Hace unos años compré por internet
un fragmento de criptonita. Antes de que ocurriera lo de mi gato
Carygrant, aquella piedra supuestamente llegada de Kripton ocupaba
siempre el mismo lugar en mi cajón de las bragas y podía verla nada
más abrirlo, pegada a la esquina izquierda, ahí, justo encima del
sobre de papel de estraza donde tengo por costumbre meter cada sábado
la paga semanal del súper. A veces, sobre todo si había tenido un
día especialmente atroz en el trabajo, me gustaba entrar en mi
dormitorio, pararme ante el espejo de la cómoda con la blusa del
uniforme medio desabrochada, abrir el cajón y buscarla a tientas. Me
gustaba sentir su frío mineral entre los dedos, rozarme con ella el
lóbulo de las orejas y la garganta, mientras el pobre Carygrant,
tumbado sobre la cama, espiaba mi reflejo en el estaño carcomido,
igual que un esposo paciente.
¿Que
cómo descubrí que la criptonita existía? Pues de la forma más
tonta y americana que uno pueda figurarse, la verdad. Sentada un
sábado por la tarde en la penumbra de un cyber de mi barrio, rodeada
de amantes de la pornografía infantil y los videojuegos salvajes, di
por casualidad con Kriptonya, la página de dos geólogos yanquis de
la universidad de Wichita, Wisconsin, llamados Parker Lewinston y
Cole J. Bowles. La web contaba que doce meses antes aquel par de
treintañeros de pelo pajizo que ahora mostraban impúdicamente sus
dentaduras caballunas mientras sonreían a cámara, abrazados como
viejos amigos de la escuela y con esa expresión radiante de quienes
han conseguido forrarse a una edad razonable, habían recibido una
beca estatal para financiar su viaje al este de Europa y llevar a
cabo una prospección experimental en la zona sur de Serbia.
Seguramente, Lewinston y Bowles habían sido los dos hombres más
felices del mundo durante aquella expedición, porque en Serbia
todavía humeaban las hogueras de los últimos bombardeos y sólo las
ventanas vacías de las granjas abandonadas que iban dejando atrás
parecían espiarles con cierto aire censor. Lewinston y Bowles,
acostumbrados a alimentarse con sándwiches de pavo y soledad de
laboratorio, no echaron de menos su casi total ausencia de contacto
con otros seres humanos durante el periodo que pasaron dinamitando el
suelo serbio como dos nibelungos febriles. Qué va. Apenas hablaban
entre ellos y tampoco parecía impresionarles mucho aquel entorno
fantasmagórico, donde de vez en cuando encontraban algún esqueleto
de animal en el claro de un bosque, o un trozo de pierna infantil con
los cordones de la bota todavía perfectamente anudados a la entrada
de una aldea ennegrecida por el fuego.
Durante
unos meses, Lewinston y Bowles habían seguido cavando agujeros por
todas partes sin inmutarse hasta que al fin dieron con un pequeño
pozo abandonado desde antes de la guerra. No fue necesario que
utilizaran la fuerza en esta ocasión. Igual que una mujer
desfallecida al pie del camino por culpa del hambre y el horror
continuados, aquella mina se abrió de piernas para ellos sin ofrecer
resistencia y dejó que los dos recorrieran excitados varias de sus
galerías subterráneas y hallaran sus paredes recubiertas de un
cristal semiopaco, sorprendentemente parecido en su tono verdoso y,
según comprobaron luego, también en su composición química
(hidróxido de sodio, boro y litio fusionado con flúor) al mineral
radiactivo que conseguía dejar fuera de combate al pobre Superman.
Continué
leyendo. Kriptonya avalaba la autenticidad de cada pedazo de piedra
extraída en aquel yacimiento serbio con un certificado firmado ante
notario. Cómo resistirse. Yo al menos ya no pude hacerlo, cuando
cometí el error de echarle una ojeada al catálogo de piezas de
criptonita que se hallaban disponibles. Las había de todos los
tamaños, formas y precios, un surtido infinito de galletas verde ojo
de pantera. Al final, medio deslumbrada por la luz fría que emanaba
de ellas, me decidí a comprar un guijarro pequeño, un fragmento
redondo y algo más oscuro de lo normal, que era el único que podía
permitirme con mi sueldo.
No
me planteé, lo reconozco, que algo tan minúsculo pudiera resultar
peligroso. La ciencia no lo había previsto, de hecho la página de
Lewinston y Bowles aseguraba que la criptonita era inofensiva.
Después de someterla a cientos de pruebas clínicas, sus
descubridores ratificaron que se trataba de un compuesto que no
poseía ni medio átomo de radiactividad, duro como el diamante, sí,
pero perfectamente inútil si no fuera por su turbia belleza. Imagino
que a muchos de esos ex niños de los años setenta que en su día
habíamos acudido en manada al cine con anoraks y pasamontañas, y
vimos sufrir al pobre Christopher Reeves un tremendo cólico de riñón
cuando aquellos tres malvados que viajaban por toda la galaxia
metidos en un prisma romboidal le acercaron al rostro un pedrusco
made in Kripton, nos dio igual que la criptonita auténtica fuera tan
inservible como el cristal de un culo de vaso. Aunque, en honor a la
verdad confieso que a mí Superman me parecía mucho más
irresistible sin el caracol engominado de la frente, cuando sentía
que todos sus superpoderes se le evaporaban como por arte de magia a
través del tejido interestelar de sus mallas azules sin que él
pudiera hacer nada para evitarlo; cuando notaba, perplejo, que por
primera vez en su vida le estaba saliendo sangre por la nariz tras
recibir la soberana paliza de un camionero, una sangre de color café
americano; cuando, en fin, miraba suplicante a Louis Lane tumbado en
el suelo, como pidiéndole que por favor no lo abandonara en aquel
bar de carretera aunque tuviera una pinta tan lamentable, con esas
gafas torcidas de miope y la camisa afranelada de cuadros abrochada
hasta el último botón. No sé. Creo que a mí en el fondo me
gustaba saber que un tipo tan formidable como Superman podía verse
metido en apuros por culpa de algo en apariencia insignificante. La
piedra de Kripton era un misterio de reducidas dimensiones y un
alcance galáctico. Por eso, supongo, me gasté trescientos klanhams
y pagué con la tarjeta de crédito mi rescoldo de criptonita, porque
creía en ella y en sus poderes secretos, dijeran lo que dijeran
aquellos dos bobos de Lewinston y Bowles. Recuerdo aún la emoción
que sentí la mañana en que el cartero llamó al timbre y me sacó
de la cama para entregarme un paquete de cartón, cuidadosamente
precintado y mil veces más grande que el tesoro que contenía. Era
como si de pronto me hubiera llegado por correo el manual de
instrucciones de la perfecta mujer fatal, y yo pudiera decidir
libremente si quería o no utilizarlo. En aquel instante elegí
guardarla en el cajón de las bragas de mi habitación, y no
enseñársela nunca a nadie, ocultarla como se silencian algunos
adulterios prolongados entre vecinos de rellano o la extraña
fijación a la ropa interior equivocada de un honorable padre de
familia.
Nada
de lo que luego pasó había sucedido aún y yo fantaseaba a veces,
me imaginaba que en cuanto esa zorra de la señora Curski se dignara
por fin a pagarme las horas extra de las últimas navidades, llevaría
mi criptonita al bazar de baratijas y babuchas puntiagudas de la
calle Trementine y le pediría al dueño, un pakistaní enorme y
silencioso con manos de color estradivarius, que la engarzara en un
colgante de plata oscura, casi negra. Pero la verdad es que nunca
llegué a hacerlo, igual que nunca he sido capaz de dejar de morderme
las uñas, por más que lo haya intentado. Después de un tiempo
siempre acabo acostumbrándome al sabor a azufre y al hedor de los
remedios que me aconseja la rubia señorita Plenfes, que es la dueña
de la farmacia que hace esquina con la calle Lenin. Sigo comiéndome
las uñas, a pesar de que aúllo de dolor cuando friego los platos y
de que me da mucha vergüenza enseñar las manos en ese estado de
onicofagia crónica. Miro mis dedos en carne viva, encojo los
hombros, y opto por meter las manos en los bolsillos del abrigo o por
esconderlas detrás de la espada. Me resigno, del mismo modo que
cuando al final la zorra de Curski accedía a abrir la caja fuerte de
la oficina refunfuñando y saldaba su deuda con un puñado de
billetes mugrientos. Para entonces yo ya necesitaba invertirlos en un
par de medias, en un recibo atrasado del agua o en un frasco de
champú especial para gatos albinos. Aun así, pese a las promesas
incumplidas, mi pequeña criptonita me alegraba cada regreso a casa y
me gustaba tanto el solo hecho de poseerla como atravesar descalza
las baldosas frías del pasillo con Carygrant enredado entre las
piernas, o comer a cucharadas una tarrina de helado de plátanos y
nueces, robada por la tarde en la tienda de la bruja Curski, sentada
a oscuras en el sofá, frente al viejo televisor en blanco y negro,
con el cebreado de una película muda arañándome el rostro.
