miércoles, 13 de noviembre de 2024

El alquimista. H. P. Lovecraft.

Allá en lo alto, coronando la herbosa cima un montículo escarpado, de falda cubierta por los árboles nudosos de la selva primordial, se levanta la vieja mansión de mis antepasados. Durante siglos sus almenas han contemplado ceñudas el salvaje y accidentado terreno circundante, sirviendo de hogar y fortaleza para la casa altanera cuyo honrado linaje es más viejo aún que los muros cubiertos de musgo del castillo. Sus antiguos torreones, castigados durante generaciones por las tormentas, demolidos por el lento pero implacable paso del tiempo, formaban en la época feudal una de las más temidas y formidables fortalezas de toda Francia. Desde las aspilleras de sus parapetos y desde sus escarpadas almenas, muchos barones, condes y aun reyes han sido desafiados, sin que nunca resonara en sus espaciosos salones el paso del invasor.
Pero todo ha cambiado desde aquellos gloriosos años. Una pobreza rayana en la indigencia, unida a la altanería que impide aliviarla mediante el ejercicio del comercio, ha negado a los vástagos del linaje la oportunidad de mantener sus posesiones en su primitivo esplendor; y las derruidas piedras de los muros, la maleza que invade los patios, el foso seco y polvoriento, así como las baldosas sueltas, las tablazones comidas de gusanos y los deslucidos tapices del interior, todo narra un melancólico cuento de perdidas grandezas. Con el paso de las edades, primero una, luego otra, las cuatro torres fueron derrumbándose, hasta que tan sólo una sirvió de cobijo a los tristemente menguados descendientes de los otrora poderosos señores del lugar.
Fue en una de las vastas y lóbregas estancias de esa torre que aún seguía en pie donde yo, Antoine, el último de los desdichados y maldecidos condes de C., vine al mundo, hace diecinueve años. Entre esos muros, y entre las oscuras y sombrías frondas, los salvajes barrancos y las grutas de la ladera, pasaron los primeros años de mi atormentada vida. Nunca conocí a mis progenitores. Mi padre murió a la edad de treinta y dos, un mes después de mi nacimiento, alcanzado por una piedra de uno de los abandonados parapetos del castillo; y, habiendo fallecido mi madre al darme a luz, mi cuidado y educación corrieron a cargo del único servidor que nos quedaba, un hombre anciano y fiel de notable inteligencia, que recuerdo que se llamaba Pierre. Yo no era más que un chiquillo, y la carencia de compañía que eso acarreaba se veía aumentada por el extraño cuidado que mi añoso guardián se tomaba para privarme del trato de los muchachos campesinos, aquellos cuyas moradas se desperdigaban por los llanos circundantes en la base de la colina. Por entonces, Pierre me había dicho que tal restricción era debida a que mi nacimiento noble me colocaba por encima del trato con aquellos plebeyos compañeros. Ahora sé que su verdadera intención era ahorrarme los vagos rumores que corrían acerca de la espantosa maldición que afligía a mi linaje, cosas que se contaban en la noche y eran magnificadas por los sencillos aldeanos según hablaban en voz baja al resplandor del hogar en sus chozas.
Aislado de esa manera, librado a mis propios recursos, ocupaba mis horas de infancia en hojear los viejos tomos que llenaban la biblioteca del castillo, colmada de sombras, y en vagar sin ton ni son por el perpetuo crepúsculo del espectral bosque que cubría la falda de la colina. Fue quizás merced a tales contornos el que mi mente adquiriera pronto tintes de melancolía. Esos estudios y temas que tocaban lo oscuro y lo oculto de la naturaleza eran lo que más llamaba mi atención.
Poco fue lo que me permitieron saber de mi propia ascendencia, y lo poco que supe me sumía en hondas depresiones. Quizás, al principio, fue sólo la clara renuencia mostrada por mi viejo preceptor a la hora de hablarme de mi línea paterna lo que provocó la aparición de ese terror que yo sentía cada vez que se mentaba a mi gran linaje, aunque al abandonar la infancia conseguí fragmentos inconexos de conversación, dejados escapar involuntariamente por una lengua que ya iba traicionándolo con la llegada de la senilidad, y que tenían alguna relación con un particular acontecimiento que yo siempre había considerado extraño, y que ahora empezaba a volverse turbiamente terrible. A lo que me refiero es a la temprana edad en la que los condes de mi linaje encontraban la muerte. Aunque hasta ese momento había considerado un atributo de familia el que los hombres fueran de corta vida, más tarde reflexioné en profundidad sobre aquellas muertes prematuras, y comencé a relacionarlas con los desvaríos del anciano, que a menudo mencionaba una maldición que durante siglos había impedido que las vidas de los portadores del título sobrepasasen la barrera de los treinta y dos años. En mi vigésimo segundo cumpleaños, el añoso Pierre me entregó un documento familiar que, según decía, había pasado de padre a hijo durante muchas generaciones y había sido continuado por cada poseedor. Su contenido era de lo más inquietante, y una lectura pormenorizada confirmó la gravedad de mis temores. En ese tiempo, mi creencia en lo sobrenatural era firme y arraigada, de lo contrario hubiera hecho a un lado con desprecio el increíble relato que tenía ante los ojos.
El papel me hizo retroceder a los tiempos del siglo XIII, cuando el viejo castillo en el que me hallaba era una fortaleza temida e inexpugnable. En él se hablaba de cierto anciano que una vez vivió en nuestras posesiones, alguien de no pocos talentos, aunque su rango apenas rebasaba el de campesino; era de nombre Michel, de usual sobrenombre Mauvais, el malhadado, debido a su siniestra reputación. A pesar de su clase, había estudiado, buscando cosas tales como la piedra filosofal y el elixir de la eterna juventud, y tenía fama de ducho en los terribles arcanos de la magia negra y la alquimia. Michel Mauvais tenía un hijo llamado Charles, un mozo tan avezado como él mismo en las artes ocultas, habiendo sido por ello apodado Le Sorcier, el brujo. Ambos, evitados por las gentes de bien, eran sospechosos de las prácticas más odiosas. El viejo Michel era acusado de haber quemado viva a su esposa, a modo de sacrificio al diablo, y, en lo tocante a las incontables desapariciones de hijos pequeños de campesinos, se tendía a señalar su puerta. Pero, a través de las oscuras naturalezas de padre e hijo brillaba un rayo de humanidad y redención; el malvado viejo quería a su retoño con fiera intensidad, mientras que el mozo sentía por su padre una devoción más que filial.
Una noche el castillo de la colina se encontró sumido en la más tremenda de las confusiones por la desaparición del joven Godfrey, hijo del conde Henri. Un grupo de búsqueda, encabezado por el frenético padre, invadió la choza de los brujos, hallando al viejo Michel Mauvais mientras trasteaba en un inmenso caldero que bullía violentamente. Sin más demora, llevado de furia y desesperación desbocadas, el conde puso sus manos sobre el anciano mago y, al aflojar su abrazo mortal, la víctima ya había expirado. Entretanto, los alegres criados proclamaban el descubrimiento del joven Godfrey en una estancia lejana y abandonada del edificio, anunciándolo muy tarde, ya que el pobre Michel había sido muerto en vano. Al dejar el conde y sus amigos la mísera cabaña del alquimista, la figura de Charles Le Sorcier hizo acto de presencia bajo los árboles. La charla excitada de los domésticos más próximos le reveló lo sucedido, aunque pareció indiferente en un principio al destino de su padre. Luego, yendo lentamente al encuentro del conde, pronunció con voz apagada pero terrible la maldición que, en adelante, afligiría a la casa de C.
 
