— Me da lo mismo
que me escuches o no – dijo Somoza—. Es así, y me parece justo
que lo sepas.
Morand se sobresaltó
como si regresara bruscamente de muy lejos. Recordó que antes de
perderse en un vago fantaseo, había pensado que Somoza se estaba
volviendo loco.
—Perdona, me
distraje un momento ––dijo —Admitirás que todo esto... En fin,
llegar aquí y encontrarte en medio de...
Pero dar por
supuesto que Somoza se estaba volviendo loco era demasiado fácil.
— Sí, no hay
palabras para eso — dijo Somoza—. Por lo menos nuestras palabras.
Se miraron un
segundo, y Morand fue el primero en desviar los ojos mientras la voz
de Somoza se alzaba otra vez con el tono impersonal de esas
explicaciones que se perdían enseguida más allá de la
inteligencia. Morand prefería no mirarlo, pero entonces recaía en
la contemplación involuntaria de la estatuilla sobre la columna, y
era como volver a aquella tarde dorada de cigarras y de olor a
hierbas en que increíblemente Somoza y él la habían desenterrado
en la isla. Se acordaba de cómo
Thérèse, unos
metros más allá sobre el peñón desde donde se alcanzaba a
distinguir el litoral de Paros, había vuelto la cabeza al oír el
grito de Somoza, y tras un segundo de vacilación había corrido
hacia ellos olvidando que tenía en la mano el corpiño rojo de su
deux pièces, para inclinarse sobre el pozo de donde brotaban las
manos de Somoza con la estatuilla casi irreconocible de moho y
adherencias calcáreas, hasta que Morand con una mezcla de cólera y
risa le gritó que se cubriera, y Thérèse se enderezó mirándolo
como si no comprendiera, y de golpe les dio la espalda y escondió
los senos entre las manos mientras Somoza tendía la estatuilla a
Morand y saltaba fuera del pozo.
Casi sin transición
Morand recordó las horas siguientes, la noche en las tiendas de
campaña a orillas del torrente, la sombra de Thérèse caminando
bajo la luna entre los olivos, y era como si ahora la voz de Somoza,
reverberando monótona en el taller de escultura casi vacío, le
llegara también desde aquella noche, formando parte de su recuerdo,
cuando le había insinuado confusamente su absurda esperanza y él,
entre dos tragos de vino resinoso, había reído alegremente y lo
había tratado de falso arqueólogo y de incurable poeta.
«No hay palabras
para eso», acababa de decir Somoza. «Por lo menos nuestras
palabras.»
En la tienda de
campaña en lo hondo del valle de Skoros, sus manos habían sostenido
la estatuilla y la habían acariciado para terminar de quitarle su
falso ropaje de tiempo y de olvido (Thérèse, entre los olivos,
seguía enfurruñada por la reprensión de Morand, por sus estúpidos
prejuicios), y la noche había girado lentamente mientras Somoza le
confiaba su insensata esperanza de llegar alguna vez hasta la
estatuilla por otras vías que las manos y los ojos y la ciencia,
mientras el vino y el tabaco se
mezclaban al diálogo
con los grillos y el agua del torrente hasta no dejar más que una
confusa sensación de no poder entenderse. Más tarde, cuando, Somoza
se fue a su tienda llevándose la estatuilla y Thérèse se cansó de
estar sola y vino a acostarse, Morand le habló de las ilusiones de
Somoza y los dos se preguntaron con amable ironía parisiense si toda
la gente del Río de la Plata tendría la imaginación fácil. Antes
de dormirse discutieron en voz baja lo ocurrido esa tarde, hasta que
Thérèse aceptó las excusas de Morand, hasta que lo besó y fue
como siempre en la isla, en todas partes, fueron él y ella y la
noche por encima y el largo olvido.
—¿Alguien más lo
sabe? — preguntó Morand.
—No. Tú y yo. Era
justo, me parece — dijo Somoza—. Casi no me he movido de aquí en
los últimos meses. Al principio venía una vieja a arreglar el
taller y a lavarme la ropa, pero me molestaba.
—Parece increíble
que se pueda vivir así en las afueras de París. El silencio.
Oye, pero al menos
bajas al pueblo para comprar provisiones.
—Antes si, ya te
dije. Ahora no hace falta. Hay todo lo necesario, ahí.
Morand miró en la
dirección que mostraba el dedo de Somoza, más allá de la
estatuilla y de las réplicas abandonadas en las estanterías. Vio
madera, yeso, piedra, martillos, polvo, la sombra de los árboles
contra los cristales. El dedo parecía señalar un rincón del taller
donde no había nada, apenas un trapo sucio en el piso.
