Para Ana María
Shua.
El héroe
atravesó desiertos, laberintos, junglas. Decapitó minotauros y
cíclopes. Cayó en telarañas gigantes. Trepó árboles infinitos.
Hasta que finalmente, ya anciano, encontró el Santo Grial. Lo
custodiaban un monje y un dragón. Si bebes de esta copa, dijo con
gravedad el monje, vivirás eternamente. En el rostro decrépito del
héroe se dibujó una sonrisa. Al parecer, no había sacrificado en
vano su existencia, donde nunca hubo amor o alegría, sólo búsqueda
tenaz. Ahora bien, prosiguió el monje elevando la voz, vivirás
eternamente en círculo, la misma vida que tuviste. Y no otra.
Aturdido, el héroe reflexionó unos instantes. Después se desplomó
en el suelo como un títere, vencido por la tristeza, mientras las
fauces del dragón exhalaban una carcajada de fuego.
domingo, 29 de enero de 2023
El Santo Grial. Javier Puche.
miércoles, 25 de enero de 2023
Empezó a darle vuelta al café con leche... Max Aub.
Empezó a darle
vuelta al café con leche con la cucharita. El líquido llegaba al
borde, llevado por la violenta acción del utensilio de aluminio. (El
vaso era ordinario, el lugar barato, la cucharilla usada, pastosa de
pasado.) Se oía el ruido del metal contra el vidrio. Ris, ris, ris,
ris. Y el café con leche dando vueltas y más vueltas, con un hoyo
en su centro. Maelström. Yo estaba sentado enfrente. El café estaba
lleno. El hombre seguía moviendo y removiendo, inmóvil, sonriente,
mirándome. Algo se me levantaba de adentro. Le miré de tal manera
que se creyó en obligación de explicarse:
—Todavía
no se ha deshecho el azúcar.
Para
probármelo dio unos golpecitos en el fondo del vaso. Volvió en
seguida con redoblada energía a menear metódicamente el brebaje.
Vueltas y más vueltas, sin descanso, y el ruido de la cuchara en el
borde del cristal. Ras, ras, ras. Seguido, seguido, sin parar,
eternamente. Vuelta y vuelta y vuelta y vuelta. Me miraba sonriendo.
Entonces saqué la pistola y disparé.
Crímenes ejemplares, 1957.
martes, 24 de enero de 2023
La inmiscusión corrupta. Julio Cortázar.
Como no le melga
nada que la contradigan, la señora Fifa se acerca a la Tota y ahí
nomás le flamenca la cara de un rotundo mofo. Pero la Tota no es
inane y de vuelta le arremulga tal acario en pleno tripolio que se lo
ladea hasta el copo.
¡Asquerosa!
—brama la señora Fifa, tratando de sonsonarse el ayelmado tripolio
que ademenos es de satén rosa. Revoleando una mazoca más bien
prolapsa, contracarga a la crimea y consigue marivolarle un suño a
la Tota que se desporrona en diagonía y por un momento horadra el
raire con sus abroncojantes bocinomias. Por segunda vez se le arrumba
un mofo sin merma a flamencarle las mecochas, pero nadie le ha
desmunido el encuadre a la Tota sin tener que alanchufarse su
contragofia, y así pasa que la señora Fifa contrae una plica de
miercolamas a media resma y cuatro peticuras de esas que no te dan
tiempo al vocifugio, y en eso están arremulgándose de ida y de
vuelta cuando se ve precivenir al doctor Feta que se inmoluye
inclótumo entre las gladiofantas.
—¡Payahás,
payahás! —crona el elegantiorum, sujetirando de las desmecrenzas
empebufantes. No ha terminado de halar cuando ya le están
manocrujiendo el fano, las colotas, el rijo enjuto y las nalcunias,
mofo que arriba y suño al medio y dos miercolamas que para qué.
—¿Te
das cuenta? —sinterruge la señora Fifa.
—¡El
muy cornaputo! —vociflama la Tota.
Y
ahí nomás se recompalmean y fraternulian como si no se hubieran
estado polichantando más de cuatro cafotos en plena tetamancia; son
así las tofifas y las fitotas, mejor es no terruptarlas porque te
desmunen el persiglotio y se quedan tan plopas.
Último round, 1969.
domingo, 22 de enero de 2023
Canción del jinete. Federico García Lorca.
En la luna negra
de
los bandoleros,
cantan
las espuelas.
Caballito
negro.
¿Dónde
llevas tu jinete muerto?
...Las
duras espuelas
del
bandido inmóvil
que
perdió las riendas.
Caballito
frío.
¡Qué
perfume de flor de cuchillo!
En
la luna negra,
sangraba
el costado
de
Sierra Morena.
Caballito
negro.
¿Dónde
llevas tu jinete muerto?
La
noche espolea
sus
negros ijares
clavándose
estrellas.
Caballito
frío.
¡Qué
perfume de flor de cuchillo!
En
la luna negra,
¡un
grito! y el cuerno
largo
de la hoguera.
Caballito
negro.
¿Dónde
llevas tu jinete muerto?
sábado, 21 de enero de 2023
La solicitud. Slawomir Mrozek.
Respetuosamente
ruego que me sea entregado el dominio del mundo. Fundo mi solicitud
en el hecho de que soy el mejor, el más inteligente y el más
original de todos los hombres.
Hago
saber también que mi distrito es uno de los más pobres. Arenales,
nada más. Y los mercados anuales fueron suprimidos porque dicen que
se hará la industrialización. En casa tampoco reina la abundancia,
ya que mi yerno, además de tenerme que mantener a mí, tiene que
mantener a otras ocho personas, entre las cuales hay dos que
pertenecen a la intelectualidad. No dispongo de dinero ni de ningún
ejército para apoyar mi demanda. Por eso pongo también la condición
de que no se me obligue a tener bombas atómicas. En caso necesario,
puedo presentar el correspondiente certificado de la parroquia.
Ya
comprendo que, vistas las circunstancias, no será fácil poner en
mis manos el poder. Sin embargo, acaricio la esperanza de que tanto
la voluntad entusiasta de los pueblos como la marcha de la historia
vendrán en apoyo de mi solicitud. Por otra parte, confío en la
providencia divina.
Sobre
todo, como ya he dicho antes, soy mejor que todos los demás hombres.
Tal vez haya algunos que no estén de acuerdo y pretendan que son
ellos los mejores. Pero tales afirmaciones no tienen ningún peso;
porque ellos no son yo y, por lo tanto, ¿cómo van a saber lo bueno
que soy?
Yo
creo que todos saldrían ganando con que yo gobernara el mundo. Como
estoy dispuesto al sacrificio, puedo asumir esa grave obligación.
Mientras fui joven, hice más de una locura, pero, ahora he
encontrado el camino y podría guiar a los demás.
No
tenemos ni un solo tanque. Incluso el colador está roto y por eso,
la pobre de mi hija las pasa negras para hacer los fideos. Pero ¿que
importancia tiene eso? En realidad, uno gobierna el mundo porque es
el mejor y no porque tenga un ejército. A nadie le gustaría
gobernar porque tiene un ejército, sino únicamente porque es el
mejor. Tengo, pues, igualdad de oportunidades o incluso más, porque
no tengo ningún ejército y soy realmente el mejor. ¿Para qué
necesito un buque de guerra? Estas cosas sólo cuestan dinero y, por
otra parte, un buque, en casa, sólo nos estorbaría, sobre todo
ahora que mi hija vuelve a estar en estado de buena esperanza.
