La luz del amanecer entraba sesgada a
través de los toldos verdeazules creando en la sala un efecto de
cueva submarina. Un reloj marcaba los minutos y, con cada clac, las
dos personas que ocupaban el cuarto miraban en derredor, como
sorprendidos, para perder de nuevo la vista en los sedantes paisajes
que adornaban las paredes.
Ambos
llevaban la bata azul claro de las instituciones hospitalarias
europeas; ambos tenían la piel oscura, él más que ella; ambos
sufrían obviamente de una tensión casi insoportable que los hacía
removerse en la silla de plástico y girarse hacia la puerta cada vez
que el silencio era interrumpido por un mínimo ruido.
El
hombre -joven, alto, musculoso- se puso en pie con un suspiro y dio
unos pasos hasta los ventanales que miraban al jardín. Ella lo
siguió con la vista, sin hablar, y lanzó la mirada hacia afuera,
hacia el césped verde y húmedo, salpicado de flores, hacia las
palmeras que se balanceaban suavemente en la brisa que venía del
mar. Le habría gustado estar ahí, poder posar los pies descalzos
sobre la hierba, caminar hasta la playa, sentir las olas cachetearle
las piernas cubriéndolas de carne de gallina.
Se
preguntó si, después de lo que iban a hacer con ella, podría
volver a sentir el sol en su piel, el agua en su pelo. Tendría que
preguntárselo al doctor Mendoza, que le diría que sí, seguro,
había limitaciones por supuesto, ella lo sabía, pero no iba a
perder tanto como ella misma se figuraba, no era tan trágico al fin
y al cabo, existían leyes que regulaban sus prestaciones y en Europa
la ley se tomaba muy en serio.
Todo
en Europa se tomaba muy en serio, particularmente el euro, el rey y
dios del viejo mundo. Y del nuevo. Y de todos los mundos posibles.
Eso
era lo que la había llevado allí. Lo que los había llevado allí,
se corrigió, mirando de reojo al hombre que compartía su espera.
Era guapo, de piel oscura y rasgos casi occidentales, con la nariz
estrecha y recta y los pómulos altos; caminaba erguido como una
lanza y era tan alto que ella tenía que echar la cabeza para atrás
para verle el pelo, que le llegaba hasta los hombros, peinado en
centenares de pequeñas trenzas. Se preguntó de qué país sería,
sabiendo que en la base no importaba. Vendría, como ella, de uno de
los muchos países africanos en vías de extinción. Su familia, como
la de ella, habría llegado al límite absoluto de la miseria y él
habría llegado también a la conclusión de que lo único que podría
darles una oportunidad de seguir con vida era la de vender lo poco
que poseían, lo que aún tenía valor en el mercado europeo, si uno
era lo bastante joven, lo bastante guapo y lo bastante sano como para
que alguno de los muchos millonarios de Europa quisiera comprarlo. Y,
sobre todo, si, por un capricho del destino, tus engramas cerebrales
se ajustaban al diseño de los engramas del otro; algo casi milagroso
que, sin embargo, sucedía de vez en cuando, como le había ocurrido
a ella, como le tenía que haber ocurrido también a él, si estaba
allí ahora, con la bata azul y la mirada perdida en el horizonte del
mar.
Cuando
la aceptaron en el programa eran más de setecientas muchachas, entre
africanas y asiáticas. Al cabo de un mes, su número se había
reducido a cincuenta. Ahora, después de cuatro meses de pruebas y
análisis, sólo quedaban ella y Yasmina, la chica marroquí con la
que compartía la habitación a la que habían sido trasladadas
cuando decidieron poner en lista de espera a Yoyo y a Adita. Y el día
anterior, el doctor Mendoza le había pedido que se presentara en
ayunas a primera hora y la había informado de que posiblemente hoy
se llevaría a cabo la operación definitiva. Si tenía éxito, su
familia, que ya había recibido mil euros cuando fue aceptada para el
proyecto, recibiría la vertiginosa cantidad de diez mil euros y
nunca más tendría que preocuparse de sobrevivir en Etiopía.
Se
pasó la mano por la frente, que se le había puesto húmeda, y
suspiró. Le habría gustado poder mirarse al espejo y recordad como
era su rostro el día final, pero en toda la clínica no había ni
espejos ni superficies reflectantes. Hacía medio año que no se
había visto a sí misma y, si en el mundo exterior habría podido
juzgar su aspecto por la reacción de los demás frente a ella, aquí
era imposible. Los médicos la trataban amablemente, pero como si
fuera una pieza de equipo sofisticado y no un ser humano. Los otros
participantes en el proyecto apenas reaccionaban; todos estaban
demasiado ocupados con sus propios terrores, con el trabajo agotador
de hacerse conscientes de lo que habían decidido hacer y de lo que
estaba a punto de pasarles. Sólo con Yasmina, últimamente, había
llegado a una intimidad que les permitía describirse la una a la
otra diciéndose cosas como «hoy te brilla más el pelo» o «tienes
los ojos preciosos» o «esta mañana has amanecido guapísima». No
siempre era del todo cierto, pero se habían habituado a saber cuándo
la otra necesitaba una palabra amble y ambas sabían que no importaba
que no fuera siempre la verdad.
Iba
a echar mucho de menos a Yasmina cuando saliera del complejo
hospitalario. A su familia hacía ya tiempo que no la echaba
realmente de menos porque, desde el mismo día en que se marchó,
había empezado conscientemente a olvidar. Sabía que no regresaría,
como lo sabían todos ellos: sus padres, su abuela, sus siete
hermanos... Para todos los efectos ella había muerto el día de su
ingreso en el Sanatorio Punta Azul
Se
abrió la puerta con suavidad y una mano enguantada empezó a hacerle
señas al muchacho, que se apartó de los ventanales con un espasmo.
Vio su frente perlada de sudor y, sin saber por qué, se levantó de
la silla, clavó sus ojos en los de él -amarillos, dilatados- y le
estrechó las manos tratando de pasarle su fuerza. Antes de salir de
la habitación, seguido por la mirada de ella, el muchacho se giró y
se abrazó a ella durante unos segundos, como un hermano. Ella tuvo
apenas tiempo de hacerle en la frente la señal de la cruz -podía no
ser cristiano, pero eso no importaba-, antes de que la enfermera se
lo llevara a enfrentarse con lo desconocido.
Tres
minutos después, cuando le llegó el turno a ella, no había nadie a
quien poderse abrazar, nadie que la bendijera en su partida.
En
el despacho del doctor Mendoza -ambiente mediterráneo, amplios
ventanales sobre el mar, flores frescas en el escritorio- el monitor
se apagó con un susurro y quedó en punto muerto. Hubo unos largos
segundos de silencio. Luego, con una sonrisa, Mendoza se giró hacia
sus clientes:
-Y
bien, señor Peyró, señora Saladriga, ¿qué me dicen?¿No son
perfectos?
-La
muchacha es preciosa -dijo el hombre, después de un carraspeo- .
Etíope, ¿no?
-No
debería decírselo -siguió sonriendo Mendoza-, pero sí. Etíope.
