Nettie Russell murió en primavera y
le dejó a su nieto, Todd, un viejo Ford Fairlane y un bote de café
Maxwell House con dos mil dólares dentro, que en 1973 eran un buen
pellizco de dinero. Su hija, Marlene, era una chica salvaje que había
tirado su vida a la basura una noche nevada cuando Todd no tenía más
que dos años. La había encontrado un ayudante del sheriff en el
asiento trasero de un coche aparcado en el borde del huerto de Harry
Frey, con un desconocido del pueblo tumbado encima de ella, los dos
rígidos y azules e hinchados como sapos por el monóxido de carbono.
Y como en el funeral ninguno de los novios de Marlene tuvo pelotas de
ofrecerse para ayudar con el huérfano, ni siquiera después de que
el predicador hiciera una súplica especial, a Nettie no le quedó
más remedio que criarlo ella.
Cuando
le entregó la herencia, tan sólo unas pocas horas antes de exhalar
su último y jadeante suspiro, le dijo a su nieto:
—Toddy,
éste no es lugar para ti. Coge esto y vete antes de que alguien te
haga daño.
Acababa
de cumplir diecinueve años y en la hondonada todo el mundo decía en
broma que tenía demasiado azúcar dentro para ser un chico. Llevaba
años soñando con mudarse a otro sitio y vender casas, o tal vez
trabajar en un banco. La fantasía de regresar un día a Knockemstiff
vestido con un traje reluciente de color burdeos y llevando un
maletín de cuero les había servido tanto a él como a su abuela
para animarse durante las últimas semanas de su larga enfermedad.
Todd
tendría que haberse largado al pueblo en cuanto ella le dio las
llaves del coche y el dinero, pero descubrió que le daba miedo irse
de la hondonada, por muy mal que se estuviera allí. Retrasaba su
partida todo el tiempo, demorándose en el condado, y un mes después
de morirse la señora, Frankie Johnson y él se mudaron a un
campamento de pesca que había en el lado alto del Paint Creek. Nadie
podía entenderlo. Frankie era más bruto que un arado y le gustaban
las chatis; Todd hablaba como una niña remilgada en un concurso de
belleza y caminaba de puntillas como si tuviera los calcetines llenos
de cristales.
Aunque
se conocían de toda la vida, no empezaron a ir juntos hasta una
noche después de una fiesta de la cerveza celebrada en Copperas
Mountain. Todd llevaba durmiendo en el Fairlane desde el funeral de
su abuela, dando vueltas mientras escuchaba canciones de amor por la
radio y deseando que su tío Claude contrajera cáncer de colon. Nada
más regresar del cementerio, éste había tirado la ropa de Todd al
jardín enfangado y le había dicho que se largara con viento fresco.
«Mamá no me dejaba echarte cuando estaba viva, pero ahora ya no
puede impedírmelo», le dijo a su sobrino. Salvo con el fantasma que
había visto en la lápida de su abuela, Todd llevaba tres semanas
sin hablar con nadie. Simplemente estaba buscando un lugar seguro
donde aparcar para pasar la noche cuando se encontró con la fiesta
de la cerveza. La soledad le metía en líos más deprisa que
cualquier otra cosa, y él lo sabía, pero aun así paró el coche y
apagó el motor.
Se
sentó bajo el dosel de un sauce, a cierta distancia de la fogata, y
se puso a escuchar las risas y la conversación alborotada. Nadie lo
invitó a acercarse, pero tampoco esperaba que lo hicieran. La gente
de la hondonada, sobre todo los hombres, lo trataban con desprecio en
el mejor de los casos. Esa noche, sin embargo, una vez el tonel quedó
vacío, Frankie Johnson se aproximó y se sentó en un tronco cerca
de él.
—¿Tienes
dinero, Russell? —le preguntó.
