miércoles, 26 de julio de 2017

Lo que se esconde bajo los lotos. Eva Sánchez Palomo.

Es la imagen difusa de una mujer, vestida de tul o gasa, un blanco destacándose violentamente en la oscuridad del bosque. Penetra por entre los árboles, pero el movimiento de sus brazos y su cuerpo entero me llaman, me urgen a que la siga a perdernos dentro del bosque. Al caminar noto que el cuerpo me pesa, que estoy cansado porque llevo mucho tiempo, quizá toda la vida, persiguiendo a esa sombra luminosa. Camino tras ella aunque al entrar en el bosque noto un escalofrío, como un miedo y un presentimiento que me atenazan. Pero allá voy, impotente, hacia el rastro que va dejando la mujer, una estela blanca que queda flotando en el aire, no sé si el vestido o esa niebla que ahora acaba de aparecer, que va difuminando el camino y me impide ver por dónde voy. Pero llego a un claro del bosque y hay un estanque en el centro y veo que ella está recostada en la orilla, esperándome con una brazo metido en el agua y el otro llamándome, invitándome a que me acerque, y claro, yo me acerco. Muy despacio. Y ya estoy a punto de llegar a ese brazo, a tocar el ensueño, a descubrir el misterio de esos ojos profundos. Veo los lotos, cubriendo la superficie del estanque, flotando como ojos verdes abiertos en la oscuridad. Entonces sucede. Toda ella cayendo dentro del estanque, el cabello ondeando entre los lotos, y sus ojos hundiéndose más y más, como suplicando ¿o tal vez sonriendo? Y es entonces yo lanzándome hacia delante, hundiendo los brazos entre los lotos, intentando arrebatarle al agua una sombra blanca. Y, de repente, un dolor inmenso, un grito desde lo más hondo de mi cuerpo, y entonces mirar espantado los muñones sangrando donde antes estaban mis brazos y gritar, gritar y gritar en el bosque solitario y oscuro. La luna y los lotos testigos inmóviles del horror.
Es ahí cuando me despierto, sofocada y sudorosa. Y luego las horas de insomnio y pensar qué tengo yo que ver con un caballero, si será que una película, o quizá un cuento. A saber, el subconsciente, incomprensible. Tú te giras en la cama, murmuras algo que no entiendo y me pasas la mano por el pelo. Te susurro que es otra vez la maldita pesadilla y te ofreces a ir a por un vaso de agua. Pero te digo que no te molestes, que sigas durmiendo, ya voy yo.
En la cocina me deslumbra la luz del fluorescente, me preparo un vaso de leche caliente y me siento en la mesa. La luz blanca me recuerda a la pesadilla, la mujer también me hacía daño a los ojos, brillaba también fluorescente. Y los lotos, quizá nunca haya visto lotos realmente, solo alguna película o quizá sí, algún cuadro en el museo, pero no de verdad. Me hace gracia pensar que un caballero, algo tan lejos de mí, además ni siquiera me gusta el tema, porque claro, la dama del lago, los ojos verdes, creo que era de Bécquer, hace años, en el instituto, pero la mente es un laberinto extraño, imprevisible.
Ya la leche caliente me está haciendo efecto y me voy a la cama. En silencio, no quiero despertarte, pero te mueves, aunque creo que no, no te he despertado, y me quedo quieta suplicando que por favor, no más caballeros, ni damas, ni lagos, ni lotos, ni muñones.
Y pasan los días, rápidos, y las noches, muy lentas, y siempre la misma pesadilla. Tú sigues igual, tan extraño, lo noto en esa manera de mirarme, huyen tus ojos de la cara cada vez que me miras. No duermo, estoy arisca, quizá es eso, y te quitas las gafas con ese gesto tuyo, y tus ojos parece que vuelven, y me abrazas, se pasará, ya lo verás, no te preocupes, es el calor, habrás visto alguna película, un sueño tonto. Pero otra vez, ahí, lo he notado, es tu mano, que no me ha pasado por el pelo, todo lo demás sí, pero ha faltado la mano, así que el gesto está incompleto, desganado, como cuando falta la última pieza del puzzle, no es la imagen completa lo que ves, le falta, le falta todo.
