miércoles, 31 de enero de 2024

Tranvía. Andrea Bocconi.

Por fin. La desconocida subía siempre en aquella parada. «Amplia sonrisa, caderas anchas… una madre excelente para mis hijos», pensó. La saludó; ella respondió y retomó su lectura: culta, moderna.
Él se puso de mal humor: era muy conservador. ¿Por qué respondía a su saludo? Ni siquiera lo conocía.
Dudó. Ella bajó.
Se sintió divorciado: «¿Y los niños, con quién van a quedarse?»


martes, 30 de enero de 2024

La esfinge. Edgar Allan Poe.

Durante el espantoso reinado del cólera en Nueva York acepté la invitación de un pariente a pasar quince días en el retiro de su confortable cottage, a orillas del Hudson. Teníamos allí todos los habituales medios de diversión veraniegos; y vagabundeando por los bosques con nuestros cuadernos de diseño, navegando, pescando, bañándonos, con la música y los libros hubiéramos pasado bastante bien el tiempo, de no ser por las temibles noticias que nos llegaban todas las mañanas de la populosa ciudad. No transcurría un día sin que nos trajeran nuevas de la muerte de algún conocido. Por lo tanto, como la mortalidad aumentaba, aprendimos a esperar diariamente la pérdida de algún amigo. Al fin temblábamos ante la cercanía de cada mensajero. El mismo aire del sur nos parecía impregnado de muerte. Este paralizante pensamiento se apoderó de mi alma toda. No podía hablar, ni pensar, ni soñar en nada. Mi huésped era de temperamento menos excitable y, aunque su ánimo estaba muy deprimido, se esforzaba por confortar el mío. En ningún momento lo imaginario afectaba su intelecto, bien nutrido de filosofía. Estaba suficientemente vivo para los terrores concretos, pero sus sombras no lo atemorizaban.
Sus intentos por sacarme del estado de anormal melancolía en que me hallaba sumido fueron frustrados en gran medida por ciertos volúmenes que yo había encontrado en su biblioteca. Por su índole, tenían fuerza suficiente para hacer germinar cualquier simiente de superstición hereditaria que se hallara latente en mi pecho. Había estado leyendo estos libros sin que él lo supiese, y, por lo tanto, le resultaba imposible explicarse a veces las violentas impresiones que habían hecho en mi fantasía.
Uno de mis tópicos favoritos era la creencia popular en presagios, creencia que en esa época de mi vida yo estaba seriamente dispuesto a defender. Teníamos largas y animadas discusiones sobre este punto, en las que él sostenía la absoluta falta de fundamento de la fe en tales cosas, y yo replicaba que un sentimiento popular nacido con absoluta espontaneidad —es decir, sin aparentes huellas de sugestión— tiene en sí mismo inequívocos elementos de verdad y es digno de mucho respeto.
El hecho es que, poco después de mi llegada a la casa, me ocurrió un incidente tan absolutamente inexplicable y que tenía en sí tanto de ominoso, que bien se me podía excusar si lo consideraba como un presagio. Me aterró y al mismo tiempo me dejó tan confundido y tan perplejo, que transcurrieron varios días antes de que me resolviera a comunicar la circunstancia a mi amigo.
Casi al final de un día de calor abrumador, estaba yo sentado con un libro en la mano delante de una ventana abierta desde la cual dominaba, a través de la larga perspectiva formada por las orillas del río, la vista de una distante colina cuya ladera más cercana había sido despojada por un desmoronamiento de la mayor parte de sus árboles. Mis pensamientos habían errado largo tiempo desde el volumen que tenía delante, a la tristeza y desolación de la vecina ciudad. Levantando los ojos de la página, cayeron éstos en la desnuda ladera de la colina y en un objeto, en una especie de monstruo viviente de horrible conformación, que rápidamente se abrió camino desde la cima hasta el pie, desapareciendo por fin en el espeso bosque inferior. Al principio, cuando esta criatura apareció ante la vista, dudé de mi razón o, por lo menos, de la evidencia de mis sentidos, y transcurrieron algunos minutos antes de lograr convencerme de que no estaba loco ni soñaba. Sin embargo, cuando describa el monstruo (que vi claramente y vigilé durante todo el período de su marcha), para mis lectores, lo temo, será más difícil aceptar estas cosas de lo que lo fue para mí.
Considerando el tamaño del animal en comparación con el diámetro de los grandes árboles junto a los cuales pasara —los pocos gigantes del bosque que habían escapado a la furia del desmoronamiento—, concluí que era mucho más grande que cualquier paquebote existente. Digo paquebote porque la forma del monstruo lo sugería; el casco de uno de nuestros barcos de guerra de setenta y cuatro cañones podría dar una idea muy aceptable de sus líneas generales. La boca del animal estaba situada en el extremo de una trompa de unos sesenta o setenta pies de largo, casi tan gruesa como el cuerpo de un elefante común. Cerca de la raíz de esta trompa había una inmensa cantidad de negro pelo hirsuto, más del que hubieran podido proporcionar las pieles de veinte búfalos; y brotando de este pelo hacia abajo y lateralmente surgían dos colmillos brillantes, parecidos a los del jabalí, pero de dimensiones infinitamente mayores. Hacia adelante, paralelo a la trompa y a cada lado de ella, se extendía una gigantesca asta de treinta o cuarenta pies de largo, aparentemente de puro cristal y en forma de perfecto prisma, que reflejaba de manera magnífica los rayos del sol poniente. El tronco tenía forma de cuña con la cúspide hacia tierra. De él salían dos pares de alas, cada una de casi cien yardas de largo, un par situado sobre el otro y todas espesamente cubiertas de escamas metálicas; cada escama medía aparentemente diez o doce pies de diámetro. Observé que las hileras superior e inferior de alas estaban unidas por una fuerte cadena. Pero la principal peculiaridad de aquella cosa horrible era la figura de una calavera que cubría casi toda la superficie de su pecho, y estaba diestramente trazada en blanco brillante sobre el fondo oscuro del cuerpo, como si la hubiera dibujado cuidadosamente un artista. Mientras miraba aquel animal terrible, y especialmente su pecho, con una sensación de espanto, de pavor, con un sentimiento de inminente calamidad que ningún esfuerzo de mi razón pudo sofocar, advertí que las enormes mandíbulas en el extremo de la trompa se separaban de improviso y brotaba de ellas un sonido tan fuerte y tan fúnebre que me sacudió los nervios como si doblaran a muerto; y, mientras el monstruo desaparecía al pie de la colina, caí de golpe, desmayado, en el suelo.
Al recobrarme, mi primer impulso fue, por supuesto, informar a mi amigo de lo que había visto y oído; y apenas puedo explicar qué sentimiento de repugnancia me lo impidió.
Por fin, una tarde, tres o cuatro días después de lo ocurrido, estábamos juntos en el aposento donde había visto la aparición, yo ocupando el mismo asiento junto a la misma ventana y él tendido en un sofá al alcance de la mano. La asociación del lugar y la hora me impulsaron a referirle el fenómeno. Me escuchó hasta el final; al principio rió cordialmente y luego adoptó un continente excesivamente grave, como si sobre mi locura no cupiese ninguna duda. En ese momento tuve otra clara visión del monstruo, hacia el cual, con un grito de absoluto terror, dirigí su atención. Miró ansiosamente, pero afirmó que no veía nada, aunque yo le señalé con detalle el camino de la bestia mientras descendía por la desnuda ladera de la colina.
Entonces me alarmé muchísimo, pues consideré la visión, o como un presagio de mi muerte, o, peor aún, como anuncio de un ataque de locura. Me eché violentamente hacia atrás y durante unos instantes hundí la cara en las manos. Cuando me destapé los ojos, la aparición ya no era visible.
Mi huésped, sin embargo, había recobrado en cierto modo la calma de su continente y me interrogaba con minucia sobre la conformación de la bestia. Cuando le hube dado cabal satisfacción sobre este punto, suspiró profundamente, como aliviado de alguna carga intolerable, y siguió conversando con una calma que me pareció cruel sobre varios puntos de filosofía que habían constituido hasta entonces el tema de discusión entre nosotros. Recuerdo que insistió muy especialmente (entre otras cosas) en la idea de que la principal fuente de error de todas las investigaciones humanas se encontraba en el riesgo que corría la inteligencia de menospreciar o sobrestimar la importancia de un objeto por el cálculo errado de su cercanía.
Para estimar adecuadamente —decía— la influencia ejercida a la larga sobre la humanidad por la amplia difusión de la democracia, la distancia de la época en la cual tal difusión puede posiblemente realizarse no dejaría de constituir un punto digno de ser tenido en cuenta. Sin embargo, ¿puede usted mencionarme algún autor que, tratando del gobierno, haya considerado merecedora de discusión esta particular rama del asunto?
Aquí se detuvo un momento, se acercó a una biblioteca y sacó una de las comunes sinopsis de historia natural. Pidiéndome que intercambiáramos nuestros asientos para poder distinguir mejor los menudos caracteres del volumen, se sentó en mi sillón junto a la ventana y, abriendo el libro, prosiguió su discurso en el mismo tono que antes.
De no ser por su extraordinaria minucia —dijo— en la descripción del monstruo quizá no hubiera tenido nunca la posibilidad de mostrarle de qué se trata. En primer lugar, permítame que le lea una sencilla descripción del género Sphinx, de la familia Crepuscularia, del orden Lepidóptera, de la clase Insecta o insectos. La descripción dice lo siguiente: «Cuatro alas membranosas cubiertas de pequeñas escamas coloreadas, de apariencia metálica; boca en forma de trompa enrollada, formada por una prolongación de las quijadas, sobre cuyos lados se encuentran rudimentos de mandíbulas y palpos vellosos; las alas inferiores unidas a las superiores por un pelo rígido; antenas en forma de garrote alargado, prismático; abdomen en punta. La Esfinge Calavera ha ocasionado gran terror en el vulgo, en otros tiempos, por una especie de grito melancólico que profiere y por la insignia de muerte que lleva en el corselete».
Aquí cerró el libro y se reclinó en el asiento, adoptando la misma posición que yo ocupara en el momento de contemplar «el monstruo».
¡Ah, aquí está! —exclamó entonces—. Vuelve a subir la ladera de la colina, y es una criatura de apariencia muy notable, lo admito. De todos modos, no es tan grande ni está tan lejos como usted lo imaginaba; pues el hecho es que, mientras sube retorciéndose por este hilo que alguna araña ha tejido a lo largo del marco de la ventana, considero que debe de tener la decimosexta parte de un pulgada de longitud, y que a esa misma distancia, aproximadamente, se encuentra de mis pupilas.

