El
domingo por la mañana, a las 9:30, llamó a la puerta. Recuerdo la
hora con exactitud porque yo había terminado de desayunar y había
conectado la radio para escuchar noticias de la guerra. Al parecer,
habían descubierto otro navío soviético, esta vez en la bahía de
Charleston y con un dispositivo atómico a bordo. Los servicios de
vigilancia costera y las fuerzas aéreas se hallaban en estado de
alarma, y…
Sonó el timbre y abrí la puerta.
Allí estaba él. Medía por lo menos un metro noventa y cinco.
Tuve que mirar hacia arriba para ver su sonrisa, pero el esfuerzo
bien valía la pena.
—¿Está el doctor? —preguntó.
—Yo soy, el doctor Rafferty.
—Bien. Esperaba tener la suerte de encontrarle en casa. Acabo de
llegar caminando, en busca de un médico. Se trata de una urgencia…
—Lo suponía —di un paso atrás—. ¿Quiere pasar? No me
gusta que mis pacientes se desangren en el umbral de mi casa.
Dio un vistazo a su brazo izquierdo. Sangraba, desde luego. Y a
juzgar por el agujero de su chaqueta y las huellas de pólvora,
adiviné la causa.
—Por aquí —le dije, entrando en el despacho—. Y ahora, si
me permite que le ayude a quitarse la chaqueta y la camisa, míster…
—Smith.
—Desde luego. Suba a la mesa. Eso es. Vamos a ver, permítame…
Aquí. ¡Bien! Un orificio muy limpio, sobre el triceps. Doble el
brazo. Otra vez. Parece como si hubiese tenido suerte, míster Smith.
Ahora estése muy quieto. Voy a sondar… Tal vez le dolerá un
poquitín… ¡Magnífico! Y ahora vamos a esterilizarlo…
Le estuve observando todo el rato. Tenía el rostro impasible de
un jugador de naipes, pero sin ninguno de sus gestos. No supe
clasificarlo. Pasó por toda la cura sin un solo gemido ni un cambio
de su expresión.
Por último, le vendé el brazo.
—Probablemente, su brazo estará entumecido durante varios días.
Le aconsejaría que no se moviese mucho. ¿Cómo ha sucedido?
—Un accidente.
—¡Vamos, míster Smith! —Saqué la pluma y busqué un
formulario—. No seamos chiquillos. Sabe usted tan bien como yo que
un médico debe presentar un informe completo cuando se trata de una
herida de bala.
—No lo sabía —saltó de la mesa—. ¿Quién recibe el
informe?
—La policía.
—¡No!
—¡Se lo ruego, míster Smith! La ley me exige que…
—Acepte esto.
Buscó algo en el bolsillo con la mano derecha, y lo arrojó sobre
la mesa. Lo miré: nunca había visto hasta entonces un billete de
cinco mil dólares, y era algo que recreaba la vista.
—Y ahora me marcho —me dijo—. En realidad, nunca he estado
aquí.
Me encogí de hombros.
—Como guste —le dije—. Pero antes quiero enseñarle una
cosa.
Me levanté, abrí el primer cajón de la izquierda de mi
escritorio y le enseñé lo que guardaba allí.
—Esto es una pistola calibre "22", míster Smith —le
expliqué—. Un arma para damas. Nunca la he usado fuera del campo
de tiro. Me disgustaría tener que utilizarla ahora, pero le prevengo
que si lo hago sentirá usted molestias en su brazo derecho. Como
médico, mis conocimientos de anatomía se unen a mis habilidades
como tirador. ¿Me ha comprendido?
—Sí, desde luego. Pero tiene que dejarme salir. Es muy
importante. Yo no soy un criminal.
—Nadie ha dicho que lo sea. Pero lo será si trata de burlar a
la ley negándose a contestar a mis preguntas para hacer el informe.
Éste debe hallarse en poder de las autoridades dentro de las
próximas veinticuatro horas todo lo más tarde.
Soltó una risita.
—Nunca lo leerán.
Suspiré.
—No discutamos. Y no vuelva a meter la mano en su bolsillo.
Me miró, sonriendo otra vez.
—No llevo armas. Sólo quería incrementar sus honorarios.