No
se trata de mí, sino sólo de la humanidad. Cuando a veces me
escondo en el huerto que hay detrás de casa (el huerto, gracias a
Dios, todavía es nuestro) y como las moras a puñados, hay algo que
parece tocarme con el dedo. ¡Aquí estás tú tan tranquilo comiendo
moras y allí está las humanidad! Y me entran deseos de abandonarlo
todo para a ocupar el poder.
Ayer,
mi yerno me encerró porque dijo que como demasiado. Dispongo pues de
un poco de tiempo y escribo lo que ya hace mucho que quería
escribir. Pero siempre había tantas moscas ahogadas en el tintero
que resultaba desagradable mojar la pluma en él. Hasta ahora, en
otoño, la cosa no ha mejorado un poco.
Tengo
suerte de ser yo y no otro el que está dentro de mí. Es terrible la
idea de que otro pudiera ser yo y entonces me mirara y no supiera
como soy.
Ha
llegado mi yerno. Ya comprendo que todo está muy caro, pero ¿es
indispensable que todo se arregle en seguida a palos?
En
espera de una respuesta afirmativa a mi solicitud, le saluda
atentamente…
domingo, 15 de enero de 2023
Triplenilunio. David Vivancos Allepuz.
Desde que salen tres lunas, una justo debajo de la otra, alineadas como los botones de una inmensa camisa de negra seda, aún se entiende menos el comportamiento de las mareas. El ayuntamiento ha cesado, por innecesarias, a dos terceras partes de los serenos. Los poetas que no se han colgado de un árbol están desorientados y se pasan las horas suspirando. Los perros aúllan el triple por las noches y los gatos, de tanta luz nocturna como tenemos, han dejado de ser pardos. Pero lo peor, sin duda, viene cuando en el cielo se dibuja la triple luna llena: lo de los licántropos va a tener, según nos cuentan, muy difícil solución.
sábado, 14 de enero de 2023
El puente de Schott. Donald Ray Pollock.
Nettie Russell murió en primavera y
le dejó a su nieto, Todd, un viejo Ford Fairlane y un bote de café
Maxwell House con dos mil dólares dentro, que en 1973 eran un buen
pellizco de dinero. Su hija, Marlene, era una chica salvaje que había
tirado su vida a la basura una noche nevada cuando Todd no tenía más
que dos años. La había encontrado un ayudante del sheriff en el
asiento trasero de un coche aparcado en el borde del huerto de Harry
Frey, con un desconocido del pueblo tumbado encima de ella, los dos
rígidos y azules e hinchados como sapos por el monóxido de carbono.
Y como en el funeral ninguno de los novios de Marlene tuvo pelotas de
ofrecerse para ayudar con el huérfano, ni siquiera después de que
el predicador hiciera una súplica especial, a Nettie no le quedó
más remedio que criarlo ella.
Cuando
le entregó la herencia, tan sólo unas pocas horas antes de exhalar
su último y jadeante suspiro, le dijo a su nieto:
—Toddy,
éste no es lugar para ti. Coge esto y vete antes de que alguien te
haga daño.
Acababa
de cumplir diecinueve años y en la hondonada todo el mundo decía en
broma que tenía demasiado azúcar dentro para ser un chico. Llevaba
años soñando con mudarse a otro sitio y vender casas, o tal vez
trabajar en un banco. La fantasía de regresar un día a Knockemstiff
vestido con un traje reluciente de color burdeos y llevando un
maletín de cuero les había servido tanto a él como a su abuela
para animarse durante las últimas semanas de su larga enfermedad.
Todd
tendría que haberse largado al pueblo en cuanto ella le dio las
llaves del coche y el dinero, pero descubrió que le daba miedo irse
de la hondonada, por muy mal que se estuviera allí. Retrasaba su
partida todo el tiempo, demorándose en el condado, y un mes después
de morirse la señora, Frankie Johnson y él se mudaron a un
campamento de pesca que había en el lado alto del Paint Creek. Nadie
podía entenderlo. Frankie era más bruto que un arado y le gustaban
las chatis; Todd hablaba como una niña remilgada en un concurso de
belleza y caminaba de puntillas como si tuviera los calcetines llenos
de cristales.
Aunque
se conocían de toda la vida, no empezaron a ir juntos hasta una
noche después de una fiesta de la cerveza celebrada en Copperas
Mountain. Todd llevaba durmiendo en el Fairlane desde el funeral de
su abuela, dando vueltas mientras escuchaba canciones de amor por la
radio y deseando que su tío Claude contrajera cáncer de colon. Nada
más regresar del cementerio, éste había tirado la ropa de Todd al
jardín enfangado y le había dicho que se largara con viento fresco.
«Mamá no me dejaba echarte cuando estaba viva, pero ahora ya no
puede impedírmelo», le dijo a su sobrino. Salvo con el fantasma que
había visto en la lápida de su abuela, Todd llevaba tres semanas
sin hablar con nadie. Simplemente estaba buscando un lugar seguro
donde aparcar para pasar la noche cuando se encontró con la fiesta
de la cerveza. La soledad le metía en líos más deprisa que
cualquier otra cosa, y él lo sabía, pero aun así paró el coche y
apagó el motor.
Se
sentó bajo el dosel de un sauce, a cierta distancia de la fogata, y
se puso a escuchar las risas y la conversación alborotada. Nadie lo
invitó a acercarse, pero tampoco esperaba que lo hicieran. La gente
de la hondonada, sobre todo los hombres, lo trataban con desprecio en
el mejor de los casos. Esa noche, sin embargo, una vez el tonel quedó
vacío, Frankie Johnson se aproximó y se sentó en un tronco cerca
de él.
—¿Tienes
dinero, Russell? —le preguntó.
Todd
se lo pensó un momento. Aunque Frankie nunca había sido lo que se
dice amistoso con él, por lo menos lo había dejado en paz cuando
los demás lo insultaban o lo perseguían por la carretera tirándole
piedras.
—Un
poco —respondió Todd con recelo.
—¿Por
qué no vamos al pueblo y desayunamos? —propuso Frankie. Apartó la
vista al decirlo, como si le diera vergüenza—. Dicen que ahora el
Frisch’s Big Boy abre toda la noche.
—¿Por
qué?
Frankie
soltó un suspiro. Cogió una piedra y la estrujó; después la tiró
a unos matorrales.
—Pues
porque tengo hambre.
Un
accidente de coche le había dejado una larga cicatriz de color
púrpura que le bajaba por un lado de la cara como si fuera una
grieta en un huevo, pero Todd todavía se acordaba de cuando Frankie
era guapo.
Lo
miró, se mordió el labio inferior y sopesó las ventajas y los
inconvenientes. Las ventajas salieron vencedoras.
—Vale
—dijo Todd.
