Afuera llueve y él no tiene ganas de volver a mojarse. Antes, hace
unas horas, anduvo caminando sin rumbo por el centro; en el Mermoz
comió una pizza con anchoas, leyendo el diario. Luego, volvió a
caminar, miró su reloj y apuró el paso. San Antonio 3 y tantos, un
callejón sin salida, el hueco recto entre dos edificios, donde se
asoman tuberías y chimeneas como las tripas de un gato atropellado,
y los ruidos de los autos se confunden con otros, extractores de
aire, zumbidos de alta tensión que cargan la noche. Una luz
amarillenta y espasmódica, una puerta sola con un nuevo letrero:
Maggie’s. Subió la escalera estrecha, apenas iluminada.
Subió acostumbrado al crujido de la madera debajo del forrado
plástico y echó de menos una gran fotografía que tapizaba la pared
en pendiente, una fotografía de Toño Ruiz en el piano, él mismo y
Maggie en primer plano, cantando. Antes de entrar, se pasó la mano
por la cabeza.
Ha visto entero el
show de esta noche desde su mesa preferida, lejos del escenario y
cerca de una ventana que a veces abre para poder respirar aire fresco
y mirar las canaletas con su repiqueteo de agua sucia. Es tarde, pero
no le importa. Esperará hasta el final.
Ella termina de
cantar, la cabeza echada hacia atrás, las dos manos sujetando el
micrófono, su garganta aún vibrando con los últimos compases de
Summertime, que abarcan el espacio denso de humo, finalizando
con lágrimas y sudor en una perfecta representación. Se da vuelta
hacia el público. Aplausos.
La gente se retira
de a poco, cansada y satisfecha. El muchacho de turno comienza a
limpiar y levantar sillas.
Voz de agua
torrentosa, piensa él mirando a Maggie Alcázar, la monumental del
jazz santiaguino, con el vestido ajustado a su cuerpo, rebosante de
caderas drapeadas, sus lentejuelas oscilando en el vaivén del tajo
que descubre su pierna en rombos que se agrandan hacia arriba y se
achican al llegar a su pie de taco alto.
Un foco la parte por
la mitad, la debilita, y él adivina su maquillaje disuelto, aunque
en la oscuridad la huela a mujer bravía. Se levanta para aplaudirla.
Solo en el local,
aplaude, sintiéndose nervioso por esa humedad de Maggie Alcázar,
por ese pañuelo entrando y saliendo entre los pechos.
Ella lo mira desde
un rincón.
-Ya, córtala,
Miguel –le dice con fastidio.
Él interrumpe su
enojo chasqueando la lengua.
-No me desprecies,
Maggie. Vine a hacer las paces.
-De qué paces me
hablas. No quiero repetirte otra vez lo que tú bien sabes. ¡Ándate!
Estoy agotada.
Él hace un gesto
leve. Pide un minuto. Maggie Alcázar, finalmente, se sienta en su
mesa.
-¿Quieres? –él
le ofrece gin de su propio vaso.
-¿Por qué no te
vas?, apestas a trago –dice ella.
Él quiere tomar su
mano, pero se encandila con el parpadeo de los anillos incrustados en
los dedos gordos. Los anillos que le regaló hace unos años, cuando
trabajaban juntos y les iba bien. Prefiere mirar su boca para decirle
Maggie, cásate conmigo, Maggié, vámonos a Buenos Aires, Maggie, te
quiero.
No puede, la boca
pintada se abre de a poco, los dientes se insinúan. Intenta hacerla
callar, le gustaría amordazarla, apretar el pescuezo ancho para que
no diga nada. En el momento que la escucha decir “ándate, eres un
fracasado, déjame tranquila”, y se levanta poderosa, destellando
baratijas, él ya sabe que le queda sólo una cosa por hacer.
Antes de que Maggie
Alcázar avance por el corredor, le grita: -Me voy, pero con una
condición.
Ella se pierde
lentamente, tijereteada por las sombras y por los malos augurios. Él
se queda donde mismo, mascando toda su rabia. Bebe de un golpe el
resto de trago y siente frío. La busca, pero ya no hay nada más que
un pasillo de alfombra desgastada.
Alguien que no
reconoce intenta tomarlo del brazo; falta usted, le dice, siente la
fuerza presionándolo, un tironeo, hasta que oye la voz imperiosa de
Maggie Alcázar. –Déjalo, Ortiz, no lo molestes, se va ir luego.
El muchacho,
encogiéndose de hombros, se marcha.
-Maggie, -grita él
nuevamente, parado arriba de la silla –oye, cántame algo y me voy.
En el baño, ella se
arregla el pelo, de su bolso saca una cajita. Acerca la punta de su
uña a su nariz. Aspira.
Maggie Alcázar
canta a capella Dream a little dream of me. Enérgica desliza
las palabras, arrastra los agudos en una lentitud maravillosa, alarga
pausas, saliéndose de la melodía, continuando libre, sin pensar en
nada. Pero la voz se quiebra, desafina. Él se ríe, tocando un saxo
imaginario. Ella continúa cantando hasta que él dice: -¡Más
fuerte, no te escucho, dónde está la fuerza! Ahí entonces,
suplica: -Ándate, Miguel.
-Gorda maldita,
todavía te haces de rogar; vámonos a la cama, ¿ya?
-¡Basta! – se
levanta ella, incontrolable.
Una cachetada veloz
hiere su mejilla. Las uñas largas y rojas le han dejado una huella
que él olvida luego.
De una sola patada
hace volar la mesita por los aires. Trastabillando en medio de los
vidrios rotos, la amenaza: -Sigue cantando, gordita.
Maggie Alcázar
retrocede, trata de defenderse cuando él la tumba en el suelo.
-A ver, canta, ¿cómo
es?, dream a little dream, la la la, ¿no querías cantar?,
¿no querías ser cantante?, ¿quién te enseñó a cantar en
inglés?, ¿por qué no dejas de comer, ah? ¡Hasta cuando comes,
gordita! –
Ella se asfixia
mientras él, montado arriba de sus brillos, le retuerce el cuello y
a la vez la besa, remeciéndola, pellizcándola entera, hasta
descubrir que sus ojos egipcios se han ido hacia un costado y lloran.
En el marco de la
puerta, él se detiene. Maggie Alcázar se tapa la cara, ovillada en
el entarimado.
Sin saber dónde ir,
el saxofonista, baja la escalera. Se aleja calle arriba, pisando la
basura arremolinada en las esquinas. Una lluvia molesta le aguijonea
la cara. Busca algún local abierto donde terminar la noche, pero
está solo en pleno centro, casi todos los cafés y bares ya han
cerrado. Silba algo. De pronto siente que lo llaman. No se da vuelta.
Enfila por Irene Morales. Puede que Il Sucesso esté abierto.
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