lunes, 31 de octubre de 2022

Conspiración suprauniversal. Manuel Moya.

a Tomás Sánchez Santiago

 
A pesar de la lucecita verde que aparecía en el correo de mi ordenador, ayer prácticamente no pude pasarme por aquí, querido Tomás. Cuando muy de mañana traté de ganar la silla, vi que mi hijo -el más pequeño- otra vez se me había adelantado y ya estaba en mi puesto, bajándose -repito sus palabras-, “una película de alucinar, de ésas que a ti tanto te gustan, vaya, de las de volverte loco”. Yo tengo mi propia teoría sobre el asunto. Verás. Sé con toda garantía que mis hijos forman parte de una compleja fuerza de ocupación suprauniversal que, lejos de ocupar el territorio, se conforma con tomar aparatos estratégicos como televisores, ordenatas, teléfonos, impresoras, frigoríficos, duchas..., es decir, todo cuanto funcione por cable o esté conectado con dios sabe qué. Creo que mis hijos no son más que alienígenas que han usurpado la personalidad de mis verdaderos hijos, porque cuando les hablo, parecen no escucharme o si lo hacen es para pedirme -bueno, pedirme no es la palabra exacta- veinte euros para irse de marcha o vaya usted a saber qué, pero yo sé que ese dinero lo emplean en comprar armas y preparar la invasión. Tengo pruebas de que reciben instrucciones por estos mismos cables para tratar de volverme tarumba y he optado por hacerles creer que han conseguido su propósito, y me muestro dócil, obsecuente, generoso, como si no estuviera al tanto de que lo suyo forma parte de una conspiración suprauniversal, pero querido amigo, entre nosotros, durante los últimos meses he ido acumulando explosivos en el sótano. No sé lo que harás tú, pero yo, antes de rendirme, estoy dispuesto a llevarme por delante a estos malditos alienígenas hijos de la Gran Puta.


 

domingo, 30 de octubre de 2022

Aub. Adriana Azucena Rodríguez.

Le eché el camión encima porque no pude soportarlo. Día tras día, ese horrible vecino de al lado escuchaba música a todo volumen. No me dejaba leer, pensar, descansar. Él estaba seguro —y me lo hizo saber cuando le rogué que bajara el volumen— de que mi vida era tan triste que me alegraría escuchar su música guapachosa. Por fin, compré una casa. Me aseguré de que no hubiera vecinos ruidosos, que las paredes no dejaran pasar sonido alguno. Sobra decir que gasté cuanto tenía, que trabajé jornadas dobles, que me privé de todo.
No podía negarme el gusto de tocar a su puerta y despedirme. Abrió, después de que toqué durante diez minutos. Traía puestos unos audífonos. Me mostró el ipod que se acababa de comprar. Fue entonces cuando le dije que tenía algo para él en la mudanza, que si me acompañaba al estacionamiento.

Postales, 2013.

sábado, 29 de octubre de 2022

El jugador de ajedrez. Sergio Gaut Vel Hartman.

Cualquiera sabe que la de ajedrecista no es una profesión extravagante y mucho menos peligrosa. Quinientos millones de personas en el planeta Tierra están asociadas a un club de ajedrez y mil quinientos millones saben, por lo menos, las reglas básicas del juego. Pero la excepción que confirma la regla es Nemesio Fattaba, jugador oficial de la bombonería El Caballo Goloso, ya que la especialidad de la casa es un set de piezas que contiene dieciséis trebejos de chocolate oscuro y otros tantos de chocolate blanco. Nemesio juega in situ con los compradores y, si bien intenta que las partidas terminen pronto, nunca come menos de seis piezas por partida, a razón de veintinueve partidas por día. Pesa ciento setenta y ocho kilos y todo el mundo sabe de qué se va a morir.

jueves, 27 de octubre de 2022

Si te quiebras. Vetusta Morla.

He nacido en una flor 
que se gira en los entierros, 
con los ojos rojos 
en solapa ajena.
He nacido en una flor 

con la herida a cuestas.
Y he subido montes 

y he bajado almenas, 
ojalá guardaras ese olor.
He nacido en una flor 

con la herida a cuestas.
No le importa a la montaña 
otra hazaña del escalador.
Poco importa a la guadaña 

la mirada del enterrador 
si al final te quiebras, 
si al final te quiebras.
Tú has nacido en una flor 
con promesas de verbena, 
de domingo largo 
y primavera eterna.
Has nacido en una flor
con las llaves puestas.
Y has callado reyes,
y has tumbado reinas.
Ojalá tuviera yo ese honor.
Has nacido en una flor 

de un jardín sin puertas.
No le importa a la montaña 

otra hazaña del escalador, 
poco importa a la guadaña 
la mirada del enterrador, 
no le importa a la montaña 
otra hazaña del escalador 
si al final te quiebras,
si al final te quiebras, 

si al final, si al final
si al final, si al final.


 

miércoles, 26 de octubre de 2022

La última canción de Maggie Alcázar. Lilian Elphick.