Pero poco había
cambiado en el fondo, esos dos años entre ellos habían sido también
un rincón vacío del tiempo, con un trapo sucio que era como todo lo
que no se habían dicho y que quizá hubieran debido decirse. La
expedición a las islas, una locura romántica nacida en una terraza
de café del bulevar Saint-Michel, había terminado apenas
encontraron el ídolo en las ruinas del valle. Tal vez el temor de
que los descubrieran les fue limando la alegría de las primeras
semanas, y llegó el día en que Morand sorprendió una mirada de
Somoza mientras los tres bajaban a la playa, y esa
noche habló con
Thérèse y decidieron volver lo antes posible, porque estimaban a
Somoza y les parecía casi injusto que él empezara —tan
imprevisiblemente— a sufrir.
En París siguieron
viéndose espaciadamente, casi siempre por razones profesionales,
pero Morand iba solo a las citas. La primera vez Somoza preguntó por
Thérèse, después pareció no importarle. Todo lo que hubieran
debido decirse pesaba entre los dos, quizá entre los tres. Morand
estuvo de acuerdo en que Somoza guardara por un tiempo la estatuilla.
Era imposible venderla antes de un par de años; Marcos, el hombre
que conocía a un coronel que conocía a un aduanero ateniense, había
impuesto el plazo como condición complementaria del soborno. Somoza
se llevó la estatuilla a su
departamento, y
Morand la veía cada vez que se encontraban. Nunca se habló de que
Somoza visitara alguna vez a los Morand, como tantas otras cosas que
ya no se mencionaban y que en el fondo eran siempre Thérèse. A
Somoza parecía preocuparle únicamente su idea fija, y si alguna vez
invitaba a Morand a beber un coñac en su departamento no era más
que para volver sobre eso. Nada muy extraordinario, después de todo
Morand conocía demasiado bien los gustos de Somoza por ciertas
literaturas marginales como para extrañarse de su nostalgia. Sólo
lo sorprendía el fanatismo de esa esperanza a la hora de las
confidencias casi automáticas y en las que él se sentía como
innecesario, la
repetida caricia de las manos en el cuerpecito de la estatua
inexpresivamente bella, los ensalmos monótonos repitiendo hasta el
cansancio las mismas fórmulas de pasaje. Vista desde Morand, la
obsesión de Somoza era analizable, todo arqueólogo se identifica en
algún sentido con el pasado que explora y saca a luz.
De ahí a creer que
la intimidad con una de esas huellas podía enajenar, alterar el
tiempo y el espacio, abrir una fisura por donde acceder a. Somoza no
empleaba jamás ese vocabulario; lo que decía era siempre más o
menos que eso, una suerte de lenguaje que aludía y conjuraba desde
planos irreductibles. Ya por ese entonces había empezado a trabajar
torpemente en las réplicas de la estatuilla; Morand alcanzó a ver
la primera antes de que Somoza se fuera de París, y escuchó con
amistosa cortesía los obstinados lugares comunes sobre la
reiteración de los gestos y las situaciones como vía de abolición,
la seguridad de Somoza de que su obstinado acercamiento llegaría a
identificarlo con la estructura inicial, en una superposición que
sería más que eso porque ya no habría dualidad sino fusión,
contacto primordial (no eran sus palabras, pero de alguna manera
tenía que traducirlas Morand cuando, más tarde las reconstruía
para Thérèse). Contacto que, como acababa de decirle Somoza, había
ocurrido cuarenta y ocho horas antes, en la noche del solsticio de
junio.
—Sí— admitió
Morand, encendiendo otro cigarrillo. Pero me gustaría que me
explicaras por qué estás tan seguro de que. Bueno, de que has
tocado fondo.
—Explicar… ¿No
lo estás viendo?
Otra vez tendía la
mano a una casa del aire, a un rincón del taller, describía un arco
que incluía el techo y la estatuilla posada sobre una fina columna
de mármol, envuelta por el cono brillante del reflector. Morand se
acordó incongruentemente de que Thérèse había pasado la frontera
llevando la estatuilla escondida en el perro de juguete fabricado por
Marcos en un sótano de Placca.
—No podía ser que
no ocurriera —dijo casi puerilmente Somoza—. A cada nueva réplica
me acercaba un poco más. Las formas me iban conociendo. Quiero decir
que. Ah, necesitaría explicarte durante días enteros. y lo absurdo
es que ahí todo entra en. Pero cuando es esto.
La mano iba y venía,
acentuando el ahí, el esto.
—La verdad es que
has llegado a convertirte en un escultor —dijo Morand, oyéndose
hablar y encontrándose estúpido.— Las dos últimas réplicas son
perfectas. Si alguna vez me dejas tener la estatua, nunca sabré si
me has dado el original.