Unos
pocos de los borrachos congregados alrededor del fuego se pusieron a
soltar silbidos burlones cuando vieron que Frankie se subía al viejo
Fairlane. Todd temió que fuera a armarse algún lío, pero Frankie
se limitó a enseñarles un dedo en gesto obsceno y se reclinó en el
asiento. Mientras daban la vuelta por el camino de tierra, alguien
les tiró una lata de cerveza que rebotó en el guardabarros.
—Estúpidos
hijos de puta —murmuró Frankie.
Luego
cerró los ojos y se puso a roncar hasta que llegaron al pueblo. Su
aliento pestilente llenaba los asientos delanteros. Todd examinó la
cicatriz protuberante a la luz de los faros de los coches que se
acercaban y luchó contra el deseo de pasarle el dedo por encima. Se
preguntó si Frankie sabría lo de los dos mil dólares.
Mientras
desayunaban en el Frischs Big Boy, Frankie le dijo que lo único que
había amado en su vida era un Super Bee amarillo del 69 que había
tenido a los diecisiete años.
—Me
acuerdo de aquel coche —dijo Todd.
Frankie
sonrió y se metió más huevo en la boca.
—Todo
el mundo conocía mi Super Bee. El cabrón volaba. Dios, si alguna
vez tengo oportunidad, me compraré otro igual.
—¿No
es el que estrellaste?
Frankie
dejó de masticar y asintió con la cabeza.
—El
peor día de mi vida hasta ahora. La otra noche una guarra me llamó
Frankenstein.
Tres
años antes, Frankie no había acertado a coger la curva del Pumpkin
Center, con tan mala fortuna que el Super Bee se había estrellado
contra un poste de teléfono y él había atravesado el parabrisas
con la cara por delante. La cosa podría no haber tenido
consecuencias, pero resulta que se encontraba en plena juerga de las
bestias y había estado bebiendo tres días más antes de que alguien
lo llevara por fin al hospital para que le intentaran coser la cara.
Para entonces la herida ya había empezado a cicatrizar y no había
habido manera de que el médico pudiera cerrarle más aquel tajo
enorme. Este le había dicho que era un milagro que no se hubiera
desangrado.
Cuando
Frankie hizo una pausa para untar una tostada con mantequilla, Todd
se puso a contarle cómo su abuela se había ido muriendo lentamente
en el dormitorio. El tío Claude solía pasar por allí todos los
días para ver si ya estaba muerta y no paraba de quejarse de que por
culpa del olor no iba a encontrar quien quisiera comprar la casa
cuando ella ya no estuviera. Todd aguantó el tipo hasta que trató
de describir lo que había sentido al exhalar ella su último y suave
suspiro.
—Fue
la única madre que tuve —intentó decir, pero las palabras le
salieron todas embrolladas y llenas de mocos.
Frankie
dejó el tenedor y le tendió una servilleta del servilletero. Luego
se quedó mirando por la ventana y se puso a hurgarse los dientes
hasta que Todd se levantó y pagó la cuenta. Aquella noche durmieron
en el coche y por la mañana temprano compraron tres botellas de
Thunderbird en el Gray’s Drugstore. Esa misma tarde, borrachos y
medio enfermos, ya estaban buscando un sitio donde instalarse.
El
campamento de pesca que alquilaron no tenía más que un par de
cuartos mohosos y un porche con mosquiteras. Se lo sacaron barato a
una vieja viuda del pueblo llamada Fletcher porque no tenía cañerías
ni electricidad. Les comentó que su marido solía llevar allí a sus
putas los fines de semana.
—Tendría
que quemar el puñetero sitio de una vez, pero necesito el dinero
—les dijo mientras le daba la llave a Todd.
En
un rincón de la sala grande había una cocina de carbón oxidada que
en verano se llenaba de avispas negras y en invierno soltaba humo
negro. Alguien había dibujado en la pared una familia entera de
monigotes a tamaño real con lápices de colores. A todas las figuras
descoloridas les salía sangre de la boca. Hasta el perro o el gato o
lo que fuera estaba vomitando aquella cosa roja. Detrás de la casa
había un viejo pozo de roca cubierto de limo verde del que pudieron
sacar un cubo de agua, pero sabía a gasolina. Nunca la bebían, pero
a veces Frankie disfrutaba sumergiendo en ella los pies podridos.
A
ninguno de los dos le gustaba demasiado trabajar; de modo que un par
de semanas después de irse a vivir juntos se compraron cien dosis de
mezcalina de fresa por noventa dólares. Se comieron unas cuantas,
vendieron el resto y luego se hicieron con otra remesa. Frankie
conocía a mucha gente, la mayoría chusma. Todd ponía el dinero y a
su manera también era emprendedor, pero se andaba con cuidado. Se
las apañaba para ganar lo justo para pagar el alquiler, comprar pan
y carne e ir suministrándole vino barato a Frankie.
Escondió
el bote de café con la herencia detrás de una roca del pozo. Se
dejó el pelo castaño largo, y siempre que se metía un tripi hacía
una muesca en el marco de la puerta. Contemplaba cómo la familia de
monigotes se movía por la pared y se mataban una y otra vez. Al cabo
de unos meses calculó que había estado completamente colocado y en
las nubes más de un centenar de veces. Había días en que le
costaba recordar su propio nombre. En ocasiones le preocupaba
olvidarse de dónde había escondido el bote e iba a buscarlo.
Frankie empezó a andar por ahí con una pistola del 22 escondida en
los pantalones.
—Tenemos
que proteger nuestro imperio —decía cuando Todd se quejaba de la
pistola.
El
campamento daba al puente de Schott, que era la vía más fácil para
entrar o salir de la hondonada. A Todd le gustaba sentarse en el
porche a observar cómo los coches cruzaban el Paint Creek y a
escuchar el retumbar de los neumáticos sobre los gruesos tablones de
madera. Todavía fantaseaba con marcharse. De vez en cuando, en los
días calurosos, los dos caminaban hasta el puente para darse un
chapuzón en los rápidos y pescar botellas de refrescos junto a la
carretera. No había día en que Frankie no intentara convencer a
Todd para que se tirara desde el puente. Lo llamaba «cagón» y
«cobarde», y luego se subía a la baranda y se tiraba. Hacía un
par de años, un chaval del pueblo se había tirado al agua de cabeza
y se había roto el cuello. Cada vez que Frankie impactaba en el
agua, Todd se imaginaba el chasquido de aquel espinazo. Un día,
después de pasarse toda la mañana mezclando cerveza y whisky,
Frankie le clavó la pistola en la nuca y le ordenó que se tirara.
—Venga,
dispara, hijo de puta —dijo Todd—. De todas maneras, acabaré
muerto.
Apenas
era capaz de nadar como un perrito, ya no digamos de tirarse desde
doce metros de altura. Que le volaran la cabeza no le daba tanto
miedo como aquella laguna profunda que había en el lado este del
puente. Al cabo de un par de minutos, sin embargo, Frankie
desamartilló el arma y se la volvió a guardar en los pantalones.
Mientras se alejaba a pie, dijo por encima del hombro:
—No
puedes pasarte la vida siendo un cagón, Todd. Algún día vas a
tener que dejarte de hostias.
