Es la imagen difusa
de una mujer, vestida de tul o gasa, un blanco destacándose
violentamente en la oscuridad del bosque. Penetra por entre los
árboles, pero el movimiento de sus brazos y su cuerpo entero me
llaman, me urgen a que la siga a perdernos dentro del bosque. Al
caminar noto que el cuerpo me pesa, que estoy cansado porque llevo
mucho tiempo, quizá toda la vida, persiguiendo a esa sombra
luminosa. Camino tras ella aunque al entrar en el bosque noto un
escalofrío, como un miedo y un presentimiento que me atenazan. Pero
allá voy, impotente, hacia el rastro que va dejando la mujer, una
estela blanca que queda flotando en el aire, no sé si el vestido o
esa niebla que ahora acaba de aparecer, que va difuminando el camino
y me impide ver por dónde voy. Pero llego a un claro del bosque y
hay un estanque en el centro y veo que ella está recostada en la
orilla, esperándome con una brazo metido en el agua y el otro
llamándome, invitándome a que me acerque, y claro, yo me acerco.
Muy despacio. Y ya estoy a punto de llegar a ese brazo, a tocar el
ensueño, a descubrir el misterio de esos ojos profundos. Veo los
lotos, cubriendo la superficie del estanque, flotando como ojos
verdes abiertos en la oscuridad. Entonces sucede. Toda ella cayendo
dentro del estanque, el cabello ondeando entre los lotos, y sus ojos
hundiéndose más y más, como suplicando ¿o tal vez sonriendo? Y es
entonces yo lanzándome hacia delante, hundiendo los brazos entre los
lotos, intentando arrebatarle al agua una sombra blanca. Y, de
repente, un dolor inmenso, un grito desde lo más hondo de mi cuerpo,
y entonces mirar espantado los muñones sangrando donde antes estaban
mis brazos y gritar, gritar y gritar en el bosque solitario y oscuro.
La luna y los lotos testigos inmóviles del horror.
Es ahí cuando me
despierto, sofocada y sudorosa. Y luego las horas de insomnio y
pensar qué tengo yo que ver con un caballero, si será que una
película, o quizá un cuento. A saber, el subconsciente,
incomprensible. Tú te giras en la cama, murmuras algo que no
entiendo y me pasas la mano por el pelo. Te susurro que es otra vez
la maldita pesadilla y te ofreces a ir a por un vaso de agua. Pero te
digo que no te molestes, que sigas durmiendo, ya voy yo.
En la cocina me
deslumbra la luz del fluorescente, me preparo un vaso de leche
caliente y me siento en la mesa. La luz blanca me recuerda a la
pesadilla, la mujer también me hacía daño a los ojos, brillaba
también fluorescente. Y los lotos, quizá nunca haya visto lotos
realmente, solo alguna película o quizá sí, algún cuadro en el
museo, pero no de verdad. Me hace gracia pensar que un caballero,
algo tan lejos de mí, además ni siquiera me gusta el tema, porque
claro, la dama del lago, los ojos verdes, creo que era de Bécquer,
hace años, en el instituto, pero la mente es un laberinto extraño,
imprevisible.
Ya la leche caliente
me está haciendo efecto y me voy a la cama. En silencio, no quiero
despertarte, pero te mueves, aunque creo que no, no te he despertado,
y me quedo quieta suplicando que por favor, no más caballeros, ni
damas, ni lagos, ni lotos, ni muñones.
Y pasan los días,
rápidos, y las noches, muy lentas, y siempre la misma pesadilla. Tú
sigues igual, tan extraño, lo noto en esa manera de mirarme, huyen
tus ojos de la cara cada vez que me miras. No duermo, estoy arisca,
quizá es eso, y te quitas las gafas con ese gesto tuyo, y tus ojos
parece que vuelven, y me abrazas, se pasará, ya lo verás, no te
preocupes, es el calor, habrás visto alguna película, un sueño
tonto. Pero otra vez, ahí, lo he notado, es tu mano, que no me ha
pasado por el pelo, todo lo demás sí, pero ha faltado la mano, así
que el gesto está incompleto, desganado, como cuando falta la última
pieza del puzzle, no es la imagen completa lo que ves, le falta, le
falta todo.