lunes, 29 de enero de 2024

Ciudad sin sueño. Federico García Lorca.

No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas.
Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan
y el que huye con el corazón roto encontrará por las esquinas
al increíble cocodrilo quieto bajo la tierna protesta de los astros.


No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Hay un muerto en el cementerio más lejano
que se queja tres años
porque tiene un paisaje seco en la rodilla;
y el niño que enterraron esta mañana lloraba tanto
que hubo necesidad de llamar a los perros para que callase.


No es sueño la vida. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!
Nos caemos por las escaleras para comer la tierra húmeda
o subimos al filo de la nieve con el coro de las dalias muertas.
Pero no hay olvido, ni sueño:
carne viva. Los besos atan las bocas
en una maraña de venas recientes
y al que le duele su dolor le dolerá sin descanso
y al que teme la muerte la llevará sobre sus hombros.


Un día
los caballos vivirán en las tabernas
y las hormigas furiosas
atacarán los cielos amarillos que se refugian en los ojos de las vacas.


Otro día
veremos la resurrección de las mariposas disecadas
y aún andando por un paisaje de esponjas grises y barcos mudos
veremos brillar nuestro anillo y manar rosas de nuestra lengua.
¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!
A los que guardan todavía huellas de zarpa y aguacero,
a aquel muchacho que llora porque no sabe la invención del puente
o a aquel muerto que ya no tiene más que la cabeza y un zapato,
hay que llevarlos al muro donde iguanas y sierpes esperan,
donde espera la dentadura del oso,
donde espera la mano momificada del niño
y la piel del camello se eriza con un violento escalofrío azul.


No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Pero si alguien cierra los ojos,
¡azotadlo, hijos míos, azotadlo!


Haya un panorama de ojos abiertos
y amargas llagas encendidas.


No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
Ya lo he dicho.
No duerme nadie.
Pero si alguien tiene por la noche exceso de musgo en las sienes,
abrid los escotillones para que vea bajo la luna
las copas falsas, el veneno y la calavera de los teatros.

Poeta en Nueva York, 1940

domingo, 28 de enero de 2024

Prueba de vuelo. Eugenio Mandrini.

Si evaporada el agua el nadador todavía se sostiene, no cabe duda: es un ángel. 


 

sábado, 27 de enero de 2024

Parábola de los buscadores de diamantes. Pedro Ugarte.

El dios convocó a los buscadores. A cada uno de ellos le asignó un diamante diminuto, un mínimo diamante del tamaño de un grano de arena. Antes, el dios había esparcido esos diamantes en parajes infinitos.
Un buscador tenía que encontrar el suyo en los limos del fondo de un riachuelo; otro, en la extensión de una larga playa. Un tercero supo que su diamante estaba oculto en los vastos arenales de un desierto. Para todos ellos la labor era la misma: algo que nunca podrían alcanzar, algo absolutamente imposible.
Pero el buscador del riachuelo se dio cuenta de que tenía cierta ventaja sobre los demás y durante años revolvió, aunque sin éxito, los barros donde se escondía su diamante. El buscador de la playa, más desanimado por la extensión que debía registrar, se contentó con vagar entre las dunas, y sólo a veces movía distraídamente con el pie la arena, en espera de ese golpe de fortuna que nunca se produjo.
El buscador del desierto, en fin, se sintió abrumado. Estaba igualmente condenado a la derrota, pero de forma más desoladora que los otros. Reflexionó durante tres días, buscó la sombra de una palmera y se sentó a escribir la parábola de los buscadores de diamantes.


jueves, 25 de enero de 2024

El tiempo de la ciénaga. Andrés Caicedo.

A las seis me despertó la sirvienta, y yo estaba soñando uno de esos sueños que hacen que primero me levante sobre un codo y me ubique, no es que pregunte dónde estoy, quién soy, ni ninguna de esas tonterías, lo que pasa es que tengo que acomodarme a la tristeza, o aceptar que la desesperación es la única vía de acceso a todo en este nuevo día, y decirme que son las seis, que hay colegio, que a las ocho tocan la campana y cierran la puerta, que estoy empezando quinto y sólo me falta lo que queda de este año y otro, que podría decir renuncio e irme a vivir al campo con las cabras, pero entonces quién se queda cuidando a mi madre que no tiene ni cuarenta años y ya se está muriendo (y todavía bonita), en eso pensaba yo y la sirvienta mirándome, no sale hasta que no me vea bien despierto, parado, listo a quitarme la piyama y a agarrar una toalla, ella siempre me prometía que había agua caliente, después de bañarme pasaba por el cuarto de mi madre a darle los buenos días y a llenarla de besos, ese día era un martes después de un puente que abarcó viernes, sábado, domingo y lunes, y a mí siempre me pasa que después de los puentes estoy creyendo que es lunes, así que sin saber que era martes cogí fue el horario del lunes: Religión, Química, Literatura, Historia y dos horas de Física inmediatamente después del almuerzo porque este año ya nos instalaron la jornada continua, pero no fue sino después que me di cuenta que era martes, menos mal que los lunes y los martes coinciden Religión y Física, pero había un trabajo de Civismo que no llevé y el cura me puso cero, y yo ya quería aplastar mi cara, golpearme la frente contra el pupitre para que vieran mi angustia, había salido de mi casa a las siete y cuarenta y cinco porque tuve un problema con la sirvienta que me sirvió el café frío y yo me le entré a la cocina pisando duro y traté de regañarla pero ella no se me dejó, tuve que tomarme el café frío sintiendo que se me volvía un ocho el estómago de la rabia que tenía, cómo poder decirle que no se metiera conmigo, que yo vivía atormentado por problemas que ella ni imaginar podía pues no contaba con la capacidad intelectual para hacerlo, que el que me lavara la ropa, me tendiera la cama y me hiciera la comida eran puros accidentes, una situación que ni ella ni yo podíamos modificar, que se limitara a trabajar callada y a cobrar su sueldo, y sin necesidad de comunicárselo que se diera cuenta de mi profundo desprecio por su debilidad, por su corrupción, qué es eso de dejar su tierra, el campo, y bajar acá a convertirse en sirvienta de esta sociedad para que yo pueda llegar temprano al colegio y bien alimentado para rendir en el estudio, y había días que ni siquiera me tenía agua caliente y yo me ponía furioso, golpiaba los azulejos del baño, me daba contra las paredes, tendía a enterrarme las uñas en las palmas de las manos, y el agua fría cayéndome inmisericorde en mi espalda, yo nunca entendí por qué era que me hacía todo eso, podemos hacernos la vida soportable, era lo que yo le decía, no es sino cuestión de mutuo entendimiento, ahora que mi madre está enferma a cada rato se le pierden los vestidos y yo sé que se los roba la sirvienta, lo digo porque me he metido a su cuarto y le he esculcado el clóset y se los he visto, es decir me consta, pero no le digo nada a mi mamá y yo, bueno, trato de hacerme como el que si nada, además mi mamá ya para qué vestidos, se mantiene todo el día en la cama con la piyama que era de mi papá, antes hablaba de las ventajas que traía el decidir no salir más de la cama, no más problemas, pero ya ni siquiera habla, yo salí de mi casa un poco preocupado, crucé el alambre de púas que marca los límites de mi propiedad y tuve que coger un Rojo Crema que caminó despacio y claro, ya eran las ocho cuando llegué al San Juan Berchmans, ni un alma en los alrededores, la puerta ya cerrada, tuve que tocar y tocar de la manera más triste hasta que el portero se asomó por la rejilla y yo le pedí el favor que me abriera y me dijo que no, entonces le supliqué que me abriera y seguía diciendo que no, primero que no podía, luego que no le daba la gana porque yo le caía gordo y que no me abría, entonces le dije que si me abría me dejaba pirobear, y él me abrió pero todavía mirándome con odio, cuánto hace que tocaron, le pregunté yo pero no me contestó, yo apreté bien los libros contra mi pecho y me doblé, él primero me puso las manos en las nalgas y me las sobó un rato y luego con una sola mano me tocó por el medio hasta que yo me voltié y le dije ya está y él ni protestó siquiera y yo salí corriendo de allí, todavía pensaba alcanzar a responder lista, cómo me quedaría cuando entré a la clase y era martes, me encuentro no al cura de Religión sino al cura de Civismo y apenas me estoy sentando me pide el trabajo que no he traído, esta mente lenta que tengo, me pusieron un cero en Civismo, comí tanto a la hora de almuerzo que en las dos horas de Física me la pasé con una bola en el estómago y unas ganas de echarme y conciliar el sueño, además que no entiendo nada de Física, desde hace un año la gente se ha estado sospechando que soy un poco bruto, al principio me aterré y daba berridos por toda la casa, pero ahora me limito a subir los hombros: no es más que una indiferencia por todo, no emocionarme desde que estaba chiquito, saber que hay cosas que uno no entiende y es como si no existieran porque mi mente no da para más sencillo, cuando tocaron la campana para salida yo pedí al cielo que nadie se me acercara, que nadie me conversara, poder salir como soy de solo, me pegué a una pared y logré cruzar la puerta con cierta facilidad, entre los primeros, afuera me puse contento por el sol que hacía y que a nadie le gusta, todo el mundo salía protestando por el calor maldito, pero a mí el calor me llena de ánimos, a lo que le tengo terror es al frío, también le tengo terror a encontrarme al papá de una novia que yo tuve de mentiras y ella creyendo que era de verdad, no me gustan las mujeres, que se la quité a un amigo y mi amigo de la pura desesperación se fue de Cali buscando el mar, y ahora al que le tengo miedo es al papá de ella porque sé que está loco y que es ubicuo, me lo encuentro en el norte y en el sur, una vez en mi vida he viajado a Bogotá y allá me lo encuentro, me fui caminando por la orilla del río, bien despacio, mirando el agua, las piedras negras, le tiré piedras a las vacas, como hago siempre, y ya casi llegando a mi casa me metí por el último lote para acortar camino y además porque me gusta caminar en medio de la maleza, cruzar los montes, y resulta que me encuentro con una muchacha de mi edad, de pelo largo, camiseta de rayas y bluyines americanos, yo nunca la había visto por el barrio, cuando yo me le acerqué me sonrió porque la camiseta mía era igual a la de ella, qué bruto, fue una sonrisa tan linda, tan limpia, que yo no tuve ningún problema en decirle hola y en preguntarle su nombre, se llamaba Angelita, me quedé toda la tarde con ella allí en ese lote, estuvimos arrancando hojas para un herbario que ella tenía, al final, de pura aposta, nos rayamos los brazos con esas hojas largas y filudas que tanto abundan en los lotes, que también sirven para hacer zepelines, y ya haciéndose de nochecita salimos del lote cogidos de la mano, al otro día yo fui a verla en el esperadero y me contó que lo que más le gustaba era leer poesía, «El más noble de los oficios», así me dijo, y yo quedé muy impresionado, tanto que esa noche traté de escribirle un poema pero no pude y desesperado, tumbando sillas, rebusqué entre las cosas de mi madre y encontré este poema que se lo hice a ella en un Día de la Madre cuando yo estaba muy chiquito, tanto que no tengo memoria de si lo inventé yo o lo copié de algún libro, el poema, adaptado para Angelita, dice así:


Angelita, Angelita tú me besas
pero yo te beso más
como el agua en los cristales
son mis besos en tu faz
te he besado tanto, ¡tanto!
que de mí cubierta estás
y el enjambre de mis besos
no te deja respirar, fue por allí que fui descubriendo que yo también amaba la poesía, fui aprendiendo a escribir, ella me daba un mensaje cerrado y yo le daba otro para que lo abriéramos al mismo minuto de la segunda hora de la mañana, a cuántas millas de distancia, ella en el Sagrado Corazón, yo en el San Juan Berchmans, ella me decía que estaba igual de sola que yo, igual de aburrida estudiando bachillerato, y a ella también le parecía una mierda la sociedad, procuramos dejar de ir todos los sábados al Club, sólo íbamos cuando había una fiesta importante como la del 28 de diciembre o una competencia de natación que a ella le gustaban mucho, y yo sufría porque nunca he podido nadar bien, no es que no nade bonito sino que nado una piscina y me ahogo, también nos aficionamos al cine, íbamos todos los días a las tres y media, ella decía en su casa que era que estaba estudiando más que nunca, yo sí no tenía que inventar nada porque mi mamá nunca me pregunta, al final creo yo que nos comprendíamos mucho, y cuando a ella le daban las locuras que le daban con la luna yo la calmaba, me le portaba fresco, mejor dicho la pasábamos bien, y de tanto leer poesía y de tanto ver cine nos fuimos volviendo muy progresistas, por ejemplo dejamos de ver con buenos ojos, como cosa normal, que para todas las fiestas tuvieran que alquilar policía para defendernos de la gente del Sureste, y tanta pelea en la calle y la policía en toda parte, que al final era que me estaba poniendo nervioso andar en medio de tanta policía, se vinieron a destapar crímenes horribles, a Danielito Bang, uno del San Juan Berchmans, lo descubrieron cómplice de antropofagia en pleno siglo XX, pusieron una bomba en el Colegio Bolívar que es todo de gringos, bombas en el Dari Frost y en la Librería Nacional que también es manejada por gringos, y los de mi clase que tienen a los papás o los hermanos en la Guardia Civil me decían que ya habían agarrado culpables y que los estaban metiendo en celdas con una fosa y un péndulo, ante toda esa violencia, que no comprendíamos y nos sentíamos extraños, pensábamos irnos a vivir al campo una vez termináramos bachillerato, hasta que ella me vino con el cuento de que las islas Encantadas, y por allí derecho leímos todo Melville y aprendimos a temer al mar aún sin conocerlo, ella sí había estado una vez en Santa Marta pero yo sí nunca, en esa época fue que concebí la idea de un cuento que nunca llegué a escribirlo: un hombre se confunde por el mar de tanto leer a Melville y se echa a la mar en busca de Las Encantadas creyendo encontrarse con aquel territorio desierto mágico que leyó en los libros, cómo se quedaría al ver que allí donde leyó una gruta, un albatros, hay ahora un hotel, un aeropuerto, un casino, eso también hacía parte de mis terrores, porque mis terrores seguían siendo encontrarme con el padre de aquella novia lejana, son muchas las veces que he tenido que bajarme de un bus cuando él se sube, cojo a Angelita de la mano y le digo bajémonos y ella obedece sin preguntar porque aunque le pudiera explicar no entendería, otro terror mío es soñar con un hombre que se pasa la mano por los dientes y es como si se pasara la mano por el mentón y seres sin mentón, tampoco puedo tratar de explicárselo porque hay cosas que dejan de significar apenas tratamos de encontrar un signo, un código que les dé expresión, así que ella tiene que soportar su ignorancia de mí si vamos por la calle y yo pego un grito en mitad de la calle o me jalo los pelos, y es porque tengo que estar en guardia desalojando pensamientos impensables, innominables, o si no me muero, debo decir que al final nuestro progresismo tenía como meta, como autoconfirmación, internarnos en un barrio del Sureste y meternos a un teatro de segunda, digo, sobre todo cuando nos cogió un aburrimiento mortal por los teatros de estreno, tanto que se vio en peligro nuestra afición por el cine, un viernes vimos que daban Más corazón que odio en el teatro Libia, y ese día estaba lloviendo, seguro fue la lluvia la que nos animó y averiguamos qué bus coger, el Rojo Crema que también pasa por Santa Teresita que es donde vivimos, para llegar al teatro tuvimos que atravesar a pie una calle despavimentada en medio de la lluvia, es decir caminar con el barro hasta los talones, recuerdo un caño de aguas negras y en las puertas de las casas hombres sin camisa que miraban la lluvia y nos miraban con curiosidad pero sin malicia, ¿o entonces fue que entendí mal aquellas miradas?, había niños que jugaban en el caño y perros criollos, el teatro Libia era blanco, blanquísimo, de granito lustrado, me sorprendió encontrar un teatro tan elegante en un barrio así de pobre, la entrada valía cinco pesos, en el fondo de la taquilla había un retrato del general Rojas Pinilla, nos dejamos escurrir un poco antes de entrar, el doble era otra de vaqueros: Shane el desconocido, adentro se estaba bien porque era calientico y de oscuridad pasable y contentos, contentísimos, tanteamos un puesto entre las primeras filas del lado izquierdo y allí comenzamos a ver cine, sólo que cuando me acostumbré a la oscuridad me voltiaba a mirar para atrás, y vi que el teatro estaba casi vacío, arriba habría unas quince personas pero abajo sólo estábamos nosotros, me dio una no sé qué sensación desagradable, pero la lluvia tamborileaba en el techo y era bueno estar bajo cobijo en un mundo nuevo y de pronto me sentí muy protegido, Angelita tiritaba un poquito pero yo le apretaba un brazo con todas mis fuerzas y le transmitía fácil el calor que yo tenía por dentro, cuando se acabó Shane y siguieron con la otra de una sin siquiera prender las luces fue cuando entraron tres jóvenes diciendo «Buenas tardes, pueblo», y se sentaron en la fila de atrás, cuando se acostumbraron a la oscuridad nos vieron y yo no sé si se dieron cuenta de dónde era que veníamos, pero me parece a mí que comenzaron a decir cosas de la película para que nosotros las oyéramos y nos riéramos, eso fue lo que pensé todo el tiempo, yo voltié una vez muy rápido y los vi, ellos se dieron cuenta sin tener que mirarme, seguían la película con interés, uno de ellos dijo: «Estas son las buenas de vaqueros, las que no me gustan son esas italianas», y a mí me comenzaron a entrar ciertas ganas de decirle que estábamos de acuerdo, que la vida se llevaba mejor si había mutuo entendimiento, sé que Angelita también hubiera querido hablarles, cómo hacíamos, me voltié hacia ellos y con mucha habilidad pedí el primer cigarrillo de mi vida, donde no se den cuenta que éramos del Norte me dicen no joda, compre, pero sabían con quién estaban hablando y me lo dieron y no sólo eso sino que me dijeron: «¿La pelada fuma?», sí, por favor, dijo Angelita, que tampoco había fumado nunca, yo me atranqué y tosí dos veces, es que tengo la garganta irritada con tanta llovedera, dije, Angelita en cambio fumó su cigarrillo en silencio, serena, cuando yo terminé todavía fumaba, yo esperé a que terminara y botara el cigarrillo para acercármele y pegarle mi cabeza en su hombro, no me gustó el olor a tabaco que despedía Angelita, mejor dicho me repugnó a tal grado que me le separé de una y alarmado, me puse a olerme todo, el aliento, las manos, para ver si olía a lo mismo pero no, la que olía era ella, no vuelvo a fumar más me dije, y cuando se terminó la película, la puerta que se cierra en toda la mitad del cinema Scope y prendieron las luces, yo me voltié y los vi: había uno lleno de granos y otro mueco, el tercero sí tenía la piel lisa y la dentadura completa, era moreno y cuajado, hasta buen mozo, se quedó mirándome y me preguntó: «¿Ustedes son del Norte, verdad?», sí, por qué, le respondí yo, «Se les nota nomás», dijo el granujiento y yo me reí, Angelita fue la que dijo pero nos gusta más ver cine por acá, y ellos se rieron y nos ofrecieron cigarrillos, yo dije que no gracias, pero Angelita dijo que sí, dejó que muy tranquila se lo encendieran y se puso a fumarlo con cara de experta, cuando salimos del teatro éramos casi amigos, ya no llovía y la gente estaba en la calle salvando charcos, al mueco le decían Indio, al buen mozo Mico y al granoso Marucaco, nunca nos conversaron de política, ni que viéramos en qué estado estaban las calles de su barrio, ni que los niños jugaban en las aguas negras, nada, sólo un chiste, cuando nos vieron resentidos por el olor del ambiente: «A esto por acá le llaman buenos aires», lo que nos contaban eran cosas de las fiestas de ellos, del Santa Librada donde estudiaban, de Salsa, una música que no me gusta, y usaban palabras que todavía no entiendo y Angelita escuchaba con atención, los ojos le brillaban, cuando llegamos a la 25 se querían despedir pero no los dejamos, Angelita les pidió que no, que por qué no caminábamos un rato, a mí me pareció bien, por qué no caminamos hasta el Centro, les dije, les parece muy lejos, ¿o qué?, no, a ellos les pareció perfecto, era viernes y no tenían nada que hacer, Marucaco me preguntó que adónde había comprado esos zapatos y yo le dije, frotándolos contra el pantalón, son Florsheim, me los trajeron de Estados Unidos, y Marucaco se quedó callado, nos reímos todo el tiempo de las cosas que