«Nunca sea que un noble de tu estirpe homicida
Viva para alcanzar mayor edad de la que ahora posees»
 
proclamó cuando, repentinamente, saltando hacia atrás al negro bosque, sacó de su túnica una redoma de líquido incoloro que arrojó al rostro del asesino de su padre, desapareciendo al amparo de la negra cortina de la noche. El conde murió sin decir palabra y fue sepultado al día siguiente, con apenas treinta y dos años. Nunca descubrieron rastro del asesino, aunque implacables bandas de campesinos batieron las frondas cercanas y las praderas que rodeaban la colina.
El tiempo y la falta de recordatorios aminoraron la idea de la maldición de la mente de la familia del conde muerto; así que cuando Godfrey, causante inocente de toda la tragedia y ahora portador de un título, murió traspasado por una flecha en el transcurso de una cacería, a la edad de treinta y dos años, no hubo otro pensamiento que el de pesar por su deceso. Pero cuando, años después, el nuevo joven conde, de nombre Robert, fue encontrado muerto en un campo cercano y sin mediar causa aparente, los campesinos dieron en murmurar acerca de que su amo apenas sobrepasaba los treinta y dos cumpleaños cuando fue sorprendido por su temprana muerte. Louis, hijo de Robert, fue descubierto ahogado en el foso a la misma fatídica edad, y, desde ahí, la crónica ominosa recorría los siglos: Henris, Roberts, Antoines y Armands privados de vidas felices y virtuosas cuando apenas rebasaban la edad que tuviera su infortunado antepasado al morir.
Según lo leído, parecía cierto que no me quedaban sino once años. Mi vida, tenida hasta entonces en tan poco, se me hizo ahora más preciosa a cada día que pasaba, y me fui progresivamente sumergiendo en los misterios del oculto mundo de la magia negra. Solitario como era, la ciencia moderna no me había perturbado y trabajaba como en la Edad Media, tan empeñado como estuvieran el viejo Michel y el joven Charles en la adquisición de saber demonológico y alquímico. Aunque leía cuanto caía en mis manos, no encontraba explicación para la extraña maldición que afligía a mi familia. En los pocos momentos de pensamiento racional, podía llegar tan lejos como para buscar alguna explicación natural, atribuyendo las tempranas muertes de mis antepasados al siniestro Charles Le Sorcier y sus herederos; pero descubriendo tras minuciosas investigaciones que no había descendientes conocidos del alquimista, me volví nuevamente a los estudios ocultos y de nuevo me esforcé en encontrar un hechizo capaz de liberar a mi estirpe de esa terrible carga. En algo estaba plenamente resuelto. No me casaría jamás, y, ya que las ramas restantes de la familia se habían extinguido, pondría fin conmigo a la maldición.
Cuando yo frisaba los treinta, el viejo Pierre fue reclamado por el otro mundo. Lo enterré sin ayuda bajo las piedras del patio por el que tanto gustara de deambular en vida. Así quedé para meditar en soledad, siendo el único ser humano de la gran fortaleza, y en el total aislamiento mi mente fue dejando de rebelarse contra la maldición que se avecinaba para casi llegar a acariciar ese destino con el que se habían encontrado tantos de mis antepasados. Pasaba mucho tiempo explorando las torres y los salones ruinosos y abandonados del viejo castillo, que el temor juvenil me había llevado a rehuir y que, al decir del viejo Pierre, no habían sido hollados por ser humano durante casi cuatro siglos. Muchos de los objetos hallados resultaban extraños y espantosos. Mis ojos descubrieron muebles cubiertos por polvo de siglos, desmoronándose en la putridez de largas exposiciones a la humedad. Telarañas en una profusión nunca antes vista brotaban por doquier, e inmensos murciélagos agitaban sus alas huesudas e inmensas por todos lados en las, por otra parte, vacías tinieblas.
Guardaba el cálculo más cuidadoso de mi edad exacta, aun de los días y horas, ya que cada oscilación del péndulo del gran reloj de la biblioteca desgranaba una pizca más de mi condenada existencia. Al final estuve cerca del momento tanto tiempo contemplado con aprensión. Dado que la mayoría de mis antepasados fueron abatidos poco después de llegar a la edad exacta que tenía el conde Henri al morir, yo aguardaba en cualquier instante la llegada de una muerte desconocida. En qué extraña forma me alcanzaría la maldición, eso no sabía decirlo; pero estaba decidido a que, al menos, no me encontrara atemorizado o pasivo. Con renovado vigor, me apliqué al examen del viejo castillo y cuanto contenía.
El suceso culminante de mi vida tuvo lugar durante una de mis exploraciones más largas en la parte abandonada del castillo, a menos de una semana de la fatídica hora que yo sabía había de marcar el límite final a mi estancia en la tierra, más allá de la cual yo no tenía siquiera atisbos de esperanza de conservar el hálito. Había empleado la mejor parte de la mañana yendo arriba y abajo por las escaleras medio en ruinas, en uno de los más castigados de los antiguos torreones. En el transcurso de la tarde me dediqué a los niveles inferiores, bajando a lo que parecía ser un calabozo medieval o quizás un polvorín subterráneo, más bajo. Mientras deambulaba lentamente por los pasadizos llenos de incrustaciones al pie de la última escalera, el suelo se tornó sumamente húmedo y pronto, a la luz de mi trémula antorcha, descubrí que un muro sólido, manchado por el agua, impedía mi avance. Girándome para volver sobre mis pasos, fui a poner los ojos sobre una pequeña trampilla con anillo, directamente bajo mis pies. Deteniéndome, logré alzarla con dificultad, descubriendo una negra abertura de la que brotaban tóxicas humaredas que hicieron chisporrotear mi antorcha, a cuyo titubeante resplandor vislumbré una escalera de piedra. Tan pronto como la antorcha, que yo había abatido hacia las repelentes profundidades, ardió libre y firmemente, emprendí el descenso. Los peldaños eran muchos y llevaban a un angosto pasadizo de piedra que supuse muy por debajo del nivel del suelo. Este túnel resultó de gran longitud y finalizaba en una masiva puerta de roble, rezumante con la humedad del lugar, que resistió firmemente cualquier intento mío de abrirla. Cesando tras un tiempo en mis esfuerzos, me había vuelto un trecho hacia la escalera, cuando sufrí de repente una de las impresiones más profundas y enloquecedoras que pueda concebir la mente humana. Sin previo aviso, escuché crujir la pesada puerta a mis espaldas, girando lentamente sobre sus oxidados goznes. Mis inmediatas sensaciones no son susceptibles de análisis. Encontrarme en un lugar tan completamente abandonado como yo creía que era el viejo castillo, ante la prueba de la existencia de un hombre o un espíritu, provocó a mi mente un horror de lo más agudo que pueda imaginarse. Cuando al fin me volví y encaré la fuente del sonido, mis ojos debieron desorbitarse ante lo que veían. En un