Todd
se lo pensó un momento. Aunque Frankie nunca había sido lo que se
dice amistoso con él, por lo menos lo había dejado en paz cuando
los demás lo insultaban o lo perseguían por la carretera tirándole
piedras.
—Un
poco —respondió Todd con recelo.
—¿Por
qué no vamos al pueblo y desayunamos? —propuso Frankie. Apartó la
vista al decirlo, como si le diera vergüenza—. Dicen que ahora el
Frisch’s Big Boy abre toda la noche.
—¿Por
qué?
Frankie
soltó un suspiro. Cogió una piedra y la estrujó; después la tiró
a unos matorrales.
—Pues
porque tengo hambre.
Un
accidente de coche le había dejado una larga cicatriz de color
púrpura que le bajaba por un lado de la cara como si fuera una
grieta en un huevo, pero Todd todavía se acordaba de cuando Frankie
era guapo.
Lo
miró, se mordió el labio inferior y sopesó las ventajas y los
inconvenientes. Las ventajas salieron vencedoras.
—Vale
—dijo Todd.
Unos
pocos de los borrachos congregados alrededor del fuego se pusieron a
soltar silbidos burlones cuando vieron que Frankie se subía al viejo
Fairlane. Todd temió que fuera a armarse algún lío, pero Frankie
se limitó a enseñarles un dedo en gesto obsceno y se reclinó en el
asiento. Mientras daban la vuelta por el camino de tierra, alguien
les tiró una lata de cerveza que rebotó en el guardabarros.
—Estúpidos
hijos de puta —murmuró Frankie.
Luego
cerró los ojos y se puso a roncar hasta que llegaron al pueblo. Su
aliento pestilente llenaba los asientos delanteros. Todd examinó la
cicatriz protuberante a la luz de los faros de los coches que se
acercaban y luchó contra el deseo de pasarle el dedo por encima. Se
preguntó si Frankie sabría lo de los dos mil dólares.
Mientras
desayunaban en el Frischs Big Boy, Frankie le dijo que lo único que
había amado en su vida era un Super Bee amarillo del 69 que había
tenido a los diecisiete años.
—Me
acuerdo de aquel coche —dijo Todd.
Frankie
sonrió y se metió más huevo en la boca.
—Todo
el mundo conocía mi Super Bee. El cabrón volaba. Dios, si alguna
vez tengo oportunidad, me compraré otro igual.
—¿No
es el que estrellaste?
Frankie
dejó de masticar y asintió con la cabeza.
—El
peor día de mi vida hasta ahora. La otra noche una guarra me llamó
Frankenstein.
Tres
años antes, Frankie no había acertado a coger la curva del Pumpkin
Center, con tan mala fortuna que el Super Bee se había estrellado
contra un poste de teléfono y él había atravesado el parabrisas
con la cara por delante. La cosa podría no haber tenido
consecuencias, pero resulta que se encontraba en plena juerga de las
bestias y había estado bebiendo tres días más antes de que alguien
lo llevara por fin al hospital para que le intentaran coser la cara.
Para entonces la herida ya había empezado a cicatrizar y no había
habido manera de que el médico pudiera cerrarle más aquel tajo
enorme. Este le había dicho que era un milagro que no se hubiera
desangrado.
Cuando
Frankie hizo una pausa para untar una tostada con mantequilla, Todd
se puso a contarle cómo su abuela se había ido muriendo lentamente
en el dormitorio. El tío Claude solía pasar por allí todos los
días para ver si ya estaba muerta y no paraba de quejarse de que por
culpa del olor no iba a encontrar quien quisiera comprar la casa
cuando ella ya no estuviera. Todd aguantó el tipo hasta que trató
de describir lo que había sentido al exhalar ella su último y suave
suspiro.
—Fue
la única madre que tuve —intentó decir, pero las palabras le
salieron todas embrolladas y llenas de mocos.