nos contaban, eran simpatiquísimos, ahora en el San Juan Berchmans yo iba a portarme distinto a todos los alumnos luego de tener esta experiencia, de verlos a ellos tan distintos, digo, tan felices, los tres con camisas de etamina. «Son lo último para tirar boletería», decían, yo les hablé de Herman Melville y de libros bien famosos, pero ¿cómo hacía si ellos nunca habían oído hablar de eso?, se hacían los interesados, me escucharon con atención como quien desea aprender, pero qué va, se distraían completamente cuando uno cantaba un pedazo de esa música que no me gusta y otro que le hacía coro, al final teníamos que esperarlos porque se quedaban atrás, Marucaco y el Indio cantando y el Mico bailando que era el que mejor bailaba porque los vi bailar a todos, porque me consta, en el Centro los invité a tomarse un refresco y ellos quedaron agradecidísimos, dijeron que si nos parecía nos acompañaban hasta la casa y a mí me pareció bien, se les veía que estaban igual de interesados que nosotros, ya que nosotros nos metimos en su mundo ellos se iban a meter en el nuestro, por qué no, todo se puede lograr si hay mutuo entendimiento, les dije, uno puede vivir en paz, ellos me oyeron pero no me dijeron nada, y yo quedé un poco desconcertado ante ese silencio, caminamos por la orilla del río y Angelita se quedó atrás cogiendo hojas, ayudada por el Mico mientras yo conversaba con Marucaco y el Indio de lo aburrido que yo estaba estudiando bachillerato; pero el Indio me dijo que en cambio ellos la pasaban «Soda, diga si no viejo Marucaco que la pasamos chévere», y Marucaco dijo que sí, que «Muy soda, debe ser porque usted estudia con los curas», me dijo, y yo voltié a ver qué era lo que hacía Angelita, estaba viendo con el Mico una hoja rara que me mostró después aunque estuvieron conversando mucho rato porque el Mico se interesaba mucho por la Botánica, no es que supiera, no es que supiera nada de Botánica sino que se interesaba por lo que decía Angelita, caminamos y más adelante los invité a cono y ellos de nuevo quedaron muy agradecidos, al rato todos estaban muy interesados en la Botánica, caminaban al lado de Angelita escuchándola con cuidado, de vez en cuando hacían chistes y Angelita se reía con esa risa linda, limpia, comprendo yo que ellos estuvieron maravillados con su belleza porque cuándo iban a poder ver una muchacha así en su barrio, y por eso yo también estaba algo contento, ya casi llegando al Charco del Burro ella se les adelantó un poquito y me cogió la mano, serían las ocho de la noche, el cielo se había despejado y con inquietud vi la luna llena, además de los buses que pasan sin ver no había nadie por allí, Angelita ya no se preocupaba de llegar tarde a la casa, sus papás se la pasaban peliando todo el día y ya no les importaba ella, nosotros caminamos cogidos de la mano, adelante entre la oscuridad resaltaba la blancura de un aviso que decía: 10 AÑOS DE ARTE COLOMBIANO, hacia allá caminábamos nosotros, hacia la montaña porque nos gusta el pasto, el monte, eso fue lo que yo le dije al Indio y al Mico y a Marucaco, que nos gustaba quedarnos aquí las tardes y ver pasar la gente, y ellos se reían, el granoso tenía una risa linda, yo puedo descubrir la belleza donde me la pongan, que nos gustaba oír las chicharras por la mañana, ahora que no pasaba gente que viéramos la luna, ellos decían que sí a todo lo que nosotros proponíamos, así me gusta, de pie hicimos un círculo, el llamado para el diablo, todos frente a frente, yo sé bien cómo actúa la luna en Angelita, comenzó a apretarme la mano y yo podía sentir palpar el latido de sus venas, el torrente que tenía adentro, me estrujaba la mano, quería pegarse a mi cuerpo, yo la sentía caliente, pero el cielo sólo sabe qué era lo que realmente estaba sintiendo, hubiera tratado de hablarme, se quitó las sandalias que tenía todas embarradas, qué barro bien inmundo, se puso a sentir la hierba, movía un pie en círculo continuamente, luego en torno a una de mis piernas, había noches en las que le daba por bajar y subir los hombros sin ningún ritmo, luego comenzó a decir cosas que para ellos sonarían incoherentes y a gemir por debajito, digo que sólo yo la oía y eso que tenía que pegármele bastante, fue que me comenzó a entrar un poco de vergüenza con ellos que ya estaban viendo todo lo que pasaba y qué podían decir, qué podían pensar, inútil fue que el Mico se adelantara y le preguntara algo sobre la Adormidera, Mimosa pudica, confundido, fustigado ante esa anormalidad que estaba sucediendo frente a él, porque ella no le oyó o no quiso contestarle, ella lanzó un bufido y me enchapotió la boca en mi cuello, qué luna la que tenía adentro, cuando anunciaron que los gringos habían conquistado la luna ella se estuvo riendo y que no creía, olvídate, allá no sube nadie, las luces de los carros me encandelillaron, luego Angelita comenzó a quejarse como si suplicara, pero digo que esto sólo lo oía yo, ellos han debido suponer nada más que estaba cansada y que me quería con toda el alma, entonces no sé quién, Marucaco, con los granos empustulados ante la luna dijo, muy tieso, mirándome: «Qué novia tan linda la que tiene usted», yo no le dije nada, tal vez por eso fue que él tuvo que mirar a sus amigos, y les dijo: «Diga si no viejo Indio, dígalo viejo Miquín, qué pelada tan linda la que tiene este man», «Muy chévere», dijo el Indio, y el Mico se quedó callado, miraba a Angelita como con una cara de sufrimiento, como si no comprendiera el mundo, comenzó a arrastrar los zapatos en la hierba, penosamente me pareció a mí, y después dijo: «Mejor vámonos», y yo le dije no quieren acompañarnos hasta la casa ¿o qué?, «¿Es muy lejos?», preguntó el Mico, no, apenas cuatro cuadras, qué les pasa, ya están cansados o qué, en son de burla, «¿Los acompañamos?», le preguntó a sus amigos, con la misma cara de angustia, ellos dijeron: «Acompañémolos», yo logré que Angelita se pusiera las sandalias y caminamos todo el tiempo de nuca a la luna, así que ella se iba poniendo peor, yo consideré prudente dejar el río, subirnos por una de las calles laterales hasta Santa Teresita, subimos, ellos se la pasaron mirando las casas, los carros ante las casas, el alumbrado público, caminaban detrás de nosotros pero después el Mico se adelantó y caminó junto a Angelita, insistió en el tema del Herbario, ella lo miró y se le rio en la cara y se pegó más a mí y yo le sobé su cabecita, comprendiéndola, ahora es que sé la soledad en que estaba, lo que yo significaba para ella y soy humilde cuando lo digo, acercó su boca a mi oreja y me dijo decíles que se vayan, aquellas palabras han debido llegar a ellos como resuello, pero aun así yo temí que fueran a interpretar mal la situación pero cómo hacía, estaba sintiendo un apremiante, desagradable deseo de llegar rápido a mi casa, Angelita se me ponía muy mal, quería seguirles conversando para que la situación no se volviera tensa, qué absurdo estar acompañados en ese momento, cuando no somos más que nosotros, cuando no podemos comunicar nada, ella me decía en susurros toda la historia de su angustia, lo desgraciada que eternamente era, desde chiquita había reconocido un malestar, una tarde en la finca (lloviendo) había creído comprender el acto de su vida, una ciénaga, y yo no sé, yo puede que me niegue a comprender esto, porque desde que la conocí yo alcancé cierta tranquilidad, cierta armonía, ella me decía cosas del mar, y yo cómo hacía para decirle que en el nombre del cielo se callara, que no quería que sus palabras se entendieran más allá de mí, ella tampoco lo quería y entonces era por eso que se me pegaba, ver a alguien así pegado a otro es como para sentirse la persona más sola del mundo, yo no es que me niegue a comprenderlos, ellos ya no miraban más estas casas de ricos, nos miraban era a nosotros, Angelita se me quejaba a mi cuerpo y yo trataba de caminar derecho, de avanzar, y me era difícil, faltaban dos cuadras para llegar a mi casa, me aterró voltiar a verle la cara al Mico: era un hombre perdido en un delirio sin nombre, sé que no lograba enfocar bien las imágenes, pero su vista se bastaba en Angelita, estiró una mano y avanzó hacia ella, yo me detuve, yo habría dejado que la tocara, cuestión de mutuo entendimiento, Angelita se quedó mirándolo sin ningún interés, todo el cuerpo del Mico comenzó a temblar con espasmos como de fiebre, sé que tenía el infierno adentro, ¿a qué olerá el beso de un hombre que tiene el infierno adentro?, eso es lo que yo digo, el Mico se le lanzó, la agarró de la boca y posó su boca en su boca como si fuera lo último que haría en la vida, recuerdo un horripilante chillido, un manoteo como de gallina clueca, Angelita logró zafársele y se puso a dar berridos de asco y de pena, de lo insoportable que fue su aliento, el Mico se comenzó a doblar como quien pide clemencia, Angelita se limpió la boca con un brazo, raspó hasta la última humedad intentando quitarse de sí ese olor, esa ofensa (si vomita ya es pura exageración, pensé), y entonces vino hacia mí, por qué no, digo, si yo no era sabio pero sí limpio, si era bello, si se embelesaba con mis besos, yo estaba a cuatro pasos de ella y ella venía hacia mí, nos íbamos a ir, se acabó la amistad, hicimos todo lo posible pero no se pudo, el Mico quedó atrás, vedado para el mundo, recluido en azufre, en gelatina y empanada mal