I
El rastro moría al
pie de un árbol. Cierto era que había un fuerte olor a negro en el
aire, cada vez que la brisa levantaba las moscas que trabajaban en
oquedades de frutas podridas. Pero el perro -nunca se lo habían
llamado sino Perro- estaba cansado. Se revolcó entre las yerbas para
desrizarse el lomo y aflojar los músculos. Muy lejos, los gritos de
los de la cuadrilla se perdían en el atardecer. Seguía oliendo a
negro. Tal vez el cimarrón estaba escondido arriba, en alguna parte,
a horcajadas sobre una rama, escuchando con los ojos. Sin embargo,
Perro no pensaba ya en la batida. Había otro olor ahí, en la tierra
vestida de bejuqueras que un próximo roce borraría tal vez para
siempre. Olor a hembra. Olor que Perro se prendía del lomo,
retorciéndose patas arriba, riendo por el colmillo, para llevarlo
encima y poder alargar una lengua demasiado corta hacia el hueco que
separaba sus omóplatos.
Las sombras se
hacían más húmedas. Perro se volteó, cayendo sobre sus patas. Las
campanas del ingenio, volando despacio, le enderezaron las orejas. En
el valle, la neblina y el humo eran una misma inmovilidad azulosa
sobre la que flotaban, cada vez más siluetas, una chimenea de
ladrillos, un techo de grandes aleros, la torre de la iglesia y luces
que parecían encenderse en el fondo de un lago. Perro tenía hambre.
Pero allí olía a hembra. A veces lo envolvía aún el olor a negro.
Pero el olor de su propio celo, llamado por el olor de otro celo, se
imponía a todo lo demás. La patas traseras de Perro se espigaron,
haciéndole alargar el cuello. Su vientre se hundía, al pie del
costillar, en el ritmo de un jadear corto y ansioso. Las frutas,
demasiado llenas de sol, caían aquí y allá con un ruido mojado,
esparciendo, a ras del suelo, efluvios de pulpas tibias.
Perro echó a correr
hacia el monte, con la cola gacha, como perseguido por la tralla del
mayoral, contrariando su propio sentido de la orientación. Perro
olía a hembra. Su hocico seguía una estela sinuosa que a veces se
volvía sobre sí misma, abandonaba el sendero, se intensificaba en
las espinas de un aromo, se perdía en las hojas demasiado agriadas
por la fermentación, y renacía, con inesperada fuerza, sobre un
poco de tierra recién barrida por una cola. De pronto, Perro se
desvió de la pista invisible, del hilo que se torcía y destorcía,
para arrojase sobre un hurón. Con dos sacudidas que sonaron a
castañuela en un guante, le quebró la columna vertebral,
arrojándolo contra un tronco. Perro se detuvo de súbito, dejando
una pata en suspenso. Unos ladridos, muy lejanos descendían de la
montaña.
No eran los de la
jauría del ingenio. El acento era distinto, mucho más áspero y
desgarrado, salido del fondo del gaznate, enronquecido por fauces
potentes. En alguna parte se libraba una batalla de machos que no
llevaban, como Perro, un collar de púas de cobre con una placa
numerada. Ante esas voces desconocidas, mucho más alobonadas que
todo lo que hasta entonces había oído, Perro tuvo miedo. Echó a
correr en sentido inverso, hasta que las plantas se pintaron de luna.
Ya no olía a hembra. Olía a negro. Y ahí estaba el negro, en
efecto, con un calzón rayado, boca abajo, dormido. Perro estuvo por
arrojarse sobre él siguiendo una consigna lanzada de madrugada, en
medio de un gran revuelo de látigos, allá donde había calderos y
literas de paja. Pero arriba, no se sabía dónde proseguía la pelea
de machos. Al lado del cimarrón quedaban huesos de costillas roídas.
