1. El sol quemaba como metal
fundido. La tierra humeaba ardiente. Quinientos hombres recorrían el
desierto. Quinientos supervivientes al hambre que la falta de agua
había repartido sobre los campos. Mil fueron al principio: los que
salieron de la zona más castigada, ya muy lejos detrás de ellos.
Andaban sin fuerzas, depauperados, agotados y hambrientos; casi
perdida la esperanza de llegar vivos a un lugar donde el murmullo del
agua y el paisaje de los prados devolviese la sonrisa a los ojos y la
vida a la carne...
I. Klaunio miró a su compañero.
Klasba tenía las facultades supranormales de levitación y de
transporte en tensión, pero todo iba mal porque continuaban
perdiendo dirección y altura a velocidad supersónica, la operación
contacto parecía destinada al fracaso. Gotas de rosado sudor
empezaban a brotar sobre la piel de los astronautas. Klaunio se
concentró más aun, intentando sostener la cohesión molecular de la
burbuja psíquica de traslado... el miedo iba introduciéndose en sus
espíritus... el esfuerzo fabuloso había tintado de violeta intenso
el rostro de los dos mensajeros...
2. La pobre gente, embrutecida e
ignorante, marchaba hacia utópicos campos de trigo que nadie sabía
dónde estaban. Entre palabrotas algunas voces pedían comida. Y, en
efecto, era lo que necesitaban. Pero, ¿quién tenía la posibilidad
de dársela? ¿La arena? Todos sabían que la arena no podía
producir alimentos.
II. Klaunio y Klasba no podían
más, contemplaban asustados cómo el sol venía hacia ellos y cómo,
por momentos, sus facultades mentales energéticas perdían eficacia,
la causa del fracaso no podían figurársela, las moléculas de la
burbuja estaban a punto de esparcirse en todas direcciones.
Los sudorosos y violetas
navegantes iban adquiriendo la certidumbre de que la proyectada
teletransportación discurría hacia el fracaso. Klasba, rígido y
tembloroso, con un gemido que reflejaba angustia infinita, habló
precipitadamente:
—Continúa, resiste, yo estoy
acabado, no puedo más. —E inmediatamente desapareció, como si
nunca hubiese existido.
3. Algunos pensaban que era
mejor dejarse caer al suelo para, al menos, reposar hasta que la
muerte fuera a buscarlos. Sólo un viejo profesor monologaba sin
cesar, no por convencer, sino con el único propósito de darse valor
a sí mismo. Los demás ya no se quejaban.
—«Un día los hombres no
morirán de hambre. Ellos vendrán para enseñarnos mil maneras de
hacer pan, mil modos de obtener alimentos. Nadie huirá. Nadie
esperará a que la harina le caiga del cielo, pues hasta los niños
sabrán hallar la comida que abunda en el mundo y cuya fuente aún no
nos ha sido revelada. Alguna idea llegará explicando a los hombres
cómo unirse contra los que se llevan el grano a paletadas, contra
los que olvidan los caminos cubiertos de muertos...»
III. Klaunio se superconcentró,
pero no pudo dar más de si. Y regresó al punto de partida. La
burbuja, sin ataduras materializantes, se disolvió en el aire con la
suavidad de una pluma. Las partículas de su extraordinaria materia
fueron cayendo como ligeros copos de nieve...
4. Los hombres miraron atónitos
al cielo. Parecía nevar a pleno sol. Un alucinado probó los copos
y, súbitamente lleno de euforia, comenzó a gritar:
—¡Milagro! ¡Milagro!
Todos, saltando y llorando de
alegría, masticaban a dos carrillos, se llenaban la boca con
aquellas escamas blancuzcas, agradables al paladar, que estaban
tapizando las dunas...
miércoles, 30 de marzo de 2022
Hambre. Francisco Lezcano Lezcano.
domingo, 27 de marzo de 2022
El disco. Jorge Luis Borges.
Soy
leñador. El nombre no importa. La choza en que nací y en la que
pronto habré de morir queda al borde del bosque. Del bosque dicen
que se alarga hasta el mar que rodea toda la tierra y por el que
andan casas de madera iguales a la mía. No sé; nunca lo he visto.
Tampoco he visto el otro lado del bosque. Mi hermano mayor, cuando
éramos chicos, me hizo jurar que entre los dos talaríamos todo el
bosque hasta que no quedara un solo árbol. Mi hermano ha muerto y
ahora es otra cosa la que busco y seguiré buscando. Hacia el
poniente corre un riacho en el que sé pescar con la mano. En el
bosque hay lobos, pero los lobos no me arredran y mi hacha nunca me
fue infiel. No he llevado la cuenta de mis años. Sé que son muchos.
Mis ojos ya no ven. En la aldea, a la que ya no voy porque me
perdería, tengo fama de avaro, pero ¿qué puede haber juntado un
leñador del bosque?
Cierro
la puerta de mi casa con una piedra para que la nieve no entre. Una
tarde oí pasos trabajosos y luego un golpe. Abrí y entró un
desconocido. Era un hombre alto y viejo, envuelto en una manta raída.
Le cruzaba la cara una cicatriz. Los años parecían haberle dado más
autoridad que flaqueza, pero noté que le costaba andar sin el apoyo
del bastón. Cambiamos unas palabras que no recuerdo. Al fin dijo:
—No
tengo hogar y duermo donde puedo. He recorrido toda Sajonia.
Esas
palabras convenían a su vejez. Mi padre siempre hablaba de Sajonia;
ahora la gente dice Inglaterra.
Yo
tenía pan y pescado. No hablamos durante la comida. Empezó a
llover. Con unos cueros le armé una yacija en el suelo de tierra,
donde murió mi hermano. Al llegar la noche dormimos.
Clareaba
el día cuando salimos de la casa. La lluvia había cesado y la
tierra estaba cubierta de nieve nueva. Se le cayó el bastón y me
ordenó que lo levantara.
—¿Por
qué he de obedecerte? —le dije.
—Porque
soy un rey —contestó.
Lo
creí loco. Recogí el bastón y se lo di.
Habló
con una voz distinta.
—Soy
rey de los Secgens. Muchas veces los llevé a la victoria en la dura
batalla, pero en la hora del destino perdí mi reino. Mi nombre es
Isern y soy de la estirpe de Odín.
—Yo
no venero a Odín —le contesté—. Yo venero a Cristo.
Como
si no me oyera continuó:
—Ando
por los caminos del destierro pero aún soy el rey porque
tengo
el disco. ¿Quieres verlo?
Abrió
la palma de la mano que era huesuda. No había nada en la mano.
Estaba vacía. Fue sólo entonces que advertí que siempre la había
tenido cerrada.
Dijo,
mirándome con fijeza:
—Puedes
tocarlo.
Ya
con algún recelo puse la punta de los dedos sobre la palma. Sentí
una cosa fría y vi un brillo. La mano se cerró bruscamente. No dije
nada. El otro continuó con paciencia como si hablara con un niño:
—Es
el disco de Odín. Tiene un solo lado. En la tierra no hay otra cosa
que tenga un solo lado. Mientras esté en mi mano seré el rey.
—¿Es
de oro? —le dije.
—No
sé. Es el disco de Odín y tiene un solo lado.
Entonces
yo sentí la codicia de poseer el disco. Si fuera mío, lo podría
vender por una barra de oro y sería un rey.
Le
dije al vagabundo que aún odio:
—En
la choza tengo escondido un cofre de monedas. Son de oro y brillan
como el hacha. Si me das el disco de Odín, yo te doy el cofre.
Dijo
tercamente.
—No
quiero.
—Entonces
—dije— puedes proseguir tu camino.
Me
dio la espalda. Un hachazo en la nuca bastó y sobró para que
vacilara y cayera, pero al caer abrió la mano y en el aire vi el
brillo. Marqué bien el lugar con el hacha y arrastré el muerto
hasta el arroyo que estaba muy crecido. Ahí lo tiré.
Al
volver a mi casa busqué el disco. No lo encontré. Hace años que
sigo buscando.
El libro de arena, 1975.
sábado, 26 de marzo de 2022
Hubiera o hubiese. Mar Horno.
Esther se pregunta cómo sería su vida si no hubiese elegido quedarse en el andén, conservar su trabajo en la peluquería y dejar que Alberto siguiera su camino solo. Seguro que ahora sería feliz a su lado, viviría en un moderno piso en el centro de una ruidosa ciudad y tendría dos niños maravillosos. Ignora que saltamos de una página a otra de un libro, distinta cada vez, dependiendo de nuestras elecciones. Por esa razón, Esther no sabe que si hubiese subido al tren habría terminado viviendo en un cochambroso ático, él nunca habría conseguido despuntar como pintor abstracto y que una noche, debido a su afición por las velas aromáticas, el piso habría ardido con ellos dentro. Así que en vez de pasarse las noches llorando, mejor le iría si tratara con más agrado a sus clientas, si dejara de aderezar su vida con la nostalgia de las oportunidades perdidas y si le echara una segunda mirada al comercial que le vende la laca. Creedme, sé de lo que hablo. Si me hubiese empeñado en ser escritor me hubiera muerto de hambre mientras que vender productos de belleza, pues eso. Aunque quién sabe.
jueves, 24 de marzo de 2022
Diálogo en un bar. Gabriel Jiménez Emán.
-La vida no tiene sentido.
-De acuerdo: no lo tiene.
-Entonces, ¿para qué vivimos?
-Vivimos sólo para eso: para
vivir, no hay más nada.
-O quizá para morir.
-No, eso es otra cosa. La muerte
es independiente.
-Mientras vivimos vamos
muriendo. Eso lo sabe todo el mundo.
-Pero no nos damos cuenta.
-Sólo cuando estamos viejos nos
parece que es así, aunque ya sea tarde. No necesitamos ese consuelo
porque ya hemos vivido.
-Por eso digo: la vida no tiene
sentido.