Sí,
ahora lo sé. Éramos felices así, mi criptonita, mi gato blanco
Carygrant y yo, al menos lo fuimos hasta que un viernes, casi a la
hora del cambio de turno, Grandísimo Hijo de Puta apareció al final
de una larga cola en el supermercado, con su paso lento, su pelo rojo
y sus pestañas abrasadas. Llevaba puesta una viejísima camiseta
gris que me recordó sin saber por qué a un pulmón enfermo, y en la
mano sostenía un tomate bien colorado. Sólo uno. Al llegar junto a
la caja hurgó en el bolsillo de su pantalón hasta encontrar dentro
una moneda tan pelirroja como él, que dejó sobre el mostrador. Miré
sus uñas mordisqueadas, sus dedos huesudos de músico mal
alimentado. Y por primera vez hice caso omiso del reglamento de la
casa que nos obligaban a cobrar las bolsas de papel a los clientes
que compraban artículos por un importe menor a seis klanhams, y le
tendí una para que metiera dentro su tomate.
Como
era de esperar, Grandísimo Hijo de Puta agradeció el gesto y volvió
otras muchas veces por el súper a hacer su monocompra. A veces se
llevaba una manzana reineta, otras un paquete de spaguettis o una
lata de cerveza barata. Nuestras manos se rozaban, parecidas a las
cabezas de dos patos de guiñol, cuando le entregaba su bolsa de
papel. Por lo que pude observar, él continuaba supliendo las
carencias alimenticias de su dieta mordiéndose las uñas. Los
momentos en que nuestros dedos se tocaban eran cada vez más largos,
y sentí que el suelo se volvía flan bajos mis pies la tarde en que
él clavó sus ojos desnutridos en la placa con mi nombre escrito
dentro en la pechera de la blusa, y se despidió musitando un gracias
de nuevo, señorita Mascu.
¿Debo
dar detalles de lo que ocurrió luego? Pues espero que no, porque en
realidad, no podría hacerlo. De aquello guardo tan solo unas cuantas
imágenes apenas entrevistas: el mismo tipo flaco, recostado contra
un coche negro a la hora del cierre del súper un día de entre
semana, sin viernes, ni tomate, ni manzana esta vez, pero con una
medio sonrisa de dientes tiznados por la nicotina asomándole
torpemente a los labios. Mi cara de sorpresa cuando comprendí que
era a mí a quien esperaba, mientras una voz maldecía desde las
paredes de mi estómago la facha que tenía esa tarde, con la coleta
medio deshecha y el uniforme lleno de manchas de fruta. Una calle en
sombras y el crujido de vinilo acompañando a nuestro pasos cuando
comenzamos a caminar sin que ninguno de los dos precisara adónde
íbamos. Y tras una pequeña elipsis, dos pares de pies asomando al
final de una sábana, ajenos al sendero de zuecos dislocados, pantys,
vaqueros, falda de tergal, converse mugrientas y camiseta gris cáncer
de pulmón que habíamos dejado reptando por el suelo de mi cuarto.
Él y yo con los ojos clavados en nuestros pies, como esperando que
nos contaran otra versión de los mismos hechos. Y de fondo, el
sonido lastimoso de las garras suaves de Carygrant, que rascaba la
madera de la puerta desde el otro lado, sin entender muy bien qué
hacía pasando una noche (la primera de 72, en realidad) fuera de mi
cama.
Pobre
Carygrant, que había surgido en mi vida de la nada, tan
radiantemente blanco como un esmoquin de gala en una cena de la Costa
Azul. Aquel anochecer no pasaba ningún coche y nadie más caminaba
por la acera, quizás porque había estado lloviendo hasta hacía
poco rato. Yo acababa de mudarme al piso de la portería del número
33 de la calle Progrom, y volvía a casa de un inventario
interminable en el súper. Me metí por la calle equivocada de puro
cansancio. Durante unos instantes me sentí como si unos
extraterrestres bromistas me hubieran abandonado en un barrio
cementerio, con los ojos vendados y cero céntimos de sentido de la
orientación en el bolsillo. Sólo había cubos de basura negros,
volcados en el suelo, y cajas de cartón semejantes a lápidas de una
película expresionista por todos lados. Estaba a punto de darme la
vuelta cuando lo vi, en el centro de la calzada, blanco como el vaso
de leche con galletas que pensaba llevarme a la cama al acostarme, si
finalmente llegaba a casa, y rodeado de charcos inmóviles en los que
a ratos se colaban cielos silenciosos y trozos de nube. Un gato
fantasmal que me miraba, con esa fijeza del antihéroe que espera a
una mujer en la esquina de siempre a pesar de la tormenta, apostado
bajo la ráfaga de luz amarillenta de una farola, dejando que la
lluvia le arruine la chaqueta y encendiendo una y otra vez la mecha
del cigarro mojado, sin arredrarse ni calibrar siquiera la opción de
dar media vuelta y marcharse, aunque desde hace un buen rato ya
sospecha que ella no va a venir. Entonces decidí seguir hacia
delante, caminé entre cubos de basura y cajas de cartón, en
dirección a la blancura fosforescente de aquel animal. Carygrant, el
bueno de Carygrant, que se levantó bostezando, estiró sus largas
patas de yogur y echó a andar delante de mí, como guiándome a mi
pequeño piso mal ventilado, con su paso lento y suntuoso.
A
Grandísimo Hijo de Puta nunca le gustó Carygrant. Cierra la puerta,
que no entre. Los gatos me dan miedo, dijo cuando le llevé el primer
desayuno a la cama. Y eso que Carygrant no soltaba pelos en el sofá,
ni se subía a la pila del fregadero para beber agua del grifo, ni
maullaba jamás. No se meó en su sucia camiseta gris ni una sola
vez, de hecho Carygrant apartaba sus ojos de vidriera gótica de
Grandísimo Hijo de Puta si ambos coincidían aunque fuera un solo
segundo en la misma habitación y salía de allí como un borracho
elegante que intuye que el barman ya no le servirá la próxima copa.
Procuró no cruzarse en su camino durante el tiempo que él pasó
ocupando la mitad izquierda de mi cama y saqueando mi nevera,
olvidado ya de las monodosis de comida de otros tiempos. Y yo, tan
ciega, me limitaba a ayunar de puro amor para compensar aquellos
ataques suyos de gula, fingía que no me molestaba encontrar a la
vuelta de Superbarato Curski un único limón con cara de vieja
arrugada que me esperaba, frunciendo el ceño desde el interior del
frigorífico, como desaconsejándome que siguiera por ese camino.
Grandísimo Hijo de Puta sí dejaba cabellos oxidados por todas
partes: en el fondo del lavabo, en la bañera, en mi peine. Abría
mis cajones, sin molestarse luego en volver a cerrarlos. Muchas veces
yo regresaba antes que él, y me encontraba a Carygrant encerrado en
la cocina. Nunca me daba explicaciones acerca de dónde había estado
y tenía un humor taciturno que sólo parecía evaporarse cuando se
sentaba descalzo en el sofá abrazado al mástil de su vieja guitarra
blanca y negra, que siempre me recordó una puta desabrida, una de
esas yonkis de piernas flacas que se prostituyen a las afueras de la
ciudad y gritan a los conductores desde el arcén.
