Desde temprano
habían menudeado las llamadas de felicitación. Para el ex
torturador (todavía no se sentía cómodo con esa partícula: ex) ya
no había peligro. La tan cuestionada ley de amnistía ahora tenía
el aval del voto popular. A las felicitaciones él había respondido
con risas, con murmullos de aprobación, con entusiasmo, sin
escrúpulos. Sin embargo no se sentía eufórico. Desayunó a solas,
como siempre. A pesar de sus cuarenta, se mantenía soltero. Estaba
Eugenia, claro, pero en una zona siempre provisional. Recogió los
diarios que habían deslizado bajo la puerta, pero se salteó
precisamente aquellas páginas, aparatosamente tituladas, que
analizaban la ahora confirmada amnistía. Sólo se detuvo en
Internacionales y en Deportes. Luego se dedicó a regar las plantas y
el césped del fondo. La recomendación oficial decía que, hasta
nuevo aviso, era imprescindible ahorrar agua corriente y prohibía
especialmente el riego de jardines. Pero él gozaba de amnistía.
Todo le estaba permitido. Si le habían perdonado torturas,
violaciones y muertes, no lo iban a condenar por un gasto excesivo de
agua. Democracia es democracia. El agua salía con fuerza tal que
algunos tallitos, los más débiles, se inclinaban e incluso hubo uno
que se quebró. Lo apartó con el pie. Así estuvo dos horas. Regaba
y volvía a regar, dos o tres veces las mismas plantas, que ya no
agradecían la lluvia. Cuando sintió en los pies el frío de las
zapatillas húmedas, cerró por fin la canilla, entró en la casa y
se vistió informalmente para ir al supermercado. Una vez allí, hizo
un buen surtido de bebidas y comestibles hasta llenar prácticamente
el carrito y se puso en la cola de la Caja. Un signo de igualdad y
fraternidad, pensó: aunque estaba amnistiado, de todos modos se
resignaba a hacer la cola. De pronto sintió que una mano fuerte le
tomaba el brazo y experimentó una corriente eléctrica. ¿Como una
picana? No. Simplemente una corriente eléctrica. Se dio vuelta con
rapidez y con cierta violencia y se encontró con un vecino de rostro
amable, un poco sorprendido por la reacción que había provocado.
Disculpe, dijo el señor, sólo quería avisarle que se le cayó la
billetera. Él sintió que las mejillas le ardían. Emitió un breve
tartamudeo de excusas y agradecimiento y recogió la billetera.
Precisamente en ese momento había llegado su turno, así que fue
colocando sus compras frente a la cajera, pagó, y metió todo en la
bolsa que había traído a esos efectos. Cuando abandonaba el
supermercado, oyó que alguien le decía, al pasar, enhorabuena,
nadie hizo comentario alguno pero él comprobó que uno de los
clientes, un bancario que pasaba a diario frente a su casa haciendo
jogging, levantaba inequívocamente las cejas. Pensó en los perros
de caza, cuando, al detectar la proximidad de la presa, levantan las
orejas. ¿Él sería la presa? Boludeces, muchacho, boludeces. Estoy
amnistiado. Un hombre sin deudas con la sociedad. Todo lo hice por
obediencia debida (con alguna yapa, como es natural), mi conciencia y
yo estamos en paz. Ya en la casa, fue vaciando la bolsa, metió en la
heladera lo que correspondía, y lo demás en la despensita, sin
mayor orden. Mañana, cuando viniera Antonia a hacer la limpieza,
sabría a qué estante pertenecía cada cosa. Encendió la radio pero
sólo había rock, así que la apagó y se quedó un buen rato
contemplando el techo y sus crecientes manchas de humedad. Llamar al
constructor, anotó mentalmente. Después fue al dormitorio, se
desnudó, se duchó, se vistió de nuevo pero con ropa de salir, fue
al garaje, encendió el motor del Peugeot, pensó hacer todo el