—No te la daré
nunca —dijo Somoza simplemente— Y no creas que me he olvidado de
que es de los dos. Pero no te la daré nunca. Lo único que hubiera
querido es que Thérèse y tú me siguieran, que encontraran conmigo.
Sí, me hubiera gustado que estuvieran conmigo la noche en que
llegué.
Era la primera vez
desde hacía casi dos años que Morand le oía mencionar a Thérèse
como si hasta ese momento hubiera estado muerta para él, pero su
manera de nombrar a Thérèse era incurablemente antigua, era Grecia
aquella mañana en que habían bajado a la playa. Pobre Somoza.
Todavía. Pobre loco. Pero aun más extraño era preguntarse por qué
a último momento, antes de subir al auto después del llamado de
Somoza, había sentido como una necesidad de telefonear a Thérèse a
su oficina para pedirle que más tarde viniera a reunirse con ellos
en el taller. Tendría que preguntárselo, saber qué había pensado
Thérèse mientras escuchaba sus instrucciones para llegar hasta el
pabellón solitario en la colina. Que Thérèse repitiera exactamente
lo que le había oído decir, palabra por palabra. Morand maldijo en
silencio esa manía sistemática de recomponer la vida como
restauraba un vaso griego en el museo, pegando minuciosamente los
ínfimos trozos, y la voz de Somoza ahí mezclada con el ir y venir
de sus manos que también parecían querer pegar trozos de aire,
armar un vaso transparente, sus manos que señalaban la estatuilla,
obligando a Morand a mirar una vez más contra su voluntad ese blanco
cuerpo lunar de insecto anterior a toda historia, trabajado en
circunstancias inconcebibles por alguien inconcebiblemente remoto, a
miles de años pero todavía más atrás, en una lejanía vertiginosa
de grito animal, de salto, de ritos vegetales alternando con mareas y
sicigias y épocas de celo y torpes ceremonias de propiciación, el
rostro inexpresivo donde sólo la línea de la nariz quebraba su
espejo ciego de insoportable tensión, los senos apenas definidos, el
triángulo sexual y los brazos ceñidos al vientre, el ídolo de los
orígenes, del primer terror bajo los ritos del tiempo sagrado, del
hacha de piedra de las inmolaciones en los altares de las colinas.
Era realmente para creer que también él se estaba volviendo
imbécil, como si ser arqueólogo no fuera ya bastante.
—Por favor —dijo
Morand—, ¿no podrías hacer un esfuerzo para explicarme aunque
creas que nada de eso se puede explicar? En definitiva lo único que
sé es que te has pasado estos meses tallando réplicas, y que hace
dos noches.
—Es tan sencillo —
dijo Somoza—. Siempre sentí que la piel estaba todavía en
contacto con lo otro. Pero había que desandar cinco mil años de
caminos equivocados.
Curioso que ellos
mismos, los descendientes de los egeos, fueran culpables de ese
error. Pero nada importa ahora. Mira, es así.
Junto al ídolo,
alzó una mano y la posó suavemente sobre los senos y el vientre. La
otra acariciaba el cuello, subía hasta la boca ausente de la
estatua, y Morand oyó hablar a Somoza con una voz sorda y opaca, un
poco como si fuesen sus manos o quizá esa boca inexistente las que
hablaban de la cacería en las cavernas del humo, de los ciervos
acorralados, del nombre que sólo debía decirse después, de los
círculos de grasa azul, del juego de los ríos dobles, de la
infancia de Pohk, de la marcha hacia las gradas del oeste y los altos
en las sombras nefastas. Se preguntó si llamando por teléfono en un
descuido de Somoza, alcanzaría a prevenir a Thérèse para que
trajera al doctor Vernet.
—Pero Thérèse ya
debía de estar en camino, y al borde de las rocas donde mugía la
Múltiple, el jefe de los verdes cercenaba, el cuerno izquierdo del
macho más hermoso y lo tendía al jefe de los que cuidan la sal,
para renovar el pacto con Haghesa.
—Oye, déjame
respirar — dijo Morand, levantándose y dando un paso adelante —.
Es fabuloso, y además tengo una sed terrible. Bebamos algo, puedo ir
a buscar un.
—El whisky está
ahí — dijo Somoza retirando lentamente las manos de la estatua—.
Yo no beberé tengo que ayunar antes del sacrificio.
—Una lástima —
dijo Morand, buscando la botella — No me gusta nada beber solo.
¿Qué sacrificio?
Se sirvió whisky
hasta el borde del vaso.
