domingo, 26 de mayo de 2024

Criptonita. Patricia Esteban Erlés.

Hace unos años compré por internet un fragmento de criptonita. Antes de que ocurriera lo de mi gato Carygrant, aquella piedra supuestamente llegada de Kripton ocupaba siempre el mismo lugar en mi cajón de las bragas y podía verla nada más abrirlo, pegada a la esquina izquierda, ahí, justo encima del sobre de papel de estraza donde tengo por costumbre meter cada sábado la paga semanal del súper. A veces, sobre todo si había tenido un día especialmente atroz en el trabajo, me gustaba entrar en mi dormitorio, pararme ante el espejo de la cómoda con la blusa del uniforme medio desabrochada, abrir el cajón y buscarla a tientas. Me gustaba sentir su frío mineral entre los dedos, rozarme con ella el lóbulo de las orejas y la garganta, mientras el pobre Carygrant, tumbado sobre la cama, espiaba mi reflejo en el estaño carcomido, igual que un esposo paciente.
¿Que cómo descubrí que la criptonita existía? Pues de la forma más tonta y americana que uno pueda figurarse, la verdad. Sentada un sábado por la tarde en la penumbra de un cyber de mi barrio, rodeada de amantes de la pornografía infantil y los videojuegos salvajes, di por casualidad con Kriptonya, la página de dos geólogos yanquis de la universidad de Wichita, Wisconsin, llamados Parker Lewinston y Cole J. Bowles. La web contaba que doce meses antes aquel par de treintañeros de pelo pajizo que ahora mostraban impúdicamente sus dentaduras caballunas mientras sonreían a cámara, abrazados como viejos amigos de la escuela y con esa expresión radiante de quienes han conseguido forrarse a una edad razonable, habían recibido una beca estatal para financiar su viaje al este de Europa y llevar a cabo una prospección experimental en la zona sur de Serbia. Seguramente, Lewinston y Bowles habían sido los dos hombres más felices del mundo durante aquella expedición, porque en Serbia todavía humeaban las hogueras de los últimos bombardeos y sólo las ventanas vacías de las granjas abandonadas que iban dejando atrás parecían espiarles con cierto aire censor. Lewinston y Bowles, acostumbrados a alimentarse con sándwiches de pavo y soledad de laboratorio, no echaron de menos su casi total ausencia de contacto con otros seres humanos durante el periodo que pasaron dinamitando el suelo serbio como dos nibelungos febriles. Qué va. Apenas hablaban entre ellos y tampoco parecía impresionarles mucho aquel entorno fantasmagórico, donde de vez en cuando encontraban algún esqueleto de animal en el claro de un bosque, o un trozo de pierna infantil con los cordones de la bota todavía perfectamente anudados a la entrada de una aldea ennegrecida por el fuego.
Durante unos meses, Lewinston y Bowles habían seguido cavando agujeros por todas partes sin inmutarse hasta que al fin dieron con un pequeño pozo abandonado desde antes de la guerra. No fue necesario que utilizaran la fuerza en esta ocasión. Igual que una mujer desfallecida al pie del camino por culpa del hambre y el horror continuados, aquella mina se abrió de piernas para ellos sin ofrecer resistencia y dejó que los dos recorrieran excitados varias de sus galerías subterráneas y hallaran sus paredes recubiertas de un cristal semiopaco, sorprendentemente parecido en su tono verdoso y, según comprobaron luego, también en su composición química (hidróxido de sodio, boro y litio fusionado con flúor) al mineral radiactivo que conseguía dejar fuera de combate al pobre Superman.
Continué leyendo. Kriptonya avalaba la autenticidad de cada pedazo de piedra extraída en aquel yacimiento serbio con un certificado firmado ante notario. Cómo resistirse. Yo al menos ya no pude hacerlo, cuando cometí el error de echarle una ojeada al catálogo de piezas de criptonita que se hallaban disponibles. Las había de todos los tamaños, formas y precios, un surtido infinito de galletas verde ojo de pantera. Al final, medio deslumbrada por la luz fría que emanaba de ellas, me decidí a comprar un guijarro pequeño, un fragmento redondo y algo más oscuro de lo normal, que era el único que podía permitirme con mi sueldo.
No me planteé, lo reconozco, que algo tan minúsculo pudiera resultar peligroso. La ciencia no lo había previsto, de hecho la página de Lewinston y Bowles aseguraba que la criptonita era inofensiva. Después de someterla a cientos de pruebas clínicas, sus descubridores ratificaron que se trataba de un compuesto que no poseía ni medio átomo de radiactividad, duro como el diamante, sí, pero perfectamente inútil si no fuera por su turbia belleza. Imagino que a muchos de esos ex niños de los años setenta que en su día habíamos acudido en manada al cine con anoraks y pasamontañas, y vimos sufrir al pobre Christopher Reeves un tremendo cólico de riñón cuando aquellos tres malvados que viajaban por toda la galaxia metidos en un prisma romboidal le acercaron al rostro un pedrusco made in Kripton, nos dio igual que la criptonita auténtica fuera tan inservible como el cristal de un culo de vaso. Aunque, en honor a la verdad confieso que a mí Superman me parecía mucho más irresistible sin el caracol engominado de la frente, cuando sentía que todos sus superpoderes se le evaporaban como por arte de magia a través del tejido interestelar de sus mallas azules sin que él pudiera hacer nada para evitarlo; cuando notaba, perplejo, que por primera vez en su vida le estaba saliendo sangre por la nariz tras recibir la soberana paliza de un camionero, una sangre de color café americano; cuando, en fin, miraba suplicante a Louis Lane tumbado en el suelo, como pidiéndole que por favor no lo abandonara en aquel bar de carretera aunque tuviera una pinta tan lamentable, con esas gafas torcidas de miope y la camisa afranelada de cuadros abrochada hasta el último botón. No sé. Creo que a mí en el fondo me gustaba saber que un tipo tan formidable como Superman podía verse metido en apuros por culpa de algo en apariencia insignificante. La piedra de Kripton era un misterio de reducidas dimensiones y un alcance galáctico. Por eso, supongo, me gasté trescientos klanhams y pagué con la tarjeta de crédito mi rescoldo de criptonita, porque creía en ella y en sus poderes secretos, dijeran lo que dijeran aquellos dos bobos de Lewinston y Bowles. Recuerdo aún la emoción que sentí la mañana en que el cartero llamó al timbre y me sacó de la cama para entregarme un paquete de cartón, cuidadosamente precintado y mil veces más grande que el tesoro que contenía. Era como si de pronto me hubiera llegado por correo el manual de instrucciones de la perfecta mujer fatal, y yo pudiera decidir libremente si quería o no utilizarlo. En aquel instante elegí guardarla en el cajón de las bragas de mi habitación, y no enseñársela nunca a nadie, ocultarla como se silencian algunos adulterios prolongados entre vecinos de rellano o la extraña fijación a la ropa interior equivocada de un honorable padre de familia.
Nada de lo que luego pasó había sucedido aún y yo fantaseaba a veces, me imaginaba que en cuanto esa zorra de la señora Curski se dignara por fin a pagarme las horas extra de las últimas navidades, llevaría mi criptonita al bazar de baratijas y babuchas puntiagudas de la calle Trementine y le pediría al dueño, un pakistaní enorme y silencioso con manos de color estradivarius, que la engarzara en un colgante de plata oscura, casi negra. Pero la verdad es que nunca llegué a hacerlo, igual que nunca he sido capaz de dejar de morderme las uñas, por más que lo haya intentado. Después de un tiempo siempre acabo acostumbrándome al sabor a azufre y al hedor de los remedios que me aconseja la rubia señorita Plenfes, que es la dueña de la farmacia que hace esquina con la calle Lenin. Sigo comiéndome las uñas, a pesar de que aúllo de dolor cuando friego los platos y de que me da mucha vergüenza enseñar las manos en ese estado de onicofagia crónica. Miro mis dedos en carne viva, encojo los hombros, y opto por meter las manos en los bolsillos del abrigo o por esconderlas detrás de la espada. Me resigno, del mismo modo que cuando al final la zorra de Curski accedía a abrir la caja fuerte de la oficina refunfuñando y saldaba su deuda con un puñado de billetes mugrientos. Para entonces yo ya necesitaba invertirlos en un par de medias, en un recibo atrasado del agua o en un frasco de champú especial para gatos albinos. Aun así, pese a las promesas incumplidas, mi pequeña criptonita me alegraba cada regreso a casa y me gustaba tanto el solo hecho de poseerla como atravesar descalza las baldosas frías del pasillo con Carygrant enredado entre las piernas, o comer a cucharadas una tarrina de helado de plátanos y nueces, robada por la tarde en la tienda de la bruja Curski, sentada a oscuras en el sofá, frente al viejo televisor en blanco y negro, con el cebreado de una película muda arañándome el rostro.
Sí, ahora lo sé. Éramos felices así, mi criptonita, mi gato blanco Carygrant y yo, al menos lo fuimos hasta que un viernes, casi a la hora del cambio de turno, Grandísimo Hijo de Puta apareció al final de una larga cola en el supermercado, con su paso lento, su pelo rojo y sus pestañas abrasadas. Llevaba puesta una viejísima camiseta gris que me recordó sin saber por qué a un pulmón enfermo, y en la mano sostenía un tomate bien colorado. Sólo uno. Al llegar junto a la caja hurgó en el bolsillo de su pantalón hasta encontrar dentro una moneda tan pelirroja como él, que dejó sobre el mostrador. Miré sus uñas mordisqueadas, sus dedos huesudos de músico mal alimentado. Y por primera vez hice caso omiso del reglamento de la casa que nos obligaban a cobrar las bolsas de papel a los clientes que compraban artículos por un importe menor a seis klanhams, y le tendí una para que metiera dentro su tomate.
Como era de esperar, Grandísimo Hijo de Puta agradeció el gesto y volvió otras muchas veces por el súper a hacer su monocompra. A veces se llevaba una manzana reineta, otras un paquete de spaguettis o una lata de cerveza barata. Nuestras manos se rozaban, parecidas a las cabezas de dos patos de guiñol, cuando le entregaba su bolsa de papel. Por lo que pude observar, él continuaba supliendo las carencias alimenticias de su dieta mordiéndose las uñas. Los momentos en que nuestros dedos se tocaban eran cada vez más largos, y sentí que el suelo se volvía flan bajos mis pies la tarde en que él clavó sus ojos desnutridos en la placa con mi nombre escrito dentro en la pechera de la blusa, y se despidió musitando un gracias de nuevo, señorita Mascu.