Afuera llueve y él no tiene ganas de volver a mojarse. Antes, hace unas horas, anduvo caminando sin rumbo por el centro; en el Mermoz comió una pizza con anchoas, leyendo el diario. Luego, volvió a caminar, miró su reloj y apuró el paso. San Antonio 3 y tantos, un callejón sin salida, el hueco recto entre dos edificios, donde se asoman tuberías y chimeneas como las tripas de un gato atropellado, y los ruidos de los autos se confunden con otros, extractores de aire, zumbidos de alta tensión que cargan la noche. Una luz amarillenta y espasmódica, una puerta sola con un nuevo letrero: Maggie’s. Subió la escalera estrecha, apenas iluminada. Subió acostumbrado al crujido de la madera debajo del forrado plástico y echó de menos una gran fotografía que tapizaba la pared en pendiente, una fotografía de Toño Ruiz en el piano, él mismo y Maggie en primer plano, cantando. Antes de entrar, se pasó la mano por la cabeza.
Ha visto entero el show de esta noche desde su mesa preferida, lejos del escenario y cerca de una ventana que a veces abre para poder respirar aire fresco y mirar las canaletas con su repiqueteo de agua sucia. Es tarde, pero no le importa. Esperará hasta el final.
Ella termina de cantar, la cabeza echada hacia atrás, las dos manos sujetando el micrófono, su garganta aún vibrando con los últimos compases de Summertime, que abarcan el espacio denso de humo, finalizando con lágrimas y sudor en una perfecta representación. Se da vuelta hacia el público. Aplausos.
La gente se retira de a poco, cansada y satisfecha. El muchacho de turno comienza a limpiar y levantar sillas.
Voz de agua torrentosa, piensa él mirando a Maggie Alcázar, la monumental del jazz santiaguino, con el vestido ajustado a su cuerpo, rebosante de caderas drapeadas, sus lentejuelas oscilando en el vaivén del tajo que descubre su pierna en rombos que se agrandan hacia arriba y se achican al llegar a su pie de taco alto.
Un foco la parte por la mitad, la debilita, y él adivina su maquillaje disuelto, aunque en la oscuridad la huela a mujer bravía. Se levanta para aplaudirla.
Solo en el local, aplaude, sintiéndose nervioso por esa humedad de Maggie Alcázar, por ese pañuelo entrando y saliendo entre los pechos.
Ella lo mira desde un rincón.
-Ya, córtala, Miguel –le dice con fastidio.
Él interrumpe su enojo chasqueando la lengua.
-No me desprecies, Maggie. Vine a hacer las paces.
-De qué paces me hablas. No quiero repetirte otra vez lo que tú bien sabes. ¡Ándate! Estoy agotada.
Él hace un gesto leve. Pide un minuto. Maggie Alcázar, finalmente, se sienta en su mesa.
-¿Quieres? –él le ofrece gin de su propio vaso.
-¿Por qué no te vas?, apestas a trago –dice ella.
Él quiere tomar su mano, pero se encandila con el parpadeo de los anillos incrustados en los dedos gordos. Los anillos que le regaló hace unos años, cuando trabajaban juntos y les iba bien. Prefiere mirar su boca para decirle Maggie, cásate conmigo, Maggié, vámonos a Buenos Aires, Maggie, te quiero.
No puede, la boca pintada se abre de a poco, los dientes se insinúan. Intenta hacerla callar, le gustaría amordazarla, apretar el pescuezo ancho para que no diga nada. En el momento que la escucha decir “ándate, eres un fracasado, déjame tranquila”, y se levanta poderosa, destellando baratijas, él ya sabe que le queda sólo una cosa por hacer.
Antes de que Maggie Alcázar avance por el corredor, le grita: -Me voy, pero con una condición.
Ella se pierde lentamente, tijereteada por las sombras y por los malos augurios. Él se queda donde mismo, mascando toda su rabia. Bebe de un golpe el resto de trago y siente frío. La busca, pero ya no hay nada más que un pasillo de alfombra desgastada.
Alguien que no reconoce intenta tomarlo del brazo; falta usted, le dice, siente la fuerza presionándolo, un tironeo, hasta que oye la voz imperiosa de Maggie Alcázar. –Déjalo, Ortiz, no lo molestes, se va ir luego.
El muchacho, encogiéndose de hombros, se marcha.
-Maggie, -grita él nuevamente, parado arriba de la silla –oye, cántame algo y me voy.
En el baño, ella se arregla el pelo, de su bolso saca una cajita. Acerca la punta de su uña a su nariz. Aspira.
Maggie Alcázar canta a capella Dream a little dream of me. Enérgica desliza las palabras, arrastra los agudos en una lentitud maravillosa, alarga pausas, saliéndose de la melodía, continuando libre, sin pensar en nada. Pero la voz se quiebra, desafina. Él se ríe, tocando un saxo imaginario. Ella continúa cantando hasta que él dice: -¡Más fuerte, no te escucho, dónde está la fuerza! Ahí entonces, suplica: -Ándate, Miguel.
-Gorda maldita, todavía te haces de rogar; vámonos a la cama, ¿ya?
-¡Basta! – se levanta ella, incontrolable.
Una cachetada veloz hiere su mejilla. Las uñas largas y rojas le han dejado una huella que él olvida luego.
De una sola patada hace volar la mesita por los aires. Trastabillando en medio de los vidrios rotos, la amenaza: -Sigue cantando, gordita.
Maggie Alcázar retrocede, trata de defenderse cuando él la tumba en el suelo.
-A ver, canta, ¿cómo es?, dream a little dream, la la la, ¿no querías cantar?, ¿no querías ser cantante?, ¿quién te enseñó a cantar en inglés?, ¿por qué no dejas de comer, ah? ¡Hasta cuando comes, gordita! –
Ella se asfixia mientras él, montado arriba de sus brillos, le retuerce el cuello y a la vez la besa, remeciéndola, pellizcándola entera, hasta descubrir que sus ojos egipcios se han ido hacia un costado y lloran.
En el marco de la puerta, él se detiene. Maggie Alcázar se tapa la cara, ovillada en el entarimado.
Sin saber dónde ir, el saxofonista, baja la escalera. Se aleja calle arriba, pisando la basura arremolinada en las esquinas. Una lluvia molesta le aguijonea la cara. Busca algún local abierto donde terminar la noche, pero está solo en pleno centro, casi todos los cafés y bares ya han cerrado. Silba algo. De pronto siente que lo llaman. No se da vuelta. Enfila por Irene Morales. Puede que Il Sucesso esté abierto.

lunes, 24 de octubre de 2022

Mirada mortal. Eugenio Mandrini.

Entonces vi que ese pájaro, como es costumbre en ellos, estaba posado en su rama, rígido, como de piedra, mirando allá, muy al fondo, donde el cielo se extravía en la distancia. Y de pronto salió disparado como una flecha en dirección a aquello que le afilaba los ojos, y lo hizo con tal decisión y premura como si hubiera descubierto lo imposible, algo así como el origen del tiempo o de la luz.
No llegó lejos. Como de la nada surgió un halcón y de una sola punzada le comió la vida, el vuelo y la sombra.
La inusual escena me llevó a pensar que a ese halcón lo había enviado Dios, perturbado o acaso temeroso de que ese pájaro, que no era un pájaro cualquiera sino un mirlo hablador, se atreviera a contar lo que había visto allá, muy al fondo, donde el cielo se extravía.
Si yo hubiera sido Dios, habría hecho lo mismo.
Si yo hubiera sido el mirlo, también habría hecho lo mismo.

sábado, 22 de octubre de 2022

Dudas. Eduardo Berti.

Ser un hombre invisible es cosa peligrosa, pero a veces tengo dudas no del peligro, sino de mi invisibilidad, sobre todo cuando entre quienes empujan o me atropellan creo detectar una cruel sonrisa de satisfacción.


 

lunes, 17 de octubre de 2022

Día laborable. Herta Müller.

Las cinco y media de la mañana. Suena el despertador.
Me levanto, me quito el vestido, lo pongo sobre la almohada, me pongo el pijama, voy a la cocina, me meto en la bañera, cojo la toalla, me lavo la cara con ella, cojo el peine, me seco con él, cojo el cepillo de dientes, me peino con él, cojo la esponja de baño, me cepillo los dientes con ella. Luego voy al cuarto de baño, me como una rebanada de té y me bebo una taza de pan.
Me quito el reloj de pulsera y los anillos.
Me quito los zapatos.
Me dirijo a la escalera y abro la puerta del apartamento.Cojo el ascensor del quinto piso hasta el primero.
Luego subo nueve peldaños y estoy en la calle.
En la tienda de ultramarinos me compro un periódico, luego camino hasta la parada de tranvía y me compro unos bollos, y al llegar al quiosco de periódicos me subo al tranvía.
Me bajo tres paradas antes de subir.
Le devuelvo el saludo al portero, que me saluda luego y piensa que otra vez es lunes y otra vez se ha acabado la semana.
Entro en la oficina, digo adiós, cuelgo mi chaqueta en el escritorio, me siento en el perchero y empiezo a trabajar. Trabajo ocho horas.

domingo, 16 de octubre de 2022

Leche amarga. David Torres.