Perro se acercó lentamente, con las orejas desconfiadas, decidido a
arrebatar a las hormigas algún sabor a carne. Además, aquellos
otros perros de un ladrar tan feroz, lo asustaban. Más valía
permanecer, por ahora, al lado del hombre. Y escuchar. El viento del
sur, sin embargo, acabó por llevarse la amenaza. Perro dio tres
vueltas sobre sí mismo y se ovilló, rendido. Sus patas corrieron un
sueño malo. Al alba, Cimarrón le echó un brazo encima, con gesto
de quien ha dormido mucho con mujeres. Perro se arrimó a su pecho,
buscando calor. Ambos seguían en plena fuga, con los nervios
estremecidos por una misma pesadilla.
Una araña, que
había descendido para ver mejor, recogió el hilo y se perdió en la
copa del almendro, cuyas hojas comenzaban a salir de la noche.
II
Por hábito,
Cimarrón y Perro se despertaron cuando sonó la campana del ingenio.
La revelación de que habían dormido juntos, cuerpo con cuerpo, los
enderezó de un salto. Después de adosarse a dos troncos, se miraron
largamente. Perro ofreciéndose a tomar dueño. El negro ansioso de
recuperar alguna amistad. El valle se desperezaba. A la apremiante
espadaña, destinada a los esclavos, respondía ahora, más lento, el
bordón armoriado de la capilla, cuyo verdín se mecía de sombra a
sol sobre un fondo de mugidos y relinchos, como indulgente aviso a
los que dormían en altos lechos de caoba. Los gallos rondaban a las
gallinas para cubrirlas temprano, en espera de que el meñique de la
mayorala se cerciorase de la presencia de huevos aún sin poner. Un
pavo real hacía la rueda sobre la casa-vivienda, encendiéndose, con
un grito, en cada vuelta y revuelta. Los caballos del trapiche
iniciaban su largo viaje en redondo. Los esclavos oraban frente a
cazuelas llenas de pan con guarapo. Cimarrón se abrió la bragueta,
dejando un reguero de espuma entre las raíces de una ceiba. Perro
alzó la pata sobre un guayabo tierno. Ya asomaban machetazos en los
cortes de caña. Los dogos de la jauría cazadora de negros sacudían
sus cadenas,impacientes por ser sacados al batey.
-¿Te vas conmigo?
-preguntó Cimarrón.
Perro lo siguió
dócilmente. Allá abajo había demasiados látigos, demasiadas
cadenas, para quienes regresaban arrepentidos. Ya no olía a hembra.
Pero tampoco olía a negro. Ahora, Perro estaba mucho más atento al
olor a blanco, olor a peligro. Porque el mayoral olía a blanco, a
pesar del almidón planchado de sus guayaberas y del betún acre de
sus polainas de piel de cerdo. Era el mismo olor de las señoritas de
la casa, a pesar del perfume que despedían sus encajes. El olor del
cura, a pesar del tufo de cera derretida y de incienso, que hacía
tan desagradable la sombra, tan fresca, sin embargo, de la capilla.
El mismo que llevaba el organista encima, a pesar de que los fuelles
del armonio le hubiesen echado encima tantos y tantos soplos de
fieltro apolillado. Había que huir ahora del olor a blanco. Perro
había cambiado de bando.
III
En los primeros
días, Perro y Cimarrón echaron de menos la seguridad del condumio.
Perro recordaba los huesos, vaciados por cubos, en el batey, al caer
la tarde. Cimarrón añoraba el congrí, traído en cubos a los
barracones después del toque de oración o cuando se guardaban los
tambores del domingo. Por ello, después de dormir demasiado en las
mañanas sin campanas ni patadas, se habituaron a ponerse a la caza
desde el alba. Perro olfateaba una jutía oculta entre las hojas de
un cedro; Cimarrón la tumbaba a pedradas. El día en que se daba con
el rastro de un cochino jíbaro, había para horas y horas, hasta que
la bestia, desgarradas las orejas, aturdida por tantos ladridos, pero
acometiendo aún, era acorralada al pie de una peña y derribada a
garrotazos. Poco a poco, Perro y Cimarrón olvidaron los tiempos en
que habían comido con regularidad. Se devoraba lo que se agarrara,
de una vez, engullendo lo más posible, a sabiendas de que mañana
podría llover y que el agua de arriba correría entre las piedras
para alfombrar mejor el fondo del valle. Por suerte, Perro sabía
comer frutas. Cuando Cimarrón daba con un árbol de mango o de
mamey, Perro también se pintaba el hocico de amarillo o de rojo.
