El viernes pasado se me hizo
tarde en la oficina y decidí comprar algo de postre para aplacar a
la tribu, pues a mi familia siempre le revienta que llegue a almorzar
después de las tres. El edificio estaba prácticamente vacío, pero
en la sexta planta subió una pareja con sus tres niños, todos muy
veraniegos como si fueran a pasar el fin de semana en la playa. Les
sonreí avergonzado, pensando en lo que me diría mi mujer si hubiera
visto a ese padre abnegado y ejemplar que no era como yo.
De pronto el ascensor se atascó.
Primero apretamos la alarma. Nada. Luego probamos llamar a través de
los móviles, pero no había cobertura. Cuando me puse a gritar
pidiendo auxilio me di cuenta de que los niños lloraban. Eran casi
las cuatro de un viernes de agosto. El conserje ya se habría
marchado y dentro del ascensor el calor era de una ferocidad
africana.
Me irritaban esos padres más
preocupados en rezar que en buscar soluciones prácticas. El tiempo
transcurría espeso, el aire se volvía turbio y los niños
comenzaron a vomitar en sus baldecitos de playa. Un olor a papillas
fermentadas invadió el ascensor y empecé a sentir arcadas. «¿Tiene
usted hijos»?, me preguntó de pronto aquel hombre santurrón y
silencioso. «Tengo tres como tú», respondí antipático. «Entonces
también rezaremos por ellos», me prometió con una sonrisa que me
sacó de quicio. «Tremendo huevón», pensé. Sus hijos estaban mal,
con suerte podrían rescatarnos al día siguiente y en el peor de los
casos a primera hora del lunes. Y el muy idiota sólo pensaba en
rezar. Antes de perder el conocimiento aún alcancé a ver a aquel
hombre rezando, abrazado a los cuerpos desvanecidos de su familia.
Recuperé la conciencia en un
cuarto de hospital, enchufado a una botella de suero y recibiendo las
reprimendas cariñosas de mi mujer, que se congratulaba de haber
tenido la ocurrencia de acercarse a la oficina y avisar así a los
bomberos. «Ha sido un milagro —me pareció escuchar—, porque el
verano pasado murió una familia entera en el mismo ascensor».
Ajuar funerario, 2004.
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