-Eso no puedo contradecirlo.
Aunque lo dices con cierto tono fatalista.
-¿Fatalista yo?
-Sí. Hablas como si la vida
tuviera que poseer un sentido. ¿Sentido de qué?, me pregunto.
-Pues de crear, de amar, de
tener hijos... qué se yo.
-Eso es otra cosa. Son cosas sin
sentido también.
-Ahora el que suenas fatalista
eres tú.
-Tal vez. Aunque nadie puede
considerarme un escéptico.
-Ahora sí parece que estamos
entrando en asuntos filosóficos.
-A lo mejor ése sea el mejor
sentido de la vida: el de notar su sinsentido.
-No, eso me parece una paradoja
fácil.
-Sí, una paradoja, pero no
fácil.
-Como si fuésemos la broma de
algún Dios.
-Sí, algo así.
-Entonces estamos de acuerdo.
-De acuerdo.
-Hasta luego.
-Hasta nunca.
El hombre de los pies perdidos, 2005.
miércoles, 23 de marzo de 2022
Declaración de Elizabeth Rafferty, M.D. Robert Bloch.
El
domingo por la mañana, a las 9:30, llamó a la puerta. Recuerdo la
hora con exactitud porque yo había terminado de desayunar y había
conectado la radio para escuchar noticias de la guerra. Al parecer,
habían descubierto otro navío soviético, esta vez en la bahía de
Charleston y con un dispositivo atómico a bordo. Los servicios de
vigilancia costera y las fuerzas aéreas se hallaban en estado de
alarma, y…
Sonó el timbre y abrí la puerta.
Allí estaba él. Medía por lo menos un metro noventa y cinco.
Tuve que mirar hacia arriba para ver su sonrisa, pero el esfuerzo
bien valía la pena.
—¿Está el doctor? —preguntó.
—Yo soy, el doctor Rafferty.
—Bien. Esperaba tener la suerte de encontrarle en casa. Acabo de
llegar caminando, en busca de un médico. Se trata de una urgencia…
—Lo suponía —di un paso atrás—. ¿Quiere pasar? No me
gusta que mis pacientes se desangren en el umbral de mi casa.
Dio un vistazo a su brazo izquierdo. Sangraba, desde luego. Y a
juzgar por el agujero de su chaqueta y las huellas de pólvora,
adiviné la causa.
—Por aquí —le dije, entrando en el despacho—. Y ahora, si
me permite que le ayude a quitarse la chaqueta y la camisa, míster…
—Smith.
—Desde luego. Suba a la mesa. Eso es. Vamos a ver, permítame…
Aquí. ¡Bien! Un orificio muy limpio, sobre el triceps. Doble el
brazo. Otra vez. Parece como si hubiese tenido suerte, míster Smith.
Ahora estése muy quieto. Voy a sondar… Tal vez le dolerá un
poquitín… ¡Magnífico! Y ahora vamos a esterilizarlo…
Le estuve observando todo el rato. Tenía el rostro impasible de
un jugador de naipes, pero sin ninguno de sus gestos. No supe
clasificarlo. Pasó por toda la cura sin un solo gemido ni un cambio
de su expresión.
Por último, le vendé el brazo.
—Probablemente, su brazo estará entumecido durante varios días.
Le aconsejaría que no se moviese mucho. ¿Cómo ha sucedido?
—Un accidente.
—¡Vamos, míster Smith! —Saqué la pluma y busqué un
formulario—. No seamos chiquillos. Sabe usted tan bien como yo que
un médico debe presentar un informe completo cuando se trata de una
herida de bala.
—No lo sabía —saltó de la mesa—. ¿Quién recibe el
informe?
—La policía.
—¡No!
—¡Se lo ruego, míster Smith! La ley me exige que…
—Acepte esto.
Buscó algo en el bolsillo con la mano derecha, y lo arrojó sobre
la mesa. Lo miré: nunca había visto hasta entonces un billete de
cinco mil dólares, y era algo que recreaba la vista.
—Y ahora me marcho —me dijo—. En realidad, nunca he estado
aquí.
Me encogí de hombros.
—Como guste —le dije—. Pero antes quiero enseñarle una
cosa.
Me levanté, abrí el primer cajón de la izquierda de mi
escritorio y le enseñé lo que guardaba allí.
—Esto es una pistola calibre "22", míster Smith —le
expliqué—. Un arma para damas. Nunca la he usado fuera del campo
de tiro. Me disgustaría tener que utilizarla ahora, pero le prevengo
que si lo hago sentirá usted molestias en su brazo derecho. Como
médico, mis conocimientos de anatomía se unen a mis habilidades
como tirador. ¿Me ha comprendido?
—Sí, desde luego. Pero tiene que dejarme salir. Es muy
importante. Yo no soy un criminal.
—Nadie ha dicho que lo sea. Pero lo será si trata de burlar a
la ley negándose a contestar a mis preguntas para hacer el informe.
Éste debe hallarse en poder de las autoridades dentro de las
próximas veinticuatro horas todo lo más tarde.
Soltó una risita.
—Nunca lo leerán.
Suspiré.
—No discutamos. Y no vuelva a meter la mano en su bolsillo.
Me miró, sonriendo otra vez.
—No llevo armas. Sólo quería incrementar sus honorarios.
Otro billete cayó sobre la mesa. Diez mil dólares. Cinco mil más
diez mil son quince mil, sumé mentalmente.
—Lo siento —dije—. Todo esto resulta muy tentador para un
médico joven que trata de abrirse camino, pero resulta que yo tengo
ideas muy anticuadas sobre estas cosas. Además, no creo que nadie me
los cambiase a causa de todo ese gran jaleo que publican los
periódicos acerca de…
Callé súbitamente al recordar. Billetes de cinco mil y de diez
mil dólares. Todo coincidía. Le sonreí desde mi escritorio.
—¿Dónde están los cuadros, míster Smith? —pregunté.
Le tocó a él la voz de suspirar.
—Por favor, no me lo pregunte. Yo no quiero perjudicar a nadie.
Sólo quiero marcharme, antes de que sea demasiado tarde. Usted ha
sido amable conmigo. Le estoy agradecido. Acepte el dinero y olvídese
de todo. Este informe no servirá para nada, créame.
—¿Creerle? ¿Con todo el país en vilo buscando obras de arte
robadas, y con un comunista debajo de cada cama? Tal vez se trate
solamente de curiosidad femenina, pero me gustaría saberlo todo. —Le
apunté cuidadosamente—. No se trata de una conversación, míster
Smith. Hable o disparo.
—Está bien. Pero no le servirá de nada. —Se inclinó hacia
mí—. Debe creerme. No servirá de nada. Podría enseñarle los
cuadros, es verdad. Se los podría entregar. Y sin embargo, de nada
serviría. Dentro de veinticuatro horas resultarían tan inútiles
como el informe que usted quería presentar.
—Es verdad, el informe. Tal vez sea mejor que empecemos por él
—dije—. A pesar de sus frases pesimistas. A juzgar por lo que
dice, parece como si las bombas tuviesen que empezar a caer mañana.
—Caerán —me aseguró—. Aquí y en todas partes.
—Muy interesante —empuñé la pistola con la mano izquierda y
cogí la estilográfica—. Pero ahora, al grano. Su nombre, por
favor. Su nombre auténtico.
—Kim Logan.
—¿Fecha de nacimiento?
—25 de noviembre de 2903.
Levanté el arma.
—El brazo derecho —dije— a media altura del triceps. Le
dolerá.
—25 de noviembre de 2903 —repitió—. Llegué aquí el
domingo pasado a las 10 de la noche, según el horario de ustedes.
Siguiendo la misma cronología, me marcharé mañana a las nueve. Es
un ciclo de 169 horas.
—¿De qué me está hablando?
—Mi instrumento está ahí, en la bahía. Los cuadros y los
manuscritos se encuentran en él. Quería permanecer sumergido hasta
el momento de marcharme esta noche, pero un hombre disparó contra
mí.
—¿Se siente febril? —pregunté—. ¿Le duele la cabeza?
—No. Le dije que no serviría de nada explicárselo todo. Usted
no quiere creerme, como tampoco ha creído lo de las bombas.
—Ciñámonos a los hechos —sugerí—. Usted ha admitido que
robó los cuadros. ¿Por qué?
—A causa de las bombas, desde luego. Se aproxima la guerra, la
gran guerra. Mañana, antes del amanecer, sus aviones volarán sobre
la frontera rusa y los aviones soviéticos contraatacarán. Esto no
será nada más que el comienzo. La guerra durará meses, años
incluso. Al final… ruinas. Pero las obras maestras que yo me llevo
estarán a salvo.
—¿Cómo?
—Se lo he dicho ya. Mañana, a las nueve, regresaré a mi lugar
en la coordenada continua del tiempo. —Alzó la mano—. No me diga
que esto no es posible. Tal vez lo sea según sus conceptos actuales
de la física. Tal como está incluso nuestra ciencia, sólo puede
demostrarse el movimiento hacia adelante. Cuando sugerí mi proyecto
al Instituto todos se mostraron escépticos, pero esto no impidió
que construyeran el instrumento siguiendo mis instrucciones. También
me permitieron utilizar el dinero de la Fundación Histórica, en
Fort Knox. Y antes de marcharme, recibí irónicas bendiciones.
Supongo que al verme desaparecer, todos se llevaron una sorpresa
mayúscula. Pero esto no será nada comparado con la reacción que
causará mi regreso. Mi regreso triunfal, con un cargamento de obras
maestras que todos suponían destruidas mil años antes.
—Vamos a aclarar las cosas —dije—. Según su relato, usted
ha venido porque sabía que la guerra estaba a punto de estallar y
quería salvar de la destrucción unas cuantas obras maestras. ¿No
es así?