camino por la Rambla pero mejor no, siempre es más seguro por
Bulevar España y Maldonado. Qué tontería. ¿Más seguro? Vamos,
vamos, si estoy amnistiado. Y rumbeó hacia la Rambla. No había
muchos coches. A la altura del puertito del Buceo, lo pasó un
Mercedes, que de pronto frenó. El conductor le hizo señas para que
se detuviera. Él vaciló. Sólo por una décima de segundo. El
corazón le golpeaba con fuerza. La Rambla jamás es segura. Fue sólo
un instante, pero en ese destello calculó que, si bien había
suficiente distancia como para esquivar al otro coche y huir, el
motor del otro era mucho más potente y le daría alcance sin
problemas. De modo que se resignó y frenó junto al Mercedes. El
otro asomó una cara sonriente. Lleva la valija abierta, amigo, ¿no
se había dado cuenta? No, no se había dado cuenta, así que dijo
gracias, ha sido muy amable, y se bajó para cerrar la valija. Sin
embargo, la valija no estaba abierta. Todo él se llenó de sospecha
y prevención, pero el Mercedes ya había arrancado y se había
perdido tras la curva. Miró hacia atrás, hacia el costado, hacia
adelante. No había otros coches a la vista. ¿Podría ser que la
valija se cerrara sola? ¿Por qué no? Boludeces, muchacho,
boludeces. Pero cuando volvió a empuñar el volante, dejó abierta
la gaveta donde estaba el revólver y por supuesto no siguió por la
Rambla. Cuando llegó al Centro, y a pesar de que en esa cuadra había
dos sitios libres, no se arriesgó a dejar el coche en la calle y lo
llevó a una playa de estacionamiento. Recordó que debía comprarse
una camisa. Entró en una tienda y le dijo al vendedor que la quería
blanca, de mangas largas, para vestir. ¿Es para usted? Sí, es para
mí. ¿La quiere con el cuello flojo o más bien apretado? ¿Cómo
apretado, qué quiere decir con eso? Oh, no lo tome a mal, me parece
bien que lo quiera flojo, hoy en día nadie usa una camisa que lo
estrangule. Hoy en día. Naturalmente. Hoy en día nadie. Estoy
amnistiado. Nadie quiere que lo estrangulen. Ya no se usa. Se llevó
la camisa blanca, para vestir, de mangas largas, y de cuello flojo
(39 en vez de 38, que era su número). Le pareció carísima, pero no
quería llamar la atención, así que pagó con un gesto de soberbia
y a la vez de despreocupación por el dinero, y empezó a caminar por
Dieciocho. Desde un auto, detenido porque el semáforo estaba en
rojo, un desconocido le gritó: felicidades. ¿Quién será? Por las
dudas saludó con la mano y entonces el otro le mostró la lengua. Su
intención fue acercarse, pero el semáforo se había puesto verde y
el auto arrancó con estruendo, entre las risotadas de sus ocupantes.
Guarangos, sólo eso, se dijo. Pero por qué lo de felicidades. ¿Por
la amnistía? ¿O simplemente había sido una palabra amable,
destinada a servir de contraste con el gesto ofensivo que la iba a
seguir? Vaya, después de todo no era la primera lengua que veía,
por cierto había visto otras, más dramáticas que la de ese idiota.
Cosas del pasado. Abur. Por orden del presidente, la buena gente
había cerrado los ojos de la nuca. Ahora ya no iban a escribir
verdugos a la cárcel, verdad y justicia, y otras sandeces. Ahora
habían aprendido a decir: se le cayó la billetera, enhorabuena,
amigo lleva la valija abierta, felicidades. Almorzó solo, en un
restaurante donde nadie lo conocía. Sin embargo, cuando estaba en el
churrasco a la pimienta, vio que desde otra mesa alguien lo saludaba,
pero estaba tan lejos que su miopía no le permitió distinguir quién
era. Al rato vino el mozo con una tarjetita. El nombre era del
corresponsal de una agencia internacional, y había unas líneas
recién escritas: Tengo sumo interés en hacerle una entrevista.
