Mi
hijo pequeño me da un grito desde su habitación:
-Papá,
¿qué significa simultáneo?
-Que
sucede al mismo tiempo que otra cosa, hijo.
El
silencio se hace de nuevo en la casa, y aunque intento continuar con
lo que tenía entre manos, advierto que he quedado atrapado en la
pregunta, o quizá en la respuesta. Todo el rato están sucediendo
cosas simultáneas. Mientras yo escribo estas líneas, un perro ladra
en la casa de al lado y alguien llora en la de más allá. Lo difícil
es encontrar el hilo conductor de esos acontecimientos.
-Mientras
tú tiras el pan -me dijo un día mi padre-, un niño se muere de
hambre en África, o en la India.
En
este caso, el problema no era encontrar el hilo conductor, sino
desencontrarlo más bien. ¿Qué culpa tenía yo de que mis pérdidas
de apetito coincidieran con aquellas defunciones masivas en el Tercer
Mundo? La sincronía, en otras palabras, no implicaba causalidad,
pero esa asociación quedó establecida en mi cabeza, a modo de un
circuito eléctrico, y ya no podía tirar un trozo de queso sin matar
a alguien al mismo tiempo. “Me acabo de cargar a un indio”,
pensaba tristemente mientras me deshacía del bocadillo de mortadela.
Cometí entonces muchos crímenes a los que debo remordimientos
incontables. Tendría que explicarle a mi hijo que dos hechos
simultáneos no tenían por qué depender uno de otro, para que no
sufriera. Así que a la hora de la cena le dije:
-Que
dos cosas sucedan a la vez no quiere decir que estén relacionadas,
hijo.
-¿Entonces
por qué suceden a la vez?
Supe
que cualquier respuesta que le diera sólo serviría para aumentar su
confusión y la mía, sobre todo la mía, de forma que cambié de
tema y, simultáneamente, me atraganté. El niño me lanzó una
mirada irónica y yo decidí que mi padre llevaba razón, aunque ello
supusiera cargar con la responsabilidad de todas aquellas muertes
africanas.
No
tenemos remedio.
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