—Exactamente. Era una jugada muy arriesgada, pero disponía de
dinero. He estudiado esta época repasando todos los detalles
disponibles en los archivos. Me puse al corriente de las
peculiaridades lingüísticas de la época. Supongo que no tiene
dificultad en comprenderme, ¿verdad? Y conseguí elaborar un plan.
Desde luego, no he tenido un éxito completo, pero he conseguido
mucho en una sola semana. Tal vez pueda volver otra vez, un poco
antes, quizá con un año o dos de anticipación, y procurarme más.
—Sus ojos brillaron—. ¿Por qué no? Podríamos construir más
instrumentos, venir varios de nosotros. Entonces podríamos conseguir
lo que quisiéramos.
Moví la cabeza denegando.
—Para no extendernos demasiado, supongamos por un momento que le
creo, cosa que no es cierta. Dice usted que ha robado varios cuadros.
Esta noche piensa llevárselos consigo al año dos mil novecientos y
pico. Esto es lo que usted espera. ¿Es ésta su historia?
—Es la verdad.
—Muy bien. Pero ahora sugiere que podrían repetir el
experimento en una escala más amplia. Regresar un año antes que hoy
y apoderarse de más obras maestras. ¿Qué sucederá con los cuadros
que usted se llevará hoy?
—No la comprendo.
—Según usted, estos cuadros estarán en su época. Pero un año
antes estaban colgados en diversos museos. ¿Seguirán allí cuando
ustedes vuelvan? Seguramente, no pueden coexistir.
Sonrió.
—Interesante paradoja. Empieza usted a gustarme, doctora
Rafferty.
—Pues bien, no deje que este sentimiento vaya en aumento. No es
recíproco, puedo asegurárselo. Incluso aunque me estuviera diciendo
la verdad, yo no podría admirar sus motivos.
—¿Por qué no? —Se levantó, haciendo caso omiso de la
pistola—. ¿Acaso no es un objetivo dignísimo la salvación de
tesoros inmortales de las insensatas destrucciones de una guerra de
tribus? El mundo merece que este patrimonio artístico sea
preservado. He arriesgado mi vida para poder llevar la belleza a mi
propia época, donde podrá ser adecuadamente admirada y disfrutada
por mentes que ya no están obsesionadas por la codicia y crueldad
que he hallado aquí.
—Sus palabras suenan muy bien —observé—, pero los hechos
prevalecen. Usted ha robado esos cuadros.
—¿Robado? ¡Los he salvado! Le aseguro que antes de terminarse
este año estarían completamente destruidos. Sus galerías, sus
bibliotecas, todo desaparecerá. ¿Es robar sacar los objetos más
preciados de un templo en llamas? —Se inclinó hacia mí—. ¿Es
un crimen?
—¿Y por qué no apagar el fuego? —repliqué—. Usted sabe
(supongo que a través de datos históricos) que la guerra ha de
estallar hoy o mañana. ¿Por qué no aprovecharse de su previsión y
tratar de evitarla?
—No puedo hacerlo. Los datos que poseemos son mínimos e
incompletos. Los acontecimientos se confunden entre sí. Ni siquiera
he podido averiguar cómo empezó, o mejor dicho empezará, la
guerra. Algún incidente trivial, que nadie mencionará. Sobre este
punto, nada he podido aclarar.
—¿Pero no puede avisar a las autoridades?
—¿Y cambiar la historia? ¿Cambiar la secuencia actual de los
acontecimientos, para ser más exacto? ¡Imposible!
—¿Acaso no la cambia al llevarse los cuadros?
—Esto es diferente.
—¿Lo cree? —Le miré con fijeza a los ojos—. No veo la
diferencia. En fin, todo esto es imposible. He perdido mucho tiempo
discutiendo con usted.
—¡Tiempo! —Miró el reloj de pared—. Son casi las doce.
Sólo me quedan nueve horas. Y tengo que hacer muchas cosas. Entre
ellas, ajustar el instrumento.
—¿Dónde está ese precioso mecanismo suyo?
—En la bahía. Sumergido, desde luego. Tuve esta idea cuando lo
estaban construyendo. Imaginen los riesgos que supone tratar de
moverse a través del tiempo y aparecer sobre una superficie sólida.
La faz de la tierra sufre cambios, pero el océano es prácticamente
inalterable. Sabía que si partía desde un lugar situado a varias
millas del litoral y llegaba aquí, eliminaría gran parte de los
riesgos más corrientes. Por otra parte, el mar ofrece un escondrijo
ideal. Sepa que el principio de mi viaje es sencillo. Por medios
puramente mecánicos, esta noche elevaré el instrumento hasta
rebasar el límite estratosférico y entonces intercalcularé
dimensionalmente el momento en que me libere de la órbita terrestre.
El impulso gántico será…
No cabía duda. No era preciso escuchar tantas tonterías para
comprender que estaba loco de atar. Una lástima, pues era un
ejemplar muy apuesto.
—Lo siento —le interrumpí—. No dispongo de más tiempo.
Lamento verme obligada a ello, pero no me queda otra alternativa. No,
no se mueva. Voy a llamar a la policía, y si da usted un paso
dispararé.
—¡Deténgase! ¡No debe llamarles! Haré cualquier cosa.
Incluso la llevaré conmigo. ¡Eso es! ¡La llevaré conmigo! ¿No le
gustaría salvar la vida? ¿No le agradaría escapar?
—No. Nadie escapará —le aseguré—. Sobre todo, usted. Y
ahora, quieto y nada de tonterías. Voy a hacer esa llamada.
Se detuvo. Quedóse inmóvil. Yo cogí el teléfono, con una dulce
sonrisa. Él sonrió a su vez. Me miró.
Ocurrió algo.
Se ha discutido mucho acerca de los aspectos clínicos de la
terapia hipnótica. Recuerdo que en la escuela intentaron
hipnotizarme y demostré ser totalmente inmune. De ello deduje que se
necesita cierta dosis de cooperación o de sugestibilidad
condicionada para que un individuo resulte susceptible a la hipnosis.
Estaba equivocada.
Estaba equivocada porque entonces no pude moverme. Nada de luces,
ni de espejos, ni de voces, ni de sugestión. Simplemente, no pude
moverme. Seguí sentada, empuñando la pistola. Así continué
mientras le veía marcharse, cerrar la puerta tras él. Podía ver y
podía asentir. Incluso pude oírle cuando se despidió de mí.
Pero no conseguí moverme. Podía hacer algo, pero sólo funciones
de tipo paralítico. Por ejemplo, podía mirar el reloj.
Estuve observando el reloj desde las doce hasta casi las siete.
Durante la tarde llegaron varios pacientes, no pudieron entrar y se
marcharon. Miré el reloj hasta que su faz se borró a causa de la
oscuridad. Seguí sentada y sufriendo aquella rigidez hipnótica
hasta que, providencialmente, sonó el teléfono.
Aquello rompió el hechizo. Pero también me quebró a mí. No
pude contestar a la llamada. Me limité a desplomarme sobre mi mesa,
con los músculos transidos por el dolor, mientras la pistola se
desprendía de mis dedos entumecidos. Permanecí allí jadeando y
sollozando, durante largo tiempo. Traté de sentarme otra vez y sufrí
dolores de agonía. Después traté de andar. Las piernas carecían
de tacto. Necesité una hora para volver a ser dueña de mí, e
incluso entonces noté que sólo se trataba de un control parcial, un
control meramente físico. Mis pensamientos eran otra cosa muy
distinta.
Siete horas pensando. Siete horas de duda entre la falsedad o la
certidumbre de aquel relato. Siete horas aceptando y rechazando lo
posible y lo imposible.
Eran ya más de las ocho cuando conseguí valerme de los pies otra
vez, y entonces no supe lo que debía hacer.
¿Llamar a la policía? Sí, pero ¿qué podía decirles? Tenía
que estar segura, tenía que saber.
¿Y qué sabía yo? Que estaba allí, en la bahía, y que partiría
a las nueve. Había un instrumento que se elevaría más allá de la
estratosfera…
Salí en busca de mi coche y me puse en marcha. El muelle estaba
desierto. Enfilé la carretera que conduce hasta la Punta, desde
donde se goza de una buena vista. Llevaba mis prismáticos. Había
estrellas, pero no luna, a pesar de lo cual pude ver perfectamente.
Había un pequeño yate que se mecía sobre las aguas, pero no
brillaba en él ninguna luz. ¿Podía ser el yate?
Sería absurdo correr riesgos. Me acordé de las noticias de la
radio acerca del servicio de vigilancia costera.
Esto me decidió. Regresé a la ciudad, me detuve ante una
farmacia y llamé a la policía. Sólo comuniqué la presencia del
yate. Tal vez investigarían la causa de que no hubiese luces. Sí,
me quedaría allí y les esperaría, si así lo deseaban.
No me quedé, desde luego. Volví a la Punta y enfoqué mis
prismáticos hacia el yate. Eran casi las nueve cuando vi que se
acercaba la lancha guardacostas, pasando detrás del yate con gran
rapidez.
Eran exactamente las nueve cuando encendieron los reflectores y,
durante un increíble instante, captaron el brillante reflejo del
globo plateado que salió del agua y subió derecho hacia los cielos.
Entonces se produjo la explosión y vi el fogonazo antes de
percibir la detonación. El guardacostas llevaba artillería
antiaérea y ésta se mostró efectiva.
Por un momento, el globo siguió su ascenso. Al momento siguiente,
no había nada. Lo volaron en mil pedazos.
Y fue como si también me hicieran pedazos a mí. Porque si había
un globo, tal vez él estaba dentro. Con las obras maestras, a punto
de regresar a otra época. Por lo tanto, su historia era cierta, y si
era cierta…
Creo que me desmayé. Mi reloj marcaba las 10:30 cuando recobré
el conocimiento y me incorporé. Habían dado ya las once cuando
entré en el Servicio de Vigilancia Costera y expliqué mi odisea.
