Me
despierto con unas ganas tremendas de llorar, pero como tengo mucho
trabajo decido que ya lloraré más tarde. Salgo hacia la oficina y
llego justo a tiempo para la primera reunión del día. Mientras la
directora general lee un informe sobre el aumento de costes y el
recorte de gastos (o viceversa), dibujo una hoz y un martillo en un
bloc de notas. En el estómago sigo sintiendo una bolsa de lágrimas
que, tarde o temprano, tendré que reventar. Una vez en mi despacho,
les aprieto las tuercas a mis proveedores y reviso los escandallos. A
las dos me pongo la americana y salgo rápidamente para no llegar
tarde a la cita con la tutora de mi hijo. Llego a la escuela al mismo
tiempo que mi ex. Durante la entrevista, la tutora se dirige más a
mí que a ella, y eso me incomoda, aunque quizá me fijo en este
detalle porque no me apetece escuchar lo que me cuenta. El niño
tiene problemas, dice. Se distrae constantemente y muerde a las otras
niñas, sobre todo a las —la tutora subraya el adjetivo—
subsaharianas. Me comprometo a tomar medidas, aunque sé
perfectamente que si el régimen de visitas dictado por el juez sólo
me permite verle un fin de semana sí y otro no, no puedo hacer gran
cosa. En el momento de despedirnos, mi ex y yo intentamos concretar
un día para hablar del asunto con tranquilidad, pero los dos tenemos
prisa y lo despachamos con un «ya nos llamaremos» poco convincente.
Pese al colapso circulatorio, llego a tiempo a la presentación de un
proyecto para un posible nuevo cliente. Expongo estrategias,
despliego gráficos y me esfuerzo por deslumbrar al gerente de la
empresa candidata a contratar nuestros servicios, que se lleva,
intuyo, una buena impresión. A continuación, mi secretaria me pide
consejo. Con un hilo de voz autocompasiva, me comenta que le han
hecho una oferta de una multinacional y que está planteándose si es
o no la oportunidad idónea para cambiar de aires. Como le deseo lo
mejor, le recomiendo que acepte el trabajo. Cuando noto que eso la
desconcierta, deduzco que sólo utilizaba esta oferta inexistente
para conseguir, a través de mí, un aumento de sueldo. Me decepciona
pero me lo callo, porque yo también debo de haberla decepcionado
alguna vez. Tomo una pastilla vasodilatadora y, antes de marcharme,
hablo por teléfono con mi madre («En lugar de ir el domingo, iré
el sábado»), mi hermana («Te he mandado las muestras, pero me
falta una que todavía no les ha llegado»), y el buzón de voz del
capitán del equipo de fútbol sala de la empresa («Llevaré la
pelota»). Al llegar a casa, ceno una lata de atún en escabeche y un
yogur. Me tumbo en el sofá durante un rato, calculando cuántas
horas faltan para el fin de semana con mi hijo. Me quito la ropa en
el dormitorio. Delante del espejo, me pellizco los michelines. Me
lavo los dientes y me paso un hilo dental hasta que me sangran las
encías. Sentado en la cama, sopeso la posibilidad de masturbarme. Lo
dejo para otra ocasión. Después de un momento de duda durante el
cual me pregunto si me queda algo por hacer y me respondo que no,
apago la luz, me acuesto y empiezo a llorar, con la cabeza contra la
almohada, para no molestar a los vecinos.
Si te comes un limón sin hacer muecas. Sergi Pàmies, 2007.
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