles a descubrir la pista de la preciosa suciedad.
Fue al regresar de una de esas excursiones que Efraín sintió un dolor en la planta del pie. Un vidrio le había causado una pequeña herida. Al día siguiente tenía el pie hinchado, no obstante lo cual prosiguió su trabajo. Cuando regresaron no podía casi caminar, pero don Santos no se percató de ello, pues tenía visita. Acompañado de un hombre gordo que tenía las manos manchadas de sangre, observaba el chiquero.
-Dentro de veinte o treinta días vendré por acá -decía el hombre-. Para esa fecha creo que podrá estar a punto.
Cuando partió, don Santos echaba fuego por los ojos.
-¡A trabajar! ¡A trabajar! ¡De ahora en adelante habrá que aumentar la ración de Pascual! El negocio anda sobre rieles.
A la mañana siguiente, sin embargo, cuando don Santos despertó a sus nietos, Efraín no se pudo levantar.
-Tiene una herida en el pie -explicó Enrique-. Ayer se cortó con un vidrio.
Don Santos examinó el pie de su nieto. La infección había comenzado.
-¡Esas son patrañas! Que se lave el pie en la acequia y que se envuelva con un trapo.
-¡Pero si le duele! -intervino Enrique-. No puede caminar bien.
Don Santos meditó un momento. Desde el chiquero llegaban los gruñidos de Pascual.
-Y ¿a mí? -preguntó dándose un palmazo en la pierna de palo-. ¿Acaso no me duele la pierna? Y yo tengo setenta años y yo trabajo… ¡Hay que dejarse de mañas!
Efraín salió a la calle con su lata, apoyado en el hombro de su hermano. Media hora después regresaron con los cubos casi vacíos.
-¡No podía más! -dijo Enrique al abuelo-. Efraín está medio cojo.
Don Santos observó a sus dos nietos como si meditara una sentencia.
-Bien, bien -dijo rascándose la barba rala y cogiendo a Efraín del pescuezo lo arreó hacia el cuarto-. ¡Los enfermos a la cama! ¡A podrirse sobre el colchón! Y tú harás la tarea de tu hermano. ¡Vete ahora mismo al muladar!
Cerca de mediodía Enrique regresó con los cubos repletos. Lo seguía un extraño visitante: un perro escuálido y medio sarnoso.
-Lo encontré en el muladar -explicó Enrique -y me ha venido siguiendo.
Don Santos cogió la vara.
-¡Una boca más en el corralón!
Enrique levantó al perro contra su pecho y huyó hacia la puerta.
-¡No le hagas nada, abuelito! Le daré yo de mi comida.
Don Santos se acercó, hundiendo su pierna de palo en el lodo.
-¡Nada de perros aquí! ¡Ya tengo bastante con ustedes!
Enrique abrió la puerta de la calle.
-Si se va él, me voy yo también.
El abuelo se detuvo. Enrique aprovechó para insistir:
-No come casi nada…, mira lo flaco que está. Además, desde que Efraín está enfermo, me ayudará. Conoce bien el muladar y tiene buena nariz para la basura.
Don Santos reflexionó, mirando el cielo donde se condensaba la garúa. Sin decir nada, soltó la vara, cogió los cubos y se fue rengueando hasta el chiquero.
Enrique sonrió de alegría y con su amigo aferrado al corazón corrió donde su hermano.
-¡Pascual, Pascual… Pascualito! -cantaba el abuelo.
-Tú te llamarás Pedro -dijo Enrique acariciando la cabeza de su perro e ingresó donde Efraín.
Su alegría se esfumó: Efraín inundado de sudor se revolcaba de dolor sobre el colchón. Tenía el pie hinchado, como si fuera de jebe y estuviera lleno de aire. Los dedos habían perdido casi su forma.
-Te he traído este regalo, mira -dijo mostrando al perro-. Se llama Pedro, es para ti, para que te acompañe… Cuando yo me vaya al muladar te lo dejaré y los dos jugarán todo el día. Le enseñarás a que te traiga piedras en la boca.
¿Y el abuelo? -preguntó Efraín extendiendo su mano hacia el animal.
