domingo, 29 de octubre de 2023

Vida en la quietud. Miguel Bravo Vadillo.

«El tiempo no es sino la corriente en la que estoy pescando».
Henry David Thoreau


Durante los veranos de mi infancia iba a pescar a menudo con mis abuelos maternos. Ebrios de entusiasmo, mi abuelo y yo emprendíamos un paseo silencioso y expectante hacia el río que cruzaba la finca donde él y mi abuela trabajaban como guardeses; y crecía aún más nuestra emoción cuando comenzábamos a oír el rumor cristalino del agua. Nada más llegar, tendíamos las cañas y nos sentábamos a la espera de que picara alguna suculenta trucha. Yo me descalzaba y me ponía un sombrero de paja, como para imitar a Tom Sawyer. Mi abuela, que siempre gozó de una sorprendente agilidad, iba un poco más tarde, a lomos de su vieja bicicleta, para llevarnos la merienda en una cesta de mimbre (valga decir entre paréntesis que a mí me recordaba mucho a Katharine Hepburn, que era, por cierto, su actriz favorita). Allí, a la sombra de una encina y a la vera de un arroyo que, en vano, intentaba escapar del ardiente sol del mediodía, comíamos y bebíamos (el abuelo un vino de pitarra que él mismo hacía; la abuela y yo, nuestro propio zumo de naranjas, cuya fórmula secreta ya solo conoce quien esto escribe). «Con un vaso de vino bajan mejor el chorizo y el tocino», decía mi abuelo en tono sentencioso. Y como ni la abuela ni yo encontrábamos nada adecuado que rimase con zumo o con naranja, no sabíamos qué responderle, y esto le hacía bastante gracia al buen anciano. Hoy le podría haber replicado algo parecido a esto: «Bebiendo zumo, de salud presumo» Pero en aquel entonces no se me ocurría nada ingenioso.
De todos modos, ni la merienda ni la pesca me interesaban mucho por sí mismas. Lo mejor de todo era que mis abuelos siempre llevaban un libro consigo y les gustaba turnarse para leerme en voz alta. Fueron ellos quienes me inculcaron, sin yo saberlo todavía, el impagable hábito de la lectura. Por aquellos años me leyeron libros de Verne, Defoe, Twain, Salgari, Kipling, Stevenson, Conan Doyle y otros muchos. Siempre eran novelas de aventuras. En verano me leían junto al río, y en invierno frente al fuego del hogar. Las aventuras de Sherlock Holmes eran mis favoritas, hasta tal punto que pedí a mis padres que me comprasen una lupa, y, cual detective en ciernes, me acostumbré a mirarlo todo con ella. No descubrí gran cosa, salvo lo sucio que está el mundo cuando se lo mira de cerca; pero esa, como diría el propio Kipling, es otra historia.
Lo que yo quiero contar aquí es otra cosa. Lo que yo quiero contar es que echo de menos a mis abuelos cada día. Lo que quiero contar es que los veranos no han vuelto a ser los mismos para mí desde que ambos murieron sin que yo fuera capaz de hacer nada para evitarlo. Todo sucedió demasiado deprisa, y todavía hoy me parece un mal sueño. Aquel día ya habíamos recogido las cañas, y mi abuelo se estaba dando un baño en el río cuando hizo un gesto muy extraño, como si hubiera sufrido un calambre mientras nadaba, y enseguida desapareció bajo el agua. Mi abuela, que era una excelente nadadora, no tardó un segundo en meterse en el río para ir en su busca; solo le dio tiempo a decirme: «No te muevas de aquí, pase lo que pase». Cuando llegó a la altura del río donde había desaparecido mi abuelo, se sumergió ella también, ágil cual experimentada náyade. Incontables segundos más tarde salió de nuevo a la superficie, sola; me miró durante unos instantes (una mirada que no podré olvidar mientras me quede un hálito de vida), llenó sus pulmones de aire por última vez y volvió a zambullirse. Ya no volví a verlos nunca más, a ninguno de los dos.
Yo tenía doce años, y me quedé petrificado en la orilla, incapaz de reaccionar de ninguna manera –«No te muevas de aquí, pase lo que pase», resonaban en mi mente las palabras de mi abuela–. Aún esperaba un milagro: esperaba verlos aparecer de entre las aguas, cariñosos y sonrientes como tantas otras veces en las que jugaban a coger piedras del fondo, a ver cuál era la más bonita, la más rara y lustrosa. Pero toda espera fue inútil. Perdí por completo la noción del tiempo, y no recuerdo cuántos segundos o minutos transcurrieron antes de que echase a correr en dirección al cortijo, en busca de ayuda. Después, todo se volvió borroso para mí; y ya no recuerdo nada más de aquel día.
