Comenzó
con un grano. Me lo reventé, pero al otro día tenía tres. Como no
soporto los granos me los reventé también, pero al día siguiente
ya eran diez. Y así continué mi labor de autodestrucción. En una
semana mi cara era una cordillera de granos, pequeñas montañas
nevadas de pus, minúsculos volcanes en podrida erupción. Los granos
de los párpados no me dejaban ver y los que tenía dentro de la
nariz me dolían al respirar. Pero seguí reventándolos con
minuciosa obsesión. No me di cuenta de que me habían saltado a los
dedos y a las palmas de las manos hasta que sentí ese dolor
penetrante en las yemas. La infección se había esparcido por todo
mi cuerpo y los granos crecían como hongos por mi espalda, las
ingles y mi pubis. Si cerraba los brazos se reventaban los granos de
mis axilas. Un día no pude más. Me miré al espejo por última vez
y dejé sobre la mesa del comedor mi carné de identidad.
Después
me perdí en la laguna.
Ajuar funerario. Fernando Iwasaki, 2004.
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