De donde vienen algunas de las mujeres más bellas del planeta.
-¿Y
él? -preguntó la mujer-. Ya que estamos... -lanzó una mirada hacia
su marido.
-Él
es de Malí.
-¿No
es muy... negro? -preguntó el señor Peyró, consciente de lo poco
políticamente correcto de su pregunta.
-Sus
rasgos son occidentales, si se ha fijado. Si el color de su piel le
parece un problema, podemos arreglarlo más tarde, cuando se haya
realizado la transferencia.
-¿Tú
qué dices? -preguntó Peyró a su esposa.
-Yo
lo encuentro atractivo, a pesar del color.
-Y
hay que tener en cuenta que su configuración cerebral es perfecta.
Han tenido ustedes mucha suerte. Estéticamente son irreprochables y
además son, ya lo he dicho, perfectos. No podríamos desear nada
mejor.
-¿Saben
lo que les va a pasar? -preguntó la mujer.
-Han
sido debidamente informados y han firmado todos los documentos
necesarios. Ahora la decisión es de ustedes.
-¿Y
si no nos decidimos?
-Se
quedarán aquí hasta que encontremos otros clientes idóneos, pero,
permítanme decirles, es casi imposible encontrar un grado de ajuste
tan alto como el suyo. En cualquier caso, antes o después, serán
adjudicados.
El
doctor Mendoza se puso en pie:
-Quizá
sea mejor que les deje solos unos momentos. Ustedes querrán hablar
un poco, antes de tomar la decisión definitiva.
-No,
doctor, no se vaya. Ya hemos hablado todo lo necesario -dijo el
hombre mirando a su mujer, que apartó rápidamente la vista.
-Entonces,
quizá tengan aún alguna pregunta -Mendoza volvió a ocupar su
puesto tras el escritorio.
-A
ver si lo he entendido todo -continuó el señor Peyró-. A partir de
mañana mi mujer y yo tendremos pleno dominio del cuerpo de esos dos
africanos...
-Unos
cuerpos jóvenes, sanos y bellos -intercaló Mendoza.
-Durante
veinte a veintidós horas diarias -continuó el cliente-. Mientras
nosotros dormimos, ellos podrán, por así decirlo, vivir su vida,
sin que nosotros tengamos acceso a lo que hacen, ni recuerdo de sus
actividades.
Mientras
el marido hablaba, la señora retorcía la cadena dorada de su bolso
de marca, y se iba poniendo visiblemente nerviosa.
-Nosotros
podremos hacer nuestra vida normal y conservaremos todas nuestras
habilidades y recuerdos.
-Por
supuesto, señor Peyró. Aunque, claro está, necesitarán un periodo
de adaptación a la nueva... herramienta, por así decirlo.
-¿Y
cómo sabemos que ellos no se despertarán de golpe en medio de
nuestra vida cotidiana?- preguntó la mujer.
Todas
las preguntas, hasta el momento, habían sido contestadas decenas de
veces en las muchas entrevistas que los Peyró habían celebrado con
el doctor Mendoza, pero la paciencia era una de sus virtudes más
desarrolladas y una de sus más útiles herramientas profesionales,
de modo que el médico volvió a sonreír; una sonrisa
tranquilizadora, paternal.
-Eso
es de todo punto imposible, señora. Ustedes tomarán puntualmente
los fármacos necesarios para que la personalidad de su anfitrión
sea correctamente reprimida durante su tiempo de vigilia. Luego,
durante su descanso cerebral, normalmente durante la noche, ellos se
despertarán y serán ellos mismos de dos a cuatro horas.
Transcurrido ese plazo, la personalidad de ellos volverá a
difuminarse y ustedes despertarán descansados y renovados para el
día siguiente.
-¿Y
si durante esas horas han hecho algo agotador o se han herido?
-Los
fármacos que ustedes toman en sus horas de vigilia los mantienen a
ellos en un estado de equilibrio mental satisfactorio. Les aseguro
que no van a hacer nada peligroso, aunque por supuesto cabe dentro de
lo posible que se den un golpe contra un mueble o que cojan frío en
el jardín y a la mañana siguiente amanezcan ligeramente resfriados.
Pero para evitar esos pequeños contratiempos,siempre pueden
contratar a un guardaespaldas que vigile su actuación y evite
cualquier tipo de despropósito. Ustedes tienen personal de seguridad
en cualquier caso, ¿no es cierto?
Los
dos asintieron con la cabeza. Hubo otro largo silencio que a Mendoza,
a pesar de los años de hábito, se le hizo eterno.
-Me
hace mal efecto -dijo la mujer-. Es prácticamente quedarnos con su
vida.
Mendoza
rió suavemente, como invitándolos a compartir su buen humor.
-Lo
comprendo, señora Saladriga, lo comprendo. Es usted una mujer
sensible. Pero no tiene que preocuparse por ello. De hecho, se trata
prácticamente de un acto de caridad. Sin ustedes, esos jóvenes no
tendrían ninguna posibilidad. Por no hablar de sus familias. Y así,
con el dinero que ustedes les ceden, sus padres y hermanos podrán
sobrevivir, estudiar, labrarse un porvenir. Y todo ello honradamente.
-Unos
euros por una vida humana -susurró la mujer.
-Podemos
permitírnoslo, Anna -dijo el marido, poniendo su mano sobre el brazo
de ella.
Anna
lo miró. Llevaban cincuenta años casados. Conocía su cuerpo y su
mente tan bien como se conocía a sí misma y sabía que detrás de
esa fachada de hombre viejo, calvo, con papada, barriga y bolsas bajo
los ojos, estaba el mismo muchacho con el que se había casado tantos
años atrás en la iglesia de Ripoll: ambicioso, trabajador, amante
de su familia. Ella también era igual que entonces, por dentro,
cuando no se miraba al espejo y se daba cuenta de lo que los años
habían hecho con su cuerpo.
Al
día siguiente, si se decidían a dar el paso, su espíritu se habría
trasladado a una carne joven y firme. Podrían volver a bailar, a
navegar, a hacer el amor en el inmenso dormitorio del chalet de la
costa. Él podría disfrutar del cuerpo de la muchacha etíope y ella
volvería a abrazar a un hombre joven y duro, a su marido de siempre
envuelto en la carne del muchacho de Mali. Siempre que consiguiera
superar los remordimientos y la sensación de estar cometiendo un
adulterio con su propio esposo.
Suspiró
y apretó la mano de Tófol.
-¿Qué?-preguntó
él-. ¿Qué dices?
-Lo
que tú quieras -contestó, bajando la vista.
-¿Nos
atrevemos?
Hubo
una pequeña pausa.
-Sí-
dijo por fin, sonriéndole a su marido con los ojos y apretando su
mano.
Mendoza
soltó suavemente el aire que llevaba conteniendo un par de minutos y
les sonrió como un patriarca bíblico:
-Han
tomado ustedes la decisión correcta. Hagan el favor de firmar aquí
-dijo, ofreciéndoles una carpeta de piel de color burdeos.