antiguo marco gótico se encontraba una figura humana. Era un hombre vestido con un casquete y una larga túnica medieval de color oscuro. Sus largos cabellos y frondosa barba eran de un negro intenso y terrible, de increíble profusión. Su frente, más alta de lo normal; sus mejillas, consumidas, llenas de arrugas; y sus manos largas, semejantes a garras y nudosas, eran de una mortal y marmórea blancura como nunca antes viera en un hombre. Su figura, enjuta hasta asemejarla a un esqueleto, estaba extrañamente cargada de hombros y casi perdida dentro de los voluminosos pliegues de su peculiar vestimenta. Pero lo más extraño de todo eran sus ojos, cavernas gemelas de negrura abisal, profundas en saber, pero inhumanas en su maldad. Ahora se clavaban en mí, lacerando mi alma con su odio, manteniéndome sujeto al sitio. Por fin, la figura habló con una voz retumbante que me hizo estremecer debido a su honda impiedad e implícita malevolencia. El lenguaje empleado en su discurso era el decadente latín usado por los menos eruditos durante la Edad Media, y pude entenderlo gracias a mis prolongadas investigaciones en los tratados de los viejos alquimistas y demonólogos. Esa aparición hablaba de la maldición suspendida sobre mi casa, anunciando mi próximo fin, e hizo hincapié en el crimen cometido por mi antepasado contra el viejo Michel Mauvais, recreándose en la venganza de Charles le Sorcier. Relató cómo el joven Charles había escapado al amparo de la noche, volviendo al cabo de los años para matar al heredero Godfrey con una flecha, en la época en que éste alcanzó la edad que tuviera su padre al ser asesinado; cómo había vuelto en secreto al lugar, estableciéndose ignorado en la abandonada estancia subterránea, la misma en cuyo umbral se recortaba ahora el odioso narrador. Cómo había apresado a Robert, hijo de Godfrey, en un campo, forzándolo a ingerir veneno y dejándolo morir a la edad de treinta y dos, manteniendo así la loca profecía de su vengativa maldición. Entonces me dejó imaginar cuál era la solución de la mayor de las incógnitas: cómo la maldición había continuado desde el momento en que, según las leyes de la naturaleza, Charles le Sorcier hubiera debido morir, ya que el hombre se perdió en digresiones, hablándome sobre los profundos estudios de alquimia de los dos magos, padre e hijo, y explayándose sobre la búsqueda de Charles le Sorcier del elixir que podría garantizarle el goce de vida y juventud eternas.
Por un instante su entusiasmo pareció desplazar de aquellos ojos terribles el odio mostrado en un principio, pero bruscamente volvió el diabólico resplandor y, con un estremecedor sonido que recordaba el siseo de una serpiente, alzó una redoma de cristal con evidente intención de acabar con mi vida, tal como hiciera Charles le Sorcier seiscientos años antes con mi antepasado. Llevado por algún protector instinto de autodefensa, luché contra el encanto que me había tenido inmóvil hasta ese momento, y arrojé mi antorcha, ahora moribunda, contra el ser que amenazaba mi vida. Escuché cómo la ampolla se rompía de forma inocua contra las piedras del pasadizo mientras la túnica del extraño personaje se incendiaba, alumbrando la horrible escena con un resplandor fantasmal. El grito de espanto y de maldad impotente que lanzó el frustrado asesino resultó demasiado para mis nervios, ya estremecidos, y caí desmayado al suelo fangoso.
Cuando por fin recobré el conocimiento, todo estaba espantosamente a oscuras y, recordando lo ocurrido, temblé ante la idea de tener que soportar aún más; pero fue la curiosidad lo que acabó imponiéndose. ¿Quién, me preguntaba, era este malvado personaje, y cómo había llegado al interior del castillo? ¿Por qué podía querer vengar la muerte del pobre Michel Mauvais y cómo se había transmitido la maldición durante el gran número de siglos pasados desde la época de Charles le Sorcier? El peso del espanto, sufrido durante años, desapareció de mis hombros, ya que sabía que aquel a quien había abatido era lo que hacía peligrosa la maldición, y, viéndome ahora libre, ardía en deseos de saber más del ser siniestro que había perseguido durante siglos a mi linaje, y que había convertido mi propia juventud en una interminable pesadilla. Dispuesto a seguir explorando, me tanteé los bolsillos en busca de eslabón y pedernal, y encendí la antorcha de repuesto. Enseguida, la luz renacida reveló el cuerpo retorcido y achicharrado del misterioso extraño. Esos ojos espantosos estaban ahora cerrados. Desasosegado por la visión, me giré y accedí a la estancia que había al otro lado de la puerta gótica. Allí encontré lo que parecía ser el laboratorio de un alquimista. En una esquina se encontraba una inmensa pila de reluciente metal amarillo que centelleaba de forma portentosa a la luz de la antorcha. Debía de tratarse de oro, pero no me detuve a cerciorarme, ya que estaba afectado de forma extraña por la experiencia sufrida. Al fondo de la estancia había una abertura que conducía a uno de los muchos barrancos abiertos en la oscura ladera boscosa. Lleno de asombro, aunque sabedor ahora de cómo había logrado ese hombre llegar al castillo, me volví. Intenté pasar con el rostro vuelto junto a los restos de aquel extraño, pero, al acercarme, creí oírle exhalar débiles sonidos, como si la vida no hubiera escapado por completo de él. Horrorizado, me incliné para examinar la figura acurrucada y abrasada del suelo. Entonces esos horribles ojos, mas oscuros que la cara quemada donde se albergaban, se abrieron para mostrar una expresión imposible de identificar. Los labios agrietados intentaron articular palabras que yo no acababa de entender. Una vez capté el nombre de Charles le Sorcier y en otra ocasión pensé que las palabras «años» y «maldición» brotaban de esa boca retorcida. A pesar de todo, no fui capaz de encontrar un significado a su habla entrecortada. Ante mi evidente ignorancia, los ojos como pozos relampaguearon una vez más malévolamente en mi contra, hasta el punto de que, inerme como veía a mi enemigo, me sentí estremecer al observarlo.
Súbitamente, aquel miserable, animado por un último rescoldo de energía, alzó su espantosa cabeza del suelo húmedo y hundido. Entonces, recuerdo que, estando yo paralizado por el miedo, recuperó la voz y con aliento agonizante vociferó las palabras que en adelante habrían de perseguirme durante todos los días y las noches de mi vida.
-¡Necio! -gritaba-. ¿No puedes adivinar mi secreto? ¿No tienes bastante cerebro como para reconocer la voluntad que durante seis largos siglos ha perpetuado la espantosa maldición sobre los tuyos? ¿No te he hablado del gran elixir de la eterna juventud? ¿No sabes quién desveló el secreto de la alquimia? ¡Pues fui yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo que he vivido durante seiscientos años para perpetuar mi venganza, PORQUE YO SOY CHARLES LE SORCIER!