Sobre la amnistía, ya se lo habrá imaginado. Le pidió al mozo que
le dijera a ese señor que muchas gracias, pero que no era posible.
Ya no pudo seguir comiendo a gusto. Al concluir no pidió café sino
un té de boldo, pero ni así. Salió rápidamente, sin mirar al
corresponsal, que se quedó en el fondo, haciendo señas en vano.
Iría a lo de Eugenia, era la hora. Ella le había telefoneado bien
temprano para decirle que lo esperaba con champán. Un alivio. Por lo
menos aquel apartamento, que él había financiado, era tierra
conocida y no devastada. Eugenia estaba vestida poco menos que para
una fiesta. Estarás tranquilo ahora, me imagino, fue la bienvenida.
Sí, bastante. Pero no lo estaba y ella lo advirtió. No seas
estúpido, mi amor, ese asunto se acabó, ya lo dijo el presidente,
ahora hay que mirar hacia adelante. En una ocasión como ésta, y
tras el brindis de rigor (por la democracia, dijo Eugenia, y soltó
una carcajada), estaba más que cantado que irían a la cama. Y
fueron. Durante todo el trámite, él estuvo con la cabeza en otra
parte, pero así y todo pudo cumplir como un buen soldado. En un
momento, ella había apretado su abrazo de forma exagerada y él
sintió que se asfixiaba. Por un momento tuvo pánico, casi se mareó.
¿Será el abrazo, o el anís tendría algo? ¿Será posible? ¿Nada
menos que Eugenia? Afortunadamente, todo pasó, Eugenia había
aflojado el abrazo, dijo que había estado regio, él pudo respirar
normalmente, y ella empezó a besarlo, como lo hacía siempre en la
etapa post coitum, de abajo hasta arriba. De pronto él anunció que
se iba. ¿Ya? Esta noche tengo una reunión y quiero estar despejado,
quiero dormir un poco. ¿Es por la amnistía? No, dijo él, receloso,
es por otra cosa. ¿Y dónde es? Él la miró, desconfiado. A esta
altura del partido, no iba a caer en trampa tan ingenua. También
podía suceder que, precisamente por ser tan ingenua, no fuese
trampa. Todavía no lo sé, me avisarán esta tarde. Nublado está mi
cielo, dijo ella, sí, es mejor que te vayas, a ver si mañana estás
menos tenso. Estoy cansado, sólo eso. Bajó a la calle, caminó unas
cuadras hasta donde había dejado el auto y antes de arrancar lo
examinó con cuidado. Esta vez no tomó por la Rambla, entre otras
cosas porque soplaba un viento que auguraba tormenta. Trató de ir
esquivando (antigua precaución) las esquinas con semáforos, que
obligaban siempre a detenerse y de hecho convertirse en blanco fijo.
Cuando llegó a casa, notó con asombro que la luz de la cocina
estaba encendida. ¿Y eso? ¿La habré encendido yo mismo hoy
temprano, y luego, cuando me fui, como era de día, no me di cuenta?
Vaya, todo estaba en orden. Quería descansar. Abrió la cama, se
quitó la ropa
(siempre dormía
desnudo) y tomó un somnífero suave, suficiente para descansar unas
horas. Por supuesto, no tenía ninguna reunión esta noche.
Experimentó un cosquilleo de satisfacción cuando advirtió que sus
ojos se iban cerrando. Sólo cuando estuvo profundamente dormido,
comenzó a recorrer un corredor en tinieblas, una suerte de túnel
interminable, cuyas paredes eran sólo ojos, miles y miles de ojos
que lo miraban, sin ningún parpadeo. Y sin perdón.
Despistes y franquezas, 1989.
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