Otro billete cayó sobre la mesa. Diez mil dólares. Cinco mil más
diez mil son quince mil, sumé mentalmente.
—Lo siento —dije—. Todo esto resulta muy tentador para un
médico joven que trata de abrirse camino, pero resulta que yo tengo
ideas muy anticuadas sobre estas cosas. Además, no creo que nadie me
los cambiase a causa de todo ese gran jaleo que publican los
periódicos acerca de…
Callé súbitamente al recordar. Billetes de cinco mil y de diez
mil dólares. Todo coincidía. Le sonreí desde mi escritorio.
—¿Dónde están los cuadros, míster Smith? —pregunté.
Le tocó a él la voz de suspirar.
—Por favor, no me lo pregunte. Yo no quiero perjudicar a nadie.
Sólo quiero marcharme, antes de que sea demasiado tarde. Usted ha
sido amable conmigo. Le estoy agradecido. Acepte el dinero y olvídese
de todo. Este informe no servirá para nada, créame.
—¿Creerle? ¿Con todo el país en vilo buscando obras de arte
robadas, y con un comunista debajo de cada cama? Tal vez se trate
solamente de curiosidad femenina, pero me gustaría saberlo todo. —Le
apunté cuidadosamente—. No se trata de una conversación, míster
Smith. Hable o disparo.
—Está bien. Pero no le servirá de nada. —Se inclinó hacia
mí—. Debe creerme. No servirá de nada. Podría enseñarle los
cuadros, es verdad. Se los podría entregar. Y sin embargo, de nada
serviría. Dentro de veinticuatro horas resultarían tan inútiles
como el informe que usted quería presentar.
—Es verdad, el informe. Tal vez sea mejor que empecemos por él
—dije—. A pesar de sus frases pesimistas. A juzgar por lo que
dice, parece como si las bombas tuviesen que empezar a caer mañana.
—Caerán —me aseguró—. Aquí y en todas partes.
—Muy interesante —empuñé la pistola con la mano izquierda y
cogí la estilográfica—. Pero ahora, al grano. Su nombre, por
favor. Su nombre auténtico.
—Kim Logan.
—¿Fecha de nacimiento?
—25 de noviembre de 2903.
Levanté el arma.
—El brazo derecho —dije— a media altura del triceps. Le
dolerá.
—25 de noviembre de 2903 —repitió—. Llegué aquí el
domingo pasado a las 10 de la noche, según el horario de ustedes.
Siguiendo la misma cronología, me marcharé mañana a las nueve. Es
un ciclo de 169 horas.
—¿De qué me está hablando?
—Mi instrumento está ahí, en la bahía. Los cuadros y los
manuscritos se encuentran en él. Quería permanecer sumergido hasta
el momento de marcharme esta noche, pero un hombre disparó contra
mí.
—¿Se siente febril? —pregunté—. ¿Le duele la cabeza?
—No. Le dije que no serviría de nada explicárselo todo. Usted
no quiere creerme, como tampoco ha creído lo de las bombas.
—Ciñámonos a los hechos —sugerí—. Usted ha admitido que
robó los cuadros. ¿Por qué?
—A causa de las bombas, desde luego. Se aproxima la guerra, la
gran guerra. Mañana, antes del amanecer, sus aviones volarán sobre
la frontera rusa y los aviones soviéticos contraatacarán. Esto no
será nada más que el comienzo. La guerra durará meses, años
incluso. Al final… ruinas. Pero las obras maestras que yo me llevo
estarán a salvo.
—¿Cómo?
—Se lo he dicho ya. Mañana, a las nueve, regresaré a mi lugar
en la coordenada continua del tiempo. —Alzó la mano—. No me diga
que esto no es posible. Tal vez lo sea según sus conceptos actuales
de la física. Tal como está incluso nuestra ciencia, sólo puede
demostrarse el movimiento hacia adelante. Cuando sugerí mi proyecto
al Instituto todos se mostraron escépticos, pero esto no impidió
que construyeran el instrumento siguiendo mis instrucciones. También
me permitieron utilizar el dinero de la Fundación Histórica, en
Fort Knox. Y antes de marcharme, recibí irónicas bendiciones.