Anna
Saladriga terminó de arreglarse en su dormitorio y, antes de bajar a
reunirse con sus invitados, dedicó unos segundos a contemplar su
imagen en el espejo del vestidor. Estaba radiante. Bellísima. Como
nunca en su vida. No había por qué engañarse; en su antiguo cuerpo
no había estado tan hermosa ni a los quince años, el día de su
puesta de largo. Pero entonces había sido una muchacha gordita,
pechugona, demasiado grande, algo torpe de movimientos, que se pasaba
la vida tratando de disimular su cara de luna y sonreía poco para
que no se viera que sus dientes de delante estaban algo separados.
Sin
embargo ahora, con el nuevo vestido de Valentino, una fantasía de
gasa y encajes en color marfil que prestaba un suave brillo a su piel
morena, y el collar de perlas auténticas de tres vueltas, estaba
arrebatadora. Y lo mejor de todo era que por dentro seguía siendo
ella, la misma de siempre; sólo que con veinte años y un cuerpo y
un rostro de modelo de alta costura.
Suspiró
de felicidad y, antes de bajar definitivamente, se acercó a la
ventana a espiar entre los visillos. El jardín, decorado como para
una boda, iba llenándose de invitados elegantemente vestidos que
conversaban entre risas y tintineos de cristal. La mejor sociedad de
Cataluña, completada y enriquecida por la élite industrial europea,
reunida en su casa para asistir al milagro en el que ellos, como
tantas otras veces en tantos otros campos, habían sido pioneros. Y
entre todos ellos, destacándose por su altura y su paso elástico,
estaba él: Tófol, su marido, el hombre no sólo más valiente, más
inteligente, más ambicioso de la reunión, como siempre, sino
también, por primera vez en su vida, el más guapo de la
concurrencia.
Lo
miró durante unos minutos, como hipnotizada, sin poderse creer aún
la suerte que habían tenido al encontrar a la pareja de anfitriones
ideales. Él caminaba de grupo en grupo, saludando, posando la mano
con ligereza en un hombro, en un brazo, palmeando la espalda de un
viejo amigo, sonriendo con su nueva sonrisa blanca, resplandeciente
en su cara oscura, moviendo con soltura sus dos metros de fuertes
músculos en un cuerpo delgado y ágil de corredor, cubierto ahora
por el traje de seda oscura de estilo Mao que resaltaba sus hombros y
lo grácil de su cuello. Pero lo que más la impresionaba, además de
su belleza, era que en todos los gestos, en la forma de inclinar la
cabeza, incluso en algo indefinible que tenía su sonrisa, seguía
siendo él mismo, su marido desde hacía cincuenta años. Del aspecto
original del muchacho ya no quedaba tanto, excepto el color de piel;
Tofol se había cortado el largo cabello recogido en trencitas que
llevaba el africano y el nuevo corte destacaba la limpieza de curvas
de su cráneo, haciendo además sus ojos más grandes.
Ella,
por el contrario, se había quedado con la larga melena rizada de la
chica, un lujo que nunca se había podido permitir anteriormente con
su cabello escaso y quebradizo, y disfrutaba cada vez que movía la
cabeza o se pasaba una mano por la masa sedosa que se extendía por
encima de sus hombros casi hasta la cintura. A Tófol también le
encantaba y las primeras semanas se habían dedicado, como dos
adolescentes, a explorar las posibilidades de sus nuevos cuerpos,
gozando de cada instante, de cada caricia como si fuera la primera de
sus vidas.
Ahora
hacía ya casi dos meses desde que habían salido del Sanatorio y
poco a poco todo comenzaba a ser normal. Los escrúpulos de los
primeros tiempos se iban diluyendo, junto con la sensación
aterradora y excitante de estar cometiendo una transgresión, aunque
de vez en cuando aún volvían como relámpagos ciertos instantes de
pánico o de delicia que los dejaban débiles y temblorosos.
Se
miró una vez más al espejo, admirando el brillo de sus ojos
jóvenes, la firmeza de sus pechos, que ya no necesitaban sujetador,
la curva de sus caderas sin un gramo de grasa superflua y se
maravilló de nuevo; pero esta vez el asombro estaba también en el
hecho de mirar esa figura extraña y reconocerla como propia, con
orgullo de dueña, con la leve preocupación de si las sandalias no
serían quizá demasiado altas y marcarían demasiado los músculos
de las pantorrillas.
—Señora—dijo
Emilia, después de dar unos golpes discretos en la puerta—.
Pregunta el señor que si ya está lista.
—Bajo
volando, Emilia. Dime, ¿estoy bien?
—Está
usted preciosa, señora. La de Ribas se va a morir de envidia cuando
la vea.
Bajaron
riéndose y se separaron al llegar a la planta baja; Emilia en
dirección a la cocina y Anna hacia el jardín.
Tófol
la vio llegar bordeando la piscina y, por un momento, todo lo que
estaba a su alrededor se desdibujó hasta desaparecer en la nada.
Anna seguía caminando como una reina, pero ahora era una reina
joven, la reina más bella del mundo, la reina de África. Y era su
mujer.
En
la periferia de su visión difuminada notaba las miradas de deseo de
los hombres a su paso, las miradas de envidia de las otras mujeres
que aún no sabían que estaban viendo a la dueña de la casa, a Anna
Saladriga, la misma que unos meses atrás era una señora de edad,
robusta y con varices en las piernas.
Se
besaron ante la sorpresa de sus invitados que, solo segundos más
tarde, empezaron a reaccionar, con risas y grititos las señoras, con
gruñidos y palmadas los caballeros.
Un
hombre gordo, con la cara enrojecida y la nariz surcada de venillas
besó la mano de Anna, después de haberle lanzado una mirada casi
obscena y se giró hacia Tòfol, echando la cabeza atrás para
mirarlo a los ojos:
-Estás
desconegut, nano! —dijo en voz estentórea, antes de echarse a reír
con su propio chiste—. Els dos esteu desconeguts!
Tòfol
se rio también y, poniéndole una mano en el codo, lo guio entre los
grupos hasta el bar, donde pidió dos whiskies con agua. Joan
Mercader era uno de los más antiguos amigos del matrimonio y,
cincuenta años atrás, también socio del primer negocio de
construcciones de Tófol Peyró.
—Bueno,
Joan, ahora que ha pasado la primera impresión, ¿qué me dices?
—Que
no me lo puedo creer, noi. Te miro, hablo contigo y sé que debajo de
todo eso —Mercader hizo un gesto general hacia el cuerpo del otro—
está mi viejo amigo Tófol, pero mira que es difícil de aceptar.
¿Cuantos años tienes ahora?
—Los
mismos que tú. Ochenta y dos.
—No,
hombre, tú me entiendes.
—No
nos dan detalles exactos, pero según mi médico, unos veintisiete o
veintiocho.
—¿Y
Anna?
—Quizá
dos o tres menos. —¡Quién los pillara!
—Pues
ahora está a tu alcance —dijo Tófol displicentemente, mientras
seguía con la vista la figura de Anna, que flotaba de un grupo de
señoras a otro, como si fuera una joya que se iban pasando de mano
en mano para apreciarla de cerca—. No me dirás que no te lo puedes
permitir. Tú, precisamente.