digerida, ¿fue que no pudo soportarlo?, entonces fue que se negó, me parece a mí haber perdido un movimiento, mi memoria falla, sólo tengo conciencia de él detrás de ella sin saberlo y él con el cuchillo la navaja automática en la mano, sólo se la hundió una vez y yo le vi la cara, y luego se metieron el Indio y Marucaco, dónde mierda era que guardaban los cuchillos, también la acuchillaron. Angelita forzó el cuello para tratar de verme. ¿Adónde era que estaba yo?, ¿qué era lo que hacía? Eso es lo que pienso, pero antes cayó al suelo y allí quedó, y yo quedé allí parado frente a ellos, frente a frente, para huir tuve que pasar patiar por encima de su cuerpo. Borges que decía: «Ningún hombre deja de ser cobarde hasta que no demuestre lo contrario», pero eso es literatura, creo que me persiguieron, yo huía hecho una furia, crucé el alambre de púas, abrí la puerta de mi casa, atravesé corredores y en la cocina me detuve y miré, olfatié con astucia, la sirvienta sintió a alguien, salió y ha tenido que adivinar mis intenciones viendo mi cara, primero quiso huir pero la huida era inútil yo había cerrado la puerta del fondo, entonces se armó de una olla en una mano y un cuchillo en la otra y arremetió contra mí y yo arremetí contra ella, pero yo fui quien quedó de pie, le patié muchas veces la barriga, ella trataba de alcanzarme con el cuchillo, en una de esas me hizo una cortada en el brazo izquierdo y gritaba, yo le rompí la cara, la estrellé contra el azulejo, cuando tuvo que soltar el cuchillo la acuchillé una y mil veces porque yo también tengo mi furia (no tener ninguna dama bella, enferma antes de tiempo para yo adelantarme a la muerte y matarla como Edgar Allan, tener que matar a una vil sirvienta para darle cumplimiento a mi destino fatal), mi madre estaba dormida, yo saqué una sábana limpia, en ella envolví el cuerpo de la sirvienta que pesaba de tanto pasársela comiendo todo el día, antes de que se secara la sangre limpié con Fab y fregué y dejé todo inmaculado, le di esponjilla al cuchillo y a la olla, dejé todo en su sitio, la enterré debajo del mango más viejo, cuando fui al cuarto de mi madre ella ya estaba despierta, me reclamó a su lado, le dije he venido a hacerte compañía, no salgo más, fui al cuarto de la sirvienta y le traje todos sus vestidos, toda esa noche me la pasé condenando puertas y ventanas, enmallando las ventanas y cubriendo la malla con papelillo rojo, para que cuando yo me mueva, corra por los corredores, la gente que se asoma vea sólo resplandores rojos, al otro día me levanté temprano a prepararle el desayuno a mi madre, el café lo supe hacer pero no los pericos, tuve que darle sólo café con pan, al mediodía intenté hacer el almuerzo pero no pude, la basura se está amontonando porque si intento barrer me da una alergia horrible, estornudo todo el día, afortunadamente tenemos enlatados, mi mamá dice que no importa, que le gustan las sardinas en lata, yo procuro arreglárselas lo mejor posible, unas veces con mayonesa, con pan rociado, mostaza o mantequilla, siempre distintas, ayer por la mañana intenté hacer arroz pero se me incendió la olla, ya hay cuartos en los que no se puede entrar porque el olor de la basura me enferma, el inodoro se descompuso, he destinado uno de los cuartos del fondo para excrementos, pero aún está limpio mi puesto ante la ventana, barrer y trapiar dos metros cuadrados todos los días no es ningún problema, me he conseguido unos binóculos viejos, y con ellos miro todo el día el mundo de afuera, a Angelita la encontró un barrendero al otro día, tal como yo la dejé, y su foto salió en la primera página de todos los periódicos, todos nuestros amigos fueron al entierro, todo el Sagrado Corazón, todo el Liceo Belalcázar, todo el San Juan Berchmans, todo el mundo supo que habían sido los del Sureste y cogieron a muchos del Sureste y no sé si los mataron, en todo caso los deben haber golpiado feo, y que dijeran quién había sido, pero quién iba a poder decir, quién iba a saber, de todos modos la nación se vistió de luto, hay que ver que su papá, don Luis Carlos Rodante, es uno de los más poderosos azucareros del Valle del Cauca y el más grande sembrador de ají en Colombia. «El Rey del Ají» enloquecido de dolor exhortó al ejército, policía civil y policía militar, fuerzas especiales y a la sociedad en general a ponerse a la búsqueda de los asesinos de su hija, pero todo intento de esclarecimiento resultó vano, en el colmo de la desesperación viajó a Bogotá y se entrevistó con el Presidente de la República acordando conceder una recompensa de quinientos mil pesos a quien dé informes del culpable o los culpables, no importa que el informante haya tenido relación directa o indirecta con el asesinato, esto fue lo que se informó por radio, prensa y personalmente el Presidente por la televisión el día 16 de mayo de los corrientes, entonces les empezó su infierno: los tres recibieron la noticia el mismo día a las siete de la noche, como la familia del Mico acababa de comprar televisión, le tocó ver y oír la noticia de la fabulosa recompensa, ¿puede alguien imaginar todo lo que pasó por su cabeza?, de primero, claro, lo que podían comprar con quinientos mil pesos, ¿adónde se irían una vez que delataran, podrían vivir en paz, ricos?, en esto pensaron un día y medio sin salir a la calle, retorciéndose en la cama, sin comer, al mediodía del 18 la opresión se hizo insoportable, el Mico comprendió que si no denunciaba rápido lo iban a denunciar a él, se maldijo por no decidirse rápido, fue él el que comenzó a matarla, ¿no?, arrepentimiento lo que se dice arrepentimiento no había sentido nunca, había tirado el aliento una y otra vez sobre el rostro de su madre y ella le había dicho que no, que no olía feo, viendo mal, desenfocando todo se puso la camisa de etamina y salió a la calle, el sitio de delación era el Permanente Norte, en la Primera con 21, preguntar por el coronel Patiño que ha estado en guardia las veinticuatro, las cuarenta y ocho horas, el Mico cogió el bus Papagayo y trató de no pensar en nada, iba pensando en sus amigos, en lo que habían aprendido juntos, no he aprendido nada, se dijo, todo hombre tiene su precio, son capaces de delatarme, se imaginó un estado de cosas en donde la gente fuera invulnerable al dinero, en donde la gente no tuviera dinero para derrochar, para ofrecer semejante recompensa para que la gente buena pierda por ella su valor, su dignidad, qué calor el que hacía, menos mal que en el bus no iba recibiendo viento, ¿qué se podría comprar en este mundo con quinientos mil pesos?, compraría el mundo entero, pensó, él no quería morir linchado, iban a denunciarlo y entregarlo a la gente del Norte, se bajó en la Primera y corrió hacia el Permanente, hacia allá también corrían el Indio y Marucaco, todo ese tiempo habían llevado el mismo itinerario, fue cuando se vieron allí corriendo que en lugar de chocar se abrazaron, habían estudiado juntos desde primaria en el Marco Fidel Suárez, todos habían experimentado la misma ansiedad por terminar quinto y pasar a Santa Librada que no era sino cruzar la calle, habían aprendido a nadar en Pance, aunque el Indio casi que se ahoga en una crecida y siempre fue flojo para el agua, una vez se agarraron los tres por una hembrita llamada Teresa que al final resultó casándose con Armando Toro, un man que estudia dibujo arquitectónico en el Sena, el otro día se la encontraron y hablaron de los viejos tiempos (¿cuáles viejos tiempos?), que se guardaran los quinientos mil pesos, que se los metieran por donde les cupiera, esa noche se pegaron la borrachera más tiesa de sus vidas y allí en esa borrachera fue que decidieron ir hasta mi casa (que ya conocían) y matarme a mí también, yo que me la paso viendo todo el día con binóculos los vi venir, cruzaron el alambre de púas en una de tantas mañanas luminosas y entraron en mi propiedad, yo corrí a esconderme incapaz de luchar, encontraron una ventana fácil de romper, cortaron la malla y el papelito rojo, me encontraron rápido entre tanta basura, yo traté de recordarles que algún día, en algún tiempo, había florecido nuestra amistad porque aportamos mutuo entendimiento (sé que el Mico vaciló), les dije: «Igual que ustedes yo también he pensado mucho en la muerte en todos estos días, entonces concédanme la gracia de decidir yo mismo el momento, pues estoy dispuesto a trabajar por la felicidad y entiendo la muerte como la consecuencia del advenimiento de la felicidad», mi error fue utilizar términos complicados porque creyeron que estaba hablando era literatura, en ellos no existía la clemencia, raza de perdedores, siendo tan jóvenes me mataron con unos pocos golpes dados inclusive sin furia, no hace falta golpiar mucho ni muy fuerte para que caiga este pobre cuerpo, Marucaco se llevó un radio transistor, fue lo único que robaron, mi madre ni se enteró, debe haber creído que yo decidí dejarla, sé que todavía quedaban latas de sardinas, de modo que se pare y las busque, pero es que ella me llama y me llama y yo así no encuentro la paz nunca, esa noche ellos volvieron a emborracharse y el Mico consiguió novia, el otro año salen graduados nítidos, cada vez que aquí en Cali hay tropeles ellos meten es de una, en cuántos tropeles habrán estado juntos, en los últimos meses se han aficionado al cine y no se pierden ninguna de Charles Bronson.


