sábado, 14 de enero de 2023

El puente de Schott. Donald Ray Pollock.

Nettie Russell murió en primavera y le dejó a su nieto, Todd, un viejo Ford Fairlane y un bote de café Maxwell House con dos mil dólares dentro, que en 1973 eran un buen pellizco de dinero. Su hija, Marlene, era una chica salvaje que había tirado su vida a la basura una noche nevada cuando Todd no tenía más que dos años. La había encontrado un ayudante del sheriff en el asiento trasero de un coche aparcado en el borde del huerto de Harry Frey, con un desconocido del pueblo tumbado encima de ella, los dos rígidos y azules e hinchados como sapos por el monóxido de carbono. Y como en el funeral ninguno de los novios de Marlene tuvo pelotas de ofrecerse para ayudar con el huérfano, ni siquiera después de que el predicador hiciera una súplica especial, a Nettie no le quedó más remedio que criarlo ella.
Cuando le entregó la herencia, tan sólo unas pocas horas antes de exhalar su último y jadeante suspiro, le dijo a su nieto:
Toddy, éste no es lugar para ti. Coge esto y vete antes de que alguien te haga daño.
Acababa de cumplir diecinueve años y en la hondonada todo el mundo decía en broma que tenía demasiado azúcar dentro para ser un chico. Llevaba años soñando con mudarse a otro sitio y vender casas, o tal vez trabajar en un banco. La fantasía de regresar un día a Knockemstiff vestido con un traje reluciente de color burdeos y llevando un maletín de cuero les había servido tanto a él como a su abuela para animarse durante las últimas semanas de su larga enfermedad.
Todd tendría que haberse largado al pueblo en cuanto ella le dio las llaves del coche y el dinero, pero descubrió que le daba miedo irse de la hondonada, por muy mal que se estuviera allí. Retrasaba su partida todo el tiempo, demorándose en el condado, y un mes después de morirse la señora, Frankie Johnson y él se mudaron a un campamento de pesca que había en el lado alto del Paint Creek. Nadie podía entenderlo. Frankie era más bruto que un arado y le gustaban las chatis; Todd hablaba como una niña remilgada en un concurso de belleza y caminaba de puntillas como si tuviera los calcetines llenos de cristales.
Aunque se conocían de toda la vida, no empezaron a ir juntos hasta una noche después de una fiesta de la cerveza celebrada en Copperas Mountain. Todd llevaba durmiendo en el Fairlane desde el funeral de su abuela, dando vueltas mientras escuchaba canciones de amor por la radio y deseando que su tío Claude contrajera cáncer de colon. Nada más regresar del cementerio, éste había tirado la ropa de Todd al jardín enfangado y le había dicho que se largara con viento fresco. «Mamá no me dejaba echarte cuando estaba viva, pero ahora ya no puede impedírmelo», le dijo a su sobrino. Salvo con el fantasma que había visto en la lápida de su abuela, Todd llevaba tres semanas sin hablar con nadie. Simplemente estaba buscando un lugar seguro donde aparcar para pasar la noche cuando se encontró con la fiesta de la cerveza. La soledad le metía en líos más deprisa que cualquier otra cosa, y él lo sabía, pero aun así paró el coche y apagó el motor.
Se sentó bajo el dosel de un sauce, a cierta distancia de la fogata, y se puso a escuchar las risas y la conversación alborotada. Nadie lo invitó a acercarse, pero tampoco esperaba que lo hicieran. La gente de la hondonada, sobre todo los hombres, lo trataban con desprecio en el mejor de los casos. Esa noche, sin embargo, una vez el tonel quedó vacío, Frankie Johnson se aproximó y se sentó en un tronco cerca de él.
¿Tienes dinero, Russell? —le preguntó.
Todd se lo pensó un momento. Aunque Frankie nunca había sido lo que se dice amistoso con él, por lo menos lo había dejado en paz cuando los demás lo insultaban o lo perseguían por la carretera tirándole piedras.
Un poco —respondió Todd con recelo.
¿Por qué no vamos al pueblo y desayunamos? —propuso Frankie. Apartó la vista al decirlo, como si le diera vergüenza—. Dicen que ahora el Frisch’s Big Boy abre toda la noche.
¿Por qué?
Frankie soltó un suspiro. Cogió una piedra y la estrujó; después la tiró a unos matorrales.
Pues porque tengo hambre.
Un accidente de coche le había dejado una larga cicatriz de color púrpura que le bajaba por un lado de la cara como si fuera una grieta en un huevo, pero Todd todavía se acordaba de cuando Frankie era guapo.