-El abuelo no dice nada -suspiró Enrique.
Ambos miraron hacia la puerta. La garúa había empezado a caer. La voz del abuelo llegaba:
-¡Pascual, Pascual… Pascualito!
Esa misma noche salió luna llena. Ambos nietos se inquietaron, porque en esta época el abuelo se ponía intratable. Desde el atardecer lo vieron rondando por el corralón, hablando solo, dando de varillazos al emparrado. Por momentos se aproximaba al cuarto, echaba una mirada a su interior y al ver a sus nietos silenciosos, lanzaba un salivazo cargado de rencor. Pedro le tenía miedo y cada vez que lo veía se acurrucaba y quedaba inmóvil como una piedra.
-¡Mugre, nada más que mugre! -repitió toda la noche el abuelo, mirando la luna.
A la mañana siguiente Enrique amaneció resfriado. El viejo, que lo sintió estornudar en la madrugada, no dijo nada. En el fondo, sin embargo, presentía una catástrofe. Si Enrique enfermaba, ¿quién se ocuparía de Pascual? La voracidad del cerdo crecía con su gordura. Gruñía por las tardes con el hocico enterrado en el fango. Del corralón de Nemesio, que vivía a una cuadra, se habían venido a quejar.
Al segundo día sucedió lo inevitable: Enrique no se pudo levantar. Había tosido toda la noche y la mañana lo sorprendió temblando, quemado por la fiebre.
-¿Tú también? -preguntó el abuelo.
Enrique señaló su pecho, que roncaba. El abuelo salió furioso del cuarto. Cinco minutos después regresó.
-¡Está muy mal engañarme de esta manera! -plañía-. Abusan de mí porque no puedo caminar. Saben bien que soy viejo, que soy cojo. ¡De otra manera los mandaría al diablo y me ocuparía yo solo de Pascual!
Efraín se despertó quejándose y Enrique comenzó a toser.
-¡Pero no importa! Yo me encargaré de él. ¡Ustedes son basura, nada más que basura! ¡Unos pobres gallinazos sin plumas! Ya verán cómo les saco ventaja. El abuelo está fuerte todavía. ¡Pero eso sí, hoy día no habrá comida para ustedes! ¡No habrá comida hasta que no puedan levantarse y trabajar!
A través del umbral lo vieron levantar las latas en vilo y volcarse en la calle. Media hora después regresó aplastado. Sin la ligereza de sus nietos el carro de la Baja Policía lo había ganado. Los perros, además, habían querido morderlo.
-¡Pedazos de mugre! ¡Ya saben, se quedarán sin comida hasta que no trabajen!
Al día siguiente trató de repetir la operación pero tuvo que renunciar. Su pierna de palo había perdido la costumbre de las pistas de asfalto, de las duras aceras y cada paso que daba era como un lanzazo en la ingle. A la hora celeste del tercer día quedó desplomado en su colchón, sin otro ánimo que para el insulto.
-¡Si se muere de hambre -gritaba -será por culpa de ustedes!
Desde entonces empezaron unos días angustiosos, interminables. Los tres pasaban el día encerrados en el cuarto, sin hablar, sufriendo una especie de reclusión forzosa. Efraín se revolcaba sin tregua, Enrique tosía. Pedro se levantaba y después de hacer un recorrido por el corralón, regresaba con una piedra en la boca, que depositaba en las manos de sus amos. Don Santos, a medio acostar, jugaba con su pierna de palo y les lanzaba miradas feroces. A mediodía se arrastraba hasta la esquina del terreno donde crecían verduras y preparaba su almuerzo, que devoraba en secreto. A veces aventaba a la cama de sus nietos alguna lechuga o una zanahoria cruda, con el propósito de excitar su apetito creyendo así hacer más refinado su castigo.