domingo, 10 de noviembre de 2024

Desván. Alfredo Buxán.

Todo lo que el espejo nos devuelve
y también este silencio cargado
de nostalgia que se ahonda con la edad,
el indurable miedo de que haya sido en vano
cada paso que dimos en medio de la noche.
 
Todo cabe, lo sabemos ahora,
en el primer poema que escribimos.
 
El esfuerzo por mantener erguido
el frágil esqueleto
de la dignidad, la belleza fugaz
de lo pequeño, la necesidad del olvido,
la luna llena, el amor infinito
a las palabras.
Todo: la esperanza
y el dolor, el canto de los pájaros
y la vana ilusión de que íbamos, de verdad,
sin trampa ni cartón, alehop, a ser felices.
Todo cabe, el amor loco, la risa
inesperada, el recuerdo del hambre,
el odio inconfesable y sus vestigios
de musgo ya para siempre adheridos al alma,
al cielo que se nubla de repente,
el chasquido de la rama que no aguanta el peso,
los ojos entreabiertos de un cadáver.
Cada beso perdido y el caballo de cartón
que tanto te asustaba, desterrado
y muy solo en el fondo del armario.
La palabra miseria, el sueño, todo.
La muerte
y el camino feliz que la precede.
El barco a la deriva. La gloria y la inocencia.
Aquella mañana, este rumor, la vida toda.