—El de la unión,
para hablar con tus palabras. ¿No los oyes? La flauta doble, como la
de la estatuilla que vimos en el museo de Atenas. El sonido de la
vida a la izquierda, el de la discordia a la derecha. La discordia es
también la vida para Haghesa, pero cuando se cumpla el sacrificio
los flautistas cesarán de soplar en la caña de la derecha y sólo
se escuchará el silbido de la vida nueva que bebe la sangre
derramada. Y los flautistas se llenarán la boca de sangre y la
soplarán por la caña de la izquierda, y yo untaré de sangre su
cara, ves, así, y le asomarán los ojos y la boca bajo la sangre.
—Déjate de
tonterías — dijo Morand, bebiendo un largo trago.— La sangre le
quedará mal a nuestra muñequita de mármol. Sí, hace calor.
Somoza se había
quitado la blusa con un lento gesto pausado. Cuando lo vio que se
desabotonaba los pantalones, Morand se dijo que había hecho mal en
permitir que se excitara, en consentirle esa explosión de su manía.
Enjuto y moreno, Somoza se irguió desnudo bajo la luz del reflector
y pareció perderse en la contemplación de un punto del espacio. De
la boca entreabierta le caía un hilo de saliva y Morand, dejando
precipitadamente el vaso en el suelo, calculó que para llegar a la
puerta tendría que engañarlo de alguna manera. Nunca supo de dónde
había salido el hacha de piedra que se balanceaba en la mano de
Somoza. Comprendió.
—Era previsible –
dijo, retrocediendo lentamente.— El pacto con Haghesa, ¿eh? La
sangre va a donarla el pobre Morand, ¿no es cierto?
Sin mirarlo, Somoza
empezó a moverse hacia él describiendo un arco de círculo, como si
cumpliera un derrotero prefijado.
—Si realmente me
quieres matar —le gritó Morand retrocediendo hacia la zona en
penumbra— ¿a que viene esta mise en scène? Los dos sabemos muy
bien que es por Thérèse. ¿Pero de qué te va a servir si no te ha
querido ni te querrá nunca?
El cuerpo desnudo
salía ya del círculo iluminado por el reflector. Refugiado en la
sombra del rincón, Morand pisó los trapos húmedos del suelo y supo
que ya no podía ir más atrás. Vio levantarse el hacha y saltó
como le había enseñado Nagashi en el gimnasio de la Place des
Ternes. Somoza recibió el puntapié en mitad del muslo y el golpe
nishi en el lado izquierdo del cuello. El hacha bajó en diagonal,
demasiado lejos, y Morand repelió elásticamente el torso que se
volcaba sobre él y atrapó la muñeca indefensa. Somoza era todavía
un grito ahogado y atónito cuando el filo del hacha le cayó en
mitad de la frente.
Antes de volver a
mirarlo, Morand vomitó en el rincón del taller, sobre los trapos
sucios. Se sentía como hueco, y vomitar le hizo bien. Levantó el
vaso del suelo y bebió lo que quedaba de whisky, pensando que
Thérèse llegaría de un momento a otro y que habría que hacer
algo, avisar a la policía, explicarse. Mientras arrastraba por un
pie el cuerpo de Somoza hasta exponerlo de lleno a la luz del
reflector, pensó que no le sería difícil demostrar que había
obrado en legítima defensa. Las excentricidades de Somoza, su
alejamiento del mundo, la evidente locura. Agachándose, mojó las
manos en la sangre que corría por la cara y el pelo del muerto,
mirando al mismo tiempo su reloj pulsera que marcaba las siete y
cuarenta. Thérèse no podía tardar, lo mejor sería salir,
esperarla en el jardín o en la calle, evitarle el espectáculo del
ídolo con la cara chorreante de sangre, los hilillos rojos que
resbalaban por el cuello, contorneaban los senos, se juntaban en el
fino triángulo del sexo, caían por los muslos. El hacha estaba
profundamente hundida en la cabeza del sacrificado, y Morand la tomó
sopesándola entre las manos pegajosas. Empujó un poco más el
cadáver con un pie hasta dejarlo contra la columna, husmeó el aire
y se acercó a la puerta. Lo mejor sería abrirla para que pudiera
entrar Thérèse. Apoyando el hacha junto a la puerta empezó a
quitarse la ropa porque hacía calor y olía a espeso, a multitud
encerrada. Ya estaba desnudo cuando oyó el ruido del taxi y la voz
de Thérèse dominando el sonido de las flautas; apagó la luz y con
el hacha en la mano esperó detrás de la puerta, lamiendo el filo
del hacha y pensando que Thérèse era la puntualidad en persona.
Final del juego. Julio Cortázar, 1956.
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