El dios convocó a los
buscadores. A cada uno de ellos le asignó un diamante diminuto, un
mínimo diamante del tamaño de un grano de arena. Antes, el dios
había esparcido esos diamantes en parajes infinitos.
Un
buscador tenía que encontrar el suyo en los limos del fondo de un
riachuelo; otro, en la extensión de una larga playa. Un tercero supo
que su diamante estaba oculto en los vastos arenales de un desierto.
Para todos ellos la labor era la misma: algo que nunca podrían
alcanzar, algo absolutamente imposible.
Pero
el buscador del riachuelo se dio cuenta de que tenía cierta ventaja
sobre los demás y durante años revolvió, aunque sin éxito, los
barros donde se escondía su diamante. El buscador de la playa, más
desanimado por la extensión que debía registrar, se contentó con
vagar entre las dunas, y sólo a veces movía distraídamente con el
pie la arena, en espera de ese golpe de fortuna que nunca se produjo.
El
buscador del desierto, en fin, se sintió abrumado. Estaba igualmente
condenado a la derrota, pero de forma más desoladora que los otros.
Reflexionó durante tres días, buscó la sombra de una palmera y se
sentó a escribir la parábola de los buscadores de diamantes.
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