Efraín ya no tenía fuerzas para quejarse. Solamente Enrique sentía crecer en su corazón un miedo extraño y al mirar a los ojos del abuelo creía desconocerlo, como si ellos hubieran perdido su expresión humana. Por las noches, cuando la luna se levantaba, cogía a Pedro entre sus brazos y lo aplastaba tiernamente hasta hacerlo gemir. A esa hora el cerdo comenzaba a gruñir y el abuelo se quejaba como si lo estuvieran ahorcando. A veces se ceñía la pierna de palo y salía al corralón. A la luz de la luna Enrique lo veía ir diez veces del chiquero a la huerta, levantando los puños, atropellando lo que encontraba en su camino. Por último reingresaba en su cuarto y se quedaba mirándolos fijamente, como si quisiera hacerlos responsables del hambre de Pascual.
La última noche de luna llena nadie pudo dormir. Pascual lanzaba verdaderos rugidos. Enrique había oído decir que los cerdos, cuando tenían hambre, se volvían locos como los hombres. El abuelo permaneció en vela, sin apagar siquiera el farol. Esta vez no salió al corralón ni maldijo entre dientes. Hundido en su colchón miraba fijamente la puerta. Parecía amasar dentro de sí una cólera muy vieja, jugar con ella, aprestarse a dispararla. Cuando el cielo comenzó a desteñirse sobre las lomas, abrió la boca, mantuvo su oscura oquedad vuelta hacia sus nietos y lanzó un rugido:
¡Arriba, arriba, arriba! -los golpes comenzaron a llover-. ¡A levantarse haraganes! ¿Hasta cuándo vamos a estar así? ¡Esto se acabó! ¡De pie!…
Efraín se echó a llorar, Enrique se levantó, aplastándose contra la pared. Los ojos del abuelo parecían fascinarlo hasta volverlo insensible a los golpes. Veía la vara alzarse y abatirse sobre su cabeza como si fuera una vara de cartón. Al fin pudo reaccionar.
-¡A Efraín no! ¡Él no tiene la culpa! ¡Déjame a mí solo, yo saldré, yo iré al muladar!
El abuelo se contuvo jadeante. Tardó mucho en recuperar el aliento.
-Ahora mismo… al muladar… lleva los dos cubos, cuatro cubos…
Enrique se apartó, cogió los cubos y se alejó a la carrera. La fatiga del hambre y de la convalecencia lo hacían trastabillar. Cuando abrió la puerta del corralón, Pedro quiso seguirlo.
-Tú no. Quédate aquí cuidando a Efraín.
Y se lanzó a la calle respirando a pleno pulmón el aire de la mañana. En el camino comió yerbas, estuvo a punto de mascar la tierra. Todo lo veía a través de una niebla mágica. La debilidad lo hacía ligero, etéreo: volaba casi como un pájaro. En el muladar se sintió un gallinazo más entre los gallinazos. Cuando los cubos estuvieron rebosantes emprendió el regreso. Las beatas, los noctámbulos, los canillitas descalzos, todas las secreciones del alba comenzaban a dispersarse por la ciudad. Enrique, devuelto a su mundo, caminaba feliz entre ellos, en su mundo de perros y fantasmas, tocado por la hora celeste.
Al entrar al corralón sintió un aire opresor, resistente, que lo obligó a detenerse. Era como si allí, en el dintel, terminara un mundo y comenzara otro fabricado de barro, de rugidos, de absurdas penitencias. Lo sorprendente era, sin embargo, que esta vez reinaba en el corralón una calma cargada de malos presagios, como si toda la violencia estuviera en equilibrio, a punto de desplomarse. El abuelo, parado al borde del chiquero, miraba hacia el fondo. Parecía un árbol creciendo desde su pierna de palo. Enrique hizo ruido pero el abuelo no se movió.
-¡Aquí están los cubos!
Don Santos le volvió la espalda y quedó inmóvil. Enrique soltó los cubos y corrió intrigado hasta el cuarto. Efraín apenas lo vio, comenzó a gemir:
-Pedro… Pedro…
-¿Qué pasa?
-Pedro ha mordido al abuelo… el abuelo cogió la vara… después lo sentí aullar.
Enrique salió del cuarto.
-¡Pedro, ven aquí! ¿Dónde estás, Pedro?
Nadie le respondió. El abuelo seguía inmóvil, con la mirada en la pared. Enrique tuvo un mal presentimiento. De un salto se acercó al viejo.
-¿Dónde está Pedro?