Una
vez al mes, Frankie se marchaba y pasaba el fin de semana con una
vieja que vivía en Massieville. Después de quedar desfigurado había
perdido toda su confianza con las mujeres guapas, pero de cuando en
cuando, le decía a Todd, necesitaba echar un polvo. A la vieja le
importaba un cuerno la cara que tuviera siempre que pudiera levantar
el manubrio. Los domingos por la tarde Frankie volvía al campamento
lleno de marcas de dentadura postiza y cargado de comida que ella le
había empaquetado: frascos polvorientos de mermelada, sacas de pan
repletas de carne sanguinolenta de tortuga y a veces una tarta
reblandecida. Todd olía aquella comida y tiraba la mayor parte
afuera para que se la comieran los mapaches y las zarigüeyas.
—Creo
que está intentando envenenarte —le dijo un día, retirando el
envoltorio de un paquete que contenía una hamburguesa verde.
—Tengo
que buscarme a otra. Por Dios, es espantosa. Lo mismo podría meter
la polla en ese frasco de melocotones.
—Tal
como yo lo veo, cualquier cosa es mejor que nada.
—Joder,
¿y tú qué sabes?
—No
te preocupes, lo sé.
Todd
volvió a hurgar en el saco. Encontró un mazacote de macarrones con
queso envueltos en papel de aluminio y lo dejó a un lado.
—Bueno,
pues contéstame a una cosa —dijo Frankie, bajando la vista y
hurgándose en una costra marrón que tenía en el brazo—. ¿Cómo
te diste cuenta de que eras rarito?
Todd
levantó la vista, sorprendido y a la vez alarmado por la pregunta.
—¿Qué
coño quiere decir eso? ¿Rarito?
—Quiero
decir marica.
—¿Por
qué quieres saberlo?
Frankie
soltó una risita.
—Joder,
no te imagines nada raro. Es por preguntar, nada más.
Todd
se lo pensó un momento. Había ensayado la historia mentalmente un
millar de veces, pero nadie le había hecho nunca una pregunta tan
íntima.
—¿Te
acuerdas de aquel hombre de VISTA que vino hace unos años? —dijo,
con la voz repentinamente temblorosa.
En
1968, cuando Todd tenía catorce años, el gobierno había mandado a
un hombre llamado Gordon Biddle a Knockemstiff para ayudar a los
palurdos a construir un campo de béisbol. Durante la primera
reunión, que habían celebrado en la Iglesia de Cristo en la Unión
Cristiana de Shady Glen, les había dicho a los presentes: «Es mejor
trabajar con los pobres de América que combatir a los pobres de
Vietnam». Y todos los que estaban en los bancos de la iglesia,
incluso los ancianos que habían combatido en la segunda guerra
mundial, habían sonreído y habían asentido con la cabeza al oír
aquello, y antes de que terminara la noche, ya habían aceptado al
forastero. A Todd le había dado la impresión de que todo en aquel
tipo de VISTA —el pelo, la piel y hasta el ojo de cristal—
relucía bajo la luz de colores suaves que entraba por las vidrieras
baratas de la iglesia. Nunca había conocido a un hombre tan hermoso,
ni tampoco tan amable. Al cabo de menos de dos semanas se había
encontrado colocado de maría y desnudo en el asiento trasero del
destartalado coche familiar Ford de Gordon, y después de eso había
pasado allí casi todas las noches de aquel verano.
—Caray,
parece que hace mucho tiempo de eso —dijo cuando terminó de contar
la historia.
—¿Me
estás tomando el pelo? ¿O sea que todo aquello era verdad?
—preguntó Frankie mientras encendía un cigarrillo—. ¿Con el
cabrón aquel que hablaba tan raro?
—Era
de New Jersey.
—Pero
qué rollo tan enfermo, tío.
—No
me obligó a hacer nada que yo no quisiera hacer —dijo Todd.
Pero
no le había contado toda la historia. Gordon le había prometido que
lo llevaría con él cuando terminara el campo de béisbol y se
volviera para New Jersey, y entonces Todd era lo bastante joven como
para creer que le estaba diciendo la verdad. Lo único que tenía que
hacer era no contar nada de las noches que pasaban en el asiento
trasero del coche. Pero una noche un cazador de mapaches los vio
aparcados en Train Lane, y al cabo de un par de días empezaron a
correr por todo Knockemstiff rumores muy feos sobre el hombre de
VISTA. Para cuando llegaron a oídos de Todd, Gordon ya se había
marchado. A partir de entonces todo había ido de mal en peor: un
conserje del instituto en el cuarto de las escobas y unos cuantos
pervertidos asquerosos en el área de descanso de la ruta 50. Se rio
para sí mismo: su vida amorosa era todavía peor que la de
Frankenstein.
Había
noches en que se sentaban cada uno en una punta de la sala grande, en
unas viejas sillas de cocina que Frankie había rescatado de un
vertedero de Reub Hill. Fumaban y bebían y se metían lo que fuera
que hubieran podido gorronear aquel día, y Frankie se ponía a
hablar mientras Todd lo escuchaba. Para entonces, a Frankie ya le
sobresalía el hígado del costado como si fuera el puño de un bebé,
y a menudo le dolía tanto como una muela infectada. En esas
ocasiones se sentaba y se lo frotaba como si tratara de hacer salir a
un genio de su lámpara mientras seguía contando sus historias. Casi
todas trataban del Super Bee o de alguna de las mujeres con las que
había estado antes de tener la cicatriz, pero de vez en cuando
rememoraba otras locuras.
—Hace
cuatro o cinco años —dijo una noche—, me comí un pollo crudo,
con tripas y todo.
Durante
la mayor parte de aquella semana, se habían estado fumando una
piedra enorme y mohosa de hachís libanés que les había vendido un
leñador casi regalada porque hacía sangrar las encías. El suelo
del campamento estaba pegajoso de tantos escupitajos sanguinolentos.
Las moscas zumbaban alrededor de ellos como si fueran fiambres.
—Ni
de coña —dijo Todd.
Tenía
un dedo dentro de la boca y se estaba meneando un diente. No podía
dejarlo en paz. Ya había perdido uno de los buenos desde que
empezaron a fumarse el hongo aquel.
—¿Que
no? Pregúntale a Bobby Shaffer si no te lo crees.
—¿Con
tripas y todo? Joder, tío, te habrías muerto.
Frankie
no dijo nada, y entonces Todd supo que iba a pasar algo malo. Levantó
la mano y se palpó el ojo izquierdo, que todavía estaba dolorido
por culpa de un puñetazo que le había caído sin venir a cuento la
semana anterior. Desde que le había contado la historia del tipo de
VISTA, parecía que las cosas se estaban yendo a la mierda entre
ellos, y de pronto se dio cuenta de que ya no tenía fantasías en
las que Frankie y él se iban a vivir juntos. No había sido más que
una idea descabellada a la que se había aferrado porque se sentía
más solo que la una desde que había muerto su abuela. La mayor
parte del dinero de la herencia seguía en el bote de café. Podía
pirarse cuando le diera la gana.
En
la sala a oscuras, Todd oyó cómo Frankie daba un par de tragos a
una botella de Wild Irish Rose que había estado manoseando toda la
tarde. Algo pasó correteando por el suelo y él levantó los pies de
golpe. El silencio creció hasta llenar la sucia habitación. El humo
del hachís mohoso salía flotando por la puerta. Un pájaro nocturno
chilló desde la otra orilla del arroyo.