Además, como siempre había sido huevero, se desquitaba, con algún
nido de codorniz, de la incomprensible afición del amo por los
langostinos que dormían a contracorriente, a la salida del río
subterráneo que se alumbraba de un boca de caracoles petrificados.
Vivían en una
caverna, bien oculta por una cortina de helechos arborescentes. Las
estalactitas lloraban isócronamente, llenando las sombras frías de
un ruido de relojes. Un día, Perro comenzó a escarbar al pie de una
de las paredes. Pronto sus dientes sacaron un fémur y unas
costillas, tan antiguas que ya no tenían sabor, rompiéndose sobre
la lengua con desabrimiento de polvo amasado. Luego, llevó a
Cimarrón, que se tallaba un cinto de piel de majá, un cráneo
humano. A pesar de que quedasen en el hoyo unos restos de alfarería
y unos rascadores de piedra que hubieran podido aprovecharse,
Cimarrón, aterrorizado por la presencia de muertos en su casa,
abandonó la caverna esa misma tarde, mascullando oraciones, sin
pensar en la lluvia. Ambos durmieron entre raíces y semillas,
envueltos en un mismo olor a perro mojado. Al amanecer buscaron una
cueva de techo más bajo, donde el hombre tuvo que entrar en cuatro
patas. Allí, al menos, o había huesos de aquellos que para nada
servían, y solo podían traer ñeques y apariciones de cosas malas.
Al no haber sabido
de batidas en mucho tiempo, ambos empezaron a aventurarse hacia el
camino. A veces, pasaba un carretero conocido, una beata vestida con
el hábito de Nazareno, o un punteador de guitarra, de esos que
conocen el patrón de cada pueblo, a quienes contemplaban de lejos,
en silencio. Era indudable que Cimarrón esperaba algo. Solía
permanecer varias horas, de bruces, entre las hierbas de Guinea,
mirando ese camino poco transitado, que una rana-toro podía medir de
un gran salto. Perro se distraía en esas esperas dispersando
enjambres de mariposas blancas, o intentando, a brincos, la imposible
caza de un zunzún vestido de lentejuelas.
Un día que Cimarrón
esperaba así algo que no llegaba, un cascabeleo de cascos lo levantó
sobre las muñecas. Una volanta venía a todo trote, tirada por la
jaca torda del ingenio. De pie sobre las varas, el calesero Gregorio
hacía restallar el cuero, mientras el párroco agitaba la campanilla
del viático a sus espaldas. Hacía tanto tiempo que Perro no se
divertía en correr más pronto que los caballos, que se olvidó a
punto de la discreción a que estaba obligado. Bajó la cuesta a las
cuatro patas, espigado, azul bajo el sol, alcanzó el coche y se dio
a ladrar por los corvejones de la jaca, a la derecha, a la izquierda,
delante, pasando y volviendo a pasar, enseñando los dientes al
calesero y al sacerdote. La jaca se abrió a galopar por lo lato,
sacudiendo las anteojeras y tirando del bocado. De pronto, quebró
una vara, arrancando el tiro. Luego de aspaventarse como peleles, el
párroco y el calesero se fueron de cabeza contra el puentecillo de
piedra. El polvo se tiñó de sangre.
