sábado, 20 de octubre de 2018

El enano. T. H. White.


-Mi padre -dijo míster Max -solía decir que una experiencia como la que yo estoy a punto de contar era capaz de despertar el interés de cualquiera sobre las materias mundanas. Como es lógico, él no trataba de que le creyeran, ni le importaba si le creían o no. Él mismo no creía en lo sobrenatural, pero el hecho sucedió, y él se propuso referirlo tan sencillamente como fuera posible. Hubiera sido estúpido en él decir que despertó su fe en los asuntos mundanos, ya que él era tan mundano como el que más. En verdad, la parte realmente terrorífica de ello fue la atmósfera horriblemente tangible en que tuvo lugar. Ninguno de sus perfiles fue indeciso en absoluto. De haber sido menos natural, se hubiera reparado menos en la criatura, en el ser, en el ente. Parecía vencer las leyes usuales sin ser inmune a ellas.
Mi padre era un hábil pescador, y solía ir a multitud de sitios para pescar. En una ocasión estuvo en Abisko, en territorio lapón, alojándose en un hotel de estación bastante confortable, situado a trescientos kilómetros dentro del círculo Ártico. Viajó la prodigiosa longitud de Suecia… (Yo opino que se está más lejos del sur de Suecia yendo hacia el sur de Italia)… en el tren eléctrico, y llegó muy cansado. Se acostó temprano durmiéndose casi inmediatamente, aunque en el exterior era completamente de día, como siempre son las noches en esos lugares durante aquella época del año. La parte menos chocante de su experiencia no fue que toda ella sucediera a la luz del sol.
Se acostó temprano, se durmió y soñó. He de aclarar inmediatamente, con la misma claridad con que se delineó ese ente al sol norteño, que no se convertirá este relato, en el último párrafo, en un sueño. La división entre dormir y despertar era brusca, aunque la sensación de ambas era igual. Ambas se hallaban en la misma esfera del absurdo horrible, aunque en la primera estaba dormido, mientras que en la segunda estaba casi terriblemente despierto. En algunas ocasiones, intentaba estar dormido.
Mi padre solía contar siempre uno de sus sueños, porque, en cierto modo, parecía ser una parte de algo que continuaba. Él creía que era consecuencia de la presencia de la cosa en la habitación de al lado. Mi padre soñó con sangre.
Lo que impresionaba era la vivacidad del sueño, su minucioso detalle y su horrible realidad. La sangre brotaba por el ojo de la cerradura de la puerta cerrada que comunicaba con la habitación de al lado. Supongo que ambas habitaciones hubieron de constituir, en un principio, una especie de suite. La sangre corría puerta abajo en oleada viscosa, como la artificial creada en la fuente que mana en la calle Trumpingdon. Pero era molesta, y olía. Su lento chorro empapó la alfombra y alcanzó la cama. Era caliente y pegajosa. Mi padre se despertó con la sensación de tener las manos metidas en sangre. Empezó por separar los dos primeros dedos que estaban pegados, tratando de librarlos de la grasienta adherencia que los juntaba.
Mi padre sabía lo que tenía que hacer. Déjenme aclararles que ahora estaba completamente despierto, pero sabía lo que tenía que hacer. Saltó de la cama bajo este irresistible conocimiento, y miró por el ojo de la cerradura hacia la habitación de al lado.
Me imagino que la mejor forma de contar esta historia es narrarla sencillamente, sin esforzarme en que se crea. La cosa no requería creencia. No era la sensación de horror que produce el esqueleto de alguien, ni un contorno confuso, ni nada que necesitase ser actualizado por un acto de fe. Era tan sólido como un guardarropa. Uno no tiene que creer en los guardarropas. Están ahí, con sus esquinas.