La
cosa duró dos meses y medio. Dos meses y medio durante los cuales
Grandísimo Hijo de Puta siguió zampándose mi comida, echándome
algunos polvos de lunes y gritándome desde el colchón que no
olvidara dejarle dinero para tabaco y cuerdas de guitarra, antes de
salir hacia el súper. Yo separaba unas monedas de la compra diaria
que dejaba sobre la mesa de la cocina, sin rechistar. Añoraba a
veces el sabor del helado robado, sí, y había abandonado ya
definitivamente aquella firme intención de pararme un día en la
tienda del pakistaní y encargarle un colgante para mi criptonita,
pero no me decidía a renunciar a aquel tipo flaco con pelo de
escocés y creo que así habría podido pasarme toda la vida si él
no se hubiera largado sin más aprovechando mi turno de mañanas. Ni
siquiera se molestó en cerrar la puerta de la calle al salir.
A
una casa robada se le queda cara de tonta. Pasado el primer susto y
aquellos momentos angustiosos en que imaginé a Grandísimo Hijo de
Puta muerto de un disparo en la cabeza, mirándome con una expresión
asombrada desde la cama, como increpándome que lo hubiera dejado
solo y a merced de unos atracadores sin escrúpulos, lo busqué por
todos los cuartos, me aseguré de que los ladrones no lo habían
metido a empujones, amordazado y desnudo, en el armario. Descubrí
que se había ido riéndose de cada una de las habitaciones del piso
de la portería del número 33 de la calle Progrom antes de
marcharse. Se había llevado a su guitarra la yonki, las últimas
monedas que le había dejado sobre la mesa, pero también mi
televisor y dos manzanas que quedaban dentro de la nevera. Encontré
el cadáver de una toalla lila y empapada en el suelo del dormitorio.
Mi hucha de escayola en forma de geisha japonesa, ataviada con kimono
rojo y sombrilla a juego, yacía hecha pedazos junto al mueble de los
libros, a pesar de que la pobre nunca guardó en su interior una sola
moneda y yo sólo la había comprado porque me gustó el aire de
paseante feliz por un jardín rodeado de estanques y flores de loto
que tenía en el todo a cien del barrio.
Volví
a mi cuarto. Retiré a toda prisa las sábanas de la cama para
meterlas en la lavadora, abrí el postigo del balcón y dejé que
entrara aire puro. De pronto me dio una vergüenza horrible aquella
gripe emocional de dos meses que me había dejado tan flaca. Pensé
en bajar a comprar un pollo asado con patatas fritas bien grasientas,
sí, cogería dinero y compraría también una botella de limonada
fría, una barra de pan recién horneado, hasta una ración de pastel
de queso para el postre. Sentía de golpe un hambre atroz. Me
abalancé sobre la cómoda y abrí el primer cajón de la cómoda,
casi salivando. Busqué con los ojos la esquina izquierda, pero el
sobre de papel de estraza con mi dinero no estaba allí, ni tampoco
la criptonita. Sólo encontré un desorden de bragas, tristes bragas
de diario, de algodón gastado y elásticos flojos, de esas que cada
mañana cogía al azar con los ojos aún enredados de sueño, antes
de salir disparada camino de la ducha.
Me
temblaron las piernas. Me picaban las yemas de los dedos de las manos
y cerré el cajón, como huyendo de un nido de ortigas. Me di la
vuelta y justo entonces escuché un maullido desgarrador que me
sobresaltó. Un grito de animal encerrado, aunque todas las puertas,
todas, estaban abiertas. Eché a andar. Me oía a mí misma llamando
a Carygrant por el pasillo, pero él no me contestaba, sólo le oía
maullar, ajeno a mi voz, dolorido, asustado, desde el interior de
algún hueco, igual que un gato de faraón, enterrado vivo junto a su
dueño.
Y
de pronto, la vi. En el suelo, sobre una de las baldosas blancas,
estaba mi criptonita, como una cucaracha anómala, igual de inmóvil,
emitiendo un latigazo de luz alfa, color fondo de estanque de
cementerio. Rodeada de un hilo de baba verdosa que reptaba hasta la
cocina, como si fuera el dibujo agónico, el pentagrama de un quejido
de gato. Carygrant está dentro de la lavadora, pensé, sorteando la
piedra y el hilo viscoso de saliva, siguiendo su rastro. Puede que
así fuera, pero no tuve tiempo de comprobarlo, porque justo cuando
iba a poner el pie en la cocina una sombra verde estropajo salió de
allí como una exhalación, esquivándome, y atravesó el pasillo. Un
minuto después volvieron a escucharse maullidos, desde otro agujero
de la casa. Carygrant se había escondido entre las toallas blancas
del altillo del armario, quizás, o en el fondo del cesto de ropa
sucia de la galería. No he vuelto a verlo, él se cuida de
esconderse antes de mi regreso a casa, y sólo abandona su guarida
para alimentarse y beber agua. De vez en cuando encuentro una
cagarruta de color lagarto en medio de la bañera o sobre mi
almohada. Suspiro. Salgo en busca de un trozo de papel higiénico y
maldigo a Lewinston y Bowles, aquel par de estúpidos hombres de
ciencia que no fueron capaces de prever el catastrófico efecto de la
criptonita en los gatos blancos.
domingo, 26 de mayo de 2024
Criptonita. Patricia Esteban Erlés.
sábado, 25 de mayo de 2024
Pulsiones. Modes Lobato.
Esa tarde, dentro
del campo de trigo, la piel de mi hija olía a pan.
Y
el patrón tuvo hambre.
Y
mi hoz, sed.
miércoles, 22 de mayo de 2024
El carpintero Kushakov. Daniil Jarms.
Érase que se era
un carpintero. Se llamaba Kushakov. Un día, salió de su casa y fue
a una tienda a comprar cola de carpintero. Era la época del deshielo
y la calle estaba resbalosa. El carpintero dio unos pasos, patinó,
se cayó y se rompió la frente.
—Ugh —dijo el
carpintero, se levantó, fue a la farmacia, compró una venda y se
emparchó la frente.
Pero cuando salió
a la calle y dio unos pasos, volvió a resbalar, se cayó y se rompió
la nariz.
—Fu —dijo el
carpintero, entró en la farmacia, compró una venda y se remendó la
nariz.
Luego, salió
nuevamente a la calle, resbaló otra vez, se cayó y se rompió el
pómulo. Tuvo que volver a entrar a la farmacia para componerse el
pómulo con una venda.
—¿Sabe una
cosa? —le dijo el farmacéutico al carpintero—, usted se cae y se
lástima tan a menudo que le aconsejo que compre varias vendas.
—No —contestó
el carpintero—. Ya no me caeré.
Pero cuando salió
a la calle, resbaló nuevamente, se cayó y se rompió el mentón.
—¡Maldito
hielo! —exclamó el carpintero, y volvió a entrar corriendo en la
farmacia.
—¿Ve? —dijo
el farmacéutico—. Volvió a caerse.
—No —gritó el
carpintero—. Ni siquiera soporto que hablen de eso. Deme una venda,
pronto.
El farmacéutico
le dio una venda. El carpintero se vendó el mentón y corrió a su
casa.
En su casa, no lo
reconocieron y no lo dejaron entrar en el departamento.
—Soy el
carpintero Kushakov —chilló el carpintero.
—¡No diga!
—contestaron los ocupantes del departamento, y echaron el cerrojo y
pusieron la cadena.
El carpintero
Kushakov se quedó momento en la escalera, escupió y salió la
calle.
martes, 21 de mayo de 2024
Quien sabe soñar sabrá despertarse. Miguel Ángel Arcas.
Una mujer camina por una carretera. Camina y no sabe cuál es su destino. Mira hacia
atrás. Su pelo suelto es una liebre que huye. Va descalza, aunque eso no impide su paso.
A pesar del viento sigue mirando hacia el lugar de donde viene. La carretera parece
interminable. A su alrededor hay pájaros que hablan unos con otros, y uno de ellos se
posa en el hombro y bebe el agua de sus ojos.