Solo algunas semanas más tarde, y presionada por mis preguntas, mi madre me explicó que, según los médicos, mi abuelo había sufrido un infarto mientras nadaba en el río. La abuela, añadió, había muerto tratando de salvarlo. Durante varios años creí esta versión de los hechos. Pero llegó un momento en que empecé a pensar que aquella última mirada de mi abuela fue una mirada de despedida, consciente y voluntaria. Mi teoría es que volvió al fondo de aquellas aguas envenenadas para morir abrazada a su esposo, porque no quiso seguir viviendo sin él. Estoy convencido de que fue así, y de que así –abrazados– habrían de encontrarlos cuando rescataron sus cuerpos, aunque mis padres nunca me hayan dicho nada sobre ese punto ni yo haya preguntado nunca nada al respecto. ¡Para qué preguntarles!: sé que me mentirían («La abuela murió tratando de salvarlo» es, precisamente, lo que mi madre llamaría una mentira piadosa), porque en esta familia, como en tantas otras, el suicidio es un tema tabú. En cualquier caso, es mejor no indagar sobre el asunto; así nadie se atreverá a desmentir la verdad verdadera: lo que yo, que estaba allí, vi con mis propios ojos.
De mis abuelos maternos (los paternos no llegué a conocerlos) conservo infinidad de recuerdos imborrables y todos y cada uno de los libros que me leyeron, pues siempre me los regalaban cuando terminaban de leérmelos. Esos libros los atesoro bajo llave, dispuestos por orden de lectura, con su fecha de inicio y fin incluida, en la única vitrina de cuantos muebles conforman mi biblioteca (vitrina que adquirí a propósito para dicho fin). También conservo el último libro, aquel que nunca terminaron de leerme. Ahí está, al final de la hilera, El lobo de mar, de Jack London, aguardando con paciencia infinita a que algún día reúna las fuerzas suficientes para leerlo yo mismo. Tres veces he recomenzado su lectura a lo largo de estos años, y las tres me he detenido, incapaz de seguir adelante, al llegar a la página 87, esa página a la que mi abuela dobló la esquina superior para señalar el lugar en que dejó la lectura aquella tarde fatídica.
También conservo, como mi objeto más preciado, una vieja fotografía que, desde que ellos me la regalaran, utilizo como marcapáginas. En la imagen aparezco yo, con cinco años de edad, junto a mis abuelos. Él tenía cincuenta y siete, y ella cincuenta y cinco. Sé con certeza que teníamos esa edad porque al dorso aparece escrita la fecha –con su día, mes y año– en que fue tomada la foto. Está escrita en diagonal, con números y en tinta negra, como si formara un triángulo con el ángulo recto de la esquina izquierda. El escenario es el salón de su casa. Yo estoy subido en una mesa, con gesto ensimismado, vestido de pistolero del viejo oeste; ellos aparecen de pie, uno a cada lado de la mesa, mirando sonrientes a la cámara. También al dorso, y centrado con tal exactitud que parece haber sido medido con escuadra y cartabón (o con precisión cartesiana, para emplear una expresión que solía utilizar mi abuela), aparece un texto escrito con tinta azul, y que debió de ser escrito unos años más tarde, cuando mis abuelos me entregaron la fotografía como recuerdo. La letra, escrita con una caligrafía impecable, es, sin duda, la de mi abuela; aunque estoy convencido de que el mensaje es cosa de ambos, pues siempre parecían pensarlo todo de mutuo acuerdo. Dice así:


Algún día, querido nieto, nosotros seremos para ti como personajes de cuento: mitad verdad y mitad fantasía. Pero sabe que la fantasía no hace otra cosa que enriquecer la realidad, es decir, la hace aún más real y completa; por eso no debes dejar nunca de amar la lectura.