Lo que mi padre vio a través del ojo de la cerradura, en la habitación de al lado, fue un enano. Era eminentemente sólido, de unos veinticinco centímetros de estatura y vestido con pieles brillantemente adornadas. Tenía una cara azul, con ojos amarillos, y sobre su cabeza llevaba una especie de gorro de dormir de lana con una borla roja en lo alto. Sus rasgos eran mongólicos. Su cuerpo, largo y nudoso, como el tronco de un árbol. Sus piernas, cortas y gruesas, como las patas de los elefantes que suelen utilizarse como paragüeros, y sus brazos, escasos: pequeños miembros rudimentarios semejantes a las patas delanteras de los canguros. Su cabeza y su cuello eran muy gruesos y macizos. En conjunto, parecía un grotesco muñeco.
Ese fue el horror del asunto. Imagínense un ser completamente normal, en pie, en un rincón de la habitación, pero con veinticinco centímetros de alto. El ser era tan vulgar como eso, tan tangible como grueso y tan desmañado en sus articulaciones, pero podía moverse.
El enano se estaba comiendo a una dama. ¡Pobre muchacha! Estaba completamente aplastada por aquellos brazos rudimentarios, con la cabeza a nivel de la boca del monstruo. Vestía un camisón, que estaba enrollado bajo sus axilas, de forma que ofrecíase en toda su descarnada desnudez, como un cuadro clásico de Andrómeda. Afortunadamente, parecía haberse desmayado.
En el preciso instante en que mi padre aplicaba su ojo al de la cerradura, el enano abrió la boca y arrancó la cabeza de la muchacha. Luego, agarrando el cuello entre sus brillantes labios azules, chupó la seca y desnuda carne. Ella se arrugó como naranja exprimida, y sus piernas patearon. El ente tenía una mirada de reflexivo éxtasis. Cuando la muchacha pareció haber perdido suculencia como naranja, fue alzada en el aire y desapareció en dos bocados. El enano permaneció apoyado contra la pared, masticando pacientemente y mirando a su alrededor con vaga benevolencia. Luego se agachó doblándose por la cintura, como cuando se abre a medias una navaja, y abrió la boca para chupar la sangre de la alfombra. En su interior, la boca era incandescente, como un horno de gas, y la sangre se evaporaba ante su lengua, como el polvo ante el aspirador. Se irguió, con los brazos colgando delante de él en paciente inutilidad, y fijó los ojos en la cerradura.
Mi padre retrocedió, arrastrándose, hacia la cama, como un zorro perseguido después de recorrer veinticinco kilómetros. Al principio fue porque tuvo miedo de que el ente le hubiese visto por el ojo de la cerradura; pero después fue por razonamiento. Un hombre puede atribuir a su fantasía muchas pesadillas y, en último término, puede convencerse de que los entes de las tinieblas no existen. Pero ésta era una aparición en una habitación llena de sol, con toda la solidez de un guardarropa y, desgraciadamente, con casi ninguna de sus posibilidades. Se pasó los primeros diez minutos en asegurarse de que estaba despierto, y el resto de la noche intentando confiar en que estaba dormido. Fue lo uno o lo otro, o, en otro caso, es que estaba loco rematado.
No es agradable dudar de la razón de uno. No existen pruebas satisfactorias. Uno se puede pinchar para saber si está dormido; pero no hay método alguno para determinar el otro problema. Pasó algún tiempo abriendo y cerrando los ojos; pero la habitación parecía normal y permanecía sin alteración. También metió la cabeza en una palangana de agua fría, sin resultado. Entonces, se tumbó de espaldas, observando durante horas los mosquitos del techo.
Cuando le llamaron estaba terriblemente cansado. Una guapa doncella escandinava descorrió las cortinas, dejando entrar el sol en su dormitorio, y diciéndole que hacía un día espléndido. Habló con ella varias veces, observándola atentamente; pero ella no pareció tener duda alguna sobre su buena disposición mental. Por tanto, era evidente que no estaba loco. Había pensado en el asunto durante tantas horas que había terminado por ofuscarse. Los contornos se esfumaban de nuevo, y determinó que todo aquello debió de ser un sueño o una ilusión temporal; algo temporal, en cierta forma, y que terminó. Por tanto, no había que pensar en ello por más tiempo. Se levantó, se vistió y bajó a desayunar.