Frankie
dejó el tenedor y le tendió una servilleta del servilletero. Luego
se quedó mirando por la ventana y se puso a hurgarse los dientes
hasta que Todd se levantó y pagó la cuenta. Aquella noche durmieron
en el coche y por la mañana temprano compraron tres botellas de
Thunderbird en el Gray’s Drugstore. Esa misma tarde, borrachos y
medio enfermos, ya estaban buscando un sitio donde instalarse.
El
campamento de pesca que alquilaron no tenía más que un par de
cuartos mohosos y un porche con mosquiteras. Se lo sacaron barato a
una vieja viuda del pueblo llamada Fletcher porque no tenía cañerías
ni electricidad. Les comentó que su marido solía llevar allí a sus
putas los fines de semana.
—Tendría
que quemar el puñetero sitio de una vez, pero necesito el dinero
—les dijo mientras le daba la llave a Todd.
En
un rincón de la sala grande había una cocina de carbón oxidada que
en verano se llenaba de avispas negras y en invierno soltaba humo
negro. Alguien había dibujado en la pared una familia entera de
monigotes a tamaño real con lápices de colores. A todas las figuras
descoloridas les salía sangre de la boca. Hasta el perro o el gato o
lo que fuera estaba vomitando aquella cosa roja. Detrás de la casa
había un viejo pozo de roca cubierto de limo verde del que pudieron
sacar un cubo de agua, pero sabía a gasolina. Nunca la bebían, pero
a veces Frankie disfrutaba sumergiendo en ella los pies podridos.
A
ninguno de los dos le gustaba demasiado trabajar; de modo que un par
de semanas después de irse a vivir juntos se compraron cien dosis de
mezcalina de fresa por noventa dólares. Se comieron unas cuantas,
vendieron el resto y luego se hicieron con otra remesa. Frankie
conocía a mucha gente, la mayoría chusma. Todd ponía el dinero y a
su manera también era emprendedor, pero se andaba con cuidado. Se
las apañaba para ganar lo justo para pagar el alquiler, comprar pan
y carne e ir suministrándole vino barato a Frankie.
Escondió
el bote de café con la herencia detrás de una roca del pozo. Se
dejó el pelo castaño largo, y siempre que se metía un tripi hacía
una muesca en el marco de la puerta. Contemplaba cómo la familia de
monigotes se movía por la pared y se mataban una y otra vez. Al cabo
de unos meses calculó que había estado completamente colocado y en
las nubes más de un centenar de veces. Había días en que le
costaba recordar su propio nombre. En ocasiones le preocupaba
olvidarse de dónde había escondido el bote e iba a buscarlo.
Frankie empezó a andar por ahí con una pistola del 22 escondida en
los pantalones.
—Tenemos
que proteger nuestro imperio —decía cuando Todd se quejaba de la
pistola.
El
campamento daba al puente de Schott, que era la vía más fácil para
entrar o salir de la hondonada. A Todd le gustaba sentarse en el
porche a observar cómo los coches cruzaban el Paint Creek y a
escuchar el retumbar de los neumáticos sobre los gruesos tablones de
madera. Todavía fantaseaba con marcharse. De vez en cuando, en los
días calurosos, los dos caminaban hasta el puente para darse un
chapuzón en los rápidos y pescar botellas de refrescos junto a la
carretera. No había día en que Frankie no intentara convencer a
Todd para que se tirara desde el puente. Lo llamaba «cagón» y
«cobarde», y luego se subía a la baranda y se tiraba. Hacía un
par de años, un chaval del pueblo se había tirado al agua de cabeza
y se había roto el cuello. Cada vez que Frankie impactaba en el
agua, Todd se imaginaba el chasquido de aquel espinazo. Un día,
después de pasarse toda la mañana mezclando cerveza y whisky,
Frankie le clavó la pistola en la nuca y le ordenó que se tirara.
—Venga,
dispara, hijo de puta —dijo Todd—. De todas maneras, acabaré
muerto.