Fue así como el crimen de Angelita Rodante quedó en el más completo misterio.


1972

Angelitos empantanados (o historias para jovencitos), 2013.

martes, 23 de enero de 2024

Persecuta. Mario Benedetti.

Como en tantas y tantas de sus pesadillas, empezó a huir despavorido. Las botas de sus perseguidores sonaban y resonaban sobre las hojas secas. Las omnipotentes zancadas se acercaban a un ritmo enloquecido y enloquecedor.
Hasta no hace mucho, siempre que entraba en una pesadilla, su salvación había consistido en despertar, pero a esta altura los perseguidores habían aprendido esa estratagema y ya no se dejaban sorprender.
Sin embargo esta vez volvió a sorprenderlos. Precisamente en el instante en que los sabuesos creyeron que iba a despertar, él, sencillamente, soñó que se dormía.

domingo, 21 de enero de 2024

Repparación. Etgar Keret.

Creo que se me ha estroppeado algo en el ordenador. Aunque ppor lo visto ni siquiera es el ordenador, sino simpplemente el teclado. Ppues no hace tanto que lo he compprado, de segunda mano, a alguien que ppuso un anuncio en el pperiódico. Un tippo raro que em abrió la ppuerta vestido con una bata de seda, como la pputa de lujo de una ppelícula en blanco y negro. Me ppreparó un té y le ppuso unas hojitas de menta que él mismo cultivaba en una jardinera.
-Este ordenador es una ganga -me dijo-, te conviene compprarlo, ya verás como no te arreppientes.
Así que le extendí un talón y ahora la verdad es que sí me arreppiento. En el anuncio del pperiódico pponía que el ordenador se vendía con el resto de contenido de la casa, pporque el ppropietario se iba a vivir al extranjero, ppero el hombre de la bata me dijo que la verdad era que lo vendía pporque, tachán, tachán... se iba a morir de una enfermedad, solo que eso es algo que no ppuedes pponer en un anuncio del pperiódico si ppretendes que alguein acuda.
-En realidad -dijo- la muerte también es un ppoco como un viaje a algún lugar, así que no es del todo mentira.
Mientras lo decía hubo algo así como un ligero temblor en su voz, cierto opptimismo, como si ppor un instante hubiera ppodido imaginarse la muerte como un agradable viaje a un lugar nuevo y no como un simple ppedazo de nada oscuro que te soppla en el cuello.
-¿Tiene garantía? -le ppegunté, y él se rió. Aunque yo se lo había ppreguntado en serio, al ver que él se reía de corazón fingí que lo había dicho en broma.

sábado, 20 de enero de 2024

Tu nombre. Karmelo C. Iribarren.

Te quiero desaforada,

torrencialmente,


igual que si lloviese

en todas las ciudades del mundo

a la vez,


y cada gota llevase escrito

tu nombre.

 


 

miércoles, 17 de enero de 2024

Papá es de goma. Sara Mesa.

Con sus zapatillas de fieltro rosa y el pelo húmedo y desmadejado, la vecina abre con estruendo la puerta del 3.ºA y sale al distribuidor en penumbra. Tiene las mejillas salpicadas de pequeñas manchitas violáceas y las aletas de la nariz inflamadas por la ira.
¡Prefiero que me llamen entrometida a no hacer nada! —dice.
A través de la puerta entreabierta se desliza la voz de un hombre que trasluce más agotamiento que resignación.
Haz lo que quieras. De todos modos, siempre haces lo que quieres.
La mujer se dirige con paso firme al final del distribuidor y se detiene frente al 3.ºB. Alza la mano para pulsar el timbre, pero después la baja lentamente y mira hacia atrás. El murmullo del televisor recién encendido le indica que su marido ha dado por zanjada la discusión. Suspira, se vuelve de nuevo y llama. Primero, un rápido toque; después, tras unos segundos sin respuesta, pulsa más largamente. Aunque aguza el oído no alcanza a oír a nadie detrás, ninguna reacción, ningún movimiento: nada.
Cuando está a punto de abandonar, la puerta se abre con brusquedad, como si alguien hubiese estado esperando detrás desde el principio. Un niño de unos once años clava sus enormes ojos oscuros en la vecina, que, un poco desconcertada, balbucea una pregunta.
Hola, Dani. Dime…, ¿puedo hablar con tus padres?
Mi madre no está ahora —comenta él, como distraído. Su voz, aún infantil, está modulada con una gravedad impropia de su estatura—. Voy a ver si mi padre quiere salir —añade—. Si se espera un momento…
Daniel desaparece entre las sombras de la casa. La vecina observa, tras la puerta que separa el recibidor de la entrada, un largo pasillo por el que se esparcen bultos inidentificables. Cuando los ojos se le amoldan a la oscuridad, descubre que se trata de juguetes, papeles, pequeñas montañas de ropa desperdigadas por las esquinas. Sólo entonces, al final del pasillo, distingue al otro niño. Aunque no puede verlo con claridad, entiende que debe de ser Andrés, el mediano. Absorto, el niño tararea una canción y arrastra por el suelo lo que parece ser algún artilugio con ruedas. A pesar de la suciedad y del caos, huele bien, como a pan tostado y a paté caliente, un aroma de merienda escolar que le hace dudar por un momento. Entonces reaparece Daniel, con el gesto serio del niño que se sabe el primogénito.
Papá dice que más tarde hablará con usted. Ahora no puede interrumpir lo que está haciendo. Eso me ha dicho. —El niño se rasca una oreja y mira al suelo—. No puede.
Bien, de acuerdo. —Ella vacila antes de seguir—. Dani, ¿estáis todos bien?
Mientras Daniel asiente, educado y correcto, Andrés se acerca en silencio, arrastrando los pies, con un dedo metido en la nariz y los calcetines arrugados. La vecina lo mira y ve que lo que ha estado frotando contra el suelo no era un tren ni un coche ni ningún otro tipo de juguete, sino un pequeño hámster de ojos saltones que aprieta entre su pequeño puño sucio. Andrés se lo muestra y ella puede ver que el animal tiene una marca de sangre que le recorre el vientre desollado. Venciendo una arcada, se vuelve violentamente y regresa a su seguro y confortable hogar cerrando de un portazo.