Aquellos hoteles solían estar muy bien. Había siempre a mano una dueña en un pequeño despacho cerca del vestíbulo, que se desvivía por contestar a cualquier pregunta y que hablaba todos los idiomas imaginables. Por lo general, cumplía su cometido de forma que los huéspedes se considerasen como en su propia casa. La dueña del Abisko era un ser amabilísimo en todos los aspectos. Mi padre solía hablar mucho de ella. Tenía la idea de que cuando uno se bañaba en Suecia, le enviaban a una de las doncellas para que le lavara. En realidad, así suele ser algunas veces; pero siempre se trata de una doncella anciana y de gran confianza. Uno tiene que permanecer dentro del agua, y esto supone ya conferirle a uno una capa de invisibilidad. Si se saca la rodilla, ella se ofende. Mi padre tenía la esperanza de que un día le enviaran a la propia dueña, y me atrevería a decir que la hubiera ofendido mucho. Sin embargo, ésta es cuestión aparte. Cuando cruzó el vestíbulo, algo le empujó a preguntar sobre la habitación vecina a la suya. Inquirió si había alguien alojado en el número 23. “Pues sí -respondió la recepcionista con amable sonrisa-. La habitación número veintitrés la ocupa un doctor, profesor en Upsala, con su esposa. ¡Una pareja encantadora!”
A mi padre le hubiera gustado saber qué estaba haciendo la encantadora pareja mientras el enano se comía a la muchacha en camisón. Sin embargo, decidió no volver a pensar más en el asunto. Trató de despreocuparse y se dirigió a desayunar. El profesor se hallaba sentado en el rincón opuesto… (la camarera se lo señaló amablemente), y su aspecto era de hombre apacible y miope. Mi padre pensó que saldría a dar un largo paseo por la montaña, puesto que el ejercicio era lo que, evidentemente, necesitaba su constitución.
Hacía un día espléndido. Debajo de él brillaban las aguas azules del lago Torne en toda su amplitud de cincuenta kilómetros, y la nieve, al fundirse, formaba una filigrana alrededor de las cimas de las montañas que rodeaban al lago. Caminó más allá de los achaparrados abedules y de los musgosos pantanos donde habita el reno y también los mosquitos. Vadeó algo que podía haber sido un temporal afluente del Abiskojokk, teniendo que quitarse los pantalones para hacerlo y arrollarse la camisa en torno al cuello. Sentía deseos de gritar al luchar contra el impulso de las aguas de nieve, con las piernas cruzándose entre sí involuntariamente mientras avanzaba y las piedras deslizándose bajo sus pies. Su cuerpo hizo un extraño movimiento en el agua, que salpicó y le mojó la barriga. Cuando estuvo al otro lado del río, una piedra le hizo resbalar de verdad y dio de bruces en el agua. Saló de ella, dando gritos de gozo, e hizo en voz alta una observación que, desde entonces, se convirtió en algo clásico en la familia: “Gracias a Dios -dijo-, me había remangado”.
Retorció lo mejor que pudo su ropa y se la puso de nuevo, a pesar de la humedad. Empezó a subir la ladera de Niakatjavelk. Al cabo de un kilómetro estaba seco y caliente otra vez. No había escalado trescientos metros más cuando alcanzó la línea nevada, y allí, arrastrándose con pies y manos, llegó frente a lo que parecía ser la cumbre de la ambición. Se topó con un armiño. Ambos estaban  a cuatro patas; por tanto, existía una especie de igualdad en el encuentro, especialmente porque el armiño estaba a más altura que él. Se contemplaron durante brevísimos instantes, sin decirse nada, y entonces el armiño desapareció. Lo buscó por todas partes en vano, porque la nieve estaba solamente a trozos. Mi padre se sentó sobre una piedra seca, para comerse una pastilla de chocolate con pan de centeno.