Lo miró, se mordió el labio inferior y sopesó las ventajas y los inconvenientes. Las ventajas salieron vencedoras.
Vale —dijo Todd.
Unos pocos de los borrachos congregados alrededor del fuego se pusieron a soltar silbidos burlones cuando vieron que Frankie se subía al viejo Fairlane. Todd temió que fuera a armarse algún lío, pero Frankie se limitó a enseñarles un dedo en gesto obsceno y se reclinó en el asiento. Mientras daban la vuelta por el camino de tierra, alguien les tiró una lata de cerveza que rebotó en el guardabarros.
Estúpidos hijos de puta —murmuró Frankie.
Luego cerró los ojos y se puso a roncar hasta que llegaron al pueblo. Su aliento pestilente llenaba los asientos delanteros. Todd examinó la cicatriz protuberante a la luz de los faros de los coches que se acercaban y luchó contra el deseo de pasarle el dedo por encima. Se preguntó si Frankie sabría lo de los dos mil dólares.
Mientras desayunaban en el Frischs Big Boy, Frankie le dijo que lo único que había amado en su vida era un Super Bee amarillo del 69 que había tenido a los diecisiete años.
Me acuerdo de aquel coche —dijo Todd.
Frankie sonrió y se metió más huevo en la boca.
Todo el mundo conocía mi Super Bee. El cabrón volaba. Dios, si alguna vez tengo oportunidad, me compraré otro igual.
¿No es el que estrellaste?
Frankie dejó de masticar y asintió con la cabeza.
El peor día de mi vida hasta ahora. La otra noche una guarra me llamó Frankenstein.
Tres años antes, Frankie no había acertado a coger la curva del Pumpkin Center, con tan mala fortuna que el Super Bee se había estrellado contra un poste de teléfono y él había atravesado el parabrisas con la cara por delante. La cosa podría no haber tenido consecuencias, pero resulta que se encontraba en plena juerga de las bestias y había estado bebiendo tres días más antes de que alguien lo llevara por fin al hospital para que le intentaran coser la cara. Para entonces la herida ya había empezado a cicatrizar y no había habido manera de que el médico pudiera cerrarle más aquel tajo enorme. Este le había dicho que era un milagro que no se hubiera desangrado.
Cuando Frankie hizo una pausa para untar una tostada con mantequilla, Todd se puso a contarle cómo su abuela se había ido muriendo lentamente en el dormitorio. El tío Claude solía pasar por allí todos los días para ver si ya estaba muerta y no paraba de quejarse de que por culpa del olor no iba a encontrar quien quisiera comprar la casa cuando ella ya no estuviera. Todd aguantó el tipo hasta que trató de describir lo que había sentido al exhalar ella su último y suave suspiro.
Fue la única madre que tuve —intentó decir, pero las palabras le salieron todas embrolladas y llenas de mocos.
Frankie dejó el tenedor y le tendió una servilleta del servilletero. Luego se quedó mirando por la ventana y se puso a hurgarse los dientes hasta que Todd se levantó y pagó la cuenta. Aquella noche durmieron en el coche y por la mañana temprano compraron tres botellas de Thunderbird en el Gray’s Drugstore. Esa misma tarde, borrachos y medio enfermos, ya estaban buscando un sitio donde instalarse.
El campamento de pesca que alquilaron no tenía más que un par de cuartos mohosos y un porche con mosquiteras. Se lo sacaron barato a una vieja viuda del pueblo llamada Fletcher porque no tenía cañerías ni electricidad. Les comentó que su marido solía llevar allí a sus putas los fines de semana.
Tendría que quemar el puñetero sitio de una vez, pero necesito el dinero —les dijo mientras le daba la llave a Todd.
En un rincón de la sala grande había una cocina de carbón oxidada que en verano se llenaba de avispas negras y en invierno soltaba humo negro. Alguien había dibujado en la pared una familia entera de monigotes a tamaño real con lápices de colores. A todas las figuras descoloridas les salía sangre de la boca. Hasta el perro o el gato o lo que fuera estaba vomitando aquella cosa roja. Detrás de la casa había un viejo pozo de roca cubierto de limo verde del que pudieron sacar un cubo de agua, pero sabía a gasolina. Nunca la bebían, pero a veces Frankie disfrutaba sumergiendo en ella los pies podridos.