—¿Me
estás llamando «mentiroso»? —dijo por fin Frankie en un susurro.
Antes
de que Todd pudiera contestar, Frankie se levantó de un salto y lo
tiró de la silla. Sus puños le impactaron siete u ocho veces a
ambos lados de la cabeza y Todd sintió que algo se le rompía en uno
de los oídos. Luego Frankie le rodeó el cuello con el brazo y
apretó hasta dejarlo sin aire. Todd pataleó y trató de soltarse, y
a continuación no sintió nada más que un pequeño agujero negro
que se cerraba a su alrededor como si fuera una funda. Antes de
perder el conocimiento pensó que iba a volver a ver a su abuela. Sin
embargo, al cabo de un rato se despertó, tumbado boca abajo en el
suelo ensangrentado y con los pantalones bajados hasta los tobillos.
Se dio la vuelta y escupió un diente suelto. Frankie estaba de pie a
su lado, limpiándose la polla con un trapo. Levantando las caderas,
Todd empezó a sonreír mientras se volvía a subir los pantalones.
—¿Por
qué sonríes, mariconcillo? —dijo Frankie. Luego le arreó un
pisotón tremendo en la cara con el tacón de la bota de trabajo.
Cuando
se despertó por segunda vez, Frankie había desaparecido junto con
el Ford y el bote del dinero. Todd se pasó el resto de la noche
llorando y pidiéndole perdón al fantasma de su abuela. Ella había
tardado una vida entera en ahorrar aquel dinero. Al llegar el alba,
se puso a buscar y encontró una lámina con dos dosis de ácido
pegada con cinta adhesiva a la parte de abajo del tapacubos, que
usaban como cenicero, y suficientes colillas como para liarse dos
porros muy finos. En unos matorrales a espaldas de la casa, se
tropezó con cinco botellas de cerveza dentro de una bolsa de papel.
Frankie se había llevado casi todo lo demás, hasta la linterna y el
pequeño transistor de radio de Todd.
Como
no sabía qué hacer, esperó. Se racionó los cigarrillos y trató
de dormir. El oído le sangraba a ratos. En el armario había unas
cuantas latas de moras que quedaban de una de las visitas de Frankie
a la vieja. Le dieron diarrea, pero se las comió igualmente. Luego
estuvo frotando la pared con una piedra plana hasta hacer desaparecer
a la familia de monigotes. Todavía tenía la huella de la bota en la
frente. En una ocasión se despertó pensando que su abuela le estaba
preparando tortitas en el fogón de la cocina de carbón. Al
terminarse el tercer día, supo que Frankie no iba a volver.
Esa
noche Todd se tomó las dos dosis de ácido y se bebió la última
cerveza. Después se puso los zapatos y caminó entre los matojos de
la orilla del arroyo hasta llegar al puente de Schott. Eran las tres
de la mañana y no había tráfico. Todo estaba húmedo de rocío.
Estuvo unos minutos caminando de un lado a otro por los tablones
lisos y luego se subió a la baranda del extremo del puente. Estaba
resbaladiza. Con los brazos extendidos bien lejos del cuerpo, avanzó
despacio hasta la mitad. A continuación se detuvo y bajó la vista
para contemplar el agua negra durante un largo rato, sintiendo las
primeras acometidas tenues del ácido en su cerebro. Encendió su
último cigarrillo y se lo fumó casi hasta el filtro. Luego lo dejó
caer y la brasa encendida de color naranja descendió por el aire
húmedo. Mientras permanecía allí de pie, afligido por el dolor y
los remordimientos, miró cómo el agua se la tragaba.
Knockemstiff. 2008.
miércoles, 11 de enero de 2023
Avenida Atlántica. Manuel Rivas.
Espero la venganza del mar.
El mar volviéndose
con ojos de loco contra tierra.
El mar burbujeando
en el hueco negro de los sepulcros.
El mar llamando a
las puertas de la ciudad.
El mar con sus
labios secos.
El mar recorriendo
la distancia de un puño.
El mar sólo como un
solo de jazz.
Un pájaro ciego.
Un caballo azul
bebiendo en los espejos.
El mar.
Ahogando mi corazón,
un pez abisal,
eléctrico y antiguo.
Arrastrándome como
a un animal dormido en la arena.
Lejos de vosotros,
contra vosotros, el mar.
lunes, 9 de enero de 2023
El ilusionista. Isar Hasim Otazo.
Amo a ese hombre.
Lo conocí el día que presentó su espectáculo de magia en mi
pueblo. Mamá dijo, no te metas con un mago, los magos sólo aman su
magia, y no le hice caso.
Lo
seguí como su ayudante por todos los pueblos de los Llanos, en la
época de la bonanza cocalera. Yo me quedaba en las habitaciones de
esos hotelitos esperándolo hasta el amanecer. Llegaba borracho y yo
corría a recibirlo, a desvestirlo y acostarlo. A veces, con su magia
me transportaba a palacios, hoteles de lujo, castillos y países
lejanos.
Así
fue por muchos meses hasta que un día me quedé esperándolo en vano
en un cuartucho en Tauramena. Lo busqué desesperada por todo el
pueblo hasta que en un bar me dijeron que el mago había encontrado
otra ayudante y se había ido con ella a recorrer el Casanare.
Volví
al hotel y me corté las venas. Me desperté en un hospital y una
semana después apareció él, con un ramo de flores. Me dijo que
todo había sido un error, que me iba a recompensar por el
sufrimiento que me había causado.
Me
llevó a un apartamento lujoso, con tina de porcelana y balcón de
mármol. Acá lo espero cuando sale de correría.
Mi
madre me visita cuando él no está e insiste en que los magos sólo
aman su magia y que lo mejor es que vuelva con ella a casa. Yo creo
que mi mamá tiene envidia o está loca porque dice que vivo en una
pocilga, que mis gatos son ratas repugnantes, que los pájaros que
alegran con sus trinos mis oídos son murciélagos que cuelgan del
techo y que los manjares que devoro son sobras recogidas del
basurero.
domingo, 8 de enero de 2023
Pandora. Lilian Elphick.
La caja es de madera de pino sin barnizar, como un ataúd en el muro de los lamentos. Es ahí donde habito. Me he acostumbrado a las rendijas por donde entra luz, a las astillas que me recuerdan que estoy viva, al silencio de la noche y a la algarabía del día. Hasta ahora, nadie ha tratado de forzar la cerradura de la caja, es tan inofensivo su rectangular deseo. A veces, alguien la levanta pero teme males y desgracias, y la deja en el suelo como una piedra o una carta rota en varios pedazos. Ya no me molestan los viajes de la caja. Soy errante y callo. Me llevan en manos especialistas, y luego de un rato concluyen: no hay bomba. Vuelvo al bosque o a un tarro de basura. El mundo olvida rápido; pasará poco tiempo y la caja no estará en sus sueños, ni siquiera en los míos.
sábado, 7 de enero de 2023
La espera. Txuma Murugarren.