Como es lógico, nadie me creyó. Incluso el doctor Halvorsen, el
médico de guardia, dijo que me creía pero insistió en darme la
inyección y en trasladarme al hospital.
De todos modos, hubiera sido ya tarde. Aquel globo fue la gota que
acabó de llenar el vaso. Seguramente, comunicaron a Washington sin
perder tiempo la historia de aquella nueva arma soviética destruida
ante las costas. Al producirse el hecho después de haberse
descubierto aquellos buques cargados de bombas, representó el golpe
final. Alguien dio órdenes y nuestros aviones se pusieron en camino.
He estado escribiendo toda la noche. Desde el pasillo se oyen las
noticias de la radio. Hemos bombardeado varios lugares. Y se ha dado
la alerta, en previsión de posibles represalias.
Tal vez ahora me creerían. Pero ya no importa. Será tal como él
pronosticó.
No puedo dejar de pensar en las paradojas del viaje a través del
tiempo. Esa noción de trasladar objetos del presente al futuro, y
esa otra acerca de alterar el pasado. Me gustaría desarrollar esta
teoría, pero ya no es preciso. Los antiguos maestros no han podido
ir al futuro. Como tampoco él, al regresar a nuestro presente, pudo
evitar la guerra.
¿Qué había dicho? "Ni siquiera he podido averiguar cómo
empezó, o mejor dicho empezará, la guerra. Algún incidente
trivial, que nadie mencionará."
Pues bien, éste fue el incidente trivial. Su visita. Si yo no
hubiera hecho aquella llamada por teléfono, si el globo no se
hubiese elevado… pero ya no puedo pensar en ello por más tiempo.
Me duele la cabeza. Todo ese ruido estridente y atronador…
Acabo de efectuar un descubrimiento importante. Estos ruidos
estridentes y atronadores no proceden del interior de mi cabeza.
También puedo oír el alarido de las sirenas. Si aún me quedaba
alguna duda acerca de la veracidad de sus afirmaciones, se ha
desvanecido ya por completo.
Ojalá hubiese dado crédito a sus palabras. Ojalá los demás me
creyesen ahora. Pero ya no queda tiempo…
Cuentos de humor negro, 1965.
martes, 22 de marzo de 2022
Familia numerosa. Fernando Iwasaki.
El viernes pasado se me hizo
tarde en la oficina y decidí comprar algo de postre para aplacar a
la tribu, pues a mi familia siempre le revienta que llegue a almorzar
después de las tres. El edificio estaba prácticamente vacío, pero
en la sexta planta subió una pareja con sus tres niños, todos muy
veraniegos como si fueran a pasar el fin de semana en la playa. Les
sonreí avergonzado, pensando en lo que me diría mi mujer si hubiera
visto a ese padre abnegado y ejemplar que no era como yo.
De pronto el ascensor se atascó.
Primero apretamos la alarma. Nada. Luego probamos llamar a través de
los móviles, pero no había cobertura. Cuando me puse a gritar
pidiendo auxilio me di cuenta de que los niños lloraban. Eran casi
las cuatro de un viernes de agosto. El conserje ya se habría
marchado y dentro del ascensor el calor era de una ferocidad
africana.
Me irritaban esos padres más
preocupados en rezar que en buscar soluciones prácticas. El tiempo
transcurría espeso, el aire se volvía turbio y los niños
comenzaron a vomitar en sus baldecitos de playa. Un olor a papillas
fermentadas invadió el ascensor y empecé a sentir arcadas. «¿Tiene
usted hijos»?, me preguntó de pronto aquel hombre santurrón y
silencioso. «Tengo tres como tú», respondí antipático. «Entonces
también rezaremos por ellos», me prometió con una sonrisa que me
sacó de quicio. «Tremendo huevón», pensé. Sus hijos estaban mal,
con suerte podrían rescatarnos al día siguiente y en el peor de los
casos a primera hora del lunes. Y el muy idiota sólo pensaba en
rezar. Antes de perder el conocimiento aún alcancé a ver a aquel
hombre rezando, abrazado a los cuerpos desvanecidos de su familia.
Recuperé la conciencia en un
cuarto de hospital, enchufado a una botella de suero y recibiendo las
reprimendas cariñosas de mi mujer, que se congratulaba de haber
tenido la ocurrencia de acercarse a la oficina y avisar así a los
bomberos. «Ha sido un milagro —me pareció escuchar—, porque el
verano pasado murió una familia entera en el mismo ascensor».
Ajuar funerario, 2004.
lunes, 21 de marzo de 2022
Represéntase la brevedad de lo que se vive y cuán nada parece lo que se vivió. Francisco de Quevedo.
«¡Ah
de la vida!»... ¿Nadie me responde?
¡Aquí de los antaños
que he vivido!
La Fortuna mis tiempos ha mordido;
las
Horas mi locura las esconde.
¡Que sin poder saber cómo ni adónde
la Salud y la Edad se
hayan huido!
Falta la vida, asiste lo vivido,
y no hay
calamidad que no me ronde.
Ayer se fue; Mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin
parar un punto:
soy un fue, y un será, y un es cansado.
En el Hoy y Mañana y Ayer, junto
pañales y mortaja, y he
quedado
presentes sucesiones de difunto.
domingo, 20 de marzo de 2022
Dentro de una esmeralda. José Emilio Pacheco.
Remota herencia y tradición
familiar, allí estaba con sus aristas y sus planos. Opaca, dormida o
traslúcida, viva al ponerla a contraluz para que revelase sus
abismos, sus mares y espesuras de piedra. Un día, pasados muchos
años de no verla, la reencontré al buscar unos papeles en los
arcones del desván. Yo estaba solo, mi mujer y mis hijos habían
salido. Acaricié la esmeralda, la puse como siempre a contraluz. Vi
en su interior la miniatura perfecta de una mujer desnuda que alzaba
los brazos para suplicarme que la liberase de su prisión.
Imposible reducir mi tamaño,
descender a su encuentro, escalar los muros y los farallones de roca
verde. Sólo podía romper, hendir la esmeralda para rescatar a quien
desesperadamente lo suplicaba. Quizá el diamante de mi anillo podía
cortar la gema. Al precio de arruinar el engarce, lo desmonté con
unas pinzas. Presa de un frenesí cercano a la demencia, hice muchos
intentos de penetrar en el abismo de esa piedra. Cuando lo conseguí
al fin, la punta agudísima del diamante cortó en dos el cuerpo de
la mujer.
El tajo fue perfecto. No hubo
sangre. Se escuchó el lamento más doloroso que se ha oído jamás.
Entre llantos y gritos traté en vano de unir las dos mitades
frágiles de la muchacha. Regresó mi familia. Al encontrarme en
medio de las joyas destruidas, advirtió en mí el estallido de la
locura por tanto tiempo enjaulada como dentro de una esmeralda. Al
día siguiente me encerraron en esta celda verde traslúcida. Y
permaneceré entre sus paredes de piedra hasta que un día alguien
venga librarme con un tajo que divida en dos mitades mi cuerpo.
jueves, 17 de marzo de 2022
La mujer esqueleto. Tim Bowley.
Ya nadie recordaba qué era,
pero ella había hecho algo en contra de la voluntad de su padre, y
él la había agarrado y arrojado por el acantilado, y ella había
caído y caído hasta hundirse en el océano.
Su cuerpo se sumergió cada vez
más hondo, bailando su lenta danza de la muerte, hasta quedar
reposando sobre el lecho marino. Con el paso del tiempo los peces y
otras criaturas se comieron toda su carne mientras las conchas y los
cangrejos se alojaban en sus huesos, y durante muchos años yació
allí, mecida por las corrientes como un alga, la Mujer Esqueleto.
Creyendo que la bahía estaba
hechizada, la gente dejó de pescar allí. Un día, sin embargo, un
forastero vino a pescar en su kayac, ignorante de las tristes
leyendas que pesaban sobre esa extensión de agua. Lanzó el sedal
por la borda de su barco y el anzuelo se hundió y se hundió hasta
el fondo del océano, donde se enganchó en las costillas de la Mujer
Esqueleto. Notando algo en el extremo de su sedal, el hombre gritó:
“¡Oh-ho, ha picado un pez gordo!”, y empezó a izar su captura.
La Mujer Esqueleto sintió que algo tiraba de ella y se retorció
tratando de librarse, pero cuanto más se debatía más se enredaba.
El hombre tiró del sedal hasta
que al fin la Mujer Esqueleto fue levantada del fondo del océano
donde tanto tiempo había yacido y subió y subió, atravesando las
aguas, hacia la luz.
Cuando el hombre sitió que la
presa estaba cerca de la superficie se volvió para coger la red
pero, al girarse, dio un grito. Porque allí, en la popa del barco,
con los dientes clavados en la madera, el agua goteando de su
cabellera de algas, los cangrejos correteando por las cuencas de sus
ojos, las lapas destellando sobre sus huesos, estaba la Mujer
Esqueleto. El hombre, aterrorizado, cogió su remo, golpeó a la
espantosa aparición para arrojarla del barco y empezó a remar
desesperadamente hacia la costa, haciendo avanzar la embarcación con
todas sus fuerzas. En su pánico, no se dio cuenta de que la Mujer
Esqueleto seguía enganchada en el anzuelo y, cuando miró hacia
atrás, allí estaba ella surcando las olas tras él!
El hombre siguió remando hasta
llegar por fin a la orilla. Saltó de su kayac, agarró el sedal y
empezó a correr por el hielo. Pero cuando miró tras él vio venir,
saltando y botando por el hielo, a la Mujer Esqueleto y, por mucho
que corriera, cada vez que miraba tras de sí, allí estaba ella. El
hombre siguió corriendo y corriendo, con el corazón palpitando,
agitando las piernas, los ojos desorbitados de terror. Corrió entre
las pilas de pescado seco y, mientras se deslizaba entre ellas, la
Mujer Esqueleto extendió una mano huesuda, cogió un pescado y se lo
comió.