Las palabras perdidas, 2011.

jueves, 7 de noviembre de 2024

Quiero dormir. Mariana Frenk.

El despertador sonó. Me desperté. Me desperté con ese mismo dolor no soportable. Quiero seguir durmiendo. Párate ya. Quiero dormir. Ya párate. Pero el despertador siguió sonando. Entonces, se paró mi corazón. Se paró mi dolor. Se paró el despertador. Pero yo ya no pude dormir. Los muertos nunca dormimos.

miércoles, 6 de noviembre de 2024

El pañuelo. Emilia Pardo Bazán.

Cipriana se había quedado huérfana desde aquella vulgar desgracia que nadie olvida en el puerto de Areal: una lancha que zozobra, cinco infelices ahogados en menos que se cuenta... Aunque la gente de mar no tenga asegurada la vida, ni se alabe de morir siempre en su cama, una cosa es eso y otra que menudeen lances así. La racha dejó sin padres a más de una docena de chiquillos; pero el caso es que Cipriana tampoco tenía madre. Se encontró a los doce años sola en el mundo..., en el reducido y pobre mundo del puerto.
Era temprano para ganarse el pan en la próxima villa de Marineda; tarde para que nadie la recogiese. ¡Doce años! Ya podía trabajar la mocosa... Y trabajó, en efecto. Nadie tuvo que mandárselo. Cuando su padre vivía, la labor de Cipriana estaba reducida a encender el fuego, arrimar el pote a la lumbre, lavar y retorcer la ropa, ayudar a tender las redes, coser los desgarrones de la camisa del pescador. Sus manecitas flacas alcanzaban para cumplir la tarea, con diligencia y precoz esmero, propio de mujer de su casa. Ahora, que no había casa, faltando el que traía a ella la comida y el dinero para pagar la renta, Cirpriana se dedicó a servir. Por una taza de caldo, por un puñado de paja de maíz que sirviese de lecho, por unas tejas y, sobre todo, por un poco de calor de compañía, la chiquilla cuidaba de la lumbre ajena, lindaba las vacas ajenas, tenía en el Colo toda la tarde un mamón ajeno, cantándole y divirtiéndole, para que esperase sin impaciencia el regreso de la madre.
Cuando Cipriana disponía de un par de horas, se iba a la playa. Mojando con delicia sus curtidos pies en las pozas que deja al retirarse la marea, recogía mariscada, cangrejos, mejillones, lapas, nurichas, almejones, y vendía su recolección por una o dos perrillas a las pescantinas que iban a Marineda. En un andrajo envolvía su tesoro y lo llevaba siempre en el seno. Aquello era para mercar un pañuelo de la cabeza... ¿qué se habían ustedes figurado? ¿Qué no tenía Cipriana sus miajas de coquetería?
Sí, señor. Sus doce años se acercaban a trece, y en las pozas, en aquella agua tan límpida y tan clara, que espejeaba al sol, Cirpiana se había visto cubierta la cabeza con un trapo sucio... El pañuelo es la gala de las mocitas en la aldea, su lujo, su victoria. Lucir un pañuelo majo, de colorines, el día de la fiesta; un pañuelo de seda azul y naranja... ¿Qué no haría la chicuela por conseguirlo? Su padre se lo tenía prometido para el primer lance bueno; ¡y quién sabe si el ansia de regalar a la hija aquel pedazo de seda charro y vistoso había impulsado al marinero a echarse a la mar en ocasión de peligro!
Sólo que, para mercar un pañuelo así, se necesita juntar mucha perrilla. Las más veces rehusaban las pescantinas la cosecha de Cipriana. ¡Valiente cosa! ¿quién cargaba con tales porquerías? Si a lo menos fuesen unos percebitos bien gordos y recochos, ahora que se acercaba la Cuaresma y los señores de Marineda pedían marisco a todo tronar. Y señalando a un escollo que solía cubrir el oleaje, decían a Cipriana:
-Si apañas allí una buena cesta, te damos dos reales.
¡Dos reales! Un tesoro. Lo peor es que para ganarlo era menester andar listo. Aquel escollo rara vez y por tiempo muy breve se veía descubierto. Los enormes percebes que se arracimaban en sus negros flancos disfrutaban de gran seguridad. En las mareas más bajas, sin embargo, se podía llegar hasta él. Cipriana se armó de resolución; espió el momento; se arremangó la saya en un rollo a la cintura, y provista de cuchillo y un poje o cesto ligeramente convexo, echóse a patullar. ¿Qué podría ser? ¿Qué subiese la marea de prisa? Ella correría más... y se pondría en salvo en la playa. Y descalza, trepando por las desigualdades del escollo, empezó, ayudándose con el cuchillo, a desprender piñas de percebes. ¡Qué hermosura! Eran como dedos rollizos. Se ensangrentaba Cipriana las manitas, pero no hacía caso. El poje se colmaba de piñas negras, rematadas por centenares de lívidas uñas...
Entre tanto subía la marea. Cuando venía la ola, casi no quedaba descubierto más que el pico del escollo. Cipriana sentía en las piernas el frío glacial del agua. Pero seguía desprendiendo percebes: era preciso llenar el cesto a tope, ganarse los dos reales y el pañuelo de colorines. Una ola furiosa la tumbó, echándola de cara contra la peña. Se incorporó medio risueña, medio asustada... ¡Caramba, qué marea tan fuerte! Otra ola azotadora la volcó de costado, y la tercera, la ola grande, una montaña líquida, la sorbió, la arrastró como a una paja, sin defensa, entre un grito supremo. Hasta tres días después no salió a la playa el cuerpo de la huérfana.

domingo, 3 de noviembre de 2024

Viejo soldado. Charles Simic.