—¿Qué
te cuesta?
Mercader
y Peyró habían hablado de dinero toda su vida; por eso, lo que en
otra persona habría sido de mal gusto, en el caso de Mercader era
natural.
—Un
millón por barba.
Mercader
se frotó la nariz con el dedo índice.
—No
parece excesivo.
—Es
una buena inversión, te lo aseguro.
—Y
ellos ¿cuánto se llevan? Quiero decir... los... en fin... no sé
cómo llamarlos.
—Los
anfitriones —ayudó Peyró.
—Eso.
¿Qué ganan ellos?
—Ellos
nada. Pero sus familias reciben medio millón de euros. El resto es
para el Sanatorio. Así que, ya ves, de hecho, además de ser un
negocio para nosotros, es una manera de ayudar al tercer mundo.
Mercader
lo miró con los ojos entrecerrados por encima del borde de su vaso
de whisky:
—No
te hacía yo tan ingenuo, Tófol. ¿No pensarás de verdad que a los
negros del país que sea les dan medio millón?
—Todo
está dentro de la más perfecta legalidad —dijo Tófol, molesto.
—Me
corto el cuello si les llegan más de veinte mil. Y creo que me quedo
largo. ¿Quieres que me entere?
—Haz
lo que te parezca, pero si quieres un consejo, ponte en cola cuanto
antes a ver si aún llegas a tiempo de transferirte a un cuerpo
nuevo. Considerando cómo has tratado al tuyo toda la vida, no tienes
un minuto que perder.
Mercader
volvió a soltar una risotada, apuró el vaso y, con una palmada a
Peyró, se giró hacia una de las mesas del buffet, rebosante de
exquisiteces, eligió un canapé de caviar iraní y preguntó con la
boca llena:
—Y
los hijos ¿qué dicen?
Peyró
sonrió:
—Están
escandalizados. Pero ellos aún son jóvenes, claro.
—Andarán
por los sesenta, ¿no?
—Más
o menos. Tenemos ya bisnietos.
—Imagínate
si les trajerais ahora un hermanito. ¡Cómo se iban a poner!
—Estaríamos
en nuestro derecho —dijo Peyró, muy serio. Lo cierto era que la
posibilidad no se le había pasado por la cabeza. Era increíble lo
rápido que pensaba Mercader.
—Podríais,
¿no? Al fin y al cabo, ahora habéis vuelto a ser jóvenes.
—Claro
que podríamos —contestó Peyró con firmeza, a pesar de que no
tenía la más remota idea de si era realmente posible o si los
cuerpos que habían comprado habían sido esterilizados antes de
realizar la trasferencia. Se hizo una nota mental para consultarlo
cuanto antes con el doctor Mendoza.
—Oye,
dime —Mercader volvió a echarse un canapé a la boca—. ¿Qué
habéis hecho con... bueno... ya me entiendes...? —dejó la
pregunta sin terminar mientras miraba fijamente a su viejo, ahora
joven, amigo.
Peyró
le sostuvo la mirada esperando que acabara la frase.
—Con
los cuerpos de antes, joder. Hay que dártelo todo mascado, noi.
—¡Ah!
Ya. —Hizo una corta pausa—. Han sido incinerados ante notario
después de haber hecho la trasferencia legal. Nos han tenido días
haciéndonos fotos con el nuevo aspecto, autentificando las firmas...
todo lo que te puedas imaginar.
—¿Sabes,
Tófol? Me están entrando ganas de informarme del asunto. Te llamo
el lunes para que me des los datos de ese Sanatorio. Lo mismo la
próxima vez que nos veamos tengo cara de chino —dijo, soltando de
nuevo la carcajada—. Porque me figuro que todos los... ¿cómo los
llamabas?... los anfitriones... serán tercermundistas, claro.
Peyró
se metió un canapé en la boca para no tener que contestar. El tono
que usaba Mercader le resultaba profundamente desagradable.
—Me
temo —continuó el anciano, sin esperar respuesta— que nuestros
hijos van listos si creen que van a heredar pronto porque, cambiando
de cuerpo, podemos durar otros cincuenta años sin exagerar, ¿no?
Peyró
asintió con la cabeza, ya francamente molesto. Esa conversación la
había llevado varias veces con Montse y Quim, sus propios hijos, y
en todas las ocasiones le había dejado un desagradable sabor de boca
el darse cuenta de que, a pesar del cariño y la buena relación que
habían tenido siempre, la idea de que sus padres pudieran vivir
cincuenta años más no les había gustado en absoluto. Que ahora se
lo recordara Mercader le parecía de pésimo gusto.
—Me
vas a perdonar, Joan. Tengo que atender a los belgas; parecen un poco
perdidos.
—Sí,
noi, sí, por mí no te preocupes. Ya sabes que yo, teniendo de comer
y de beber, ya no necesito nada. —Le dio una palmada en la espalda
y se quedó mirando su alta silueta atravesando el jardín en
dirección a poniente, hacia la piscina, donde un pequeño grupo
parecía realmente perdido. Encogiéndose de hombros, se echó otro
canapé a la boca y se quedó pensando cómo sería la sensación de
sentirse dueño de un nuevo cuerpo. Como la de sentarse en un Ferrari
recién estrenado, probablemente. Quizá mejor.
Se
despertó, como siempre, en una penumbra plateada, en un silencio tan
profundo que el mar se oía con claridad sobre el siseo de las hojas
de las palmeras moviéndose en la brisa nocturna. Estiró todos los
músculos y se dio la vuelta en la cama disfrutando de la sensación
de las sábanas de seda en su piel desnuda, una sensación que seguía
resultándole nueva y excitante. Pensó, como otras veces, que
resultaba curioso que un anciano hubiera querido tener de nuevo un
cuerpo joven, para dormir solo noche tras noche, sin una mujer al
alcance de su deseo; pero la cama siempre estaba vacía cuando
él
despertaba. Si había una mujer en la casa, debía de dormir en otra
habitación, quizá precisamente para que él no la encontrara al
despertar.
Se
levantó sigilosamente y caminó hasta el mueble donde había un
calendario. Veinte pasos dentro de la misma habitación pisando una
alfombra de seda que alguna muchacha árabe habría tardado cinco o
seis años en anudar. Comprobó que la fecha era la del día
siguiente y eso, como todas las noches, le tranquilizó. De alguna
manera, a pesar de las explicaciones del doctor Mendoza, seguía
teniendo miedo de que su despertar empezara a tener huecos, que no se
produjera noche tras noche como le habían asegurado. En sus
pesadillas se veía mirando fijamente el calendario de donde habían
desaparecido semanas y hasta meses en los que no había sido
consciente de su existencia. Suspiró de alivio, se envolvió en una
bata que podría haber sido propiedad de un rey y, bajando las
amplias escaleras, llegó al salón que daba al jardín. No tenía
hambre, ni sed, ni sentía ningún tipo de cansancio.
Recorrió
despacio la enorme estancia cogiendo y dejando en su sitio varios de
los objetos que adornaban las mesas y las estanterías, piezas
indudablemente valiosas que para él no significaban nada.