El hombre siguió corriendo
hasta que al fin, exhausto, temblando, aterrorizado, llegó a su
iglú. Se arrojó por la puerta a la oscuridad del interior y durante
largo tiempo quedó allí jadeando, libre al fin del horror de la
Mujer Esqueleto. Finalmente, el hombre se recuperó un poco y
encendió el fuego; pero entonces chilló, porque allí, en el iglú
con él, estaba la Mujer Esqueleto. Sus huesos estaban todos
enredados del viaje, tenía una pierna dentro de la caja torácica y
la otra detrás de la cabeza; todavía goteaba agua de su pelo de
algas, y los percebes de sus dientes sonrientes destellaban a la luz
del fuego.
Al mirarla, el hombre se dio
cuenta de que no podía escapar de ella. Y, tal vez porque era un
hombre solitario, al aceptar su destino, algo se conmovió en su
interior y sintió compasión por ella. Se arrastró hasta la mujer
musitando palabras tranquilizadoras y le colocó suavemente los
huesos hasta que cada uno estuvo en su lugar. Luego, cogió una
túnica de piel de foca y se la puso sobre los hombros, y después,
agotado por las aventuras del día, se metió en la cama y se durmió.
La Mujer Esqueleto se quedó
sentada inmóvil, alerta, observando al hombre dormido, sin atreverse
a hacer un solo ruido por temor a enfurecerle y que él también la
agarrara y la arrojara fuera, como había hecho su padre tanto tiempo
atrás.
Mientras el hombre dormía, tuvo
un sueño y ese sueño hizo brotar una lágrima que se deslizó por
su mejilla. Viendo la lágrima, la Mujer Esqueleto sintió en ella la
sed de los siglos y se arrastró hasta el hombre dormido, le acercó
la boca huesuda al rostro y empezó a beberse la lágrima. A medida
que bebía, esa lágrima se convirtió en un río y ella bebió y
bebió, hasta que al fin su sed quedó aplacada.
Luego, la Mujer Esqueleto empezó
a cantar una canción, una canción tan antigua como los cristales de
hielo que la rodeaban y, mientras cantaba, deslizó una mano huesuda
bajo las sábanas, la metió en el pecho del hombre dormido y sacó
su corazón palpitante. Y cantando con voz cada vez más fuerte,
acarició sus huesos con el corazón del hombre.
Se acarició la cara; cantó
pidiendo carne; cantó pidiendo ojos, nariz, labios; cantó pidiendo
orejas; cantó pidiendo pelo; cantó pidiendo brazos; cantó pidiendo
manos; cantó pidiendo pechos, cantó pidiendo corazón; cantó
pidiendo estómago y órganos internos; cantó pidiendo piernas y
pies veloces; cantó pidiendo una hendidura entre las piernas y todas
las cosas que una mujer necesita.
Cuando estuvo completa, la Mujer
Esqueleto cantó para desnudar al hombre dormido y se metió en la
cama junto a él. Después hundió la mano en su propio pecho, se
sacó el corazón y lo puso con cuidado dentro del pecho del hombre
dormido, y el corazón de él lo metió en el suyo. Por la mañana,
al despertar, estaban los dos entrelazados en un abrazo de amor
eterno.
Y desde aquel día vivieron
juntos. Cada vez que salían de pesca, las criaturas del océano se
entregaban libremente a la Mujer Esqueleto, que había vivido entre
ellas tanto tiempo. Y el hombre y la Mujer Esqueleto vivieron felices
muchos años.
Semillas al viento. Cuentos del mundo, 2001.
lunes, 14 de marzo de 2022
Usher II. Ray Bradbury.
—«Durante
todo un día de otoño, triste, oscuro y silencioso, cuando las nubes
colgaban opresivas y bajas en los cielos, yo había estado cruzando,
montado a caballo, una región singularmente lóbrega, y de pronto,
cuando ya se cerraban las sombras de la noche, me encontré delante
de la melancólica Casa Usher…»
El señor William Stendahl dejó de recitar. Allí, sobre una
colina baja y negra, estaba la Casa, y la piedra angular tenía una
inscripción: 2005 A.D.
—Ya está terminada —dijo el señor Bigelow, el arquitecto—.
Aquí tiene la llave, señor Stendahl.
Las dos figuras se alzaban inmóviles en la tranquila tarde
otoñal. Los planos azules crujían sobre la hierba de color de
cuervo.
—La Casa Usher —dijo el señor Stendahl con satisfacción—.
Proyectada, construida, comprada, pagada. ¿El señor Poe no estaría
encantado?
El señor Bigelow entornó los ojos.
—¿Era esto lo que quería, señor?
—¡Sí!
—¿El color está bien? ¿Es desolado y terrible?
—¡Muy desolado, muy terrible!
—¿Las paredes son… lívidas?
—¡Asombrosamente lívidas!
—¿La laguna es bastante negra y siniestra?
—Increíblemente negra y siniestra.
—Y los juncos, no sé si sabe usted, señor Stendahl, que los
hemos teñido, ¿tienen ahora el color gris y ébano apropiado?
—¡Son horribles!
El señor Bigelow consultó sus planos arquitectónicos.
—La Casa, la laguna, el suelo, señor Stendahl, «¿enfrían y
acongojan el corazón, entristecen el pensamiento»?
—Señor Bigelow, vale lo que cuesta, hasta el último centavo.
Dios mío, ¡qué hermosa es!
—Gracias. He tenido que trabajar a ciegas. Por fortuna, tenía
usted sus propios cohetes, o no hubiésemos podido traer la mayor
parte del equipo. Ya habrá observado usted el permanente crepúsculo,
el invariable mes de octubre, la tierra desnuda, estéril, muerta.
Hemos trabajado mucho. Matamos todo. Diez mil toneladas de DDT. No ha
quedado una rana, una víbora, ni siquiera una mosca marciana.
Crepúsculo permanente, señor Stendahl, estoy orgulloso. Unas
máquinas ocultas oscurecen el sol. Todo es siempre adecuadamente
«siniestro».
Stendahl respiró la tristeza, la opresión, los vapores
pestilentes, toda la «atmósfera» tan delicadamente concebida y
adaptada. ¡Y la Casa! ¡Ese horror tambaleante, la laguna maléfica,
los hongos, la extendida putrefacción! ¿Quién podía adivinar si
era o no de material plástico?
Stendahl miró el cielo de otoño. En algún sitio, allá arriba,
más allá, muy lejos, estaba el sol. En algún sitio era abril en
Marte, un mes amarillo de cielo azul. En algún sitio, allá arriba,
descendían las naves con una estela de llamas, dispuestas a
civilizar un planeta maravillosamente muerto. Pero el fragor de los
cohetes no llegaba a este mundo sombrío y silencioso, a este antiguo
mundo otoñal y a prueba de ruidos.
—Ahora que mi tarea ha terminado —dijo el señor Bigelow,
intranquilo—, ¿puedo preguntarle qué va a hacer usted con todo
esto?
—¿Con Usher? ¿No lo ha adivinado?
—No.
—¿El nombre de Usher no significa nada para usted?
—Nada.
—Bueno, ¿y este nombre: Edgar Allan Poe?
El señor Bigelow meneó la cabeza.
—Por supuesto —gruñó delicadamente el señor Stendahl, con
desaliento y desprecio a la vez—. ¿Cómo pude pensar que conoce al
bendito señor Poe? Murió hace mucho tiempo, antes que Lincoln.
Quemaron todos sus libros en la Gran Hoguera. Hace ya treinta años…
—Ah —dijo juiciosamente el señor Bigelow—. ¡Uno de
aquellos!
—Sí, Bigelow, uno de aquellos. Allí ardieron Poe y Lovecraft y
Hawthorne y Ambrose Bierce, y todos los cuentos de miedo, de fantasía
y de horror, y con ellos los cuentos del futuro. Implacablemente. Se
dictó una ley. Oh, no era casi nada al principio. Mil novecientos
cincuenta y mil novecientos sesenta. Primero censuraron las revistas
de historietas, las novelas policiales, y por supuesto, las
películas, siempre en nombre de algo distinto: las pasiones
políticas, los prejuicios religiosos, los intereses profesionales.
Siempre había una minoría que tenía miedo de algo, y una gran
mayoría que tenía miedo de la oscuridad, miedo del futuro, miedo
del presente, miedo de ellos mismos y de las sombras de ellos mismos.
—Ya.
—Tenían miedo de la palabra «política», que entre los
elementos más reaccionarios acabó por ser sinónimo de comunismo,
de modo que pronunciar esa palabra podía costarle a uno la vida. Y
apretando un tornillo aquí y una tuerca allá, presionando,
sacudiendo, tironeando, el arte y la literatura fueron muy pronto
como una gran pasta de caramelo, retorcida y aplastada, sin
consistencia y sin sabor. Poco después las cámaras cinematográficas
se detuvieron, los teatros quedaron a oscuras, y de las imprentas que
antes inundaban el mundo con un Niágara de material de lectura,
brotó una materia inofensiva e insípida, como de un cuentagotas.
¡Oh, hasta el «entretenimiento» era extremista, se lo aseguro!
—¿De veras?