Aquel río ha sido un personaje más en el relato de mi vida. De él guardo los recuerdos más bellos y el recuerdo más trágico. Nunca he vuelto a pescar en él, mucho menos a bañarme en él. Ya sé lo que dice Heráclito, que nadie se baña dos veces en el mismo río (aunque hay quien atribuye esta frase a algún discípulo suyo); pero también T. S. Eliot escribe que «el río está dentro de nosotros». Y dentro de mí, ¡qué cierto es!, está, y siempre estará, ese río que marcó para siempre mi existencia. Solo he regresado una vez a la finca, hace un par de años, para que mi hija conociera aquellos parajes inmemoriales de mi infancia. Asimismo, cual criminal que no puede evitar volver al lugar del crimen, me acerqué a contemplar de nuevo el río maldito; y no encontré, también es cierto, el mismo río: el tiempo, irracional y azaroso, lo había transmutado, como hace con todo lo que nace y muere; el tiempo, dios que todo lo crea y todo lo destruye con la misma despreocupada indolencia con que un niño corta flores para hacer un colorido ramillete, el cual habrá de languidecer en pocos días. Entonces comprendí, con Borges, que el río no solo está hecho de agua, sino de tiempo; «y recordé que el tiempo es otro río»; un río que –para nosotros, mortales que habitamos la tierra– transcurre fugaz hasta la muerte, que es el mar: ese mar «que es el morir», como escribió Manrique. Pero hay un río que es vida, y otro río que es olvido; y en ese río que es vida –vida que, a un tiempo, pasa y se queda– permanece intacto el recuerdo de mis abuelos. Sí, aquel río, desde luego, está dentro de mí; ese río que fue y que siempre será el mismo en mi memoria.
Aquí debería poner fin a mi relato, pues, como bien dice Mario Benedetti, «cinco minutos bastan para soñar toda una vida». Sin embargo, siento que ha llegado para mí el tiempo de la reflexión más allá del recuerdo. Tal vez, el estudiante de literatura encuentre en ello un buen ejemplo de cómo lo que comienza siendo un cuento, puede terminar convirtiéndose en un pequeño ensayo. A veces, los géneros literarios muestran esta permeabilidad y no dibujan sus fronteras de manera definida. No obstante, el lector que se sienta defraudado por este giro formal puede abandonar ahora la lectura.
Dije más arriba que lo que yo pretendía decir con estas páginas es que los veranos no han vuelto a ser los mismos para mí desde que murieron mis abuelos, a quienes echo de menos cada día que pasa. Dicho queda, pero no es suficiente. Hay algo más que quiero añadir, algo que necesito poner bajo estas líneas. Y es que ha llegado el momento de curar mis heridas de una vez por todas. Pero para eso no basta con el mero relato de los hechos ni con una simple descarga de emociones y sentimientos (por profundos y auténticos que estos sean); para espantar los demonios que atenazan mi espíritu, y lograr así vivir en paz conmigo mismo, es preciso reflexionar sobre tales emociones y sentimientos. Dicho de otro modo: no me basta con experimentar una simple catarsis, sin ánimo de menospreciar sus efectos terapéuticos; pero para que mi liberación sea duradera debo emplear el poder de la razón sobre la raíz misma del problema. Sin embargo, y habida cuenta de que no sé con exactitud qué pienso hasta que lo veo escrito, me veo obligado a plasmar sobre el papel el discurso que habrá de dar forma a ese pensamiento: solo así, palabra y pensamiento establecerán una relación simbiótica fructífera y plena de sentido.
Admito que no sé por dónde empezar, y que estas reflexiones, por tanto, estarán escritas un poco al desgaire. Pero no importa. No soy de esos escritores que planifican sus textos hasta el más mínimo detalle antes de sentarse a redactarlos, que erigen una estructura bien proporcionada cual esqueleto al que luego vestirán de órganos, músculos y piel. Soy más bien de los que, una vez que han hallado un cabo a propósito para tirar del hilo, se lanzan a la aventura de hacer camino al andar. Pero también sé –gracias a la experiencia ganada con los muchos años que llevo dedicado a estos menesteres de la narración– que, más tarde o más pronto, habré de encontrar la otra punta del ovillo con que he de rematar la historia. Solo entonces retomo el camino andado para procurar, a base de múltiples mejoras y correcciones, hacerlo más ameno y transitable para el lector. Confío, por tanto, en que esta vez todo resultará también de la misma manera. Comenzaré este breve ensayo, pues, y con el permiso de ustedes, por donde he concluido el relato precedente: por la figura del río.