Su mirada descendió al chiquero. Pascual devoraba algo en medio del lodo. Aún quedaban las piernas y el rabo del perro.
-¡No! -gritó Enrique tapándose los ojos-. ¡No, no! -y a través de las lágrimas buscó la mirada del abuelo. Este la rehuyó, girando torpemente sobre su pierna de palo. Enrique comenzó a danzar en torno suyo, prendiéndose de su camisa, gritando, pataleando, tratando de mirar sus ojos, de encontrar una respuesta.
-¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué?
El abuelo no respondía. Por último, impaciente, dio un manotón a su nieto que lo hizo rodar por tierra. Desde allí Enrique observó al viejo que, erguido como un gigante, miraba obstinadamente el festín de Pascual. Estirando la mano encontró la vara que tenía el extremo manchado de sangre. Con ella se levantó de puntillas y se acercó al viejo.
-¡Voltea! -gritó-. ¡Voltea!
Cuando don Santos se volvió, divisó la vara que cortaba el aire y se estrellaba contra su pómulo.
-¡Toma! -chilló Enrique y levantó nuevamente la mano. Pero súbitamente se detuvo, temeroso de lo que estaba haciendo y, lanzando la vara a su alrededor, miró al abuelo casi arrepentido. El viejo, cogiéndose el rostro, retrocedió un paso, su pierna de palo tocó tierra húmeda, resbaló, y dando un alarido se precipitó de espaldas al chiquero.
Enrique retrocedió unos pasos. Primero aguzó el oído pero no se escuchaba ningún ruido. Poco a poco se fue aproximando. El abuelo, con la pata de palo quebrada, estaba de espaldas en el fango. Tenía la boca abierta y sus ojos buscaban a Pascual, que se había refugiado en un ángulo y husmeaba sospechosamente el lodo. Enrique se fue retirando, con el mismo sigilo con que se había aproximado. Probablemente el abuelo alcanzó a divisarlo pues mientras corría hacia el cuarto le pareció que lo llamaba por su nombre, con un tono de ternura que él nunca había escuchado.
¡A mí, Enrique, a mí!…
-¡Pronto! -exclamó Enrique, precipitándose sobre su hermano -¡Pronto, Efraín! ¡El viejo se ha caído al chiquero! ¿Debemos irnos de acá!
-¿Adónde? -preguntó Efraín.
-¿Adonde sea, al muladar, donde podamos comer algo, donde los gallinazos!
-¡No me puedo parar!
Enrique cogió a su hermano con ambas manos y lo estrechó contra su pecho. Abrazados hasta formar una sola persona cruzaron lentamente el corralón. Cuando abrieron el portón de la calle se dieron cuenta que la hora celeste había terminado y que la ciudad, despierta y viva, abría ante ellos su gigantesca mandíbula.
Desde el chiquero llegaba el rumor de una batalla.
martes, 19 de junio de 2018
Bitácora del capitán. Alberto Sánchez Argüello.
Muy
de mañana preparé el desayuno con coco y ensalada de mango con
banano de las islas cercanas. Limpié la parte de la cubierta que aún
sobresale y me puse la escafandra para revisar las partes bajas del
barco. Registré cinco centímetros más de hundimiento, pero el
casco sigue intacto.
Después me aseguré que Agatha comiese toda su comida y le pasé un plato a la vieja tortuga galápagos. Cuando Agatha terminó de comer le ayudé a colocarse la escafandra más pequeña, revise nuestros niveles de oxígeno y me fui con ella a explorar el arrecife, en busca de peces y estrellas de mar.
Cuando regresamos la tortuga seguía dormida y el sol estaba justo sobre nuestras cabezas. Preparé pescado y lo serví con algunas algas verdes. Agatha no quería comer, así que le recordé que yo era su hermano mayor y el capitán de este barco hundido. Ella -a regañadientes- me hizo caso y se lo comió todo.
Al final del día nos fuimos a dormir al único camarote seco. Con la luna asomando en el horizonte se escuchó el bramido sordo del calamar gigante y luego el resoplar del cachalote. No pasó mucho tiempo para que ambos hicieran crujir el barco con su lucha terrible. Abracé a mi hermana y le susurré que todo estaría bien.