Se
quedó un rato plantado delante del gran espejo que ocupaba una de
las paredes, mirando su reflejo, reconociéndose, saludándose a sí
mismo, embriagado en la contemplación de la prueba fehaciente de su
existencia, perdido en una costumbre que iba convirtiéndose en uno
más de los ritos de su soledad nocturna, de su vida solitaria y
silenciosa.
La
luz de la luna entraba como mercurio helado por los grandes
ventanales convirtiendo el mundo en una fotografía en blanco y
negro, convirtiéndolo a él en una sombra entre sombras, en un
negativo sin revelar, en una mera posibilidad de existencia que nunca
se realizaría.
Se
arrancó de su contemplación, subió las escaleras de dos en dos,
entró en el vestidor, abrió el armario y se puso unos pantalones y
una camisa, prendas de calidad que le sentaban perfectamente pero que
no eran suyas, como no lo eran los objetos preciosos, ni la cama
donde dormía, ni la casa donde despertaba todas las noches como un
vampiro sin sed de sangre.
Necesitaba
salir a caminar, salir al mundo, aunque el mundo se redujera a la
playa solitaria al final del inmenso jardín, a un puñado de calles
desiertas flanqueadas por altas tapias y artísticas rejas de hierro
forjado, erizadas de cámaras de seguridad. Sabía que en cuanto se
pusiera en marcha, dos hombres uniformados lo seguirían de lejos,
pero hacía tiempo que había dejado de importarle. Ellos también
habían sido comprados por el hombre que habitaba aquella mansión y,
si su compra había sido menos drástica, porque ellos podían
despedirse cuando quisieran, no por ello era menos exigente su
trabajo. Si le ocurría algo a su cuerpo, lo pagarían muy caro.
Se
metió en el bolsillo las llaves que siempre estaban en una pequeña
bandeja de plata en la mesilla, junto a la cama y bajó de nuevo,
cuidando de no hacer ruido, aunque sabía —y el saberlo le daba
risa algunas veces— que el dueño de la casa no iba a despertarse
por mucho ruido que él hiciera, que hasta cierto punto, el dueño de
la casa era él mismo, no otro cuerpo que estuviera durmiendo bajo
las sábanas de seda que él acababa de abandonar.
La
luna creaba un camino ilusorio sobre la superficie quieta del mar y
la arena parecía fosforescente bajo su luz. No había un alma. Solo,
apenas al alcance de su vista, como un movimiento fugaz al límite de
su visión periférica, las siluetas de los dos guardaespaldas que lo
seguían sin entrometerse. Otra noche se traería una toalla y se
daría un baño en el mar, riéndose solo al imaginar las dudas de
los dos gorilas sobre la necesidad de vigilarlo más de cerca y tener
que tirarse también al agua.
Paseó
durante una hora y decidió volver a casa para tener tiempo de
servirse una copa o ir a la cocina a buscar algo de comer, más que
por hambre, que no la tenía, por el deseo de masticar
conscientemente un alimento que despertara sensaciones gustativas en
su lengua.
Cruzando
bajo los enormes ombúes del jardín delantero, creyó percibir una
sombra luminosa al borde de la piscina y, sin decidirlo, se quedó
oculto tras un tronco, observando. Era efectivamente una persona, una
silueta plateada a la luz de la luna, vestida con una bata de gasa.
La figura se despojó de la bata y, muy lentamente, empezó a bajar
los peldaños de las amplias escaleras de mármol que permitían
entrar en la piscina. Era una mujer. Una muchacha joven, morena, de
largo pelo ensortijado.
Sintió
que se le secaba la boca. Había una mujer en la casa. La mujer para
la que el viejo deseaba tener un cuerpo joven como el suyo.
En
completa inmovilidad, confundido entre las sombras, la miró jugar en
el agua durante unos minutos, inocente y natural como una criatura
marina, deseando que acabara cuanto antes para poder mostrarse e
intentar hablar con ella y, a la vez, que no terminara nunca, que la
noche fuera eterna para seguir viéndola retozar sacando chispas de
plata al agua de la piscina.
La
muchacha salió del agua, de espaldas a él y él se vio avanzando a
su encuentro, temiéndolo y deseándolo al mismo tiempo.
—Bon
soir —dijo en francés, la única lengua extranjera que
hablaba.
La
mujer se volvió, confundida y asustada.
—Bon
soir, madame —repitió él, tratando de que su voz, ronca por
la falta de uso, no sonara amenazadora.
Ella
se cubrió precipitadamente con la bata y, cuando ya parecía que iba
a huir sin contestarle, se giró de nuevo hacia él y sonrió.
—Nos
conocemos, ¿no recuerdas? —dijo también en francés, dejándolo
perplejo—. Nos conocemos del Sanatorio. Yo estaba en la misma sala
de espera cuando tú... cuando te llevaron, ¿te acuerdas ahora?
—Tú
me hiciste la señal de la cruz al separarnos, ¿verdad?
Ella
asintió con la cabeza.
—Me
habría gustado poder hacer lo mismo contigo —dijo él, incómodo—.
Pero en aquel momento no lo pensé. ¿Qué haces aquí?
—Lo
mismo que tú.
Las
sombras de los guardaespaldas se movían al límite de la luz, bajo
los árboles, indecisas.
—Ven,
vamos a sentarnos ahí —propuso él, señalando las tumbonas
blancas bajo la pérgola cubierta de buganvillas—. Es la primera
vez que hablo con alguien en dos meses.
—Yo
también —sonrió ella y le tendió la mano.
El
contacto fue como un chispazo eléctrico. Hasta ese momento no se
había dado cuenta cabal de la falta que le hacía tocar a otra
persona, que otra persona lo tocara. Tiró de la mano de ella hasta
que estuvieron muy cerca.
—¿Puedo
abrazarte? Por favor.
Ella
asintió sin palabras y se abrazaron en silencio durante un rato,
concentrándose en la increíble sensación de otro cuerpo caliente y
vivo apretándose contra el propio. La cabeza de ella le llegaba
apenas al hombro y su cuerpo, tan frágil, era sin embargo un ancla
que lo sujetaba a la realidad.
—Lo
necesitaba mucho —dijo él en voz baja, aflojando el abrazo, sin
querer deshacerlo todavía.
—Yo
también —susurró ella.
—Ven.
Siéntate ahí. Voy a traer algo de beber, ¿quieres?
Volvió
en un minuto con una botella de champán y dos copas de un cristal
tan fino que parecían hechas de pompas de jabón.
—¿Vivimos
los dos en esta casa? —preguntó él después del primer trago, que
bebieron sin brindar, mirándose a los ojos.
—Sí.
Durante el día somos un viejo matrimonio. Cristófol Peyró y Anna
Saladriga.
—¿Cómo
sabes tú eso? —El pánico se apoderó de él. Si ella sabía esas
cosas, era porque tenía acceso a la mente de la otra mujer, mientras
que él, durante el día, no sabía nada ni de sí mismo ni del otro
hombre. Ella pareció adivinar su terror y sonrió de nuevo:
—Anna
lleva un diario. Yo lo leo todas las noches. Por eso sé que son
millonarios; el marido, tú, —volvió a sonreír— tiene empresas
de toda clase. Tienen dos hijos mayores, varios nietos, incluso dos
bisnietos. Ella tiene remordimientos a veces, pero es tan feliz desde
que ha vuelto a ser joven que los escrúpulos van desapareciendo. Se
consuela pensando que han hecho bien a muchas personas desconocidas.