El llanto del niño nos llegaba desde el dormitorio -tibio, intermitente, monocorde- flotando sobre los ruidos del puerto y el lento fragor de las olas. Cada vez que lo oía, Emilio se retorcía incómodo en su asiento. Yo miraba su cara, sus manos de viejo pescador, surcadas de arrugas, bañadas por la última luz que se aferraba a la barandilla de la terraza, el metal de las latas, los bordes de las cosas.
-Por Dios -saltó al fin-. ¿No puedes hacer algo?
-Son casi las nueve -dije, mirando mi reloj-. Marisol es muy estricta con los horarios.
Se oía a mi mujer trasteando por la cocina, preparando la cena. Emilio se llevó la lata de cerveza a la boca, pero no bebió.
-No puedo oír llorar a un crío.
-Tiene hambre. Le toca ya su toma. En cuanto Marisol...
-No puedo oír llorar a un crío -repitió, como si no me hubiera oído-. Desde aquel día, en el barco.
Me dejó con la palabra en la boca. Devolvió la lata a la mesa, se puso en pie, cruzó en dos zancadas la terraza y desapareció entre las cortinas. Regresó con mi hijo entre los brazos, acunándolo con torpe ternura. Los gemidos, que se habían apagado unos instantes, redoblaron en cuanto Emilio se detuvo junto a la barandilla.
-¿Por qué no se calla?
Se volvió hacia mí, desesperado, sosteniendo al niño sin la menor gracia, casi como si sopesara una sandía. No sabía qué hacer con él: ni cómo sujetarlo, ni dónde dejarlo. Ya me levantaba para recogerlo cuando Marisol entró y se lo arrebató suavemente de las manos. El llanto cesó en cuanto ella se sentó en la tumbona.
-Lo siento -dijo Emilio, y se apoyó con fuerza contra la barandilla. Miraba por encima del puerto, hacia el mar moteado de petróleo y la brasa incandescente de las nubes. Una sirena mugió, anunciando la salida del mercante que ocupaba todo el largo del muelle, y el sonido se prolongó más allá de su duración, ahuyentando a unas cuantas gaviotas. Empezó a hablar, de espaldas a nosotros, y el crepúsculo tiñó sus palabras con el aura de una moneda gastada.
-Una vez me embarqué en una traíña, en Motril. Eran años jodidos para buscar trabajo pero no me costó nada encontrar una plaza en el 'Punta' 'Carchuna'.
Se volvió hacia mí, girando el corpachón con la lentitud de un ahorcado. Sus ojos revolotearon sobre la mesa, entre las latas y las manchas de cerveza, hasta posarse en el paquete de Ducados.
-¿Puedo?
-Claro.
Sacó un cigarrillo, le prendió fuego y aspiró una bocanada larga y dolorosa. Marisol empezó a desabrocharse la camisa mientras con la otra mano acariciaba al niño.
-Luego supe por qué casi nadie quería ir en aquel barco. No era en realidad una traíña, el patrón se dedicaba a la pesca con nasa.
-¿Nasa? -preguntó Marisol.
-Sí, una especie de trampa que se usa para capturar marisco -expliqué yo. Emilio iba asintiendo con la cabeza-. Se mete carnada dentro y las gambas y las cigalas entran, pero ya no pueden salir.
-Eso mismo. Sólo que el patrón usaba carne de delfín como carnada.
Marisol lo miró a los ojos. El pecho colgaba grávido de leche, acumulando en su íntima blancura toda la luz del atardecer. Se levantó despacio, y se puso en pie con el niño en los brazos.
-Disculpad. No sé si quiero seguir oyendo esto.
Salió entre las cortinas, dejando a su paso un fantasmal aroma a leche tibia. Mientras se despegaba lentamente del muelle, el mercante volvió a mugir y su estruendo limpió el puerto de cualquier otro sonido. Se quedó rebotando entre los almacenes y los edificios en una terca ilusión acústica.
-Mi mujer adora los delfines -dije cuando retornó el silencio-. Lleva dos estampados en su tarjeta de crédito.
-Entonces ha hecho bien en irse. No es una historia agradable -dijo, dando otra calada al cigarrillo-. El patrón del 'Punta' 'Carchuna' aseguraba que la carne de delfín es el mejor cebo para las nasas. Matar un delfín está tirado, Rafa. Basta dejarlos que se acerquen, jugando, siguiendo la estela del barco. Entonces te asomas por la borda y les clavas un arpón o un bichero. Subes el animal arriba y lo despedazas.
El viejo se sentó de nuevo, buscando la mejor manera de contar aquello. El cigarrillo le colgaba ahora de los dedos.
-Una tarde arponeamos a una hembra que nadaba al lado del barco. Hasta que la izamos a bordo no nos dimos cuenta de que estaba criando, un reguero de leche chorreaba junto a la sangre. Cogí la manguera y empecé a limpiar la cubierta cuando un chillido nos puso los pelos de punta. Sonaba como el llanto de un niño, me parece que todavía lo estoy oyendo.
-¿Un niño?
-Era la cría. Matamos a la madre cuando la estaba amamantando y entonces toda la manada se dispersó, pero ella se quedó a la vera del barco, llamando a la madre a gritos. Juanico, un marinero, la subió a bordo para hacer una gracia, pero aquello no había dios que lo soportara. Era horrible, Rafa, lloraba como una criatura, como tu propio hijo, te lo juro. Lo arrojamos al mar, pero nos acompañó toda la tarde, siguiendo el rastro de su madre muerta, chillando y chillando.
Emilio se detuvo, parecía que esperaba que yo dijese o preguntase algo.
-Era un chillido insoportable, algo que no podías sacarte de los oídos. Al final, cuando ya avistábamos la línea de la costa, el patrón la mató con un bichero. Ni siquiera quisimos subirla a bordo, se quedó flotando como un despojo para las gaviotas.
El silencio volvió a ocupar su lugar mientras el mercante iba girando trabajosamente para salir del puerto. Emilio dio una última calada al cigarrillo y lo arrojó dentro de la lata vacía.
-No estuve mucho tiempo en aquel barco. Pronto encontré trabajo en una traíña. Después me enteré que el 'Punta' 'Carchuna' ya no se dedicaba a la pesca con nasa, que los delfines le rehuían apenas salía de la bocana del muelle. Lo pintaron de otro color para intentar engañarlos, pero no hubo manera.
Emilio miró su reloj, dijo que tenía que marcharse.
-Creí que ibas a quedarte a cenar.
-No tengo ninguna gana -dijo-. Despídeme de tu mujer.
Hizo un gesto vago con la mano. Cuando salía de la terraza, se oyó de nuevo el llanto del niño.


sábado, 15 de octubre de 2022

La posteridad. Sergi Pámies.

