Había
una vez una joven que tenía un salón de belleza. Andrée era
inteligente y tenía mucho estilo, y siempre ofrecía una brillante
sonrisa a sus clientas.
—Bonjour, madame —decía—. ¿Cómo
le gustaría su corte el día de hoy?
Luego estalló la Segunda
Guerra Mundial, y todo cambió.
Cuando Hitler invadió su país,
Andrée se unió a la Resistencia francesa, una red de gente común
que trabajaba en secreto contra los nazis. Ayudó a distribuir
periódicos clandestinos a otros miembros de la Resistencia; era una
tarea arriesgada y peligrosa. Andrée fue rápidamente ascendida a
sargento y le dieron el nombre clave de Agente Rosa.
Muchas
veces arriesgó la vida. Salía por las noches y acomodaba una hilera
de antorchas encendidas que funcionaban como señales para los
aviones de los Aliados cuando cruzaban las líneas enemigas: gracias
a la Agente Rosa, los pilotos veían esos puntos brillantes y sabían
que podían aterrizar de forma segura. Ella ayudó a evitar que más
de cien pilotos británicos fueran capturados por los nazis antes de
ser atrapada y enviada a un campo de concentración.
Enferma,
famélica y vestida con una pijama de rayas azules y blancas, Andrée
fue puesta en una fila junto a otros prisioneros frente a un pelotón
de fusilamiento; estaban a punto de disparar cuando las tropas
Aliadas llegaron y los salvaron.
Andrée
fue considerada una heroína. El presidente de Estados Unidos y el
primer ministro británico le enviaron cartas para agradecerle todo
lo que había hecho. Vivió una larga vida, pero siempre guardó un
trozo de aquella tela blanca y azul como recordatorio de esos
terribles días y para confirmar que, como ella decía: «Los
milagros sí existen».
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