La vida es un infierno inexplicable, únicamente porque, a veces, es hermosa. Si nosotros fuéramos unos miserables continuamente; si no existieran cosas tales como el amor, la belleza, la fe o la esperanza; si yo pudiera estar completamente seguro de que mi amor nunca sería correspondido, ¡cuánto más sencilla sería la vida! Uno podría hundirse en las siberianas minas de sal de la existencia sin ser perturbado por la felicidad. Desgraciadamente, la felicidad está aquí. Siempre existe la posibilidad (en una proporción de ochocientos cincuenta contra uno) de que otro corazón venga a trabajar la mina. Yo no puedo sostener la esperanza, ni conservar la fe, ni amar la belleza. Frecuentemente no soy tan miserable como sería inteligente serlo. Y allí, porque mi pobre padre estaba sentado en su piedra sobre la nieve, se hallaba la felicidad completa llamando a las puertas.
En la piedra donde estaba sentado nunca se había sentado otra persona. Se hallaba a trescientos kilómetros en el interior del círculo Ártico, en una montaña de dos mil metros de altura que se miraba en un lago azul. El lago era tan grande que él hubiera jurado que se inclinaba en sus lejanos extremos, demostrando a la vista que la dulce Tierra era redonda. La línea del ferrocarril y la media docena de casas de Abisko estaban ocultas por la arboleda. El sol calentaba la piedra, daba tonalidad azul a la nieve, y el cuerpo de mi padre se reconfortaba de la mojadura. La boca se le hacía agua a la vista del chocolate, justamente detrás de la lengua.
Y, sin embargo, cuando se hubo comido el chocolate…, acaso por la pesadez que le produjo en el estómago…, recordó al enano. De pronto, mi padre cayó en el humor negro, comenzando a pensar en lo sobrenatural. Laponia era hermosa en verano, con el sol continuamente en el horizonte durante el día y la noche, y los arbolillos resplandeciendo. No era lugar para cosas malvadas. Pero ¿y en invierno? Ante sus ojos se presentó un cuadro de la noche ártica, con el silencio y la nieve. Entonces, los lobos y los osos legendarios rondando por los lejanos campos, y los innominados espíritus invernales llevaban a cabo sus correrías a través de los tenebrosos senderos. A Laponia se la había asociado siempre con la brujería, hasta por Shakespeare. Era en los cofines del mundo donde se acumulaban las Viejas Cosas, como el madero ronda los límites del mar. Si se necesita encontrar una mujer inteligente, se va a las costas de las Hébridas; en la costa de Britania se busca la misa de St. Secaire. ¡Y qué confín era Laponia! Era un confín no solo de Europa, sino de la civilización. No había fronteras. Los lapones iban con los renos, y donde estaban los renos se hallaba Laponia. Región curiosamente indefinida, adecuada para las cosas indefinidas. Los lapones no eran cristianos. ¡Qué reservas de poder debían de haber tenido a sus espaldas para resistir la marcha del pensamiento! A través de los siglos misioneros, habíanse valido de algo, de algo que había permanecido detrás de ellos: un poder contra Cristo. Mi padre se dio cuenta, con asombro, de que estaba viviendo en la era del reno, un período contiguo al mamut y al fósil.
Bueno, no era a esto a lo que había salido. Con un esfuerzo apartó de sí las pesadillas, se levantó de la piedra y comenzó a bajar en dirección a su hotel. Era imposible que un profesor de Abisko pudiera convertirse en enano.
Aquella tarde, cuando mi padre se dirigía al comedor para cenar, la dueña le paró en el vestíbulo. “Tenemos un día fatal -le dijo-. Al pobre profesor le ha desaparecido su esposa. No se la encuentra desde anoche. El profesor está inconsolable…”
Mi padre dio por seguro entonces que estaba loco.