Apenas
era capaz de nadar como un perrito, ya no digamos de tirarse desde
doce metros de altura. Que le volaran la cabeza no le daba tanto
miedo como aquella laguna profunda que había en el lado este del
puente. Al cabo de un par de minutos, sin embargo, Frankie
desamartilló el arma y se la volvió a guardar en los pantalones.
Mientras se alejaba a pie, dijo por encima del hombro:
—No
puedes pasarte la vida siendo un cagón, Todd. Algún día vas a
tener que dejarte de hostias.
Una
vez al mes, Frankie se marchaba y pasaba el fin de semana con una
vieja que vivía en Massieville. Después de quedar desfigurado había
perdido toda su confianza con las mujeres guapas, pero de cuando en
cuando, le decía a Todd, necesitaba echar un polvo. A la vieja le
importaba un cuerno la cara que tuviera siempre que pudiera levantar
el manubrio. Los domingos por la tarde Frankie volvía al campamento
lleno de marcas de dentadura postiza y cargado de comida que ella le
había empaquetado: frascos polvorientos de mermelada, sacas de pan
repletas de carne sanguinolenta de tortuga y a veces una tarta
reblandecida. Todd olía aquella comida y tiraba la mayor parte
afuera para que se la comieran los mapaches y las zarigüeyas.
—Creo
que está intentando envenenarte —le dijo un día, retirando el
envoltorio de un paquete que contenía una hamburguesa verde.
—Tengo
que buscarme a otra. Por Dios, es espantosa. Lo mismo podría meter
la polla en ese frasco de melocotones.
—Tal
como yo lo veo, cualquier cosa es mejor que nada.
—Joder,
¿y tú qué sabes?
—No
te preocupes, lo sé.
Todd
volvió a hurgar en el saco. Encontró un mazacote de macarrones con
queso envueltos en papel de aluminio y lo dejó a un lado.
—Bueno,
pues contéstame a una cosa —dijo Frankie, bajando la vista y
hurgándose en una costra marrón que tenía en el brazo—. ¿Cómo
te diste cuenta de que eras rarito?
Todd
levantó la vista, sorprendido y a la vez alarmado por la pregunta.
—¿Qué
coño quiere decir eso? ¿Rarito?
—Quiero
decir marica.
—¿Por
qué quieres saberlo?
Frankie
soltó una risita.
—Joder,
no te imagines nada raro. Es por preguntar, nada más.
Todd
se lo pensó un momento. Había ensayado la historia mentalmente un
millar de veces, pero nadie le había hecho nunca una pregunta tan
íntima.
—¿Te
acuerdas de aquel hombre de VISTA que vino hace unos años? —dijo,
con la voz repentinamente temblorosa.
En
1968, cuando Todd tenía catorce años, el gobierno había mandado a
un hombre llamado Gordon Biddle a Knockemstiff para ayudar a los
palurdos a construir un campo de béisbol. Durante la primera
reunión, que habían celebrado en la Iglesia de Cristo en la Unión
Cristiana de Shady Glen, les había dicho a los presentes: «Es mejor
trabajar con los pobres de América que combatir a los pobres de
Vietnam». Y todos los que estaban en los bancos de la iglesia,
incluso los ancianos que habían combatido en la segunda guerra
mundial, habían sonreído y habían asentido con la cabeza al oír
aquello, y antes de que terminara la noche, ya habían aceptado al
forastero. A Todd le había dado la impresión de que todo en aquel
tipo de VISTA —el pelo, la piel y hasta el ojo de cristal—
relucía bajo la luz de colores suaves que entraba por las vidrieras
baratas de la iglesia. Nunca había conocido a un hombre tan hermoso,
ni tampoco tan amable. Al cabo de menos de dos semanas se había
encontrado colocado de maría y desnudo en el asiento trasero del
destartalado coche familiar Ford de Gordon, y después de eso había
pasado allí casi todas las noches de aquel verano.