Apoyado en el quicio de la puerta, con el bebé sujeto entre un brazo y la cadera, Daniel observa a Andrés mientras prepara sus cosas del colegio. Andrés es lento, se distrae a cada momento, deja abiertas las cremalleras de la mochila, no atina a atarse bien los cordones de los zapatos. Daniel lo mira en silencio, acunando al bebé, hasta que Andrés levanta los ojos y se encuentran el uno con el otro.
Vas a llegar tarde otra vez.
¿Y tú por qué no vienes?
Enfurruñado, Andrés se tiende sobre la cama deshecha y le da la espalda, mirando a la pared. Con su uñita mordida, levanta los bordes raídos de la cinta adhesiva de un póster de Pokémon.
Ya lo sabes. Alguien tiene que quedarse para cuidar de Luca.
El bebé protesta y Daniel lo cambia de postura, susurrándole algo en el cuello. Arañando en el póster, Andrés vuelve a hablar.
Podríamos turnarnos. Un día cada uno. Yo también puedo cuidarlo. Ya tengo siete años.
Vamos —repite Daniel con firmeza—. Vas a llegar tarde.
Andrés se sienta en la cama y sigue con sus cordones. Daniel se marcha con el bebé a la cocina. Allí lo coloca en una trona y le acaricia distraído la cabeza. Después busca el biberón entre los cacharros que se amontonan en el fregadero, lo enjuaga y pone a calentar agua en un cazo. Recién ha amanecido y la luz que entra por el lavadero es brumosa, rosada, ligeramente deprimente. Una hilera de hormigas recorre con disciplina el borde de la encimera. Daniel las va matando una a una con los dedos mientras escucha la puerta abrirse y cerrarse, el ruido de las ruedas de la mochila pegando tumbos por la escalera y los pequeños pasos que se alejan.
De pronto sale corriendo hacia el salón. Ha agarrado de la mesita un paquete irregular envuelto en papel de aluminio. Se asoma a la ventana y llama a Andrés a gritos. Desde abajo, su hermano levanta la cabeza desganado.
¡Has olvidado la merienda!
Arroja el bocadillo hacia la calle, pero Andrés no consigue atraparlo y el paquete cae rodando por la acera. Daniel lo ve golpearse y girar hasta que Andrés lo frena con un zapato. Entonces oye al bebé que llora solo en la cocina.
Sin atravesar la puerta del dormitorio, Andrés mira a su padre acostado. Daniel insiste en que está muy enfermo. Sólo es posible verlo desde allí, dice, para no fatigarlo. El padre no habla, no se mueve, ni siquiera hace un gesto de saludo. Su rigidez parece inhumana; su piel es macilenta, apagada. Lleva puesta una gorra con un eslogan publicitario. Daniel, que sí está autorizado a sentarse a su lado, le agarra la mano sin uñas y le habla en voz baja. La habitación permanece a oscuras. Apenas se distinguen las formas de la cama, el armario, la mesita de noche, la bici estática en la que, en otros tiempos, la madre ponía en forma sus piernas.
¿Cuándo se curará? —pregunta Andrés.
Todavía le queda un poco —dice Daniel—. Pero ya está mejor. Esta mañana se levantó un rato. Estuvo en el salón jugando con Luca.
Siempre se levanta cuando yo estoy en el colegio. Nunca lo veo.
Pronto lo verás.
Daniel se pone en pie y cubre la figura con la sábana. El padre continúa inmutable. A Andrés se le humedecen los ojos y empieza a dar pataditas en el suelo.
¿Por qué cierras la habitación con llave?
No es una llave. Es sólo un alambre para echar el pestillo desde fuera. Papá me lo ha pedido así.
¿Por qué?
No quiere que entre nadie sin su permiso.
¿Nadie puede entrar? ¿Por qué yo no puedo entrar y tú sí?
No sé…, no puede entrar nadie. Eso es lo que él quiere, y ya está.
Andrés sigue a Daniel hasta el salón. Se sientan junto a la cuna donde el bebé duerme. En el suelo hay pañales sucios, muñecos de Playmobil, restos de comida. En la esquina, una planta se seca y otra está ya completamente mustia. Andrés abre la jaula del hámster y le vierte en el comedero un poco de agua del biberón. Después, con el roedor en la mano y sin levantar los ojos, murmura.
Ayer, cuando estabas comprando, vino otra vez la vecina. Pero le dije que papá estaba en la ducha y que mamá había salido contigo de paseo.
Daniel levanta la cabeza y lo mira.
Bien, bien. Hiciste bien.
Después añade:
Pero mejor no abras la próxima vez.


Daniel va al supermercado por las tardes, cuando Andrés puede encargarse de Luca y no corre el riesgo de que nadie le pregunte por qué a esas horas no está en el colegio. Aunque sabe que no debe entretenerse demasiado, merodea entre los anaqueles como si estuviese paseando. Conoce dónde está cada una de las cámaras de videovigilancia y cómo brilla la lente si hay alguien tras ellas controlando. Sabe también que detrás de la mayoría de las cámaras no hay nadie, pero aun así no se arriesga. Cuando algo le interesa, si está en zona de peligro, lo coloca en la cesta y después, fuera ya del alcance del ojo escrutador, se lo mete en los bolsillos interiores de su gran abrigo. Previamente se asegura de que el artículo en cuestión no tenga alarma y, si la tiene, la arranca con las uñas. En la cesta introduce los productos baratos; en el abrigo, los más caros, aunque esto no siempre es una regla fácil de cumplir. En cualquier caso, sabe que debe ahorrar. Ya no les queda mucho dinero.
Hoy ha guardado entre su ropa un pedazo de queso, dos latitas de atún, un paquete de gominolas y una tableta de chocolate. En la cesta lleva batidos, magdalenas y pan. Ensimismado, sostiene entre las manos un bote de leche en polvo para bebés. Es demasiado caro para echarlo en la cesta, pero demasiado grande para intentar ocultarlo en el abrigo. Lo coge y lo suelta varias veces; se aleja y se detiene a pensar en la calle trasera, donde se apilan los rollos de papel higiénico y los pañales. Allí no hay vigilancia. Daniel vuelve por el bote y, mientras finge atarse los cordones de las botas, saca el sobre plateado de la leche y se lo mete a presión en un bolsillo. En ese momento siente tras él el reflejo de un uniforme azul. Se vuelve con lentitud; es sólo un reponedor que ni siquiera ha reparado en su presencia. La voz de una cajera que llama a alguien por megafonía le hace sentirse bien. El estruendo, piensa, le protege de ser descubierto.
Daniel ha escogido la caja con más cola, en la que una cajera menuda, con brazos largos y delgados, pasa los productos con velocidad y los mete en bolsas con la precisión de una máquina. Normalmente la gente lo mira con simpatía —¡un niño haciendo la compra!—, pero esto no le beneficia en absoluto. Él preferiría pasar desapercibido. Siente su corazón latir como si fuera a explotarle y cruza las manos sobre el pecho para sujetárselo. Cuando llega su turno, la cajera le sonríe y empieza a pasar su compra por la cinta. Daniel paga rápido y sale de la tienda sin poder reprimir una risa nerviosa. Por mucho menos dinero de lo normal, se está llevando a casa comida para al menos tres o cuatro días.
En el portal se encuentra con el repartidor de butano llamando al timbre. El hombre está sudando y tiene prisa. Ni siquiera se extraña cuando Daniel se mete en la casa y sale él solo con el dinero.
No hace falta que suba la bombona —le dice—. Mi padre bajará ahora por ella.
Al repartidor le parece bien y se marcha sin dar las gracias. Daniel resopla. Se siente cansado, pero también satisfecho de sí mismo: igual que pudo cargar con el maniquí del contenedor, tendrá que cargar ahora con el butano. Sube primero las bolsas de la compra y después, tenazmente, arrastra la bombona hasta el ascensor. Está agitado, jadeando, cuando al fin consigue meterla en la cocina. Se apoya en la encimera a descansar y sonríe a Andrés, que aparece recorriendo el pasillo para saludarle, con un Action Man descabezado en la mano.