¿Debo dar detalles de lo que ocurrió luego? Pues espero que no, porque en realidad, no podría hacerlo. De aquello guardo tan solo unas cuantas imágenes apenas entrevistas: el mismo tipo flaco, recostado contra un coche negro a la hora del cierre del súper un día de entre semana, sin viernes, ni tomate, ni manzana esta vez, pero con una medio sonrisa de dientes tiznados por la nicotina asomándole torpemente a los labios. Mi cara de sorpresa cuando comprendí que era a mí a quien esperaba, mientras una voz maldecía desde las paredes de mi estómago la facha que tenía esa tarde, con la coleta medio deshecha y el uniforme lleno de manchas de fruta. Una calle en sombras y el crujido de vinilo acompañando a nuestro pasos cuando comenzamos a caminar sin que ninguno de los dos precisara adónde íbamos. Y tras una pequeña elipsis, dos pares de pies asomando al final de una sábana, ajenos al sendero de zuecos dislocados, pantys, vaqueros, falda de tergal, converse mugrientas y camiseta gris cáncer de pulmón que habíamos dejado reptando por el suelo de mi cuarto. Él y yo con los ojos clavados en nuestros pies, como esperando que nos contaran otra versión de los mismos hechos. Y de fondo, el sonido lastimoso de las garras suaves de Carygrant, que rascaba la madera de la puerta desde el otro lado, sin entender muy bien qué hacía pasando una noche (la primera de 72, en realidad) fuera de mi cama.
Pobre Carygrant, que había surgido en mi vida de la nada, tan radiantemente blanco como un esmoquin de gala en una cena de la Costa Azul. Aquel anochecer no pasaba ningún coche y nadie más caminaba por la acera, quizás porque había estado lloviendo hasta hacía poco rato. Yo acababa de mudarme al piso de la portería del número 33 de la calle Progrom, y volvía a casa de un inventario interminable en el súper. Me metí por la calle equivocada de puro cansancio. Durante unos instantes me sentí como si unos extraterrestres bromistas me hubieran abandonado en un barrio cementerio, con los ojos vendados y cero céntimos de sentido de la orientación en el bolsillo. Sólo había cubos de basura negros, volcados en el suelo, y cajas de cartón semejantes a lápidas de una película expresionista por todos lados. Estaba a punto de darme la vuelta cuando lo vi, en el centro de la calzada, blanco como el vaso de leche con galletas que pensaba llevarme a la cama al acostarme, si finalmente llegaba a casa, y rodeado de charcos inmóviles en los que a ratos se colaban cielos silenciosos y trozos de nube. Un gato fantasmal que me miraba, con esa fijeza del antihéroe que espera a una mujer en la esquina de siempre a pesar de la tormenta, apostado bajo la ráfaga de luz amarillenta de una farola, dejando que la lluvia le arruine la chaqueta y encendiendo una y otra vez la mecha del cigarro mojado, sin arredrarse ni calibrar siquiera la opción de dar media vuelta y marcharse, aunque desde hace un buen rato ya sospecha que ella no va a venir. Entonces decidí seguir hacia delante, caminé entre cubos de basura y cajas de cartón, en dirección a la blancura fosforescente de aquel animal. Carygrant, el bueno de Carygrant, que se levantó bostezando, estiró sus largas patas de yogur y echó a andar delante de mí, como guiándome a mi pequeño piso mal ventilado, con su paso lento y suntuoso.
A Grandísimo Hijo de Puta nunca le gustó Carygrant. Cierra la puerta, que no entre. Los gatos me dan miedo, dijo cuando le llevé el primer desayuno a la cama. Y eso que Carygrant no soltaba pelos en el sofá, ni se subía a la pila del fregadero para beber agua del grifo, ni maullaba jamás. No se meó en su sucia camiseta gris ni una sola vez, de hecho Carygrant apartaba sus ojos de vidriera gótica de Grandísimo Hijo de Puta si ambos coincidían aunque fuera un solo segundo en la misma habitación y salía de allí como un borracho elegante que intuye que el barman ya no le servirá la próxima copa. Procuró no cruzarse en su camino durante el tiempo que él pasó ocupando la mitad izquierda de mi cama y saqueando mi nevera, olvidado ya de las monodosis de comida de otros tiempos. Y yo, tan ciega, me limitaba a ayunar de puro amor para compensar aquellos ataques suyos de gula, fingía que no me molestaba encontrar a la vuelta de Superbarato Curski un único limón con cara de vieja arrugada que me esperaba, frunciendo el ceño desde el interior del frigorífico, como desaconsejándome que siguiera por ese camino. Grandísimo Hijo de Puta sí dejaba cabellos oxidados por todas partes: en el fondo del lavabo, en la bañera, en mi peine. Abría mis cajones, sin molestarse luego en volver a cerrarlos. Muchas veces yo regresaba antes que él, y me encontraba a Carygrant encerrado en la cocina. Nunca me daba explicaciones acerca de dónde había estado y tenía un humor taciturno que sólo parecía evaporarse cuando se sentaba descalzo en el sofá abrazado al mástil de su vieja guitarra blanca y negra, que siempre me recordó una puta desabrida, una de esas yonkis de piernas flacas que se prostituyen a las afueras de la ciudad y gritan a los conductores desde el arcén.
La cosa duró dos meses y medio. Dos meses y medio durante los cuales Grandísimo Hijo de Puta siguió zampándose mi comida, echándome algunos polvos de lunes y gritándome desde el colchón que no olvidara dejarle dinero para tabaco y cuerdas de guitarra, antes de salir hacia el súper. Yo separaba unas monedas de la compra diaria que dejaba sobre la mesa de la cocina, sin rechistar. Añoraba a veces el sabor del helado robado, sí, y había abandonado ya definitivamente aquella firme intención de pararme un día en la tienda del pakistaní y encargarle un colgante para mi criptonita, pero no me decidía a renunciar a aquel tipo flaco con pelo de escocés y creo que así habría podido pasarme toda la vida si él no se hubiera largado sin más aprovechando mi turno de mañanas. Ni siquiera se molestó en cerrar la puerta de la calle al salir.
A una casa robada se le queda cara de tonta. Pasado el primer susto y aquellos momentos angustiosos en que imaginé a Grandísimo Hijo de Puta muerto de un disparo en la cabeza, mirándome con una expresión asombrada desde la cama, como increpándome que lo hubiera dejado solo y a merced de unos atracadores sin escrúpulos, lo busqué por todos los cuartos, me aseguré de que los ladrones no lo habían metido a empujones, amordazado y desnudo, en el armario. Descubrí que se había ido riéndose de cada una de las habitaciones del piso de la portería del número 33 de la calle Progrom antes de marcharse. Se había llevado a su guitarra la yonki, las últimas monedas que le había dejado sobre la mesa, pero también mi televisor y dos manzanas que quedaban dentro de la nevera. Encontré el cadáver de una toalla lila y empapada en el suelo del dormitorio. Mi hucha de escayola en forma de geisha japonesa, ataviada con kimono rojo y sombrilla a juego, yacía hecha pedazos junto al mueble de los libros, a pesar de que la pobre nunca guardó en su interior una sola moneda y yo sólo la había comprado porque me gustó el aire de paseante feliz por un jardín rodeado de estanques y flores de loto que tenía en el todo a cien del barrio.
Volví a mi cuarto. Retiré a toda prisa las sábanas de la cama para meterlas en la lavadora, abrí el postigo del balcón y dejé que entrara aire puro. De pronto me dio una vergüenza horrible aquella gripe emocional de dos meses que me había dejado tan flaca. Pensé en bajar a comprar un pollo asado con patatas fritas bien grasientas, sí, cogería dinero y compraría también una botella de limonada fría, una barra de pan recién horneado, hasta una ración de pastel de queso para el postre. Sentía de golpe un hambre atroz. Me abalancé sobre la cómoda y abrí el primer cajón de la cómoda, casi salivando. Busqué con los ojos la esquina izquierda, pero el sobre de papel de estraza con mi dinero no estaba allí, ni tampoco la criptonita. Sólo encontré un desorden de bragas, tristes bragas de diario, de algodón gastado y elásticos flojos, de esas que cada mañana cogía al azar con los ojos aún enredados de sueño, antes de salir disparada camino de la ducha.
Me temblaron las piernas. Me picaban las yemas de los dedos de las manos y cerré el cajón, como huyendo de un nido de ortigas. Me di la vuelta y justo entonces escuché un maullido desgarrador que me sobresaltó. Un grito de animal encerrado, aunque todas las puertas, todas, estaban abiertas. Eché a andar. Me oía a mí misma llamando a Carygrant por el pasillo, pero él no me contestaba, sólo le oía maullar, ajeno a mi voz, dolorido, asustado, desde el interior de algún hueco, igual que un gato de faraón, enterrado vivo junto a su dueño.
Y de pronto, la vi. En el suelo, sobre una de las baldosas blancas, estaba mi criptonita, como una cucaracha anómala, igual de inmóvil, emitiendo un latigazo de luz alfa, color fondo de estanque de cementerio. Rodeada de un hilo de baba verdosa que reptaba hasta la cocina, como si fuera el dibujo agónico, el pentagrama de un quejido de gato. Carygrant está dentro de la lavadora, pensé, sorteando la piedra y el hilo viscoso de saliva, siguiendo su rastro. Puede que así fuera, pero no tuve tiempo de comprobarlo, porque justo cuando iba a poner el pie en la cocina una sombra verde estropajo salió de allí como una exhalación, esquivándome, y atravesó el pasillo. Un minuto después volvieron a escucharse maullidos, desde otro agujero de la casa. Carygrant se había escondido entre las toallas blancas del altillo del armario, quizás, o en el fondo del cesto de ropa sucia de la galería. No he vuelto a verlo, él se cuida de esconderse antes de mi regreso a casa, y sólo abandona su guarida para alimentarse y beber agua. De vez en cuando encuentro una cagarruta de color lagarto en medio de la bañera o sobre mi almohada. Suspiro. Salgo en busca de un trozo de papel higiénico y maldigo a Lewinston y Bowles, aquel par de estúpidos hombres de ciencia que no fueron capaces de prever el catastrófico efecto de la criptonita en los gatos blancos.