A nuestras familias.
Él
sintió un nudo en la garganta y desvió la vista hacia las sombras
del jardín. Ella siguió hablando: —¿Sabes cuánto han pagado por
la... operación? El sacudió la cabeza en una negativa. —Un millón
de euros cada uno. Él se quedó mirándola, con los ojos dilatados y
la boca entreabierta, hasta que pudo reaccionar:
—¡A
mi familia le prometieron diez mil euros si la transferencia se
llevaba a cabo con éxito!
Ella
sonrió de nuevo. Una sonrisa tensa, amarga. —A la mía también. Y
lo hice. Lo hice por diez mil euros. Para que pudieran tener un
futuro. Y si no nos hubieran aceptado, de todas formas ya lo había
hecho por los primeros mil euros que nos dieron. ¿Te das cuenta? Mil
euros, una vida.
Él
estrelló la copa sobre las baldosas de la marquesina y se puso en
pie, furioso. —¡Es un crimen!
—Sí.
Pero no podemos hacer nada.
—¿Todo
bien por ahí? —se oyó una voz masculina desde las sombras.
—Todo
bien, Ricard —contestó ella en catalán—. No se preocupe. El
señor, que es muy temperamental, ya lo sabe usted.
—¿Por
qué entiendo la lengua? —preguntó él, abrumado, dejándose caer
de nuevo en la tumbona.
—No
sé. Supongo que igual que ellos adquieren habilidades que nosotros
tenemos. Si Anna quisiera, sabría anudar alfombras, igual que yo
ahora, si quiero, sé tocar el piano como ella. ¿Qué te pasa?
Él
se había reclinado en la tumbona y boqueaba.
—Creo
que tengo que volver arriba. Debe de haber pasado ya el tiempo.
—Te
acompaño.
—¿Vendrás
mañana? —preguntó él agarrándola de la mano con desesperación,
mientras notaba que el mareo de la próxima pérdida de conciencia lo
invadía.
—Mañana
aquí mismo, en cuanto despierte.
Subieron
las escaleras abrazados, ayudándose el uno al otro. Se separaron en
el descansillo del primer piso:
—Mi
cuarto está ahí, a la izquierda —dijo ella en un susurro. Y antes
de que él cruzara su puerta preguntó:
—¿Cómo
te llamas?
—Abraham.
¿Y tú?
—Sarah.
Le
habría gustado decir que era una hermosa coincidencia, pero las
piernas se le estaban volviendo de goma y apenas podía enfocar la
mirada en la figura de ella.
—Bonne
nuit, Abraham. Que Dios te bendiga —la oyó decir, antes de
sumergirse en la nada.
Critófol
Peyró era un extraordinario hombre de negocios: ambicioso, tenaz,
innovador, un luchador nato, pero a pesar del nuevo cuerpo que
habitaba desde hacía más de tres meses, su cerebro seguía teniendo
ochenta y dos años y eso hacía que algunas cosas se le desdibujaran
ocasionalmente, que no siempre hiciera lo que se había propuesto
hacer, a menos que estuviera anotado en su agenda o que su secretaria
personal tuviera conocimiento de ello. Por eso, casi cinco semanas
después de la fiesta del jardín, aún no se había puesto en
contacto con el doctor Mendoza. De vez en cuando algo le decía que
tenía que llamarlo, pero como nunca acababa de recordar con
precisión para qué quería hacerlo, lo archivaba pensando que se
trataba de la inquietud natural en su situación y que todas las
preguntas pendientes surgirían y serían contestadas en la siguiente
visita de control, el cinco de septiembre.
La
mañana del día tres, al despertarse, estiró una larga pierna hacia
el lado opuesto de la cama, tropezó con el cuerpo dormido de Anna y
se sobresaltó ligeramente. No recordaba que se hubieran ido juntos a
dormir. Cada vez con más frecuencia se encontraba a su mujer al
abrir los ojos, unas veces en su dormitorio, otras en el de ella. Eso
solo podía significar que sus anfitriones, aprovechando las horas
nocturnas, se habían conocido y habían decidido sacar provecho de
la situación que los había colocado en la misma casa.
Era
inquietante. Por un lado era inquietante y por otro dejaba un cierto
regusto de humillación en la garganta el que durante unas cuantas
horas su cuerpo fuera movido por otra voluntad, sin que él pudiera
hacer nada por evitarlo. Se apoyó sobre un codo, se inclinó hacia
Anna y la contempló largamente pensando cómo sería ella cuando no
fuera Anna, cuando fuera la muchacha africana de nombre desconocido;
cómo sería su sonrisa, cómo brillarían sus ojos cuando al verlo
no lo viera a él sino al otro, al hombre de Mali que, con el mismo
cuerpo, le haría el amor como él hacía con Anna. ¿O de otra
manera? ¿Cuántas maneras distintas hay de hacer el amor?
Le
pasó la mano por la curva de la cadera y Anna se removió un poco
hasta que entreabrió los ojos y le regaló su sonrisa blanca.
—Me
encanta despertarme a tu lado —le dijo en un susurro.
—A
mí no —Tófol saltó de la cama y, como siempre, fue a plantarse
frente al espejo.
—¡Jesús,
Tófol! Después de tantos años te estás volviendo grosero. —Su
sonrisa había desaparecido.
—¿Es
que no te das cuenta de lo que significa que nos despertemos en la
misma cama?
Ella
lo miró fijamente, sin comprender. —Significa —siguió él,
alzando cada vez más la voz— que esos dos negros que nos ocupan
durante la noche, se dedican a follar cuando tú y yo estamos
durmiendo. Por eso te he pedido ya varias veces que te encierres con
llave en tu dormitorio cuando te acuestas.
—Pero...
pero eso no sirve de nada, hombre, ¿no te das cuenta? Cuando la otra
se despierta, no tiene más que girar la llave y ya está.
—Si
la guardaras en un sitio bien oculto, no pasaría.
—La
guardé en un sitio dificilísimo, Tófol. Ni tú la encontrarías.
Pero parece que ella sí. Y además —añadió levantándose y
acercándose a acariciarle la espalda— ¿a ti qué más te da,
cariño? Nosotros nos hemos quedado con sus cuerpos, con sus vidas...
en el fondo es una suerte que se lleven bien, que a lo mejor se hayan
enamorado. Imagínate si se odiaran, si él le pegara por las
noches...
—Tenemos
que decirle a los de seguridad que no los dejen estar juntos.
Ella
suspiró, se sentó al tocador, y dejó pasar unos minutos en
silencio. Sabía por experiencia que eso calmaría a su marido y
después podrían seguir hablando civilizadamente. Tófol se encendió
un habano y abrió los ventanales para salir a la terraza a mirar el
mar.