Cimarrón llegó
corriendo. Blandía un bejuco para azotar a Perro, que ya se
arrastraba pidiendo perdón. Pero el negro detuvo el gesto,
sorprendido por la idea de que no todo era malo en aquel percance. Se
apoderó de la estola y de las ropas del cura, de la chaqueta y de
las botas del calesero. En bolsillos y bolsillos había casi cinco
duros. Además, la campanilla de plata. Los ladrones regresaron al
monte. Aquella noche, arropado en la sotana, Cimarrón se dio a soñar
con placeres olvidados. Recordó los quinqués, llenos de insectos
muertos, que tan tarde ardían en las últimas casa del pueblo, allí
donde, por dos veces, lo habían dejado pedir el aguinaldo de Reyes y
gastárselo como mejor le pareciera. El negro, desde luego, había
optado por las mujeres.
IV
La primavera los
agarró a los dos, al amanecer. Perro despertó con una tirantez
insoportable entre las patas traseras y una mala expresión en los
ojos. Jadeaba sin tener calor, alargando entre los colmillos una
lengua que tenía filosas blanduras de lapa. Cimarrón hablaba solo.
Ambos estaban de pésimo genio. Sin pensar en la caza, fueron
temprano hacia el camino. Perro corría desordenadamente, buscando en
vano un olor rastreable. Mataba insectos que siempre lo habían
asqueado, por el placer de destruir, desgranaba espigas entre sus
dientes, arrancaba arbustos tiernos. Acabó de exasperarse cuando un
sapo le escupió los ojos. Cimarrón esperaba, como nunca había
esperado.
Pero aquel día
nadie pasó por el camino. Al caer la noche, cuando los primeros
murciélagos volaron como pedradas sobre el campo, Cimarrón echó a
andar lentamente hacia el caserío del ingenio. Perro lo siguió,
desafiando la misma tralla y las mismas cadenas. Se fueron acercando
a los barracones por el cauce de la cañada. Ya se percibía un olor,
antaño familiar, de leña quemada, de lejía de melaza, de limaduras
de cascos de caballo. Debían estarse haciendo las pastas de guayaba,
ya que un interminable dulzor de mermeladas era esparcido por el
terral. Perro y Cimarrón seguían acercándose, lado a lado, la
cabeza del hombre a la altura de la cabeza del perro.
De pronto, una negra
de la dotación atravesó el sendero de la herrería. Cimarrón se
arrojó sobre ella, derribándola entre las albahacas. Una ancha mano
ahogó sus gritos. Perro avanzó, ya solo, hasta el lindero del
batey. La perra inglesa, adquirida por Don Marcial en una exposición
de París, estaba allí. Hubo un intento de fuga. Perro le cortó el
camino, erizado de la cola a la cabeza. Su olor a macho era tan
envolvente, que la inglesa olvidó que la habían bañado, horas
antes, con jabón de Castilla.
Cuando Perro regresó
a la caverna, clareaba. Cimarrón dormía, arrebozado en la sotana
del párroco. Allá abajo, en el río, dos manatíes retozaban entre
los juncos, enturbiando la corriente con sus saltos que abrían nubes
de espuma sobre los limos.
V
Cimarrón se hacía
cada vez más imprudente. Rondaba, ahora, en torno a los caseríos,
acechando a cualquier hora una lavandera solitaria, o una santera que
buscaba culantrillo, retama o pitahaya para algún despojo. También,
desde la noche en que había tenido la audacia de beberse los duros
del capellán en un parador del camino, se hacía ávido de monedas.
Más de una vez, en los atajos, se había llevado el cinturón de un
guajiro, luego de derribarlo de su caballo y de acallarlo con una
estaca. Perro lo acompañaba en esas correrías, ayudando en lo
posible. Sin embargo, se comía peor que antes y, más que nunca, era
necesario desquitarse con huevos de codorniz, de gallinuela o de
garza. Además, Cimarrón vivía en un continuo sobresalto. Al menor
ladrido de Perro, echaba mano al machete robado o se trepaba a un
árbol.