Azul ruso, 2010.

sábado, 25 de mayo de 2024

Pulsiones. Modes Lobato.

Esa tarde, dentro del campo de trigo, la piel de mi hija olía a pan.
Y el patrón tuvo hambre.
Y mi hoz, sed.


 

miércoles, 22 de mayo de 2024

El carpintero Kushakov. Daniil Jarms.

Érase que se era un carpintero. Se llamaba Kushakov. Un día, salió de su casa y fue a una tienda a comprar cola de carpintero. Era la época del deshielo y la calle estaba resbalosa. El carpintero dio unos pasos, patinó, se cayó y se rompió la frente.
Ugh —dijo el carpintero, se levantó, fue a la farmacia, compró una venda y se emparchó la frente.
Pero cuando salió a la calle y dio unos pasos, volvió a resbalar, se cayó y se rompió la nariz.
Fu —dijo el carpintero, entró en la farmacia, compró una venda y se remendó la nariz.
Luego, salió nuevamente a la calle, resbaló otra vez, se cayó y se rompió el pómulo. Tuvo que volver a entrar a la farmacia para componerse el pómulo con una venda.
¿Sabe una cosa? —le dijo el farmacéutico al carpintero—, usted se cae y se lástima tan a menudo que le aconsejo que compre varias vendas.
No —contestó el carpintero—. Ya no me caeré.
Pero cuando salió a la calle, resbaló nuevamente, se cayó y se rompió el mentón.
¡Maldito hielo! —exclamó el carpintero, y volvió a entrar corriendo en la farmacia.
¿Ve? —dijo el farmacéutico—. Volvió a caerse.
No —gritó el carpintero—. Ni siquiera soporto que hablen de eso. Deme una venda, pronto.
El farmacéutico le dio una venda. El carpintero se vendó el mentón y corrió a su casa.
En su casa, no lo reconocieron y no lo dejaron entrar en el departamento.
Soy el carpintero Kushakov —chilló el carpintero.
¡No diga! —contestaron los ocupantes del departamento, y echaron el cerrojo y pusieron la cadena.
El carpintero Kushakov se quedó momento en la escalera, escupió y salió la calle.


martes, 21 de mayo de 2024

Quien sabe soñar sabrá despertarse. Miguel Ángel Arcas.

Una mujer camina por una carretera. Camina y no sabe cuál es su destino. Mira hacia

atrás. Su pelo suelto es una liebre que huye. Va descalza, aunque eso no impide su paso.

A pesar del viento sigue mirando hacia el lugar de donde viene. La carretera parece

interminable. A su alrededor hay pájaros que hablan unos con otros, y uno de ellos se

posa en el hombro y bebe el agua de sus ojos.