Está sentado en el poyo que hay fuera del banco. Está fumando un cigarro. Esperando a alguien. Yo también estoy esperando, en la acera de enfrente, y sin nada más en qué ocuparme, le miro de vez en cuando. Al principio no parece preocupado, espera tranquilo, con confianza. Pero pasados los primeros diez minutos, comienza a mirar a uno y otro lado, cada vez con más frecuencia. Se está haciendo tarde. Así y todo, permanece sentado en el poyo. Saca el teléfono móvil y lo examina, comprueba que no haya llamadas perdidas. Lo veo entre los autobuses y los coches que cruzan por la carretera, a ratos, como cuando ponen esas luces como flashes en las discotecas, con un extraño asincronismo. Ahí está, piensa por un momento, y es que al final de la calle, entre la gente, ha visto a un desconocido que se parece a su amigo. Se ha levantado, pero enseguida se ha dado cuenta de que no es él. De todos modos, ha decidido permanecer de pie, apoyado contra la pared del banco. Ha encendido otro cigarro, pero ahora, cuando ha llevado la cabeza hacia el mechero que mantiene entre las manos, sigue mirando de reojo a uno y otro lado. No quiere perder ni un solo momento. Porque es muy posible que en ese exacto segundo pase su amigo. Así lo cree al menos. Son las paranoias de la larga espera. El último síntoma del estrés que crea el esperar. De repente, parece que se da cuenta de lo absurdo de su situación. No vendrá y yo aquí, cada vez más nervioso. ¿Pero qué me importa a mí que no venga? Ha mirado hacia mi lado. Se ha dado cuenta de que yo también estoy esperando a alguien. Se le ha encendido el semblante. Se ha sentido solidarizado conmigo. Y espera lo mismo a cambio. He metido las manos en los bolsillos. Ya no mira a uno y otro lado. En vez de eso, me mira a mí, cada vez con más frecuencia. Me han tocado en la espalda. Es mi amigo. Ha venido. Juntos nos hemos dirigido calle arriba. Antes de desaparecer en el cruce de calles, he mirado al chico del banco. Él me mira a mí. Triste. Me he sentido como un cabrón.
jueves, 5 de enero de 2023
La ausencia. Araceli Esteves.
Me dice que yo siempre tengo seis años porque es la edad en la que morí. No sabe que sólo existo porque ella me convoca cada noche, agarrada a la foto de un niño. Yo la visito para que sus lágrimas tengan nombre. Nunca le diré que no soy su muerto. Sé que me necesita más que mi propia familia, cuatro casas a la izquierda.
miércoles, 4 de enero de 2023
El día que dejamos el pueblo. Sara Nieto Yuste.
<< Al diablo con la Rosa. Que le den a la Juliana >>, mascullaba mamá entre dientes. << Basta ya de secretos y de esquivar miradas furtivas tras las cortinas >>. Se puso sus mejores ropas, me agarró con decisión y salimos por la puerta. << Levanta bien la cabeza, Agustín, que hoy vamos a ver a tu papá >>, dijo en voz bien alta al pasar frente a las casas de las cotillas. Y, confundido, pensé que mi madre había perdido la chaveta porque en vez de ir al cementerio fuimos directos a la casa del cura.
martes, 3 de enero de 2023
¡Abre la puerta Rickard! Stig Dagerman.
Abre la puerta.
Dicen
que abra la puerta, y yo no la abro. No sólo dicen que la abra,
ruegan; y cuando los ruegos no surten efecto, amenazan, pero cuando
las amenazas no surten efecto se callan un rato, susurran jadeantes y
ansiosos mientras están totalmente quietos al otro lado de la puerta
como si quisieran hipnotizarla. O tal vez hipnotizarme a mí a través
del ojo de la cerradura.
Hip-no-ti-zar.
Pero
yo no abro. No, no sólo eso, me retiro más y más adentro en la
habitación, lo más adentro que puedo, hasta el rincón donde está
la cama. Me acuesto en esa cama y cojo la almohada y me tapo la
cabeza con ella para no oír, para no ver, para no saber. A veces sin
embargo sé, lo que tengo que saber penetra en mí a través de
canales infernales y se necesitarían todas las almohadas del mundo
para taponarlos. Yo sólo tengo una, alta, compacta y blanda; pero
¡qué puede hacer contra esto!
¡Qué
puede hacer! No puede hacer nada, y, no obstante, hay momentos en
esta habitación cerrada en los que todo el tormento desaparece de
repente, en los que la almohada pese a todo basta y una alegría
serena, dulce como la miel, fluye dentro de mí. En esos instantes
raros estoy completamente abierta, me figuro que estoy aquí acostada
como un mar que recibe un ancho y suave río en sus brazos y se deja
besar cálido y feliz por sus tibias aguas. En esos raros momentos
puedo incluso liberarme de la almohada, dejarla caer de la cama y con
la nuca apoyada en mis manos cruzadas mirarle a los ojos al techo que
está encima de mí. Entonces no es solamente una puerta cerrada lo
que me separa de los de allí fuera, no solamente un cuarto largo,
estrecho, lleno de silencio, sino algo que es mucho más fuerte,
mucho más brutal en su capacidad de hacerme sentir sola.
Pero
algo ha ocurrido entre los de allí fuera porque de pronto uno, no sé
si Knut o Inge, da un paso firme hacia la puerta y empieza a golpear
con los nudillos, y a pesar de que el que golpea no está del todo
sobrio, es sin embargo un golpeteo diabólicamente calculado. No se
posa una vez aquí, otra vez allí en la superficie de la puerta, se
reúne en un único lugar reducido, justo encima de la manija, y
trabaja esa mancha con una obstinación tan tranquila y horrible como
si se tratara de hacer un agujero en la puerta para de esa manera
vencerme.
Deja
que sigan, pienso jubilosa, deja que se rompan los nudillos, deja que
se golpeen las manos hasta hacerse sangre. Dios mío, qué engañados
están si creen que van a poder hacerme girar la llave antes de que
yo misma quiera.
Así
pues, todavía puedo dejar la almohada, todavía casi me divierte que
alguien desgaste sus nudillos por mí. Por mí. Por una vez hay
alguien que hace algo por mí. Me estiro en la cama y estoy de
vacaciones. Sé que esto no va a durar mucho, no es la primera vez
que pasa y por eso sé que no va a durar mucho. No tardaré en notar
que el que golpea no golpea la fría e insensible puerta sino mi
cálido y dolorido cuerpo. Los nudillos saben siempre lo que quieren,
los nudillos saben siempre dónde hacen más daño, los nudillos
están tan acostumbrados a mi cuerpo que encuentran el lugar más
sensible por sí solos.
Los
golpes se interrumpen un momento. Entonces Knut susurra (era él pues
el que llamaba):
—Abre,
nena, nenita, nena, abre.
Luego
se hace el silencio, es decir, se hace el silencio fuera de la
puerta, y, al hacerse tanto silencio fuera de la puerta, se oyen las
voces cascadas y ebrias de la cocina mucho mejor. Allí hay mujeres
también, sé que han traído mujeres, pero ni siquiera eso me
importa ahora. Mientras tenga fuerza para no abrir la puerta no hay
nada que me importe.