Pasada la crisis de
primavera, Perro se mostraba cada vez más reacio a cercarse a los
pueblos. Había demasiados niños que tiraban piedras, gente siempre
dispuesta a dar de patadas y, al oler su proximidad, todos los perros
de los patios lanzaban gritos de guerra. Además, Cimarrón volvía,
esas noches, con el paso inseguro, y su boca despedía un olor que
Perro detestaba tanto como el del tabaco. Por ello, cuando el amo
entraba en una casa mal alumbrada, Perro lo esperaba a una distancia
prudente. Así se fue viviendo hasta la noche en que Cimarrón se
encerró demasiado tiempo en el cuarto de una mondonguera. Pronto,
la choza fue rodeada de hombres cautelosos, que llevaban mochas en
claro. Al poco rato, Cimarrón fue sacado a la calle, desnudo, dando
tremendos alaridos. Perro, que acababa de oler al mayoral del
ingenio, echó a correr al monte, por la vereda de los cañaverales.
Al día siguiente,
vio pasar a Cimarrón por el camino. Estaba cubierto de heridas
curadas con sal. Tenía hierros en el cuello y en los tobillos, y lo
conducían cuatro números de la Benemérita de San Fernando, que le
daban un baquetazo a cada dos pasos, tratándolo de ladrón, de
borracho y de malnacido.
VI
Sentado sobre una
cornisa rocosa que dominaba el valle, Perro aullaba a la luna. Una
honda tristeza se apoderaba de él a veces, cuando aquel gran sol
frío alcanzaba su total redondez, poniendo tan desvaídos reflejos
sobre las plantas. Se habían terminado, para él, las hogueras que
solían iluminar la caverna en noches de lluvia. Ya no conocería el
calor del hombre en el invierno que se aproximaba, ni habría ya
quien le quitara el collar de púas de cobre, que tanto le molestaba
para dormir -a pesar de que hubiera heredado la sotana del párroco-.
Cazando sin cesar, se había hecho más tolerante, en cambio, con los
seres que no servían para ser comidos. Dejaba escapar el majá entre
las piedras calientes, sin ladrar siquiera, desde que Cimarrón no
estaba ahí para azuzarlo, con la esperanza de hacerse un cinturón o
de recoger manteca para untos. Además, el olor de las serpientes lo
asqueaba; cuando había agarrado alguna por la cola, era un virtud de
esas obligaciones a que todo ser que depende de alguien se ve
constreñido. Tampoco -salvo en caso de hambre extrema- podía
atreverse ya con el cochino jíbaro. Se contentaba ahora con aves de
agua, hurones, ratas, y una que otra gallina escapada de los corrales
aldeanos. Sin embargo, el ingenio estaba olvidado. Su campana había
perdido todo sentido. Perro buscaba ahora el amparo de mogotes casi
inaccesibles al hombre, viviendo en un mundo de dragos que el viento
mecía con ruido de albarda nueva, de orquídeas, de bejucos,
lombriz, donde se arrastraban lagartos verdes, de orejeras blancas,
de esos que tan mal saben y, por lo mismo, permanecen donde están.
Había enflaquecido. Sobre sus costillares marcados en hueco, la lana
apresaba guisasos que ya no tenían espinas.
Con los aguinaldos,
volvió la primavera. Una tarde en que lo desvelaba un extraño
desasosiego, Perro dio nuevamente con aquel misterioso olor a hembra,
tan fuerte, tan penetrante, que había sido la causa primera de su
fuga al monte. Esta vez, Perro agarró rastro en firme, recobrándolo
luego de pasar un arroyo a nado. Ya no tenía miedo. Toda la noche
siguió la huella, con la nariz pegada al suelo, largando baba por el
canto de la lengua. Al amanecer, el olor llenaba toda una quebrada.
El rastreador estaba frente a una jauría de perros jíbaros. Varios
machos, con perfil de lobos, se apretaban ahí, relucientes los ojos,
tensos sobre sus patas, listos para atacar. Detrás de ellos se
cerraba el olor a hembra.
