Fue por el tiempo de las majas,
mientras la rubia espiga, tendida en las eras, cruje blandamente,
amortiguando el golpe del mallo, cuando empezó la discordia entre
los del tío Ambrosio Lebriña y los del tío Juan Raposo.
Sucedió
que todo el julio había sido aquel año un condenado mes de agua, y
que sólo a primeros de agosto despejó el cielo y se metió calor,
el calor seco y vivo que ayuda a la faena. «Hay que majar, que ya
andan las canículas por el aire», decían los labriegos; y el tío
Raposo pidió al tío Lebriña que le ayudase en la labor. Este ruego
envolvía implícitamente el compromiso de que, a su vez, Raposo
ayudaría a Lebriña, según se acostumbra entre aldeanos.
No
obstante, llegado el momento de la maja de Lebriña, el socarrón de
Raposo escurrió el bulto, pretextando enfermedades de sus hijos,
ocupaciones; en plata, disculpas de mal pagador. Lebriña, indignado
de la jugarreta, tuvo con Raposo unas palabras más altas que otras
en el atrio de la iglesia, el domingo, a la salida de misa. Por la
tarde, en la romería, Andrés, el mayor de Lebriña, después de
beber unos tragos, se encontró con Chinto, el mayor de Raposo, y
requiriendo la moca o porra claveteada, mirándose de solayo, como si
fuesen a santiguarse…; pero no hubo más entonces.
Vivían
las familias de Lebriña y Raposo pared por medio, en dos casas
gemelas, que el señor había mandado edificar de nuevo para dos
lugarcitos muy redondos. Al recogerse aquel domingo, mientras los
hombres, gruñones y enfurruñados, mascullaban la ira, las mujeres,
sacando a la puerta los tallos o asientos hechos de un tronco, se
disponían a pasar las primeras horas de la noche al fresco. En vez
de armar tertulia con las vecinas, cada bando afectó situarse lo más
lejos que permitía la estrechez de los corrales. La tía Raposo y su
hija Joliana, que tenían fama de mordaces y satíricas, tomaron sus
panderetas e improvisaron una triada muy injuriosa; en sustancia,
venía a decir que, en casa de Lebriña, los hombres eran hembras y
las mujeres machos bigotudos. Es de advertir que los Lebriñas debían
su apodo, convertido en apellido ya, a cierta mansedumbre tradicional
en los varones de la familia, y también conviene saber que Aura
Lebriña, moza soltera de unos veinticinco años de edad, lucía
sobre sus gruesos y encendidos labios un pronunciado bozo oscuro.
Aura no sabía improvisar como las Raposos; pero, ni tarda ni
perezosa, recogió el guante, y en prosa vil les soltó una carretera
de desvergüenzas gordas, mezcladas con maldiciones a los hombres,
gallinas cluecas, que no tenían alma para cosa ninguna. Al oír la
pauliña de Aura, el tío Ambrosio asomó la nariz, y empujando a su
hija por los hombros, la hizo retirar, mientras los de Raposo la
perseguían con pullas irónicas.
Pocos
días después, yendo Chinto Raposo armado de gavilo, a cortar tojo
en el monte, vio a Aura Lebriña que lindaba su vaca en una heredad
de maíz. Aunque tostada del sol, como la heroína de los cantares, y
aunque de boca sombreada y recias formas, la moza no era
despreciable, y al mozo se le ocurrió burlarla, más tentado por el
fino gusto de pisotear a los Lebriñas que por los atractivos de la
pastora. Y avínole mal, porque en el país galiciano, la mujer,
hecha a trabajos tan rudos como el hombre, le iguala en fuerza
física, y a veces le supera, y en el juego de la lucha no es raro el
caso de que salgan vencedoras las mujeres. Sin más armas que sus
puños, Aura sujetó a Chinto y le dio una paliza con el mango de la
guadaña, mientras la vaca, pendiente el bocado de hierba entre los
belfos, fijaba en el grupo sus ojazos pensativos. Molido y humillado,
Chinto Raposo se vengó cobardemente; aprovechó un descuido de Aura,
y metiéndole de pronto la mano en la boca y apartando con violencia
los dedos pulgar e índice, rasgó las comisuras de los labios. La
sorpresa y el dolor paralizaron un instante a la amazona, y Chinto
pudo huir.