Tu funeral es la última oportunidad que tienes de mandar y organizar. Has escogido el tanatorio, el modelo de ataúd, el orden de los parlamentos, la música que sonará y los pasajes de la Biblia que leerá el sacerdote. Lo has dejado todo bien indicado en un pliegue de últimas voluntades pensado para no agobiar ni a tus hijos ni a tu tercera esposa. Te has asegurado una asistencia masiva, basada más en los compromisos que en la amistad. No has querido ser incinerado: has dejado pagada la mejor sala de velatorio y has invertido mucho dinero en la tanatoplastia que te permitirá recibir a los invitados con la manicura hecha, una expresión más amable que cuando estabas vivo y, por supuesto, el traje más caro de tus armarios. Para redactar el texto de la esquela incluso has contratado a un poeta que, en sólo tres líneas, ha resumido la consternación de tus familiares. Ninguna cita en latín. Ningún verso de un poeta nacional. Sólo un epitafio que también será esculpido sobre la lápida de una tumba a primera línea de mar. Si lo hubieras podido ver, te habrías sentido satisfecho por, una vez más, haberlo previsto todo. O casi. No podías prever que llovería a cántaros y que la gente llegaría tarde, de mal humor y con los zapatos sucios. Ni que, en el momento de interpretar el Preludio en si bemol de Blanch-Modin, a uno de los músicos se le caería accidentalmente el arco. Tampoco podías prever que la tos se contagiaría de una fila a otra, ni las veces que alguien se ha tapado la boca para ahogar un bostezo. Por no hablar de los que se han ido antes del final de la ceremonia, sin dar el pésame, corriendo hacia el parking para librarse del atasco. Si hubieras podido verlos habrías entendido muchas cosas sobre tu vida, especialmente si hubieras subido con ellos al coche y los hubieras observado, contrariados por la lluvia, poner la radio para seguir las noticias —deportivas y financieras— y, después de dos semáforos y de unos breves minutos de conducción, olvidarte para siempre.


 

lunes, 10 de octubre de 2022

El precursor. Jordi Masó Rahola.

Cada escritor crea a sus precursores
J. L. Borges, Otras inquisiciones


Ahora soy un escritor consagrado y estas cuestiones ya no me inquietan, pero cuando empezaba a abrirme camino en el mundo literario, cansado de oír a los críticos asociarme con determinados autores –mis "influencias evidentes", mis "referentes", insistían– me inventé un escritor que sería mi precursor: un romántico danés, Lars Haugaard (1849-1898). Si me preguntaban por un autor que me hubiera influido, siempre contestaba que "obviamente" Lars Haugaard, el estilista nórdico, el príncipe de las letras de Dinamarca, el bardo de Copenhague. Los sabiondos fruncían las cejas; los prudentes afirmaban con la cabeza; los ignorantes exclamaban: "¡Ah sí, Haugaard!". Pregonaba que mis libros no se entendían sin su magisterio, que yo siempre sería la sombra pálida de Haugaard. Le imaginé una obra (extensa), una biografía (trágica), una imagen (atormentada).
Con el tiempo, cuando me llegaron los honores, convertido yo en el referente de los jóvenes, Haugaard se difuminó. Le olvidé.
Pero hoy, casualmente, le he encontrado en Internet. Lars Haugaard: novelista y poeta danés. He encargado todos sus libros. Los espero, temeroso de haber sido su sombra pálida.

domingo, 9 de octubre de 2022

Marcos. David Lagmanovich.

En aquel cuarto de hotel había un antiguo arcón, dentro del cual se encontró el manuscrito de un libro de relatos. En el primer cuento se hablaba de una colección formada por un relato de cada integrante de un club de narradores. El primero de ellos se refería a un antiguo arcón que se podía encontrar en un cuarto de hotel.


 

sábado, 8 de octubre de 2022

El ángulo del horror. Cristina Fernández Cubas.

