Me dan más pena
los que sueñan lo probable, lo legítimo y lo próximo, que los que
devanean sobre lo remotísimo y extraño. Los que sueñan en demasía,
o son locos y creen en lo que sueñan y son felices, o son simples
devaneadores para quienes el devaneo es una música del alma que los
arrulla sin decirles nada. Pero el que sueña lo posible tiene la
posibilidad real de la verdadera desilusión. No me puede pesar mucho
el haber dejado de ser emperador romano, pero puede dolerme el ni
siquiera haberle hablado nunca a la costurera que, hacia las nueve,
vuelve siempre la esquina que queda a la derecha. El sueño que nos
promete lo imposible ya en eso mismo de él nos priva, pero el sueño
que nos promete lo posible se entromete con la propia vida y delega
en ella su solución. Uno vive exclusivo e independiente; el otro
sometido a las contingencias de lo que acontece.
Por
eso amo los paisajes imposibles y las grandes áreas desiertas de las
llanuras donde nunca estaré. Las épocas históricas pasadas son de
pura maravilla, pues evidentemente no puedo imaginar que se
realizarán conmigo. Duermo cuando sueño lo que no hay; voy a
despertarme cuando sueño lo que puede haber.
Me
asomo, desde una de las ventanas con balcón de la oficina abandonada
al mediodía, a la calle donde mi distracción siente movimientos de
gente en los ojos, y no los ve desde la distancia de la meditación.
Duermo sobre los codos donde el pasamanos me hace daño, y sé de
nada con una gran promesa. Los pormenores de la calle detenida por
donde muchos andan se me destacan con un alejamiento mental: las
cajas apiladas en el carro, los sacos a la puerta del almacén del
otro, y, en el escaparate más apartado de la mercería de la
esquina, el vislumbre de las botellas de aquel vino de Oporto que
sueño que no puede comprar nadie. Se me aísla el espíritu de la
mitad de la materia. Investigo con la imaginación. La gente que pasa
por la calle es siempre la misma que pasó hace poco, es siempre el
aspecto fluctuante de alguien, manchas de movimiento, voces de
incertidumbre, cosas que pasan y no llegan a suceder.
La
anotación con la conciencia de los sentidos, antes que con los
mismos sentidos… La posibilidad de otras cosas… Y, de repente,
resuena, en la oficina y por detrás de mí, la llegada
metafísicamente abrupta del mozo. Siento que podría matarlo por
haberme interrumpido lo que no estaba pensando. Lo miro, girándome,
con un silencio lleno de odio, escucho anticipadamente, con una
tensión de homicidio latente, la voz que va a usar para decirme
alguna cosa. Él sonríe desde el fondo de la casa y me da las buenas
tardes en alta voz. Lo odio como odio al universo. Tengo los ojos
pesados de conjeturar.
Libro del desasosiego, 1982.
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