Perro dio un gran
salto. Los jíbaros se le echaron encima. Los cuerpos se encajaron,
unos en otros, en un confuso remolino de ladridos. Pero pronto se
oyeron los aullidos abiertos por las púas del collar. Las bocas se
llenaban de sangre. Había orejas desgarradas. Cuando Perro soltó al
más viejo, con la garganta desgajada, los demás retrocedieron,
gruñendo con rabia inútil. Perro corrió entonces al centro del
palenque, para librar la última batalla a la perra gris, de pelo
duro, que lo esperaba colmillos fuera. El rastro moría a la sombra
de su vientre.
VII
Los jíbaros cazaban
en bandada. Por ello buscaban las piezas grandes, de más carne y más
huesos. Cuando daban con un venado, era tarea de días. Primero, el
acoso. Luego, si la bestia lograba salvar una barranca de un salto,
el atajo. Luego, cuando una caverna venía en ayuda de la presa, el
asedio. A pesar de herir y entortar, el animal moría siempre en
dientes de la jauría, que iniciaba la ralea sobre un cuerpo vivo
aún, arrancándole tiras de pelo pardo, y bebiendo una sangre,
fresca a pesar de su tibieza, en las arterias del cuello o en las
raíces de una oreja arrancada. Muchos de los jíbaros habían
perdido un ojo, sacado por un asta, y todos estaban cubiertos por
cicatrices, mataduras y peladas rojas. En los días de celo, los
perros combatían entre sí, mientras las hembras esperaban, echadas,
con sorprendente indiferencia, el resultado de la lucha. La campana
del ingenio, cuyo diapasón era traído a veces por la brisa, no
despertaba en Perro el menor recuerdo.
Un día, los jíbaros
agarraron un rastro habitual en aquellas selvas de bejucos, de
espinas, de plantas malvadas que envenenaban al herir. Olía a negro.
Cautelosamente, los perros avanzaron por el desfiladero de los
caracoles, donde se alzaba una vieja piedra con cara de muerto. Los
hombres suelen dejar huesos y desperdicios por donde pasan. Pero es
mejor cuidarse de ellos, porque son los animales más peligrosos, por
ese andar sobre las patas traseras que les permite alargar sus gestos
con palos y objetos. La jauría había dejado de ladrar.
De pronto, el hombre
apareció. Olía a negro. Unas cadenas rotas, que le colgaban de las
muñecas, ritmaba su paso. Otros eslabones, más gruesos, sonaban
bajo los flecos del pantalón rayado. Perro reconoció a Cimarrón.
-¡Perro! -alborozó
el negro-. ¡Perro!
Perro se le acercó
lentamente. Le olió los pies, aunque sin dejarse tocar. Daba vueltas
en torno a él, moviendo la cola. Cuando era llamado, huía. Y cuando
no era llamado parecía buscar aquel sonido de voz humana que había
entendido un poco, en otros tiempos, pero que ahora le sonaba tan
raro, tan peligrosamente evocador de obediencias. Al fin Cimarrón
dio un paso, adelantando una mano blanda hacia su cabeza. Perro lanzó
un extraño grito, mezcla de ladrido sordo y de aullido, y saltó al
cuello del negro.
Había recordado, de
súbito, una vieja consigna dada por el mayoral del ingenio, el día
que un esclavo huía al monte.
VIII
Como no olía a
hembra y los tiempos eran apacibles, los jíbaros durmieron el
hartazgo durante dos días. Arriba, las auras pasaban sobre las
ramas, esperando que la jauría se marchara sin concluir el trabajo.
Perro y la perra gris se divertían como nunca, jugando con la camisa
listada de Cimarrón. Cada uno halaba por su lado, para probar la
solidez de sus colmillos. Cuando se desprendía una costura, ambos
rodaban por el polvo. Y volvía a empezar, con el harapo cada vez más
menguado, mirándose a los ojos, las narices casi juntas. Al fin, se
dio la orden de partida. Los ladridos se perdieron en lo alto de las
crestas arboladas.
Durante muchos años,
los monteros evitaron, de noche, aquel atajo dañado por huesos y
cadenas.
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