Ahora, cuando golpeaba la puerta por tercera vez, miraba por el ojo de la cerradura sin alcanzar a ver, o paseaba enfurruñada por la azotea, Julia se daba cuenta de que debía haber actuado días atrás, desde el mismo momento en que descubrió que su hermano le ocultaba un secreto, antes de que la familia tomara cartas en el asunto y estableciera un cerco de interrogatorios y amonestaciones. Porque Carlos seguía ahí. Encerrado con llave en una habitación oscura, fingiendo hallarse ligeramente indispuesto, abandonando la soledad de la buhardilla tan sólo para comer, siempre a disgusto, oculto tras unas opacas gafas de sol, refugiándose en un silencio exasperante e insólito. «Está enamorado», había dicho su madre. Pero Julia sabía que su extraña actitud nada tenía que ver con los avatares del amor o del desengaño. Por eso había decidido montar guardia en el último piso, junto a la puerta del dormitorio, escrutando a través de la cerradura el menor indicio de movimiento, aguardando a que el calor de la estación le obligara a abrir la ventana que asomaba a la azotea. Una ventana larga y estrecha por la que ella entraría de un salto, como un gato perseguido, la sombra de cualquiera de las sábanas secándose al sol, una aparición tan rápida e inesperada que Carlos, vencido por la sorpresa, no tendría más remedio que hablar, que preguntar por lo menos: «¿Quién te ha dado permiso para irrumpir de esta forma?» O bien: «¡Lárgate! ¿No ves que estoy ocupado?» Y ella vería. Vería al fin en qué consistían las misteriosas ocupaciones de su hermano, comprendería su extrema palidez y se apresuraría a ofrecerle su ayuda. Pero llevaba más de dos horas de estricta vigilancia y empezaba a sentirse ridícula y humillada. Abandonó su posición de espía junto a la puerta, salió a la azotea y volvió a contar, como tantas veces a lo largo de la tarde, el número de baldosas defectuosas y resquebrajadas, las pinzas de plástico y las de madera, los pasos exactos que la separaban de la ventana larga y estrecha. Golpeó con los nudillos el cristal y se oyó decir a sí misma con voz fatigada: «Soy Julia.» En realidad tendría que haber dicho: «Sigo siendo yo, Julia.» Pero, ¡qué podía importar ya! Esta vez, sin embargo, aguzó el oído. Le pareció percibir un lejano gemido, el chasquido de los muelles oxidados de la cama, unos pasos arrastrados, un sonido metálico, de nuevo un chasquido y un nítido e inesperado: «Entra. Está abierto.» Y Julia, en aquel instante, sintió un estremecimiento muy parecido al extraño temblor que recorrió su cuerpo días atrás, cuando comprendió, de pronto, que a su hermano le ocurría algo.
Hacía ya un par de semanas que Carlos había regresado de su primer viaje de estudios. El día dos de septiembre, la fecha que ella había coloreado de rojo en su calendario de su cuarto y que ahora le parecía cada vez más lejana e imposible. Lo recordaba al pie de la escalerilla del jumbo de la British Airways, agitando uno de sus brazos, y se veía a sí misma, admirada de que a los dieciocho años se pudiera crecer aún, saltando con entusiasmo en la terraza del aeropuerto, devolviéndole besos y saludos, abriéndose camino a empujones para darle la bienvenida en el vestíbulo. Carlos había regresado. Un poco más delgado, bastante más alto y ostensiblemente pálido. Pero Julia le encontró más guapo aún que a su partida y no prestó atención a los comentarios de su madre acerca de la deficiente alimentación de los ingleses o las excelencias incomparables del clima mediterráneo. Tampoco, al subir al coche, cuando su hermano se mostró encantado ante la perspectiva de disfrutar unas cuantas semanas en la casa de la playa y su padre le asaeteó a inocentes preguntas sobre las rubias jovencitas de Brighton, Julia rió las ocurrencias de la familia. Se hallaba demasiado emocionada y su cabeza bullía de planes y proyectos. Al día siguiente, cuando sus padres dejaran de preguntar y avasallar, ella y Carlos se contarían en secreto las incidencias del verano, en el tejado, como siempre, con los pies oscilantes en el extremo del alero, como cuando eran pequeños y Carlos le enseñaba a dibujar y ella le mostraba su colección de cromos. Al llegar al jardín, Marta les salió al encuentro dando saltos y Julia se admiró por segunda vez de lo mucho que había crecido su hermano. «A los dieciocho años», pensó. «¡Qué absurdo!» Pero no pronunció palabra.
Carlos se había quedado ensimismado contemplando la fachada de la casa como si la viera por vez primera. Tenía la cabeza ladeada hacia la derecha, el ceño fruncido, los labios contraídos en un extraño rictus que Julia no supo interpretar. Permaneció unos instantes inmóvil, mirando hacia el frente con ojos de hipnotizado, ajeno a los movimientos de la familia, al trajín de las maletas, a la proximidad de la propia Julia. Después, sin modificar apenas su postura, apoyó la cabeza en el hombro izquierdo, sus ojos reflejaron estupor, el extraño rictus de la boca dejó paso a una inequívoca expresión de lasitud y abatimiento, se pasó la mano por la frente y, concentrando la vista en el suelo, cruzó cabizbajo el empedrado camino del jardín.
Durante la cena el padre siguió interesándose por sus conquistas y la madre preocupándose por su mal color. Marta soltó un par de ocurrencias que Carlos acogió con una sonrisa. Parecía cansado y soñoliento. El viaje, tal vez. Besó a la familia y se retiró a dormir.
Al día siguiente Julia se levantó muy temprano, repasó la lista de lecturas que Carlos le había recomendado al partir, reunió las cuartillas en las que había anotado sus impresiones y se encaramó al tejado. Al cabo de un buen rato, cansada de esperar, saltó a la azotea. La ventana de su hermano se hallaba entornada, pero no parecía que hubiese nadie en el interior del dormitorio. Se asomó a la balaustrada y miró hacia el jardín.
Carlos estaba allí, en la misma posición que la noche anterior, contemplando la casa con una mezcla de estupor y consternación, inclinando la cabeza, primero a la derecha, luego a la izquierda, clavando la mirada en el suelo y cruzando abatido el empedrado camino que le separaba de la casa. Fue entonces cuando Julia comprendió, de pronto, que a su hermano le ocurría algo.
La hipótesis de un amor imposible fue cobrando fuerza en los tensos almuerzos de la casa. Una inglesa, una rubia y pálida jovencita de Brighton. La melancolía del primer amor, la tristeza de la distancia, la apatía con la que los jóvenes de su edad suelen contemplar todo lo que no haga referencia al objeto de su pasión. Pero eso fue al principio. Cuando Carlos se limitaba a mostrarse huraño y esquivo, a sobresaltarse ante cualquier pregunta, a evitar su mirada, a rechazar las caricias de la pequeña Marta. Tal vez, en aquel momento, debía haber actuado con firmeza. Pero ahora Carlos acababa de pronunciar: «Entra. Está abierto», y ella, armándose de valor, no tenía más remedio que empujar la puerta.
Al principio no acertó a percibir otra cosa que un calor sofocante y una respiración entrecortada y lastimera. Al rato, aprendió a distinguir entre las sombras: Carlos se hallaba sentado a los pies de la cama y en sus ojos parecían concentrarse los únicos destelles de luz que habían logrado atravesar su fortaleza. ¿O no eran sus ojos? Julia abrió ligeramente uno de los postigos de la ventana y suspiró aliviada. Sí, aquel muchacho abatido, oculto tras unas inexpugnables gafas de sol, con la frente salpicada de relucientes gotitas de sudor, era su hermano. Sólo que su palidez le parecía ahora demasiado alarmante, su actitud demasiado inexplicable, para que pudiera justificarlo en lo sucesivo a los ojos de la familia.
—Van a llamar a un médico —dijo.
Carlos no se inmutó. Siguió durante unos minutos con la cabeza inclinada hacia el suelo, entrechocando las rodillas, jugueteando con sus dedos como si interpretara una pieza infantil sobre el teclado de un piano inexistente.
—Quieren obligarte a comer... A que abandones de una vez esta habitación inmunda.
A Julia le pareció que su hermano se estremecía. «La habitación», pensó, «¿qué encontrará en esta
habitación para permanecer aquí durante tanto tiempo?» Miró a su alrededor y se sorprendió de que no estuviera todo lo desordenada que cabía esperar. Carlos, desde la cama, respiraba con fuerza. «Va a hablar», se dijo y, sofocada por la agobiante atmósfera, empujó tímidamente uno de los postigos y entreabrió la ventana.
—Julia —oyó—. Sé que no vas a entender nada de lo que te pueda contar. Pero necesito hablar con alguien.
Un destello de orgullo iluminó sus ojos. Carlos, como en otros tiempos, iba a hacerla partícipe de sus secretos, convertirla en su más fiel aliada, pedirle una ayuda que ella se apresuraría a conceder. Ahora comprendía que había obrado rectamente al montar guardia junto a aquella habitación en sombras, actuando como una ridícula espía aficionada, soportando silencios, midiendo hasta la saciedad las dimensiones de la tórrida y solitaria azotea. Porque Carlos había dicho: «Necesito hablar con alguien...» Y ella estaba allí, junto a la ventana entreabierta, dispuesta a registrar atentamente todo cuanto él decidiera confiarle, sin atreverse a intervenir, sin importarle que le hablara en un tono bajo, de difícil comprensión, como si temiera escuchar de sus propios labios el secreto motivo de su desazón. «Todo se reduce a una cuestión de...» Julia no pudo entender la última palabra pronunciada entre dientes, a media voz, pero prefirió no interrumpir. Sacó un arrugado cigarrillo del bolsillo y se lo tendió a su hermano. Carlos, sin levantar la vista, lo rechazó.
—Todo empezó en Brighton, en un día como tantos otros—-continuó—.Me eché en la cama, cerré la ventana para olvidarme de la lluvia, y me dormí. Eso fue en Brighton. ¿No te lo he dicho ya?
Julia asintió con un carraspeo.
—Soñé que había concluido los exámenes con gran éxito, que me llenaban de diplomas y medallas, que, de repente, deseaba encontrarme aquí entre vosotros y, sin pensarlo dos veces, decidía aparecer por sorpresa. Me subía entonces a un tren, un tren increíblemente largo y estrecho, y, casi sin darme cuenta, llegaba hasta aquí. «Es un sueño», me dije y, enormemente complacido, hice lo posible por no despertarme. Bajé del tren y me encaminé cantando hacia la casa. Era de madrugada y las calles estaban desiertas. De pronto me di cuenta de que me había olvidado la maleta en el compartimento, los regalos que os había comprado, los diplomas y las medallas, y que debía regresar a la estación antes de que el tren partiera de nuevo para Brighton. «Es un sueño», me repetí. «Figura que he enviado el equipaje por correo. No perdamos tiempo. Luego, a lo peor, la historia se complica.» Y me detuve ante la fachada de la casa.