Todo
el día lloriqueó la muchacha desesperadamente, porque el eterno
femenino salta también de entre los terrones, y la infeliz temía
quedar desfigurada. Las malditas comadres de las Raposos, desde su
puerta, se mofaban de Aura sin compasión, apodándola Boca Rota, y
Aura, en sorda voz, murmuraba que, si se había concluido ya la casta
de los hombres, saldrían a plaza las mujeres, y se vería lo que
eran capaces de hacer.
Andrés
Lebriña, muy descolorido, oía a su hermana y callaba como un
muerto. Estos silencios cerrados son de mal agüero en las personas
pacíficas. Sin embargo, pasó una semana, las heridas de Aura
empezaron a cicatrizarse, y los Raposos, más insolentes que nunca,
se reían en público de toda la casta de Lebriña. El día de la
feria, Chinto Raposo cargó un carro de repollos y bajó a la ciudad
a venderlo. Regresaba, anochecido ya, algo chispón, con el carro
vacío, y al sepultarse en uno de esos caminos hondos y angostos,
limitados por los surcos de la llanta, recibió a traición un golpe
en el duro cráneo y luego otro, que le derribó aturdido como un
buey. En medio de su desvanecimiento sintió confusamente que algo
muy pesado y duro le oprimía el pecho: eran unos zuecos de álamo,
con tachuelas, bailando el pateado sobre su esternón.
Cuando
suceden estas cosas en la aldea, en verdad os digo que rara vez pasa
el asunto a los tribunales. El labriego, por una parcelilla de
terreno, por un tronco de pino, por un puñado de castañas se
apresurará en acudir a la justicia: la propiedad entiende el que ha
de defenderse por las vías legales; pero la seguridad personal es
cuenta de cada quisque: contra palos, palos, y a quien Dios se la dé,
San Pedro se la bendiga. En la aldea, el que más y el que menos
tiene sobre su alma una buena ración de leña administrada al
prójimo y nadie quiere habérselas con escribanos procuradores y
jueces, negras aves fatídicas, que traen la miseria entre su corvo
pico.
Antes
que Chinto Raposo pudiese levantarse de la cama, donde permanecía
arrojando en abundancia bocanadas de sangre, sus dos hermanos
menores, Román y Duardos, le había jurado la vendetta. Andrés
Lebriña, por su parte, trataba de esconderse; pero el labriego ha de
salir sin remedio a su trabajo, y la fatalidad quiso que le llamasen
a jornal en la carretera en construcción, adonde también acudían
los Raposos. Estos velaron a su enemigo, como el cazador a la perdiz,
y aprovechándose de una disputa que se alzó entre los jornaleros,
arrojaron a Andrés sobre un montón de piedra sin partir, y con otra
piedra le machacaron la sien. Se formó causa, pero faltó prueba
testifical: nadie sabe nada, nadie ha visto nada en tales casos. El
señor abad de la parroquia de Tameige rezó unos responsos sobre el
muerto y hubo una cruz más en el campo santo: negra, torcida, con
letras blancas.
El
golpe aplanó completamente a los Lebriñas. Ellos eran gente
apocada, resignada, y solo a fuerza de indignación y ultrajes había
salido de sus casillas Andrés. También los Raposos, astutos en
medio de su barbarie, creyeron que, después de suprimir a un hombre,
les convenía estarse callados y quietos, por lo cual cesaron
completamente las provocaciones e invectivas de las mujeres desde la
puerta.
Sin
embargo, había alguien que no olvidaba al que se pudría bajo la
cruz negra del cementerio: Aura, la hermana, la que se había llevado
toda la virilidad de la familia. Vestida de luto, en pie en el umbral
de su casucha, ronca a fuerza de llorar, lanzaba a la casa de los
Raposos ardientes miradas de reto y maldición. Y sucedió que al
verano siguiente, cuando la cosecha recogida ya prometía abundancia,
una noche, sin saber por qué, prendióse fuego el pajar de Raposo y
a la vez aparecieron ardiendo el cobertizo, el hórreo y la vivienda.
Los Raposos, aunque dormían como marmotas, al descubrirse el fuego
pudieron salvar, sufriendo graves quemaduras, solo a uno de los
hijos. A Román, el que pasaba por autor material de la muerte de
Andrés Lebriña, se le encontró carbonizado sin que nadie
comprendiese cómo un mozo tan ágil no supo librarse del incendio.
Aquí
tienen ustedes lo que aconteció en la feligresía de San Martín de
Tameige por no querer los Raposos ayudar a los Lebriñas en la faena
de la maja.
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