María
Estuardo fue condenada a la decapitación el 25 de octubre de 1586,
pero la sentencia no se cumplió hasta el 8 de febrero del año
siguiente. Esa demora (sobre cuyas razones los historiadores todavía
no se han puesto de acuerdo) significó para la infeliz reina un
auxilio providencial. Dispuso de ciento cinco días y de ciento cinco
noches para imaginar la atroz ceremonia. La imaginó en todos sus
detalles, en sus pormenores más ínfimos. Ciento cinco veces salió
una mañana de su habitación, atravesó las heladas galerías del
castillo de Fotheringhay, llegó al vasto hall central. Ciento cinco
veces subió al cadalso, ciento cinco veces el verdugo se arrodilló
y le pidió perdón, ciento cinco veces ella le respondió que lo
perdonaba y que la muerte pondría fin a sus padecimientos. Ciento
cinco veces oró, apoyó la cabeza en el tajo, sintió en la nuca el
golpe del hacha. Ciento cinco veces abrió los ojos y estaba viva.
Cuando la mañana del 8 de febrero de 1587 el sheriff la condujo
hasta el patíbulo, María Estuardo creyó que estaba soñando una
vez más la escena de la ejecución. Subió serena al cadalso,
perdonó con voz firme al verdugo, oró sin angustia, apoyó sobre el
tajo un cuello impasible y murió creyendo que enseguida despertaría
de esa pesadilla para volver a soñarla al día siguiente. Isabel,
enterada de la admirable conducta de su rival en el momento de la
decapitación, se pilló una rabieta.
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