Entonces vi que
ese pájaro, como es costumbre en ellos, estaba posado en su rama,
rígido, como de piedra, mirando allá, muy al fondo, donde el cielo
se extravía en la distancia. Y de pronto salió disparado como una
flecha en dirección a aquello que le afilaba los ojos, y lo hizo con
tal decisión y premura como si hubiera descubierto lo imposible,
algo así como el origen del tiempo o de la luz.
No
llegó lejos. Como de la nada surgió un halcón y de una sola
punzada le comió la vida, el vuelo y la sombra.
La
inusual escena me llevó a pensar que a ese halcón lo había enviado
Dios, perturbado o acaso temeroso de que ese pájaro, que no era un
pájaro cualquiera sino un mirlo hablador, se atreviera a contar lo
que había visto allá, muy al fondo, donde el cielo se extravía.
Si
yo hubiera sido Dios, habría hecho lo mismo.
Si
yo hubiera sido el mirlo, también habría hecho lo mismo.
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