Cuando cumplí los cinco años

ya había peleado en cientos de batallas,

había matado a miles

y sufrido multitud de heridas

para después levantarme y seguir en la lucha.

 

Después del bombardeo, el cielo se llenó

de cenizas volando y de pájaros.

Mi madre me tomó de la mano

y me llevó al jardín

donde estaban los cerezos en flor.

 

Había una gata acicalándose

de cuya cola quise tirar,

la dejé tranquila un momento,

porque estaba ocupado intentando darle a las moscas

con una espada de cartón.

 

Todo lo que necesitaba era un caballo para montar,

como el que estaba amarrado a un carro fúnebre,

tras un montón de escombros,

esperando con la cabeza agachada

a que terminasen de cargar los ataúdes.

El señor de las máscaras, 2010.

sábado, 2 de noviembre de 2024

Otelo. Manuel Moyano.

No podía tolerar que mi esposa acudiera todos los domingos a verle y que le susurrara cosas al oído, cuando a mí ya ni siquiera me dirigía la palabra. Admito que él era más joven y más delgado que yo: cómo iba a ignorarlo, si tenía la desfachatez de pasarse todo el día semidesnudo, exhibiendo su magro torso. Una mañana no pude resistir más tanta provocación y me acerqué al tempo. A ella le descerrajé un tiro en el entrecejo. A él lo descolgué del crucifijo y lo hice astillas contra el suelo. 

Antología del microrrelato español. (1906 - 2011), 2012.

viernes, 1 de noviembre de 2024

Maullidos. Félix J. Palma.

A Juan Bonilla, que padeció su primera parte.
 