Te estás cansando
de mi sueño. Lo noto en tus ojos que huyen, en tus manos de gestos
incompletos y está ahí también, en tu voz, ese tono impostado,
nunca antes ese tono en estos cinco años.
Saldrás tarde, te
juntarás con los muchachos para preparar la presentación, yo saldré
de la oficina al mediodía, la tarde entera para mí, quizá
descansar, leer un libro. Me quedo dormida sobre la mesa de la cocina
con el libro abierto entre las manos y otra vez el bosque, la mujer
de blanco, los lotos, los muñones. Grito al despertar, como siempre,
y un dolor en el cuello que me atenaza. La postura imposible y el
terror metido dentro.
Tengo que hacer
algo, quizá buscar los lotos, mirarlos de verdad, tenerlos frente a
frente. Pero dónde lotos en Madrid. Busco en Internet, lotos y
Madrid, pues sí, aquí al lado, Jardín tropical de la estación de
Atocha: cocoteros, palmas, palmeras, helioconias, costilla de Adán y
lotos, muchos lotos…
La luz que entra por
los ventanales y el agua que llueve a cada poco desde el techo forman
un microclima tropical aquí, tan lejos del trópico. Camino entre
los estanques y me paro en el más alejado del bullicio, al fondo, el
estanque de los lotos, el más oscuro. Se ven pinceladas naranjas de
peces dibujando garabatos por todas partes. Es algo hipnótico, miro
a los lotos, ellos me miran y su quietud me provoca un desasosiego
inexplicable. Están ahí parados, pero diciendo algo a gritos
verdes, como en el sueño, eran los lotos los ojos que me pedían que
hundiera mis brazos. Me dan ganas de hacerlo ahora. Es una locura. Me
alejo de la barandilla con un poco de temor, y me siento en un banco
frente al estanque, no sé cuánto tiempo, horas. Ya no entra luz de
fuera y la zona está iluminada por unas débiles farolas. Salgo a la
noche. Es muy tarde, pero tú aun no has llegado, me meto en la cama
y quiero esperar a que llegues, me da miedo quedarme dormida y soñar.
Me acerco a los
lotos siguiendo a la sombra blanca, me arrastra la luz, no puedo
evitar seguirla, la veo caer, hundirse entre los lotos y el pelo
flotando, como algas y los ojos y los lotos llamándome con gritos
mudos. Mis brazos bajan muy hondo y el dolor, y el grito. Me
despiertan tus manos zarandeándome, me arrancan del dolor de la
pesadilla y me arrojan a la realidad. No noté cuando llegaste. Te
pregunto qué tal ha ido. Tu respuesta es escueta, insuficiente,
quieres dormir, te ha sobresaltado mi grito, aunque ya deberías
estar acostumbrado.
Vuelvo a la
estación, al mismo banco, durante días y días. A veces me
preguntas qué hago por las tardes, dónde estoy cuando desaparezco.
No quiero decírtelo, me da miedo pensar que creas que estoy
enloqueciendo. Voy a mirar los lotos, a intentar responder su
enigmática pregunta.
Hoy llevo los ojos
llenos de verde, de destellos naranjas, y se encienden las farolas
que me indican que se ha hecho tarde, que debo arrastrar el recuerdo
y el miedo a dormir hacia las calles fuera de la estación, lejos del
estanque y los lotos.
Camino hacia la
salida y entonces te veo, sí, es tu pelo crespo, tus ojos que están
sonriendo, muy vivos, tras las gafas, la camisa morada que yo te
regalé, y tus manos que acarician el pelo de una desconocida alta y
delgada, y tu boca que la besa y los cuerpos muy pegados en un abrazo
que me estremece y me fulmina.
Desando mis pasos y
regreso al banco, los lotos siguen estáticos mostrando fieles su
certeza, ahora comprendo qué dicen sus gritos mudos y verdes, he
descifrado el sueño y sonrío porque sé que esta noche por fin no
habrá una sombra blanca que me insinúa la verdad, ni agua que la
cubra, sí corazón a sangre viva, pero no gritos, ni lotos que me
lloren de noche en un estanque.
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