He dicho que el río de mi infancia será siempre en mi memoria el mismo río, ese río que nada tiene que ver con el que visité hace dos años. Son dos ríos diferentes, que ni se confunden ni se entorpecen en mi recuerdo. Y es que mientras la memoria permanezca incólume (y lúcida la imaginación que la renueva y vivifica), el paso del tiempo no podrá eclipsar los recuerdos ni la vigorosa percepción del pasado en el que proyectamos dichos recuerdos. El pasado vive en nosotros. Y si el pasado no está muerto, tampoco lo están mis abuelos. Pero ya lo decía Antonio Machado en su poema El dios ibero: «(…) ni el pasado ha/ muerto,/ ni está el mañana –ni el ayer–/ escrito». Años más tarde, Faulkner escribiría algo parecido: «El pasado no está muerto. Ni siquiera ha pasado». Del mismo modo, nada de lo que cuento aquí ha pasado (en el sentido de quedarse atrás), puesto que pervive en mi memoria; pero, además, queda ya registrado en estas páginas que habrán de proyectar dichos recuerdos hacia el futuro.
Ahora que lo pienso, quizá debería matizar las palabras de Machado y de Faulkner para expresar esa misma idea de otro modo: solo pertenecen al pasado las vivencias que olvidamos, los recuerdos son cosa del presente. Fueron muchos los buenos momentos que compartí con mis abuelos, y mientras algunos habiten esa caprichosa casa –siempre expuesta a reformas tan diversas como insospechadas– que es la memoria, el pasado –no aquello que pasó, sino aquello que, para bien o para mal, recordamos del ayer– seguirá vivo, y mis abuelos, como ya digo, no habrán muerto todavía, no del todo. Creo que esta primera conclusión –he tardado poco en pescar una– ya supone un paso muy importante para la consecución de esa razonada y duradera paz de espíritu que ando buscando.
Hay quienes mantienen la rancia idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor; cosa que es falsa de todo punto, aunque pudiera parecer verdadera al primer golpe de vista, es decir, si no profundizamos mucho en ello. Bien dijo Jorge Manrique aquello de «cómo, a nuestro paresçer,/ cualquiera tiempo pasado/ fue mejor»). A nuestro paresçer, escribe el poeta; es decir, parece mejor (según nuestra opinión subjetiva), pero no fue así en realidad. Ya habló Woody Allen en una de sus películas sobre ese síndrome de la edad de oro que tantos padecen. Síndrome, sí, porque bien es verdad que nunca existió una edad de oro; y creer lo contrario solo puede darnos una percepción negativa del presente en que vivimos. De hecho, quien considera que cualquier tiempo pasado fue mejor, solo puede concebir ideas pesimistas sobre el presente, lo cual, a su vez, alumbrará en nosotros la perniciosa idea de que el futuro será peor todavía. He aquí, pues, una conclusión más: cualquier tiempo pasado no fue mejor, y nunca existió una edad de oro; ni siquiera deberíamos aseverar que la propia infancia fue nuestra particular edad de oro. Esta percepción también es errónea y carece de toda objetividad, pues está particularmente empañada por el intangible barniz de la nostalgia. Por otra parte, tendemos a creer no solo que vivíamos mejor o que nuestra vida era más fácil, sino que el mundo era mucho más sencillo en nuestra infancia o juventud; pero lo que sucede es que el pasado, puesto que ya lo hemos vivido, carece de la incertidumbre con que tan a menudo nos asalta el presente, y que tanta ansiedad puede provocarnos en determinados momentos. Eso sin contar con que durante la infancia y adolescencia nuestro conocimiento del mundo es mucho más exiguo que en la edad adulta.
De todos modos, no vivimos hacia atrás, sino hacia delante, como la corriente de un río. Así que nadie puede retomar el tiempo perdido, ni falta que hace. Es cierto que mis veranos no han vuelto a ser los mismos desde que dejé atrás la infancia (y con una experiencia asaz traumática a mis espaldas), pero también lo es –ahora lo veo con claridad– que casi siempre han sido mejores (los ha habido de todos los colores, desde luego; pero casi siempre mejores). Para ser sincero, yo no cambiaría mis mejores veranos de la vida adulta por ninguno de aquellos veranos de la infancia; como no cambiaría mi presente por mi pasado. Viví buenos veranos con mis abuelos, sí; pero aún los viví mejores con L y con P, también, más tarde, con mi esposa y mi hija. Por supuesto, se trata de experiencias que no se anulan unas a otras, sino que se complementan, se suman y forman parte del maravilloso equipaje de la vida.