Desde la terraza no puedo verlo, así que no sé qué tamaño tiene, ni de qué color es. Lo único que sé es que cada noche, encaramado al tejado, maúlla mi nombre a la luna. No soy ningún experto en gatos, pero creo que debe de estar en celo porque emite esos maullidos desconsolados tan parecidos a los sollozos de los niños pequeños. Bien mirado, podría decirse que suena incluso aterrador. Al oírlo, no puedo evitar pensar en el lamento de esos seres pálidos que, en las películas de terror, siempre encierran en los sótanos. Y cada vez estoy más convencido de que maúlla mi nombre.
Me gustaría tener una segunda opinión, claro. Alguien a quien decirle: ¿Oyes, ese gato no está llamándome? Pero Virginia me abandonó hace casi dos meses, antes de que comenzaran los maullidos, con el mismo sigilo con el que apareció en mi vida. Un día cualquiera, salió a comprar sus lechugas para repoblar mi deforestada nevera y ya no volvió, pese a que esa misma mañana, con su cuerpo trenzado al mío, me había asegurado que ahora que me había encontrado jamás me abandonaría. Tras su huida, lamenté que los dos meses de pasión que habíamos pasado encerrados en mi apartamento, ajenos al mundo exterior, no hubiesen dejado algo más útil que la felicidad, como un número de teléfono, una dirección, o unos apellidos que sumar al nombre que, una vez desapareció, me apliqué a balbucir a cada hora como un hechizo que ya no la invocaba. Pero ella había planteado así las cosas: dos almas desnudas, cepilladas de identidades e impurezas cotidianas, ardiendo la una en la otra. Quería que me bastase únicamente con su cuerpo, con sus ojos verdosos, con su cabello mojado, que nada supiera yo de lo que ella era cuando no estaba conmigo. Quería un amor fuera del mundo, incluso del tiempo, liberado de la costra de las circunstancias, un amor sólo de carne y huesos y piel eléctrica. Ya habría tiempo para lo demás, para aquello que nos volvería mundanos, sabidos, otros. Para aquello que probablemente nos desbarataría. Y yo acepté aquellas condiciones, que no hicieron sino presentarla ante mis ojos como ella quería: un espíritu del bosque, una criatura feérica, último pespunte de un linaje mítico jalonado de hadas, faunos y elfos, y de la que lo único que debía saber era que me amaba como nadie me había amado nunca y como nadie lo haría jamás. Aunque de haber sospechado que un buen día desaparecería, le hubiese exigido hasta la dirección de su dentista. Así podría ir a buscarla a algún sitio más fácil de encontrar que un bosque encantado.
Virginia, la mujer que nunca me dejaría, se fue una tarde cualquiera de hace dos meses Y desde que se fue no logro dormir por las noches. La oscuridad se estira sobre la ciudad, y yo, desde mi cama, vigilo el mundo, que a esas horas sólo emite crujidos de navío a la deriva: el bufido eléctrico del frigorífico, el eructo metálico del ascensor recorriendo clandestinamente las entra, ñas del edificio, un claxon solitario, lejano, como el lamento de un moribundo. Escucho todo eso con suma atención, pero, sobre todo, escucho al gato, el único ser vivo que, aparte de mí, parece estar despierto a este lado del universo. Tal vez si me llamase Evaristo, Froilán o Salustiano las cosas serían más fáciles. Es prácticamente imposible que un gato pueda maullar esos nombres. Pero me llamo Juan, como mi padre, como mi abuelo, como el Tenorio. Y el gato parece saberlo porque todas las noches, con asombrosa puntualidad, acude al tejado y me llama con desesperación, con dolor. Me llama como quien llama a su amor.
No quiero pensar estas cosas porque temo que sean el primer paso para perder la cordura, pero lo cierto es que no puedo evitarlo. Paso todo el día obsesionado con ello, aguardando a que llegue la noche y poder disponer entonces de otra oportunidad para comprobar que en realidad estoy equivocado, que no estoy loco, que el maldito gato no me llama a mí. Pero cada vez escucho con mayor nitidez que es mi nombre lo que maúlla: Juan, Juan... Incansable, esperanzado.
Soy el único Juan que vive en el edificio. Lo he comprobado mirando los buzones. Hay docenas de Antonios, algunos Pedros y Luises, incluso un Froilán, pero ningún Juan. Si el gato llama a alguien, me llama a mí. Yo soy a quien busca. No hay vuelta de hoja. Al cuarto día de escucharlo, temiendo que el gato me genere un insomnio crónico, decido actuar, llamo a algunas puertas, investigo, al parecer nadie oye a ningún gato maullando desesperadamente por las noches. Pero eso puede deberse a que soy el único vecino que vive en la última planta. Al fin, alguien me ofrece una pista: tal vez sea el gato de la nueva vecina, la muchacha que acaba de mudarse al edificio. Desde que Virginia me dejó, he vivido de espaldas al mundo, por lo que no me sorprende que tengamos un nuevo vecino y yo no lo sepa. En el estado de pura introspección en el que me hallo sumido sólo habría reparado en su llegada si hubiesen tenido que subirle un piano de cola por las escaleras. Pero la nueva vecina ha llegado sin la banda de música, envuelta en la felpa de un silencio apretado. Y desde su supuesta terraza, un gato no lo tendría excesivamente difícil para alcanzar el tejado. Hasta yo podría hacerlo. Creo que no hay dudas de a quién pertenece el minino que arruina mis noches.
Resuelto a poner fin a mi calvario, llamo a su puerta a media tarde. No logro decidir si la mujer que me abre es o no hermosa, pero parece agradable de acariciar. Delgada, no muy alta, de esas que sonríen hasta en los entierros. Por su indumentaria -una camiseta ceñida y corta que me permite ver el piercing que le adorna el ombligo- y las amapolas de sudor que han germinado en sus axilas deduzco que la he sorprendido en mitad de sus ejercicios. Tal vez estuviese corriendo en una cinta o haciendo abdominales en uno de esos aparatos de gimnasia que pueden guardarse plegados debajo de la cama, donde antes se escondía el orinal. Siempre he admirado a las chicas capaces de rebañar unas horas al día para esculpirse a sí mismas, quizá porque yo soy de los que, sencillamente, se dejan erosionar por el viento. Pero sé que entre ella y yo jamás ocurrirá nada porque estamos condenados a empezar con mal pie. Con suma educación, le pregunto si tiene gato. Gata, especifica ella. Con más educación aún le sugiero que le introduzca un bolígrafo por el recto porque estoy harto de oírla maullar todas las noches. Pero está visto que vivimos en un mundo donde uno no puede expresarse libremente. La mujer pierde la sonrisa y me contempla como si acabara de arrojar un calamar destripado sobre su ajuar. Mis ojeras no parecen conmoverla. Con suma educación me explica que, a pesar de que de buena gana introduciría un bolígrafo o cualquier otro objeto igual de punzante en mi recto, no piensa hacerlo en el de su gata. Venden tapones para los oídos en cualquier farmacia, concluye, haciendo amago de cerrar la puerta.