Julia tuvo que hacer un esfuerzo para no intervenir. También a ella le ocurrían esas cosas y nunca les había concedido la menor importancia. Desde pequeña se supo capaz de regir algunos de sus sueños, de comprender súbitamente, en medio de la peor pesadilla, que ella, y sólo ella, era la dueña absoluta de aquella mágica sucesión de imágenes y que podía, con sólo proponérselo, eliminar a determinados personajes, invocar a otros o acelerar el ritmo de lo que ocurría. No siempre lo lograba —para ello era necesario adquirir la conciencia de la propiedad sobre el sueño— y, además, no lo consideraba especialmente divertido. Prefería dejarse embarcar por extrañas historias, como si sucedieran de verdad y ella fuera simplemente la protagonista, pero no la dueña, de aquellas imprevisibles aventuras. Una vez su hermana Marta, a pesar de sus pocos años, le contó algo similar. «Hoy he mandado en mi sueño», había dicho. Y ahora recordaba de pronto ciertas conversaciones sobre el asunto con los compañeros del instituto e, incluso, le parecía haber leído algo semejante en las memorias de una baronesa o condesa que le prestó una amiga. Encendió el arrugado cigarrillo que sostenía aún en la mano, aspiró una bocanada de humo, y sintió algo áspero y ardiente que le quemaba la garganta. Al escuchar su propia tos se dio cuenta de que en la habitación reinaba el más absoluto silencio y que debía de hacer ya un buen rato que Carlos había dejado de hablar y que ella se había entregado a estúpidas elucubraciones.
—Sigue, por favor —dijo al fin.
Carlos, después de un titubeo, prosiguió:
—Era la casa, la casa en la que estamos ahora tú y yo, la casa en la que hemos pasado todos los veranos desde que nacimos. Y, sin embargo, había algo muy extraño en ella. Algo tremendamente desagradable y angustioso que al principio no supe precisar. Porque era exactamente esta casa, sólo que, por un extraño don o castigo, yo la contemplaba desde un insólito ángulo de visión. Me desperté sudoroso y agitado, e intenté tranquilizarme recordando que sólo había sido un sueño.
Carlos se cubrió la cara con las manos y ahogó un gemido. A su hermana le pareció que musitaba un innecesario «hasta llegar aquí...» y revivió, con cierta decepción, la transformación a la que había asistido días atrás en la puerta del jardín. «De modo que era eso», iba a decir, «simplemente, eso.» Pero tampoco esta vez pronunció palabra. Carlos se había puesto en pie.
—Es un ángulo —continuó—. Un extraño ángulo que no por el horror que me produce deja de ser real... Y lo peor es que ya no hay remedio. Sé que no podré librarme de él en toda la vida...
Los últimos sollozos la obligaron a desviar la mirada en dirección a la azotea. De repente la incomodaba encontrarse allí, sin acertar a entender gran cosa de lo que estaba escuchando, sintiéndose definitivamente alarmada ante el desmoronamiento de aquel ser a quien siempre había creído fuerte, sano y envidiable. Quizá sus padres estuvieran en lo cierto y lo de Carlos no se remediase con atenciones ni confidencias. Necesitaba un médico. Y su labor iba a consistir en algo tan sencillo como abandonar cuanto antes aquella habitación asfixiante y unirse a la preocupación del resto de la familia. «Bueno», dijo con decisión, «había prometido llevar a Marta al cine...» Pero enseguida reparó en que su semblante desmentía su fingida tranquilidad. Las gafas de Carlos la enfrentaron por partida doble a su propio rostro. Dos cabezas de cabello revuelto y ojos muy abiertos y asustados. Así debía de verla él: una niña atrapada en la guarida de un ogro, inventando excusas para salir quedamente de la habitación, aguardando el momento de traspasar el umbral de la puerta, respirar hondo y echar a correr escaleras abajo. Y ahora, además, Carlos, desde el otro lado de los oscuros cristales, parecía haberse quedado embobado escrutándola, y ella sentía debajo de aquellas dos cabezas de cabello revuelto y ojos espantados dos pares de piernas que empezaban a temblar, demasiado para que pudiera seguir hablando de Marta o del cine, como si aquella tarde fuera una tarde cualquiera en que importaran Marta o la vaga promesa de llevarla al cine. La sombra de una sábana agitada por el viento le privó por unos instantes de la visión de su hermano. Cuando de nuevo se hizo la luz, Julia reparó en que Carlos se le había aproximado aún más. Sostenía las gafas en una mano y mostraba unos párpados hinchados y una expresión alucinada. «Es maravilloso», dijo con un hilo de voz. «A ti, Julia, a ti aún puedo mirarte.» Y de nuevo esa preferencia, esa singularidad que le otorgaba por segunda vez en la tarde, terminó con sus propósitos con inverosímil rapidez. «Está enamorado», dijo durante la cena, y comió sin apetito un plato de insípidas verduras que olvidó de salar y sazonar.
No tardó en darse cuenta de que había obrado de forma estúpida. Aquella noche y las que siguieron a la primera visita a la buhardilla. Cuando se erigió en mediadora entre su hermano y el mundo; cuando se encargó de hacer desaparecer de su alcoba los platos intocados; cuando reveló a Carlos, como la fiel aliada que había sido siempre, el diagnóstico del médico —depresión aguda— y la decisión de la familia de internarlo en una casa de reposo. Pero ya era demasiado tarde para volverse atrás. Carlos acogió la noticia de su inmediato internamiento con sorprendente dejadez. Se caló las gafas oscuras —aquellas gafas impenetrables de las que sólo en su presencia osaba desprenderse—, manifestó su deseo de abandonar la buhardilla, paseó del brazo de Julia por algunas dependencias de la casa, saludó a la familia, contestó a sus preguntas con frases tranquilizadoras. Sí, se encontraba bien, mucho mejor, lo peor había pasado ya, no tenían por qué preocuparse. Se encerró unos minutos en el baño de sus padres. Julia, a través de la puerta, oyó el clic-clac del armarito metálico, el chasquido de un papel, el goteo del agua de colonia. Al salir le encontró peinado y aseado, y le pareció mucho más apacible y sereno. Le acompañó hasta su cuarto, le ayudó a echarse en la cama y bajó al comedor.
Fue algo después cuando Julia se sintió súbitamente asustada. Recordó la cerradura de la buhardilla arrancada de cuajo por su padre hacía ya unos días, la preocupación de su madre, el gesto significativo del médico al declararse incompetente ante los dolores del alma, el clic-clac del armarito metálico... Un armario blanco y ordenado en el que nunca se le había ocurrido curiosear, el botiquín, el orgullo de su madre, nadie en tan poco espacio podía haber reunido tal cantidad de remedios para afrontar cualquier situación. Subió los escalones de dos en dos, jadeando como un galgo, aterrorizada ante la posibilidad de nombrar lo que no podía tener nombre. Al llegar al dormitorio empujó la puerta, abrió los postigos y se precipitó sobre el lecho. Carlos dormía plácidamente, desprovisto de sus inseparables gafas oscuras, olvidado de tormentos y angustias. Ni todo el sol de la azotea que ahora se filtraba a raudales por la ventana, ni los esfuerzos de Julia por despertarle, consiguieron hacerle mover un músculo. Se sorprendió a sí misma gimiendo, gritando, asomándose a la escalera y voceando los nombres de la familia. Después todo sucedió con inaudita rapidez. La respiración de Carlos fue haciéndose débil, casi imperceptible, su rostro recobró por momentos la belleza reposada y tranquila de otros tiempos, su boca dibujó una media sonrisa beatífica y plácida. Ahora ya no podía negar evidencias: Carlos dormía por primera vez desde que regresara de Brighton, aquel dos de septiembre, la fecha que ella había coloreado de rojo en su calendario.
No tuvo tiempo para lamentarse de su estúpida actuación ni para desear con todas sus fuerzas que el tiempo girase sobre sí mismo, que todavía fuera agosto y que ella, sentada en el alero del tejado, esperase ansiosamente, junto a un montón de cuartillas, la llegada de su hermano. Pero cerró los ojos e intentó convencerse de que era aun pequeña, una niña que durante el día jugaba a las muñecas y coleccionaba cromos, y que, a veces, por las noches, sufría tremendas pesadillas. «Soy la dueña del sueño», se dijo. «Es sólo un sueño.» Pero cuando abrió los ojos no se sintió capaz de continuar con el engaño. Aquella terrible pesadilla no era un sueño ni ella poseía poder alguno para rebobinar imágenes, alterar situaciones o lograr tan siquiera que aquel rostro hermoso y apacible recuperase la angustia de la enfermedad. De nuevo la sombra de una sábana agitada por el viento se señoreó unos instantes de la habitación. Julia volvió la mirada hacia su hermano. Por primera vez en la vida comprendía lo que era la muerte. Inexplicable, inaprehensible, oculta tras una apariencia de fingido descanso. Veía a la Muerte, lo que tiene la muerte de horror y de destrucción, de putrefacción y abismo. Porque ya no era Carlos quien yacía en el lecho sino Ella, la gran ladrona, burdamente disfrazada con rasgos ajenos, riéndose a carcajadas tras aquellos párpados enrojecidos e hinchados, mostrando a todos el engaño de la vida, proclamando su oscuro reino, su caprichosa voluntad, sus inquebrantables y crueles designios. Se restregó los ojos y miró a su padre. Era su padre. Aquel hombre sentado en la cabecera de la cama era su padre. Pero había algo enormemente desagradable en sus facciones. Como si una calavera hubiese sido maquillada con chorros de cera, empolvada e iluminada con pinturas de teatro. «Un payaso», pensó, «un clown de la peor especie...» Se asió del brazo de su madre y una repugnancia súbita la obligó a apartarse. ¿Por qué de repente tenía la piel tan pálida, el tacto tan viscoso? Salió corriendo a la azotea y se apoyó en la balaustrada. —El ángulo —gimió—. Dios mío... ¡he descubierto el ángulo!
Y fue entonces cuando notó que Marta estaba junto a ella, con uno de sus muñecos en los brazos y un caramelo mordisqueado entre sus dedos. Marta seguía siendo una criatura preciosa. «A ti, Marta», pensó, «a ti todavía puedo mirarte.» Y aunque la frase le golpeó el cerebro con otra voz, con otra entonación, con el recuerdo de un ser querido que no podría ya volver a ver en la vida, no fue esto lo que más la sobresaltó ni lo que le hizo echarse a tierra y golpear las baldosas con los puños. Había visto a Marta, la mirada expectante de Marta, y en el fondo de sus ojos oscuros, la súbita comprensión de que a ella, Julia, le estaba ocurriendo algo.