Amo a esa mujer. Pero ella no me ve, no se ve, no tiene mis ojos, su miedo no es mi
miedo, y yo no camino por esa carretera, yo no sueño el mundo como ella, no despierto
como ella.
Donde yo vivo no hay pájaros.
Llueve horizontal, 2015.
domingo, 19 de mayo de 2024
La cuarta salida. José María Merino.
El profesor Souto, gracias a ciertos documentos procedentes del alcaná de Toledo, acaba de descubrir que el último capítulo de la Segunda Parte de El Quijote -“De cómo Don Quijote cayó malo, y del testamento que hizo y su muerte”- es una interpolación con la que un clérigo, por darle ejemplaridad a la novela, sustituyó buena parte del texto primitivo y su verdadero final. Pues hubo una cuarta salida del ingenioso hidalgo y caballero, en ella encontró al mago que enredaba sus asuntos, un antiguo soldado manco al que ayudaba un morisco instruido, y consiguió derrotarlos. Así, los molinos volvieron a ser gigantes, las ventas castillos y los rebaños ejércitos, y él, tras incontables hazañas, casó con doña Dulcinea del Toboso y fundó un linaje de caballeros andantes que hasta la fecha han ayudado a salvar al mundo de los embaidores, follones, malandrines e hipedutas que siguen pretendiendo imponernos su ominoso despotismo.
sábado, 18 de mayo de 2024
Los perros la trajeron a pedazos. Svetlana Alexiévich.
Valia
Zmitróvich, once años
Actualmente
es operaria
No
quiero recordar… No quiero recordar, nunca…
Éramos
siete hermanos. Antes de la guerra mi madre se reía y decía:
«Mientras el sol resplandezca los niños crecerán». Luego, al
empezar la guerra, lloraba: «Estos tiempos son tan difíciles… y
en casa hay más niños que piojos en costura…». Lúzik
(diecisiete años), yo (once), Iván (nueve), Nina (cuatro), Galia
(tres), Álik (dos), Sasha (cinco meses)… Un bebé, lloraba y
tomaba teta.
En
aquella época yo no lo sabía, pero después de la guerra la gente
nos contó que nuestros padres mantenían contactos con los
guerrilleros y con los prisioneros soviéticos que trabajaban en la
planta lechera. Allí trabajaba también la hermana de mi madre. Solo
recuerdo que una noche había unos hombres en casa y por lo visto la
luz se veía desde fuera, a pesar de que la ventana estaba tapada con
una manta gruesa. Se oyó un disparo, dio justo en la ventana. Mamá
cogió la lámpara y la escondió debajo de la mesa.
Mi
madre cocinaba con patatas; con patatas sabía hacer de todo, decenas
de platos. Estábamos preparándonos para una celebración. Recuerdo
que toda la casa olía a comida rica. Mi padre segaba el trifolio
cerca del bosque. Entonces vinieron los alemanes, rodearon la casa y
nos ordenaron: «¡Salid!». Salí con mi madre y tres de mis
hermanos. Empezaron a pegar a mi madre y ella gritó:
—¡Hijos,
entrad en casa!
La
pusieron contra la pared debajo de la ventana. Nosotros estábamos
pegados a esa ventana.
—¿Dónde
está tu hijo mayor?
Mi
madre contestó:
—Está
cavando turba.
—Llévanos
hasta allí.
Metieron
a mi madre en el coche a empujones y ellos subieron detrás.
Galia
se escapó de casa, pedía gritando que la dejasen ir con mamá. La
arrojaron adentro. Mamá también gritaba:
—¡Hijos,
volved a casa!…
Mi
padre regresó corriendo del campo; por lo visto los vecinos le
habían informado. Cogió unos documentos y se fue corriendo detrás
del coche. Él también nos dijo: «Hijos, meteos en casa». Como si
nuestra casa fuera un salvavidas, o como si mamá estuviera allí.
Nos quedamos en el patio esperando… Hacia la tarde algunos de mis
hermanos se subieron a las puertas del patio, que daban a la calle,
otros treparon a los manzanos: a ver si veían a papá o a mamá o a
los hermanos que regresaban. Pero desde la otra punta de la aldea
llegaba gente corriendo: «Niños, marchaos de casa y escapad.
Vuestra familia ya no está. Los alemanes vienen a por vosotros…».
Nos
arrastramos hacia el pantano a través de los campos de patatas.
Pasamos allí la noche, empezó a amanecer: «¿Qué hacemos?». Me
acordé de que nos habíamos dejado a la bebecita en su cuna. Fuimos
a la aldea y recogimos a la pequeña. Estaba viva, pero de tanto
gritar se había puesto azul. Mi hermano Iván dijo: «Dale de
comer». Como si yo pudiera… No tenía tetas. A él le daba miedo
que se muriera, me pedía: «Tú inténtalo…».
Entró
la vecina.
—Niños,
si os quedáis aquí vendrán a buscaros. Id con vuestra tía.
Nuestra
tía vivía en otra aldea. Le dijimos a la vecina:
—Vale,
iremos con nuestra tía, pero díganos primero dónde están nuestros
padres, nuestro hermano mayor, nuestra hermanita…
Nos
contó que los habían fusilado. Que sus cuerpos estaban en el
bosque…
—Pero
vosotros no debéis ir allí, niños.
—Saldremos
de la aldea y pasaremos por allí para despedirnos de ellos.
—No
lo hagáis, niños…
La
vecina nos acompañó fuera de la aldea, pero no nos dejó ir a donde
estaban los restos de nuestra familia.
Pasados
muchos años me enteré de que a mi madre le habían arrancado los
ojos, le habían arrancado el pelo, le habían cortado los pechos.
Soltaron a los perros pastores para que cogieran a la pequeña Galia,
que se había ocultado detrás de los abetos y no respondía; los
perros la trajeron a pedazos. Mi madre todavía estaba viva, lo
comprendía todo… Lo presenció todo…
Después
de la guerra solo quedamos mi hermanita Nina y yo. La encontré en
casa de unos desconocidos y me la llevé conmigo. Fuimos al comité
ejecutivo regional: «Dennos una habitación, viviremos allí
juntas». Nos asignaron dos camas en medio del pasillo de la
residencia comunal de la fábrica. Yo trabajaba en la fábrica; Nina
iba a la escuela. Yo nunca la he llamado por su nombre, siempre la
llamo «hermanita». Solo la tengo a ella. Es lo único que tengo.
No
quiero recordar. Pero es necesario contarle tu pena a la gente. Es
difícil llorar en soledad…
Últimos testigos. Los niños de la II Guerra Mundial. 1985.
lunes, 13 de mayo de 2024
Geórgicas. Emilia Pardo Bazán.
Fue por el tiempo de las majas,
mientras la rubia espiga, tendida en las eras, cruje blandamente,
amortiguando el golpe del mallo, cuando empezó la discordia entre
los del tío Ambrosio Lebriña y los del tío Juan Raposo.
Sucedió
que todo el julio había sido aquel año un condenado mes de agua, y
que sólo a primeros de agosto despejó el cielo y se metió calor,
el calor seco y vivo que ayuda a la faena. «Hay que majar, que ya
andan las canículas por el aire», decían los labriegos; y el tío
Raposo pidió al tío Lebriña que le ayudase en la labor. Este ruego
envolvía implícitamente el compromiso de que, a su vez, Raposo
ayudaría a Lebriña, según se acostumbra entre aldeanos.
No
obstante, llegado el momento de la maja de Lebriña, el socarrón de
Raposo escurrió el bulto, pretextando enfermedades de sus hijos,
ocupaciones; en plata, disculpas de mal pagador. Lebriña, indignado
de la jugarreta, tuvo con Raposo unas palabras más altas que otras
en el atrio de la iglesia, el domingo, a la salida de misa. Por la
tarde, en la romería, Andrés, el mayor de Lebriña, después de
beber unos tragos, se encontró con Chinto, el mayor de Raposo, y
requiriendo la moca o porra claveteada, mirándose de solayo, como si
fuesen a santiguarse…; pero no hubo más entonces.