Ahora
les oigo murmurar al otro lado de la puerta de nuevo y soy lo
bastante orgullosa y feliz para no esforzarme por oír lo que dicen
de mí. Sé que están indecisos, sé que tengo ventaja. Ellos no
pueden hacer nada contra mí mientras la cocina esté llena de amigos
borrachos. Un hombre no puede decirle a un amigo borracho que mi
parienta se ha encerrado en la habitación y no quiere salir, la muy
bruja. Entonces el amigo borracho se echaría a reír y cada trocito
de esa risa penetraría como metralla en el alma de ese hombre.
Perdería la cara, y la cara es lo más importante que tiene un
hombre borracho, bueno, no sólo uno borracho sino también uno
completamente normal. La cara de un hombre es como la manija de una
puerta. Aunque esté en la puerta de una barraca tiene que parecer la
manija de la puerta de un banco o de un bar. Tiene que parecer
siempre orgullosa, orgullosa como el bronce, y la misión de la mujer
es limpiar cada día ese orgullo de las manchas de cobardía y
angustia.
Knut
no va a empezar a gritar porque a ver quién quiere que otros oigan
que la mujer de uno está loca. Inge no va a echar abajo la puerta
porque a ver quién quiere que otros sepan que uno tiene una hermana
loca. Así que deliberan y todavía están demasiado sobrios como
para ponerse de acuerdo en algo que hacer. Alguien gritó en la
cocina. Estoy segura de que fue una mujer, pero que nadie crea que me
importa. Yo estoy acostada sin almohada y me doy cuenta de que era un
grito, un pequeño y agudo grito de mujer jugando.
—Nenita,
nenita, nena querida —dice Knut mientras yo sonrío al techo—,
querida nena, ¿por qué no abres? ¿Estás enfadada conmigo? ¿Qué
te he hecho? ¡Por lo menos podías decir qué te he hecho!
Hecho
y hecho.
Mi
querido Knut, pienso yo, o por lo menos creo que pienso así, mi
querido Knut, tú no has hecho nada. Una persona normal no pensaría
que tú has hecho nada. Una persona normal pensaría que eres
condenadamente bueno. Pero es que yo no soy normal. Porque una
persona normal no se encerraría en un cuarto, no se acostaría en
ese cuarto a llorar sólo porque su hombre ha vuelto del trabajo unas
horas más tarde de lo que suele los sábados y ha traído a casa a
un par de amigos latosos con sus mujeres o sus novias o unas chicas
cualesquiera.
Y,
sin embargo, eso es lo que ha ocurrido. Eso y ninguna otra cosa.
Cuando les oí venir por la escalera, riéndose, llenando toda la
subida de un crudo hedor de voces, apagué el gas, tiré el delantal
en el respaldo de una silla, corrí al cuarto y cerré con llave.
Después estuve pegada a la puerta oyendo cómo hacían tonterías en
el vestíbulo y cómo hacían tonterías luego en la cocina. Oí la
risa ahogada de las mujeres, llena de ambigüedad, al sentarse en las
rodillas de alguien. Supongo que habría bebida en la mesa y tazas de
café y una taza se rompió. Knut se hizo el gallito y gritó que no
tiene importancia, joder.
Pero
luego oí claramente cómo Knut se empequeñecía, cuando había
cerrado la puerta de la cocina y se quedó solo y tosiendo de apuro
en el vestíbulo. Yo no podía verle, desde luego, pero sabía qué
aspecto tenía y cómo iba a comportarse. Su aspecto era furioso y
avergonzado al mismo tiempo, quizá más avergonzado porque un hombre
no debe llegar a casa después del trabajo de la jornada y no
encontrar a la esposa en su sitio. A una esposa hay que tenerla en su
sitio, especialmente un sábado, ella tiene que estar ahí, con la
misma seguridad que el medio litro de aguardiente en el armario de la
cocina.
Knut
empezó a buscar. Abrió la puerta del váter y, aunque seguro que no
lo necesitaba, entró y estuvo allí un rato porque no hay que dar la
impresión de que uno anda buscando a su esposa. Yo estaba todo el
tiempo pegada a la puerta escuchando la comedia, comedia porque él
sabía todo el tiempo que yo me había encerrado aquí. No es la
primera vez, pero sí es la primera vez que se ha visto obligado a
darse por aludido. Las otras veces ha venido a casa solo, o hemos
estado solos los dos en la cocina y de repente yo me he levantado y
he corrido al cuarto y he cerrado la puerta con llave. Entonces él
se ha quedado un rato esperando, ha ido unas cuantas veces del fogón
a la ventana, ha prendido una pipa y luego ha llamado a mi hermano
para quedar con él a la puerta de un bar. Esas veces me ha vencido
yéndose, dejándome sola en lugar de venir a estar conmigo.
¿Era
eso lo que yo quería? ¿Es eso lo que quiero? ¿No se encierra uno
en una habitación para poder estar solo? No, yo no. La primera vez
que ocurrió y Knut pasó fuera toda la noche después con Inge y me
encontró llorando en la alfombra del cuarto con la cabeza envuelta
en un almohadón empapado, se acostó en la cama con los zapatos
puestos gritando que él era el hombre más considerado del mundo que
dejaba a su jodida esposa en paz cuando quería estar sola.
Quería-estar-sola.
¡Queríaestarsola!
Estarqueríasola.
Esquertaríasola.
Una
vez sin embargo vino y llamó a la puerta, y yo le dejé que llamara
primero. Luego le dejé rogar un rato. Se me debería perdonar, creo,
esa pequeña intransigencia. Yo sólo quería enseñarle lo que se
siente al tener que luchar un poco para conseguir a una mujer. Yo
sólo quería inducirle a que me ayudara a vencer mi soledad
penetrando en ella. Mientras él rogaba yo me desnudé sin hacer el
menor ruido y cuando giré la llave estaba casi desnuda. Y sin
embargo él no me vio. Entró directamente en la habitación con la
misma apresurada indiferencia con que se entra en una cabina
telefónica. Entró, abrió un cajón de su escritorio, sacó el
medio litro de aguardiente de él y salió y desapareció para el
resto de la noche. ¡Y que yo no me hundiera a través del suelo con
mi desnudez! Me sentí como una ramera despreciada, como se puede
comprender.
Pero
esta noche es diferente. Estuve escuchando los pasos de Knut, cómo a
regañadientes y ansiosos y un poco ebrios se acercaban a la puerta
del cuarto, más despacio a medida que se acercaban porque sabían. Y
luego la manija que se presionaba hacia abajo lentamente y el
juramento que no llegó nunca porque él sabía.
—Inge
—gritó luego a través de la puerta de la cocina—, ven un
momento. Te llaman por teléfono.
Inge
es mi hermano, pero no es sólo mi hermano. Es algo mucho más grande
también. Él es la buena conciencia de Knut. Puede ser bastante
difícil para la buena conciencia de un hombre descuidar a su esposa
tan abiertamente como él desearía poder hacerlo. Tener a Inge le
viene muy bien a Knut. Inge debe de hacerle pensar: Es verdad que a
veces salgo y no vuelvo a casa, pero en todo caso es con su hermano
con quien estoy. ¡Su hermano, figúrense!