jueves, 6 de octubre de 2022

He andado muchos caminos. Antonio Machado.

 

He andado muchos caminos,
he abierto muchas veredas;
he navegado en cien mares,
y atracado en cien riberas.
En todas partes he visto
caravanas de tristeza,
soberbios y melancólicos
borrachos de sombra negra,
y pedantones al paño
que miran, callan, y piensan
que saben, porque no beben
el vino de las tabernas.
Mala gente que camina
y va apestando la tierra...
Y en todas partes he visto
gentes que danzan o juegan,
cuando pueden, y laboran
sus cuatro palmos de tierra.
Nunca, si llegan a un sitio,
preguntan a dónde llegan.
Cuando caminan, cabalgan
a lomos de mula vieja,
y no conocen la prisa
ni aun en los días de fiesta.
Donde hay vino, beben vino;
donde no hay vino, agua fresca.
Son buenas gentes que viven,
laboran, pasan y sueñan,
y en un día como tantos,
descansan bajo la tierra.

 


Soledades, galerías y otros poemas, 1899 - 1907.

martes, 4 de octubre de 2022

Mestiza. Miguelángel Flores.

Era normal que aquel hecho atrajera tanta curiosidad. La gente recorría los pasillos del hospital y se colaba en la habitación al menor descuido del personal sanitario. Algunos le llevaban regalos translúcidos, globos, peceras y alas de mariposa, creyendo que era lo propio para ella. Y es que Rosalía había nacido casi transparente. Al darle el pecho podía distinguirse el contorno de la niña y de forma difusa a través de ella el seno del que se amamantaba, el vientre, a la madre entera. Entera y feliz. Mientras el padre permanecía de pie, risueño junto a la ventana. Sin que nadie se percatara de su presencia; nadie porque era el hombre invisible.

lunes, 3 de octubre de 2022

En un lugar de La Mancha. José Emilio Pacheco.

Lo cual me recuerda —dijo un tercero— la historia de aquel porquerizo en un lugar de La Mancha. Había aprendido a leer y mitigaba el tedio de la aldea repasando viejas novelas. A fuerza de rehacer en la imaginación sueños ajenos acabó por creerse un caballero andante que iba de un lado a otro de la España corrompida por el oro de Indias.
El porquerizo escribió su delirio como pudo. Había conocido gracias a su trabajo a un recolector de provisiones para la Armada Invencible. Al saber que Cervantes se hallaba preso, le regaló su manuscrito. Si lo encontraba digno de la imprenta quizá al dejar la cárcel podría comer gracias al libro. Sentía afecto por el viejo que en años lejanos había intentado ser poeta, novelista, dramaturgo. Cervantes entretuvo las horas de su prisión reescribiendo los papeles de su amigo. Sancho Panza murió en 1599, sin recordar su obra ni al prisionero. Siete años después Cervantes publicó al fin la novela. Noble y honrado como era, la atribuyó a un inexistente historiador árabe, Cide Hamete Benengeli, y dio el nombre de Sancho al escudero del Quijote.

 

domingo, 2 de octubre de 2022

Notas de la Huacha Loca. Lilian Elphick.