—Así es. El hombre, decían, ha de afrontar la realidad. ¡Ha
de afrontar el Aquí y el Ahora! Todo lo demás tiene que
desaparecer. ¡Las hermosas mentiras literarias, las ilusiones de la
fantasía, han de ser derribadas en pleno vuelo! Y las alinearon
contra la pared de una biblioteca un domingo por la mañana, hace
treinta años. Alinearon a Santa Claus, y al jinete sin Cabeza, y a
Blanca Nieves y Pulgarcito, y a Mi Madre la Oca… Oh, ¡qué
lamentos!, y quemaron los castillos de papel y los sapos encantados y
a los viejos reyes, y a todos los que «fueron eternamente felices»,
pues estaba demostrado que nadie fue eternamente feliz, y el «había
una vez» se convirtió en «no hay más». Y las cenizas del
fantasma Rickshaw se confundieron con los escombros del país de Oz,
e hicieron unos paquetes con los huesos de Ozma y Glinda la Buena, y
destrozaron a Polícromo en un espectroscopio y sirvieron a Jack
Cabeza de Calabaza con un poco de merengue en el baile de los
biólogos. La Bella Durmiente despertó con el beso de un hombre de
ciencia y expiró con el fatal pinchazo de su jeringa. Hicieron que
Alicia bebiera algo de una botella que la devolvió a un tamaño
donde no podía seguir gritando «más curioso y más curioso» y
rompieron el Espejo de un martillazo y acabaron con el Rey Rojo y la
Ostra.
El señor Stendahl apretó los puños, jadeante, el rostro
enrojecido. ¡Oh Dios, no había pasado tanto tiempo!
En cuanto al señor Bigelow, la larga explosión del señor
Stendahl lo había dejado estupefacto. Al fin parpadeó y dijo:
—Lo siento. No sé de qué me habla usted. Sólo nombres para
mí. He oído decir que la Gran Hoguera fue una cosa buena.
—¡Fuera! —gritó Stendahl—. ¡Su trabajo ha terminado, y
ahora déjeme solo, idiota!
El señor Bigelow llamó a los carpinteros y se alejó.
El señor Stendahl se quedó solo ante la Casa.
—Oídme todos —les dijo a los invisibles cohetes—. Vine a
Marte para alejarme de vosotros, gente de Mente Limpia, pero llegáis
en enjambres cada vez más espesos, como moscas a la carroña. Pues
bien, ha llegado mi hora. Os daré una buena lección por lo que le
hicisteis al señor Poe en la Tierra. ¡Desde hoy, cuidado! ¡La Casa
Usher está abierta!
Y alzó al cielo un puño amenazante.
El hombre salió del cohete con aire despreocupado. Le echó una
mirada a la Casa, y una expresión de irritación y disgusto le
ensombreció los ojos grises. Cruzó el foso y se acercó al
hombrecito que esperaba allí.
—¿Usted es Stendahl? Yo soy Garrett, inspector de Climas
Morales.
—¿De modo que al fin llegaron a Marte, ustedes los del Clima
Moral? Me estaba preguntando cuándo aparecerían.
—Llegamos la semana pasada. Muy pronto todo será aquí limpio y
ordenado como en la Tierra —dijo Garrett, y sacudió irritado una
tarjeta de identidad, señalando la Casa—. ¿Por qué no me dice
que es esto, Stendahl?
—Un castillo encantado, si le parece.
—No me gusta, Stendahl, no me gusta. El sonido de esa palabra,
encantado.
—No es nada complicado. En el año de gracia dos mil cinco, he
construido un santuario mecánico: murciélagos de cobre que vuelan
en rayos electrónicos, ratas de bronce que corretean por sótanos de
material plástico, esqueletos robots que bailan, vampiros robots,
arlequines, lobos, fantasmas blancos, productos todos de la química
y el ingenio del hombre.
—Lo que me temía —dijo Garrett sonriendo pacíficamente—.
Tendremos que echar abajo la casa, señor Stendahl.
—Sabía que vendrían ustedes, tan pronto como se enteraran.
—Hubiera venido antes, pero en Climas Morales queríamos estar
seguros de las intenciones de usted. Los desmanteladores y la brigada
de incendios, podemos tenerlos aquí a la hora de la cena. Y a
medianoche no quedará de su Casa ni los cimientos. Señor Stendahl,
me parece usted un poco bobo. Gastar en una tontería dinero ganado
con trabajo. Por lo menos le ha costado a usted tres millones de
dólares.
—Cuatro millones. Pero en mi juventud, señor Garrett, heredé
veinticinco millones. Me puedo permitir este gasto. Es una lástima,
sin embargo, haber terminado la Casa no hace más de una hora y que
ya se precipiten sobre ella usted y sus desmanteladores ¿No podría
dejarme disfrutar de mi juguete durante digamos, veinticuatro horas?
—Ya conoce usted la ley. Es muy estricta. Nada de libros, nada
de Casas, nada que pueda sugerir de alguna manera fantasmas,
vampiros, hadas y otras criaturas de la imaginación.
—¡Pronto quemarán a los Babbitt!
—Usted nos dio mucho que hacer, señor Stendahl. Consta en
nuestros registros. Hace veinte años. En la Tierra. Usted y su
biblioteca.
—Sí, yo y mi biblioteca. Y unos pocos más como yo. Oh, ya
nadie se acordaba de Poe, de Oz y de los otros. Pero yo tenía mi
pequeño refugio. Unos pocos ciudadanos conservamos nuestras
bibliotecas hasta que llegaron ustedes, con antorchas e
incineradores, y destrozaron y quemaron mis cincuenta mil libros. Un
día atravesaron también con un palo el corazón del día de Todos
los Muertos, y les dijeron a los productores de cine que si querían
hacer algo se limitasen a repetir y a repetir, una y otra vez, a
Ernest Hemingway. ¡Dios santo, cuántas veces he visto Por quién
doblan las campanas! Treinta versiones diferentes. Todas
realistas. ¡Oh, el realismo! ¡Oh el aquí, oh el ahora, oh el
infierno!
—Es inútil amargarse.
—Señor Garrett, usted tiene que presentar un informe completo,
¿no es así?
—Sí.
—Aunque sólo sea por curiosidad, entre y mire un rato. No
tardaremos más de un minuto.
—Muy bien. Guíeme. Y nada de trampas. Estoy armado.
La puerta de la Casa Usher se abrió rechinando, y dejó escapar
un viento de humedad, y se oyeron unos gemidos y unos suspiros muy
hondos, como si grandes fuelles subterráneos respiraran en lejanas
catacumbas.
Una rata corrió por el suelo de piedra. Garrett, gritando, le dio
un puntapié. La rata rodó, y de su piel de nailon brotó una
increíble horda de moscas metálicas.
—¡Asombroso! —Garrett se inclinó y miró.
Una vieja bruja estaba sentada en un nicho y barajaba con
temblorosas manos de cera un mazo anaranjado y azul de naipes de
Tarot. Sacudió la cabeza, y le siseó a Garrett a través de la boca
desdentada, golpeando los naipes grasientos con las puntas de los
dedos.
—¡La muerte! —gritó.
—A esto, precisamente, me refería —dijo Garrett—.
¡Deplorable!
—Permitiré que usted mismo la queme.
—¿De veras? —dijo Garrett satisfecho. En seguida frunció el
entrecejo—. He de reconocer que se lo toma usted muy bien.
—Me basta haber podido crear este sitio. Poder decir que lo
hice. Decir que he creado un ambiente medieval en un mundo moderno e
incrédulo.
—Yo mismo no puedo dejar de admirar el genio inventivo de usted,
señor.
Garrett miró una niebla que pasaba, susurrando y susurrando, y
que parecía una hermosa y vaporosa mujer. En el fondo de un pasillo
húmedo giraron unas ruedas, y como hilos de caramelo lanzados por
una máquina centrífuga, las neblinas flotaron murmurando en los
aposentos silenciosos.
Un gorila brotó de la nada.
—¡Cuidado! —gritó Garrett.
Stendahl golpeó levemente el pecho negro del gorila.
—No tema. Un robot. Cobre y otros materiales, como la bruja.
¿Ve? —Tocó la piel descubriendo unos tubos de metal.
—Sí. —Garrett alargó tímidamente una mano—. Pero ¿por
qué? ¿Por qué todo esto, señor Stendahl? ¿Qué lo obsesiona?
—La burocracia, señor Garrett. Ahora no puedo explicárselo.
Pero el gobierno lo sabrá muy pronto. —Y Stendahl hizo una seña
al gorila—. Bien. Ahora.
El gorila mató al señor Garrett.
—¿Estamos listos, Pikes?
Pikes, inclinado sobre la mesa, alzó los ojos.
—Sí, señor.
—Ha hecho usted un espléndido trabajo.
—Bueno, para eso me pagan, señor —dijo Pikes suavemente
mientras levantaba el párpado de plástico del robot y ajustaba con
precisión el ojo de vidrio a los músculos de goma—. Ya está.
—La vera efigie del señor Garrett.
Pikes señaló la mesa rodante donde yacía el cadáver del
verdadero señor Garrett.
—¿Qué hacemos con él, señor?
—Quémelo, Pikes. No necesitamos dos Garrett, ¿no es cierto?
Pikes arrastró la mesa hasta el incinerador de ladrillo.
—Adiós —dijo, metió dentro al señor Garrett y cerró la
puerta.
—Adiós.
Stendahl miró al robot.
—¿Recuerda las instrucciones, Garrett?
—Sí, señor. —El robot se sentó en la mesa muy tieso—.
Vuelvo a Climas Morales. Redactaré un informe complementario.
Demoren intervención cuarenta y ocho horas. Continúo investigando.
—Bien, Garrett. Adiós.
El robot corrió hacia el cohete de Garrett, entró, y se fue
volando.
Stendahl se volvió.
—Bueno, Pikes, ahora enviaremos las últimas invitaciones para
esta noche. Creo que nos divertiremos, ¿no es cierto?
—Teniendo en cuenta que hemos esperado veinte años, ¡será
toda una fiesta! —Se guiñaron los ojos.
Las siete. Stendahl miró su reloj. Era casi la hora. Hizo girar
la copa de jerez en la mano, y luego se sentó, tranquilamente. Sobre
él, entre las vigas de roble, los murciélagos, de delicados huesos
de cobre ocultos bajo la carne de caucho, chillaban y lo miraban
parpadeando. Stendahl levantó la copa hacia ellos.
—Por nuestro éxito —dijo.