Con Agatha dormida y todo en silencio, salí hacia la cubierta inclinada. Me quedé ahí un largo rato, adormilado por el titilar de las estrellas y los ronquidos de la tortuga.
De repente el cachalote apareció frente a mí, mirándome con uno de sus enormes ojos. Me dijo que se iba a divorciar del calamar y volvió a las profundidades sin más. Yo me quedé ahí sin entender nada: no conozco el lenguaje de los monstruos marinos.
Después me aseguré que Agatha comiese toda su comida y le pasé un plato a la vieja tortuga galápagos. Cuando Agatha terminó de comer le ayudé a colocarse la escafandra más pequeña, revise nuestros niveles de oxígeno y me fui con ella a explorar el arrecife, en busca de peces y estrellas de mar.
Cuando regresamos la tortuga seguía dormida y el sol estaba justo sobre nuestras cabezas. Preparé pescado y lo serví con algunas algas verdes. Agatha no quería comer, así que le recordé que yo era su hermano mayor y el capitán de este barco hundido. Ella -a regañadientes- me hizo caso y se lo comió todo.
Al final del día nos fuimos a dormir al único camarote seco. Con la luna asomando en el horizonte se escuchó el bramido sordo del calamar gigante y luego el resoplar del cachalote. No pasó mucho tiempo para que ambos hicieran crujir el barco con su lucha terrible. Abracé a mi hermana y le susurré que todo estaría bien.
Con Agatha dormida y todo en silencio, salí hacia la cubierta inclinada. Me quedé ahí un largo rato, adormilado por el titilar de las estrellas y los ronquidos de la tortuga.
De repente el cachalote apareció frente a mí, mirándome con uno de sus enormes ojos. Me dijo que se iba a divorciar del calamar y volvió a las profundidades sin más. Yo me quedé ahí sin entender nada: no conozco el lenguaje de los monstruos marinos.
lunes, 18 de junio de 2018
La nochebuena de Maritornes. Eduardo Gudiño Kieffer.
Maritornes
trajina en la venta yendo de un lado para otro, seguida por las
pullas de los arrieros y las insolencias de los soldados. Está
acostumbrada, y si bien en comparación con su vida son dulces las
tueras y sabrosas las adelfas, ni una queja sale de sus labios. Es
humilde sin rencor, trabajadora sin odio, sirvienta sin hiel.
La noche del veinticuatro de diciembre es azul, gélida, estrellada. Maritornes enciende el fuego. Crujen las ramas verdes y un humo blanco se eleva rápidamente; después las llamas se lo tragan. Dos o tres chiquillos arrojan castañas y bellotas a las brasas. Estallidos y carcajadas infantiles. Maritornes ríe también. Le es fácil reír en Nochebuena, porque es Nochebuena y porque además tiene concertado refocilarse, al dormirse los amos y sosegarse los huéspedes, con un estudiante joven y limpio, de miembros finos y ensortijados cabellos rubios. El estudiante no sabe nada, pero Maritornes está segura de que no rechazará un cuerpo cálido en la cama fría. Sobre todo porque en la oscuridad no se percatará de su boca desdentada por la sífilis, de sus cejas peladas, de su nariz roma, de sus ojuelos velados por un humor acuoso que destila constantemente. Y Maritornes ríe, ríe ante los insultos del mesonero Juan Palomeque, ante las palmadas de un arriero rijoso. Las risas arrecian cuando un recién llegado, mozo de mulas, empieza a contar a gritos que, después de recibir todos los sacramentos y abominando con eficaces razones los libros de caballería, ha muerto don Alonso Quijano, que tanto tiempo estuviera loco y recorriera caminos con el nombre de Don Quijote, creyéndose caballero andante. Maritornes recuerda muy bien su escuálida figura, y también el mofletudo rostro de su escudero Sancho. Recuerda la noche en que el herido caballero llegó a la venta, confundiéndola con un castillo. Recuerda que iba ella a la cama de Sancho, cuando sintióla Don Quijote y la atrajo hacia sí, diciendo que era de cendal su camisa de arpillera, de perlas orientales las cuentas de vidrio que traía en la muñeca, de hebras de oro de Arabia sus cabellos cochambrosos recogidos en una albanega de fustán. Recuerda que la llamó “señora y doncella”. ¡A ella, a Maritornes! Es como para reír. Pero la risa se transforma en lágrimas y Maritornes llora.