Amo a esa mujer. Pero ella no me ve, no se ve, no tiene mis ojos, su miedo no es mi

miedo, y yo no camino por esa carretera, yo no sueño el mundo como ella, no despierto

como ella.


Donde yo vivo no hay pájaros.


Llueve horizontal, 2015.

domingo, 19 de mayo de 2024

La cuarta salida. José María Merino.

El profesor Souto, gracias a ciertos documentos procedentes del alcaná de Toledo, acaba de descubrir que el último capítulo de la Segunda Parte de El Quijote -“De cómo Don Quijote cayó malo, y del testamento que hizo y su muerte”- es una interpolación con la que un clérigo, por darle ejemplaridad a la novela, sustituyó buena parte del texto primitivo y su verdadero final. Pues hubo una cuarta salida del ingenioso hidalgo y caballero, en ella encontró al mago que enredaba sus asuntos, un antiguo soldado manco al que ayudaba un morisco instruido, y consiguió derrotarlos. Así, los molinos volvieron a ser gigantes, las ventas castillos y los rebaños ejércitos, y él, tras incontables hazañas, casó con doña Dulcinea del Toboso y fundó un linaje de caballeros andantes que hasta la fecha han ayudado a salvar al mundo de los embaidores, follones, malandrines e hipedutas que siguen pretendiendo imponernos su ominoso despotismo.

sábado, 18 de mayo de 2024

Los perros la trajeron a pedazos. Svetlana Alexiévich.

Valia Zmitróvich, once años
Actualmente es operaria


No quiero recordar… No quiero recordar, nunca…
Éramos siete hermanos. Antes de la guerra mi madre se reía y decía: «Mientras el sol resplandezca los niños crecerán». Luego, al empezar la guerra, lloraba: «Estos tiempos son tan difíciles… y en casa hay más niños que piojos en costura…». Lúzik (diecisiete años), yo (once), Iván (nueve), Nina (cuatro), Galia (tres), Álik (dos), Sasha (cinco meses)… Un bebé, lloraba y tomaba teta.
En aquella época yo no lo sabía, pero después de la guerra la gente nos contó que nuestros padres mantenían contactos con los guerrilleros y con los prisioneros soviéticos que trabajaban en la planta lechera. Allí trabajaba también la hermana de mi madre. Solo recuerdo que una noche había unos hombres en casa y por lo visto la luz se veía desde fuera, a pesar de que la ventana estaba tapada con una manta gruesa. Se oyó un disparo, dio justo en la ventana. Mamá cogió la lámpara y la escondió debajo de la mesa.
Mi madre cocinaba con patatas; con patatas sabía hacer de todo, decenas de platos. Estábamos preparándonos para una celebración. Recuerdo que toda la casa olía a comida rica. Mi padre segaba el trifolio cerca del bosque. Entonces vinieron los alemanes, rodearon la casa y nos ordenaron: «¡Salid!». Salí con mi madre y tres de mis hermanos. Empezaron a pegar a mi madre y ella gritó:
¡Hijos, entrad en casa!
La pusieron contra la pared debajo de la ventana. Nosotros estábamos pegados a esa ventana.
¿Dónde está tu hijo mayor?
Mi madre contestó:
Está cavando turba.
Llévanos hasta allí.
Metieron a mi madre en el coche a empujones y ellos subieron detrás.
Galia se escapó de casa, pedía gritando que la dejasen ir con mamá. La arrojaron adentro. Mamá también gritaba:
¡Hijos, volved a casa!…
Mi padre regresó corriendo del campo; por lo visto los vecinos le habían informado. Cogió unos documentos y se fue corriendo detrás del coche. Él también nos dijo: «Hijos, meteos en casa». Como si nuestra casa fuera un salvavidas, o como si mamá estuviera allí. Nos quedamos en el patio esperando… Hacia la tarde algunos de mis hermanos se subieron a las puertas del patio, que daban a la calle, otros treparon a los manzanos: a ver si veían a papá o a mamá o a los hermanos que regresaban. Pero desde la otra punta de la aldea llegaba gente corriendo: «Niños, marchaos de casa y escapad. Vuestra familia ya no está. Los alemanes vienen a por vosotros…».
Nos arrastramos hacia el pantano a través de los campos de patatas. Pasamos allí la noche, empezó a amanecer: «¿Qué hacemos?». Me acordé de que nos habíamos dejado a la bebecita en su cuna. Fuimos a la aldea y recogimos a la pequeña. Estaba viva, pero de tanto gritar se había puesto azul. Mi hermano Iván dijo: «Dale de comer». Como si yo pudiera… No tenía tetas. A él le daba miedo que se muriera, me pedía: «Tú inténtalo…».
Entró la vecina.
Niños, si os quedáis aquí vendrán a buscaros. Id con vuestra tía.
Nuestra tía vivía en otra aldea. Le dijimos a la vecina:
Vale, iremos con nuestra tía, pero díganos primero dónde están nuestros padres, nuestro hermano mayor, nuestra hermanita…
Nos contó que los habían fusilado. Que sus cuerpos estaban en el bosque…
Pero vosotros no debéis ir allí, niños.
Saldremos de la aldea y pasaremos por allí para despedirnos de ellos.
No lo hagáis, niños…
La vecina nos acompañó fuera de la aldea, pero no nos dejó ir a donde estaban los restos de nuestra familia.
Pasados muchos años me enteré de que a mi madre le habían arrancado los ojos, le habían arrancado el pelo, le habían cortado los pechos. Soltaron a los perros pastores para que cogieran a la pequeña Galia, que se había ocultado detrás de los abetos y no respondía; los perros la trajeron a pedazos. Mi madre todavía estaba viva, lo comprendía todo… Lo presenció todo…
Después de la guerra solo quedamos mi hermanita Nina y yo. La encontré en casa de unos desconocidos y me la llevé conmigo. Fuimos al comité ejecutivo regional: «Dennos una habitación, viviremos allí juntas». Nos asignaron dos camas en medio del pasillo de la residencia comunal de la fábrica. Yo trabajaba en la fábrica; Nina iba a la escuela. Yo nunca la he llamado por su nombre, siempre la llamo «hermanita». Solo la tengo a ella. Es lo único que tengo.
No quiero recordar. Pero es necesario contarle tu pena a la gente. Es difícil llorar en soledad…

Últimos testigos. Los niños de la II Guerra Mundial. 1985.

lunes, 13 de mayo de 2024

Geórgicas. Emilia Pardo Bazán.