Supongo que al verme desaparecer, todos se llevaron una sorpresa
mayúscula. Pero esto no será nada comparado con la reacción que
causará mi regreso. Mi regreso triunfal, con un cargamento de obras
maestras que todos suponían destruidas mil años antes.
—Vamos a aclarar las cosas —dije—. Según su relato, usted
ha venido porque sabía que la guerra estaba a punto de estallar y
quería salvar de la destrucción unas cuantas obras maestras. ¿No
es así?
—Exactamente. Era una jugada muy arriesgada, pero disponía de
dinero. He estudiado esta época repasando todos los detalles
disponibles en los archivos. Me puse al corriente de las
peculiaridades lingüísticas de la época. Supongo que no tiene
dificultad en comprenderme, ¿verdad? Y conseguí elaborar un plan.
Desde luego, no he tenido un éxito completo, pero he conseguido
mucho en una sola semana. Tal vez pueda volver otra vez, un poco
antes, quizá con un año o dos de anticipación, y procurarme más.
—Sus ojos brillaron—. ¿Por qué no? Podríamos construir más
instrumentos, venir varios de nosotros. Entonces podríamos conseguir
lo que quisiéramos.
Moví la cabeza denegando.
—Para no extendernos demasiado, supongamos por un momento que le
creo, cosa que no es cierta. Dice usted que ha robado varios cuadros.
Esta noche piensa llevárselos consigo al año dos mil novecientos y
pico. Esto es lo que usted espera. ¿Es ésta su historia?
—Es la verdad.
—Muy bien. Pero ahora sugiere que podrían repetir el
experimento en una escala más amplia. Regresar un año antes que hoy
y apoderarse de más obras maestras. ¿Qué sucederá con los cuadros
que usted se llevará hoy?
—No la comprendo.
—Según usted, estos cuadros estarán en su época. Pero un año
antes estaban colgados en diversos museos. ¿Seguirán allí cuando
ustedes vuelvan? Seguramente, no pueden coexistir.
Sonrió.
—Interesante paradoja. Empieza usted a gustarme, doctora
Rafferty.
—Pues bien, no deje que este sentimiento vaya en aumento. No es
recíproco, puedo asegurárselo. Incluso aunque me estuviera diciendo
la verdad, yo no podría admirar sus motivos.
—¿Por qué no? —Se levantó, haciendo caso omiso de la
pistola—. ¿Acaso no es un objetivo dignísimo la salvación de
tesoros inmortales de las insensatas destrucciones de una guerra de
tribus? El mundo merece que este patrimonio artístico sea
preservado. He arriesgado mi vida para poder llevar la belleza a mi
propia época, donde podrá ser adecuadamente admirada y disfrutada
por mentes que ya no están obsesionadas por la codicia y crueldad
que he hallado aquí.
—Sus palabras suenan muy bien —observé—, pero los hechos
prevalecen. Usted ha robado esos cuadros.
—¿Robado? ¡Los he salvado! Le aseguro que antes de terminarse
este año estarían completamente destruidos. Sus galerías, sus
bibliotecas, todo desaparecerá. ¿Es robar sacar los objetos más
preciados de un templo en llamas? —Se inclinó hacia mí—. ¿Es
un crimen?
—¿Y por qué no apagar el fuego? —repliqué—. Usted sabe
(supongo que a través de datos históricos) que la guerra ha de
estallar hoy o mañana. ¿Por qué no aprovecharse de su previsión y
tratar de evitarla?
—No puedo hacerlo. Los datos que poseemos son mínimos e
incompletos. Los acontecimientos se confunden entre sí. Ni siquiera
he podido averiguar cómo empezó, o mejor dicho empezará, la
guerra. Algún incidente trivial, que nadie mencionará. Sobre este
punto, nada he podido aclarar.
—¿Pero no puede avisar a las autoridades?
—¿Y cambiar la historia? ¿Cambiar la secuencia actual de los
acontecimientos, para ser más exacto? ¡Imposible!
—¿Acaso no la cambia al llevarse los cuadros?
—Esto es diferente.
—¿Lo cree? —Le miré con fijeza a los ojos—. No veo la
diferencia. En fin, todo esto es imposible. He perdido mucho tiempo
discutiendo con usted.
—¡Tiempo! —Miró el reloj de pared—. Son casi las doce.