—No
te parece una buena idea, ¿verdad? —preguntó él, aún de
espaldas.
—Me
parece innecesariamente cruel y además, los muchachos de la
seguridad no pueden distinguir si son ellos o nosotros.
—¡Faltaría
más! —el antiguo rostro de Tófol estaría ya enrojecido y las
venas de su cuello habrían empezado a marcarse; el rostro actual
apenas había cambiado de color, salvo los ojos, que aparecían
desorbitados.
—No
te enfades, Tófol, pero los muchachos me han dicho que muchas noches
nos han visto tomando una copa en la terraza y hablando en catalán,
como siempre ¿Cómo van a saber ellos quién es quién?
Tófol
se dejó caer en un sillón de mimbre, anonadado:
—¿Desde
cuándo hablan en catalán?
—No
sé. Desde el principio, supongo. Igual que tú el otro día
descubriste que puedes correr como un gamo.
—Eso
es porque he vuelto a ser joven.
—Y
porque al parecer es algo que ese chico sabe hacer. —Hubo una larga
pausa que Arma aprovechó para cepillarse el pelo. Sabía que a su
marido había que darle tiempo para digerir ciertas noticias y ahora
era importante que hubiera digerido esa, antes de darle la siguiente,
la que llevaba días queriendo comunicarle y nunca encontraba el
momento ideal para hacerlo.
—Entonces,
¿qué hacemos? ¿Qué dices tú?
—Nada,
cariño. No hacemos nada. Dejamos que ellos usen sus pocas horas del
mejor modo que les parezca. Al fin y al cabo, no hacen nada dañino.
Hacen justamente lo mismo que nosotros. En la base es igual, ¿no
crees?
No,
pensó Tófol. ¿Qué iba a ser igual? ¿Cómo iba a ser igual que él
estuviera con Anna, con su mujer de toda la vida, o que un
desconocido estuviera con ella? Claro que, bien mirado, con quien
estaba el desconocido no era con su mujer, sino con otra desconocida
que, casualmente, compartía el mismo cuerpo. Era demasiado difícil
para un hombre nacido en 1950, para un hombre acostumbrado a pensar
que cada cuerpo tiene un alma y solo una. ¿Serían escrúpulos
religiosos ahora, después de una vida de negar todo tipo de boberías
teológicas? ¿O eran simplemente celos, el sentimiento más vulgar y
primitivo de la humanidad?
Anna
se levantó del tocador, salió a la terraza y se arrodillo a los
pies de su marido, tomándole las manos. El puro humeaba, azul, en el
aire de la mañana, abandonado en el cenicero de marfil.
—Tófol,
querido, escúchame. Quiero decirte algo desde hace ya unos días y
creo que tengo que decírtelo ahora. ¿Me escuchas?
Él
asintió con la cabeza, sintiendo un nudo ganarle la garganta. Cuando
Anna empezaba así, siempre eran malas noticias. Llevaban cincuenta
años juntos y lo sabía.
—Estoy
embarazada.
—¡¿Quééé?!
—No tenía ni idea de lo que pensaba que le iba a decir Anna, pero
desde luego, no era eso lo que se había imaginado. Aquello era
absurdo, ridículo, impensable—. No digas estupideces, Anna. Tienes
casi ochenta años.
—Ya
no —dijo ella en voz suave.
—¿Estás
segura de...?
—Claro
Hubo
una pausa en la que se limitaron a mirarse a los ojos: él hacia
abajo, ella hacia arriba.
—Bien,
pues habrá que abortar. No veo otro remedio.
—¿Por
qué?
—¿Cómo
que por qué?
—Sí.
¿Por qué? Ahora somos jóvenes, sanos, fuertes. Nos queremos.
Tenemos más dinero del que podríamos gastar en tres vidas. ¿Por
qué vamos a negarnos a tener este hijo?
Él
boqueó durante unos instantes, incapaz de comprender que ella no
fuera de su opinión.
—¡Porque
ni siquiera sabemos de quién es! —explotó por fin.
Ella
le cogió la cabeza entre las manos y le acarició el pelo, como
solía hacer en los momentos de crisis.
—¿De
quién va a ser, hombre de Dios? Nuestro —dijo suavemente—. Tuyo
y mío.
—Y
de ellos —dijo Tófol entre dientes— de esa pareja de negros que
nos hemos comprado como si fueran un par de zapatos, sin pensar en
las consecuencias. Esa es su venganza.
—¡No
digas tonterías! —Anna se puso en pie, ofendida—. Ese niño es
mío. Y tuyo. Y ha venido como tienen que venir los hijos, con toda
naturalidad, sin tener que matarnos a visitas al ginecólogo de
Suiza, sin tener que hacer de todo para conseguirlo, como nos pasó
con Quim y con Montse. ¿O te has olvidado ya de lo que nos costó
tenerlos?
Tófol
enterró la cabeza entre las manos y se quedó muy quieto, mirando al
suelo, sin saber qué pensar.
—Lo
tendremos —continuó Anna— y le daremos todo lo que unos padres
pueden dar a su hijo. A lo mejor este es lo que siempre has deseado,
el que se haga cargo de la dirección de tus empresas porque con
Quim, ya lo sabes tú, nunca se ha podido contar. Ni con ninguno de
los dos nietos varones.
—Sí,
mujer —dijo Tófol sin levantar la vista, con la voz llena de
desprecio—. Un negro dirigiendo lo que he tardado una vida en
construir.
—Ahora
es también un negro el que lo dirige, ¿no?
—¡Pero
soy yo!
—¡Pero
eres negro! Igual que yo. No tienes más que ir al primer espejo.
Lo
tomó violentamente de la mano y lo arrastró hasta el dormitorio:
—¿Lo
ves? Pero eso no es lo importante, Tófol, lo importante es lo que
está dentro. Tú. Yo. El. O ella —añadió con una pequeña
sonrisa—. Pero creo que va a ser chico. Lo siento aquí —se llevó
la mano al vientre plano.
—Déjame
pensarlo, por Dios, Anna. Dame un poco de tiempo. Por favor.
Anna
lo abrazó y, juntos, se tumbaron en la cama, con los ojos húmedos.
Abraham
se puso violentamente en pie, fue a la entrada del salón y encendió
de golpe todas las lámparas. La habitación se iluminó como si
fuese mediodía.
—¡Ni
pensarlo! —gritó, fuera de sí—. ¡Jamás! ¿Me oyes? ¡Jamás!
Antes te mato y me mato yo después.
Sarah
tenía costumbre de ver hombres enfurecidos. A lo largo de su
infancia y juventud había visto muchas veces que la reacción
masculina ante la impotencia, ante las situaciones sin salida, era la
rabia, la furia destructora, el golpear ciegamente sin pensar, sin
calcular los daños. Le asustaba un poco, pero más por el niño que
por ella misma. Su padre también le había pegado algunas veces,
pero nunca era muy grave: un par de moretones, algunos rasguños
quizá, nada importante. Pero era la primera vez que estaba
embarazada y no sabía hasta qué punto una paliza podría afectar a
su hijo, de modo que se encogió en el sofá esperando que gritara y
rompiera cosas hasta que se hubiera tranquilizado lo suficiente para
hablar otra vez.
