Supo
que había muerto por el chasquido en lo más profundo de su pecho.
Un crujido de hueso al partirse que desató los nudos de dolor que la
habían atenazado durante los últimos años y que llenó su
escuálido cuerpo de una deliciosa paz helada.
Al
abrir los ojos comprendió que la eternidad era eso, una interminable
sucesión de laberintos. Intuyó que debía encontrar el suyo propio,
y se echó a andar sobre una estela sin color, sin luz ni tiempo,
pasando ante arcos abiertos que mostraban o bien ciudades abarrotadas
de calles, edificios y caras eternamente repetidas; o bien océanos
inmensos que escondían profundidad tras profundidad en una eternidad
llena de insondable negrura; o universos expandiéndose en una
estupefacción de espacio y tiempo; con planetas, satélites y
estrellas multiplicándose en galaxias rodeadas de tinieblas.
Y,
por fin, la biblioteca, su eternidad, su laberinto. Incontables voces
en todos los idiomas conocidos y desconocidos, todo lo probado, lo
imaginado, incluso lo intuido por hombres y mujeres que habían
existido o existirían hasta el final del tiempo. Todas esas obras
ordenadas en pasillos que no terminaban y aún así seguían
multiplicándose hasta el infinito.
Allí,
con la eternidad abierta ante sus ojos, se preguntó con estupor si
aquel interminable laberinto, su eternidad, su biblioteca,
constituiría al fin su cielo ansiado o tal vez su perpetuo y cruel
infierno.
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