Y reclinándose en el sofá cerró los ojos y consideró otra vez
el asunto. Con qué placer recordaría esta noche cuando fuera viejo.
El gobierno antiséptico pagaba al fin sus conflagraciones y sus
terrores literarios. Oh, cómo habían crecido en él la furia y el
odio a lo largo de los años. Oh, cómo el plan había cobrado forma
lentamente en su mente aletargada, hasta el día en que había
conocido a Pikes, tres años atrás.
Ah, sí, Pikes. Pikes, corroído por una amargura profunda, como
un oscuro pozo de ácido verde. ¿Quién era Pikes? El más grande de
todos. Pikes, el hombre de diez mil caras, una furia, una humareda,
una niebla azul, una lluvia blanca, un murciélago, una gárgola, un
monstruo, ¡eso era Pikes! ¿Superior a Lon Chaney, padre? Stendahl,
que había visto a Lon Chaney noche tras noche, en películas viejas,
muy viejas, meditó unos instantes. Sí, superior a Chaney. ¿Superior
a aquella otra vieja momia? ¿Cómo se llamaba? ¿Karloff? Muy
superior. ¿Lugosi? La comparación era odiosa. No, no había más
que un Pikes. Y le habían prohibido todas sus fantasías. No había
lugar para él en la Tierra, ni gente que pudiera admirarlo. ¡Ni
siquiera podía representar ante un espejo, ante sí mismo!
¡Pobre, imposible y derrotado Pikes! ¡Qué habrás sentido,
Pikes, aquella noche en que arrancaron tus películas de las cámaras,
como si les sacaran las entrañas, tus propias entrañas, para
arrojarlas luego en rollos y pilas a las llamas de un horno! ¿Habrás
sufrido tanto como yo cuando destruyeron mis cincuenta mil libros sin
una disculpa? Sí, sí. Stendahl sintió que una furia insensata le
helaba las manos. Cómo no iba a ser natural que en incontables
medias noches conversaran consumiendo interminables cafeteras, y que
de esas conversaciones y de ese fermento amargo saliera… la Casa
Usher.
Se oyeron las campanadas de una gran iglesia. Llegaban los
invitados.
Stendahl, sonriendo, fue a recibirlos.
Adultos sin memoria, los robots esperaban. Vestidos de seda verde
como los charcos de los bosques, envueltos en sedas del color de las
ranas y los helechos, ellos esperaban. Envueltos en pieles amarillas,
como el sol y la arena, los robots esperaban. Aceitados, con huesos
de tubos de bronce sumergidos en gelatina. En cajas de madera, en
ataúdes fabricados para los que no estaban vivos ni muertos, los
metrónomos esperaban que los pusieran en marcha. Un olor de
lubricación y bronces torneados. Un silencio de cementerio.
Sexuados, pero sin sexo, los robots. Nominados, pero sin nombre, con
todas las características humanas menos la humanidad, en una muerte
que ni siquiera era muerte, ya que nunca había sido vida, los robots
miraban fijamente las tapas cerradas de sus cajas, esas cajas en las
que alguien había grabado las letras E.O.B. Y de pronto rechinaron
los clavos. De pronto se levantaron las tapas, hubo sombras en las
cajas, y una mano apretó una lata de aceite. Se oyó el leve tictac
de un reloj, luego otro y otro, hasta que el sótano se convirtió en
una inmensa y ronroneante relojería. Los párpados de goma se
abrieron y descubrieron los ojos de mármol; las narices palpitaron;
los robots se levantaron vestidos con una velluda piel de mono, o una
piel blanca de conejo; Tweedledum detrás de Tweedledee, la Tortuga y
el Ratón, cadáveres de ahogados en un mar de sal y algas, ahorcados
de rostros violáceos y ojos desorbitados y viscosos, seres de hielo
y de ardientes oropeles, enanos de arcilla y gnomos de pimienta,
Tik-Tok, Ruggedo, Santa Claus precedido por un torbellino de nieve,
Barba Azul con patillas de acetileno, y nubes sulfurosas con lenguas
de fuego verde, y por último un dragón gigantesco y escamoso que
llevaba un horno en el vientre cruzó la puerta con un grito, un
rugido, un silencio, un torrente, una ráfaga. Diez mil tapas
cayeron. La relojería invadió Usher. La noche estaba encantada.
Una cálida brisa pasó sobre el paisaje. Los invitados llegaron
en cohetes que abrasaban el cielo y transformaban el otoño en
primavera.
Los hombres vestidos de etiqueta salieron de los cohetes, y detrás
de ellos salieron las mujeres con peinados muy altos y complicados.
—¡Así que esto es Usher!
—¿Pero dónde está la puerta?
En ese momento apareció Stendahl. Las mujeres reían y
parloteaban. El señor Stendahl levantó una mano imponiendo
silencio. Se volvió, miró una alta ventana de castillo y llamó:
—Rapunzel, Rapunzel, suéltate el pelo.
Y allá arriba, una hermosa doncella se inclinó sobre el viento
de la noche, y se soltó el cabello dorado. Y el cabello flotó y se
retorció y fue una escalera, y los invitados subieron riendo, y
entraron en la Casa.
¡Muy eminentes sociólogos! ¡Inteligentes psicólogos!
¡Tremendamente importantes políticos, bacteriólogos y neurólogos!
Allí estaban, entre paredes húmedas.
—¡Bienvenidos!
El señor Tyron, el señor Owen, el señor Dunne, el señor Lang,
el señor Steffen, el señor Fletcher, y dos docenas más.
—Pasen, pasen.
La señorita Gibbs, la señorita Pope, la señorita Churchill, la
señorita Blunt, la señorita Drummond y una veintena de otras
resplandecientes mujeres.
Personas eminentes, sí, eminentes todas ellas, miembros de la
Sociedad de Represión de la Fantasía, enemigos de la fiesta de
Todos los Muertos y del día de Guy Fawkes, cazadores de murciélagos,
incendiarios de libros, portadores de antorchas; ciudadanos pacíficos
y limpios, ciudadanos que habían, todos ellos, esperado a que los
hombres toscos llegaran a Marte, enterraran a los marcianos,
limpiaran las ciudades, construyeran pueblos, repararan las
carreteras y suprimieran todos los peligros. Después, cuando ya todo
estaba tranquilo, vinieron ellos, los aguafiestas, gentes con ojos de
color de yodo y sangre de mercuriocromo a imponer sus Climas Morales,
a repartir bondad. ¡Y ésos eran los amigos de Stendahl! Sí, con
cuidado, con mucho cuidado, los había buscado, uno por uno, y en el
último año pasado en la Tierra se había hecho amigo de todos
ellos.
—¡Bienvenidos a las antesalas de la Muerte! —les gritó.
—Hola, Stendahl, ¿qué es esto?
—Ya lo verán. Que se desvista todo el mundo. Entren en estos
cuartos y cámbiense de ropa. Los hombres aquí, las mujeres allá.
Los invitados, un poco intranquilos, no se movieron.
—No sé si debemos quedarnos —dijo la señorita Pope—. No me
gusta el aspecto de todo esto. Es casi… una blasfemia.
—¡Qué tontería! Es un baile de disfraz.
—Parece algo ilegal —gruñó el señor Steffens.
Stendahl se echó a reír.
—Vamos, vamos, diviértanse. Mañana todo esto será una ruina.
Entren en los cuartos.
La Casa resplandeció, de vida y color. Los arlequines corrían
con gorros de cascabeles; los ratones blancos bailaban unas
cuadrillas al compás de una música que unos enanos tocaban con
arcos diminutos en violines diminutos; en las vigas chamuscadas
ondeaban los banderines, nubes de murciélagos volaban entre unas
gárgolas, y de las bocas de las gárgolas salía un vino fresco,
puro y espumante. Un arroyo serpenteaba por las siete salas del baile
de máscaras. Los invitados lo probaban y descubrían que era jerez.
Los invitados salían de los cuartos transformados en personajes de
otra época, con los rostros cubiertos por antifaces, perdiendo al
ponerse las máscaras todo derecho a querellarse con la fantasía y
el terror. Las mujeres vestidas de rojo se reían desplazándose por
los salones. Los hombres las cortejaban bailando. Y en las paredes
había sombras, aun donde no había cuerpos, y aquí y allá había
espejos que no reflejaban ninguna imagen.
—¡Todos nosotros vampiros! —rió el señor Fletcher—.
¡Muertos!
Las siete salas eran de distinto color: una azul, una morada, una
verde, una anaranjada, una blanca, una violeta, y la última
amortajada en terciopelo negro. En esta sala negra un reloj de ébano
daba sonoramente la hora. Y los invitados, ya casi borrachos, corrían
por las salas entre fantásticos robots, entre ratones y Sombrereros
Locos, gnomos y gigantes, Gatos Negros y Reinas Blancas, y bajo los
pies de los bailarines el suelo latía pesadamente como un oculto
corazón delator.
—Señor Stendahl.
Un murmullo.
—Señor Stendahl.
Un monstruo, con el rostro de la Muerte, se detuvo junto a
Stendahl. Era Pikes.
—Quiero hablar con usted.
—¿Qué pasa?
Pikes extendió una mano esquelética con unas cuantas ruedas,
tuercas, tornillos y pernos calcinados o fundidos a medias.
Stendahl los contempló largamente. Luego llevó a Pikes a un
pasillo.
—¿Garrett? —susurró.
Pikes asintió.
—Ha mandado a un robot. Cuando limpié el horno, encontré esto.
Pikes y Stendahl miraron las fatídicas piezas.
—Esto significa que la policía llegará en cualquier momento
—dijo Pikes—. Y arruinarán nuestros planes.
Stendahl observó a los bailarines; un torbellino de gente
amarilla, anaranjada y azul. La música barría los salones
neblinosos.