Vivían
las familias de Lebriña y Raposo pared por medio, en dos casas
gemelas, que el señor había mandado edificar de nuevo para dos
lugarcitos muy redondos. Al recogerse aquel domingo, mientras los
hombres, gruñones y enfurruñados, mascullaban la ira, las mujeres,
sacando a la puerta los tallos o asientos hechos de un tronco, se
disponían a pasar las primeras horas de la noche al fresco. En vez
de armar tertulia con las vecinas, cada bando afectó situarse lo más
lejos que permitía la estrechez de los corrales. La tía Raposo y su
hija Joliana, que tenían fama de mordaces y satíricas, tomaron sus
panderetas e improvisaron una triada muy injuriosa; en sustancia,
venía a decir que, en casa de Lebriña, los hombres eran hembras y
las mujeres machos bigotudos. Es de advertir que los Lebriñas debían
su apodo, convertido en apellido ya, a cierta mansedumbre tradicional
en los varones de la familia, y también conviene saber que Aura
Lebriña, moza soltera de unos veinticinco años de edad, lucía
sobre sus gruesos y encendidos labios un pronunciado bozo oscuro.
Aura no sabía improvisar como las Raposos; pero, ni tarda ni
perezosa, recogió el guante, y en prosa vil les soltó una carretera
de desvergüenzas gordas, mezcladas con maldiciones a los hombres,
gallinas cluecas, que no tenían alma para cosa ninguna. Al oír la
pauliña de Aura, el tío Ambrosio asomó la nariz, y empujando a su
hija por los hombros, la hizo retirar, mientras los de Raposo la
perseguían con pullas irónicas.
Pocos
días después, yendo Chinto Raposo armado de gavilo, a cortar tojo
en el monte, vio a Aura Lebriña que lindaba su vaca en una heredad
de maíz. Aunque tostada del sol, como la heroína de los cantares, y
aunque de boca sombreada y recias formas, la moza no era
despreciable, y al mozo se le ocurrió burlarla, más tentado por el
fino gusto de pisotear a los Lebriñas que por los atractivos de la
pastora. Y avínole mal, porque en el país galiciano, la mujer,
hecha a trabajos tan rudos como el hombre, le iguala en fuerza
física, y a veces le supera, y en el juego de la lucha no es raro el
caso de que salgan vencedoras las mujeres. Sin más armas que sus
puños, Aura sujetó a Chinto y le dio una paliza con el mango de la
guadaña, mientras la vaca, pendiente el bocado de hierba entre los
belfos, fijaba en el grupo sus ojazos pensativos. Molido y humillado,
Chinto Raposo se vengó cobardemente; aprovechó un descuido de Aura,
y metiéndole de pronto la mano en la boca y apartando con violencia
los dedos pulgar e índice, rasgó las comisuras de los labios. La
sorpresa y el dolor paralizaron un instante a la amazona, y Chinto
pudo huir.
Todo
el día lloriqueó la muchacha desesperadamente, porque el eterno
femenino salta también de entre los terrones, y la infeliz temía
quedar desfigurada. Las malditas comadres de las Raposos, desde su
puerta, se mofaban de Aura sin compasión, apodándola Boca Rota, y
Aura, en sorda voz, murmuraba que, si se había concluido ya la casta
de los hombres, saldrían a plaza las mujeres, y se vería lo que
eran capaces de hacer.
Andrés
Lebriña, muy descolorido, oía a su hermana y callaba como un
muerto. Estos silencios cerrados son de mal agüero en las personas
pacíficas. Sin embargo, pasó una semana, las heridas de Aura
empezaron a cicatrizarse, y los Raposos, más insolentes que nunca,
se reían en público de toda la casta de Lebriña. El día de la
feria, Chinto Raposo cargó un carro de repollos y bajó a la ciudad
a venderlo. Regresaba, anochecido ya, algo chispón, con el carro
vacío, y al sepultarse en uno de esos caminos hondos y angostos,
limitados por los surcos de la llanta, recibió a traición un golpe
en el duro cráneo y luego otro, que le derribó aturdido como un
buey. En medio de su desvanecimiento sintió confusamente que algo
muy pesado y duro le oprimía el pecho: eran unos zuecos de álamo,
con tachuelas, bailando el pateado sobre su esternón.
Cuando
suceden estas cosas en la aldea, en verdad os digo que rara vez pasa
el asunto a los tribunales. El labriego, por una parcelilla de
terreno, por un tronco de pino, por un puñado de castañas se
apresurará en acudir a la justicia: la propiedad entiende el que ha
de defenderse por las vías legales; pero la seguridad personal es
cuenta de cada quisque: contra palos, palos, y a quien Dios se la dé,
San Pedro se la bendiga. En la aldea, el que más y el que menos
tiene sobre su alma una buena ración de leña administrada al
prójimo y nadie quiere habérselas con escribanos procuradores y
jueces, negras aves fatídicas, que traen la miseria entre su corvo
pico.
Antes
que Chinto Raposo pudiese levantarse de la cama, donde permanecía
arrojando en abundancia bocanadas de sangre, sus dos hermanos
menores, Román y Duardos, le había jurado la vendetta. Andrés
Lebriña, por su parte, trataba de esconderse; pero el labriego ha de
salir sin remedio a su trabajo, y la fatalidad quiso que le llamasen
a jornal en la carretera en construcción, adonde también acudían
los Raposos. Estos velaron a su enemigo, como el cazador a la perdiz,
y aprovechándose de una disputa que se alzó entre los jornaleros,
arrojaron a Andrés sobre un montón de piedra sin partir, y con otra
piedra le machacaron la sien. Se formó causa, pero faltó prueba
testifical: nadie sabe nada, nadie ha visto nada en tales casos. El
señor abad de la parroquia de Tameige rezó unos responsos sobre el
muerto y hubo una cruz más en el campo santo: negra, torcida, con
letras blancas.
El
golpe aplanó completamente a los Lebriñas. Ellos eran gente
apocada, resignada, y solo a fuerza de indignación y ultrajes había
salido de sus casillas Andrés. También los Raposos, astutos en
medio de su barbarie, creyeron que, después de suprimir a un hombre,
les convenía estarse callados y quietos, por lo cual cesaron
completamente las provocaciones e invectivas de las mujeres desde la
puerta.
Sin
embargo, había alguien que no olvidaba al que se pudría bajo la
cruz negra del cementerio: Aura, la hermana, la que se había llevado
toda la virilidad de la familia. Vestida de luto, en pie en el umbral
de su casucha, ronca a fuerza de llorar, lanzaba a la casa de los
Raposos ardientes miradas de reto y maldición. Y sucedió que al
verano siguiente, cuando la cosecha recogida ya prometía abundancia,
una noche, sin saber por qué, prendióse fuego el pajar de Raposo y
a la vez aparecieron ardiendo el cobertizo, el hórreo y la vivienda.
Los Raposos, aunque dormían como marmotas, al descubrirse el fuego
pudieron salvar, sufriendo graves quemaduras, solo a uno de los
hijos. A Román, el que pasaba por autor material de la muerte de
Andrés Lebriña, se le encontró carbonizado sin que nadie
comprendiese cómo un mozo tan ágil no supo librarse del incendio.
Aquí
tienen ustedes lo que aconteció en la feligresía de San Martín de
Tameige por no querer los Raposos ayudar a los Lebriñas en la faena
de la maja.
domingo, 12 de mayo de 2024
sábado, 11 de mayo de 2024
Orfeo y Eurídice. Enrique Anderson Imbert.
Orfeo recordó lo
que los reyes de la Muerte le habían prevenido: «Podrás llevarte,
resucitada, a Eurídice; vete, y Eurídice te seguirá: pero cuando
salgas de este subterráneo de sombras no debes mirar hacia atrás;
si lo haces, perderás para siempre a Eurídice».
Entonces
Orfeo, comprendiendo que de nada le serviría porque él, por
naturaleza, no estaba hecho para amar a ninguna mujer, tomó la
delantera y por encima del hombro miró a Eurídice.
Desde
el fondo del infierno oyó, como en un lejano eco, la voz de las dos
veces muerta Eurídice. Y ese «adiós» sonó con todo el desprecio
de una mujer muy mujer a un hombre poco hombre.
