Sentada delante del ordenador me enfrentaba a la hoja en blanco y el cursor parpadeante. Llevaba años intentando ser escritora. Leía todo cuanto caía en mis manos, autores de éxito o noveles, de género dramático o fantástico. Aun así, las ideas seguían sin aparecer. “Mi experiencia, mi inspiración”, así se titulaba el artículo que un día leí de una aclamada escritora, relataba como su principal fuente de inspiración era su propia vida, sus viajes, sus pasiones (también sus frustraciones) y sus aventuras. Pensé que sería una fantástica idea, por qué no. Había una única pega aunque mayúscula. Mi vida de oficinista no implicaba aventuras más allá de conseguir que nadie robara mi bolígrafo y mantener identificada mi máquina de hacer agujeros. Mi sueldo tampoco daba para viajar y las últimas vacaciones las pasé en casa, sola. Pero las noches, las noches eran mías. Mi primera novela fue un éxito, mezcla de drama, asesinatos, venganzas, de tal magnitud que decidí convertirlo en una saga. La única pega es que duermo poco y hay manchas complicadas de hacer desaparecer.
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