A ninguno de los dos le gustaba demasiado trabajar; de modo que un par de semanas después de irse a vivir juntos se compraron cien dosis de mezcalina de fresa por noventa dólares. Se comieron unas cuantas, vendieron el resto y luego se hicieron con otra remesa. Frankie conocía a mucha gente, la mayoría chusma. Todd ponía el dinero y a su manera también era emprendedor, pero se andaba con cuidado. Se las apañaba para ganar lo justo para pagar el alquiler, comprar pan y carne e ir suministrándole vino barato a Frankie.
Escondió el bote de café con la herencia detrás de una roca del pozo. Se dejó el pelo castaño largo, y siempre que se metía un tripi hacía una muesca en el marco de la puerta. Contemplaba cómo la familia de monigotes se movía por la pared y se mataban una y otra vez. Al cabo de unos meses calculó que había estado completamente colocado y en las nubes más de un centenar de veces. Había días en que le costaba recordar su propio nombre. En ocasiones le preocupaba olvidarse de dónde había escondido el bote e iba a buscarlo. Frankie empezó a andar por ahí con una pistola del 22 escondida en los pantalones.
Tenemos que proteger nuestro imperio —decía cuando Todd se quejaba de la pistola.
El campamento daba al puente de Schott, que era la vía más fácil para entrar o salir de la hondonada. A Todd le gustaba sentarse en el porche a observar cómo los coches cruzaban el Paint Creek y a escuchar el retumbar de los neumáticos sobre los gruesos tablones de madera. Todavía fantaseaba con marcharse. De vez en cuando, en los días calurosos, los dos caminaban hasta el puente para darse un chapuzón en los rápidos y pescar botellas de refrescos junto a la carretera. No había día en que Frankie no intentara convencer a Todd para que se tirara desde el puente. Lo llamaba «cagón» y «cobarde», y luego se subía a la baranda y se tiraba. Hacía un par de años, un chaval del pueblo se había tirado al agua de cabeza y se había roto el cuello. Cada vez que Frankie impactaba en el agua, Todd se imaginaba el chasquido de aquel espinazo. Un día, después de pasarse toda la mañana mezclando cerveza y whisky, Frankie le clavó la pistola en la nuca y le ordenó que se tirara.
Venga, dispara, hijo de puta —dijo Todd—. De todas maneras, acabaré muerto.
Apenas era capaz de nadar como un perrito, ya no digamos de tirarse desde doce metros de altura. Que le volaran la cabeza no le daba tanto miedo como aquella laguna profunda que había en el lado este del puente. Al cabo de un par de minutos, sin embargo, Frankie desamartilló el arma y se la volvió a guardar en los pantalones. Mientras se alejaba a pie, dijo por encima del hombro:
No puedes pasarte la vida siendo un cagón, Todd. Algún día vas a tener que dejarte de hostias.
Una vez al mes, Frankie se marchaba y pasaba el fin de semana con una vieja que vivía en Massieville. Después de quedar desfigurado había perdido toda su confianza con las mujeres guapas, pero de cuando en cuando, le decía a Todd, necesitaba echar un polvo. A la vieja le importaba un cuerno la cara que tuviera siempre que pudiera levantar el manubrio. Los domingos por la tarde Frankie volvía al campamento lleno de marcas de dentadura postiza y cargado de comida que ella le había empaquetado: frascos polvorientos de mermelada, sacas de pan repletas de carne sanguinolenta de tortuga y a veces una tarta reblandecida. Todd olía aquella comida y tiraba la mayor parte afuera para que se la comieran los mapaches y las zarigüeyas.
Creo que está intentando envenenarte —le dijo un día, retirando el envoltorio de un paquete que contenía una hamburguesa verde.
Tengo que buscarme a otra. Por Dios, es espantosa. Lo mismo podría meter la polla en ese frasco de melocotones.
Tal como yo lo veo, cualquier cosa es mejor que nada.
Joder, ¿y tú qué sabes?
No te preocupes, lo sé.
Todd volvió a hurgar en el saco. Encontró un mazacote de macarrones con queso envueltos en papel de aluminio y lo dejó a un lado.
Bueno, pues contéstame a una cosa —dijo Frankie, bajando la vista y hurgándose en una costra marrón que tenía en el brazo—. ¿Cómo te diste cuenta de que eras rarito?
Todd levantó la vista, sorprendido y a la vez alarmado por la pregunta.
¿Qué coño quiere decir eso? ¿Rarito?
Quiero decir marica.
¿Por qué quieres saberlo?
Frankie soltó una risita.