El gato de Cheshire, 1965.
jueves, 9 de mayo de 2024
Fragmento 143. Fragmento de Lluvia. Libro del desasosiego. Fernando Pessoa.
Me dan más pena
los que sueñan lo probable, lo legítimo y lo próximo, que los que
devanean sobre lo remotísimo y extraño. Los que sueñan en demasía,
o son locos y creen en lo que sueñan y son felices, o son simples
devaneadores para quienes el devaneo es una música del alma que los
arrulla sin decirles nada. Pero el que sueña lo posible tiene la
posibilidad real de la verdadera desilusión. No me puede pesar mucho
el haber dejado de ser emperador romano, pero puede dolerme el ni
siquiera haberle hablado nunca a la costurera que, hacia las nueve,
vuelve siempre la esquina que queda a la derecha. El sueño que nos
promete lo imposible ya en eso mismo de él nos priva, pero el sueño
que nos promete lo posible se entromete con la propia vida y delega
en ella su solución. Uno vive exclusivo e independiente; el otro
sometido a las contingencias de lo que acontece.
Por
eso amo los paisajes imposibles y las grandes áreas desiertas de las
llanuras donde nunca estaré. Las épocas históricas pasadas son de
pura maravilla, pues evidentemente no puedo imaginar que se
realizarán conmigo. Duermo cuando sueño lo que no hay; voy a
despertarme cuando sueño lo que puede haber.
Me
asomo, desde una de las ventanas con balcón de la oficina abandonada
al mediodía, a la calle donde mi distracción siente movimientos de
gente en los ojos, y no los ve desde la distancia de la meditación.
Duermo sobre los codos donde el pasamanos me hace daño, y sé de
nada con una gran promesa. Los pormenores de la calle detenida por
donde muchos andan se me destacan con un alejamiento mental: las
cajas apiladas en el carro, los sacos a la puerta del almacén del
otro, y, en el escaparate más apartado de la mercería de la
esquina, el vislumbre de las botellas de aquel vino de Oporto que
sueño que no puede comprar nadie. Se me aísla el espíritu de la
mitad de la materia. Investigo con la imaginación. La gente que pasa
por la calle es siempre la misma que pasó hace poco, es siempre el
aspecto fluctuante de alguien, manchas de movimiento, voces de
incertidumbre, cosas que pasan y no llegan a suceder.
La
anotación con la conciencia de los sentidos, antes que con los
mismos sentidos… La posibilidad de otras cosas… Y, de repente,
resuena, en la oficina y por detrás de mí, la llegada
metafísicamente abrupta del mozo. Siento que podría matarlo por
haberme interrumpido lo que no estaba pensando. Lo miro, girándome,
con un silencio lleno de odio, escucho anticipadamente, con una
tensión de homicidio latente, la voz que va a usar para decirme
alguna cosa. Él sonríe desde el fondo de la casa y me da las buenas
tardes en alta voz. Lo odio como odio al universo. Tengo los ojos
pesados de conjeturar.
Libro del desasosiego, 1982.
domingo, 5 de mayo de 2024
Miles de ojos. Mario Benedetti.
Desde temprano
habían menudeado las llamadas de felicitación. Para el ex
torturador (todavía no se sentía cómodo con esa partícula: ex) ya
no había peligro. La tan cuestionada ley de amnistía ahora tenía
el aval del voto popular. A las felicitaciones él había respondido
con risas, con murmullos de aprobación, con entusiasmo, sin
escrúpulos. Sin embargo no se sentía eufórico. Desayunó a solas,
como siempre. A pesar de sus cuarenta, se mantenía soltero. Estaba
Eugenia, claro, pero en una zona siempre provisional. Recogió los
diarios que habían deslizado bajo la puerta, pero se salteó
precisamente aquellas páginas, aparatosamente tituladas, que
analizaban la ahora confirmada amnistía. Sólo se detuvo en
Internacionales y en Deportes. Luego se dedicó a regar las plantas y
el césped del fondo. La recomendación oficial decía que, hasta
nuevo aviso, era imprescindible ahorrar agua corriente y prohibía
especialmente el riego de jardines. Pero él gozaba de amnistía.
Todo le estaba permitido. Si le habían perdonado torturas,
violaciones y muertes, no lo iban a condenar por un gasto excesivo de
agua. Democracia es democracia. El agua salía con fuerza tal que
algunos tallitos, los más débiles, se inclinaban e incluso hubo uno
que se quebró. Lo apartó con el pie. Así estuvo dos horas. Regaba
y volvía a regar, dos o tres veces las mismas plantas, que ya no
agradecían la lluvia. Cuando sintió en los pies el frío de las
zapatillas húmedas, cerró por fin la canilla, entró en la casa y
se vistió informalmente para ir al supermercado. Una vez allí, hizo
un buen surtido de bebidas y comestibles hasta llenar prácticamente
el carrito y se puso en la cola de la Caja. Un signo de igualdad y
fraternidad, pensó: aunque estaba amnistiado, de todos modos se
resignaba a hacer la cola. De pronto sintió que una mano fuerte le
tomaba el brazo y experimentó una corriente eléctrica. ¿Como una
picana? No. Simplemente una corriente eléctrica. Se dio vuelta con
rapidez y con cierta violencia y se encontró con un vecino de rostro
amable, un poco sorprendido por la reacción que había provocado.
Disculpe, dijo el señor, sólo quería avisarle que se le cayó la
billetera. Él sintió que las mejillas le ardían. Emitió un breve
tartamudeo de excusas y agradecimiento y recogió la billetera.
Precisamente en ese momento había llegado su turno, así que fue
colocando sus compras frente a la cajera, pagó, y metió todo en la
bolsa que había traído a esos efectos. Cuando abandonaba el
supermercado, oyó que alguien le decía, al pasar, enhorabuena,
nadie hizo comentario alguno pero él comprobó que uno de los
clientes, un bancario que pasaba a diario frente a su casa haciendo
jogging, levantaba inequívocamente las cejas. Pensó en los perros
de caza, cuando, al detectar la proximidad de la presa, levantan las
orejas. ¿Él sería la presa? Boludeces, muchacho, boludeces. Estoy
amnistiado. Un hombre sin deudas con la sociedad. Todo lo hice por
obediencia debida (con alguna yapa, como es natural), mi conciencia y
yo estamos en paz. Ya en la casa, fue vaciando la bolsa, metió en la
heladera lo que correspondía, y lo demás en la despensita, sin
mayor orden. Mañana, cuando viniera Antonia a hacer la limpieza,
sabría a qué estante pertenecía cada cosa. Encendió la radio pero
sólo había rock, así que la apagó y se quedó un buen rato
contemplando el techo y sus crecientes manchas de humedad. Llamar al
constructor, anotó mentalmente. Después fue al dormitorio, se
desnudó, se duchó, se vistió de nuevo pero con ropa de salir, fue
al garaje, encendió el motor del Peugeot, pensó hacer todo el
camino por la Rambla pero mejor no, siempre es más seguro por
Bulevar España y Maldonado. Qué tontería. ¿Más seguro? Vamos,
vamos, si estoy amnistiado. Y rumbeó hacia la Rambla. No había
muchos coches. A la altura del puertito del Buceo, lo pasó un
Mercedes, que de pronto frenó. El conductor le hizo señas para que
se detuviera. Él vaciló. Sólo por una décima de segundo. El
corazón le golpeaba con fuerza. La Rambla jamás es segura. Fue sólo
un instante, pero en ese destello calculó que, si bien había
suficiente distancia como para esquivar al otro coche y huir, el
motor del otro era mucho más potente y le daría alcance sin
problemas. De modo que se resignó y frenó junto al Mercedes. El
otro asomó una cara sonriente. Lleva la valija abierta, amigo, ¿no
se había dado cuenta? No, no se había dado cuenta, así que dijo
gracias, ha sido muy amable, y se bajó para cerrar la valija. Sin
embargo, la valija no estaba abierta. Todo él se llenó de sospecha
y prevención, pero el Mercedes ya había arrancado y se había
perdido tras la curva. Miró hacia atrás, hacia el costado, hacia
adelante. No había otros coches a la vista. ¿Podría ser que la
valija se cerrara sola? ¿Por qué no? Boludeces, muchacho,
boludeces. Pero cuando volvió a empuñar el volante, dejó abierta
la gaveta donde estaba el revólver y por supuesto no siguió por la
Rambla. Cuando llegó al Centro, y a pesar de que en esa cuadra había
dos sitios libres, no se arriesgó a dejar el coche en la calle y lo
llevó a una playa de estacionamiento. Recordó que debía comprarse
una camisa. Entró en una tienda y le dijo al vendedor que la quería
blanca, de mangas largas, para vestir. ¿Es para usted? Sí, es para
mí. ¿La quiere con el cuello flojo o más bien apretado? ¿Cómo
apretado, qué quiere decir con eso? Oh, no lo tome a mal, me parece
bien que lo quiera flojo, hoy en día nadie usa una camisa que lo
estrangule. Hoy en día. Naturalmente. Hoy en día nadie. Estoy
amnistiado. Nadie quiere que lo estrangulen. Ya no se usa. Se llevó
la camisa blanca, para vestir, de mangas largas, y de cuello flojo
(39 en vez de 38, que era su número). Le pareció carísima, pero no
quería llamar la atención, así que pagó con un gesto de soberbia
y a la vez de despreocupación por el dinero, y empezó a caminar por
Dieciocho. Desde un auto, detenido porque el semáforo estaba en
rojo, un desconocido le gritó: felicidades. ¿Quién será? Por las
dudas saludó con la mano y entonces el otro le mostró la lengua. Su
intención fue acercarse, pero el semáforo se había puesto verde y
el auto arrancó con estruendo, entre las risotadas de sus ocupantes.
