sábado, 18 de mayo de 2024

Los perros la trajeron a pedazos. Svetlana Alexiévich.

Valia Zmitróvich, once años
Actualmente es operaria


No quiero recordar… No quiero recordar, nunca…
Éramos siete hermanos. Antes de la guerra mi madre se reía y decía: «Mientras el sol resplandezca los niños crecerán». Luego, al empezar la guerra, lloraba: «Estos tiempos son tan difíciles… y en casa hay más niños que piojos en costura…». Lúzik (diecisiete años), yo (once), Iván (nueve), Nina (cuatro), Galia (tres), Álik (dos), Sasha (cinco meses)… Un bebé, lloraba y tomaba teta.
En aquella época yo no lo sabía, pero después de la guerra la gente nos contó que nuestros padres mantenían contactos con los guerrilleros y con los prisioneros soviéticos que trabajaban en la planta lechera. Allí trabajaba también la hermana de mi madre. Solo recuerdo que una noche había unos hombres en casa y por lo visto la luz se veía desde fuera, a pesar de que la ventana estaba tapada con una manta gruesa. Se oyó un disparo, dio justo en la ventana. Mamá cogió la lámpara y la escondió debajo de la mesa.
Mi madre cocinaba con patatas; con patatas sabía hacer de todo, decenas de platos. Estábamos preparándonos para una celebración. Recuerdo que toda la casa olía a comida rica. Mi padre segaba el trifolio cerca del bosque. Entonces vinieron los alemanes, rodearon la casa y nos ordenaron: «¡Salid!». Salí con mi madre y tres de mis hermanos. Empezaron a pegar a mi madre y ella gritó:
¡Hijos, entrad en casa!
La pusieron contra la pared debajo de la ventana. Nosotros estábamos pegados a esa ventana.
¿Dónde está tu hijo mayor?
Mi madre contestó:
Está cavando turba.
Llévanos hasta allí.
Metieron a mi madre en el coche a empujones y ellos subieron detrás.
Galia se escapó de casa, pedía gritando que la dejasen ir con mamá. La arrojaron adentro. Mamá también gritaba:
¡Hijos, volved a casa!…
Mi padre regresó corriendo del campo; por lo visto los vecinos le habían informado. Cogió unos documentos y se fue corriendo detrás del coche. Él también nos dijo: «Hijos, meteos en casa». Como si nuestra casa fuera un salvavidas, o como si mamá estuviera allí. Nos quedamos en el patio esperando… Hacia la tarde algunos de mis hermanos se subieron a las puertas del patio, que daban a la calle, otros treparon a los manzanos: a ver si veían a papá o a mamá o a los hermanos que regresaban. Pero desde la otra punta de la aldea llegaba gente corriendo: «Niños, marchaos de casa y escapad. Vuestra familia ya no está. Los alemanes vienen a por vosotros…».
Nos arrastramos hacia el pantano a través de los campos de patatas. Pasamos allí la noche, empezó a amanecer: «¿Qué hacemos?». Me acordé de que nos habíamos dejado a la bebecita en su cuna. Fuimos a la aldea y recogimos a la pequeña. Estaba viva, pero de tanto gritar se había puesto azul. Mi hermano Iván dijo: «Dale de comer». Como si yo pudiera… No tenía tetas. A él le daba miedo que se muriera, me pedía: «Tú inténtalo…».
Entró la vecina.
Niños, si os quedáis aquí vendrán a buscaros. Id con vuestra tía.
Nuestra tía vivía en otra aldea. Le dijimos a la vecina:
Vale, iremos con nuestra tía, pero díganos primero dónde están nuestros padres, nuestro hermano mayor, nuestra hermanita…
Nos contó que los habían fusilado. Que sus cuerpos estaban en el bosque…
Pero vosotros no debéis ir allí, niños.
Saldremos de la aldea y pasaremos por allí para despedirnos de ellos.
No lo hagáis, niños…
La vecina nos acompañó fuera de la aldea, pero no nos dejó ir a donde estaban los restos de nuestra familia.
Pasados muchos años me enteré de que a mi madre le habían arrancado los ojos, le habían arrancado el pelo, le habían cortado los pechos. Soltaron a los perros pastores para que cogieran a la pequeña Galia, que se había ocultado detrás de los abetos y no respondía; los perros la trajeron a pedazos. Mi madre todavía estaba viva, lo comprendía todo… Lo presenció todo…
Después de la guerra solo quedamos mi hermanita Nina y yo. La encontré en casa de unos desconocidos y me la llevé conmigo. Fuimos al comité ejecutivo regional: «Dennos una habitación, viviremos allí juntas». Nos asignaron dos camas en medio del pasillo de la residencia comunal de la fábrica. Yo trabajaba en la fábrica; Nina iba a la escuela. Yo nunca la he llamado por su nombre, siempre la llamo «hermanita». Solo la tengo a ella. Es lo único que tengo.
No quiero recordar. Pero es necesario contarle tu pena a la gente. Es difícil llorar en soledad…

Últimos testigos. Los niños de la II Guerra Mundial. 1985.

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