1965


Mi mamá está muerta. Me ha dejado sus terrenos y su casa. Ayer, buscando en su ropero un vestido alegre para amortajarla, encontré estas notas adentro de una caja de zapatos. Ahora las tengo en mi bolso. Son algunas hojas arrancadas de un cuaderno. Amarillentas, escritas con lápiz a mina.
El entierro es corto. Espero que toda la gente se vaya. Quedo sola. Sola frente a dos tumbas. Madre y abuela.
Me llega un piedrazo en la frente. A pesar del dolor, saco las notas del bolso y leo en voz alta:


1 de enero 1940
Soy huérfana. No tengo padre ni madre ni perro que me ladre. En el Hogar me dicen la Huacha Loca. Nací en los terrenos de la Olga.
Estoy enamorada y estoy muerta. No por huacha ni por loca. Sólo me muero de amor por otro huérfano. Él no me quiere. Me mira con sus ojos negros. Sólo me mira todo el día, así de reojo, así de ladito. Huérfano de porquería. Ya quisiera yo atrincarlo por ahí donde los ojos de las cuidadoras desaparecen. Ya quisiera yo montarme arriba de él y gritarle: Mírame bien. Mírame como mira un huérfano.


2 de enero
Soy morena de ojos muy grandes. Nací en los terrenos de la Olga, mi mamita. Dios la tenga en su santa gloria. Alguien me dijo que yo sería igual a ella. Alguien me dijo que iba a tener la profesión más antigua del mundo. La de la Olga.
Tengo carné de identidad. Pronto tendré que trabajar.


3 de enero
Mis caderas son anchas, prepotentes. El huérfano que amo, día a día, se coloca una máscara de papel encolado que hizo en el taller, y vaga por el patio cantando canciones de guerras y de muertes. Él no quiere saber nada del amor.
Sus canciones de muertes me matan.
Resucito porque le robo su máscara y me la pongo.
Resucito porque yo sé que él se da cuenta y no dice nada.


4 de enero
Soy una huérfana de piel dolida. Los terrenos de la Olga eran lindos. En la casa había flores, mesas cubiertas con cuadrillé rojo. Cada pieza tenía una cama, una cantora y una palangana con agua. En cada patio había un caqui.
Dicen que cuando la Olga me tuvo, rió por harto rato.
Dicen que yo le traje felicidad.
Dicen que yo había venido de milagro. Un primero de enero.
Me han dicho que de su casa ya no queda ni el radier.


5 de enero
Pechos pequeños, pezones grandes, granulados. Eso fue lo que la orfandad me regaló. Él deja que me ponga su máscara porque también está muerto: sus ojos negros, su pelo muy corto, las piernas largas, el olor de sus sobacos, las ganas anidándose en sus manos. Ahí está su muerte.
Lo miro demasiado. Que no sea arrastrada me dicen. Que no lo mire más, que lo olvide.
Que no tenga memoria, que no escriba. Que no rece por la tarde ángel de la guarda dulce compañía no me desampares ni de noche ni de día…
Que la corte.
Que no sea loca.
El Hogar es puro olvido. Pero él me mira a través de su máscara. El arrastrado.
La esperanza es como otra huacha.


6 de enero
Uso el pelo amarrado en cola de caballo, sin chasquilla. Así las liendres no me tapan la vista.
La Olga está enterrada en sus terrenos. Quiso un funeral sencillo. Un cajón de pino. Una sola corona de claveles amarillos.
Todo se hizo según su deseo. Ya no la recuerdan los viejos que la lloraron, los que la bajaron al hoyo, los que le tiraron puñados de tierra para esconder sus propias vergüenzas.
Después del funeral, las mujeres y los niños de los otros terrenos, me apedrearon por ser hija de la finada. Nada más que por eso.
La cicatriz que cruza mi frente confirma el odio que le tenían a la cabrona. También confirma el miedo, las ganas, la calentura de aquéllas.
Prefirieron olvidarse rápidamente de la niña que en el funeral no usó zapatos de charol ni lazos en el pelo. Según deseo de su madre.
Prefirieron olvidarse de la venérea, de esos cuerpos que trabajaron para la Olga. Por temor al contagio.
Que fuera loba, me dijo mi mamita en secreto. Que fuera brava. Que me alejara de la casa para volver, años después, a reconstruirla. Y que no llorara.
Me dijo eso antes de irse sonriendo.
Después me sacaron de su pieza junto con todas sus otras cosas.
Yo lloro por dentro para que ella no se dé cuenta y no me venga a penar.


7 de enero
Tengo piernas trabajadas; podré caminar sin cansarme. Faltan tres días para que me vaya de aquí. Sé perfectamente dónde debo ir.
El huérfano que amo ya sabe de mi partida. Y sabe que quedará más huérfano aún. Sin nacimiento.
Mi maleta está repleta de mi amor por él, de mi deseo. Y del suyo.
De pronto, tocan a la puerta. Mis notas quedan arriba de la cama. Cuando abro llevo el lápiz en la mano.
Te voy a hacer retiritas, dice el huérfano enmascarado.
Le pido que se saque la máscara. La tira arriba de la cama, al lado del cuaderno.
Sus ojos son negros. Ahora lo sé.
Desnudos. En su pecho escribo: Estos huérfanos se aman locamente. Entierro el lápiz más de lo necesario. Aprieta los dientes. No se queja. Con mi lengua recorro el camino de sangre.
Nos besamos. Nos manoseamos. Me pongo en cuatro patas y cierro los ojos.
Cuando se va, la máscara aún sigue al lado del cuaderno.


8 de enero
Estoy en cama. Estoy desnuda. Toco mi cuerpo como el huérfano lo tocó. Y no tengo vergüenza de la sangre seca en las sábanas.
Cuando visite la tumba de la Olga, leeré esto en voz alta. Después levantaré la casa tal cual era antes. Y los clientes llegarán sin que los llame. Nuevos, sin lastimaduras que los hagan sentirse cobardes. No faltará quién me ayude.


9 de enero
Soy huérfana. No me cansaré nunca de decirlo. No por dolor, sino por orgullo.
Le he preguntado a él si cree en el amor. No ha respondido. Me ha dado la espalda para continuar regando las plantas, para continuar cantando canciones de guerras y de muertes.
Su silencio me dice que no puedo escapar de mi destino.


10 de enero
Pinto mis labios de color rojo furioso. Me voy del Hogar. Seguiré siendo huérfana hasta que me entierren al lado de la Olga. Hasta que nuestras historias se junten.
Llevo una maleta y una máscara.
En el momento en que abro la gran reja de fierro, él me detiene. Abre su camisa y me muestra las palabras cicatrizadas. Sus ojos negros me dicen que me vaya y no mire para atrás.
Y así lo hago. La hija de esos huérfanos va conmigo.

El otro afuera, 2002.

sábado, 1 de octubre de 2022

Premonición. Miguel Ángel Hernández.

El avión se estrelló con ciento quince pasajeros a bordo. Cuando vio la noticia en la tele suspiró aliviado. La noche anterior algo le había dicho que no debía subirse a aquel avión. La noche siguiente ese mismo algo se presentó en su habitación. Lo acompañaban ciento catorce. Y habían llegado para quedarse.