Guarangos, sólo eso, se dijo. Pero por qué lo de felicidades. ¿Por
la amnistía? ¿O simplemente había sido una palabra amable,
destinada a servir de contraste con el gesto ofensivo que la iba a
seguir? Vaya, después de todo no era la primera lengua que veía,
por cierto había visto otras, más dramáticas que la de ese idiota.
Cosas del pasado. Abur. Por orden del presidente, la buena gente
había cerrado los ojos de la nuca. Ahora ya no iban a escribir
verdugos a la cárcel, verdad y justicia, y otras sandeces. Ahora
habían aprendido a decir: se le cayó la billetera, enhorabuena,
amigo lleva la valija abierta, felicidades. Almorzó solo, en un
restaurante donde nadie lo conocía. Sin embargo, cuando estaba en el
churrasco a la pimienta, vio que desde otra mesa alguien lo saludaba,
pero estaba tan lejos que su miopía no le permitió distinguir quién
era. Al rato vino el mozo con una tarjetita. El nombre era del
corresponsal de una agencia internacional, y había unas líneas
recién escritas: Tengo sumo interés en hacerle una entrevista.
Sobre la amnistía, ya se lo habrá imaginado. Le pidió al mozo que
le dijera a ese señor que muchas gracias, pero que no era posible.
Ya no pudo seguir comiendo a gusto. Al concluir no pidió café sino
un té de boldo, pero ni así. Salió rápidamente, sin mirar al
corresponsal, que se quedó en el fondo, haciendo señas en vano.
Iría a lo de Eugenia, era la hora. Ella le había telefoneado bien
temprano para decirle que lo esperaba con champán. Un alivio. Por lo
menos aquel apartamento, que él había financiado, era tierra
conocida y no devastada. Eugenia estaba vestida poco menos que para
una fiesta. Estarás tranquilo ahora, me imagino, fue la bienvenida.
Sí, bastante. Pero no lo estaba y ella lo advirtió. No seas
estúpido, mi amor, ese asunto se acabó, ya lo dijo el presidente,
ahora hay que mirar hacia adelante. En una ocasión como ésta, y
tras el brindis de rigor (por la democracia, dijo Eugenia, y soltó
una carcajada), estaba más que cantado que irían a la cama. Y
fueron. Durante todo el trámite, él estuvo con la cabeza en otra
parte, pero así y todo pudo cumplir como un buen soldado. En un
momento, ella había apretado su abrazo de forma exagerada y él
sintió que se asfixiaba. Por un momento tuvo pánico, casi se mareó.
¿Será el abrazo, o el anís tendría algo? ¿Será posible? ¿Nada
menos que Eugenia? Afortunadamente, todo pasó, Eugenia había
aflojado el abrazo, dijo que había estado regio, él pudo respirar
normalmente, y ella empezó a besarlo, como lo hacía siempre en la
etapa post coitum, de abajo hasta arriba. De pronto él anunció que
se iba. ¿Ya? Esta noche tengo una reunión y quiero estar despejado,
quiero dormir un poco. ¿Es por la amnistía? No, dijo él, receloso,
es por otra cosa. ¿Y dónde es? Él la miró, desconfiado. A esta
altura del partido, no iba a caer en trampa tan ingenua. También
podía suceder que, precisamente por ser tan ingenua, no fuese
trampa. Todavía no lo sé, me avisarán esta tarde. Nublado está mi
cielo, dijo ella, sí, es mejor que te vayas, a ver si mañana estás
menos tenso. Estoy cansado, sólo eso. Bajó a la calle, caminó unas
cuadras hasta donde había dejado el auto y antes de arrancar lo
examinó con cuidado. Esta vez no tomó por la Rambla, entre otras
cosas porque soplaba un viento que auguraba tormenta. Trató de ir
esquivando (antigua precaución) las esquinas con semáforos, que
obligaban siempre a detenerse y de hecho convertirse en blanco fijo.
Cuando llegó a casa, notó con asombro que la luz de la cocina
estaba encendida. ¿Y eso? ¿La habré encendido yo mismo hoy
temprano, y luego, cuando me fui, como era de día, no me di cuenta?
Vaya, todo estaba en orden. Quería descansar. Abrió la cama, se
quitó la ropa
(siempre dormía
desnudo) y tomó un somnífero suave, suficiente para descansar unas
horas. Por supuesto, no tenía ninguna reunión esta noche.
Experimentó un cosquilleo de satisfacción cuando advirtió que sus
ojos se iban cerrando. Sólo cuando estuvo profundamente dormido,
comenzó a recorrer un corredor en tinieblas, una suerte de túnel
interminable, cuyas paredes eran sólo ojos, miles y miles de ojos
que lo miraban, sin ningún parpadeo. Y sin perdón.
Despistes y franquezas, 1989.
sábado, 4 de mayo de 2024
Futuro imperfecto. Julia Uceda.
Cuando anochezca
¿qué puedo hacer con la memoria,
dónde guardo la barca de esos años,
dónde los imperdibles del soneto,
el llanto del cristal en las ventanas,
la amarga margarita,
el tiempo fraternal y fracturado?
Se habrá roto el zafiro
y por el suelo correrá, ya libre,
lo prisionero.
(El perro ladra y su ladrido
me arranca de la sombra en que caía).
Pero, de todos modos,
los helechos aquellos se quemaron,
la rosa -¿de quién era?- continúa
en algún libro, no sé cuál. A estas alturas
¿verdad que todo da lo mismo?
Hablando con un haya, 2010.
viernes, 3 de mayo de 2024
En la misma nube de Jagger. Rafael Chaparro Madiedo.
Definitivamente sin Mick Jagger el
mundo no sería lo mismo. Gracias Mick por esa canción llamada I
can't get no satisfaction. Gracias Mick por la forma como dices
don't play with me because you play with fire mientras uno se
toma una cerveza en el fondo de un
bar junto al humo desolado de un cigarrillo azul en una noche de
jueves mientras llueve, mientras hace frío, mientras pasan los buses
atestados de cabecitas inciertas que salen del trabajo, mientras el
bar se llena de soledades oscuras que vienen a meterse unos vodkas
entre su piel, entre sus ojos, mientras afuera es de noche y adentro
sigue usted señor Mick Jagger vomitando esas palabras de sus labios
gruesos y groseros, esas palabras duras y secas, esas palabras llenas
de whisky, besos y dólares. Gracias señor Mick Jagger por haber
votado a la física mierda sus estudios de economía de la London
School for Economics. Gracias por haber conocido a Keith Richards.