—Caray,
parece que hace mucho tiempo de eso —dijo cuando terminó de contar
la historia.
—¿Me
estás tomando el pelo? ¿O sea que todo aquello era verdad?
—preguntó Frankie mientras encendía un cigarrillo—. ¿Con el
cabrón aquel que hablaba tan raro?
—Era
de New Jersey.
—Pero
qué rollo tan enfermo, tío.
—No
me obligó a hacer nada que yo no quisiera hacer —dijo Todd.
Pero
no le había contado toda la historia. Gordon le había prometido que
lo llevaría con él cuando terminara el campo de béisbol y se
volviera para New Jersey, y entonces Todd era lo bastante joven como
para creer que le estaba diciendo la verdad. Lo único que tenía que
hacer era no contar nada de las noches que pasaban en el asiento
trasero del coche. Pero una noche un cazador de mapaches los vio
aparcados en Train Lane, y al cabo de un par de días empezaron a
correr por todo Knockemstiff rumores muy feos sobre el hombre de
VISTA. Para cuando llegaron a oídos de Todd, Gordon ya se había
marchado. A partir de entonces todo había ido de mal en peor: un
conserje del instituto en el cuarto de las escobas y unos cuantos
pervertidos asquerosos en el área de descanso de la ruta 50. Se rio
para sí mismo: su vida amorosa era todavía peor que la de
Frankenstein.
Había
noches en que se sentaban cada uno en una punta de la sala grande, en
unas viejas sillas de cocina que Frankie había rescatado de un
vertedero de Reub Hill. Fumaban y bebían y se metían lo que fuera
que hubieran podido gorronear aquel día, y Frankie se ponía a
hablar mientras Todd lo escuchaba. Para entonces, a Frankie ya le
sobresalía el hígado del costado como si fuera el puño de un bebé,
y a menudo le dolía tanto como una muela infectada. En esas
ocasiones se sentaba y se lo frotaba como si tratara de hacer salir a
un genio de su lámpara mientras seguía contando sus historias. Casi
todas trataban del Super Bee o de alguna de las mujeres con las que
había estado antes de tener la cicatriz, pero de vez en cuando
rememoraba otras locuras.
—Hace
cuatro o cinco años —dijo una noche—, me comí un pollo crudo,
con tripas y todo.
Durante
la mayor parte de aquella semana, se habían estado fumando una
piedra enorme y mohosa de hachís libanés que les había vendido un
leñador casi regalada porque hacía sangrar las encías. El suelo
del campamento estaba pegajoso de tantos escupitajos sanguinolentos.
Las moscas zumbaban alrededor de ellos como si fueran fiambres.
—Ni
de coña —dijo Todd.
Tenía
un dedo dentro de la boca y se estaba meneando un diente. No podía
dejarlo en paz. Ya había perdido uno de los buenos desde que
empezaron a fumarse el hongo aquel.
—¿Que
no? Pregúntale a Bobby Shaffer si no te lo crees.
—¿Con
tripas y todo? Joder, tío, te habrías muerto.
Frankie
no dijo nada, y entonces Todd supo que iba a pasar algo malo. Levantó
la mano y se palpó el ojo izquierdo, que todavía estaba dolorido
por culpa de un puñetazo que le había caído sin venir a cuento la
semana anterior. Desde que le había contado la historia del tipo de
VISTA, parecía que las cosas se estaban yendo a la mierda entre
ellos, y de pronto se dio cuenta de que ya no tenía fantasías en
las que Frankie y él se iban a vivir juntos. No había sido más que
una idea descabellada a la que se había aferrado porque se sentía
más solo que la una desde que había muerto su abuela. La mayor
parte del dinero de la herencia seguía en el bote de café. Podía
pirarse cuando le diera la gana.