Sólo me quedan nueve horas. Y tengo que hacer muchas cosas. Entre
ellas, ajustar el instrumento.
—¿Dónde está ese precioso mecanismo suyo?
—En la bahía. Sumergido, desde luego. Tuve esta idea cuando lo
estaban construyendo. Imaginen los riesgos que supone tratar de
moverse a través del tiempo y aparecer sobre una superficie sólida.
La faz de la tierra sufre cambios, pero el océano es prácticamente
inalterable. Sabía que si partía desde un lugar situado a varias
millas del litoral y llegaba aquí, eliminaría gran parte de los
riesgos más corrientes. Por otra parte, el mar ofrece un escondrijo
ideal. Sepa que el principio de mi viaje es sencillo. Por medios
puramente mecánicos, esta noche elevaré el instrumento hasta
rebasar el límite estratosférico y entonces intercalcularé
dimensionalmente el momento en que me libere de la órbita terrestre.
El impulso gántico será…
No cabía duda. No era preciso escuchar tantas tonterías para
comprender que estaba loco de atar. Una lástima, pues era un
ejemplar muy apuesto.
—Lo siento —le interrumpí—. No dispongo de más tiempo.
Lamento verme obligada a ello, pero no me queda otra alternativa. No,
no se mueva. Voy a llamar a la policía, y si da usted un paso
dispararé.
—¡Deténgase! ¡No debe llamarles! Haré cualquier cosa.
Incluso la llevaré conmigo. ¡Eso es! ¡La llevaré conmigo! ¿No le
gustaría salvar la vida? ¿No le agradaría escapar?
—No. Nadie escapará —le aseguré—. Sobre todo, usted. Y
ahora, quieto y nada de tonterías. Voy a hacer esa llamada.
Se detuvo. Quedóse inmóvil. Yo cogí el teléfono, con una dulce
sonrisa. Él sonrió a su vez. Me miró.
Ocurrió algo.
Se ha discutido mucho acerca de los aspectos clínicos de la
terapia hipnótica. Recuerdo que en la escuela intentaron
hipnotizarme y demostré ser totalmente inmune. De ello deduje que se
necesita cierta dosis de cooperación o de sugestibilidad
condicionada para que un individuo resulte susceptible a la hipnosis.
Estaba equivocada.
Estaba equivocada porque entonces no pude moverme. Nada de luces,
ni de espejos, ni de voces, ni de sugestión. Simplemente, no pude
moverme. Seguí sentada, empuñando la pistola. Así continué
mientras le veía marcharse, cerrar la puerta tras él. Podía ver y
podía asentir. Incluso pude oírle cuando se despidió de mí.
Pero no conseguí moverme. Podía hacer algo, pero sólo funciones
de tipo paralítico. Por ejemplo, podía mirar el reloj.
Estuve observando el reloj desde las doce hasta casi las siete.
Durante la tarde llegaron varios pacientes, no pudieron entrar y se
marcharon. Miré el reloj hasta que su faz se borró a causa de la
oscuridad. Seguí sentada y sufriendo aquella rigidez hipnótica
hasta que, providencialmente, sonó el teléfono.
Aquello rompió el hechizo. Pero también me quebró a mí. No
pude contestar a la llamada. Me limité a desplomarme sobre mi mesa,
con los músculos transidos por el dolor, mientras la pistola se
desprendía de mis dedos entumecidos. Permanecí allí jadeando y
sollozando, durante largo tiempo. Traté de sentarme otra vez y sufrí
dolores de agonía. Después traté de andar. Las piernas carecían
de tacto. Necesité una hora para volver a ser dueña de mí, e
incluso entonces noté que sólo se trataba de un control parcial, un
control meramente físico. Mis pensamientos eran otra cosa muy
distinta.
Siete horas pensando. Siete horas de duda entre la falsedad o la
certidumbre de aquel relato. Siete horas aceptando y rechazando lo
posible y lo imposible.
Eran ya más de las ocho cuando conseguí valerme de los pies otra
vez, y entonces no supe lo que debía hacer.
¿Llamar a la policía? Sí, pero ¿qué podía decirles? Tenía
que estar segura, tenía que saber.