Gracias por sentir ese mismo sentimiento que a veces se siente cuando
todo llega y todo se va, ese sentimiento de vacío ante la estupidez
del mundo, de las palomas y de las nubes, ese sentimiento parecido a
las luces que no permite obtener satisfacción.
John
Lennon tuvo que decir que era más popular que Jesucristo para ganar
más popularidad. Usted señor Mick Jagger no tuvo necesidad de hacer
eso. Usted llegó en helicóptero hasta donde el obispo
de la Iglesia anglicana y hablaba de la juventud, usted le dijo al
obispo que un cacho de marihuana servía para ampliar un poco más
las funciones cerebrales, usted señor Mick Jagger almorzó con el
obispo anglicano y de nuevo se montó a su helicóptero, se fue para
las nubes y siguió diciendo out of my cloud, fuera de mi
nube, vete para la mierda, vete para la mierda la hipocresía, vete
para la mierda las corbatas, vete para la mierda el pelo corto, vete
para la mierda la guerra, vete para la mierda la reina y el rey y el
príncipe, vete para la mierda las canciones dulzarronas de Lennon o McCartney,
vete para la mierda el arroz chino, Biafra, Vietnam, Nixon, el frío
de Londres, los turistas, los productores, las giras, los hoteles,
los periodistas, las lechugas, la crema dental, las naranjas, los
estilógrafos, la bolsa de Nueva York, la de Tokio, la de Berlín.
Señor
Mick Jagger: usted tiene casi cincuenta años y se le notan. Usted ha
vivido como por veinte. Usted siempre fue un niño. A usted señor
Mick Jagger siempre le gustaron las mujeres frágiles. Bueno en
realidad le han gustado siempre de todos los gustos.
Cuando
empezaron, cuando apenas eran unos cagones que tenían que pagarle a
la gente para que fueran a sus conciertos, tenían que encerrarlos
como cerdos en un apartamento para que se pusieran de verdad a
componer canciones.
Señor
Mick Jagger: siga siendo niño, siga siendo así, siga mamándole
gallo a la muerte en cada canción, en cada concierto, en cada
estudio de grabación. Señor Jagger, gracias a usted repetí cuarto
de bachillerato, gracias a usted supe que la vida a veces sabe a cero
en matemáticas, gracias a usted supe que había otras cosas más
allá de Bogotá, Colombia, Suramérica, gracias a usted supe que
estábamos de algún modo en la misma nube de opio.
Un poco triste, pero más feliz que los demás. 2014.
jueves, 2 de mayo de 2024
Unos ojos fatigados. Guillermo Martínez.
El hombre que me
abre la puerta es viejo, aunque no de los más viejos que me han
tocado. Tiene unos ojos fatigados, con esa fragilidad algo acuosa de
la edad, pero la mirada es lúcida, casi hiriente, y sus maneras son
dignas y calmas. Cierra la puerta y se mueve con lentitud de regreso
a su sillón, como si fuera un trayecto peligroso en el que tuviera
que poner sumo cuidado; sólo cuando logra sentarse me indica otro
sillón enfrente de él. Se sirve un vasito de licor de una botella
facetada con una mano que tiembla ligeramente. Un Parkinson todavía
controlable.
—Discúlpeme
por la hora —me dice—; espero no haberlo despertado.
—No,
duermo muy poco —lo tranquilizo—. Y realmente quería salir, en
todo el día no había tenido llamados.
—¿No
llaman mucho, entonces? —sus párpados se alzan un poco; las
pupilas son de un color celeste acerado, pero a la luz de la lámpara
se ven casi grises.
—Sí
llaman. Bastante. Más de lo que nadie hubiera supuesto en un
principio. Sólo que no me llaman a mí.
—Entiendo
—dijo—: vi los otros avisos. ¿Qué prefieren? ¿Mujeres?
¿Sacerdotes?
—Mujeres,
supongo, sí. Pero no en un sentido sexual, casi nunca. Buscan caras
parecidas. A la madre, a una antigua novia; alguien que les recuerde
a un ser querido. Pero también hay modas. Muchos piden enfermeras, o
médicos.
—¿Y
quiénes lo piden a usted? —su mirada parece por un momento irónica
pero la atenúa enseguida una sonrisa cortés.
—Ex
académicos, sobre todo. Universitarios, escritores. Gente que
todavía tiene bibliotecas, como usted, y quieren una conversación
"filosófica".
—No,
no se preocupe, nada de conversaciones. Sólo quiero terminar mi
copita. ¿Puede creer que ellos intentaron enviarme un verdadero
filósofo?
—Bueno,
se supone que tienen que intentarlo todo. ¿Cuántos embajadores
tuvo?
—¿”Embajadores"?
¿Así los llaman? —se sonríe y mueve la cabeza—. A veces pueden
ser graciosos. Fueron siete en total, llevé la cuenta. Son
verdaderamente ingenuos, estuve a punto de escribir un último
ensayo: el desfile de las razones para seguir. Me enviaron incluso
una prostituta, una chica joven. Joven de verdad. Tuve que decirle:
M'hijita, podría haberlo considerado... ¡hace cien años!
—En
general envían sólo tres. Pero escuché hablar de casos como el
suyo. Son los que consideran una anomalía. Usted no es tan viejo,
no parece enfermo, ni perdió las facultades mentales: yo veo
únicamente un Parkinson muy suave.
—Sí,
estoy sano, eso los desesperaba sobre todo. En un momento llegué a
pensar que en realidad me estaban estudiando, debajo de distintos
disfraces. O que era una clase de trampa legal, y que nunca dejarían
de sucederse, uno tras otro. Pero evidentemente se resignaron, esta
mañana me llegó el permiso oficial. Me dediqué a buscar la persona
apropiada toda la tarde. Vi muchos avisos en la red, pero no sabía a
quién llamar. Del suyo me gustó el título: Un final definitivo.
Eso es exactamente lo que quiero: que sea definitivo— suspira y
deja en la mesa el vasito vacío—. ¿Lo tiene en el maletín?
Sus
ojos vuelven a mirarme y otra vez me llama la atención el color
cambiante de las pupilas bajo la luz. Apoyo el maletín en la mesita
y lo abro con cuidado. Parece decepcionado al ver sólo una jeringa.
—No
—dice—: tiene que ser algo más drástico. Si no le parece mal,
voy a buscar mi escopeta. No pienso dejarles el cerebro. Son como
buitres y están en todas partes: en las morgues, en los cementerios,
en los hospitales. Sé que se infiltran incluso entre ustedes para
recuperar la masa encefálica.
—Como
usted quiera —digo.
Lo
dejo incorporarse y caminar dos pasos, hasta que me vuelve la
espalda. Me acerco por atrás, le paso el brazo izquierdo debajo del
cuello, abro la palma sobre la nuca y empujo con fuerza hacia
adelante. Es el procedimiento alternativo, y se supone que preserva
por unos minutos el flujo sanguíneo a la cabeza. Llamo por teléfono
mientras doy vuelta con una mano el cuerpo delgado y reseco. Alzo con
cuidado uno de los párpados para mirar la pupila de cerca.
—¿Recuperable
o irrecuperable? —me preguntan.
—Recuperable
—contesto—. Pero cambié de idea sobre el trato. Prefiero
quedarme con algo para mi colección.
—Sólo
puede ser algo externo —me advierten.
—Los
ojos —digo—. Creo que son antiguos. Creo que son auténticos ojos
humanos.
Una felicidad repulsiva, 2013.
miércoles, 1 de mayo de 2024
Fe, esperanza y caridad. Luciano G. Egido.
-¿Hay un
cielo, Nancy?
-No
lo sé. Creo.
-¿Crees
en qué?
-No
lo sé. Pero creo.
William
Faulkner.
Antes
de trasladarlo a un pueblo de la provincia de Zamora, don Manuel
Bueno, nuestro cura párroco, no creía en Dios; pero les hacía
creer a sus feligreses que creía para no desesperarlos más de lo
que estaban. Sus feligreses tampoco creían; pero le hacían ver que
creían para que él creyera que lo necesitaban.