A ciegas se dirigió al comedor, sin contestar, y empezó a comer una espesa sopa de crema agria, que se tomaba fría con pimienta y azúcar. El profesor continuaba sentado en su rincón: era un hombre de cabellos rubios, con gafas de gruesos cristales y expresión desolada. Estaba mirando a mi padre, y mi padre, con la cuchara a medio camino de la boca, le miraba a su vez. ¿Conocen ustedes esa clase de reconocimiento visual, cuando dos personas se miran profundamente a las pupilas y escudriñan sus respectivas almas? Corrientemente ocurre antes de que llegue el amor. Me refiero al reconocimiento claro, profundo y atento, expresado por el poeta Dante. Sus ojeadas se cruzaban y entrelazaban sus ojos con doble atadura. Mi padre comprendió que el profesor era el enano, y el profesor se dio cuenta de mi padre le había reconocido. Ambos sabían que el profesor se había comido a su esposa.
Mi padre dejó la cuchara y el profesor empezó a crecer. La parte alta de su cabeza subió y se extendió, al igual que una gran hogaza de pan en un horno; su cara se volvió roja y púrpura, y, al final, azul; todo su desmañado cuerpo comenzó a vibrar y a elevarse hacia el techo. Mi padre miró a su alrededor. Los otros huéspedes estaban cenando indiferentes. Nadie, excepto él, podía verlo; al fin, estaba definitivamente loco. Cuando miró al enano otra vez, el ser se inclinó. La enorme superestructura se agachaba hacia él, doblándose por la cintura, sonriéndole seductora.
Mi padre se levantó de la mesa experimentalmente, y avanzó hacia el enano arrastrando con excesivo cuidado sus pies sobre la alfombra. No le era fácil andar ni acercarse al monstruo; pero era cuestión de su razón. Si estaba loco, estaba loco; y era esencial que pudiese agarrar la cosa para estar seguro.
Se paró delante de él como un niño, y extendió la mano diciendo: “Buenas noches”. “¡Jo, jo -respondió el enano-. ¿A quién tendré de cena esta noche, muñequito?”, y extendió sus peludas pezuñas y cogió la mano de mi padre.
Mi padre fue sacado del comedor andando por el aire. Encontró a la dueña en el pasillo y le enseño la mano.
“Creo que me he quemado la mano -le dijo-. ¿Cree usted que podría vendármela?” La dueña contestó: “¡Oh! Es una quemadura fea. Todo el dorso está cubierto de ampollas… Claro que se la vendaré en seguida…”.
Él explicó que se la había quemado con un infernillo que estaba sobre el aparador. Apenas podía concebir su alegría. Uno no puede quemarse a sí mismo por estar loco. “Vi que estuvo hablando con el profesor -dijo la dueña mientras le ponía la venda-. Es un caballero muy simpático, ¿verdad?...”

El alivio acerca de su locura pronto dejó sitio a otras preocupaciones. El enano se había comido a su esposa y le había producido a él una quemadura; pero también había hecho una desagradable observación sobre su cena de aquella noche. Se proponía comerse a mi padre. Muy pocas personas son capaces de hallarse en situación de decidir qué han de hacer cuando un enano los señala como su próxima comida. Para empezar, aunque era un enano tangible en dos aspectos, había permanecido invisible para los otros comensales. Eso colocaba a mi padre en una situación difícil. Por ejemplo, no podía pedir protección. Hubiese sido absurdo que se dirigiera a la dueña para decirle: “El profesor Skal es una especie de lobo; se comió anoche a su esposa y se propone comerme a mí esta noche”.