¿Y qué sabía yo? Que estaba allí, en la bahía, y que partiría
a las nueve. Había un instrumento que se elevaría más allá de la
estratosfera…
Salí en busca de mi coche y me puse en marcha. El muelle estaba
desierto. Enfilé la carretera que conduce hasta la Punta, desde
donde se goza de una buena vista. Llevaba mis prismáticos. Había
estrellas, pero no luna, a pesar de lo cual pude ver perfectamente.
Había un pequeño yate que se mecía sobre las aguas, pero no
brillaba en él ninguna luz. ¿Podía ser el yate?
Sería absurdo correr riesgos. Me acordé de las noticias de la
radio acerca del servicio de vigilancia costera.
Esto me decidió. Regresé a la ciudad, me detuve ante una
farmacia y llamé a la policía. Sólo comuniqué la presencia del
yate. Tal vez investigarían la causa de que no hubiese luces. Sí,
me quedaría allí y les esperaría, si así lo deseaban.
No me quedé, desde luego. Volví a la Punta y enfoqué mis
prismáticos hacia el yate. Eran casi las nueve cuando vi que se
acercaba la lancha guardacostas, pasando detrás del yate con gran
rapidez.
Eran exactamente las nueve cuando encendieron los reflectores y,
durante un increíble instante, captaron el brillante reflejo del
globo plateado que salió del agua y subió derecho hacia los cielos.
Entonces se produjo la explosión y vi el fogonazo antes de
percibir la detonación. El guardacostas llevaba artillería
antiaérea y ésta se mostró efectiva.
Por un momento, el globo siguió su ascenso. Al momento siguiente,
no había nada. Lo volaron en mil pedazos.
Y fue como si también me hicieran pedazos a mí. Porque si había
un globo, tal vez él estaba dentro. Con las obras maestras, a punto
de regresar a otra época. Por lo tanto, su historia era cierta, y si
era cierta…
Creo que me desmayé. Mi reloj marcaba las 10:30 cuando recobré
el conocimiento y me incorporé. Habían dado ya las once cuando
entré en el Servicio de Vigilancia Costera y expliqué mi odisea.
Como es lógico, nadie me creyó. Incluso el doctor Halvorsen, el
médico de guardia, dijo que me creía pero insistió en darme la
inyección y en trasladarme al hospital.
De todos modos, hubiera sido ya tarde. Aquel globo fue la gota que
acabó de llenar el vaso. Seguramente, comunicaron a Washington sin
perder tiempo la historia de aquella nueva arma soviética destruida
ante las costas. Al producirse el hecho después de haberse
descubierto aquellos buques cargados de bombas, representó el golpe
final. Alguien dio órdenes y nuestros aviones se pusieron en camino.
He estado escribiendo toda la noche. Desde el pasillo se oyen las
noticias de la radio. Hemos bombardeado varios lugares. Y se ha dado
la alerta, en previsión de posibles represalias.
Tal vez ahora me creerían. Pero ya no importa. Será tal como él
pronosticó.
No puedo dejar de pensar en las paradojas del viaje a través del
tiempo. Esa noción de trasladar objetos del presente al futuro, y
esa otra acerca de alterar el pasado. Me gustaría desarrollar esta
teoría, pero ya no es preciso. Los antiguos maestros no han podido
ir al futuro. Como tampoco él, al regresar a nuestro presente, pudo
evitar la guerra.
¿Qué había dicho? "Ni siquiera he podido averiguar cómo
empezó, o mejor dicho empezará, la guerra. Algún incidente
trivial, que nadie mencionará."
Pues bien, éste fue el incidente trivial. Su visita. Si yo no
hubiera hecho aquella llamada por teléfono, si el globo no se
hubiese elevado… pero ya no puedo pensar en ello por más tiempo.
Me duele la cabeza. Todo ese ruido estridente y atronador…
Acabo de efectuar un descubrimiento importante. Estos ruidos
estridentes y atronadores no proceden del interior de mi cabeza.
También puedo oír el alarido de las sirenas. Si aún me quedaba
alguna duda acerca de la veracidad de sus afirmaciones, se ha
desvanecido ya por completo.
Ojalá hubiese dado crédito a sus palabras. Ojalá los demás me
creyesen ahora. Pero ya no queda tiempo…
Cuentos de humor negro, 1965.
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