—¡No
solo nos han comprado como bestias en la feria, sino que ahora
quieren quedarse también con nuestros hijos! Creen que tienen todos
los derechos porque tienen dinero. El euro es su único dios. ¡Pero
no se saldrán con la suya! ¡No lo consentiré!
Se
acercó al sofá en unas zancadas, la cogió de la mano y tironeó de
ella para ponerla en pie:
—¡Vamos!
¡Vamos a darnos un baño al mar! Dicen que es una muerte dulce. No
sentiremos nada.
Ella
se aferró al sofá con todas sus fuerzas, llorando y negando con la
cabeza.
—¡No,
no, no! Por favor, Abraham, por Dios te lo pido. ¡Es suicidio, es
asesinato, no puedes hacernos eso! ¡No puedes matar a tu hijo!
—No
es mi hijo, ¿no lo entiendes? Es hijo de esos blancos que nos han
comprado por un puñado de euros, que nos han estafado a nosotros y a
nuestras familias. Es un hijo del diablo.
—Todos
los niños vienen de Dios.
El
lanzó una carcajada cruel:
—Sí.
Así nos va en África con esas ideas. «Todos los niños vienen de
Dios». ¿Para qué? ¿Para morirse como animales antes de cumplir
los dos años, de hambre o de enfermedad?
—Este
no morirá de hambre, Abraham. Se criará como un príncipe en
Europa, en una familia de millonarios. Nuestro hijo tendrá lo que
nosotros nunca pudimos tener. Quizá, cuando crezca, pueda ayudar a
los nuestros.
—Cuando
crezca, será negro por fuera pero blanco por dentro, Sarah, no te
engañes. Será como ellos y se comprará un cuerpo cuando el suyo ya
no le valga. Pero para entonces habrán hecho leyes para que la
compra sea definitiva, para suprimir la personalidad original.
—¿Tú
crees? —preguntó Sarah, muy bajito.
—Yo
no soy tan ingenuo como tú.
Un
carraspeo en las puertas de la terraza los hizo volverse:
—Disculpen,
señores, ¿ocurre algo? —preguntó el agente de seguridad que, con
cada noche que pasaba, se volvía más inseguro.
—¡No
se le ocurra volver a molestar o puede ir buscándose otro trabajo!
—gritó Abraham en español.
—Perdone,
don Cristóbal. Yo trataba de cumplir sus ordenes, pero es que... es
que cada vez es más difícil.
—No
sufra, Ricard. El señor y yo estamos teniendo una vulgar discusión
matrimonial. Nada grave. Haga usted su ronda tranquilo —intervino
Sarah.
—Sí,
señora. Disculpen otra vez.
Abraham
se dejó caer en un sillón frente a ella, agotado y confuso.
—Nosotros
lo educaremos durante cuatro horas al día, Abraham. No es mucho, ya
lo sé, pero la mayor parte de los hijos ven a sus padres mucho menos
tiempo.
Haremos
que comprenda de dónde viene, quién es, cuál es su
responsabilidad.
—No
podemos ganar, Sarah —dijo él, cansado, apoyando la frente en las
manos entrelazadas—. Ellos lo tienen todo; nosotros no tenemos
nada.
—Tenemos
tiempo y amor.
Callaron
durante unos momentos, en un silencio que vibraba con la tensión.
—¿Sabes
que hace ya dos semanas que Anna y yo nos escribimos?
Él
levantó la cabeza, perplejo.
—Se
me ocurrió de repente, después de leer la anotación del diario
donde Anna había escrito sobre el embarazo. Ella también lo quiere,
¿sabes? Él no.
—¿Qué?
—otra vez el chispazo de furia en sus ojos.
—¿No
se te había ocurrido? Nosotros no tenemos más salida que la muerte,
pero ellos tienen muchas posibilidades. Si no lo quisieran, podrían
ir a una clínica privada a abortar. Es cuestión de un cuarto de
hora. Y no nos lo consultarían, claro.
—No
pueden hacernos eso —dijo él, casi tartamudeando—. Es nuestro
hijo. No pueden decidir por nosotros.
—Sí
pueden, Abraham. Tú sabes que sí. Pero ella lo quiere, así que yo
le dejo notas por la noche y nos damos ánimos una a otra. Ella cree
que lo convencerá. Y yo quiero convencerte a ti.
—¿Por
qué no lo quiere él?
Sarah
dio un corto resoplido, echando la cabeza atrás en el sofá:
—¿Por
qué crees tú?
Él
siguió en silencio. Ella continuó:
—Porque
es negro lo primero. Luego porque tiene toda nuestra dotación
genética. De ellos no tendrá más que la educación, parte de la
educación. No lo quiere sencillamente, porque no es hijo suyo.
—¿No?
—Es
tuyo, Abraham. Y mío. Es de Dios. —Hizo una pausa para dejar que
las ideas se fueran filtrando en la cabeza del hombre—. Le he
pedido a Anna que lo llamen Isaac, si es niño. El regalo de Dios a
una pareja de ancianos y, a la vez, el hijo de Sarah y Abraham.
Nuestro hijo.
Isaac
Peyró Saladriga nació el 7 de abril de 2033 en la Clínica de
Nuestra Señora de la Concepción, en Barcelona. Ojos negros, piel
oscura. Tres kilos quinientos gramos. Cincuenta y cuatro centímetros.
Parto natural.
Fue
el primer niño europeo nacido de padres ocupantes de un cuerpo
anfitrión.
En
la actualidad, la Unión Europea cuenta con tres mil trescientos
ochenta y seis transferidos y hay quinientos catorce niños nacidos
de este tipo de parejas, sin contar los nacimientos de parejas mixtas
en las cuales solo uno de los progenitores es un transferido. Todos
los nacidos pertenecen socialmente a las clases más elevadas. Las
leyes que regulan la transferencia no han sufrido modificaciones,
aunque continúan los debates en el Parlamento europeo para aumentar
las horas de prestación del comprador.
La
población del continente africano sigue disminuyendo; la del
continente asiático se mantiene estacionaria. La media de edad en
Europa ha aumentado significativamente gracias a los nuevos
desarrollos de la técnica, a pesar de que el precio de las
transferencias se haya incrementado en un cincuenta y cinco por
ciento.
En
un noventa y seis por ciento de los casos hay procesos judiciales
abiertos por los herederos de la pareja original para reclamar la
exclusión de la herencia de los nuevos nacidos alegando que no
comparten con ellos dotación genética, aunque sean hijos
jurídicamente legítimos de los mismos padres. Ninguno de los nuevos
nacidos ha llegado todavía a la mayoría de edad.
En
todas las universidades europeas se ha creado una rama de estudios
jurídicos especializada en Derecho de Transferencia Personal y todas
las facultades de medicina cuentan con una especialización en
Transferencias. La Iglesia Católica sigue rechazando la
transferencia, aunque aún no ha entrado en vigor la propuesta de los
obispos del Tercer Mundo para excomulgar a quienes la practican.
Socialmente, la aceptación de esta práctica es cada vez mayor.