Te estás cansando de mi sueño. Lo noto en tus ojos que huyen, en tus manos de gestos incompletos y está ahí también, en tu voz, ese tono impostado, nunca antes ese tono en estos cinco años.
Saldrás tarde, te juntarás con los muchachos para preparar la presentación, yo saldré de la oficina al mediodía, la tarde entera para mí, quizá descansar, leer un libro. Me quedo dormida sobre la mesa de la cocina con el libro abierto entre las manos y otra vez el bosque, la mujer de blanco, los lotos, los muñones. Grito al despertar, como siempre, y un dolor en el cuello que me atenaza. La postura imposible y el terror metido dentro.
Tengo que hacer algo, quizá buscar los lotos, mirarlos de verdad, tenerlos frente a frente. Pero dónde lotos en Madrid. Busco en Internet, lotos y Madrid, pues sí, aquí al lado, Jardín tropical de la estación de Atocha: cocoteros, palmas, palmeras, helioconias, costilla de Adán y lotos, muchos lotos…
La luz que entra por los ventanales y el agua que llueve a cada poco desde el techo forman un microclima tropical aquí, tan lejos del trópico. Camino entre los estanques y me paro en el más alejado del bullicio, al fondo, el estanque de los lotos, el más oscuro. Se ven pinceladas naranjas de peces dibujando garabatos por todas partes. Es algo hipnótico, miro a los lotos, ellos me miran y su quietud me provoca un desasosiego inexplicable. Están ahí parados, pero diciendo algo a gritos verdes, como en el sueño, eran los lotos los ojos que me pedían que hundiera mis brazos. Me dan ganas de hacerlo ahora. Es una locura. Me alejo de la barandilla con un poco de temor, y me siento en un banco frente al estanque, no sé cuánto tiempo, horas. Ya no entra luz de fuera y la zona está iluminada por unas débiles farolas. Salgo a la noche. Es muy tarde, pero tú aun no has llegado, me meto en la cama y quiero esperar a que llegues, me da miedo quedarme dormida y soñar.
Me acerco a los lotos siguiendo a la sombra blanca, me arrastra la luz, no puedo evitar seguirla, la veo caer, hundirse entre los lotos y el pelo flotando, como algas y los ojos y los lotos llamándome con gritos mudos. Mis brazos bajan muy hondo y el dolor, y el grito. Me despiertan tus manos zarandeándome, me arrancan del dolor de la pesadilla y me arrojan a la realidad. No noté cuando llegaste. Te pregunto qué tal ha ido. Tu respuesta es escueta, insuficiente, quieres dormir, te ha sobresaltado mi grito, aunque ya deberías estar acostumbrado.
Vuelvo a la estación, al mismo banco, durante días y días. A veces me preguntas qué hago por las tardes, dónde estoy cuando desaparezco. No quiero decírtelo, me da miedo pensar que creas que estoy enloqueciendo. Voy a mirar los lotos, a intentar responder su enigmática pregunta.
Hoy llevo los ojos llenos de verde, de destellos naranjas, y se encienden las farolas que me indican que se ha hecho tarde, que debo arrastrar el recuerdo y el miedo a dormir hacia las calles fuera de la estación, lejos del estanque y los lotos.
Camino hacia la salida y entonces te veo, sí, es tu pelo crespo, tus ojos que están sonriendo, muy vivos, tras las gafas, la camisa morada que yo te regalé, y tus manos que acarician el pelo de una desconocida alta y delgada, y tu boca que la besa y los cuerpos muy pegados en un abrazo que me estremece y me fulmina.
Desando mis pasos y regreso al banco, los lotos siguen estáticos mostrando fieles su certeza, ahora comprendo qué dicen sus gritos mudos y verdes, he descifrado el sueño y sonrío porque sé que esta noche por fin no habrá una sombra blanca que me insinúa la verdad, ni agua que la cubra, sí corazón a sangre viva, pero no gritos, ni lotos que me lloren de noche en un estanque. 


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