Entonces aparece el minino. Y eso lo cambia todo. ¿Qué puedo decir? Su aspecto me conmueve. Se trata de una gata blanca, de una blancura tan deliciosa que no puedo evitar pensar que alguien extremadamente habilidoso la ha creado a partir de una bola de nieve. No está gorda ni famélica, posee un cuerpo flexible, ligero. Y sus ojos son de un verde indeciso que se mece hacia el amarillo. Pero lo que realmente me sorprende es su comportamiento. La gata permanece inmóvil junto a la puerta de la cocina, desde donde me estudia con una mezcla de desconfianza y arrobo. Finalmente se decide a vencer su parálisis y avanza hacia mí lentamente, midiendo cada paso, como si yo fuese alguna aparición capaz de deshacerse en cualquier momento. Entonces, al llegar a mí, se frota contra mis pantalones con un cariño tan sincero que me incomoda. Su roce minucioso y arrebatado logra provocarme una vaga sacudida de excitación. La tomo del suelo y le miro a los ojos.
¿Por qué me llamas? ¿Qué sabes de mí? -le pregunto en un susurro, intentando que la mujer no me oiga.
La gata no dice nada. Se limita a contemplarme con esa mirada que parece tener un doble fondo, esconder otra mirada debajo. Quien sí rompe el silencio es la muchacha.
-No puedo creerlo -dice, agitando la cabeza como si presenciara un milagro-, es la primera vez que se comporta así con un desconocido. Habitualmente es bastante huraña. No deja que nadie se le acerque, y mucho menos que la coja.
La devuelvo al suelo, y la gata continúa mirándome con fijeza. Es como si quisiera confirmar que he captado el mensaje. ¿Pero qué mensaje? ¿Qué intenta decirme?
-¿Le apetece un café? -pregunta la mujer, repentinamente amable.
Asiento y me invita a franquear su piso, mientras continúa manifestando su extrañeza ante la insólita conducta del minino en una suerte de soliloquio incomprensible. Es cierto que acaba de mudarse, pues la ruta hacia el salón se convierte en una auténtica carrera de obstáculos: cajas, bolsas y archivadores atestan el pasillo y se remansan en las esquinas. Me invita a sentarme en un estrecho sofá ante el que se alza una mesa improvisada con la puerta de un armario y unos cuantos ladrillos.
-Voy a preparar el café y aprovechar para darme una ducha -anuncia, desapareciendo hacia la cocina-. Ponte cómodo.
Intento obedecerla, pero es difícil ponerse cómodo cuando uno tiene delante una gata que no deja de escrutarlo con inquietante fijeza. Posee una mirada capaz de desconcentrar a los trapecistas, de hacer que los sonámbulos se sientan observados, de lograr que un hombre como yo se pregunte por qué jamás ninguna mujer lo ha mirado nunca de ese modo. Me siento en el deber de corresponder a sus atenciones, pero cómo. Su dueña, entretanto, trastea en la cocina. Por la cantidad de sonidos que produce parece que preparar un café es una tarea semejante a la construcción de una pirámide. Al fin, cuando comienzo a barajar la posibilidad de aventurarme en la cocina por si necesita asistencia en tan complicada labor, oigo correr el agua de la ducha. Su gata y yo continuamos observándonos, sin saber qué decirnos. Me pregunto si el animal está inmerso en las mismas cábalas que yo, o le estoy otorgando una sensibilidad y una inteligencia que no posee. Bien mirado, no es más que un gato. ¿Pero por qué no me lo parece? ¿Por qué tengo la incómoda sensación de que para ella ser gato es sólo un papel eventual, algo así como un disfraz?
En esas reflexiones ando ocupado cuando la muchacha reaparece, envuelta en un albornoz amarillo y portando una bandejita con dos tazas. Al caminar hacia el sofá, la prenda muestra de manera intermitente, descorriéndose como el telón de un guiñol, un juego de muslos suaves y rosados. No sería humano si el pulso no se me alterase al constatar que lo único que salvaguarda el resto de su cuerpo es el precario nudo con el que se ha atado el albornoz, un nudo fácil de deshacer hasta para un tipo como yo, incapacitado para la papiroflexia o la cirugía cardiovascular. Comienza a servir el café con naturalidad, como si ignorase la sensualidad que desprende su cabello húmedo y el olor a jabón de su piel, pero yo no nací ayer: sé que me está tendiendo una emboscada, que se me está ofreciendo con falso descuido, que quiere salvar un mal día en la oficina y necesita mi colaboración. Le doy a entender que puede contar conmigo esgrimiendo una caricia fugaz y poco comprometedora sobre su muslo al tomar mi taza. Iniciamos entonces una de esas conversaciones banales y estúpidas cuyo único fin es fingir que no somos animales, un preámbulo de palabras y risas destinado a civilizar el inminente encuentro de la carne. Creo que los palomos hinchan el buche. Nosotros, los guardeses de la Creación, somos más refinados. Con calculada despreocupación nuestros cuerpos van orientándose el uno hacia el otro, invadiendo el terreno vecino, brindándose con claridad. Supongo que ella se esfuerza en no pensar en otra cosa. En olvidarse del cabrón de su jefe. O en las palabras que usará para pedirme que me vaya cuando esto concluya. Yo, por mi parte, intento no pensar en Virginia. Pero, en realidad, de quien jamás debimos olvidarnos es de la gata.
Todo sucede increíblemente rápido. Un maullido espantoso nos sobrecoge cuando nuestros labios colisionan. Lo siguiente es un relámpago de blancor apenas entrevisto. Antes de que pueda comprender qué ha ocurrido, la muchacha se aparta de mí aullando de dolor, cubriéndose la mejilla con la mano. Entre la presa de los dedos se filtra un torrente de sangre. Huye al baño y se tapona con una toalla los arañazos que le marcan la mejilla. Yo la sigo, aturdido. Pese a lo aparatoso de la sangre, afortunadamente no parece una herida demasiado profunda. La muchacha y la gata se miran, midiéndose.
Desde entonces, tengo gata. La muchacha me la regaló, más o menos. Saca a ese monstruo de mi casa, ordenó, o no respondo. Yo abrí la puerta del piso y le hice a la gata una señal para que me siguiera, dándole la oportunidad de elegir. El minino no se lo pensó y me siguió hasta mi apartamento. Ahora paso la mayor parte del día ante el televisor, con la gata ovillada en el regazo.
A veces, ella me lame amorosamente las manos, o yo acaricio distraído su cuerpo caliente y esponjoso. Pero la mayor parte del tiempo nos limitamos a mirarnos. Permanecemos así durante horas. Es entonces cuando pienso que equivoqué las preguntas. Tendría que haberle formulado otras: ¿Quién eres? ¿Quién me mira a través de tus ojos?
No quiero pensar en la palabra «reencarnación» porque nunca he creído en ese tipo de cosas, pero, a veces, alrededor de la tercera o cuarta copa, no puedo evitar abrir el cajón de la mesilla y desplegar de nuevo ante mis ojos la esquela que encontré en el periódico al día siguiente de la fuga de Virginia, y que recorté sin saber por qué, movido quizá por la coincidencia del nombre y de la edad. Ahora, cuando contemplo cómo me mira la gata al leer la esquela, me asalta una sospecha delirante. Tal vez el nombre no sea una casualidad. Tal vez, después de todo, Virginia muriese mientras regresaba a casa, atropellada por un coche o traicionada por su corazón. La manera no importa. Lo importante es que, como dijo, jamás iba a abandonarme ahora que me había encontrado.