Fue por el tiempo de las majas, mientras la rubia espiga, tendida en las eras, cruje blandamente, amortiguando el golpe del mallo, cuando empezó la discordia entre los del tío Ambrosio Lebriña y los del tío Juan Raposo.
Sucedió que todo el julio había sido aquel año un condenado mes de agua, y que sólo a primeros de agosto despejó el cielo y se metió calor, el calor seco y vivo que ayuda a la faena. «Hay que majar, que ya andan las canículas por el aire», decían los labriegos; y el tío Raposo pidió al tío Lebriña que le ayudase en la labor. Este ruego envolvía implícitamente el compromiso de que, a su vez, Raposo ayudaría a Lebriña, según se acostumbra entre aldeanos.
No obstante, llegado el momento de la maja de Lebriña, el socarrón de Raposo escurrió el bulto, pretextando enfermedades de sus hijos, ocupaciones; en plata, disculpas de mal pagador. Lebriña, indignado de la jugarreta, tuvo con Raposo unas palabras más altas que otras en el atrio de la iglesia, el domingo, a la salida de misa. Por la tarde, en la romería, Andrés, el mayor de Lebriña, después de beber unos tragos, se encontró con Chinto, el mayor de Raposo, y requiriendo la moca o porra claveteada, mirándose de solayo, como si fuesen a santiguarse…; pero no hubo más entonces.
Vivían las familias de Lebriña y Raposo pared por medio, en dos casas gemelas, que el señor había mandado edificar de nuevo para dos lugarcitos muy redondos. Al recogerse aquel domingo, mientras los hombres, gruñones y enfurruñados, mascullaban la ira, las mujeres, sacando a la puerta los tallos o asientos hechos de un tronco, se disponían a pasar las primeras horas de la noche al fresco. En vez de armar tertulia con las vecinas, cada bando afectó situarse lo más lejos que permitía la estrechez de los corrales. La tía Raposo y su hija Joliana, que tenían fama de mordaces y satíricas, tomaron sus panderetas e improvisaron una triada muy injuriosa; en sustancia, venía a decir que, en casa de Lebriña, los hombres eran hembras y las mujeres machos bigotudos. Es de advertir que los Lebriñas debían su apodo, convertido en apellido ya, a cierta mansedumbre tradicional en los varones de la familia, y también conviene saber que Aura Lebriña, moza soltera de unos veinticinco años de edad, lucía sobre sus gruesos y encendidos labios un pronunciado bozo oscuro. Aura no sabía improvisar como las Raposos; pero, ni tarda ni perezosa, recogió el guante, y en prosa vil les soltó una carretera de desvergüenzas gordas, mezcladas con maldiciones a los hombres, gallinas cluecas, que no tenían alma para cosa ninguna. Al oír la pauliña de Aura, el tío Ambrosio asomó la nariz, y empujando a su hija por los hombros, la hizo retirar, mientras los de Raposo la perseguían con pullas irónicas.
Pocos días después, yendo Chinto Raposo armado de gavilo, a cortar tojo en el monte, vio a Aura Lebriña que lindaba su vaca en una heredad de maíz. Aunque tostada del sol, como la heroína de los cantares, y aunque de boca sombreada y recias formas, la moza no era despreciable, y al mozo se le ocurrió burlarla, más tentado por el fino gusto de pisotear a los Lebriñas que por los atractivos de la pastora. Y avínole mal, porque en el país galiciano, la mujer, hecha a trabajos tan rudos como el hombre, le iguala en fuerza física, y a veces le supera, y en el juego de la lucha no es raro el caso de que salgan vencedoras las mujeres. Sin más armas que sus puños, Aura sujetó a Chinto y le dio una paliza con el mango de la guadaña, mientras la vaca, pendiente el bocado de hierba entre los belfos, fijaba en el grupo sus ojazos pensativos. Molido y humillado, Chinto Raposo se vengó cobardemente; aprovechó un descuido de Aura, y metiéndole de pronto la mano en la boca y apartando con violencia los dedos pulgar e índice, rasgó las comisuras de los labios. La sorpresa y el dolor paralizaron un instante a la amazona, y Chinto pudo huir.
Todo el día lloriqueó la muchacha desesperadamente, porque el eterno femenino salta también de entre los terrones, y la infeliz temía quedar desfigurada. Las malditas comadres de las Raposos, desde su puerta, se mofaban de Aura sin compasión, apodándola Boca Rota, y Aura, en sorda voz, murmuraba que, si se había concluido ya la casta de los hombres, saldrían a plaza las mujeres, y se vería lo que eran capaces de hacer.
Andrés Lebriña, muy descolorido, oía a su hermana y callaba como un muerto. Estos silencios cerrados son de mal agüero en las personas pacíficas. Sin embargo, pasó una semana, las heridas de Aura empezaron a cicatrizarse, y los Raposos, más insolentes que nunca, se reían en público de toda la casta de Lebriña. El día de la feria, Chinto Raposo cargó un carro de repollos y bajó a la ciudad a venderlo. Regresaba, anochecido ya, algo chispón, con el carro vacío, y al sepultarse en uno de esos caminos hondos y angostos, limitados por los surcos de la llanta, recibió a traición un golpe en el duro cráneo y luego otro, que le derribó aturdido como un buey. En medio de su desvanecimiento sintió confusamente que algo muy pesado y duro le oprimía el pecho: eran unos zuecos de álamo, con tachuelas, bailando el pateado sobre su esternón.
Cuando suceden estas cosas en la aldea, en verdad os digo que rara vez pasa el asunto a los tribunales. El labriego, por una parcelilla de terreno, por un tronco de pino, por un puñado de castañas se apresurará en acudir a la justicia: la propiedad entiende el que ha de defenderse por las vías legales; pero la seguridad personal es cuenta de cada quisque: contra palos, palos, y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. En la aldea, el que más y el que menos tiene sobre su alma una buena ración de leña administrada al prójimo y nadie quiere habérselas con escribanos procuradores y jueces, negras aves fatídicas, que traen la miseria entre su corvo pico.
Antes que Chinto Raposo pudiese levantarse de la cama, donde permanecía arrojando en abundancia bocanadas de sangre, sus dos hermanos menores, Román y Duardos, le había jurado la vendetta. Andrés Lebriña, por su parte, trataba de esconderse; pero el labriego ha de salir sin remedio a su trabajo, y la fatalidad quiso que le llamasen a jornal en la carretera en construcción, adonde también acudían los Raposos. Estos velaron a su enemigo, como el cazador a la perdiz, y aprovechándose de una disputa que se alzó entre los jornaleros, arrojaron a Andrés sobre un montón de piedra sin partir, y con otra piedra le machacaron la sien. Se formó causa, pero faltó prueba testifical: nadie sabe nada, nadie ha visto nada en tales casos. El señor abad de la parroquia de Tameige rezó unos responsos sobre el muerto y hubo una cruz más en el campo santo: negra, torcida, con letras blancas.
El golpe aplanó completamente a los Lebriñas. Ellos eran gente apocada, resignada, y solo a fuerza de indignación y ultrajes había salido de sus casillas Andrés. También los Raposos, astutos en medio de su barbarie, creyeron que, después de suprimir a un hombre, les convenía estarse callados y quietos, por lo cual cesaron completamente las provocaciones e invectivas de las mujeres desde la puerta.
Sin embargo, había alguien que no olvidaba al que se pudría bajo la cruz negra del cementerio: Aura, la hermana, la que se había llevado toda la virilidad de la familia. Vestida de luto, en pie en el umbral de su casucha, ronca a fuerza de llorar, lanzaba a la casa de los Raposos ardientes miradas de reto y maldición. Y sucedió que al verano siguiente, cuando la cosecha recogida ya prometía abundancia, una noche, sin saber por qué, prendióse fuego el pajar de Raposo y a la vez aparecieron ardiendo el cobertizo, el hórreo y la vivienda. Los Raposos, aunque dormían como marmotas, al descubrirse el fuego pudieron salvar, sufriendo graves quemaduras, solo a uno de los hijos. A Román, el que pasaba por autor material de la muerte de Andrés Lebriña, se le encontró carbonizado sin que nadie comprendiese cómo un mozo tan ágil no supo librarse del incendio.
Aquí tienen ustedes lo que aconteció en la feligresía de San Martín de Tameige por no querer los Raposos ayudar a los Lebriñas en la faena de la maja.


domingo, 12 de mayo de 2024

Explicar. Alejandra Pizarnik.

 explicar con palabras de este mundo

que partió de mí un barco llevándome


 

 

 

sábado, 11 de mayo de 2024

Orfeo y Eurídice. Enrique Anderson Imbert.

Orfeo recordó lo que los reyes de la Muerte le habían prevenido: «Podrás llevarte, resucitada, a Eurídice; vete, y Eurídice te seguirá: pero cuando salgas de este subterráneo de sombras no debes mirar hacia atrás; si lo haces, perderás para siempre a Eurídice».
Entonces Orfeo, comprendiendo que de nada le serviría porque él, por naturaleza, no estaba hecho para amar a ninguna mujer, tomó la delantera y por encima del hombro miró a Eurídice.
Desde el fondo del infierno oyó, como en un lejano eco, la voz de las dos veces muerta Eurídice. Y ese «adiós» sonó con todo el desprecio de una mujer muy mujer a un hombre poco hombre.