Inmediatamente, le hubieran considerado un mentecato. Además, era demasiado orgulloso para hacer eso, y más confundido aún. A pesar de las pruebas y de las ampollas, no consideraba fácil hacer creer en profesores que se transforman en enanos. Toda su vida había vivido en un mundo normal y a su edad era difícil empezar a aprender de nuevo. Para un bebé, que estaba aún coordinando el mundo, hubiera sido facilísimo competir con la posición del enano; para mi padre no. Trató de acomodarlo en alguna parte, sin perturbar el universo. Intentó decirse que era una tontería: los profesores no se comen a uno. Era como tener fiebre y decirse uno mismo que todo estaba perfectamente; que, en realidad, todo era un delirio nada más, algo que pasaría.
Existía por una parte esta sensación: el desesperado aserto de todas las verdades que había aprendido, la lucha por conservar el mundo apartado de la violencia, la valiente aunque aterradora negativa a retroceder o a convertirse en loco.
Por otra parte, existía un terror completo. No obstante, muchos luchaban por ser meramente embaucados o introducidos en un extraño bolsillo de espacio-tiempo. Existía pánico. Existía la urgencia de alejarse tan rápidamente como fuese posible, de huir del terrible enano. Desgraciadamente, el último tren había salido de Abisko, y ahora no había donde ir…
Mi padre era incapaz de distinguir estos rumbos de pensamiento. Para él eran intrincadamente confusos. Se encontraban dentro de un círculo giratorio. Como hombre orgulloso, como agnóstico, se agarraba solamente a sus encasquilladas pistolas. Estaba terriblemente asustado del enano, pero no podía admitir su existencia. Todo su proceso mental permanecía suspenso en el aire, mientras hablaba en la terraza, en un estado de confusa animación, con un turista americano que había venido a Abisko a fotografiar el sol de medianoche.
El americano dijo a mi padre que el ferrocarril de Abisko era el tren eléctrico más septentrional del mundo; que doce trenes hacían todos los días el recorrido entre Upsala y Narvik; que la población de Abo era de doce mil habitantes en 1862, y que Gustavo Adolfo subió al trono de Suecia en 1611. También le facilitó algunos datos sobre Greta Garbo.
Mi padre dijo al americano que se requería un niño muerto para la misa de St. Secaire; que un elemental era una especie de boca en el espacio que chupaba a uno, tratando de engullírselo, que la magia homeopática la practicaban los aborígenes de Australia, y que una lapona tenía sumo cuidado en su confinamiento, de no tener lazos ni nudos en su cuerpo, porque eso hacía difícil su libertad de acción.
El americano, que había estado mirando a mi padre de forma extraña durante algún tiempo, tomó eso como una ofensa y se alejó de él. Por tanto, no teniendo otra cosa que hacer, mi padre se fue a la cama.
Mi padre subió la escalera solo haciendo un poderoso esfuerzo. Tenía la impresión de que sus facultades estaban contraídas y confundidas. Tuvo que ayudarse con la barandilla. Parecía estar andando sobre un alambre, a unos treinta centímetros por encima de su cabeza. Todas las salidas estaban cerradas, pero él continuó subiendo tenazmente la escalera, avanzando con orgullo y repugnancia. Lo que transfería a su cuerpo era temor físico, el mismo temor que sintiera cuando, siendo un niño, caminaba a lo largo de los pasillos para que le pegaran. Subió firmemente la escalera.
Cosa bastante extraña: se durmió en seguida. Había estado escalando todo el día y había permanecido despierto toda la noche anterior, sufriendo grandes emociones. Como un condenado a muerte que fuera a ser ahorcado a la mañana siguiente, mi padre se despreocupó de todo y se echó a dormir.
Al dar la medianoche fue despertado. Oyó al americano en la terraza, debajo de su ventana, explicando muy excitado que se había nublado las dos últimas noches a las once y cincuenta y ocho minutos, por lo que le había sido imposible fotografiar el sol de medianoche. Oyó el clic de la máquina.