El ayer, en cualquier caso –y también vale la pena dejar aquí constancia de ello–, es susceptible de nuevas interpretaciones; por lo que podemos decir, sin temor a equivocarnos, que está aún pendiente de sernos revelado a cabalidad. Dicho de otro modo, el pasado está por descubrir. Y relatarlo es una manera de descubrirlo. También, como dijo alguien una vez, «relatar los recuerdos es una manera de salvarlos»; de salvar los recuerdos y, con ello, de rescatar del olvido a las personas que recordamos. Por tanto, y he aquí una nueva conclusión (otro pez recién pescado en esta corriente de la vida), con este relato no solo mantengo vivo el recuerdo de mis abuelos, sino que los rescato de esa muerte que es el olvido; y, ya de paso, compenso así mi fracaso infantil, cuando no pude rescatarlos de las aguas de aquel río mortífero.
Así las cosas, y aunque ya no pueda vivir experiencias nuevas con mis abuelos ni pueda tener nuevas conversaciones con ellos, sí que tengo mucho que revivir y renombrar, mucho que evocar y descubrir sobre el tiempo que compartimos. Pero siempre manteniéndome fiel al amable recuerdo que conservo de ellos y de sus enseñanzas. Un ejemplo de esto que digo es mi tendencia a pulir el lenguaje coloquial, y a veces algo descuidado, que ellos solían utilizar, para dotar a sus palabras de la lisura y belleza que poseían esas piedras que rescataban, cual tesoros que arrastraba la corriente, del fondo del río. Embellecer sus palabras sin traicionar su esencia es redescubrirlas bajo una nueva forma, dotándolas quizá de un sentido más certero. Y fiel a esta premisa, quiero transcribir aquí las últimas palabras que me dirigió mi abuelo:
Procura sentir siempre la vida en derredor: este día claro y despierto, el alegre sol salpicando tu rostro, el azul incólume del cielo y el verde apacible de los prados. Este es el sol de tu infancia, querido nieto; apúralo hasta la última gota, porque nunca volverá a brillar para ti como ahora. Estás viviendo lo que algún día será tu pasado –manantial de tus recuerdos–, y cuando te asientes en la edad adulta, cuando alcances eso que ahora te parece un futuro lejano, a menudo volverás con tu imaginación a estos días radiantes de la infancia; estos días que ahora te parecen detenidos como ese ganado junto al arroyo que fluye, pero que cuando seas mayor pensarás que han pasado en un suspiro. Sin embargo, si cultivas la memoria y la imaginación, en los recuerdos de tu infancia hallarás durante toda tu vida verdaderos tesoros por descubrir.
Yo iría aún más allá. Gracias a mis abuelos, vivo cada día como si fuera el mismo y único día, cual remanso de quietud en el arroyo de la vida, esa vida que pasa y permanece con la lentitud que marca el ritmo de una buena lectura. Porque una buena lectura es vida en la quietud. El tiempo que dedicamos a leer un libro nunca es tiempo perdido. Así soy feliz en la medida en que un hombre puede ser feliz en esta tierra: a la manera epicúrea, meciendo mi espíritu en una tranquila serenidad. Fui, soy y seré feliz mientras pueda sumergirme en las páginas de un buen libro. Y prometo que, en cuanto acabe de escribir estas palabras, abriré de nuevo la novela de Jack London; pero esta vez para no cerrarla hasta que finalice su lectura. El truco, creo yo, está en continuar desde la página en que la abandonó mi abuela, en vez de recomenzar desde el principio. Porque intuyo que solo cuando termine de leer esa novela habré pasado página, de manera definitiva, a aquel día en el que tantas promesas quedaron truncadas. Entonces, ya todo estará en su sitio, ya todo estará bien.
Aquí pongo fin a este pequeño ensayo y me deshago de la lupa de filósofo para volver a verlo todo con los ojos asombrados del niño, del poeta; pues, como dijo Van Gogh, «hay que encontrar bello todo lo que podamos». O como decía mi abuela:
Apréndelo todo de nuevo para que tu presente sea siempre el mejor de los tiempos y tú el mejor de los hombres. Pues no se puede ser un buen hombre sin vivir en armonía con el mundo y con nuestra propia naturaleza, sin demostrar amor por la vida y por la humanidad.
Que ambos descansen en paz.



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