El gato de Cheshire, 1965.

jueves, 9 de mayo de 2024

Fragmento 143. Fragmento de Lluvia. Libro del desasosiego. Fernando Pessoa.

Me dan más pena los que sueñan lo probable, lo legítimo y lo próximo, que los que devanean sobre lo remotísimo y extraño. Los que sueñan en demasía, o son locos y creen en lo que sueñan y son felices, o son simples devaneadores para quienes el devaneo es una música del alma que los arrulla sin decirles nada. Pero el que sueña lo posible tiene la posibilidad real de la verdadera desilusión. No me puede pesar mucho el haber dejado de ser emperador romano, pero puede dolerme el ni siquiera haberle hablado nunca a la costurera que, hacia las nueve, vuelve siempre la esquina que queda a la derecha. El sueño que nos promete lo imposible ya en eso mismo de él nos priva, pero el sueño que nos promete lo posible se entromete con la propia vida y delega en ella su solución. Uno vive exclusivo e independiente; el otro sometido a las contingencias de lo que acontece.
Por eso amo los paisajes imposibles y las grandes áreas desiertas de las llanuras donde nunca estaré. Las épocas históricas pasadas son de pura maravilla, pues evidentemente no puedo imaginar que se realizarán conmigo. Duermo cuando sueño lo que no hay; voy a despertarme cuando sueño lo que puede haber.
Me asomo, desde una de las ventanas con balcón de la oficina abandonada al mediodía, a la calle donde mi distracción siente movimientos de gente en los ojos, y no los ve desde la distancia de la meditación. Duermo sobre los codos donde el pasamanos me hace daño, y sé de nada con una gran promesa. Los pormenores de la calle detenida por donde muchos andan se me destacan con un alejamiento mental: las cajas apiladas en el carro, los sacos a la puerta del almacén del otro, y, en el escaparate más apartado de la mercería de la esquina, el vislumbre de las botellas de aquel vino de Oporto que sueño que no puede comprar nadie. Se me aísla el espíritu de la mitad de la materia. Investigo con la imaginación. La gente que pasa por la calle es siempre la misma que pasó hace poco, es siempre el aspecto fluctuante de alguien, manchas de movimiento, voces de incertidumbre, cosas que pasan y no llegan a suceder.
La anotación con la conciencia de los sentidos, antes que con los mismos sentidos… La posibilidad de otras cosas… Y, de repente, resuena, en la oficina y por detrás de mí, la llegada metafísicamente abrupta del mozo. Siento que podría matarlo por haberme interrumpido lo que no estaba pensando. Lo miro, girándome, con un silencio lleno de odio, escucho anticipadamente, con una tensión de homicidio latente, la voz que va a usar para decirme alguna cosa. Él sonríe desde el fondo de la casa y me da las buenas tardes en alta voz. Lo odio como odio al universo. Tengo los ojos pesados de conjeturar.

Libro del desasosiego, 1982.

domingo, 5 de mayo de 2024

Miles de ojos. Mario Benedetti.

