Esperé a ver la puesta de sol, a oír cascabeles en
las estrellas. Entonces hice despegar el monoplano con un leve remolino en la
inmensidad del Sáhara. En el retrovisor la arena anegaba a la serpiente
amarilla y, a mi lado, en el asiento del copiloto, estaba la caja tal como se
la dibujé. La tarde anterior, el Principito me había dicho: “Parecerá que estoy
muerto, pero no es verdad”. Lo que sí es verdad es que las personas mayores
somos extrañas, quizás por eso no he querido levantar la tapa ni imaginar qué
hay dentro. Con el corazón oprimido, decididamente amaestrado por aquel
muchachito rubio, surqué el fino aire de la atmósfera, me embutí en algodonosas
nubes y adelanté raudos cometas hasta aterrizar en el asteroide B‑612. Lo
primero que hice fue proteger a la rosa bajo el fanal. Dejé la caja junto a
ella. Luego me ocupé de deshollinar los volcanes y arrancar algunos baobabs. No
sé cuánto tiempo ha pasado, pero aquí estoy. Vivo. También dibujo y escribo.
Supongo que allá abajo buscan mi avión, pero no lo encontrarán. No hay que
creerse todo lo que el mar devuelve. Lo esencial es invisible para los ojos.
Esta noche te cuento. Marzo 2016.
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