Parecía haberse desencadenado una repentina tempestad de viento y granizo. El viento rugía en la ventana, y las cortinas se alzaban, señalando horizontalmente hacia el interior del dormitorio. El bramido y el zumbido de la tempestad batían la ventana con un ruido que iba en crescendo: era como un viento huracanado dirigido hacia él. En el alféizar apareció una garra azul.
Mi padre se volvió y hundió la cabeza en la almohada. Sintió cómo la gruesa cabeza surgía de la ventana y cómo los ojos se fijaban sobre el volumen de su espalda. Sintió cómo le punzaban en algunas partes. Picaban. O, mejor dicho, lo que picaba era el resto de su cuerpo, con excepción de esos sitios. Sentía crecer al monstruo dentro de la habitación, resplandeciendo como el hielo y emitiendo una tormenta. El mosquitero se alzó a su soplo, descubriéndole, dejándole indefenso. Era un éxtasis de terror tal que casi sintió gozo. Era como un bañista que se sumerge por primera vez en agua helada y es incapaz de mover los miembros. Intentaba gritar, pero todo cuanto podía hacer era emitir una especie de ahogados ruidos procedentes de sus paralizados pulmones. Se transformó en una parte del huracán. Las ropas de la cama volaron. Y se dio cuenta de que el enano alargaba las manos. Mi padre era un agnóstico; pero, como la mayoría de los ociosos, acostumbraba a tener una avispa en su gorro. Su avispa favorita era la psicología de la Iglesia Católica. Estaba preparado para hablar durante horas sobre el psicoanálisis y la confesión. Su mayor descubrimiento había sido el rosario.
El rosario, según decía mi padre, se consideraba solamente como ocupación actual que calmaba los centros inferiores de la mente. El pasar y recitar automáticamente las cuentas del rosario liberaba los centros superiores para meditar sobre los misterios. Era un sedante, lo mismo que hacer punto de media o contar ovejas. No existía nada mejor para el insomnio que rezar el rosario. Durante varios años, había dado profundos suspiros y contado regularmente. Cuando estaba falto de sueño, permanecía tumbado de espaldas y pasaba las cuentas; siempre llevaba un rosario pequeñito en el bolsillo de la chaqueta del pijama.
El enano extendió las manos, rodeándole la muñeca. Él se quedó completamente paralizado, como si le hubiesen atado. El enano puso las manos sobre las cuentas del rosario.
Como empujadas por fuerzas ocultas, se reunieron de golpe sobre el corazón de mi padre. Según dijo él, hubo una explosión, una rápida creación de poder. Positiva y negativa. Un fulgor, un rayo de luz. Algo así como el chisporroteo con el que el trole de un tranvía vuelve a encontrar de nuevo el cable cuando se hace el cambio de aguja.
El enano hizo un ruido semejante al de la ebullición de una rana e inmediatamente comenzó a disminuir de tamaño. Soltó a mi padre y se alejó, corriendo y aullando, en dirección a la ventana, como si hubiese experimentado una terrible quemadura. Iba perdiendo el color a medida que disminuía de tamaño. Era como uno de esos muñecos de aire que se desinflan con un agudo silbido. Apenas más grande que un niño, escaló el alféizar de la ventana y se descolgó visiblemente.
Mi padre saltó de la cama y le siguió a la ventana. Le vio caer en la terraza como un sapo, plegarse sobre sí mismo y deslizarse, bamboleándose y silbando como un murciélago, hacia el valle de Abiskojokk.
Mi padre se desmayó.
A la mañana siguiente, la dueña dijo: “Ha ocurrido una horrible tragedia. Esta mañana encontraron al profesor ahogado en el lago. Por lo visto, la pena que le produjo la desaparición de su esposa le enloqueció”.
El americano encabezó una suscripción para comprarle una corona, a la que contribuyó mi padre con cinco chelines. El cadáver fue transportado a la mañana siguiente en uno de los doce trenes que circulan diariamente entre Upsala y Narvik.


1 comentario:

  1. Muy buen relato. El enano; uno de los monstruos por excelencia.

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