No
hay una frase que sea tan buena como en todo caso. Yo conozco esa
frase y sé que puede usarse como estaca cuando uno quiere empujar a
otro más adentro en su fango.
Pero
Inge acudió. Inge no es tonto y entendió enseguida lo que había
pasado. Inge, pensé yo allí al pie de la puerta, tú eres en todo
caso mi hermano. Ahora confío en ti. Ahora me ayudarás a salir de
aquí sin que por eso tenga que perderme. Estuve a punto de
decírselo, pero unos segundos más tarde me habría mordido la
lengua si se lo hubiera dicho. Porque esto es lo que le dijo Inge a
Knut:
—¿Para
qué quieres que salga, ahora que ya has conseguido encerrarla?
Déjala ahí y que rabie si quiere. A algunas mujeres no hay nada que
más les guste. Déjala así hasta que se ablande.
Fue
entonces cuando sentí que necesitaba una almohada. Fue entonces
cuando me arrastré por la habitación hasta la cama. No, arrastrarme
tal vez no me arrastré, sólo que eso fue lo que sentí. Me pareció
que toda una galería de ojos ebrios, alegres, despiadados me
contemplaba durante la corta huida por el suelo desde la puerta hasta
la cama, y ellos fueron los que me hicieron arrastrarme, aunque a lo
mejor corrí. Hundida en una almohada oí que los dos que estaban
allí fuera se iban, pero también que volvían casi enseguida.
Vuelven,
pensé, aunque la almohada debía impedirme pensar. Vuelven. Algo han
olvidado pues en la habitación. Aquí hay algo que ellos quieren. O…
Me
levanté a buscar en la habitación, abrí cajones, armarios, miré
bajo la ropa y detrás de la loza, pero no había ninguna bebida
escondida en ningún sitio. Necesitaba la almohada todavía un rato
para cubrir mis dudas. No puedo ser débil, pensé, sólo una vez le
abre una mujer la puerta a un hombre en vano. Mientras ellos estaban
allí fuera llamando, temerosos de que les oyeran las bulliciosas
personas de la cocina y temerosos de que no les oyera yo, yo estaba
acostada con una almohada fuertemente apretada contra la cabeza para
ahogar mis estúpidas ganas de levantarme corriendo a girar la llave
y mostrarles mi cara boba y feliz a los dos hombres que estaban al
otro lado de mi puerta. Pero el dolor se deslizó por debajo de la
almohada y clavó sus tormentos en mí, me recordó el momento
terrible de humillación, pero la alegría se pega al dolor como una
sanguijuela, y la sanguijuela chupó mi dolor, y yo me sentí lo
suficientemente feliz y débil como para dejar caer la almohada.
Voy,
pensé, claro que abro. Ahora sé que es por mí por quien llamáis.
Porque en la cocina tenéis todo lo que queréis: bebidas y mujeres y
hombres que se ríen. Y sin embargo estáis donde estáis. También
me necesitáis a mí. Sólo un minuto más y voy.
Pero
si uno ha estado muy solo no hay nada que sea tan precioso como los
minutos anteriores al fin de la soledad, y yo aplacé lo que iba a
hacer porque eso me enriquecía más. Por cada minuto de soledad me
iba hinchando más de felicidad. Yo era un sapo y el sapo pensó:
«Todavía hay piel. Todavía me falta mucho para estallar».
Y
entonces fue de repente demasiado tarde. Si la puerta de la cocina no
se hubiera abierto justo en ese momento estoy segura de que yo habría
estado camino de mi puerta cerrada. Pero la puerta de la cocina se
abrió y yo permanecí acostada en la cama, inflada e inmóvil de
satisfacción como una serpiente después de haberse tragado un
conejo. Fue una mujer la que llegó primero, y luego llegaron todos.
Y los hombres que me esperaban a mí dejaron de reclamarme. De
repente ya no me esperaban. Sólo esperaban a que su dignidad
corriese a alcanzarles. Y finalmente llegó y entonces Inge gritó:
—Estamos
tratando de engañar a mi hermana para que salga, pero nada.
Y
Knut gritó:
—Bueno,
¿sales o no sales?
Y
entonces yo no podía salir. Yo estaba paralizada allí tumbada y una
mano se cayó de la cama y empezó a buscar una almohada. Pero antes
de que esa mano alcanzase la almohada empezó a cantar una de las
mujeres desconocidas de allí fuera. Si a eso se le puede llamar
cantar, yo no lo sé. Estoy demasiado cansada y demasiado lejos.
—Open
the door, Richard. Open the door and let me in.
—Eso
quiere decir abre la puerta, Rickard, por si acaso no lo supieras,
cascarrabias —gritó Inge.
Yo
entonces hubiera debido levantarme corriendo y gritando con todas mis
fuerzas: «Yo no me llamo Rickard. Yo no soy un tío y sobre todo yo
no soy una puta que tiene tiempo para andar por las tiendas de música
todo el día buscando discos para sus amantes nocturnos».
Hubiera
debido y hubiera debido, pero no fue así. En lugar de ello la
piadosa almohada cayó sobre mi cabeza y era como una masa que
llegaba a todas las rendijas de mi cara y las tapaba y se endurecía,
y todo lo que pasó luego lo oí y lo supe, pero no podía hacer ni
lo más mínimo para evitarlo. Ni siquiera podía hacer que mi cara
se estremeciese de tristeza por ello.
Y
cuando la puerta del vestíbulo se cerró de un portazo y toda la
chusma se llevó las estrepitosas carcajadas escaleras abajo, ni
siquiera pude pensar: Si al menos uno viviera en un piso que diera a
la calle. Y no al patio, porque al patio no sale nadie un sábado por
la noche. No, yo sólo seguí acostada y la almohada creció y
creció, se volvió techo y se volvió paredes y se volvió suelo. Y
con todo, no era de eso de lo que yo tenía miedo. De lo que tenía
miedo era del terrible despertar al que ni mis mejores artimañas
podrían aplazar. Yo volvería a ser pequeña y normal de nuevo. Me
levantaría, iría hasta la puerta y la abriría, iría a la cocina a
beber un vaso de agua. Luego regresaría a un cuarto no cerrado con
llave, me acostaría en la cama y sólo pensaría en una única cosa
hasta que me durmiese, si es que me dormía: es únicamente cuando
estoy sola cuando puedo abrir. Únicamente cuando nadie puede entrar
puedo tener la puerta abierta. ¿Hasta qué punto tengo que quedarme
sola para que alguien descubra al fin mi soledad y me salve? ¿Para
que eche abajo mi puerta?
El hombre desconocido, 1947.
lunes, 2 de enero de 2023
Enseña cómo todas las cosas avisan de la muerte. Francisco de Quevedo.
Miré los muros de la Patria mía,
si un tiempo fuertes, ya
desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien
caduca ya su valentía.
·
Salíme
al Campo, vi que el Sol bebía
los arroyos del hielo
desatados,
y del Monte quejosos los ganados,
que con
sombras hurtó su luz al día.
·
Entré
en mi Casa; vi que, amancillada,
de anciana habitación era
despojos;
mi báculo más corvo y menos fuerte.
·
Vencida
de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los
ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.