Mucho después de la medianoche, con tácitos y atentados pasos, Maritornes entra en el aposento donde se aloja el estudiante. Se siente como pensada por Don Quijote: joven, doncella y hermosa. Acerca el candil al lecho y contempla al mozo dormido. Es muy distinto del hidalgo manchego. Enjuto, bien conformado, casi un niño. En el suelo están el espadín, el birrete, la golilla, los escarpines, las calzas, la casaca y la camisa. Maritornes recoge y ordena todo. Después suelta los cabellos. En ese momento se siente más agraciada que Oriana, más inquietante que Urganda la Desconocida. Sus pies son dos palomas blancas, su cuerpo el surtidor de una fuente, sus ojos dos estrellas negras. Y las lágrimas que llora todavía, mientras se mete en la cama del estudiante, son lágrimas de agradecimiento al Caballero de la Triste Figura, que por segunda vez en su miserable vida le ha regalado belleza.
La noche del veinticuatro de diciembre es azul, gélida, estrellada. Maritornes enciende el fuego. Crujen las ramas verdes y un humo blanco se eleva rápidamente; después las llamas se lo tragan. Dos o tres chiquillos arrojan castañas y bellotas a las brasas. Estallidos y carcajadas infantiles. Maritornes ríe también. Le es fácil reír en Nochebuena, porque es Nochebuena y porque además tiene concertado refocilarse, al dormirse los amos y sosegarse los huéspedes, con un estudiante joven y limpio, de miembros finos y ensortijados cabellos rubios. El estudiante no sabe nada, pero Maritornes está segura de que no rechazará un cuerpo cálido en la cama fría. Sobre todo porque en la oscuridad no se percatará de su boca desdentada por la sífilis, de sus cejas peladas, de su nariz roma, de sus ojuelos velados por un humor acuoso que destila constantemente. Y Maritornes ríe, ríe ante los insultos del mesonero Juan Palomeque, ante las palmadas de un arriero rijoso. Las risas arrecian cuando un recién llegado, mozo de mulas, empieza a contar a gritos que, después de recibir todos los sacramentos y abominando con eficaces razones los libros de caballería, ha muerto don Alonso Quijano, que tanto tiempo estuviera loco y recorriera caminos con el nombre de Don Quijote, creyéndose caballero andante. Maritornes recuerda muy bien su escuálida figura, y también el mofletudo rostro de su escudero Sancho. Recuerda la noche en que el herido caballero llegó a la venta, confundiéndola con un castillo. Recuerda que iba ella a la cama de Sancho, cuando sintióla Don Quijote y la atrajo hacia sí, diciendo que era de cendal su camisa de arpillera, de perlas orientales las cuentas de vidrio que traía en la muñeca, de hebras de oro de Arabia sus cabellos cochambrosos recogidos en una albanega de fustán. Recuerda que la llamó “señora y doncella”. ¡A ella, a Maritornes! Es como para reír. Pero la risa se transforma en lágrimas y Maritornes llora.
Mucho después de la medianoche, con tácitos y atentados pasos, Maritornes entra en el aposento donde se aloja el estudiante. Se siente como pensada por Don Quijote: joven, doncella y hermosa. Acerca el candil al lecho y contempla al mozo dormido. Es muy distinto del hidalgo manchego. Enjuto, bien conformado, casi un niño. En el suelo están el espadín, el birrete, la golilla, los escarpines, las calzas, la casaca y la camisa. Maritornes recoge y ordena todo. Después suelta los cabellos. En ese momento se siente más agraciada que Oriana, más inquietante que Urganda la Desconocida. Sus pies son dos palomas blancas, su cuerpo el surtidor de una fuente, sus ojos dos estrellas negras. Y las lágrimas que llora todavía, mientras se mete en la cama del estudiante, son lágrimas de agradecimiento al Caballero de la Triste Figura, que por segunda vez en su miserable vida le ha regalado belleza.
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