Es la hora de la siesta. A través de la persiana cerrada se filtran motas de luz en el salón oscuro, únicamente iluminado por los reflejos de colores del televisor. Los niños, tirados sobre la alfombra, ven los dibujos animados de la tarde. Hasta el bebé parece fijar la vista con atención y da palmotadas de alegría en el suelo, balbuceando sonidos a borbotones y girando su cabecita a uno y otro lado cuando las paredes blancas reverberan las luces verdes y azules de la pantalla. Delante de Andrés, esparcidos, se extienden varios cuadernos, un libro con los filos arrugados, lápices mordidos, un compás y una regla. Incluso en el desorden, hay algo estable en la escena. Los hermanos ríen y callan alternativamente, guiados por las aventuras de unos pingüinos de plastilina que gesticulan en la pantalla. Todo parece firme.
Entonces suena el timbre. Es un toque amenazador, estridente. Daniel agarra el mando y baja poco a poco el volumen del televisor hasta que quedan envueltos en un espeso silencio. Pasan unos segundos más y el timbre vuelve a sonar, con una persistencia que mantiene a los tres niños fijados en el suelo. El bebé protesta y Andrés se acerca a taparle la boca. Mientras tanto Daniel avanza a gatas por el pasillo, sigiloso. A mitad del camino se sobresalta por un tercer timbrazo. Se detiene un momento y luego continúa hasta llegar tras la puerta, donde permanece sentado, con la oreja pegada en la madera. Sabe que no puede asomarse por la mirilla, porque ellos sabrían que están dentro. Piensa que, de cualquier forma, ya saben que están dentro. Oye cómo lo dicen. Oye sus especulaciones acerca de cuándo podrán forzar la puerta. Alguien afirma haber oído la televisión; otro asegura que hace demasiado tiempo que no han visto por allí a ningún adulto; un tercero murmura que quizá están abandonados. Daniel reconoce la voz temblorosa de la vecina, que sostiene que primero desapareció la madre y luego el padre. Quizá ella tenía un amante y él perdió la cabeza, dice. Luego, Daniel los oye alejarse. Apoya la frente en la puerta y permanece ahí un poco más, sujetándose las rodillas, que le tiemblan.
Cuando regresa al salón, ve al bebé con un pañuelo atado en torno a la boca. Corre hacia él, se lo quita de un tirón y le pega a Andrés con el puño cerrado en el pecho.
¿Estás loco? —le susurra—. ¿No ves que puede asfixiarse?
Los dos hermanos se pelean en silencio, mientras el bebé lloriquea de cansancio.
Daniel se alza de puntillas y palpa el último estante de la estantería de la cocina. Lo recorre a todo lo largo, en un sentido y en otro, y sólo consigue mancharse los dedos de polvo, de azúcar y de migas de pan desparramadas. Estremecido, se sube a un taburete para mirar mejor. El alambre no está donde debiera estar. Maldice en voz baja y lo busca por toda la cocina. Finalmente lo encuentra sobre un bote de cristal con restos de harina. Lo agarra y se queda pensativo.
¿Andrés? —grita—. Andrés, ¿tú has cogido…?
Andrés le contesta desde el salón.
¿Qué pasa?
Nada. —Daniel sacude la cabeza y baja del taburete—. Nada.
Se hace un silencio hasta que vuelve a oírse la voz de Andrés, adelgazada por la distancia.
¿Cuándo vendrá mamá?
No lo sé —dice Daniel—. Pronto —añade tras unos segundos.
¿Volverá antes de que vengan por nosotros?
Nadie va a venir por nosotros. ¿Por qué dices eso?
Hoy en el colegio me han preguntado por ti.
¿Quién te ha preguntado por mí?
Varios mayores. Me preguntaron por qué ya no ibas a clase.
¿Y tú qué les dijiste?
Les dije que tenías fiebre.
Bien. Eso está bien. —Daniel se sienta en el taburete y se cubre la cabeza con las manos.
Después se levanta, avanza hasta el dormitorio y abre la puerta con el alambre. En la oscuridad, envuelto en la soledad y el vacío, reposa el cuerpo. Daniel llama a Andrés y le dice que traiga al bebé para que también pueda verlo. Mientras llegan, se sienta en la cama y finge creer que esa figura inerte aún puede servirles como padre. Andrés se asoma a la puerta con el bebé en brazos. Esta vez se queda callado e impasible, sin ni siquiera hacer el intento de acercarse. Daniel sube los ojos para mirarlo y lo oye hablar muy lento, muy tranquilo, como si lo que estuviera diciendo no tuviese en realidad importancia alguna.
Papá es de goma.
Daniel se levanta, se acerca a él, lo mira a un palmo de sus ojos sin despegar los labios.
Papá es de goma —repite Andrés—. De goma dura. De plástico, de lo que sea. No es papá de verdad. Yo ya lo he visto.


Esta vez ni siquiera tienen tiempo de bajar el volumen del televisor. Han estado comiendo sobre la alfombra y ahora reposan la comida felizmente. Daniel se ha atrevido a cocinar salchichas y puré y Andrés está contento, tumbado con las manos sobre la barriga, con su plato vacío al lado de las piernas. No piensa en el engaño. Quizá está bien así, se dice, manteniendo la farsa. Si pueden existir pingüinos de plastilina, por qué no pueden existir papás de plástico. El bebé chupetea una galleta y sonríe con las imágenes de la pantalla. Daniel está adormilado y por eso no oye las voces tras la puerta. Esta vez ni siquiera hay avisos, ni siquiera una vez llaman al timbre. Les sobresalta, sin anticipos, el ruido de un golpe seco en la cerradura, la puerta que se astilla, las voces potentes y viriles de dos o tres hombres que hablan con decisión. Andrés se levanta, inquieto, buscando con los ojos a su hermano. Pero Daniel apenas se ha movido. Simplemente, casi ya con alivio, estira el brazo y pasa sus dedos con suavidad por la nuca del bebé, que ríe ante el contacto. Todo ha terminado, susurra. Las voces se acercan por el pasillo y los pingüinos están diciendo algo sobre una fiesta que han organizado en un iglú. Los pasos se aceleran y los pingüinos ríen. Hay un gran estruendo, pero Andrés, Daniel y el bebé ahora guardan silencio. Los pingüinos se tiran en trineos por la nieve.

Mala letra, 2016.

martes, 16 de enero de 2024

La calle. Octavio Paz.

Es una calle larga y silenciosa.

Ando en tinieblas y tropiezo y caigo

y me levanto y piso con pies ciegos

las piedras mudas y las hojas secas

y alguien detrás de mí también las pisa:

si me detengo, se detiene;

si corro, corre. Vuelvo el rostro: nadie.

Todo está oscuro y sin salida

y doy vueltas y vueltas en esquinas

que dan siempre a la misma calle

donde nadie me espera ni me sigue,

donde yo sigo a un hombre que tropieza

y se levanta y dice al verme: nadie.


domingo, 14 de enero de 2024

Señora, ¿puedo sentarme en sus rodillas? Svetlana Alexiévich.

Marina Kariánova, cuatro años
Actualmente trabaja en la industria del cine


No me gusta recordar… No me gusta. Así de simple: no me gusta…
Si le preguntáramos a todo el mundo qué es la infancia, cada uno respondería a su manera. Para mí la infancia es mamá, papá y bombones. Toda mi infancia soñando con mi madre, con mi padre, con bombones. Durante la guerra no solo no probé ni un bombón, sino que ni siquiera los había visto nunca. El primer bombón lo comí unos años después del fin de la guerra… Tres años después… Ya era una niña mayor. Tenía diez años.
Nunca he entendido cómo es posible que alguien pueda no querer un bombón de chocolate. ¿En serio? Es imposible.
Pero nunca encontré a mis padres. Ni siquiera sé cuál es mi apellido. Me recogieron en Moscú, en la estación Sévernaia.
¿Cómo te llamas? —me preguntaron en el orfanato.
Marina.
¿Y tu apellido?
No lo sé…
Me inscribieron como Marina Sévernaia. En realidad, lo que más ansiaba era que alguien me abrazara, me acariciara. El cariño escaseaba; vivíamos envueltos por la guerra, cada uno vivía sus propias desgracias. Camino por la calle… Delante de mí, una madre pasea con sus hijos. Coge a uno en brazos y lo lleva unos metros, lo deja en el suelo y coge a otro. Se paran a descansar en un banco. Ella ha sentado al más pequeño encima de sus rodillas. Me quedo allí de pie, mirando y mirando. Al final me acerco a ellos: «Señora, ¿puedo sentarme en sus rodillas?». Ella me mira, sorprendida.
Se lo vuelvo a pedir: «Señora, por favor, ¿puedo…?».

Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial, 1985.