Perfecto mundo imperfecto. Isabel González.
Un
niño tenía un perro con tres patas que jugaba al fútbol y atrapaba
moscas como cualquiera. Niño y perro dormían juntos, veían la tele
bajo la misma manta y todas las mañanas, a las nueve quince, se
despedían llorando frente a las puertas del colegio. Allí, el
muchacho aprendió a contar. Un tobogán en el parque, dos naranjas
en el frutero, tres bombillas en la lámpara. Hasta tres no hubo
problemas. Sin embargo, la tarde que contó cuatro, su madre lo
encontró meditabundo en el sofá. El perro quería subirse a su
regazo y el niño lo espantaba con la mano.—Ha
perdido una pata —gruñó enfurruñado.Y
se lanzó a buscarla bajo los muebles. Abrió los armarios, vació
las estanterías y derribó los arcones en busca de la extremidad. La
madre, arrepentida de no habérselo explicado nunca, lo detuvo, lo
abrazó y le aseguró que ella lo arreglaría.Esa
tarde, cuando el niño regresó de la escuela, la mesa estaba
amputada, la silla tullida, la cama coja y sobre ella, como siempre,
el perro perfecto.
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