Desde temprano habían menudeado las llamadas de felicitación. Para el ex torturador (todavía no se sentía cómodo con esa partícula: ex) ya no había peligro. La tan cuestionada ley de amnistía ahora tenía el aval del voto popular. A las felicitaciones él había respondido con risas, con murmullos de aprobación, con entusiasmo, sin escrúpulos. Sin embargo no se sentía eufórico. Desayunó a solas, como siempre. A pesar de sus cuarenta, se mantenía soltero. Estaba Eugenia, claro, pero en una zona siempre provisional. Recogió los diarios que habían deslizado bajo la puerta, pero se salteó precisamente aquellas páginas, aparatosamente tituladas, que analizaban la ahora confirmada amnistía. Sólo se detuvo en Internacionales y en Deportes. Luego se dedicó a regar las plantas y el césped del fondo. La recomendación oficial decía que, hasta nuevo aviso, era imprescindible ahorrar agua corriente y prohibía especialmente el riego de jardines. Pero él gozaba de amnistía. Todo le estaba permitido. Si le habían perdonado torturas, violaciones y muertes, no lo iban a condenar por un gasto excesivo de agua. Democracia es democracia. El agua salía con fuerza tal que algunos tallitos, los más débiles, se inclinaban e incluso hubo uno que se quebró. Lo apartó con el pie. Así estuvo dos horas. Regaba y volvía a regar, dos o tres veces las mismas plantas, que ya no agradecían la lluvia. Cuando sintió en los pies el frío de las zapatillas húmedas, cerró por fin la canilla, entró en la casa y se vistió informalmente para ir al supermercado. Una vez allí, hizo un buen surtido de bebidas y comestibles hasta llenar prácticamente el carrito y se puso en la cola de la Caja. Un signo de igualdad y fraternidad, pensó: aunque estaba amnistiado, de todos modos se resignaba a hacer la cola. De pronto sintió que una mano fuerte le tomaba el brazo y experimentó una corriente eléctrica. ¿Como una picana? No. Simplemente una corriente eléctrica. Se dio vuelta con rapidez y con cierta violencia y se encontró con un vecino de rostro amable, un poco sorprendido por la reacción que había provocado. Disculpe, dijo el señor, sólo quería avisarle que se le cayó la billetera. Él sintió que las mejillas le ardían. Emitió un breve tartamudeo de excusas y agradecimiento y recogió la billetera. Precisamente en ese momento había llegado su turno, así que fue colocando sus compras frente a la cajera, pagó, y metió todo en la bolsa que había traído a esos efectos. Cuando abandonaba el supermercado, oyó que alguien le decía, al pasar, enhorabuena, nadie hizo comentario alguno pero él comprobó que uno de los clientes, un bancario que pasaba a diario frente a su casa haciendo jogging, levantaba inequívocamente las cejas. Pensó en los perros de caza, cuando, al detectar la proximidad de la presa, levantan las orejas. ¿Él sería la presa? Boludeces, muchacho, boludeces. Estoy amnistiado. Un hombre sin deudas con la sociedad. Todo lo hice por obediencia debida (con alguna yapa, como es natural), mi conciencia y yo estamos en paz. Ya en la casa, fue vaciando la bolsa, metió en la heladera lo que correspondía, y lo demás en la despensita, sin mayor orden. Mañana, cuando viniera Antonia a hacer la limpieza, sabría a qué estante pertenecía cada cosa. Encendió la radio pero sólo había rock, así que la apagó y se quedó un buen rato contemplando el techo y sus crecientes manchas de humedad. Llamar al constructor, anotó mentalmente. Después fue al dormitorio, se desnudó, se duchó, se vistió de nuevo pero con ropa de salir, fue al garaje, encendió el motor del Peugeot, pensó hacer todo el camino por la Rambla pero mejor no, siempre es más seguro por Bulevar España y Maldonado. Qué tontería. ¿Más seguro? Vamos, vamos, si estoy amnistiado. Y rumbeó hacia la Rambla. No había muchos coches. A la altura del puertito del Buceo, lo pasó un Mercedes, que de pronto frenó. El conductor le hizo señas para que se detuviera. Él vaciló. Sólo por una décima de segundo. El corazón le golpeaba con fuerza. La Rambla jamás es segura. Fue sólo un instante, pero en ese destello calculó que, si bien había suficiente distancia como para esquivar al otro coche y huir, el motor del otro era mucho más potente y le daría alcance sin problemas. De modo que se resignó y frenó junto al Mercedes. El otro asomó una cara sonriente. Lleva la valija abierta, amigo, ¿no se había dado cuenta? No, no se había dado cuenta, así que dijo gracias, ha sido muy amable, y se bajó para cerrar la valija. Sin embargo, la valija no estaba abierta. Todo él se llenó de sospecha y prevención, pero el Mercedes ya había arrancado y se había perdido tras la curva. Miró hacia atrás, hacia el costado, hacia adelante. No había otros coches a la vista. ¿Podría ser que la valija se cerrara sola? ¿Por qué no? Boludeces, muchacho, boludeces. Pero cuando volvió a empuñar el volante, dejó abierta la gaveta donde estaba el revólver y por supuesto no siguió por la Rambla. Cuando llegó al Centro, y a pesar de que en esa cuadra había dos sitios libres, no se arriesgó a dejar el coche en la calle y lo llevó a una playa de estacionamiento. Recordó que debía comprarse una camisa. Entró en una tienda y le dijo al vendedor que la quería blanca, de mangas largas, para vestir. ¿Es para usted? Sí, es para mí. ¿La quiere con el cuello flojo o más bien apretado? ¿Cómo apretado, qué quiere decir con eso? Oh, no lo tome a mal, me parece bien que lo quiera flojo, hoy en día nadie usa una camisa que lo estrangule. Hoy en día. Naturalmente. Hoy en día nadie. Estoy amnistiado. Nadie quiere que lo estrangulen. Ya no se usa. Se llevó la camisa blanca, para vestir, de mangas largas, y de cuello flojo (39 en vez de 38, que era su número). Le pareció carísima, pero no quería llamar la atención, así que pagó con un gesto de soberbia y a la vez de despreocupación por el dinero, y empezó a caminar por Dieciocho. Desde un auto, detenido porque el semáforo estaba en rojo, un desconocido le gritó: felicidades. ¿Quién será? Por las dudas saludó con la mano y entonces el otro le mostró la lengua. Su intención fue acercarse, pero el semáforo se había puesto verde y el auto arrancó con estruendo, entre las risotadas de sus ocupantes. Guarangos, sólo eso, se dijo. Pero por qué lo de felicidades. ¿Por la amnistía? ¿O simplemente había sido una palabra amable, destinada a servir de contraste con el gesto ofensivo que la iba a seguir? Vaya, después de todo no era la primera lengua que veía, por cierto había visto otras, más dramáticas que la de ese idiota. Cosas del pasado. Abur. Por orden del presidente, la buena gente había cerrado los ojos de la nuca. Ahora ya no iban a escribir verdugos a la cárcel, verdad y justicia, y otras sandeces. Ahora habían aprendido a decir: se le cayó la billetera, enhorabuena, amigo lleva la valija abierta, felicidades. Almorzó solo, en un restaurante donde nadie lo conocía. Sin embargo, cuando estaba en el churrasco a la pimienta, vio que desde otra mesa alguien lo saludaba, pero estaba tan lejos que su miopía no le permitió distinguir quién era. Al rato vino el mozo con una tarjetita. El nombre era del corresponsal de una agencia internacional, y había unas líneas recién escritas: Tengo sumo interés en hacerle una entrevista. Sobre la amnistía, ya se lo habrá imaginado. Le pidió al mozo que le dijera a ese señor que muchas gracias, pero que no era posible. Ya no pudo seguir comiendo a gusto. Al concluir no pidió café sino un té de boldo, pero ni así. Salió rápidamente, sin mirar al corresponsal, que se quedó en el fondo, haciendo señas en vano. Iría a lo de Eugenia, era la hora. Ella le había telefoneado bien temprano para decirle que lo esperaba con champán. Un alivio. Por lo menos aquel apartamento, que él había financiado, era tierra conocida y no devastada. Eugenia estaba vestida poco menos que para una fiesta. Estarás tranquilo ahora, me imagino, fue la bienvenida. Sí, bastante. Pero no lo estaba y ella lo advirtió. No seas estúpido, mi amor, ese asunto se acabó, ya lo dijo el presidente, ahora hay que mirar hacia adelante. En una ocasión como ésta, y tras el brindis de rigor (por la democracia, dijo Eugenia, y soltó una carcajada), estaba más que cantado que irían a la cama. Y fueron. Durante todo el trámite, él estuvo con la cabeza en otra parte, pero así y todo pudo cumplir como un buen soldado. En un momento, ella había apretado su abrazo de forma exagerada y él sintió que se asfixiaba. Por un momento tuvo pánico, casi se mareó. ¿Será el abrazo, o el anís tendría algo? ¿Será posible? ¿Nada menos que Eugenia? Afortunadamente, todo pasó, Eugenia había aflojado el abrazo, dijo que había estado regio, él pudo respirar normalmente, y ella empezó a besarlo, como lo hacía siempre en la etapa post coitum, de abajo hasta arriba. De pronto él anunció que se iba. ¿Ya? Esta noche tengo una reunión y quiero estar despejado, quiero dormir un poco. ¿Es por la amnistía? No, dijo él, receloso, es por otra cosa. ¿Y dónde es? Él la miró, desconfiado. A esta altura del partido, no iba a caer en trampa tan ingenua. También podía suceder que, precisamente por ser tan ingenua, no fuese trampa. Todavía no lo sé, me avisarán esta tarde. Nublado está mi cielo, dijo ella, sí, es mejor que te vayas, a ver si mañana estás menos tenso. Estoy cansado, sólo eso. Bajó a la calle, caminó unas cuadras hasta donde había dejado el auto y antes de arrancar lo examinó con cuidado. Esta vez no tomó por la Rambla, entre otras cosas porque soplaba un viento que auguraba tormenta. Trató de ir esquivando (antigua precaución) las esquinas con semáforos, que obligaban siempre a detenerse y de hecho convertirse en blanco fijo. Cuando llegó a casa, notó con asombro que la luz de la cocina estaba encendida. ¿Y eso? ¿La habré encendido yo mismo hoy temprano, y luego, cuando me fui, como era de día, no me di cuenta? Vaya, todo estaba en orden. Quería descansar. Abrió la cama, se quitó la ropa
(siempre dormía desnudo) y tomó un somnífero suave, suficiente para descansar unas horas. Por supuesto, no tenía ninguna reunión esta noche. Experimentó un cosquilleo de satisfacción cuando advirtió que sus ojos se iban cerrando. Sólo cuando estuvo profundamente dormido, comenzó a recorrer un corredor en tinieblas, una suerte de túnel interminable, cuyas paredes eran sólo ojos, miles y miles de ojos que lo miraban, sin ningún parpadeo. Y sin perdón.

Despistes y franquezas, 1989.

sábado, 4 de mayo de 2024

Futuro imperfecto. Julia Uceda.

Cuando anochezca

¿qué puedo hacer con la memoria,

dónde guardo la barca de esos años,

dónde los imperdibles del soneto,

el llanto del cristal en las ventanas,

la amarga margarita,

el tiempo fraternal y fracturado?


Se habrá roto el zafiro

y por el suelo correrá, ya libre,

lo prisionero.

                         (El perro ladra y su ladrido

me arranca de la sombra en que caía).


Pero, de todos modos,

los helechos aquellos se quemaron,

la rosa -¿de quién era?- continúa

en algún libro, no sé cuál. A estas alturas

¿verdad que todo da lo mismo?

Hablando con un haya, 2010.

viernes, 3 de mayo de 2024

En la misma nube de Jagger. Rafael Chaparro Madiedo.

Definitivamente sin Mick Jagger el mundo no sería lo mismo. Gracias Mick por esa canción llamada I can't get no satisfaction. Gracias Mick por la forma como dices don't play with me because you play with fire mientras uno se toma una cerveza en el fondo de  un bar junto al humo desolado de un cigarrillo azul en una noche de jueves mientras llueve, mientras hace frío, mientras pasan los buses atestados de cabecitas inciertas que salen del trabajo, mientras el bar se llena de soledades oscuras que vienen a meterse unos vodkas entre su piel, entre sus ojos, mientras afuera es de noche y adentro sigue usted señor Mick Jagger vomitando esas palabras de sus labios gruesos y groseros, esas palabras duras y secas, esas palabras llenas de whisky, besos y dólares. Gracias señor Mick Jagger por haber votado a la física mierda sus estudios de economía de la London School for Economics. Gracias por haber conocido a Keith Richards. Gracias por sentir ese mismo sentimiento que a veces se siente cuando todo llega y todo se va, ese sentimiento de vacío ante la estupidez del mundo, de las palomas y de las nubes, ese sentimiento parecido a las luces que no permite obtener satisfacción.