Joder, no te imagines nada raro. Es por preguntar, nada más.
Todd se lo pensó un momento. Había ensayado la historia mentalmente un millar de veces, pero nadie le había hecho nunca una pregunta tan íntima.
¿Te acuerdas de aquel hombre de VISTA que vino hace unos años? —dijo, con la voz repentinamente temblorosa.
En 1968, cuando Todd tenía catorce años, el gobierno había mandado a un hombre llamado Gordon Biddle a Knockemstiff para ayudar a los palurdos a construir un campo de béisbol. Durante la primera reunión, que habían celebrado en la Iglesia de Cristo en la Unión Cristiana de Shady Glen, les había dicho a los presentes: «Es mejor trabajar con los pobres de América que combatir a los pobres de Vietnam». Y todos los que estaban en los bancos de la iglesia, incluso los ancianos que habían combatido en la segunda guerra mundial, habían sonreído y habían asentido con la cabeza al oír aquello, y antes de que terminara la noche, ya habían aceptado al forastero. A Todd le había dado la impresión de que todo en aquel tipo de VISTA —el pelo, la piel y hasta el ojo de cristal— relucía bajo la luz de colores suaves que entraba por las vidrieras baratas de la iglesia. Nunca había conocido a un hombre tan hermoso, ni tampoco tan amable. Al cabo de menos de dos semanas se había encontrado colocado de maría y desnudo en el asiento trasero del destartalado coche familiar Ford de Gordon, y después de eso había pasado allí casi todas las noches de aquel verano.
Caray, parece que hace mucho tiempo de eso —dijo cuando terminó de contar la historia.
¿Me estás tomando el pelo? ¿O sea que todo aquello era verdad? —preguntó Frankie mientras encendía un cigarrillo—. ¿Con el cabrón aquel que hablaba tan raro?
Era de New Jersey.
Pero qué rollo tan enfermo, tío.
No me obligó a hacer nada que yo no quisiera hacer —dijo Todd.
Pero no le había contado toda la historia. Gordon le había prometido que lo llevaría con él cuando terminara el campo de béisbol y se volviera para New Jersey, y entonces Todd era lo bastante joven como para creer que le estaba diciendo la verdad. Lo único que tenía que hacer era no contar nada de las noches que pasaban en el asiento trasero del coche. Pero una noche un cazador de mapaches los vio aparcados en Train Lane, y al cabo de un par de días empezaron a correr por todo Knockemstiff rumores muy feos sobre el hombre de VISTA. Para cuando llegaron a oídos de Todd, Gordon ya se había marchado. A partir de entonces todo había ido de mal en peor: un conserje del instituto en el cuarto de las escobas y unos cuantos pervertidos asquerosos en el área de descanso de la ruta 50. Se rio para sí mismo: su vida amorosa era todavía peor que la de Frankenstein.
Había noches en que se sentaban cada uno en una punta de la sala grande, en unas viejas sillas de cocina que Frankie había rescatado de un vertedero de Reub Hill. Fumaban y bebían y se metían lo que fuera que hubieran podido gorronear aquel día, y Frankie se ponía a hablar mientras Todd lo escuchaba. Para entonces, a Frankie ya le sobresalía el hígado del costado como si fuera el puño de un bebé, y a menudo le dolía tanto como una muela infectada. En esas ocasiones se sentaba y se lo frotaba como si tratara de hacer salir a un genio de su lámpara mientras seguía contando sus historias. Casi todas trataban del Super Bee o de alguna de las mujeres con las que había estado antes de tener la cicatriz, pero de vez en cuando rememoraba otras locuras.
Hace cuatro o cinco años —dijo una noche—, me comí un pollo crudo, con tripas y todo.
Durante la mayor parte de aquella semana, se habían estado fumando una piedra enorme y mohosa de hachís libanés que les había vendido un leñador casi regalada porque hacía sangrar las encías. El suelo del campamento estaba pegajoso de tantos escupitajos sanguinolentos. Las moscas zumbaban alrededor de ellos como si fueran fiambres.
Ni de coña —dijo Todd.
Tenía un dedo dentro de la boca y se estaba meneando un diente. No podía dejarlo en paz. Ya había perdido uno de los buenos desde que empezaron a fumarse el hongo aquel.
¿Que no? Pregúntale a Bobby Shaffer si no te lo crees.
¿Con tripas y todo? Joder, tío, te habrías muerto.