—No sé. Tendría que haber adivinado que Garrett no vendría en
persona. No es tan tonto. Pero, espere…
—¿Qué pasa?
—Nada. No pasa nada. Garrett nos envió un robot. Bien, pero
nosotros le enviamos otro… Si no lo examina con cuidado, no notará
la diferencia.
—¡Por supuesto!
—La próxima vez vendrá él mismo, pues pensará que no hay
peligro. Es posible que se presente en cualquier momento, ¡en
persona! ¡Más vino, Pikes!
Se oyó un enorme tañido.
—Apuesto a que es él. Hágalo pasar.
Rapunzel se soltó el cabello dorado.
—¿El señor Stendahl?
—¿El señor Garrett? ¿El verdadero señor Garrett?
Garrett examinó las paredes húmedas y a la gente que daba
vueltas.
—El mismo. He creído conveniente una inspección personal. No
se puede confiar en los robots, menos aún en los ajenos. Antes de
salir para aquí he citado a los desmanteladores. Llegarán dentro de
una hora, preparados para echar abajo esta horrible guarida.
Stendahl se inclinó ceremoniosamente.
—Gracias por advertírmelo. Mientras tanto, podría usted
divertirse. ¿Un poco de vino?
—No, gracias. ¿Qué pasa aquí? ¿A qué extremos puede llegar
un hombre?
—Véalo usted mismo, señor Garrett.
—El crimen —dijo Garrett.
—El más repugnante.
Una mujer chilló. La señorita Pope llegó corriendo, con la cara
blanca como un queso.
—¡Ha ocurrido algo horrible! ¡Un mono ha estrangulado a la
señorita Blunt y la ha metido en una chimenea!
Stendahl y Garrett se volvieron y vieron una larga cabellera
amarilla desparramada al pie de la chimenea. Garrett dio un grito.
—¡Horroroso! —sollozaba la señorita Pope. De pronto dejó de
llorar. Parpadeó y miró—. ¡Señorita Blunt!
—Sí, aquí estoy —dijo la señorita Blunt.
—¡Pero si acabo de ver cómo la metían en la chimenea!
—No —dijo la señorita Blunt riéndose—. Era un robot. Un
perfecto facsímil.
—Pero, pero…
—No llore, querida. Estoy perfectamente bien. Voy a verme a mí
misma. ¡Pues sí, aquí estoy! En la chimenea, como usted dijo.
Tiene gracia, ¿eh?
Y la señorita Blunt se fue, riéndose.
—¿Quiere un vaso de vino, Garrett?
—Creo que sí. Este asunto me ha puesto los nervios de punta.
Dios mío, qué lugar. Merece verdaderamente que lo echemos abajo.
Durante un momento creí…
Garrett bebió. Otro alarido. El piso se abrió mágicamente y
cuatro conejos blancos descendieron por una escalera llevando en
hombros al señor Steffens. Y allá fue el señor Steffens, al fondo
de un foso, y allá lo dejaron amordazado y atado, bajo la cuchilla
de acero de un gran péndulo oscilante que ahora descendía y
descendía, acercándose cada vez más al cuerpo ultrajado del señor
Steffens.
—¿Soy yo el que está ahí abajo? —preguntó el señor
Steffens apareciendo al lado de Garrett. Se inclinó sobre el pozo—.
Qué extraño, qué curioso es verse morir.
El péndulo dio un golpe final.
—Qué realismo —dijo Steffens alejándose.
—Otro vaso de vino, señor Garrett.
—Sí, por favor.
—Esto no durará. Pronto llegarán los desmanteladores.
—Gracias a Dios.
Y por tercera vez, un grito.
—¿Ahora qué? —dijo Garrett, receloso.
—Ahora me toca a mí —dijo la señorita Drummond—. Miren.
Y poco después una segunda señorita Drummond chillaba dentro de
un ataúd mientras la metían debajo del suelo, en una tierra húmeda.
—Pero cómo, yo recuerdo esto —jadeó el investigador de
Climas Morales—. Estaba en los viejos libros prohibidos. El
enterramiento prematuro. Y lo demás. La fosa, el péndulo, y el
mono, la chimenea y los asesinatos de la calle Morgue. ¡Sí! ¡En
uno de los libros que quemé!
—Otro trago, Garrett. No mueva la copa.
—¡Dios mío, qué imaginación!
Y en seguida vieron morir a otros cinco. Uno en la boca de un
dragón, los otros arrojados a las aguas negras de una laguna, donde
se hundieron y desaparecieron.
—¿Le gustaría ver lo que hemos proyectado para usted?
—preguntó Stendahl.
—¿Por qué no? ¿Qué importa? Pronto vamos a destruir este
infierno. Es usted horrible, Stendahl.
—Venga por aquí.
Y Stendahl llevó abajo a Garrett, a través de numerosos
pasillos, y otra vez más abajo por escaleras de caracol, hacia el
interior de la tierra, hacia las catacumbas.
—¿Qué quiere mostrarme? —preguntó Garrett.
—Su propia muerte.
—¿La muerte de mi doble?
—Sí. Y otra cosa.
—¿Qué?
—El Amontillado —dijo Stendahl adelantándose y alzando una
linterna deslumbrante.
Unos esqueletos se asomaban levantando las tapas de los ataúdes.
Garrett, con un gesto de repugnancia, se llevó una mano a la nariz.
—¿El qué?
—¿No ha oído hablar usted del Amontillado?
—No.
—¿No reconoce usted eso? —Stendahl le señaló una celda.
—¿Tendría que reconocerlo?
Stendahl sonrió y sacó de entre los pliegues de su capa una
paleta de albañil.
—¿Y esto?
—¿Qué es?
—Venga.
Entraron en la celda y Stendahl encadenó a Garrett, que estaba
casi borracho.
—Por Dios, ¿qué hace usted? —gritó Garrett sacudiendo las
cadenas.
—Me siento irónico. No interrumpa a un hombre que se siente
irónico. No sea descortés. Ya está.
—¡Me ha encadenado!
—Es cierto.
—Pero ¿qué pretende?
—Dejarlo en esta celda.
—Usted bromea.
—Una broma muy graciosa.
—¿Dónde está mi doble? ¿No vamos a ver cómo lo matan?
—No hay doble.
—Pero ¿y los otros?
—Los otros están muertos. Los que usted vio matar eran los
verdaderos. Los dobles, los robots, miraban solamente.
Garrett calló.
—Ahora usted debe decir: «¡Por amor de Dios, Montresor!»
—continuó Stendahl—. Y yo contestaré: «¡Sí, por amor de
Dios!». ¿No quiere usted decirlo? Vamos. Dígalo.
—Imbécil.
—¿Tengo que repetírselo? Dígalo. Diga: «¡Por amor de Dios,
Montresor!».
Garrett se sentía más despejado.
—No lo diré, idiota. Sáqueme de aquí.
—Póngase eso —dijo Stendahl, tirándole algo que
campanilleaba y tintineaba.
—¿Qué es?
—Un gorro de cascabeles. Póngaselo y quizá lo deje salir.
—¡Stendahl!
—Le he dicho que se lo ponga.
Garrett obedeció. Los cascabeles repicaron.
—¿No siente usted como si esto hubiera sucedido antes?
—preguntó Stendahl, y comenzó a trabajar con la paleta, un
mortero y unos ladrillos.
—¿Qué hace?
—Estoy amurallándolo. Ya hay una hilera. Ahora va otra.
—¡Usted está loco!
—No lo discuto.
Stendahl mojó un ladrillo en el mortero, cantando entre dientes.
Ahora había golpes y gritos y llantos en la celda cada vez más
oscura. La pared crecía lentamente.
—Un poco más de ruido, por favor —dijo Stendahl—.
Representemos bien la escena.
—¡Déjeme salir! ¡Déjeme salir!
Sólo faltaba un ladrillo. Los gritos eran ahora continuos.
—¿Garrett? —llamó Stendahl en voz baja. Garrett calló—.
¿Sabe usted por qué le hago esto? Porque quemó los libros del
señor Poe sin haberlo leído. Le bastó la opinión de los demás.
Si hubiera leído los libros, habría adivinado lo que yo le iba a
hacer, cuando bajamos hace un momento. La ignorancia es fatal, señor
Garrett.
Garrett no replicó.
—Quiero que esto sea perfecto —dijo Stendahl levantando la
linterna para que la luz cayera sobre la encogida figura de Garrett—.
Agite suavemente los cascabeles. —Los cascabeles tintinearon—.
Ahora diga usted: «¡Por amor de Dios, Montresor!»; es posible que
lo deje salir.
La luz de la linterna alumbró la cara de Garrett. Garrett titubeó
y luego dijo grotescamente:
—Por amor de Dios, Montresor.
—Ah —exclamó Stendahl con los ojos cerrados. Colocó el
último ladrillo y lo aseguró con una capa de cemento—. Requiescat
in pace, querido amigo.
Salió de prisa de la catacumba.
El sonido de un reloj de medianoche hizo que todo se detuviera en
las siete salas de la Casa.
Apareció la Muerte Roja.
Stendahl se volvió un momento en el umbral y luego echó a correr
fuera de la Casa, más allá del foso, donde esperaba un helicóptero.
—¿Listo, Pikes?
—Listo.
—¡Vamos allá!
Miraron la Casa, sonriendo. Las paredes empezaron a abrirse por el
medio, como en un terremoto, y mientras Stendahl observaba la
magnífica escena, oyó a Pikes que recitaba detrás de él en un
tono bajo y cadencioso:
—«Cuando vi que las enormes paredes se hundían, sentí un
vértigo… Se oyó un largo ruido tumultuoso, como la voz de
innumerables cataratas, y la laguna profunda y oscura que había a
mis pies se cerró triste y silenciosamente sobre las ruinas de la
casa Usher».
El helicóptero se elevó sobre las aguas hirvientes del lago y
voló hacia el oeste.
Crónicas marcianas, 2005.