En
la sala a oscuras, Todd oyó cómo Frankie daba un par de tragos a
una botella de Wild Irish Rose que había estado manoseando toda la
tarde. Algo pasó correteando por el suelo y él levantó los pies de
golpe. El silencio creció hasta llenar la sucia habitación. El humo
del hachís mohoso salía flotando por la puerta. Un pájaro nocturno
chilló desde la otra orilla del arroyo.
—¿Me
estás llamando «mentiroso»? —dijo por fin Frankie en un susurro.
Antes
de que Todd pudiera contestar, Frankie se levantó de un salto y lo
tiró de la silla. Sus puños le impactaron siete u ocho veces a
ambos lados de la cabeza y Todd sintió que algo se le rompía en uno
de los oídos. Luego Frankie le rodeó el cuello con el brazo y
apretó hasta dejarlo sin aire. Todd pataleó y trató de soltarse, y
a continuación no sintió nada más que un pequeño agujero negro
que se cerraba a su alrededor como si fuera una funda. Antes de
perder el conocimiento pensó que iba a volver a ver a su abuela. Sin
embargo, al cabo de un rato se despertó, tumbado boca abajo en el
suelo ensangrentado y con los pantalones bajados hasta los tobillos.
Se dio la vuelta y escupió un diente suelto. Frankie estaba de pie a
su lado, limpiándose la polla con un trapo. Levantando las caderas,
Todd empezó a sonreír mientras se volvía a subir los pantalones.
—¿Por
qué sonríes, mariconcillo? —dijo Frankie. Luego le arreó un
pisotón tremendo en la cara con el tacón de la bota de trabajo.
Cuando
se despertó por segunda vez, Frankie había desaparecido junto con
el Ford y el bote del dinero. Todd se pasó el resto de la noche
llorando y pidiéndole perdón al fantasma de su abuela. Ella había
tardado una vida entera en ahorrar aquel dinero. Al llegar el alba,
se puso a buscar y encontró una lámina con dos dosis de ácido
pegada con cinta adhesiva a la parte de abajo del tapacubos, que
usaban como cenicero, y suficientes colillas como para liarse dos
porros muy finos. En unos matorrales a espaldas de la casa, se
tropezó con cinco botellas de cerveza dentro de una bolsa de papel.
Frankie se había llevado casi todo lo demás, hasta la linterna y el
pequeño transistor de radio de Todd.
Como
no sabía qué hacer, esperó. Se racionó los cigarrillos y trató
de dormir. El oído le sangraba a ratos. En el armario había unas
cuantas latas de moras que quedaban de una de las visitas de Frankie
a la vieja. Le dieron diarrea, pero se las comió igualmente. Luego
estuvo frotando la pared con una piedra plana hasta hacer desaparecer
a la familia de monigotes. Todavía tenía la huella de la bota en la
frente. En una ocasión se despertó pensando que su abuela le estaba
preparando tortitas en el fogón de la cocina de carbón. Al
terminarse el tercer día, supo que Frankie no iba a volver.
Esa
noche Todd se tomó las dos dosis de ácido y se bebió la última
cerveza. Después se puso los zapatos y caminó entre los matojos de
la orilla del arroyo hasta llegar al puente de Schott. Eran las tres
de la mañana y no había tráfico. Todo estaba húmedo de rocío.
Estuvo unos minutos caminando de un lado a otro por los tablones
lisos y luego se subió a la baranda del extremo del puente. Estaba
resbaladiza. Con los brazos extendidos bien lejos del cuerpo, avanzó
despacio hasta la mitad. A continuación se detuvo y bajó la vista
para contemplar el agua negra durante un largo rato, sintiendo las
primeras acometidas tenues del ácido en su cerebro. Encendió su
último cigarrillo y se lo fumó casi hasta el filtro. Luego lo dejó
caer y la brasa encendida de color naranja descendió por el aire
húmedo. Mientras permanecía allí de pie, afligido por el dolor y
los remordimientos, miró cómo el agua se la tragaba.
Knockemstiff. 2008.
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