Frankie no dijo nada, y entonces Todd supo que iba a pasar algo malo. Levantó la mano y se palpó el ojo izquierdo, que todavía estaba dolorido por culpa de un puñetazo que le había caído sin venir a cuento la semana anterior. Desde que le había contado la historia del tipo de VISTA, parecía que las cosas se estaban yendo a la mierda entre ellos, y de pronto se dio cuenta de que ya no tenía fantasías en las que Frankie y él se iban a vivir juntos. No había sido más que una idea descabellada a la que se había aferrado porque se sentía más solo que la una desde que había muerto su abuela. La mayor parte del dinero de la herencia seguía en el bote de café. Podía pirarse cuando le diera la gana.
En la sala a oscuras, Todd oyó cómo Frankie daba un par de tragos a una botella de Wild Irish Rose que había estado manoseando toda la tarde. Algo pasó correteando por el suelo y él levantó los pies de golpe. El silencio creció hasta llenar la sucia habitación. El humo del hachís mohoso salía flotando por la puerta. Un pájaro nocturno chilló desde la otra orilla del arroyo.
¿Me estás llamando «mentiroso»? —dijo por fin Frankie en un susurro.
Antes de que Todd pudiera contestar, Frankie se levantó de un salto y lo tiró de la silla. Sus puños le impactaron siete u ocho veces a ambos lados de la cabeza y Todd sintió que algo se le rompía en uno de los oídos. Luego Frankie le rodeó el cuello con el brazo y apretó hasta dejarlo sin aire. Todd pataleó y trató de soltarse, y a continuación no sintió nada más que un pequeño agujero negro que se cerraba a su alrededor como si fuera una funda. Antes de perder el conocimiento pensó que iba a volver a ver a su abuela. Sin embargo, al cabo de un rato se despertó, tumbado boca abajo en el suelo ensangrentado y con los pantalones bajados hasta los tobillos. Se dio la vuelta y escupió un diente suelto. Frankie estaba de pie a su lado, limpiándose la polla con un trapo. Levantando las caderas, Todd empezó a sonreír mientras se volvía a subir los pantalones.
¿Por qué sonríes, mariconcillo? —dijo Frankie. Luego le arreó un pisotón tremendo en la cara con el tacón de la bota de trabajo.
Cuando se despertó por segunda vez, Frankie había desaparecido junto con el Ford y el bote del dinero. Todd se pasó el resto de la noche llorando y pidiéndole perdón al fantasma de su abuela. Ella había tardado una vida entera en ahorrar aquel dinero. Al llegar el alba, se puso a buscar y encontró una lámina con dos dosis de ácido pegada con cinta adhesiva a la parte de abajo del tapacubos, que usaban como cenicero, y suficientes colillas como para liarse dos porros muy finos. En unos matorrales a espaldas de la casa, se tropezó con cinco botellas de cerveza dentro de una bolsa de papel. Frankie se había llevado casi todo lo demás, hasta la linterna y el pequeño transistor de radio de Todd.
Como no sabía qué hacer, esperó. Se racionó los cigarrillos y trató de dormir. El oído le sangraba a ratos. En el armario había unas cuantas latas de moras que quedaban de una de las visitas de Frankie a la vieja. Le dieron diarrea, pero se las comió igualmente. Luego estuvo frotando la pared con una piedra plana hasta hacer desaparecer a la familia de monigotes. Todavía tenía la huella de la bota en la frente. En una ocasión se despertó pensando que su abuela le estaba preparando tortitas en el fogón de la cocina de carbón. Al terminarse el tercer día, supo que Frankie no iba a volver.
Esa noche Todd se tomó las dos dosis de ácido y se bebió la última cerveza. Después se puso los zapatos y caminó entre los matojos de la orilla del arroyo hasta llegar al puente de Schott. Eran las tres de la mañana y no había tráfico. Todo estaba húmedo de rocío. Estuvo unos minutos caminando de un lado a otro por los tablones lisos y luego se subió a la baranda del extremo del puente. Estaba resbaladiza. Con los brazos extendidos bien lejos del cuerpo, avanzó despacio hasta la mitad. A continuación se detuvo y bajó la vista para contemplar el agua negra durante un largo rato, sintiendo las primeras acometidas tenues del ácido en su cerebro. Encendió su último cigarrillo y se lo fumó casi hasta el filtro. Luego lo dejó caer y la brasa encendida de color naranja descendió por el aire húmedo. Mientras permanecía allí de pie, afligido por el dolor y los remordimientos, miró cómo el agua se la tragaba.


 Knockemstiff. 2008.

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