Yo
viví en una casa embrujada. No era la casa tomada que Cortázar narró a modo de
pesadilla, ni la casa Usher, cuya arquitectura prefiguró el hundimiento moral
de Poe, aunque su disposición —paredaña a un parque abandonado— hacía prever su
potencial de calamidad. Lo cierto es que aquella casa triste y tarada era
conocida en la colonia, aunque nadie nos advirtió, y los dueños evitaron
mencionar los detalles de otras desgracias más dolorosas acaecidas en su
interior. A ciencia cierta, yo nunca vi nada anormal, pero sentí el daño. En
realidad, todos sentimos el daño. No mencionaré los golpes, ni las
imprecaciones nocturnas, tampoco los vasos rotos —ese compendio de
anormalidades para amantes del más allá—, pero lo cierto es que al cabo de un
año la desgracia se había apoderado de todos. Y no estaba más allá, sino más
acá: papá empezó a beber más que nunca, perdió su trabajo y compró un revólver
que esgrimía contra las sombras, mamá se recluyó en la luna de su espejo. Mi
hermana se extravió en un laberinto de melancolía, y yo mismo fui presa de un
furor místico. Sólo mi hermano mayor mantuvo la entereza para hacer las maletas
y meter en el coche a aquella familia de locos. Luego de conducir durante
horas, se detuvo en una gasolinera, abrió las puertas del coche y cada uno
corrió en una dirección opuesta.
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