John Lennon tuvo que decir que era más popular que Jesucristo para ganar más popularidad. Usted señor Mick Jagger no tuvo necesidad de hacer eso. Usted llegó en helicóptero hasta donde el  obispo de la Iglesia anglicana y hablaba de la juventud, usted le dijo al obispo que un cacho de marihuana servía para ampliar un poco más las funciones cerebrales, usted señor Mick Jagger almorzó con el obispo anglicano y de nuevo se montó a su helicóptero, se fue para las nubes y siguió diciendo out of my cloud, fuera de mi nube, vete para la mierda, vete para la mierda la hipocresía, vete para la mierda las corbatas, vete para la mierda el pelo corto, vete para la mierda la guerra, vete para la mierda la reina y el rey y el príncipe, vete para la mierda las canciones dulzarronas de Lennon o  McCartney, vete para la mierda el arroz chino, Biafra, Vietnam, Nixon, el frío de Londres, los turistas, los productores, las giras, los hoteles, los periodistas, las lechugas, la crema dental, las naranjas, los estilógrafos, la bolsa de Nueva York, la de Tokio, la de Berlín.
Señor Mick Jagger: usted tiene casi cincuenta años y se le notan. Usted ha vivido como por veinte. Usted siempre fue un niño. A usted señor Mick Jagger siempre le gustaron las mujeres frágiles. Bueno en realidad le han gustado siempre de todos los gustos.
Cuando empezaron, cuando apenas eran unos cagones que tenían que pagarle a la gente para que fueran a sus conciertos, tenían que encerrarlos como cerdos en un apartamento para que se pusieran de verdad a componer canciones.


Señor Mick Jagger: siga siendo niño, siga siendo así, siga mamándole gallo a la muerte en cada canción, en cada concierto, en cada estudio de grabación. Señor Jagger, gracias a usted repetí cuarto de bachillerato, gracias a usted supe que la vida a veces sabe a cero en matemáticas, gracias a usted supe que había otras cosas más allá de Bogotá, Colombia, Suramérica, gracias a usted supe que estábamos de algún modo en la misma nube de opio. 

Un poco triste, pero más feliz que los demás. 2014.

jueves, 2 de mayo de 2024

Unos ojos fatigados. Guillermo Martínez.

El hombre que me abre la puerta es viejo, aunque no de los más viejos que me han tocado. Tiene unos ojos fatigados, con esa fragilidad algo acuosa de la edad, pero la mirada es lúcida, casi hiriente, y sus maneras son dignas y calmas. Cierra la puerta y se mueve con lentitud de regreso a su sillón, como si fuera un trayecto peligroso en el que tuviera que poner sumo cuidado; sólo cuando logra sentarse me indica otro sillón enfrente de él. Se sirve un vasito de licor de una botella facetada con una mano que tiembla ligeramente. Un Parkinson todavía controlable.
Discúlpeme por la hora —me dice—; espero no haberlo despertado.
No, duermo muy poco —lo tranquilizo—. Y realmente quería salir, en todo el día no había tenido llamados.
¿No llaman mucho, entonces? —sus párpados se alzan un poco; las pupilas son de un color celeste acerado, pero a la luz de la lámpara se ven casi grises.
Sí llaman. Bastante. Más de lo que nadie hubiera supuesto en un principio. Sólo que no me llaman a mí.
Entiendo —dijo—: vi los otros avisos. ¿Qué prefieren? ¿Mujeres? ¿Sacerdotes?
Mujeres, supongo, sí. Pero no en un sentido sexual, casi nunca. Buscan caras parecidas. A la madre, a una antigua novia; alguien que les recuerde a un ser querido. Pero también hay modas. Muchos piden enfermeras, o médicos.
¿Y quiénes lo piden a usted? —su mirada parece por un momento irónica pero la atenúa enseguida una sonrisa cortés.
Ex académicos, sobre todo. Universitarios, escritores. Gente que todavía tiene bibliotecas, como usted, y quieren una conversación "filosófica".
No, no se preocupe, nada de conversaciones. Sólo quiero terminar mi copita. ¿Puede creer que ellos intentaron enviarme un verdadero filósofo?
Bueno, se supone que tienen que intentarlo todo. ¿Cuántos embajadores tuvo?
¿”Embajadores"? ¿Así los llaman? —se sonríe y mueve la cabeza—. A veces pueden ser graciosos. Fueron siete en total, llevé la cuenta. Son verdaderamente ingenuos, estuve a punto de escribir un último ensayo: el desfile de las razones para seguir. Me enviaron incluso una prostituta, una chica joven. Joven de verdad. Tuve que decirle: M'hijita, podría haberlo considerado... ¡hace cien años!
En general envían sólo tres. Pero escuché hablar de casos como el suyo. Son los que consideran una anomalía. Usted no es tan viejo, no parece enfermo, ni perdió las facultades mentales: yo veo únicamente un Parkinson muy suave.
Sí, estoy sano, eso los desesperaba sobre todo. En un momento llegué a pensar que en realidad me estaban estudiando, debajo de distintos disfraces. O que era una clase de trampa legal, y que nunca dejarían de sucederse, uno tras otro. Pero evidentemente se resignaron, esta mañana me llegó el permiso oficial. Me dediqué a buscar la persona apropiada toda la tarde. Vi muchos avisos en la red, pero no sabía a quién llamar. Del suyo me gustó el título: Un final definitivo. Eso es exactamente lo que quiero: que sea definitivo— suspira y deja en la mesa el vasito vacío—. ¿Lo tiene en el maletín?
Sus ojos vuelven a mirarme y otra vez me llama la atención el color cambiante de las pupilas bajo la luz. Apoyo el maletín en la mesita y lo abro con cuidado. Parece decepcionado al ver sólo una jeringa.
No —dice—: tiene que ser algo más drástico. Si no le parece mal, voy a buscar mi escopeta. No pienso dejarles el cerebro. Son como buitres y están en todas partes: en las morgues, en los cementerios, en los hospitales. Sé que se infiltran incluso entre ustedes para recuperar la masa encefálica.
Como usted quiera —digo.
Lo dejo incorporarse y caminar dos pasos, hasta que me vuelve la espalda. Me acerco por atrás, le paso el brazo izquierdo debajo del cuello, abro la palma sobre la nuca y empujo con fuerza hacia adelante. Es el procedimiento alternativo, y se supone que preserva por unos minutos el flujo sanguíneo a la cabeza. Llamo por teléfono mientras doy vuelta con una mano el cuerpo delgado y reseco. Alzo con cuidado uno de los párpados para mirar la pupila de cerca.
¿Recuperable o irrecuperable? —me preguntan.
Recuperable —contesto—. Pero cambié de idea sobre el trato. Prefiero quedarme con algo para mi colección.
Sólo puede ser algo externo —me advierten.
Los ojos —digo—. Creo que son antiguos. Creo que son auténticos ojos humanos.

Una felicidad repulsiva, 2013.

miércoles, 1 de mayo de 2024

Fe, esperanza y caridad. Luciano G. Egido.

-¿Hay un cielo, Nancy?
-No lo sé. Creo.
-¿Crees en qué?
-No lo sé. Pero creo.
William Faulkner.


Antes de trasladarlo a un pueblo de la provincia de Zamora, don Manuel Bueno, nuestro cura párroco, no creía en Dios; pero les hacía creer a sus feligreses que creía para no desesperarlos más de lo que estaban. Sus feligreses tampoco creían; pero le hacían ver que creían para que él creyera que lo necesitaban.